Capítulo 17

Me dirigía al oeste por la carretera principal e intentaba leer el manual del coche mientras conducía. Pulsé algunos botones en el salpicadero y, voilá, todas las pantallas pasaron del sistema métrico al sistema ciento por ciento estadounidense. Ésa es la máxima diversión que uno puede alcanzar desde el asiento del conductor.

Con la sensación de haberme enriquecido tecnológicamente, conecté con mi contestador automático mediante mi teléfono móvil. Imagínense si aquellos primeros colonos pudieran vernos ahora, circulando por sus campos y aldeas…

—Tiene tres mensajes —respondió el contestador.

Uno debía de ser de Beth. Escuché, pero el primero era de Max, para reiterar que se me había retirado del caso y pedirme que lo llamara, cosa que no tenía intención de hacer. El segundo era de Dom Fanelli y decía: «Hola JC. He recibido tu mensaje. Si necesitas ayuda, no tienes más que pegar un grito. Entretanto, estoy consiguiendo algunas pistas sobre los que te utilizaron como diana y no quiero dejarlas en el aire, a no ser que realmente me necesites. ¿Por qué hay tanta gente decidida a eliminar a mi buen compañero? Por cierto, he hablado personalmente con Wolfe y no se traga que no fueras tú el de la televisión. Dice que dispone de información que lo confirma. Quiere hacerte algunas preguntas. Te aconsejo que controles tus llamadas. Eso es todo por ahora. No te metas en líos».

—Gracias.

El último mensaje tampoco era de Beth, sino de mi jefe, el teniente de detectives Andrew Wolfe. No decía mucho, salvo «quiero que me llames cuanto antes». Algo serio.

Me pregunté si Nash y Wolfe realmente se conocían. Pero la cuestión era que Nash le había contado a Wolfe que John Corey era el de la televisión y que John Corey trabajaba en un caso de homicidio, cuando se le suponía de baja por convalecencia. Era todo cierto y supongo que Andrew Wolfe quería una explicación. Sabía que podía justificar cómo me había involucrado en el caso, pero sería difícil hacerle comprender al teniente Wolfe que era un cretino.

Dadas las circunstancias, era preferible no devolver la llamada. Tal vez debería hablar con mi abogado. Ninguna buena obra permanece impune. Lo único que pretendía era ser un buen ciudadano y el individuo que me había metido en ese lío, mi compinche Max, después de estrujarme el cerebro y de crearme un molesto enfrentamiento con los federales, me retiraba la placa. A decir verdad, nunca había llegado a dármela. Además, Beth no había llamado.

No dejé de recordarme que yo era un héroe, aunque no estoy tan seguro de que el hecho de que le disparen a uno sea un acto heroico. Cuando era niño, sólo los que disparaban a los malos eran héroes. Ahora, todo el que contrae una enfermedad o es secuestrado o le disparan es un héroe. Pero si pudiera sacrificar esa heroicidad a cambio de librarme de mis problemas, ciertamente lo haría. El problema con los héroes fabricados por los medios de comunicación es que caducan a los noventa días. Me dispararon a mediados de abril. Tal vez debería llamar a mi abogado.

Ahora estaba en el poblado de Cutchogue, cerca del centro, que puede pasarle a uno inadvertido si no presta atención. Cutchogue es un pequeño lugar pulcro, curioso y próspero, como la mayoría de estos pueblos, creo que debido en parte al negocio del vino. Había varias pancartas de lado a lado de la calle mayor que anunciaban diversos acontecimientos, como el festival marítimo anual del puerto de East End y un concierto de los Isotope Stompers[3] —sin comentarios— en el faro de Horton.

Oficialmente, el verano había terminado, pero el otoño era muy agradable para los residentes y un reducido número de turistas. Siempre había sospechado que en noviembre celebraban una gran fiesta, sólo para los habitantes de la zona, llamada «Los residentes del norte de Long Island despiden la maldita temporada turística».

Conducía muy despacio, en busca del edificio de la Sociedad Histórica Peconic, situado, según recordaba, cerca de la calle mayor. Al lado sur de la calle se encontraba la zona verde del pueblo de Cutchogue, con la casa más antigua del Estado de Nueva York, construida, según el cartel, alrededor de 1.649. El lugar parecía prometedor y giré por un camino que dividía el parque. Había algunos edificios de tablas de madera, afortunadamente desprovistos de picotas, cepos, retretes al aire libre y demás implementos públicos de los primeros colonos norteamericanos.

Por último, a poca distancia del parque, vi una gran casa de madera blanca, en realidad una mansión, con unas enormes columnas blancas en la fachada. En el césped había un letrero de madera estilo Chippendale en el que se leía «Sociedad Histórica Peconic», seguido de la palabra «Museo» y, luego, «Gift shoppe» —Tienda de regalos—, con dos P y una E. En una ocasión gané una partida de scrabble con esa palabra.

Otro letrero colgaba de dos cortas cadenas con el horario del museo y de la tienda. A partir del Día del Trabajo, abrían sólo los fines de semana y días de feria.

Había también un número de teléfono y llamé. Escuché un mensaje grabado de una mujer, que parecía del siglo XVII que hablaba de horarios, actos, etcétera.

Yo nunca estaba dispuesto a dejarme llevar por la conveniencia de los demás, así que me apeé del coche, subí los peldaños del pórtico y llamé a la puerta con un antiguo picaporte de latón. Di realmente unos buenos golpes, pero el lugar parecía estar desierto y no había ningún coche en el pequeño aparcamiento junto al edificio.

Regresé al coche y llamé a mi nueva amiga, Margaret Wiley.

—Buenos días, señora Wiley, llama el detective Corey.

—Dígame.

—Ayer mencionó la posibilidad de visitar el museo de la Sociedad Histórica Peconic y estuve pensando en ello todo el día. ¿Cree que sería posible visitarlo hoy y tal vez hablar con alguno de sus conservadores? ¿Cómo se llama la directora?, ¿Witherspoon?

—Whitestone. Emma Whitestone.

—Exactamente. ¿Es posible?

—No lo sé…

—¿Qué le parece si llamo a Emma Whitestone…?

—Yo la llamaré. Puede que acceda a reunirse con usted en el museo.

—Estupendo. Muy agradecido…

—¿Dónde puedo localizarle?

—Le diré lo que voy a hacer, la llamaré de nuevo dentro de diez o quince minutos. Estoy en el coche y debo parar para comprarle un regalo a mi madre. A propósito, supongo que en el museo hay una tienda de regalos.

—Sí, hay una.

—Magnífico. Por cierto, he hablado con mi tío Harry y le manda recuerdos.

—Gracias.

—Me ha dicho que la saludara en su nombre y que la llamaría cuando estuviera por aquí —dije sin mencionar el desinterés del tío Harry.

—Será muy agradable.

—Maravilloso. Agradecería muchísimo que la señora Whitestone o alguna otra persona del museo se reuniera conmigo esta mañana.

—Haré lo que pueda. Tal vez deba ir yo personalmente.

—Me sabe mal que se moleste. Por cierto, muchas gracias por su ayuda de ayer.

—No merece la pena mencionarlo.

Casi no lo hice.

—Volveré a llamarla dentro de quince minutos.

—¿Está hoy su amiga con usted?

—¿Mi compañera?

—Sí, la joven que le acompañaba.

—No tardará mucho en llegar.

—Es una mujer encantadora. Me gustó hablar con ella.

—Vamos a casarnos.

—Qué pena —exclamó antes de colgar.

Qué le vamos a hacer. Puse el vehículo en marcha y apareció de nuevo la voz femenina que decía «Suelte el freno de mano» y obedecí. Manipulé un rato el ordenador con la esperanza de eliminar aquella opción pero temí que respondiera: «¿Por qué intentas matarme? ¿No te gusto? Sólo intentó ayudarte». ¿Y si se atrancaran las puertas y el motor acelerara por cuenta propia? Arrojé el manual a la guantera.

Me dirigí al sur por el camino de Skunk Lane y luego por el paso elevado de regreso a Nassau Point.

Al llegar a la calle de los Gordon, vi el Jeep blanco de Max frente al escenario del crimen. Aparqué en el camino de entrada a la casa de los Murphy, donde no pudieran verme desde la de los Gordon.

Fui directamente a la parte posterior del edifìcio y vi a los Murphy en la sala de televisión, conocida como sala Florida, que era una galería adosada a la estructura original. El televisor estaba encendido y llamé a la puerta trasera.

Edgar Murphy se levantó, me vio y abrió la puerta.

—¿Otra vez aquí?

—Sí señor. Sólo necesito que me dedique un minuto.

Me indicó que entrara. La señora Murphy se puso de pie y me saludó con escaso entusiasmo. El televisor siguió encendido. Durante unos instantes tuve la sensación de estar en la casa de mis padres, en Florida: la misma sala, el mismo programa de televisión, la misma gente…

—Descríbanme el coche deportivo blanco que vieron frente a la casa de los Gordon en el mes de junio.

Ambos lo intentaron, pero su capacidad de descripción era limitada. Finalmente, saqué un lápiz del bolsillo, cogí un periódico y les pedí que me lo dibujaran, pero respondieron que eran incapaces de hacerlo. Esbocé un Porsche. Se supone que no se debe orientar de ese modo a los testigos, pero qué diablos. Ambos asintieron.

—Sí, eso es —dijo el señor Murphy—. Un coche grueso. Como una bañera boca abajo.

La señora Murphy estaba de acuerdo.

Saqué de mi bolsillo el folleto de los viñedos Tobin y lo doblé para que sólo se viera una pequeña fotografía en blanco y negro de Fredric Tobin, propietario. No les permití que vieran el folleto entero porque habrían dicho a todo el mundo que la policía creía que Fredric Tobin había asesinado a los Gordon.

Los Murphy examinaron la foto. Una vez más, el hecho de mostrar una sola fotografía sin mezclarla con otras equivalía realmente a orientar a los testigos, pero no disponía de tiempo ni de paciencia para las normas establecidas. Sin embargo, no les pregunté si aquél era el hombre que habían visto en el coche.

No obstante, la señora Murphy declaró:

—Éste es el hombre que vi en el coche deportivo.

—¿Es un sospechoso? —preguntó el señor Murphy después de corroborar la afirmación de su esposa.

—No señor. Siento haberlos molestado de nuevo. ¿Ha intentado alguien interrogarlos sobre este caso?

—No.

—Recuerden que no deben hablar con nadie, salvo con el jefe Maxwell, conmigo o con la detective Penrose.

—¿Dónde está ella? —preguntó el señor Murphy.

—¿La detective Penrose? Esta mañana se siente indispuesta.

—¿Está embarazada? —preguntó Agnes.

—De un mes aproximadamente —respondí—. Bien…

—No vi ninguna alianza de matrimonio —comentó Agnes.

—Ya sabe cómo son estas jóvenes —dije mientras movía con tristeza la cabeza—. Gracias de nuevo.

Me retiré inmediatamente, subí a mi Jeep y me alejé.

Al parecer, el señor Fredric Tobin había estado en casa de los Gordon, por lo menos en una ocasión. Sin embargo, no parecía recordar aquella visita del mes de junio. Puede que no fuera él. Tal vez era otro hombre de barba castaña con un Porsche blanco.

Quizá debiera averiguar por qué el señor Tobin me había mentido.

Volví a comprobar mi contestador automático y había dos nuevos mensajes. El primero era de Max y decía: «John, habla el jefe Maxwell. Puede que no haya hablado con suficiente claridad respecto a tu situación. Ya no trabajas para este municipio, ¿comprendido? He recibido una llamada de los abogados de Fredric Tobin y no están muy contentos. ¿Me has entendido? No sé exactamente de qué habéis hablado tú y el señor Tobin, pero creo que ésa debe ser la última conversación oficial que mantienes con él. Llámame». Interesante. Lo único que pretendía era ayudar y me atosigaban los del pueblo.

La siguiente llamada era de mi exesposa, cuyo nombre es Robin Paine[4], que le cae de maravilla, y además se da el caso de que es abogada. «Hola, John —decía—, habla Robin. Quiero recordarte que nuestro año de separación termina el 1 de octubre, en cuyo momento estaremos legalmente divorciados. Te mandaré una copia del certificado por correo. No es preciso que firmes nada; es automático. A partir del 1 de octubre ya no podrás cometer adulterio —añadió en un tono más alegre—, a no ser que vuelvas a casarte. Pero no te cases antes de recibir el certificado pues cometerías bigamia. Te vi en las noticias. Parece un caso fascinante. Cuídate». Robin, por cierto; era ayudante del fiscal del distrito de Manhattan cuando nos conocimos. Estábamos en el mismo bando. Ella cambió de bando y aceptó un empleo muy bien pagado con un famoso abogado defensor, a quien le gustaba su estilo ante el tribunal. Puede que le gustara algo más aparte de su estilo, pero en todo caso nuestro matrimonio se convirtió en un conflicto de intereses. Yo intentaba arrojar a los maleantes a la perrera y la mujer con quien me acostaba procuraba que siguieran en libertad. La gota que colmó el vaso fue cuando aceptó el caso de un narcotraficante de alto nivel, a quien, además de sus problemas en Estados Unidos, se le reclamaba en Colombia por el asesinato de un juez. Bueno, ya sé que alguien tiene que hacerlo y que los honorarios son fabulosos, pero para mí suponía un reto matrimonial.

—Debes elegir entre tu trabajo y yo —dije.

—Tal vez deberías cambiar de trabajo —respondió.

Y lo decía en serio. Su bufete necesitaba un investigador privado y pretendía que yo aceptara el trabajo. Me imaginé ejerciendo como investigador privado para ella y para el imbécil de su jefe. Tal vez sirviéndoles el café entre casos. Decidido. Divorcio, por favor.

Aparte de esas pequeñas diferencias profesionales, en otra época estuvimos realmente enamorados. En cualquier caso, el 1 de octubre sería oficialmente mi exesposa y yo perdería mi oportunidad de ser adúltero o bígamo. A veces la vida no es justa.

Por el istmo y la carretera principal, de regreso al poblado de Cutchogue, llamé a Margaret Wiley.

—He localizado a Emma en su floristería —respondió— y le espera en la sede de la Sociedad Histórica Peconic.

—Es muy amable sacrificando su tiempo por mí.

—Le he dicho que estaba relacionado con los asesinatos de los Gordon.

—No estoy seguro de que lo esté, señora Wiley. Sólo sentía curiosidad por…

—Puede hablarlo con ella. Le está esperando.

—Gracias.

Creo que colgó antes que yo.

Regresé al edificio de la Sociedad Histórica Peconic y dejé el coche en el pequeño aparcamiento, junto a una furgoneta donde se leía: «Floristería Whitestone». Me acerqué a la puerta principal y vi una nota cerca del picaporte que decía: «Señor Corey, entre, por favor». Y así lo hice.

Como ya he dicho, se trataba de una casa grande, construida a mediados del siglo XIX, típica de un rico mercader o capitán de navío. Tenía un enorme vestíbulo, con una gran sala de estar a la izquierda y un comedor a la derecha. Evidentemente, estaba llena de antigüedades, casi todo basura en mi opinión, pero probablemente valían un montón de dinero. No vi ni oí a nadie en la casa y empecé a pasear de habitación en habitación. No era realmente un museo en el sentido de exposición, sino una casa antigua decorada al estilo de la época. El lugar no tenía nada de siniestro, ni cuadros de iglesias en llamas que colgaran de las paredes, ni velas negras, ni pentagramas, ni gatos negros, ni hervía el caldero de ninguna bruja en la cocina.

No estaba seguro de por qué había venido, pero algo me había impulsado a hacerlo. Por otra parte, padecía una saturación geriátrica y no me sentía con fuerzas para hablar con otra septuagenaria. Debí haber descorchado y bebido la botella de vino de Tobin antes de reunirme con la señora Whitestone.

Me encontré ahora con la tienda de regalos, el Gift shoppe, que al parecer había sido una cocina de verano, y entré. Las luces estaban apagadas, pero entraba el sol por las ventanas.

Los regalos cubrían una amplia gama, desde libros de publicación local hasta artesanías locales, artesanía india, bordados, plantas secas, flores prensadas, hierbas medicinales, esencias florales, velas (ninguna negra), acuarelas, baldosas pintadas, semillas y mucho más. ¿Qué hará la gente con esas porquerías?

Levanté un trozo de tabla de granero desgastado en el que alguien había pintado un antiguo velero. Mientras examinaba el cuadro, me percaté de que alguien me observaba.

Volví la cabeza y, desde la puerta de la tienda, me miraba fijamente una atractiva mujer de poco más de treinta años.

—Estoy buscando a Emma Whitestone —dije.

—Usted debe de ser John Corey.

—Debo de serlo. ¿Sabe si Emma Whitestone está aquí?

—Yo soy Emma Whitestone.

Empezaba a mejorar el día.

—¡Caramba! —exclamé—. Esperaba a alguien mayor.

—Pues yo esperaba a alguien más joven.

—Vaya…

—Margaret me ha dicho que se trataba de un joven. Pero usted parece un hombre maduro.

—Bueno…

Se me acercó y me tendió la mano.

—Soy la presidenta de la Sociedad Histórica Peconic. ¿En qué puedo servirle?

—Pues… no lo sé.

—Yo tampoco.

Era alta, sólo un par de centímetros menos que yo, delgada pero bien formada, de cabello castaño hasta los hombros, limpio aunque no muy bien peinado, escaso maquillaje, las uñas sin pintar, ninguna joya, ni pendientes ni sortijas ni alianzas. Tampoco llevaba mucha ropa: un vestido veraniego de algodón color beige hasta las rodillas, sujeto a los hombros por unas delgadas tiras, sin casi ropa interior. Desprovista ciertamente de sujetador, aunque se le transparentaba el contorno de unas pequeñas bragas. Iba descalza. Imaginé que, por la mañana, la señorita Whitestone se había limitado a ponerse las bragas y el vestido, se había dado un ligero toque de carmín en los labios y peinado un poco el cabello. Podría quedarse desnuda en escasos segundos; menos, con mi ayuda.

—¿Señor Corey? ¿Está pensando en cómo puedo ayudarle?

—Sí, lo hago. Concédame un segundo.

Tenía un tipo discreto, diseñado para la velocidad y tal vez la resistencia. Sus ojos eran de un gris verdoso y su rostro, además de atractivo, a primera vista parecía inocente. Me recordaba las fotografías que había visto de los jóvenes de las flores en los años sesenta, pero puede que se debiera a que era florista. Al mirarla más detenidamente, se apreciaba en sus facciones una discreta sexualidad.

También debo mencionar que estaba uniformemente morena y su piel tenía un bonito tono café con leche. Emma Whitestone era una mujer atractiva y sensual.

—¿Está esto relacionado con los Gordon?

—Sí —respondí después de dejar la tabla pintada—. ¿Los conocía?

—Sí. No éramos amigos, pero nos conocíamos —dijo—. Ha sido terrible.

—Sí.

—¿Tiene alguna… pista?

—No.

—He oído por la radio que pudieron haber robado una vacuna.

—Eso parece.

—Usted los conocía —dijo después de reflexionar unos instantes.

—Efectivamente. ¿Cómo lo sabe?

—Mencionaron su nombre varias veces.

—¿En serio? Espero que para decir algo agradable.

—Muy agradable —respondió—. Judy sentía debilidad por usted.

—No me diga.

—¿No lo sabía?

—Tal vez —respondí, decidido a cambiar de tema—. ¿Tiene una lista de socios?

—Por supuesto. Arriba, en el despacho. Estaba ordenando unos papeles allí cuando ha llegado. Sígame.

La seguí. Olía a lavanda.

—Bonita casa —dije mientras circulábamos por la mansión.

—Luego se la mostraré —respondió después de volver la cabeza.

—Estupendo. Ojalá tuviera una máquina de fotografiar.

Subimos por la escalera ancha y majestuosa, pero yo me mantenía ligeramente rezagado. Sus bragas eran realmente diminutas. También tenía unos bonitos pies, para quien le gusten esas cosas.

Al llegar al primer piso me condujo a una habitación que denominó salón de arriba y me ofreció un sillón cerca de la chimenea.

—¿Le apetece una infusión? —preguntó.

—Gracias, ya he tomado varias.

Se sentó en una mecedora de madera frente a mí y cruzó sus largas piernas.

—¿Qué es exactamente lo que necesita, señor Corey?

—John. Llámeme John.

—John. Llámame Emma.

—Bien, Emma. En primer lugar deseo formularte algunas preguntas sobre la Sociedad Histórica Peconic. ¿Qué finalidad tiene?

—La historia. En el norte de Long Island hay varias sociedades históricas, la mayoría con sede en edificios históricos. Ésta es la mayor y Peconic es el nombre indio de esta región. Tenemos unos quinientos socios. Algunos son personajes muy destacados, y otros, simples labradores. Nuestro objetivo es conservar, registrar y transmitir nuestro patrimonio.

—Y ampliar sus conocimientos sobre dicho patrimonio.

—Sí.

—Mediante la arqueología.

—Sí. Y la investigación. Disponemos de unos archivos bastante interesantes.

—¿Podré verlos luego?

—Luego podrás ver lo que quieras. —Sonrió.

Mi pobre corazón. ¿Se burlaba de mí o era realmente una insinuación? Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa.

Volví a concentrarme en mi trabajo.

—¿Eran los Gordon socios activos?

—Sí.

—¿Cuándo ingresaron en la sociedad?

—Hace aproximadamente un año y medio. Se trasladaron aquí desde Washington. Eran del Medio Oeste, pero habían trabajado para el gobierno en Washington. Supongo que ya lo sabías.

—¿Hablaron alguna vez contigo de su trabajo?

—No, la verdad es que no.

—¿Has estado alguna vez en su casa?

—Una vez.

—¿Alternabas con ellos?

—De vez en cuando. La Sociedad Histórica Peconic es una organización muy social. Ésa era una de las razones por las que les gustaba pertenecer a ella.

—¿Se sentía Tom sexualmente atraído hacia ti? —pregunté con cierta sutileza.

—Probablemente —respondió sin sentirse ofendida ni alarmada.

—¿Pero no manteníais relaciones?

—No. Nunca me lo propuso.

—Comprendo… —dije después de aclararme la garganta.

—Escúcheme, señor Corey, digo John, estás perdiendo tu tiempo y el mío con esa clase de preguntas. No sé quién asesinó a los Gordon, ni por qué lo hicieron, pero no tuvo nada que ver conmigo ni con ningún triángulo sexual en el que yo participara.

—No he dicho eso. Me limito a explorar los aspectos sexuales como parte de una investigación más amplia.

—No me acostaba con él. Creo que era fiel a su esposa. Que yo sepa, ella también le era fiel. Aquí es difícil mantener relaciones sin que todo el mundo lo sepa.

—Puede que ésa sea tu impresión.

—¿Mantenías tú relaciones con Judy? —preguntó después de mirarme unos momentos.

—No, señorita Whitestone. Esto no es un culebrón. Es la investigación de un asesinato y yo formularé las preguntas.

—No seas tan susceptible.

—Lo siento —dije después de respirar profundamente.

—Quiero que encuentres al asesino. Pregunta.

—Bien. Dime, ¿qué fue lo primero que se te ocurrió cuando supiste que habían sido asesinados?

—No lo sé. Supongo que pensé que estaba relacionado con su trabajo.

—Bien. ¿Y ahora qué piensas?

—No tengo ninguna opinión.

—Me resulta difícil creerlo.

—Dejémoslo para más adelante.

—De acuerdo.

Todavía no sabía hacia dónde me proponía dirigir aquel interrogatorio, ni qué era específicamente lo que buscaba. Pero tenía una imagen mental, una especie de mapa, donde figuraban Plum Island, Nassau Point, el promontorio junto al canal, los viñedos Tobin y la Sociedad Histórica Peconic. Al unir esos puntos con una línea, se obtenía un pentágono carente de significado. Pero si se unían esos puntos de forma metafísica, puede que la forma tuviera sentido. Por ejemplo, ¿cuál era el elemento común de aquellos cinco puntos? Puede que ninguno, pero de algún modo parecían estar vinculados, compartir algo. ¿Pero qué?

Pensé en lo que había hecho tilín en mi cerebro cuando estaba en Plum Island. Historia, arqueología. Era eso. Pero ¿qué era eso?

—¿Conoces a alguien que trabaje en Plum Island? —pregunté.

—La verdad es que no —respondió después de reflexionar unos instantes—. Algunos de mis clientes trabajan en la isla. Salvo Tom y Judy, no conozco a ninguno de los científicos y ninguno de ellos pertenece a nuestra sociedad histórica. Son un grupo muy cerrado —añadió—. Se relacionan entre sí.

—¿Sabes algo del proyecto de excavaciones en Plum Island?

—Sólo que Tom Gordon había prometido a la sociedad histórica la oportunidad de explorar la isla.

—¿Tú no eres particularmente aficionada a la arqueología?

—De hecho no. Prefiero el trabajo de archivo. Estoy licenciada en archivística por la Universidad de Columbia.

—No me digas. Yo doy clases en John Jay.

John Jay está a unos cincuenta bloques al sur de Columbia. Por fin teníamos algo en común.

—¿De qué das clases? —preguntó.

—De criminología y cerámica.

Sonrió, movió los dedos de los pies y se cruzó nuevamente de piernas. Beige. Sus bragas eran beige, como su vestido. Casi me vi obligado a cruzarme de piernas también para que la señorita Whitestone no se percatara de que mi menina despertaba de su siesta. Guarda el muñeco en la bolsa.

—Archivística —exclamé—. Fascinante.

—Puede serlo. Trabajé un tiempo en Stony Brook, luego conseguí un empleo aquí, en la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841 y todavía pagan el mismo sueldo. Me crie aquí, pero es difícil ganarse la vida a no ser con algún negocio. Yo soy propietaria de una floristería.

—Sí, he visto la furgoneta.

—Por supuesto, eres detective. ¿Y qué estás haciendo aquí?

—Convalecer.

—Claro, ahora lo recuerdo. Tienes buen aspecto.

Ella también tenía buen aspecto, pero se supone que uno no debe coquetear con los testigos y me lo callé. Tenía una bonita voz, suave y profunda, que me parecía sensual.

—¿Conoces a Fredric Tobin? —pregunté.

—¿Quién no lo conoce?

—Pertenece a la Sociedad Histórica Peconic.

—Es nuestro mayor benefactor. Nos da vino y dinero.

—¿Sabes de vinos?

—No. ¿Y tú?

—Sí. Sé distinguir la diferencia entre un Merlot y una Budweiser. Con los ojos vendados.

Sonrió.

—Apuesto a que mucha gente lamenta no haberse vinculado con el vino hace años —dije—, quiero decir como negocio.

—No lo sé. Es interesante, pero no muy lucrativo.

—Lo es para Fredric Tobin —señalé.

—Fredric vive muy por encima de sus posibilidades.

—¿Por qué lo dices?

—Porque es verdad.

—¿Lo conoces bien?, ¿personalmente?

—¿Lo conoces personalmente? —respondió.

En realidad no me gusta que me interroguen, pero estaba pisando terreno resbaladizo.

—Asistí a una de sus degustaciones, en julio. ¿Estabas tú?

—Sí.

—Yo fui con los Gordon.

—Ahora lo recuerdo. Creo que te vi.

—Yo no te vi; lo recordaría.

Sonrió.

—¿Lo conoces mucho? —insistí.

—A decir verdad, teníamos relaciones.

—¿Qué clase de relaciones?

—Me refiero a que éramos amantes, señor Corey.

Me sentí decepcionado; no obstante, proseguí con el interrogatorio.

—¿Cuándo fue eso?

—Empezó… hace unos dos años y duró… ¿Tiene eso alguna importancia?

—Puedes negarte a contestar cualquier pregunta.

—Lo sé.

—¿Qué ocurrió con la relación?

—Nada. Fredric colecciona mujeres. Duró unos nueve meses. No fue un récord para ninguno de nosotros, pero no estuvo mal. Visitamos Burdeos, Loira, París. Fines de semana en Manhattan. Fue divertido. Es un hombre muy generoso.

Reflexioné. Estaba ligeramente enamorado de Emma Whitestone y me molestaba un poco que Fredric hubiera llegado antes que yo a la meta.

—Voy a formularte una pregunta personal y no tienes por qué responderla, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Estáis todavía…? Quiero decir si…

—Fredric y yo aún somos amigos. Ahora tiene una chica que vive con él. Sondra Wells. Completamente falsa, incluido su nombre.

—Has dicho que vivía por encima de sus posibilidades.

—Sí. Debe una pequeña fortuna a los bancos y a los pequeños inversores. Gasta demasiado. Lo triste del caso es que tiene mucho éxito y probablemente viviría muy bien de sus ganancias de no ser por Foxwoods.

—¿Foxwoods?

—Sí, ya sabes, el casino indio de Connecticut.

—Ah, claro. ¿Es jugador?

—Y que lo digas. Fui con él en una ocasión. Perdió unos cinco mil dólares en un fin de semana. Blackjack y ruleta.

—¡Caramba! Espero que tuviera el billete de regreso del transbordador.

Emma soltó una carcajada.

Foxwoods. Uno podía desplazarse en el transbordador de Orient Point a New London con el coche a bordo o en el transbordador de alta velocidad y el autobús hasta Foxwoods, gastárselo todo y regresar el domingo por la noche. Podía ser un descanso agradable tras la semana laboral del norte de Long Island y, a condición de no ser ludópata, divertirse, ganar o perder unos centenares de dólares, cenar, ver un espectáculo y dormir en una bonita habitación. Un buen fin de semana para una cita. Sin embargo, a muchos de los residentes locales no les gustaba la proximidad del pecado. Algunas esposas se quejaban de que sus maridos gastaban allí el dinero de la compra. Pero, como todo en la vida, era cuestión de niveles.

De modo que Fredric Tobin, un elegante y espectacular vinicultor, que parecía tenerlo todo bajo control, era jugador. Claro que, al pensar en ello, ¿había mayor apuesta que la cosecha anual de uva? A decir verdad, aquí las cepas eran todavía experimentales y hasta ahora todo había funcionado. Ninguna plaga, helada, ni ola de calor. Pero algún día, el huracán Annabelle o Zeke arrastraría millones de granos de uva al canal de Long Island y lo convertiría en la mayor barrica de la historia.

Y luego estaban Tom y Judy, que jugaban con diminutos entes patógenos. Después se aventuraron en otro juego y perdieron. Fredric jugaba con la cosecha y ganaba, luego jugaba con los naipes y la ruleta y perdía también.

—¿Sabes si los Gordon acompañaron en alguna ocasión al señor Tobin a Foxwoods? —pregunté.

—No lo creo. Pero no lo sé. Hace aproximadamente un año que Fredric y yo nos separamos.

—Sí, pero aún sois amigos. Todavía habláis.

—Supongo que somos amigos. No le gusta que sus examantes se enfaden con él. Desea conservar la amistad de todo el mundo. Resulta interesante en las fiestas. Le encanta estar en una misma sala con una docena de mujeres con las que se ha acostado.

¿Y a quién no?

—¿Crees que el señor Tobin y la señora Gordon mantenían relaciones? —pregunté.

—No lo sé con seguridad. No lo creo. No persigue a las mujeres de los demás.

—Qué galante.

—No, es un cobarde. Los maridos y los novios le dan miedo. Debe de haber tenido alguna mala experiencia —respondió con una especie de risita seductora—. En todo caso, prefería a Tom Gordon como amigo que a Judy Gordon como amante.

—¿Por qué?

—No lo sé. Nunca comprendí el vínculo de Fredric con Tom Gordon.

—Tenía entendido que era a la inversa.

—Eso era lo que creía la mayoría de la gente. Pero era Fredric quien perseguía a Tom.

—¿Por qué?

—No lo sé. Al principio supuse que era una forma de acercarse a Judy, pero luego descubrí que Fredric no persigue a las esposas de los demás. Luego pensé que se debía a lo atractivos que eran los Gordon y a su trabajo. Fredric es un coleccionista de personas. Se considera un personaje destacado de la sociedad de la región. Puede que lo sea. No es el más rico, pero los viñedos le otorgan cierta categoría. ¿Comprendes?

Asentí. A veces, después de días y semanas de indagación, no se descubre nada. En otras ocasiones se encuentra oro. Pero puede ser falso. Aquello era fascinante, ¿pero era pertinente al doble asesinato? Además, ¿no podía ser una exageración?, ¿una pequeña venganza por parte de la señorita Whitestone? No sería la primera examante que me mandaba en una dirección equivocada sólo para amargarle la vida a su antiguo compañero.

—¿Crees que Fredric Tobin puede haber asesinado a los Gordon? —pregunté directamente.

Me miró como si hubiera perdido el juicio.

—¿Fredric? Es incapaz de la menor violencia.

—¿Cómo lo sabes?

—Dios sabe que le di suficientes razones para que me diera un bofetón. —Sonrió—. No recurre a la fuerza física, controla a la perfección su temperamento y sus emociones. Además, ¿por qué querría matar a Tom y Judy Gordon?

—No lo sé. Ni siquiera conozco la razón de su muerte. ¿Lo sabes tú?

—Tal vez drogas —respondió después de unos segundos de silencio.

—¿Qué te hace suponer tal cosa?

—Bueno… a Fredric le preocupaban. Tomaban cocaína.

—¿Te lo contó él?

—Sí.

Interesante; especialmente porque Fredric no me lo había mencionado y porque no había en ello una pizca de verdad. Conozco el aspecto y la conducta de los cocainómanos y los Gordon no lo eran. ¿Por qué quiso Tobin atribuirles tal cosa?

—¿Cuándo te lo dijo? —pregunté.

—No hace mucho. Hace unos meses. Dijo que le habían preguntado si quería comprar un buen género. Traficaban para mantener su hábito.

—¿Te lo creíste?

—Es posible —respondió después de encogerse de hombros.

—Bien… volvamos al señor Tobin y a su relación con los Gordon. Tú crees que era él quien los buscaba y cultivaba su amistad.

—Eso parecía. Sé que en los nueve meses que pasé con él, los llamaba con mucha frecuencia por teléfono y raramente celebraba una fiesta sin invitarlos.

Reflexioné. Aquello, ciertamente, no cuadraba con lo que el señor Tobin me había contado.

—¿Qué era entonces lo que le atraía al señor Tobin de los Gordon? —pregunté.

—No lo sé. Pero sí sé que aparentaba ante todos los demás que sucedía a la inversa. Lo curioso es que los Gordon le seguían la corriente, como si se sintieran honrados en compañía de Fredric. Sin embargo, cuando estábamos los cuatro solos, era evidente que se consideraban iguales. ¿Comprendes?

—Sí. ¿Pero por qué fingían?

Se encogió nuevamente de hombros.

—¿Quién sabe? Era casi como si los Gordon le hicieran chantaje a Fredric. Como si tuvieran algo con que presionarle. En público, Fredric era el rey, pero en privado Tom y Judy le trataban con mucha familiaridad.

Chantaje. Reflexioné durante unos buenos treinta segundos.

—Es sólo una suposición —dijo Emma Whitestone—, mera especulación. No siento el menor rencor. Fredric me gustaba y me divertí con él, pero no sufrí cuando rompió conmigo.

—Bien —dije después de levantar la cabeza y de que se cruzaran nuestras miradas—. ¿Has hablado con Fredric desde el asesinato?

—Sí, ayer por la mañana. Me llamó.

—¿Qué dijo?

—Sólo lo que dicen todos los demás, nada inusual.

Analizamos un tanto detenidamente la conversación y, efectivamente, parecía normal y corriente.

—¿Ha hablado hoy contigo? —pregunté.

—No.

—Le he hecho una visita esta mañana.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—No lo sé.

—Tampoco sabes por qué estás aquí.

—Tienes razón.

No quería explicarle que me había quedado sin testigos potenciales después de Plum Island y los Murphy, que también había perdido el empleo y que tenía que entrevistar a las personas por las que no se interesaría la policía del condado. No estaba escarbando precisamente en el fondo del saco, pero trabajaba en la periferia de la multitud.

—¿Conoces algún amigo de los Gordon? —pregunté.

—No me movía exactamente en los mismos círculos, salvo cuando estaba con Fredric. Y entonces era con sus amigos.

—¿No era el jefe Maxwell amigo de ellos?

—Eso creo. Para mí esa relación era tan incomprensible como la de los Gordon con Fredric.

—Me resulta difícil encontrar amigos de los Gordon.

—Por lo que he podido deducir, todos sus amigos trabajan en Plum Island. No es inusual. Ya te he dicho que forman un círculo cerrado. Más te valdría buscar allí que aquí.

—Probablemente.

—¿Qué te ha parecido Fredric? —preguntó Emma.

—Un hombre encantador. Me he sentido a gusto con él —respondí sinceramente, aunque ahora que sabía que se había acostado con la señorita Whitestone estaba más convencido que nunca de que no había justicia sexual en el mundo—. Ojos pequeños —añadí.

—Y movedizos.

—Cierto. ¿Puedo pedirte un favor?

—Por pedir nada se pierde.

—¿Te importaría no hablarle de nuestra conversación?

—No entraré en detalles. Pero le diré que hemos hablado. Yo no miento —agregó—, pero puedo ser discreta.

—Eso es todo lo que te pido.

En Manhattan no había tantas relaciones entrecruzadas como aquí. Debía recordarlo, adaptar mi estilo y actuar en consecuencia. Pero soy listo y puedo hacerlo.

—Supongo que conoces al jefe Maxwell —dije.

—¿Quién no lo conoce?

—¿Has salido alguna vez con él?

—No. Pero me lo ha pedido.

—¿No te gustan los policías?

Soltó una carcajada. Movió de nuevo los dedos de los pies y volvió a cruzarse de piernas. Dios mío.

Charlamos aproximadamente otros quince minutos y Emma Whitestone me contó innumerables rumores y detalles de la gente, aunque en gran parte no guardaban ninguna relación con el caso. El problema consistía en que todavía no sabía lo que estaba haciendo allí, pero era agradable. También debo señalar que me porté como un caballero. Insinuarse a una compañera del cuerpo era aceptable porque estábamos en igualdad de condiciones y podía mandarme a la porra, pero, con una persona corriente que podía acabar ante el fiscal del distrito, uno debía ser cauteloso. Uno no debía comprometerse a sí mismo, ni al testigo. No obstante, me interesaba.

No, no soy una persona veleidosa. Todavía me sentía atraído hacia Beth.

—¿Puedo llamar por teléfono? —pregunté.

—Por supuesto. Ahí está.

Me dirigí a la habitación de al lado, que era como pasar del siglo XIX al siglo XX. Eran las oficinas de la sociedad histórica, con su correspondiente mobiliario moderno, archivos, fotocopiadora, etcétera. Utilicé el teléfono de uno de los escritorios para consultar mi contestador automático. Había un mensaje, una voz masculina que decía: «Detective Corey, habla el detective Collins de la policía del condado de Suffolk. La detective Penrose me ha pedido que lo llamara. Está en una reunión muy larga. Dice que no podrá reunirse con usted esta tarde y que le llamará por la noche o mañana». Fin del mensaje. Colgué y miré a mi alrededor. Bajo uno de los escritorios había unas sandalias de cuero, probablemente de la señorita Whitestone.

Regresé a la biblioteca, pero no tomé asiento.

—¿Algún problema? —preguntó Emma Whitestone después de mirarme.

—No. ¿Por dónde íbamos?

—No lo sé.

Consulté mi reloj.

—¿Podemos terminar esto mientras almorzamos? —pregunté.

—Por supuesto —respondió y se levantó—. Primero te mostraré nuestra casa.

Y lo hizo. Habitación por habitación. La mayor parte del piso superior se utilizaba para oficinas, almacenes, documentos y archivos, pero había dos dormitorios decorados a la antigua. Uno de ellos, según Emma, era de mitad del siglo XVIII y el otro de mitad del siglo XIX, contemporáneo de la casa.

—La casa fue construida por un comerciante marítimo que hizo su fortuna en Sudamérica —dijo Emma.

—¿Cocaína?

—No seas bobo. Piedras semipreciosas de Brasil. El capitán Samuel Farnsworth.

Palpé un esponjoso colchón.

—¿Haces aquí la siesta?

—Algunas veces. —Sonrió—. Es un colchón de plumas.

—¿Plumas de águila blanca?

—Es posible; eran muy abundantes.

—Ahora vuelven en grandes cantidades.

—Todo vuelve en grandes cantidades. Los malditos ciervos han devorado mis rododendros —dijo cuando salíamos del dormitorio—. Querías ver los archivos.

—Sí.

Me condujo a una sala que probablemente había sido un espacioso dormitorio, repleto ahora de ficheros, estantes y una larga mesa de roble.

—Tenemos libros y documentos que se remontan a mediados del siglo XVII —declaró—. Escrituras, cartas, testamentos, órdenes judiciales, sermones, dictámenes militares, informes navieros y cuadernos de navegación. Algunos son fascinantes.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Supongo que está relacionado con el hecho de haber crecido aquí. Mi propia familia se remonta a los primeros colonos.

—Espero que no seas parienta de Margaret Wiley.

—Tenemos algunos parientes en común. —Sonrió—. ¿No te ha gustado Margaret?

—Sin comentarios.

—El trabajo de archivo debe de ser ligeramente parecido al de un detective —prosiguió—. Ya sabes, misterios, preguntas por responder, cosas por descubrir. ¿No te parece?

—Sí, ahora que lo mencionas —respondí—. Para serte sincero, de niño quería ser arqueólogo. En una ocasión encontré una bala de mosquetón. Por aquí, en algún lugar. No recuerdo exactamente dónde. Ahora que soy viejo y achacoso tal vez debería trabajar en los archivos.

—No eres tan viejo. Y puede que te gustara. Yo podría enseñarte a leer el material.

—¿No está en inglés?

—Sí, pero el inglés de los siglos XVII y XVIII puede ser difícil. La ortografía es atroz y a veces la letra es difícil de descifrar. Mira, echa una ojeada —dijo mostrándome una carpeta que estaba sobre la mesa con hojas de plástico en su interior que contenían viejos pergaminos—. Léelo.

Examiné la borrosa escritura del documento y leí:

—Querida Martha, no des crédito a los rumores sobre mí y la señora Farnsworth. Soy fiel y leal. ¿Y tú? Tu querido marido, George.

Emma soltó una carcajada.

—No es eso lo que dice.

—Es lo que parece.

—Dame, yo te lo leeré —dijo mientras cogía la carpeta—. Es una carta de Pillip Shelley al gobernador de la corona, lord Bellomont, fechada el 3 de agosto de 1.698.

Leyó la carta, que para mí era indescifrable. Estaba llena de términos como milord, vuecencia y su humilde servidor. Aquel individuo se quejaba de alguna injusticia relacionada con la propiedad de un terreno. Esa gente había cruzado un océano hasta llegar a un nuevo continente y seguía con los mismos conflictos que en Southwold, con w.

—Estoy muy impresionado —dije.

—Es muy sencillo. Podrías aprenderlo en unos meses. Se lo enseñé a Fredric en dos meses y es incapaz de mantener la concentración.

—¿En serio?

—El lenguaje no es tan difícil como la letra y la ortografía.

—Claro. ¿Puedes facilitarme una lista de socios?

—Por supuesto.

Entró en el despacho, me entregó una guía encuadernada de los socios y se puso las sandalias.

—¿Cómo conseguiste este trabajo? —pregunté.

—No lo sé… —respondió—. Trae muchos quebraderos de cabeza. Ésta fue otra de las estúpidas ideas de Fredric para ganar puntos socialmente. Me ocupaba de los archivos y me gustaba. Luego me propuso como presidenta y Fredric consigue lo que se propone. Además, sigo siendo responsable de los archivos. Florista, presidenta y archivera de la Sociedad Histórica Peconic.

—¿Tienes hambre?

—Desde luego. Permíteme que llame a la tienda.

Mientras lo hacía, examiné un poco el entorno.

—Puede que no regrese esta tarde. —Oí que decía en voz baja.

No, señorita Whitestone, puede que no regreses si yo puedo evitarlo.

Colgó y nos dirigimos a la planta baja.

—Aquí celebramos fiestas y pequeñas recepciones. Es bonito en Navidad —dijo.

—A propósito, ¿irás el sábado a la fiesta del señor Tobin?

—Tal vez. ¿Y tú?

—Pensaba hacerlo. En acto de servicio.

—¿Por qué no lo detienes ante todo el mundo y te lo llevas esposado? —sugirió.

—Parece una idea divertida, pero no creo que haya hecho nada malo.

—Estoy segura de que ha hecho algo malo —dijo Emma mientras me conducía a la puerta principal y salíamos a la calle.

Empezaba a hacer calor. Cerró la puerta con llave y retiró el papel que colgaba de ella.

—Yo conduciré —dije arrancando el coche con el control remoto.

—Qué interesante —comentó Emma.

—Es útil para detonar bombas a distancia —respondí.

Se rio. No era una broma.

Subimos a mi vehículo deportivo y empecé a retroceder, con mi puerta deliberadamente entreabierta.

—La puerta del conductor está entreabierta —dijo una voz femenina.

—Eso es estúpido —dijo Emma.

—Lo sé. Suena como mi exmujer. Intento eliminarla. La voz, no a mi exmujer.

—¿Cuánto hace que estás divorciado? —preguntó Emma mientras manipulaba las teclas del ordenador.

—A decir verdad, no será oficial hasta el 1 de octubre. Entretanto, procuro evitar el adulterio y la bigamia.

—Eso tiene que ser fácil.

No supe cómo tomármelo.

—¿Qué te apetece? Tú eliges —pregunté cuando salíamos del aparcamiento.

—¿Por qué no seguimos en el mismo ambiente y vamos a una posada histórica? ¿Qué te parece la venta del general Wayne? ¿La conoces?

—Creo que sí. ¿No es la taberna de John Wayne?

—No seas bobo. Anthony Wayne el Loco. Durmió allí.

—¿Fue así como enloqueció?, ¿con un colchón de plumas?

—No… ¿Te interesa la historia?

—Mi desconocimiento es absoluto.

—Anthony Wayne el Loco fue un general de la revolución, líder de los Great Mountain Boys.

—Claro. Obtuvieron su mayor éxito con Mi corazón está en llamas y te has sentado sobre mi manguera.

Durante un rato, Emma Whitestone guardó silencio y estoy seguro de que se preguntaba si había tomado la decisión correcta.

—Está en Great Hog Neck —dijo por fin—. Te indicaré cómo ir.

—De acuerdo.

Emprendimos el camino a la venta del general Wayne, situada en un lugar llamado Great Hog Neck. ¿Lograría adaptarme a aquel ambiente? ¿Echaba de menos Manhattan? Era difícil de decir. Con mucho dinero podría hacer ambas cosas. Eso me llevó a pensar en Fredric Tobin, que había resultado no ser un potentado. Yo le envidiaba porque parecía el dueño del mundo, con sus vides, chicas y dinero, y ahora resultaba que estaba sin blanca. Peor aún, tenía deudas. Para alguien como Fredric Tobin, perderlo todo sería como perder la vida. Más le valdría estar muerto. Pero no lo estaba. Tom y Judy estaban muertos. ¿Algún vínculo? Tal vez. Esto empezaba a ponerse interesante.

Pero se me agotaba el tiempo. Tal vez lograría actuar como policía otras cuarenta y ocho horas antes de que el Departamento de Policía de Southold, el de Nueva York y el del condado de Suffolk me dejaran fuera.

La señorita Whitestone me daba direcciones mientras yo reflexionaba.

—¿Nos cuentan la verdad al hablar de una vacuna? —preguntó por fin.

—Eso creo. Sí.

—¿No tiene nada que ver con la guerra bacteriológica?

—No.

—¿Ni con drogas?

—No, que yo sepa.

—¿Robo?

—Eso parece, pero creo que está relacionado con una vacuna robada.

¿Quién dice que no soy un jugador de equipo? Soy tan capaz como cualquier otro de divulgar la basura oficial.

—¿Tienes otra teoría? —pregunté.

—No, ninguna. Pero tengo la sensación de que los asesinaron por alguna razón que todavía no comprendemos.

Que era exactamente lo que yo pensaba. Una mujer inteligente.

—¿Has estado casada?

—Sí. Me casé joven, en mi segundo año de carrera. Duró siete años. Y hace otros siete que estoy divorciada. Haz cuentas.

—Tienes veinticinco años.

—¿Cómo has llegado a veinticinco? —preguntó.

—¿Cuarenta y dos?

—Gira aquí a la derecha. Es decir, hacia mi lado —dijo.

—Gracias.

Fue un paseo agradable y no tardamos en llegar a Great Hog Neck, que es otra península que penetra en la bahía, al noreste de Nassau Point, a veces llamado Little Hog Neck.

Me había dado cuenta de que aquí los nombres de los lugares procedían de tres fuentes principales: indígenas norteamericanos, colonos ingleses y promotores inmobiliarios. Los últimos tienen mapas con bonitos nombres, que sustituyen a los apelativos desagradables como Great Hog Neck.

Pasamos junto a un pequeño observatorio llamado Instituto Custer, que la señora Wiley había mencionado y sobre el que estaba recibiendo una pequeña explicación, así como sobre el Museo Indio Norteamericano, frente al observatorio.

—¿Estaban los Gordon interesados en la astronomía? —pregunté.

—No, que yo sepa.

—¿Sabías que le habían comprado media hectárea de terreno a la señora Wiley?

—Sí —titubeó y añadió—: No fue un buen negocio.

—¿Para qué querrían ese terreno?

—No lo sé… para mí no tenía ningún sentido…

—¿Estaba Fredric al corriente de que los Gordon compraban ese terreno?

—Sí —respondió antes de cambiar inmediatamente de tema—. Ahí está la casa original de los Whitestone, 1.685.

—¿Pertenece todavía a la familia?

—No, pero voy a comprarla de nuevo. Se suponía que Fredric me ayudaría, pero… fue entonces cuando me di cuenta de que no era tan rico como parecía.

Sin comentarios.

Como en Nassau Point, en Hog Neck predominaban las casas de campo y algunas segundas residencias más modernas, muchas de ellas construidas con tablas de madera al estilo antiguo. Había algunos prados, que según Emma habían sido pastos públicos desde la época colonial, y algunos bosques.

—¿Son pacíficos los indios? —pregunté.

—Aquí no hay indios.

—¿Ninguno?

—Ninguno.

—Salvo los de Connecticut, que han abierto el mayor casino entre este lugar y Las Vegas.

—Yo tengo un poco de sangre indígena —dijo Emma.

—¿En serio?

—En serio. Ocurre en muchas familias antiguas, aunque no lo pregonan. Algunas personas acuden a mí para eliminar a ciertos parientes de los archivos.

—Increíble —respondí, consciente de que tenía que haber algo políticamente correcto que decir, pero, puesto que esos conceptos cambian por semanas, nunca acertaba el vigente—. Racistas.

—Raciales, aunque no necesariamente racistas. En todo caso, a mí no me importa quién sepa que tengo sangre india. Mi bisabuela materna era corchaug.

—Tienes un bonito color.

—Gracias.

Nos acercamos a un gran edificio de tablas blancas, rodeado de varias hectáreas de terreno arbolado. Recordaba haberlo visto algunas veces de niño. Han quedado grabadas en mi mente imágenes de la infancia, instantáneas veraniegas, como una especie de diapositivas.

—Creo que en una ocasión comí aquí con la familia cuando era un renacuajo.

—Es posible. Existe desde hace doscientos años. ¿Qué edad tienes?

No respondí a su pregunta.

—¿Es buena la comida?

—Depende. El lugar es bonito y discreto. Nadie nos verá ni murmurará.

—Bien pensado.

Entré en un camino de grava, aparqué y abrí ligeramente la puerta sin parar el motor. Sonó una campanilla y en el salpicadero se encendió una lucecita con una puerta entreabierta.

—¡Caramba!, has eliminado la voz —exclamé.

—No queremos que la voz de tu exmujer nos moleste.

Nos apeamos del vehículo y entramos en la posada. Me cogió del brazo, lo que me sorprendió.

—¿A qué hora terminas el servicio?

—Ahora.