Capítulo 16

El sol de la mañana penetró por las ventanas de mi habitación en el primer piso y me sentí feliz de estar vivo, feliz de descubrir que el cerdo muerto y ensangrentado junto a mí, en la almohada, no había sido más que una pesadilla. Escuché los sonidos de los pájaros, sólo para asegurarme de que yo no era la única criatura viva del planeta. Chilló una gaviota en algún lugar de la bahía, unos gansos canadienses graznaban en el jardín, a lo lejos ladraba un perro. Hasta ese momento todo parecía normal.

Me levanté, me duché, me afeité, etcétera, y preparé una taza de café instantáneo en el microondas de la cocina.

Había pasado la noche pensando o, como decimos en mi profesión, realizando razonamientos deductivos. Había llamado también a mi tío Harry, a mis padres, a mis hijos y a Dom Fanelli, pero no al New York Times ni a Max. Les dije a todos que la persona que habían visto por televisión no era yo y que yo no había visto la noticia o noticias en cuestión; les dije que había pasado la noche mirando el fútbol por la tele en la Olde Towne Taverne, que era lo que debería haber hecho, y que tenía testigos. Todos me creyeron. Confiaba en que mi superior, el antes mencionado teniente de detectives Wolfe, también se lo tragara.

También le dije a tío Harry que Margaret Wiley sentía debilidad por él, pero no pareció interesarle.

—Dickie Johnson y yo nacimos en la misma época —me comunicó—, crecimos juntos, salimos juntos con muchas mujeres y envejecimos juntos, pero él murió antes que yo.

Deprimente. Cuando llamé a Dom Fanelli no estaba en casa y le dejé un mensaje a su esposa Mary, con quien me llevaba muy bien hasta que me casé, pero Mary y mi exse tenían antipatía. Ni mi divorcio ni mi accidente habían servido para reanudar mi amistad con Mary. Es extraño. Me refiero a la relación con las esposas de los compañeros, peculiar, en el mejor de los casos.

—Dile a Dom que el de la televisión no era yo. Mucha gente ha cometido el mismo error —dije.

—Bien.

—Si muero, será obra de la CIA. Díselo.

—Bien.

—Puede haber alguien en Plum Island que también intenta asesinarme. Díselo.

—Bien.

—Dile que hable con Sylvester Maxwell, jefe de la policía local, si muero asesinado.

—Bien.

—¿Cómo están los niños?

—Bien.

—Tengo que colgar, el pulmón me está matando.

Colgué.

Bien, por lo menos había dejado constancia y si los federales habían pinchado mi teléfono, era conveniente que me oyeran contarle a la gente que temía que la CIA intentara asesinarme.

Evidentemente, en realidad no lo creía. A Ted Nash, personalmente, le gustaría matarme, pero dudaba de que la organización aprobara la eliminación de un individuo sólo porque era sarcástico y fastidioso. Pero si aquel asunto estuviese relacionado con Plum Island de un modo significativo, no me sorprendería que aparecieran todavía algunos cadáveres más.

Anoche, mientras llamaba por teléfono, había examinado mi arma y la munición con una linterna y una lupa. Todo parecía correcto. La paranoia es divertida si no absorbe demasiado tiempo, ni le desvía a uno de su camino. Me refiero a que en un día normal uno puede imaginar que alguien intenta matarle, o fastidiarle de algún modo, y practicar pequeños juegos como utilizar el control remoto para arrancar el motor del coche, suponer que alguien le ha pinchado el teléfono o que le han manipulado el arma. Algunos locos crean amigos imaginarios que les ordenan asesinar a otras personas. Otros locos crean enemigos imaginarios que intentan asesinarlos a ellos. Lo segundo, en mi opinión, es ligeramente menos descabellado y mucho más útil.

En todo caso, había pasado el resto de la noche examinando de nuevo los extractos financieros de los Gordon. La alternativa era Jay Leno.

Examiné detenidamente los meses de mayo y junio del año anterior para ver cómo habían financiado los Gordon su semana de vacaciones en Inglaterra, después de su viaje de negocios. Me percaté ahora de que la cuenta de su tarjeta Visa durante el mes de junio era algo superior a lo normal, así como la de su Amex. Un pequeño bache en un camino habitualmente regular. También comprobé que su factura telefónica del mes de junio era unos cien dólares superior a lo habitual, lo que indicaba posiblemente una mayor actividad de llamadas a larga distancia durante el mes de mayo. También cabía suponer que llevaban consigo dinero al contado o cheques de viaje, pero no constaba ninguna retirada de fondos inusual. Ése era el primer y único indicio de que los Gordon disponían de otra fuente de dinero. Las personas con ingresos ilegales a menudo compran millares de dólares de cheques de viaje, salen del país y derrochan su dinero. O puede que los Gordon supieran cómo vivir en Inglaterra por veinte dólares diarios.

Fuera como fuese, en lo concerniente a los extractos, sus libros parecían esencialmente limpios, como suele decirse. U ocultaban perfectamente lo que quiera que hicieran o no exigía grandes gastos ni depósitos. Por lo menos no en aquella cuenta. Recordé que los Gordon eran muy listos. Además, eran científicos y como tales muy cuidadosos, pacientes y meticulosos.

Eran las ocho de la mañana del miércoles y me tomaba la segunda taza de café malo mientras buscaba algo de comer en el frigorífico. ¿Lechuga y mostaza? No. ¿Mantequilla y zanahorias? Buena combinación.

Me acerqué a la ventana de la cocina con mi zanahoria y la terrina de mantequilla y me puse a cavilar, discurrir, rumiar, masticar, etcétera. Esperaba que sonara el teléfono, que Beth confirmara nuestra cita para las cinco de la tarde, pero el único ruido de la cocina era el tictac del reloj.

Esa mañana iba más elegante, con un pantalón de algodón y una camisa a rayas. Una chaqueta azul colgaba del respaldo de la silla de la cocina. Llevaba mi treinta y ocho en el tobillo y mi placa, para lo que valía, en el bolsillo interior de la chaqueta. Dado mi optimismo, tenía también un preservativo en la cartera. Estaba listo para la batalla o para el amor, o para lo que el día me deparara.

Zanahoria en mano, descendí por el jardín hasta la bahía. Había un leve manto de bruma sobre el agua. Caminé hasta el extremo del embarcadero de mi tío, que necesitaba reparaciones de consideración, mirando dónde pisaba. Recordé la ocasión en que los Gordon atracaron en aquel embarcadero, era a mediados de junio, aproximadamente una semana después de conocernos en el bar del restaurante Claudio’s, en Greenpoint.

Cuando amarraron en aquella ocasión en el embarcadero del tío Harry, yo estaba en mi posición habitual de convaleciente en la terraza trasera, con una cerveza de convalecencia, y observaba la bahía con los prismáticos, cuando avisté su barco.

La semana anterior en Claudio’s me habían pedido que les describiera la casa desde el agua y, efectivamente, la encontraron.

Recordaba haber descendido al embarcadero para recibirles y me convencieron para que les acompañara a dar una vuelta en barco. Contemplamos una serie de bahías desde el norte hasta el sur de Long Island: Great Peconic, Little Peconic, Noyac, Southold y Gardiners, hasta llegar luego a Orient Point. En algún momento, Tom apretó el acelerador de la lancha y creí que íbamos a despegar. Levantó la proa y rompió la barrera del sonido. En todo caso, aquélla fue también la ocasión en que los Gordon me mostraron Plum Island.

—Ahí es donde trabajamos —dijo Tom.

—Algún día procuraremos conseguirte un pase para visitantes —agregó Judy—. Es realmente interesante.

Tenía razón.

Eso ocurrió el mismo día en que nos atraparon el viento y las corrientes en el canal de Plum y estuve a punto de echarlo todo por la borda.

Recordaba que habíamos pasado todo el día en el agua y que habíamos regresado agotados, quemados por el sol, deshidratados y hambrientos. Mientras Tom iba en busca de pizzas, Judy y yo nos tomamos unas cervezas en la terraza posterior y contemplamos la puesta de sol.

No creo ser una persona particularmente agradable, pero los Gordon se esforzaron por cultivar mi amistad y nunca comprendí por qué. Al principio no necesitaba ni deseaba su compañía. Pero Tom era listo y divertido y Judy era hermosa, e inteligente.

A veces, las cosas no tienen sentido cuando suceden, pero, transcurrido cierto período de tiempo o después de algún incidente, se ve con claridad el significado de lo que se ha dicho o hecho.

Puede que los Gordon supieran que corrían peligro o podían correrlo. Habían conocido ya al jefe Maxwell y querían que alguna persona o personas supieran que se relacionaban con el jefe de policía. Luego pasaron bastante tiempo con su seguro servidor y creo que, una vez más, eso pudo ser una forma de demostrarle a alguien que Tom y Judy alternaban con la policía. Tal vez, Max o yo recibiríamos una carta si algo les sucedía a los Gordon, pero no contaba con ello.

Además, entre las cosas que adquieren sentido retrospectivamente, recuerdo que aquella tarde, antes de que Tom regresara con las pizzas y después de que Judy se tomara tres cervezas con el estómago vacío, se interesó por la casa del tío Harry.

—¿Qué vale un lugar como éste? —preguntó.

—Supongo que unos cuatrocientos mil, tal vez más. ¿Por qué?

—Curiosidad. ¿Tiene tu tío intención de vender la casa?

—Me la ha ofrecido a muy buen precio, pero necesitaría una hipoteca de doscientos años.

Y ya no se habló más de ello, pero, cuando alguien pregunta el precio de una casa, un barco o un coche y a continuación desea saber si está en venta, es porque la persona en cuestión es chismosa o porque está interesada. Los Gordon no eran chismosos. Ahora, naturalmente, me parece que los Gordon esperaban enriquecerse con mucha rapidez. Pero si la fuente de su nueva riqueza era una transacción ilegal, es evidente que no podían gastar abiertamente una fortuna y comprar una casa de cuatrocientos mil dólares junto al mar. Así que la esperada fortuna sería legal o lo parecería. ¿Vacunas? Tal vez.

Luego algo salió mal y aquellos brillantes cerebros se desparramaron sobre el entarimado de cedro, como si a alguien se le hubiera caído de las manos un paquete de dos kilos de carne picada junto a la parrilla.

También recordaba que aquella misma noche de junio le había comentado a Tom que tenía la sensación de haber estado en peligro en el canal. Tom se había pasado de la cerveza al vino y se le había ablandado el cerebro. Tuvo una salida muy filosófica para un hombre técnico.

—Un barco en puerto es un barco seguro. Pero los barcos no son para eso —dijo.

Por supuesto que no, metafóricamente hablando. Se me ocurrió que las personas que manipulaban el virus del Ébola y otras sustancias letales eran por naturaleza personas dispuestas a correr riesgos. Los Gordon hacía tanto tiempo que emergían como vencedores en aquel peligroso juego bioquímico que, empezando a creerse invulnerables, habían decidido emprender otro juego peligroso, pero más lucrativo. Sin embargo, no estaban en su elemento, como un buceador que se dedicara a escalar montañas o un escalador a bucear; ambos con muchas agallas y potentes pulmones, pero desconocedores del nuevo medio.

De vuelta al miércoles de setiembre, aproximadamente a las nueve de la mañana. Tom y Judy, que habían estado aquí conmigo en el embarcadero del tío Harry, estaban ahora muertos y la pelota estaba en mi campo, para cambiar de metáfora.

Di media vuelta y emprendí el camino de regreso a la casa, revitalizado por el aire matutino y por la zanahoria, y motivado por el recuerdo de dos personas encantadoras, la claridad de mi mente y el hecho de haber colocado en su debida perspectiva las decepciones y preocupaciones del día anterior. Me sentía descansado y listo para entrar en combate, para arrasar con todo.

Tenía todavía un punto aparentemente desconectado, que debía situar en mi pantalla de sonar: el señor Fredric Tobin, vinatero.

Sin embargo, antes decidí comprobar si alguien había llamado mientras reflexionaba junto a la orilla y examiné el contestador automático, pero no había ningún mensaje.

—Zorra.

Tranquilo, John, tranquilo.

Más enojado que dolorido salí de casa. Llevaba una chaqueta azul de Ralph Lauren, una camisa de Tommy Hilfiger, pantalón de Eddie Bauer, calzoncillos de Perry Ellis, loción para después del afeitado de Karl Lagerfeld y un revólver de Smith & Wesson.

Arranqué el coche con el control remoto y me subí a él.

—Bonjour, Jeep.

Conduje hasta la carretera principal y giré hacia el este, en dirección al sol naciente. La carretera principal es esencialmente rural, pero se convierte en la calle mayor de muchas de las aldeas. Entre pueblos hay muchos graneros y casas de labranza, viveros, numerosos tenderetes de productos agrícolas, algunos restaurantes buenos y sencillos, un puñado de tiendas de antigüedades y unas cuantas iglesias de madera realmente encantadoras, al estilo de Nueva Inglaterra.

Sin embargo, una cosa que ha cambiado desde que era pequeñito es que ahora, a lo largo de la carretera principal, hay unas dos docenas de cavas. Independientemente de dónde se encuentren los viñedos, la mayoría de las cavas han instalado su cuartel general junto a la carretera principal para atraer a los turistas. Organizan visitas y catas gratuitas, seguidas del paso obligatorio por la tienda de curiosidades, donde el visitante se siente obligado a comprar el néctar de uva local, acompañado de calendarios de la región, libros de cocina, sacacorchos, posavasos y otros artilugios.

La mayoría de esas cavas son en realidad casas de labranza y graneros reconvertidos, pero algunas son nuevos complejos de grandes dimensiones que albergan las instalaciones para la elaboración del vino, la tienda de curiosidades, un restaurante, una terraza para la degustación de los caldos, etcétera. La carretera principal no es exactamente la rue du Soleil, ni el norte de Long Island la Cote du Rhóne, pero el ambiente en general es agradable, más o menos como una combinación de Cape Cod y Napa Valley.

Los vinos en sí no son malos, según se dice. Dicen que algunos son bastante buenos. Dicen que algunos han ganado premios nacionales e internacionales. Personalmente prefiero una cerveza.

En el pueblo de Peconic, entré en un aparcamiento de grava con una placa de madera en la que se leía: «Viñedos Fredric Tobin». La placa estaba lacada en negro y las letras, esculpidas en la madera, eran doradas. Unas curiosas líneas de diversos colores zigzagueaban sobre la laca negra. Las habría considerado el resultado de un acto vandálico, de no haber sido porque había visto las mismas rayas en las etiquetas de las botellas de vino Tobin, tanto en las bodegas como en el jardín de la casa de Tom y Judy. Llegué a la conclusión de que esas líneas eran arte. Cada día es más difícil apreciar la diferencia entre el arte y el vandalismo.

Al apearme de mi lujoso coche deportivo, me percaté de que había otra docena como el mío. Puede que aquí fuera donde criaban. ¿O era éste el vehículo predilecto de los vaqueros urbanos y suburbanos, para quienes campo abierto significaba un aparcamiento? Acabo de irme por las ramas.

Me acerqué al complejo Tobin. El olor a uva prensada y en proceso de fermentación era demoledor y atraía a un millón de abejas, la mitad de las cuales sentían debilidad por mi Lagerfeld.

¿Cómo describir las cavas Tobin? Si se construyera un château francés con tablas de cedro norteamericanas, tendría el aspecto de este lugar. Sin duda el señor Tobin había gastado una pequeña fortuna en aquel sueño.

Había estado antes aquí y conocía el lugar. Incluso antes de entrar sabía que en el complejo había una área de recepción y, a su izquierda, una gran tienda de vinos y curiosidades.

A la derecha estaban las instalaciones donde se elaboraba el vino, un edificio de dos plantas repleto de lagares de cobre, prensas y demás utensilios. En una ocasión había participado en una visita organizada y había escuchado las explicaciones. Nunca en la historia de la humanidad se habían inventado tantas bobadas sobre algo tan pequeño como una uva. Una ciruela es mayor, ¿no es cierto? Y también se hace vino de ciruela. ¿A qué viene tanta tontería con la uva?

Sobre el edificio se levanta una ancha torre central, una especie de atalaya, de unos dieciséis metros de altura, en cuya cima ondea una gran bandera. No se trata de la bandera estadounidense, sino de una bandera negra con el escudo de Tobin. A algunos les gusta exhibir su nombre.

Toda la madera está teñida de blanco, de modo que a lo lejos parece uno de esos castillos de piedra calcárea que aparecen en los folletos turísticos. Freddie había invertido mucho en ese lugar y me hizo pensar en lo que debía de reportar prensar uvas.

Para proseguir con el retrato descriptivo del Château Tobin, más allá, a la izquierda, había un pequeño restaurante, que tanto las mujeres como los críticos catalogaban de atractivo. Para mí era presuntuoso y cursi. Pero no importaba, porque no sería una de mis alternativas en el supuesto de que el Departamento de Sanidad clausurara la Olde Towne Taverne.

El restaurante tenía una terraza cubierta, donde la gente que viste Eddie, Tommy, Ralph, Liz, Carole y Perry puede sentarse a fanfarronear sobre el vino, que, por cierto, no es más que zumo de uva con alcohol.

Detrás del «atractivo» restaurante había un comedor de mayores dimensiones, ideal para bodas, bautizos o ceremonias de iniciación judías, según el folleto, firmado por Fredric Tobin, propietario.

En julio, había asistido a una de las catas del señor Tobin en dicho comedor, en la que se celebraba la presentación de unos nuevos vinos, lo que supongo que significaba que estaban listos para salir al mercado y ser saboreados. Tal vez haya mencionado que asistí como invitado de los Gordon y que había unas doscientas personas presentes, la flor y nata del norte de Long Island: banqueros, abogados, doctores, jueces, políticos, varios personajes de Manhattan con segunda residencia en la isla, comerciantes y agentes de la propiedad adinerados, etcétera. Mezclados con la flor y nata local había algunos artistas, escultores y escritores, que por diversas razones no alternaban en Hampton, al otro lado de la bahía. Probablemente, muchos de ellos tenían suficiente éxito económico para hacerlo, evidentemente, pero afirmaban que su integridad artística se lo impedía. Menuda farsa. Max había sido también invitado pero no pudo asistir. Según Tom y Judy, ellos eran los únicos de Plum Island presentes.

—Los anfitriones evitan al personal de Plum Island como la peste —dijo Tom y ambos nos reímos.

Maldita sea, echaba de menos a Tom. Y también a Judy. Era inteligente.

Recordaba que en aquella ocasión Tom me presentó a nuestro anfitrión, Fredric Tobin, un caballero soltero que a primera vista parecía de la acera de enfrente. El señor Tobin llevaba un absurdo traje escarlata, camisa blanca y una corbata con racimos de uvas. Para caerse de espaldas.

Era educado, aunque un poco frío con moi, lo que siempre me molesta en esas reuniones de petimetres. Un detective de homicidios cruza toda clase de barreras sociales y a la mayoría de los anfitriones les gusta que asista a sus veladas, para animar el ambiente. A todo el mundo le encantan los asesinatos. Pero Fredric se desentendió de mí antes de que pudiera exponerle mi teoría sobre el vino.

Les conté a Tom y Judy que el monsieur no había tenido siquiera la delicadeza de hacerme alguna insinuación. Pero ellos me informaron de que Freddie, como nadie osaba llamarle a la cara, era en realidad un heterosexual acérrimo. Algunas personas, según Judy, confundían el encanto y los modales refinados de Fredric con un indicio de homosexualidad o bisexualidad. A mí nunca me ha ocurrido.

Descubrí por los Gordon que el apuesto y afable señor Tobin había estudiado vinicultura en Francia y que había conseguido varios diplomas como experto en zumo de uva.

Tom me mostró a una joven, que era en aquel momento la concubina del señor Tobin. Su belleza era sobrecogedora: unos veinticinco años, alta, rubia, ojos azules y con un cuerpo que parecía moldeado. Ah, Freddie, pillín, ¿cómo pude haberte confundido?

Aquél había sido mi único encuentro con el señor de las abejas. Me pareció comprensible que Tom y Judy hubieran cultivado su amistad. Por una parte, a los Gordon les encantaba el vino y Tobin elaboraba algunos de los mejores. Pero, además, había un trasfondo social relacionado con el mundo del vino, como aquella fiesta, cenas privadas, conciertos al aire libre en los viñedos, extravagantes meriendas en la playa, etcétera. Sorprendentemente, los Gordon parecían sentirse a gusto en ese ambiente y, aunque no adulaban ni lisonjeaban a Fredric Tobin, tampoco tenían mucho en común con él desde un punto de vista social, financiero, profesional, ni en ningún otro sentido. Me resultó un poco fuera de lugar que Tom y Judy se relacionaran con un individuo como Fredric. En cuanto a su nombre, había prescindido de una E, cuando los demás solían agregarla. En resumen, Fredric la Uva parecía un cretino pomposo y me atraía la idea de bajarle un poco los humos. Además, llevaba barba y tenía probablemente un coche deportivo blanco.

Estaba ahora en la tienda de curiosidades e intentaba encontrar algo bonito para mi amor perdido, como por ejemplo un sacacorchos en cuya empuñadura se leyera: «Me jodieron en el norte de Long Island». En su lugar encontré una baldosa esmaltada con el dibujo de un águila blanca sobre un palo. La verdad es que era un poco rara, pero me gustó porque no tenía ningún motivo vinícola.

—¿Está aquí el señor Tobin? —pregunté mientras la atractiva cajera envolvía el regalo.

—No estoy segura —respondió la joven.

—Creo haber visto su coche. Un deportivo blanco, ¿no es cierto?

—Puede que esté por aquí. Serán diez noventa y siete, impuestos incluidos.

Pagué los diez noventa y siete, impuestos incluidos, y recogí el cambio y el paquete.

—¿Ya ha visitado las cavas? —preguntó la cajera.

—No, pero en una ocasión vi cómo elaboraban cerveza —respondí sacando la placa del bolsillo y mostrándosela—. Policía, señorita. Quiero que pulse el botón de su teléfono que la conecta con el despacho del señor Tobin y le diga que venga aquí rápidamente. ¿De acuerdo?

La joven asintió y obedeció.

—Marilyn, aquí hay un policía que quiere ver al señor Tobin —dijo.

—Que baje echando leches —aconsejé.

—Cuanto antes —tradujo—. De acuerdo… sí, se lo diré —agregó por teléfono antes de colgar—. Bajará inmediatamente.

—¿Por dónde se sube?

—Esa puerta conduce a las habitaciones de la torre, a los despachos —respondió señalando una puerta cerrada en la pared del fondo.

—Bien, gracias.

Me acerqué a la puerta, la abrí y me encontré en una especie de amplio vestíbulo redondo con paredes de madera, que constituía la base de la torre. Una puerta daba a la sala de fermentación y otra al área de recepción, donde acababa de estar. Una puerta acristalada conducía a la parte trasera. Había también una escalera y, a su derecha, un ascensor.

Se abrió la puerta del ascensor y apareció el señor Tobin, que, con las prisas por dirigirse a la tienda, apenas me miró. Me di cuenta por su expresión de que parecía preocupado.

—¿Señor Tobin?

—Sí —respondió después de volver la cabeza para mirarme.

—Detective Courtney.

A veces pronuncio mal mi propio apellido.

—Ah… claro. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Sólo necesito un poco de su tiempo, señor.

—¿De qué se trata?

—Soy detective de homicidios.

—Ah… los Gordon.

—Sí señor.

Al parecer no recordaba mi cara, que es la misma que tenía en julio cuando nos conocimos. Es cierto que mi nombre había cambiado ligeramente, pero no sería yo quien se lo aclarara. Respecto a mi autoridad, jurisdicción y toda esa basura técnica, simplemente no había oído el mensaje que Max había dejado en mi contestador.

—Tengo entendido que usted era amigo de las víctimas —agregué.

—Bueno… nos veíamos en sociedad.

—Comprendo.

En cuanto a Fredric Tobin, lamento reconocer que vestía de forma muy parecida a la mía: un montón de prendas de diseño y mocasines. No llevaba ninguna corbata con motivos vinícolas, pero sí un absurdo pañuelo lila en el bolsillo superior de su chaqueta azul.

El señor Tobin tenía unos cincuenta años, puede que menos, y una altura inferior a la media, lo que explicaba probablemente su complejo napoleónico. Era de una corpulencia media, con la cabeza completamente cubierta de cabello castaño corto, aunque no todo original, y una barba impecable. Sus dientes, tampoco todos originales, eran blancos como perlas y su piel, morena. En general, era un individuo educado, bien hablado y de buenos modales. Sin embargo, toda la cosmética y cuidados del mundo no podían cambiar sus pequeños ojos oscuros y movedizos, que parecían estar sueltos en sus cuencas.

El señor Tobin llevaba una loción para después del afeitado con aroma a pino, que probablemente no atraía a las abejas.

—¿Debo entender que desea interrogarme? —preguntó.

—Sólo pretendo formularle las preguntas habituales.

Por cierto, no existen preguntas habituales en la investigación de un asesinato.

—Lo siento, no sé… Quiero decir que no tengo la menor idea de lo que pudo sucederles a los Gordon.

—Fueron asesinados.

—Lo sé… Quiero decir que…

—Sólo necesito antecedentes.

—Tal vez debería llamar a mi abogado.

Levanté las cejas.

—Está usted en su derecho —respondí—. Podemos hacer esto en la comisaría con su abogado presente. O podemos hacerlo aquí en pocos minutos.

Parecía reflexionar.

—No lo sé… No estoy acostumbrado a estas cosas…

Procuré ser lo más convincente posible.

—Escúcheme, señor Tobin, usted no es sospechoso. Sólo estoy entrevistando a amigos de los Gordon. Ya sabe… antecedentes.

—Comprendo. Bien… si usted cree que puedo ayudarle, contestaré gustoso a sus preguntas.

—Estupendo —respondí, decidido a alejarle del teléfono—. Por cierto, nunca he paseado por un viñedo. ¿Podríamos hacerlo ahora?

—Por supuesto. En realidad, eso era lo que me proponía cuando usted ha llegado.

—Ideal para todos.

Le seguí por la puerta acristalada y salimos a la luz del sol. Cerca de allí había dos volquetes aparcados, cargados de uvas.

—Hace dos días que hemos empezado la vendimia —dijo el señor Tobin.

—Lunes.

—Sí.

—Un gran día para usted.

—Muy gratificante.

—Supongo que pasó aquí todo el día.

—Llegué temprano.

—¿Buena cosecha?

—Muy buena hasta ahora, gracias.

Cruzamos el césped hasta el viñedo más próximo, entre dos hileras de cepas donde no se habían recogido todavía las uvas. El olor era realmente agradable y, por suerte, las abejas no me habían localizado.

El señor Tobin señaló el pequeño paquete con su logotipo que yo llevaba en la mano.

—¿Qué ha comprado?

—Una baldosa esmaltada para mi novia.

—¿Cuál?

—El águila blanca.

—Se están poniendo nuevamente de moda.

—¿Las baldosas esmaltadas?

—No, las águilas blancas. Escúcheme, detective…

—Extrañas aves. He leído que se aparean para toda la vida. Teniendo en cuenta que probablemente no son católicas, ¿por qué quieren aparearse para toda la vida?

—Detective…

—Pero también he leído otra versión. Las hembras se aparean para toda la vida, siempre y cuando el macho regrese al mismo nido. Ya sabe, los protectores del medio ambiente colocan unos grandes postes con plataformas encima y construyen allí sus nidos. Me refiero a las águilas, no a los protectores del medio ambiente.

—Detective…

—Eso significa que, en realidad, la hembra no es monógama. Su vínculo es con el nido. Regresa al mismo nido todos los años y se acuesta con el primer macho que aparece por allí. Algo parecido a las damas de Southampton en sus residencias veraniegas, ¿comprende?, nunca dispuestas a abandonar su casa en Hampton. Puede que, a veces, el individuo haya muerto o que se haya marchado sin intención de regresar, pero, en otras ocasiones, simplemente ha llegado tarde para coger el tren, ¿comprende? Y, entretanto, la mujer se está divirtiendo con el encargado de la piscina. Pero volvamos a las águilas blancas…

—Discúlpeme, detective… ¿de qué quería…?

—Llámeme John.

Me miró fugazmente; intentaba recordar mi cara, pero no lo lograba. En todo caso, después de mi pequeña introducción estilo Colombo, Tobin había decidido que yo era un bobo y se sentía ligeramente más relajado.

—Me consternó la noticia —dijo—. Qué tragedia. Eran tan jóvenes y llenos de vida.

No respondí.

—¿Sabe algo respecto al funeral?

—No señor, no lo sé. Creo que sus cuerpos están todavía en manos del forense. Ahora están completamente descuartizados y luego vuelven a unir las partes, como en un rompecabezas, sólo que el forense conserva los órganos. En todo caso, ¿cómo podría alguien saber que han desaparecido los órganos?

El señor Tobin no hizo ningún comentario.

Caminamos un rato en silencio por el viñedo. A veces, cuando uno no hace preguntas, la persona a la que está entrevistando se pone nerviosa y empieza a charlar para llenar el silencio.

—Parecían unas personas muy agradables —dijo el señor Tobin al cabo de unos minutos.

Asentí.

—No podían tener un solo enemigo en el mundo entero —agregó después de unos segundos—. Pero en Plum Island suceden cosas extrañas. En realidad, lo ocurrido parece un robo. Eso fue lo que oí por la radio, el jefe Maxwell dijo que se trataba de un robo. Pero ciertos medios de comunicación pretenden relacionarlo con Plum Island. Debería llamar al jefe Maxwell. Somos amigos. Conocidos. Él conocía a los Gordon.

—¿En serio? Aquí todo el mundo parece conocerse.

—Eso parece. Es la geografía del lugar. Estamos rodeados por tres partes de agua, casi como una pequeña isla. De ahí que lo sucedido sea tan preocupante. Podría haber sido cualquiera de nosotros.

—¿Se refiere al asesino o a las víctimas?

—A ambos —respondió el señor Tobin—. El asesino podría ser uno de nosotros y las víctimas podríamos haber sido… ¿Cree que el asesino actuará de nuevo?

—Espero que no. Ya tengo bastante trabajo.

Seguimos caminando entre hileras de cepas interminables, pero el señor Tobin dejó de hablar.

—¿Tenía usted amistad con los Gordon? —pregunté.

—Nos relacionábamos en sociedad. Les fascinaba el encanto y la magia de la elaboración del vino.

—¿En serio?

—¿Le interesa a usted el vino, detective?

—No, personalmente, soy bebedor de cerveza. A veces tomo vodka. Por cierto, ¿qué le parece esto? —pregunté antes de contarle lo del vodka de auténticas patatas Krumpinski, aromatizado y natural—. ¿Qué opina? Podría ser una industria paralela, ¿no cree? Aquí hay patatas por todas partes. Este extremo de Long Island podría nadar en alcohol. Algunas personas sólo ven mosto y puré de patata. Nosotros vemos vino y vodka, ¿qué le parece?

—Un concepto interesante —respondió cogiendo un racimo de uvas y llevándose un grano a la boca—. Muy bueno. Firme y dulce, pero no en exceso. Este año han recibido la cantidad justa de sol y lluvia. Será un buen año.

—Estupendo. ¿Cuándo vio a los Gordon por última vez?

—Hace aproximadamente una semana. Tome, pruébelos —dijo y colocó en mi mano unos granos de uva.

Me llevé uno a la boca, lo mastiqué y escupí la piel.

—No está mal.

—Las pieles han sido fumigadas. Debería estrujar el grano y meterse la pulpa en la boca. Tome —dijo mientras me entregaba medio racimo y seguimos andando como viejos amigos, sin dejar de llevarnos granos de uva a la boca, cada uno a la suya, puesto que no había todavía suficiente intimidad entre nosotros—. Recibimos la misma cantidad moderada de lluvia anual que en Burdeos —agregó el señor Tobin después de hablar del tiempo, las cepas y otras consideraciones.

—No me diga.

—Pero nuestros tintos no son tan recios. La textura es diferente.

—Por supuesto.

—En Burdeos dejan macerar la piel con el vino nuevo durante mucho tiempo después de la fermentación. Luego envejecen el vino en cubas durante unos dos o tres años. Eso no es factible en nuestro caso. Nuestras uvas y las suyas están separadas por un océano. Son de la misma especie, pero han desarrollado su propia personalidad. Igual que nosotros.

—Buena observación.

—También debemos ser más cuidadosos al colar el vino que en Burdeos. En los primeros años cometí algunos errores.

—Todos lo hacemos.

—Aquí, por ejemplo, es más importante proteger el fruto que preocuparse por su aspereza. Nuestra uva no tiene tanto tanino como la de Burdeos.

—Ésa es la razón por la que me siento orgulloso de ser estadounidense.

—En la elaboración del vino, uno no puede ser excesivamente dogmático ni demasiado teórico. Hay que descubrir lo que funciona.

—Igual que en mi trabajo.

—Pero podemos aprender de los viejos maestros. En Burdeos aprendí la importancia de la dispersión de las hojas.

—No hay mejor lugar donde aprenderlo.

Aquello no era tan pesado como una clase de historia, pero casi. No obstante, dejé que siguiera charlando mientras reprimía un bostezo.

—La dispersión de las hojas permite capturar la luz del sol en estas latitudes septentrionales. El problema no se presenta en el sur de Francia, en Italia, ni en California. Pero aquí, en la zona norte de Long Island, al igual que en Burdeos, es preciso encontrar un equilibrio entre la cobertura de las hojas y el sol que reciben las uvas.

Y dale que dale.

No obstante, a pesar de mi primera impresión, descubrí que aquel individuo casi había llegado a gustarme. No me refiero a que fuéramos a convertirnos en grandes amigos, pero Fredric Tobin era un hombre de cierto encanto, aunque un poco pesado. Estaba claro que le gustaba lo que hacía, se sentía muy a gusto entre las vides. Empezaba a comprender que pudiera haberles gustado a los Gordon.

—La zona norte de Long Island posee un microclima —dijo— diferente al de las áreas circundantes. ¿Sabía que aquí hace más sol que al otro lado del agua, en Hampton?

—Bromea. ¿Lo saben los ricos de Hampton?

—Y más sol que cruzando el canal, en Connecticut —añadió.

—No me diga. ¿Por qué?

—Está relacionado con la masa de agua y los vientos que nos rodean. Gozamos de un clima marítimo. El clima de Connecticut es continental. Allí la temperatura invernal puede estar diez grados por debajo de la nuestra. Eso perjudicaría las cepas.

—Evidentemente.

—Además, aquí nunca hace demasiado calor, lo que también puede suponer un problema para las vides. La masa de agua a nuestro alrededor ejerce una influencia moderadora en el clima.

—Más calor, más sol y vuelven las águilas blancas. Es estupendo.

—Y la tierra es muy especial, es una tierra glacial muy rica, con todos los nutrientes necesarios y un buen drenaje, gracias al estrato inferior de arena.

—Caramba, ¿sabe lo que le digo?, si de niño alguien me hubiera dicho que algún día esto estaría lleno de viñedos, me habría reído en sus narices y le habría dado una patada en las pelotas.

—¿Le interesa el tema?

—Muchísimo.

En absoluto.

Nos acercamos a otra fila, donde una cosechadora mecánica apaleaba las cepas y succionaba los racimos. Válgame Dios, ¿quién inventará esos artefactos?

En otra hilera, un par de jóvenes en pantalón corto y camisetas Tobin hacían lo mismo a mano. El Señor de las Cepas se detuvo a charlar un poco con ellas. Estaba interpretando su papel y las jóvenes reaccionaban favorablemente. Debía de tener edad para ser su padre, pero las chicas se interesaban pura y simplemente por el dinero. Yo tenía que utilizar todo mi encanto y mi ingenio para quitarle las bragas a alguien, pero me consta que a los ricos, sin tanto ingenio ni encanto, les basta decirle a una joven algo como «Vamos a ir a pasar el fin de semana en París con el Concorde» para salirse con la suya. Siempre funciona.

—Esta mañana no he escuchado las noticias —dijo el señor Tobin al cabo de un par de minutos, cuando nos alejamos de las jóvenes vendimiadoras—, pero una de mis empleadas me ha dicho que, según la radio, es posible que los Gordon hubieran robado una vacuna milagrosa y se propusieran venderla. Al parecer fueron traicionados y asesinados. ¿Es cierto?

—Eso parece.

—No hay peligro de… una plaga o alguna clase de epidemia…

—En absoluto.

—Me alegro. La otra noche había mucha gente preocupada.

—Pueden dejar de preocuparse. ¿Dónde estaba usted el lunes por la noche?

—¿Yo? Cenando con amigos. En mi propio restaurante, por cierto, aquí mismo.

—¿A qué hora?

—A eso de las ocho. Ni siquiera nos habíamos enterado de la noticia todavía.

—¿Dónde estaba usted por la tarde? A eso de las cinco y media.

—En mi casa.

—¿Solo?

—Tengo un ama de llaves y una compañera sentimental.

—Me alegro. ¿Recordarán dónde estaba usted a las cinco y media?

—Por supuesto. En mi casa. Fue el primer día de la vendimia —agregó—. Llegué aquí al amanecer. A las cuatro estaba agotado y fui a casa para hacer una siesta. Luego regresé aquí para cenar; una pequeña celebración por la vendimia. Nunca se sabe cuándo se cosecharán las primeras uvas, de modo que siempre es espontánea. En una o dos semanas celebraremos la gran cena de la vendimia.

—Vaya vida. ¿Quiénes eran los comensales?

—Mi novia, el capataz de la finca, algunos amigos… —respondió antes de mirarme—. Esto parece un interrogatorio.

Debía de parecerlo. Lo era. Pero no quería que el señor Tobin se pusiera nervioso y llamara a su abogado o a Max.

—No son más que las preguntas habituales, señor Tobin —dije—. Intento hacerme una idea de dónde estaba todo el mundo el lunes por la noche y de la relación que tenían con los fallecidos. Cosas por el estilo. Cuando encontremos a un sospechoso, algunos de los amigos y colegas de los Gordon podrán convertirse en testigos. ¿Comprende? No se sabe hasta que pasa.

—Comprendo.

Dejé que se tranquilizara y seguimos hablando de las uvas. Era una persona muy cortés, pero, como a todo el mundo, la policía le ponía un poco nervioso.

—¿Dónde y cuándo vio usted a los Gordon la semana pasada? —pregunté.

—Déjeme pensar… Hubo cena en mi casa, invité a unos pocos amigos.

—¿Qué le atraía a usted de los Gordon?

—¿A qué se refiere?

—Exactamente a lo que acabo de preguntarle.

—Creo haberle indicado, detective, que era a la inversa —respondió.

—¿Entonces por qué los invitó a su casa?

—Bueno… la verdad es que contaban historias fascinantes sobre Plum Island. A mis invitados les gustaban —agregó—. Los Gordon se ganaban la cena.

—¿En serio?

Los Gordon raramente hablaban de su trabajo conmigo.

—Además —prosiguió—, formaban una pareja excepcionalmente atractiva, ¿no cree…? Bueno, supongo que cuando usted los vio… Pero ella era excepcionalmente hermosa.

—Realmente lo era. ¿Se acostaba con ella?

—¿Usted perdone?

—¿Mantenía usted relaciones sexuales con la señora Gordon?

—Cielos, no.

—¿Lo intentó?

—Claro que no.

¿Pensó por lo menos en ello?

Reflexionó antes de responder.

—Algunas veces. Pero no persigo a las mujeres de los demás. Tengo bastante con lo mío.

—No me diga.

Supongo que el champán funciona cuando uno es dueño del viñedo, del castillo, de la cava y de la bodega. Me pregunto si los propietarios de pequeñas fábricas de cerveza tienen tanto éxito con las mujeres como los vinateros. Probablemente no. Tendré que averiguarlo.

—¿Ha estado usted alguna vez en casa de los Gordon? —pregunté.

—No. Ni siquiera sé dónde vivían.

—¿Entonces adónde mandaba las invitaciones?

—Bueno… de eso se ocupa la persona que lleva las relaciones públicas. Pero ahora que lo pienso, recuerdo que viven… vivían en Nassau Point.

—Sí señor. Lo mencionaron en todas las noticias. Residentes de Nassau Point hallados muertos.

—Sí. Y recuerdo que mencionaron una casa junto al mar.

—Efectivamente. A menudo se desplazaban a Plum Island en barco desde su casa. Probablemente lo mencionaron una docena de veces en sus cenas cuando contaban historias de Plum Island.

—Sí, lo hicieron.

Me percaté de que el señor Tobin tenía gotitas de sudor junto a la línea de su cabello. Pero no debía olvidar que la mayoría de los inocentes sudan cuando se les somete a un tercer grado modificado y civilizado. En los viejos tiempos, solíamos hablar de hacerles sudar la información a la gente; ya saben, con las luces en la cara, interrogatorios inacabables, el tercer grado, o lo que diablos signifique. Ahora somos muy amables, a veces, pero por mucha que sea nuestra cortesía, a algunas personas, tanto inocentes como culpables, no les gusta ser interrogadas.

Empezaba a tener calor, me quité la chaqueta y me la eché al hombro. Llevaba el revólver en el tobillo y el señor Tobin no se alarmó.

Las abejas habían vuelto a localizarme.

—¿Pican? —pregunté.

—Lo hacen si las molesta.

—No las molesto. Me gustan las abejas.

—En realidad son avispas, avispas comunes. Debe de llevar una colonia que les gusta.

—Lagerfeld.

—Una de sus predilectas. No les preste atención —añadió.

—De acuerdo. ¿Estaban invitados los Gordon a la cena del lunes?

—No, normalmente no les habría invitado a una pequeña cena espontánea… La reunión del lunes era principalmente de amigos íntimos y personas relacionadas con el negocio.

—Comprendo.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Pura ironía. Ya sabe, si les hubiera invitado, puede que hubieran regresado antes a su casa, se hubieran vestido… y, quién sabe, tal vez habrían eludido su cita con la muerte.

—Nadie elude su cita con la muerte —respondió el señor Tobin.

—Sí, lo sé, tiene usted razón.

Estábamos ahora junto a una fila de cepas de uvas color morado.

—¿Por qué de las uvas moradas sale vino tinto? —pregunté.

—¿Por qué…? Bueno… supongo que sería más correcto llamarlo vino morado.

—Yo lo haría.

—Éstas, en realidad, se llaman pinot noir. Noir significa negro.

—Estudié francés. Estas uvas se llaman negras, son moradas y su vino se denomina tinto. ¿Le sorprende que la gente se confunda?

—En realidad no es tan complicado.

—Claro que lo es. La cerveza es sencilla. Hay lager y pilsner. Luego tenemos ale y stout. Olvidemos estas últimas y también la cerveza negra y bock. Básicamente tenemos lager y pilsner, suave y regular. Cuando uno entra en un bar, ve de qué cerveza se trata porque los nombres están en los grifos. También se puede preguntar qué cerveza tienen embotellada. Cuando han terminado de recitar su lista, basta decir Bud y todo resuelto.

El señor Tobin sonrió.

—Muy divertido. En realidad me gusta una buena cerveza fría cuando hace calor. No se lo diga a nadie —agregó en tono confidencial después de acercarse.

—Su secreto está a salvo conmigo. Oiga, esto parece que no acaba nunca. ¿Cuántas hectáreas tiene aquí?

—Aquí hay cien. Tengo otras cien repartidas.

—¡Caramba!, es muy grande. ¿Alquila tierras?

—Parte.

—¿Le alquila tierras a Margaret Wiley?

No respondió inmediatamente, y si hubiera estado sentado frente a él, habría advertido su expresión al mencionar a Margaret Wiley. Pero el titubeo era suficientemente significativo.

—Creo que sí —respondió finalmente el señor Tobin—. Sí. Unas veinticinco hectáreas. ¿Por qué me lo pregunta?

—Sé que alquila tierras a los vinateros. Es una vieja amiga de mis tíos. El mundo es un pañuelo y esta región es muy pequeña. Dígame, ¿es usted el mayor vinatero de la región?

—Los viñedos Tobin son los más extensos en el norte de Long Island, si eso es lo que desea saber.

—¿Cómo lo ha logrado?

—Mucho trabajo, buen conocimiento de la vinicultura, perseverancia y un producto superior —respondió—. Y buena suerte —añadió—. Lo que más tememos por aquí son los huracanes, desde finales de agosto a principios de octubre. Un año la vendimia fue muy tardía, a mediados de octubre. No menos de seis huracanes llegaron del Caribe, pero todos cambiaron de dirección. Baco nos protegía. El dios del vino —aclaró.

—Y un gran compositor.

—Ése era Bach.

—Claro.

—Por cierto, aquí celebramos conciertos y a veces óperas. Puedo incluir su nombre en nuestra lista si lo desea.

—Sería maravilloso —respondí mientras regresábamos al enorme complejo de madera—. Vino, ópera y buena compañía. Le mandaré mi tarjeta, ahora no llevo ninguna encima. Por cierto, no veo su casa.

—No vivo aquí. Tengo un apartamento en la parte superior de esa torre, pero mi casa está al sur.

—¿Junto al mar?

—Sí.

—¿Navega?

—Un poco.

—¿A motor o a vela?

—A motor.

—¿Y los Gordon visitaron su casa?

—Sí. Algunas veces.

—Supongo que llegarían en barco.

—Creo que lo hicieron una o dos veces.

—¿Y les visitó usted alguna vez con su barco?

—No.

Iba a preguntarle si era propietario de un Fórmula blanco, pero a veces es preferible no preguntar algo que se puede averiguar por otro camino. Las preguntas dan pistas y asustan a la gente. Ya he dicho que Fredric Tobin no era sospechoso del asesinato, pero tenía la impresión de que ocultaba algo.

El señor Tobin me acompañó hasta la puerta, por donde habíamos salido.

—Si puedo ayudarle en algo más, le ruego que me lo diga —dijo.

—De acuerdo. Por cierto, esta noche tengo una cita y me gustaría comprar una botella de vino.

—Pruebe nuestro Merlot. El del noventa y cinco es incomparable, aunque un poco caro.

—¿Por qué no me lo muestra? Hay todavía un par de cosas que deseo preguntarle.

Dudó unos instantes y luego me acompañó a la tienda de regalos, junto a la que había una espaciosa sala de degustación. Era una habitación hermosa, con una barra de roble de diez metros de longitud, media docena de mesas a un lado, cajas y botelleros por todas partes, ventanas con vidrieras de colores, suelo empedrado, etcétera. Por la sala circulaban una docena de amantes del vino, que comentaban las etiquetas o cataban los vinos en la barra, sin dejar de decir tonterías a los chicos y chicas que les servían y que procuraban sonreírles.

El señor Tobin saludó a una azafata llamada Sara, una atractiva joven de algo más de veinte años. Supuse que Fredric elegía personalmente a las chicas; tenía buen ojo para la belleza y la lozanía.

—Sara, sírvele al señor…

—John.

—Sírvele a John una copa de Merlot del noventa y cinco.

Y así lo hizo, con mano firme, en una pequeña copa.

Moví el líquido en la copa para demostrar que era un conocedor. Luego lo olí.

—Buen aroma —dije y levanté la copa a contraluz—. Bonito color. Morado.

—Y bonitos dedos.

—¿Dónde?

—La forma en que se adhiere al cristal.

—Desde luego.

Tomé un sorbo. No estaba mal. Un gusto al que uno puede acostumbrarse. En realidad, muy agradable con un bistec.

—Amable y afrutado —dije.

El señor Tobin asintió entusiasmado.

—Sí. Y audaz.

—Muy audaz. —¿Audaz?—. Un poco más consistente y robusto que un Napa Merlot.

—En realidad es un poco más ligero.

—Eso pretendía decir. Bueno.

Debí haberme retirado cuando ganaba.

El señor Tobin se dirigió a Sara:

—Sírvele un Cabernet del noventa y cinco.

—No se moleste.

—Quiero que compruebe la diferencia.

Sara lo sirvió y yo lo saboreé.

—Bueno. Menos audaz —dije.

Charlamos un poco y el señor Tobin insistió en que probara un blanco.

—Ésta es mi mezcla de Chardonnay y otros blancos que no revelaré —dijo—. Tiene un color hermoso, lo llamamos Oro Otoñal.

Lo probé.

—Amable, pero no excesivamente audaz.

No respondió.

—¿Ha pensado alguna vez en denominar a alguno de sus vinos las Uvas de la Ira? —pregunté.

—Se lo mencionaré a mi equipo de marketing.

—Bonitas etiquetas —comenté.

—Todos mis tintos llevan etiquetas con una obra de Pollock y los blancos, una de De Kooning —explicó el señor Tobin.

—No me diga.

—Ya sabe, Jackson Pollock y Willem de Kooning. Ambos vivieron aquí en Long Island, donde crearon algunas de sus mejores obras.

—Ah, los pintores. Claro. Pollock es el de las salpicaduras.

El señor Tobin no respondió pero consultó su reloj, evidentemente harto de mi compañía. Miré a mi alrededor y vi una mesa libre, lejos de las azafatas y de los clientes.

—Sentémonos aquí un minuto —dije.

El señor Tobin me siguió a regañadientes y se sentó frente a mí.

—Sólo unas preguntas más —dije mientras saboreaba el Cabernet—. ¿Desde cuándo conocía a los Gordons?

—Pues… desde hace aproximadamente un año y medio.

—¿Hablaron con usted alguna vez de su trabajo?

—No.

—Me ha dicho que les gustaba contar historias de Plum Island.

—Sí, claro, en un sentido general. Nunca revelaron ningún secreto oficial. —Sonrió.

—Me alegro. ¿Conocía su afición a la arqueología?

—Pues… sí, lo sabía.

—¿Sabía que pertenecían a la Sociedad Histórica Peconic?

—Sí. En realidad así fue como nos conocimos.

—Todo el mundo parece pertenecer a la Sociedad Histórica Peconic.

—Tiene unos quinientos socios, eso no es todo el mundo.

—Pero todas las personas a las que yo conozco parecen ser socias. ¿Es alguna tapadera para otra cosa?, ¿un aquelarre o algo por el estilo?

—No que yo sepa. Pero podría ser divertido.

Ambos sonreímos. Parecía reflexionar. Me doy cuenta de cuando alguien reflexiona y nunca le interrumpo.

—La Sociedad Histórica Peconic celebrará una fiesta el sábado por la noche —dijo por fin—. Tendrá lugar en mi jardín. La última fiesta de la temporada al aire libre, si el tiempo lo permite. ¿Por qué no viene con alguien?

Supuse que le sobraban dos plazas, ahora que los Gordon no asistirían.

—Gracias. Lo intentaré —respondí.

A decir verdad, no me la perdería por nada del mundo.

—Puede que asista el jefe Maxwell —agregó—. Él conoce todos los detalles.

—Estupendo. ¿Puedo traer algo? ¿Vino?

—Con su presencia basta. —Sonrió educadamente.

—Acompañado —le recordé.

—Sí, acompañado.

—¿Ha oído usted alguna vez… algún rumor sobre los Gordon? —pregunté.

—¿Por ejemplo?

—Algo de carácter sexual.

—Ni una palabra.

—¿Problemas económicos?

—No tengo la menor idea.

Y así proseguimos otros diez minutos. Unas veces se descubre que la persona ha mentido y otras no. Cualquier mentira, por pequeña que sea, es significativa. No atrapé exactamente al señor Tobin en ninguna mentira, pero estaba bastante seguro de que conocía más íntimamente a los Gordon de lo que reconocía. El hecho en sí no era significativo.

—¿Puede mencionarme a algún amigo de los Gordon? —pregunté.

—Como ya le he dicho, su colega, el jefe Maxwell —respondió después de reflexionar unos instantes—. En realidad no conozco muy bien a sus amigos ni a sus colegas profesionales —agregó cuando había mencionado algunos nombres que no reconocí—. Ya le he dicho que eran… para hablar sin tapujos, una especie de gorrones. Pero eran muy atractivos, educados y hacían un trabajo interesante. Estaban ambos doctorados. Podría decirse que todos le sacábamos algún provecho a la relación… Me gusta rodearme de gente hermosa e interesante. Lo sé, es un poco superficial, pero le sorprendería lo superficial que pueden ser las personas hermosas e interesantes. Lamento lo que les ha sucedido, pero no puedo serle de más utilidad —agregó.

—Ha sido usted de gran ayuda, señor Tobin. Le doy realmente las gracias por el tiempo que me ha dedicado y por no darle a esto mayor importancia de la que tiene, llamando a un abogado.

No respondió.

Me levanté de la mesa y él me siguió.

—¿Me acompaña al coche? —pregunté.

—Si lo desea.

Me detuve junto a un mostrador cubierto de publicaciones sobre el vino, incluidos algunos folletos de los viñedos Tobin. Cogí un puñado y lo guardé en mi pequeña bolsa.

—Soy un fanático de los folletos —dije—. Tengo un montón de publicaciones de Plum Island: la peste bovina, infecciones cutáneas, etcétera. Estoy aprendiendo un montón de cosas con este caso.

Una vez más no respondió.

Le pedí la botella de Merlot del noventa y cinco y me la entregó.

—Jackson Pollock —dije refiriéndome a la etiqueta—. Nunca lo habría imaginado. Ahora tengo algo de qué hablar con mi cita de esta noche. —Me acerqué a la caja con la botella, con la esperanza de que el señor Tobin me la ofreciera como obsequio, pero estaba equivocado y pagué el precio íntegro más impuestos.

—Por cierto —agregué cuando salimos a la luz del sol—, al igual que usted, yo también era conocido de los Gordon.

Se paró, me miró y yo también me detuve.

—John Corey —dije.

—Ah… claro. No había reconocido su nombre…

—Corey, John.

—Sí… ahora lo recuerdo. Usted es el policía al que hirieron.

—Efectivamente. Ahora estoy mucho mejor.

—¿No es usted detective de la policía de Nueva York?

—Sí señor. Contratado por el jefe Maxwell para ayudar en el caso.

—Comprendo.

—¿Entonces los Gordon me nombraron?

—Sí.

—¿Hablaron bien de mí?

—Estoy seguro de que lo hicieron, pero ahora no lo recuerdo con exactitud.

—En realidad, nos vimos en una ocasión. En julio. Usted celebraba una gran fiesta de degustación en aquella sala.

—Ah, claro…

—Llevaba un traje escarlata y una corbata con racimos de uvas.

—Sí, creo que nos conocimos —afirmó mientras me miraba.

—No le quepa la menor duda —respondí y miré al aparcamiento—. Actualmente, todo el mundo tiene vehículos todoterreno. Aquél es el mío. Habla francés —comenté mientras arrancaba el motor con el control remoto—. ¿Está aquí su Porsche blanco?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Me lo he imaginado. Parece la persona indicada para tener un Porsche —respondí tendiéndole la mano—. Puede que nos veamos en su fiesta.

—Espero que encuentre al asesino.

—Seguro que sí, siempre lo encuentro. Ciao. Bonjour.

Bonjour significa hola.

—De acuerdo. Au revoir.

Nos separamos y nuestras pisadas sobre la grava tomaron direcciones opuestas. Las abejas me siguieron hasta el coche pero entré rápidamente y me alejé.

Pensé en el señor Fredric Tobin, propietario, sibarita, amante de todo lo bello, magnate local y amigo de los difuntos.

Mi formación me indicaba que estaba limpio como una patena y que no debía perder un solo minuto pensando en él. Entre todas las teorías que había elaborado sobre el motivo del asesinato de los Gordon y su posible autor, el señor Tobin no encajaba en ninguna de ellas. Sin embargo, mi instinto me aconsejaba no despreocuparme del caballero.