Nos detuvimos en la soleada calle, cerca del coche negro de Beth Penrose. Eran casi las seis.
—¿Te apetece un cóctel? —pregunté.
—¿Sabes cómo llegar a casa de Margaret Wiley? —respondió Beth.
—Tal vez. ¿Sirve cócteles?
—Se lo preguntaremos. Sube.
Subí, arrancó el motor y nos dirigimos al norte por Nassau Point, cruzamos el arrecife y seguimos por la zona norte de Long Island.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
—Creo que a la derecha.
Chirriaron los neumáticos en la curva.
—Más despacio —dije.
Redujo la velocidad.
Era agradable circular con las ventanas abiertas, la puesta de sol, el aire puro y todo eso. Nos habíamos alejado de la bahía para penetrar en terreno agrícola y de viñedos.
—Cuando yo era niño —dije— había dos clases de cultivos. Los de patatas, a cargo de familias polacas y alemanas, llegadas a principios de siglo, y los de fruta y hortalizas, en manos generalmente de descendientes de los primeros colonos. Ciertas granjas habían pertenecido a la misma familia desde hacía trescientos cincuenta años. Es difícil de comprender.
—Mi familia fue propietaria de la misma granja durante un siglo —dijo Beth después de un prolongado silencio.
—¿En serio? ¿Y tu padre la vendió?
—Tuvo que hacerlo. Cuando yo nací, los campos estaban rodeados de zonas residenciales. Nos tomaban por gente rara. En la escuela se reían de mí por ser hija de un agricultor. —Sonrió—. Pero papá fue el último en reírse. Le pagaron un millón de dólares por la tierra. Entonces era mucho dinero.
—También es mucho dinero ahora. ¿Has heredado?
—Todavía no. Pero me dedico a dilapidar un fondo de inversión.
—¿Quieres casarte conmigo?
—No, pero te permitiré conducir mi BMW.
—Despacio y gira ahí a la izquierda.
Giró y nos dirigimos de nuevo hacia el norte.
—Tenía entendido que estabas casado —dijo después de mirarme fugazmente.
—Divorciado.
—¿Firmado, sellado y con todos los papeles?
—Eso creo —respondí, aunque en realidad no recordaba haber recibido el certificado definitivo.
—Recuerdo algo que vi por televisión… cuando te dispararon… Una atractiva esposa que visitaba el hospital acompañada del alcalde, el comisario de policía… ¿No lo recuerdas?
—Pues no. Me lo comentaron —respondí—. A la derecha y luego inmediatamente a la izquierda.
Llegamos a la carretera del faro.
—Sigue despacio para ver los números de las casas —dije.
A ambos lados de la estrecha carretera que conducía al faro de Horton Point, a un kilómetro y medio de distancia aproximadamente, había pequeñas casas rodeadas de viñedos.
Llegamos a una atractiva villa de ladrillo, en cuyo buzón figuraba el nombre de Wiley. Beth detuvo el coche en el arcén con hierba.
—Supongo que hemos llegado.
—Probablemente. Por cierto, la guía telefónica está llena de Wiley. Seguramente, pobladores originales.
Nos apeamos y nos dirigimos a la puerta principal por un camino de piedra. No había timbre y golpeamos la puerta. Esperamos. Había un coche aparcado bajo un gran roble junto a la casa. Nos dirigimos al costado del edificio y luego a la parte trasera.
Por el huerto circulaba una mujer delgada de unos setenta años, con un vestido veraniego estampado.
—¿Señora Wiley? —exclamé.
Levantó la cabeza y se nos acercó. Nos encontramos en un parterre de césped entre el huerto y la casa.
—Soy el detective John Corey —dije—. Anoche la llamé por teléfono. Ésta es mi compañera, la detective Beth Penrose.
Miró fijamente mi pantalón corto y pensé que tal vez me había dejado la bragueta abierta.
Beth le mostró su placa y la señora Wiley pareció sentirse satisfecha con ella, pero insegura en cuanto a mí.
Le sonreí. Tenía unos ojos color gris claro, cabello gris y una cara interesante de piel traslúcida que recordaba un cuadro antiguo; ningún estilo, obra, ni artista en particular, simplemente un cuadro viejo.
—Llamó usted muy tarde —dijo después de mirarme.
—No podía dormir —respondí—. Ese doble asesinato me impedía conciliar el sueño, señora Wiley. Lo siento.
—Supongo que no es preciso que se disculpe. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Estamos interesados en la parcela que les vendió a los Gordon —contesté.
—Creo que ya le he contado todo lo que sé.
—Sí señora, probablemente lo ha hecho. Sólo pretendemos hacerle algunas preguntas.
—Siéntense aquí —dijo mientras nos conducía hasta un grupo de sillas verdes bajo un sauce llorón, y nos sentamos.
Aquellas sillas estilo indio, que habían sido muy populares durante mi infancia, se habían puesto nuevamente de moda y se encontraban ahora por todas partes. Sospeché que las del jardín de la señora Wiley eran todavía originales. La casa, el jardín, la dama con su largo vestido de algodón, el sauce, los columpios oxidados y el viejo neumático, suspendido del roble por una cuerda, eran todo reminiscencias de los años cuarenta o cincuenta, como una antigua fotografía coloreada. Aquí el tiempo avanzaba claramente más despacio. Se decía que en Manhattan el presente era tan poderoso que oscurecía el pasado. Pero aquí, el pasado era tan poderoso que oscurecía el presente.
Se olía el mar y el canal de Long Island, a medio kilómetro de distancia, y también me pareció oler las uvas caídas al suelo en el cercano viñedo. Era un entorno excepcional de mar, campo y viñedos, que sólo se podía encontrar en algunos lugares de la costa Este.
—Es un lugar encantador —dije.
—Gracias —respondió la señora Wiley.
Margaret Wiley era mi tercera persona mayor del día y me propuse llevarme mejor con ella que con Edgar y Agnes. En realidad, Margaret Wiley no estaba dispuesta a tolerar ninguna insolencia de mi parte; me había dado cuenta inmediatamente. Era una de esas personas chapadas a la antigua, que no se anda con monsergas y exige un trato directo y buenos modales. Yo soy un buen interrogador porque sé distinguir temperamentos y personalidades, y adaptarme a ellos. Eso no significa que sea simpático, sensible ni compasivo. Soy un repugnante machista despótico, egocéntrico y vanidoso; así es como me siento cómodo. Pero escucho y digo lo necesario, forma parte de mi trabajo.
—¿Se ocupa usted sola de este lugar? —pregunté.
—En gran parte —respondió la señora Wiley—. Tengo un hijo y dos hijas, todos ellos casados, que viven en la zona. Y cuatro nietos. Mi esposo, Thad, murió hace seis años.
Beth dijo que lo sentía.
—¿Es usted propietaria de estos viñedos? —preguntó Beth a continuación.
—Parte de esta tierra es mía. La alquilo a los vinateros. Los agricultores alquilan por temporadas, pero los vinateros, según dicen, necesitan veinte años. Yo no sé nada de cepas —respondió antes de mirar a Beth—. ¿Responde eso a su pregunta?
—Sí señora. ¿Por qué les vendió una parcela a los Gordon?
—¿Qué tiene eso que ver con los asesinatos?
—No lo sabremos hasta que averigüemos algo más acerca de la transacción —respondió Beth.
—Fue una simple venta de terreno.
—Para serle sincera, señora, me parece extraño que los Gordon se gastaran tanto dinero en un terreno inútil.
—Creo que ya se lo dije, detective, querían contemplar el canal.
—Sí señora. ¿Mencionaron alguna otra utilidad que pensaran darle al terreno? Por ejemplo, pescar, navegar, acampar.
—Acampar. Mencionaron que instalarían una tienda de campaña. Y pescar. Querían pescar de noche desde su propia playa. También dijeron algo relacionado con la compra de un telescopio. Querían estudiar astronomía. Habían visitado el Instituto Custer. ¿Han estado ustedes allí?
—No señora.
—Es un pequeño observatorio en Southold. Los Gordon se interesaban por la astronomía.
Eso era nuevo para mí. Se supone que la gente que pasa el día examinando microbios a través del microscopio no querría pasar también la noche con otra lente frente a los ojos. Pero nunca se sabe.
—¿Hablaron de navegar? —pregunté.
—Desde allí no se puede botar un barco, salvo, quizá, una canoa. La parcela está en un promontorio y sólo podrían escalarlo y descender hasta la playa con una canoa.
—¿Pero podrían llegar con un barco a la playa?
—Puede que con la marea alta, pero hay rocas muy traicioneras en esa parte de la costa. Con la marea baja, probablemente se podría fondear y nadar o caminar hasta la playa.
—¿Mencionaron que tuvieran algún interés agrícola en el terreno? —pregunté después de asentir.
—No. No tiene mucha utilidad. ¿No se lo mencioné?
—No lo recuerdo.
—Pues lo hice —aclaró la señora Wiley—. Lo poco que crece en ese promontorio se ha ido adaptando, a lo largo de mucho tiempo, al viento marino y a la sal. Tal vez se puedan cultivar plantas bulbosas en la vertiente interior —añadió.
Decidí cambiar de táctica.
—¿Qué impresión le causaron los Gordon? —pregunté.
—Una pareja agradable —respondió después de reflexionar unos instantes—. Muy simpáticos.
—¿Felices?
—Parecían felices.
—¿Estaban emocionados por la compra del terreno?
—Eso parecía.
—¿Acudieron ellos a usted para interesarse por el terreno?
—Sí. Primero hicieron algunas indagaciones; me enteré mucho antes de que vinieran a verme. Cuando me lo pidieron, les respondí que no me interesaba venderlo.
—¿Por qué?
—No me gusta vender tierras.
—¿Por qué no?
—La tierra debe conservarse y dejarla a la familia. He heredado algunas parcelas por parte de mi madre —agregó—. El terreno por el que los Gordon se interesaban era de la rama de mi marido. Thad me obligó a prometer que no vendería ninguna parcela de las tierras —añadió después de reflexionar unos instantes—. Quería que lo heredaran los hijos. Pero esa parcela no llegaba a media hectárea. Evidentemente no necesitaba el dinero, pero los Gordon parecían muy ilusionados con ese promontorio… Se lo pregunté a mis hijos y consideraron que su padre estaría de acuerdo —concluyó después de mirarnos fugazmente.
Siempre me había asombrado que las viudas y los huérfanos, que no tenían la menor idea sobre qué regalarle al viejo por Navidad o el día del padre, supieran exactamente lo que él querría cuando ya estaba muerto.
—Los Gordon sabían que no se podía construir en aquel terreno —agregó la señora Wiley.
—Usted se lo mencionó —insistí—. Pero dadas las circunstancias, ¿no considera usted que veinticinco mil dólares es un precio excesivo?
—También les otorgué el derecho de paso por mi terreno para acceder al suyo —respondió después de inclinarse hacia adelante—. Veremos el precio que alcanza cuando lo vendan los beneficiarios.
—Señora Wiley, no le reprocho que hiciera un buen negocio. Me pregunto por qué querían o necesitaban los Gordon esa parcela tan desesperadamente.
—Ya le he dicho lo que me contaron ellos. Es lo único que sé.
—La vista debe de ser sobrecogedora por veinticinco de los grandes.
—Lo es.
—Usted ha mencionado que alquila su tierra de cultivo.
—Sí. Mis hijos no se interesan por la agricultura ni por los viñedos.
—¿Surgió este tema alguna vez con los Gordon? Me refiero a lo de alquilar la tierra.
—Supongo.
—¿Y nunca le preguntaron si podrían alquilarle parte de los acantilados?
—No —respondió después de reflexionar unos instantes.
Miré fugazmente a Beth. Obviamente, aquello no tenía sentido. Dos funcionarios del gobierno, que pueden ser trasladados en cualquier momento, alquilan una casa en la bahía del sur y luego compran media hectárea en el norte por veinticinco de los grandes para disponer de otras vistas al mar.
—¿Si se hubieran interesado por alquilarle ese promontorio, lo habría aceptado usted? —pregunté.
—Creo que lo habría preferido —asintió.
—¿Cuánto les habría pedido por año?
—Pues… no lo sé… el terreno es inútil… supongo que mil dólares sería justo. La vista es hermosa —agregó.
—¿Tendría la amabilidad de mostrarnos ese terreno? —pregunté.
—Puedo darles la dirección. O pueden encontrarlo en los planos del registro del condado.
—Le agradeceríamos muchísimo que nos acompañara —dijo Beth.
La señora Wiley consultó su reloj.
—De acuerdo —respondió antes de levantarse—. Ahora vuelvo.
Entró en la casa por la puerta trasera.
—Una mujer difícil —dije.
—Tú sacas lo peor de las personas —respondió Beth.
—En esta ocasión he sido muy amable.
—¿A eso lo llamas tú amabilidad?
—Sí, soy amable.
—Aterrador.
Decidí cambiar de tema.
—Los Gordon necesitaban ser propietarios del terreno.
Beth asintió.
—¿Por qué?
—No lo sé… Dímelo tú.
—Piensa.
—De acuerdo…
La señora Wiley apareció por la puerta trasera, que no cerraba con llave. Llevaba su monedero en la mano y las llaves del coche. Se acercó al Dodge gris, que tenía unos veinticinco años. Si Thad viviera, merecería su aprobación.
Beth y yo subimos al coche y seguimos a la señora Wiley. Giramos a la derecha por la carretera central, una autovía de cuatro carriles que iba de este a oeste, paralela a la antigua carretera principal de la época colonial. La carretera central cruzaba el corazón de la zona agrícola y vinatera, con vistas magníficas en todas direcciones. El sol en el parabrisas era agradable, el aire olía a uvas, una joven encantadora de cabello cobrizo conducía el coche y si no hubiera estado investigando el asesinato de dos amigos, me habría puesto a silbar.
A mi izquierda, aproximadamente un kilómetro y medio hacia el norte, se veía que el terreno se elevaba de pronto como un muro, tan empinado que resultaba imposible de cultivar, cubierto de árboles y matorrales. Ése era en realidad el promontorio que daba al mar por su otra vertiente, aunque desde donde nosotros nos encontrábamos no se veía el agua, y tenía el aspecto de una pequeña sierra.
La señora Wiley apretaba el acelerador y nos cruzamos con varios tractores y camionetas.
Un cartel nos indicó que estábamos en la aldea de Peconic. Había abundantes viñedos a ambos lados de la carretera, todos identificados por carteles de madera con escudos dorados y lacados, muy elegantes, que encerraban la promesa de vinos caros.
—Vodka de patata —dije—. Eso es. Lo único que necesito son diez hectáreas y un alambique. Corey y Krumpinski, excelente vodka de patata, natural y aromatizado. Convenceré a Martha Stewart para que escriba libros de cocina con acompañamientos sugeridos para el vodka: almejas, vieiras, ostras. Muy distinguido. ¿Qué opinas?
—¿Quién es Krumpinski?
—No lo sé. Un individuo. Vodka polaco. Stanley Krumpinski. Una creación publicitaria. Está sentado en el porche de su casa y hace comentarios crípticos sobre el vodka. Tiene noventa y cinco años. Su hermano gemelo, Stephen, era bebedor de vino y murió a los treinta y cinco. ¿Sí? ¿No?
—Deja que me lo piense. Entretanto, esa media hectárea a un precio exagerado parece todavía más extraña, teniendo en cuenta que los Gordon podían haberla alquilado por mil dólares. ¿Crees que guarda alguna relación con los asesinatos?
—Tal vez. Por otra parte, podría haber sido un simple error por parte de los Gordon o incluso una operación especulativa. Puede que los Gordon hubieran descubierto cómo recuperar los derechos urbanísticos. Entonces, habrían adquirido una parcela junto al mar por veinticinco de los grandes que, con permiso de construcción, valdría cien mil dólares. Un buen negocio.
—Hablaré con el secretario del condado sobre precios comparativos —asintió Beth y me miró fugazmente mientras conducía—. Tú tienes otra teoría, evidentemente.
—Tal vez. Pero no evidentemente.
—Necesitaban ser propietarios del terreno, ¿no es cierto? —dijo después de unos momentos de silencio—. ¿Por qué? ¿Urbanización?, ¿derechos de paso?, ¿algún proyecto para la construcción de un gran parque estatal?, ¿petróleo, gas, diamantes, rubíes…? ¿Qué?
—No hay minerales en Long Island, ni metales valiosos, ni piedras preciosas. Sólo arena, arcilla y roca. Incluso yo lo sé.
—Bien… pero tienes alguna idea.
—Nada concreto. Tengo cierta… sensación… como si supiera lo que es importante y lo que no lo es, algo parecido a esas pruebas de asociación, ¿comprendes? Te muestran cuatro ilustraciones: un pájaro, una abeja, un oso y un váter. ¿Cuál no corresponde?
—El oso.
—¿El oso? ¿Por qué el oso?
—Porque no vuela.
—El váter tampoco vuela —señalé.
—Entonces el oso y el váter no corresponden.
—Estás… En todo caso, intuyo lo que pertenece a cierta secuencia y lo que no pertenece a ella.
—¿Es como los tintineos?
—Más o menos.
Se encendieron las luces de freno de la señora Wiley y abandonó la autovía para entrar en un camino sin asfaltar. Beth, que no prestaba atención, casi se saltó el cruce y cogió la curva con dos ruedas.
Nos dirigimos al norte, hacia los promontorios, por el camino sin asfaltar entre campos de patatas a la izquierda y viñedos a la derecha. El coche se sacudía a cincuenta kilómetros por hora, con polvo por todas partes, que sentía incluso en la lengua. Cerré la ventana y le pedí a Beth que hiciera lo mismo.
—Estamos al llegar —dijo Beth con un fuerte acento neoyorquino, sin que viniera al caso.
—Yo no hablo con ese acento —protesté— y no le veo la gracia.
—Vale.
La señora Wiley entró en otro camino todavía más pequeño, paralelo al promontorio, que se encontraba ahora sólo a unos cincuenta metros. Después de recorrer unos centenares de metros, paró en medio del camino y Beth se detuvo tras ella.
La señora Wiley se apeó y nosotros hicimos otro tanto. Estábamos cubiertos de polvo, igual que el coche, por dentro y por fuera.
Nos acercamos a la señora Wiley, que estaba al pie del promontorio.
—Hace dos semanas que no llueve —dijo la señora Wiley—. A los vinateros les gusta que eso suceda en esta época del año. Dicen que así las uvas son más dulces y menos acuosas. Listas para la cosecha.
Me estaba sacudiendo el polvo de la camiseta, de las cejas y en realidad no me interesaba lo que estaba diciendo.
—En esta época —prosiguió la señora Wiley—, las patatas tampoco necesitan lluvia. Pero a las hortalizas y a los frutales les convendría un buen diluvio.
A decir verdad, no me interesaba en absoluto, pero no sabía cómo decírselo sin pecar de malos modales.
—Supongo que algunos rezan para que llueva y otros para que no lo haga. Es la vida —dije.
—Usted no es de por aquí —dijo la señora Wiley después de mirarme—, ¿no es cierto?
—No señora. Mi tío tiene una casa en esta zona. Harry Bonner. Hermano de mi madre. Tiene una finca junto a la bahía en Mattituck…
—Ah, claro. Su esposa, June, falleció al mismo tiempo que mi Thad.
—Debe de ser eso, más o menos.
No me sorprendió excesivamente que Margaret Wiley conociera a mi tío Harry. Después de todo, como he dicho anteriormente, la población estable de la región es de unos veinte mil habitantes, que son cinco mil menos de los que trabajan en el Empire State Building. No pretendo afirmar que las veinticinco mil personas que trabajan en el Empire State Building se conozcan, pero en todo caso supongo que Margaret y su difunto marido, Thad Wiley, conocían a Harry y a su difunta esposa, June Bonner. Se me ocurrió la extraña idea de que lograría reunir a Margaret y al loco de Harry, se casarían, ella fallecería, luego moriría Harry y yo heredaría millares de hectáreas en la zona norte de Long Island. Antes tendría que aniquilar a mis primos, naturalmente. Parecía excesivamente shakespeariano. Tuve la sensación de haber estado aquí demasiado tiempo, en el siglo XVII.
—¿John? La señora Wiley te está hablando.
—Lo siento. Fui herido de gravedad y parte de las secuelas son pérdidas momentáneas de la concentración.
—Tiene muy mal aspecto —dijo la señora Wiley.
—Gracias.
—Le preguntaba por su tío.
—Está muy bien. Ha regresado a la ciudad. Gana mucho dinero en Wall Street, pero se siente muy solo desde que murió mi tía June.
—Dele recuerdos míos.
—Lo haré.
—Su tía era una gran persona —dijo en un tono que sugería «¿Cómo se las arregló para tener a semejante bobo por sobrino?»— y muy aficionada a la historia y la arqueología.
—Exactamente. La Sociedad Histórica Peconic. ¿Es usted socia?
—Sí. Así fue como conocí a June. A su tío no le interesaba, pero financió algunas excavaciones. Excavamos los cimientos de una granja del año 1.781. Debería visitar nuestro museo si todavía no lo ha hecho.
—Me proponía visitarlo hoy, pero luego ha surgido este otro asunto.
—Sólo abrimos los fines de semana a partir del Día del Trabajo. Pero tengo la llave.
—La llamaré —respondí mientras contemplaba el promontorio que se elevaba ante nosotros—. ¿Es éste el terreno de los Gordon?
—Sí. ¿Ve esa estaca? Es la esquina suroeste. Unos cien metros más adelante, por el camino, está la esquina sureste. El terreno empieza aquí, se eleva hasta la cima del promontorio, desciende por la otra vertiente y llega hasta la línea de la marea alta.
—¿En serio? No parece muy preciso.
—Lo suficiente. Así lo establece la tradición y la ley. Hasta la línea de la marea alta. La playa pertenece a todo el mundo.
—Ésa es la razón por la que amo este país.
—No me diga.
—No lo dude ni por un momento.
—Yo soy hija de la revolución norteamericana —dijo la señora Wiley después de mirarme.
—Lo suponía.
—Mi familia, los Wiley, están en este pueblo desde 1.653.
—Dios mío.
—Llegaron a Massachusetts en el barco que llegó después del Mayflower, el Fortune. Luego se trasladaron a Long Island.
—Increíble. Es casi una descendiente de los pasajeros del Mayflower.
—Lo soy de los del Fortune —respondió mientras miraba a su alrededor, en donde se extendía un campo de patatas a nuestra derecha y un viñedo a la izquierda en dirección sur—. Es difícil imaginar la vida en el siglo XVII, a millares de kilómetros de Inglaterra, rodeados de bosque, en lo que ahora son campos, limpiados con hachas y bueyes, una tierra y un clima desconocidos, pocos animales domésticos, sin apenas cobijo, herramientas, semillas, pólvora y balas de mosquetón poco fiables y rodeados por todas partes de indios hostiles.
—Parece peor que Central Park después de la medianoche en el mes de agosto.
—A la gente como nosotros nos resulta muy difícil desprendernos de una sola hectárea —dijo Margaret Wiley sin prestar atención a mi comentario.
—Comprendo —respondí, aunque por veinticinco de los grandes podemos hablar—. En una ocasión encontré una bala de mosquetón.
Me miró como si fuera lelo y dirigió su atención a Beth.
—No necesitan que les muestre cómo llegar a la cima. Aquí está el camino. No es difícil subir, pero tengan cuidado en la vertiente que da al mar. Es muy vertical y no hay muchos agarraderos. Este promontorio es en realidad la morrena terminal de la última era glacial. Aquí terminaba el glaciar.
En realidad, el glaciar estaba ahora delante de mí.
—Gracias por su tiempo y su paciencia, señora Wiley.
Empezó a alejarse, pero luego volvió la cabeza y miró a Beth.
—¿Tienen alguna idea de quién puede haberlo hecho?
—No señora.
—¿Estaba relacionado con su trabajo?
—En cierto modo. Pero no tiene nada que ver con la guerra biológica ni nada peligroso.
Margaret Wiley no parecía convencida. Regresó a su coche, arrancó el motor y se alejó envuelta en una nube de polvo.
—Hártate de polvo, Margaret. Vieja…
—¡John!
Me sacudí de nuevo el polvo de la ropa.
—¿Sabes por qué las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo? —pregunté.
—No, pero estoy a punto de descubrirlo —respondió Beth.
—Efectivamente. Las hijas de la revolución norteamericana no hacen el amor en grupo porque no quieren molestarse en escribir tantas notas de agradecimiento.
—¿Proceden esos chistes de un pozo inagotable?
—Sabes que sí —respondí y ambos miramos el promontorio—. Vamos a contemplar esa vista de veinticinco de los grandes.
Encontramos el sendero e inicié el ascenso. El camino pasaba entre encinas y matorrales, y algunos árboles de mayor tamaño que parecían arces, pero por lo que yo sé podían haber sido palmeras.
Beth, con su falda de popelín caqui y sus zapatos de tacón, tenía ciertas dificultades. Le tendí una mano en algunos tramos. Se levantó o arremangó la falda y exhibió un par de piernas perfectas.
Medía sólo unos quince metros hasta la cima, equivalentes a cinco pisos sin ascensor, que en otra época era capaz de subir con suficiente energía restante para derribar la puerta de un puntapié, arrojar a un maleante al suelo, esposarlo, arrastrarlo hasta la calle y meterlo en un coche de policía. Pero eso era en otra época. Esto ocurría ahora y me temblaban las piernas. Unos puntitos negros danzaban ante mis ojos y tuve que detenerme y agacharme.
—¿Estás bien? —preguntó Beth.
—Sí… Sólo un momento…
Respiré profundamente varias veces y proseguí.
Llegamos a la cima del promontorio. Allí la vegetación era mucho menos frondosa debido al viento y la sal. Contemplamos el canal de Long Island, realmente era una vista maravillosa. A pesar de que la ladera sur del promontorio medía sólo unos quince metros desde la base hasta la cima, la ladera norte, que descendía hasta la playa, medía unos treinta metros. Era, como la señora Wiley nos había advertido, muy empinada. Desde la cima se veían algunas plantas, rocas erosionadas, barro caído y piedras desprendidas hasta una larga y hermosa playa que se extendía varios kilómetros de este a oeste.
El canal estaba tranquilo y vimos varios veleros y algunas lanchas. Un enorme barco de carga navegaba rumbo oeste, en dirección a Nueva York o a alguno de los puertos de la costa de Connecticut.
El acantilado se prolongaba algo más de un kilómetro al oeste, hasta desaparecer en un brazo de tierra que penetraba en el canal. Hacia el este se extendía varios kilómetros y acababa en Horton Point, reconocible por el faro.
A nuestra espalda, por donde habíamos llegado, se encontraban las tierras llanas de cultivo, que desde la cima se veían cubiertas de campos de patatas y de maíz, huertos y viñedos. Unas curiosas casas de madera y graneros, no rojos sino blancos, contrastaban con el verde de los campos.
—Vaya vista —exclamé.
—Espléndida —reconoció Beth—. ¿Pero vale veinticinco mil? —preguntó.
—Ésa es la cuestión. ¿Tú qué opinas?
—En teoría, no. Pero desde esta cima, sí.
—Bien dicho.
Vi una piedra entre hierbajos y me senté sobre ella para contemplar el mar. Beth se situó junto a mí para admirar también el panorama. Estábamos ambos sudados, sucios, polvorientos y agotados.
—Hora de tomar un cóctel —dije—. Regresemos.
—Un momento. Seamos Tom y Judy. Dime lo que querían aquí, lo que buscaban.
—De acuerdo…
Me puse de pie sobre la piedra y miré a mi alrededor. Se ponía el sol y el cielo de levante era morado. Al oeste era rojizo y encima azul. Las gaviotas navegaban en el viento, las olas cruzaban velozmente el canal, los pájaros piaban en los árboles, soplaba una brisa del noreste y en el aire se olía el otoño y la sal.
—Hemos pasado el día en Plum Island —dije—. Hemos estado toda la jornada en biocontención, con ropa de laboratorio y rodeados de virus. Después de ducharnos nos hemos apresurado para llegar al Spirochete o al transbordador, hemos cruzado el estrecho, subido al coche y llegado aquí. Esto es abierto, limpio, estimulante. Esto es vida… Hemos traído Una botella de vino y una manta. Nos tomamos el vino, hacemos el amor, nos quedamos tumbados sobre la manta y vemos salir las estrellas. Tal vez bajamos a la playa y nos bañamos o pescamos bajo el cielo estrellado y la luna. Estamos a un millón de kilómetros del laboratorio. Regresamos a casa, listos para un nuevo día en biocontención.
Beth mantuvo el silencio unos minutos, luego, sin responder, se acercó al borde del acantilado, dio media vuelta y se acercó al único árbol considerable de la cima, un nudoso roble de tres metros de altura. Se agachó y volvió a levantarse con una cuerda en la mano.
—Mira esto.
Me acerqué para examinar lo que había encontrado. Era una cuerda de nilón verde, de aproximadamente un centímetro y medio de diámetro, con nudos cada metro más o menos, como agarraderos. Uno de los extremos estaba atado a la base del árbol.
—Aquí hay probablemente cuerda suficiente para llegar a la playa —dijo Beth.
—Eso permitiría, indudablemente, subir y bajar con mayor facilidad —asentí.
—Desde luego.
Se agachó y miró por la pendiente. Yo hice lo mismo. Vimos los sitios donde la hierba estaba pisada. Era una cuesta muy empinada, pero no excesivamente difícil para alguien en buena forma, incluso sin la ayuda de una cuerda.
Cuando me incliné al borde de la pendiente, vi franjas rojizas de arcilla y hierro en el suelo, en los lugares donde había saltado la hierba. También observé que, a unos tres metros de la cima, había una especie de repisa o plataforma.
—Voy a echar una ojeada —dijo Beth, que también la había visto.
Tiró de la cuerda, se aseguró de que estuviera firmemente sujeta al árbol y el árbol firmemente sujeto al suelo, se agarró con ambas manos y descendió de espaldas por la pendiente.
—Ven. Es interesante —dijo desde la plataforma.
—De acuerdo —respondí y descendí, con la cuerda en una mano, hasta llegar junto a Beth en la plataforma.
—Mira esto —dijo.
La repisa medía unos tres metros de longitud y un metro en el lugar más ancho. En el centro había una cueva, que evidentemente no era natural. En realidad, se veían las marcas de la pala. Beth y yo nos agachamos y miramos en su interior. Era pequeña, de sólo un metro de diámetro y poco más de un metro de profundidad. No había nada dentro de la excavación. No podía imaginar para qué servía, pero especulé:
—Aquí se podría guardar la cesta de la merienda y una nevera para el vino.
—Incluso se podrían introducir las piernas, dejar el cuerpo en la plataforma y dormir —agregó Beth.
—O hacer el amor.
—¿Por qué sabía que dirías eso?
—Porque es cierto —respondí después de incorporarme—. Puede que quisieran agrandarla.
—¿Para qué?
—No lo sé —dije y me senté al borde de la plataforma a contemplar el canal—. Es muy bonito. Siéntate.
—Empiezo a coger frío.
—Toma, puedes usar mi camiseta.
—No, huele.
—Tú no hueles exactamente a flores.
—Estoy cansada, sucia, se me han roto las medias y necesito ir al lavabo.
—Esto es romántico.
—Podría serlo, pero no ahora.
Se puso de pie, agarró la cuerda y subió a la cima. Esperé a que llegara y la seguí.
Beth enrolló la cuerda y la dejó al pie del árbol, donde la había encontrado. Cuando se volvió, estábamos cara a cara a poco más de un palmo de distancia. Fue uno de esos momentos embarazosos y permanecimos inmóviles exactamente tres segundos, luego levanté la mano para acariciarle el cabello y a continuación la mejilla. Entonces me dispuse a darle un beso en los labios, convencido de que el momento había llegado, pero ella retrocedió y pronunció la palabra mágica para la que todos los hombres estadounidenses tenemos una reacción pavloviana programada:
—No.
Di inmediatamente un salto atrás de dos metros y me llevé las manos a la espalda. Mi muñequito se desplomó como un árbol recién talado y exclamé:
—Confundí tu amabilidad con una insinuación. Discúlpame.
A decir verdad, eso no fue exactamente lo que sucedió. Ella dijo que no, pero yo titubeé y la miré decepcionado.
—Ahora no —dijo luego, que no está mal—, tal vez más tarde —añadió, que está mejor—. Me gustas —afirmó, que está mucho mejor.
—No te precipites —respondí sinceramente, a condición de que no tardara más de setenta y dos horas en decidirse, que es mi límite.
En realidad, he esperado más.
No se habló más del asunto. Bajamos del promontorio y subimos al coche.
Beth arrancó el motor, puso el vehículo en marcha, luego paró de nuevo y se inclinó hacia mí, me dio un beso de amigo en la mejilla, arrancó de nuevo y salimos envueltos en una nube de polvo.
Un kilómetro y medio más adelante, estábamos en la carretera central. Tenía un buen sentido de la orientación y llegó a Nassau Point sin mi ayuda.
Vio una estación de servicio abierta y ambos fuimos a lavarnos las manos, como suele decirse. No recordaba la última vez que me había visto tan sucio. Soy bastante elegante en mi trabajo, un dandi de Manhattan que usa trajes a medida. Me sentí de nuevo como un chiquillo, el desharrapado Johnny que hurgaba en los campos funerarios de los indios.
En la estación de servicio compré unos bocadillos auténticamente repugnantes: ternera picada, manteca y ositos azucarados. En el coche le ofrecí uno a Beth, pero no quiso.
—Si te lo comes todo junto —dije—, sabe como un plato tailandés llamado Sandang Phon. Lo descubrí accidentalmente.
—Eso espero.
Circulamos unos minutos. El sabor de aquella combinación era verdaderamente desagradable, pero me moría de hambre y quería eliminar el polvo de mi garganta.
—¿Qué opinas? —pregunté—. Me refiero al promontorio.
—Creo que me habrían gustado los Gordon —respondió Beth después de reflexionar unos instantes.
—Estoy seguro.
—¿Estás triste?
—Sí… No éramos amigos íntimos… Los conocía sólo desde hace unos meses, pero eran buenas personas, repletas de vida y alegría. Eran demasiado jóvenes para acabar de ese modo.
Beth asintió.
Cruzamos el istmo hasta Nassau Point. Empezaba a oscurecer.
—La cabeza me dice que ese terreno es lo que parece —declaró Beth—. Un refugio romántico, un lugar realmente suyo. Procedían del Medio Oeste, probablemente de familias de terratenientes, y ahora eran inquilinos en un lugar donde la tierra significa mucho, como en su lugar de origen… ¿no crees?
—Sí.
—Sin embargo…
—Efectivamente. Sin embargo… podían haberse ahorrado veinte mil dólares y alquilar el terreno por cinco años —agregué—. Tenían que ser propietarios del terreno. Piénsalo.
—Lo estoy pensando.
Llegamos a la casa de los Gordon y Beth paró detrás de mi Jeep.
—Ha sido un día agotador —dijo Beth.
—Ven a mi casa. Sígueme.
—No, esta noche me voy a la mía.
—¿Por qué?
—Ya no hay ninguna razón para seguir aquí veinticuatro horas al día y el condado no paga el motel.
—Pasa antes por mi casa; debo entregarte los impresos del ordenador.
—Pueden esperar a mañana —respondió Beth—. Por la mañana debo ir a mi despacho. ¿Qué te parece si me reúno contigo a eso de las cinco?
—En mi casa.
—De acuerdo. En tu casa a las cinco. Entonces, tendré alguna información.
—Yo también.
—Preferiría que no hicieras nada hasta que nos viéramos —dijo Beth.
—De acuerdo.
—Aclara tu posición con el jefe Maxwell.
—Lo haré.
—Descansa.
—Tú también.
—Bájate de mi coche. —Sonrió—. Y vete a casa.
—Lo haré.
Me apeé, Beth dio media vuelta, saludó con la mano y se alejó.
Subí a mi Jeep decidido a no hacer nada que lo impulsara a hablar en francés. Cinturón abrochado, puertas cerradas y freno de mano libre. Arranqué el motor y el vehículo no dijo ni mu.
Cuando me dirigía a la bahía junto a la finca, o a la finca junto a la bahía, recordé que no había utilizado el control remoto para arrancar el motor. Bueno, ¿qué importaba? En todo caso, las bombas modernas para coches estallan a los cinco minutos. Además, nadie intentaba matarme. Bueno, alguien lo había intentado, pero era por otra cuestión. Posiblemente una casualidad, o si había sido premeditado, los asesinos consideraban que me habían inutilizado y se habían vengado de lo que pudiera haberlos molestado, sin necesidad de matarme. Así era como funcionaba la mafia; si la víctima sobrevivía, por regla general no la molestaban. Pero los caballeros que me habían disparado eran decididamente hispanos. Y para ellos, a veces, el trabajo no estaba terminado hasta que uno yacía sepultado.
Pero eso no era lo que me preocupaba ahora. Estaba más interesado por lo que sucedía aquí, fuera lo que fuera. Me encontraba en un lugar muy pacífico del planeta, intentando sanar mi cuerpo y mi mente, pero bajo la superficie se urdían toda clase de intrigas. No dejaba de pensar en aquel cerdo al que le sangraban las orejas, la nariz, la boca… Me había dado cuenta de que el personal de aquella pequeña isla había descubierto elementos capaces de exterminar a casi todas las formas de vida del planeta.
Lo bueno de la guerra biológica ha sido siempre la facilidad para negar su existencia y la imposibilidad de localizar su origen. La investigación biológica y el desarrollo de armas han estado desde el primer momento impregnados de mentiras, engaños y negativas.
Entré en el camino de la casa de mi tío Harry. Las conchas crujían bajo mis neumáticos. La casa estaba a oscuras y, cuando apagué las luces del coche, el mundo entero se sumió en la oscuridad. ¿Cómo puede la población rural vivir a oscuras?
Me metí la camiseta por dentro de los pantalones para tener a mano la culata de mi treinta y ocho. Ni siquiera sabía si alguien había manipulado el arma. Alguien dispuesto a manosear el pantalón corto de un individuo también sería capaz, ciertamente, de hacerlo con su revólver. Debí haberlo comprobado antes.
En cualquier caso, abrí la puerta principal con las llaves en la mano izquierda, mientras la diestra permanecía libre para agarrar el arma. El revólver debía haber estado en la mano derecha, pero los hombres, incluso cuando estamos completamente solos, debemos demostrar que tenemos agallas. Después de todo, alguien podría verte. Supongo que soy yo quien se ve a sí mismo. Tienes agallas, Corey. Eres todo un hombre. Todo un hombre, con la necesidad inminente de orinar, cosa que hice en el baño que hay junto a la cocina.
Sin encender las luces, observé el contestador automático en la sala de estar y comprobé que tenía diez mensajes; no estaba mal para un individuo que no había tenido ninguno en toda la semana anterior.
Después de considerar que ninguno de aquellos mensajes sería particularmente agradable o gratificante, me serví un generoso brandy de la botella de cristal de mi tío en una de sus copas de cristal.
Me senté en el sillón abatible de mi tío y sorbí el brandy, mientras dudaba entre el botón del contestador, la cama u otra copa. Otra copa ganó varias veces y postergué el horror electrónico del contestador automático hasta sentirme ligeramente embriagado.
Por fin pulsé el botón.
—Tiene diez mensajes —dijo una voz, acorde con el contador de llamadas.
El primer mensaje había llegado a las siete de la mañana y era del tío Harry, que me había visto por la tele la noche anterior pero no quiso llamar tan tarde, aunque no tuvo ningún inconveniente en hacerlo tan temprano. Afortunadamente, ya estaba de camino a Plum Island a las siete de la mañana.
Había otros cuatro mensajes parecidos: uno de mis padres desde Florida, que no me habían visto por televisión pero alguien se lo había contado, uno de una dama llamada Cobi, con quien salgo de vez en cuando y a quien, por alguna razón, le gustaría convertirse en Cobi Corey, y luego una llamada de cada uno de mis hijos, Jim y Lynne, que siempre se mantienen en contacto. Probablemente, habría habido más llamadas sobre la breve aparición por televisión, pero muy poca gente disponía de mi número de teléfono y no todos me habrían reconocido, porque había perdido mucho peso y tenía muy mal aspecto.
No había ninguna llamada de mi exesposa, que, a pesar de que ha dejado de quererme, quiere que sepa que le gusto como persona, aunque curiosamente no soy una persona agradable. Adorable, sí; agradable, no.
Luego había una llamada de mi compañero Dom Fanelli, recibida a las nueve de la mañana, que decía: «Hola, tío, he visto tu careto en las noticias de la mañana. ¿Qué coño haces ahí? Tienes a esos dos Pedros que quieren volarte el culo y tú apareces por televisión, para que todo el mundo sepa que estás en el este. ¿Por qué no pones un anuncio en la oficina de correos colombiana? Maldita sea, John, estoy intentando encontrar a esos tíos antes de que ellos te encuentren a ti. Otra buena noticia. El jefe se pregunta qué coño hacías en el escenario de un asesinato. ¿Qué está pasando? ¿Quién ha liquidado a esa pareja? Por cierto, ella no estaba nada mal. ¿Necesitas ayuda? Llámame. Guarda el pajarito en la jaula. Ciao».
Sonreí. El buenazo de Dom, un tipo con el que podía contar. Todavía le recordaba junto a mí, cuando me desangraba en la calle. Tenía medio buñuelo en una mano y el arma en la otra.
—Los atraparé, John —dijo después de darle otro mordisco al buñuelo—. Juro por Dios que atraparé a esos hijos de puta que te han matado.
Recuerdo que le señalé que no estaba muerto y él respondió que ya lo sabía, pero que pronto lo estaría. Tenía lágrimas en los ojos, lo que hizo que me sintiera muy mal y, como intentaba hablar conmigo sin dejar de masticar, no lograba entenderle. Luego empezaron a zumbarme los oídos y perdí el conocimiento.
La siguiente llamada había llegado a las nueve y media de la mañana y era del New York Times. Me pregunté cómo me conocían y cómo sabían dónde encontrarme. Una voz decía: «Puede recibir el periódico en su casa todos los días, domingos incluidos, por sólo tres dólares y sesenta centavos semanales, durante trece semanas. Por favor, llámenos al 1 800 631 2500 y empezará el servicio inmediatamente».
—Lo recibo en la oficina. El siguiente.
A continuación apareció la voz de Max, que decía: «John, toma nota, ya no estás contratado por el Departamento de Policía del municipio de Southold. Gracias por tu ayuda. Te debo un dólar, pero prefiero invitarte a una copa. Llámame».
—Que te zurzan, Max.
La llamada siguiente era del señor Ted Nash, superespía de la CIA. Decía: «Sólo quiero recordarle que uno o varios asesinos andan sueltos y usted podría ser su objetivo. Me ha encantado trabajar con usted y sé que volveremos a vernos. Cuídese».
—Que te den por el saco, Ted.
Si pretendes amenazarme, por lo menos ten las agallas de decirlo abiertamente, aunque sea una grabación.
Había una última llamada en el contestador, pero pulsé la pausa antes de escucharla y llamé al Soundview para preguntar por Ted Nash. Un joven recepcionista respondió que no había nadie registrado con ese nombre.
—¿Y George Foster? —pregunté.
—No señor.
—¿Beth Penrose?
—Acaba de dejar su habitación.
Describí a Nash y a Foster al recepcionista.
—Sí, hay dos caballeros que responden a esa descripción.
—¿Están todavía ahí?
—Sí.
—Dígale al más alto, el de pelo rizado, que el señor Corey ha recibido su mensaje y que se lo aplique a sí mismo. ¿Me ha comprendido?
—Sí señor.
—Dígale también que se vaya a tomar por saco.
—Sí señor.
Colgué y bostecé. Me sentía fatal. Había dormido probablemente tres horas en las últimas cuarenta y ocho. Bostecé de nuevo.
Pulsé el botón del contestador para escuchar el último mensaje. «Hola —dijo la voz de Beth—, llamo desde el coche… Sólo quería darte las gracias por tu ayuda durante el día de hoy. No sé si ya lo había hecho… En todo caso, me he alegrado de conocerte y si alguna razón nos impidiera vernos mañana, ya que tengo un montón de trabajo e informes en el despacho y puede que no vaya, de todos modos te llamaría. Gracias de nuevo».
—Fin de los mensajes —dijo la máquina.
Escuché de nuevo el último mensaje. La llamada había llegado menos de diez minutos después de separarnos y su voz sonaba decididamente formal y lejana. En realidad era un rechazo. Se me ocurrió la idea completamente paranoica de que Beth y Nash eran amantes y que en aquel momento hacían el amor desaforada y apasionadamente en su habitación. Contrólate, Corey. Aquellos a quienes los dioses desean destruir son enloquecidos primero.
¿Qué más podía fallar? Había pasado el día en biocontención y contraído probablemente la peste bubónica, con toda probabilidad tenía problemas en el trabajo, Pedro y Juan sabían dónde encontrarme, Max, mi amigo, me había despedido, un individuo de la CIA me había amenazado de muerte sin ninguna razón… o puede que tuviera alguna razón imaginaria, y luego el amor de mi vida me deja plantado y me la imagino con las piernas alrededor de ese cretino. Además, Tom y Judy, a quienes les caía bien, estaban muertos. Y eran sólo las nueve de la noche.
De pronto se me ocurrió la idea de un monasterio. O mejor aún, un mes en el Caribe tras mi buen amigo Peter Johnson de isla en isla.
O podía quedarme donde estaba y apechugar. Venganza, reivindicación, victoria y gloria. Ése era el espíritu de John Corey. Además, tenía algo de lo que todos los demás carecían: una vaga idea de lo que estaba ocurriendo.
Me senté en la sala oscura y silenciosa y, por primera vez en todo el día, pude pensar sin ninguna interrupción. Tenía en mi mente un montón de cosas sueltas y ahora empezaba a recopilarlas.
Con la mirada fija en la oscura ventana, aquellos pequeños tintineos de mi cabeza formaban puntos blancos sobre el fondo negro y la imagen empezaba a tomar forma. Estaba muy lejos de ver el cuadro completo, por no mencionar los detalles, pero podía adivinar su tamaño, forma y dirección. Necesitaba todavía algunos puntos de luz más, media docena de tintineos, y entonces tendría la respuesta de por qué Tom y Judy Gordon habían sido asesinados.