Me dirigí al oeste por la carretera principal, con el ronroneo del motor, una buena música en la radio, sucesivas escenas rurales, un cielo azul, gaviotas; lo mejor que puede ofrecer el tercer planeta a partir del sol.
Sonó el teléfono del coche y contesté:
—Servicio de semental. ¿En qué puedo servirle?
—Reúnete conmigo en la residencia de los Murphy —dijo la detective Penrose.
—Me parece que no —respondí.
—¿Por qué no?
—Creo que me han despedido. Si no es así, dimito.
—Se te ha contratado por semanas. Debes terminar los siete días.
—¿Quién lo dice?
—En casa de los Murphy —se limitó a decir antes de colgar.
Detesto a las mujeres mandonas. No obstante, conduje veinte minutos hasta la casa de los Murphy y vi a la detective Penrose frente a la residencia, sentada en su Ford LTD negro sin distintivos.
Aparqué mi Jeep a varias casas de distancia, paré el motor y me apeé. A la derecha de la casa de los Murphy, el escenario del crimen seguía precintado y había un agente de la policía de Southold en la puerta. El furgón del cuartel general móvil del condado seguía frente a la casa.
Beth, que estaba hablando por su móvil cuando me acerqué, colgó y se apeó.
—Acabo de facilitarle a mi jefe un extenso informe oral —dijo—. Todo el mundo parece satisfecho con la idea de la vacuna contra el Ébola.
—¿Le has mencionado a tu jefe que no te crees ni una palabra de esta historia?
—No… dejemos descansar esa idea y resolvamos el doble asesinato.
Nos acercamos a la puerta principal de la casa de los Murphy y tocamos el timbre. Era un edificio estilo rancho de los años sesenta, en estado original, según se dice, bastante feo pero bien conservado.
Una mujer de unos setenta años abrió la puerta y nos presentamos. La mujer miró fijamente mi pantalón corto, probablemente pensó en lo bien lavado y planchado que estaba y en lo bien que olía. Le brindó una sonrisa a Beth y nos invitó a entrar en la casa.
—¡Ed! ¡Otra vez la policía! —exclamó después de dirigirse a la parte posterior del edificio.
Regresó al salón y nos indicó que nos sentáramos en un pequeño sofá, donde mi mejilla estaba a poca distancia de la de Beth.
—¿Les apetece un refresco? —preguntó la señora Agnes Murphy.
—No, gracias señora; estoy de servicio —respondí.
Beth también rechazó la oferta.
La señora Murphy se sentó frente a nosotros en una mecedora.
Miré a mi alrededor. El estilo de la decoración era lo que yo llamo antigua mierda clásica: oscuro, rancio, abarrotado de mobiliario, centenares de horribles baratijas, recuerdos increíblemente chabacanos, fotografías de los nietos, etcétera. Las paredes eran de un verde blanquecino, como un caramelo de menta, y la moqueta… bueno, ¿a quién le importa?
La señora Murphy llevaba un traje color rosa, de una fibra sintética que duraría unos tres mil años.
—¿Le gustaban los Gordon? —pregunté.
La pregunta la desconcertó, como se suponía que debía hacerlo, y reflexionó antes de responder.
—No les conocíamos muy bien, pero eran sobre todo silenciosos.
—¿Por qué cree que los asesinaron?
—¿Cómo quiere que yo lo sepa? —respondió sin dejar de mirarme—. Puede que tuviera algo que ver con su trabajo.
Entró Edgar Murphy limpiándose las manos con un trapo.
Nos explicó que estaba en el garaje reparando su segadora mecánica. Parecía tener cerca de ochenta años y, de haber estado en el pellejo de Beth Penrose, pensando en un juicio futuro, no confiaría en que Edgar llegara al estrado.
Llevaba un mono verde, zapatos de trabajo y estaba tan pálido como su esposa. Me puse de pie y estreché la mano del señor Murphy. Volví a sentarme y él se acomodó en una tumbona, que inclinó hasta quedarse mirando al techo. Intenté mirarlo a los ojos, pero era sumamente difícil dadas nuestras posiciones respectivas. Entonces recordé por qué no visitaba a mis padres.
—Ya he hablado con el jefe Maxwell —dijo Edgar Murphy.
—Sí señor —respondió Beth—. Yo soy de homicidios.
—¿De dónde es él?
—Trabajo para el jefe Maxwell —respondí.
—No es verdad. Conozco a todos los policías locales.
Aquello estaba a punto de convertirse en un triple homicidio. Miré al techo, en el lugar aproximado donde estaba enfocada su mirada, y hablé como si mandara la señal a un satélite para que éste la transmitiera al receptor.
—Soy un asesor. Escúcheme, señor Murphy…
—Ed, ¿no puedes sentarte correctamente? —interrumpió la señora Murphy—. Es de muy mala educación sentarse de ese modo.
—No es verdad, estoy en mi casa. Puede oírme perfectamente. Usted me oye, ¿no es cierto?
—Sí señor.
Beth hizo un pequeño resumen preliminar, alterando deliberadamente algunos detalles, y el señor Murphy la corrigió, con lo que quedó demostrado que poseía una buena memoria a corto plazo. La señora Murphy también matizó algunos acontecimientos del día anterior. Parecían testigos fiables y me avergoncé de haberme impacientado con aquellos ancianos; me sentí abochornado por haber deseado aplastar a Edgar en su tumbona.
En todo caso, al hablar con Edgar y Agnes era evidente que quedaba poco por descubrir respecto a los hechos básicos: los Murphy estaban en su galería a las cinco y media de la tarde, después de cenar —los ancianos cenan a eso de las cuatro de la tarde—. Miraban la televisión cuando oyeron el barco de los Gordon; reconocieron sus potentes motores.
—Válgame Dios, son unos motores muy ruidosos —aclaró la señora Murphy—. ¿Para qué necesitará la gente unos motores tan grandes y escandalosos?
Para molestar a sus vecinos, señora Murphy.
—¿Vieron ustedes el barco? —pregunté.
—No —respondió la señora Murphy—. No nos molestamos en mirar.
—¿Pero podían verlo desde su galería?
—Sí, podemos ver el mar. Pero mirábamos la televisión.
—Mejor que contemplar esa estúpida bahía.
—John —dijo Beth.
Soy, realmente, una persona de muchos prejuicios y me odio a mí mismo por todos ellos, pero soy producto de mi edad, mi sexo, mi época y mi cultura.
—Tiene una casa hermosa —dije con una sonrisa a la señora Murphy.
—Gracias.
Beth tomó temporalmente el relevo del interrogatorio.
—¿Y están seguros de no haber oído ningún ruido que pudiera haber sido un disparo? —preguntó.
—No —respondió Edgar Murphy—. Mi oído es bastante bueno. He oído claramente a Agnes cuando me llamaba.
—A veces los disparos no suenan como suponemos que deberían sonar. Ya sabe, por televisión suenan de cierta manera, pero en la vida real pueden parecer un petardo, un chasquido agudo o la falsa explosión de un motor de coche. ¿Oyeron algún ruido cuando pararon los motores?
—No.
—Bien, oyeron que pararon los motores —dije, llegado mi turno—. ¿Miraban todavía la televisión?
—Sí. Pero la vemos con el volumen bastante bajo. Nos sentamos cerca del receptor.
—¿De espaldas a las ventanas?
—Sí.
—Bien, siguieron mirando la televisión otros diez minutos… ¿Qué le impulsó a levantarse?
—Era uno de los programas que le gustan a Agnes. Un estúpido programa de entrevistas. Montel Williams.
—Entonces se dirigió a la casa del vecino para charlar con Tom Gordon.
—Quería pedirle prestado un alargador.
Edgar explicó que pasó por la abertura de los setos, entró en la plataforma del jardín de los Gordon y se quedó atónito al ver a Tom y a Judy muertos.
—¿A qué distancia estaba usted de los cadáveres? —preguntó Beth.
—A menos de siete metros.
—¿Está seguro?
—Sí. Yo estaba al borde de la plataforma de madera y ellos yacían frente a la puerta de cristal. Unos siete metros.
—De acuerdo. ¿Cómo supo que eran los Gordon?
—Al principio no lo supe. Pero vi… bueno, lo que parecía un tercer ojo en la frente de Tom, ¿comprende? Permanecían completamente inmóviles. Y sus ojos estaban abiertos, sin respirar ni gemir. Nada.
—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó Beth.
—Salí pitando.
Mi turno.
—¿Cuánto tiempo cree que permaneció en su jardín? —pregunté.
—No lo sé.
—¿Media hora?
—Claro que no. Unos quince segundos.
Probablemente unos cinco segundos, pensé. Repasé aquellos pocos segundos con Edgar un par de veces, para que intentara recordar si había visto u oído algo inusual durante aquel período, algo que hubiera olvidado mencionar, pero fue en vano. Incluso le pregunté si recordaba haber olido a pólvora, pero estaba seguro de sus recuerdos; ya se lo había contado todo al jefe Maxwell y no había más que decir. La señora Murphy estaba de acuerdo.
Me pregunté qué habría sucedido si Edgar hubiera cruzado los setos diez minutos antes. Probablemente, no estaría ahora con nosotros. Me pregunté si se le habría ocurrido pensar en ello.
—¿Cómo cree que huyó el asesino si usted no vio ni oyó ningún coche ni ningún barco? —pregunté.
—He pensado en ello.
—¿Y?
—Por aquí hay mucha gente que pasea, circula en bicicleta o corre, ya sabe. No creo que a nadie le llamara la atención que alguien hiciera cualquiera de esas cosas.
—Claro.
Pero alguien corriendo con una nevera sobre la cabeza podría llamar la atención. Parecía probable que el asesino estuviera todavía en la zona cuando Edgar descubrió los cadáveres.
Dejé la hora y el escenario del asesinato para cambiar el enfoque del interrogatorio, y me dirigí a la señora Murphy.
—¿Recibían los Gordon muchas visitas?
—Bastantes —respondió—. Cocinaban mucho al aire libre. Siempre les acompañaba alguien.
—¿Utilizaban el barco hasta tarde? —preguntó Beth.
—Algunas veces —respondió Edgar—. Es difícil no oír esos motores. A veces regresaban muy tarde.
—¿Cómo de tarde?
—A eso de las dos o las tres de la madrugada. Supongo que pescaban de noche —agregó.
Es posible pescar desde un Formula 303, como yo había hecho algunas veces con los Gordon, pero el Formula 303 no es un barco de pesca y estoy seguro de que Edgar lo sabía. Sin embargo, el señor Murphy era un caballero de la vieja escuela y no creía que debiera hablar mal de los muertos, a no ser que se le presionara.
Preguntamos una y otra vez por los hábitos de los Gordon, vehículos inusuales, etcétera. Evidentemente, nunca había trabajado con Beth Penrose pero formábamos un buen dúo.
—Formaban una pareja realmente atractiva —opinó la señora Murphy al cabo de unos minutos.
—¿Cree usted que él tenía alguna amiga íntima? —pregunté, aprovechando la insinuación.
—No pretendía sugerir…
—¿Tenía ella algún amigo especial?
—Pues…
—¿No es cierto que cuando él no estaba en casa ella recibía alguna visita masculina?
—Bueno, no pretendo afirmar que se tratara de un novio ni nada por el estilo.
—Cuéntenoslo.
Y lo hizo, pero no tenía mucho interés. En una ocasión, en el mes de junio, cuando Tom estaba trabajando y Judy se había quedado en casa, había aparecido un individuo apuesto, bien vestido, barbudo, con un coche deportivo blanco de marca indeterminada y se había marchado al cabo de una hora. Interesante, pero no demostraba la existencia de una ardorosa relación que pudiera conducir a un crimen pasional. Más tarde, hacía unas semanas, un sábado en el que Tom había salido en su barco, había llegado un individuo en un Jeep verde, se había dirigido al jardín, donde la señora Gordon tomaba el sol con un diminuto biquini, se había quitado la camisa y se había sentado un rato junto a ella.
—No me parece correcto cuando el marido no está en casa —dijo la señora Murphy—. Ella estaba casi desnuda y ese individuo se quita la camisa, se tumba junto a ella, charlan un rato, luego se levanta y se marcha antes de que regrese el marido. ¿Qué podía significar eso?
—Algo perfectamente inocente —respondí—. Vine porque tenía que hablar con Tom.
La señora Murphy me miró y me percaté de que Beth también me observaba.
—Los Gordon eran amigos míos —dije.
—Ah… —exclamó la señora Murphy.
El señor Murphy soltó una carcajada, sin dejar de contemplar el techo.
—Mi esposa siempre piensa lo peor.
—Yo también. —Y le pregunté a la señora Murphy—: ¿Habían alternado alguna vez con los Gordon?
—Les invitamos a cenar en una ocasión cuando llegaron, hace unos dos años. Poco después, ellos nos invitaron a una barbacoa. Nunca volvimos a reunimos desde entonces.
Me pregunté por qué.
—¿Conocía el nombre de alguno de sus amigos?
—No. Supongo que eran gente de Plum Island. Un montón de bichos raros, si le interesa mi opinión.
Y así sucesivamente. Les encantaba hablar. La señora Murphy se mecía y el señor Murphy jugaba con la palanca de su tumbona, que variaba la inclinación del respaldo.
—¿Qué hicieron? —preguntó en uno de los momentos en que yacía en posición horizontal—, ¿robar un montón de gérmenes para arrasar el mundo?
—No, robaron una vacuna que vale mucho dinero. Querían ser ricos.
—¿Ah, sí? ¿Sabía que en esa casa eran sólo inquilinos?
—Sí.
—Pagaban un alquiler exagerado.
—¿Cómo lo sabe?
—Conozco al propietario, un joven llamado Sanders. Es constructor. Les compró la casa a los Hoffmann, que eran amigos nuestros. Sanders pagó un precio excesivo, luego la renovó y se la alquiló a los Gordon. Pagaban demasiado alquiler.
—Permítame que le hable con franqueza, señor Murphy —dijo Beth—. Hay quien cree que los Gordon traficaban con drogas. ¿Qué opina usted?
—Es posible —respondió sin el menor titubeo—. Salían con el barco a horas muy extrañas. No me sorprendería.
—Salvo el barbudo del coche deportivo y yo, ¿vieron algún otro sospechoso en el jardín o en la entrada de la casa? —pregunté.
—Pues… para serle sincero —respondió el señor Murphy—, no creo haber visto a nadie.
—¿Señora Murphy?
—No, creo que no. La mayoría de la gente parecía respetable. Tomaban demasiado vino… el contenedor de cristal estaba lleno de botellas… a veces se ponían eufóricos después de beber, pero la música era suave, no esas locuras que se oyen hoy en día.
—¿Tenía una llave de su casa?
Vi que la señora Murphy miraba fugazmente a su marido, que tenía la vista fija en el techo. Se hizo un silencio antes de que respondiera el señor Murphy.
—Sí, teníamos una llave. Les vigilábamos la propiedad porque nosotros solemos estar en casa.
—¿Y?
—Pues… hace aproximadamente una semana, vimos el vehículo de un cerrajero ahí delante. Cuando se marchó, fui a probar mi llave y ya no funcionaba. Esperaba que Tom me diera otra, pero no lo hizo. Él tiene la llave de mi casa, ¿comprende? De modo que llamé a Gil Sanders y se lo pregunté, porque se supone que el propietario debe tener la llave, ya sabe, pero no estaba al corriente de nada. No es asunto mío, pero si los Gordon querían que les vigilara la casa, supongo que debían haberme facilitado una llave. Ahora me pregunto si habían escondido algo ahí dentro —agregó.
—Vamos a nombrarle ayudante honorario, señor Murphy. Por cierto, no repita nada de lo que nos ha contado, salvo al jefe Maxwell. Si aparece alguien que alega pertenecer al FBI, a la policía del condado de Suffolk, a la del Estado de Nueva York o algo por el estilo, puede que mientan. Llame al jefe Maxwell o a la detective Penrose. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Tiene usted un barco? —preguntó Beth.
—Ya no. Demasiado trabajo y dinero.
—¿Llegaba alguna vez alguien en barco para visitar a los Gordon?
—De vez en cuando he visto algunos barcos en su embarcadero.
—¿Sabe a quién pertenecían?
—No. Pero en una ocasión vi un barco como el suyo. Una lancha que no era la suya. Tenía otro nombre.
—¿Estaba suficientemente cerca para verlo? —pregunté.
—A veces utilizo los prismáticos.
—¿Cómo se llamaba el barco?
—No lo recuerdo. Pero no era el suyo.
—¿Vio a alguien a bordo? —preguntó Beth.
—No. Sólo me llamó la atención el barco. No vi a nadie subir ni bajar de él.
—¿Cuándo ocurrió?
—Déjeme pensar… más o menos en junio… a principios de la temporada.
—¿Estaban los Gordon en casa?
—No lo sé. Vigilé para comprobar quién salía de la casa, pero de algún modo me pasó inadvertido y lo siguiente que oí fue el ruido del motor del barco cuando se hacía a la mar.
—¿Cómo es su vista de lejos?
—No muy buena, salvo con prismáticos.
—¿Y la suya, señora Murphy?
—Lo mismo.
—Si les mostráramos algunas fotografías de personas —pregunté, suponiendo que los Murphy habían vigilado la propiedad de los Gordon a través de los prismáticos con mayor frecuencia de la que estaban dispuestos a admitir—, ¿podrían decirnos si recuerdan haber visto a alguna de ellas en casa de los Gordon?
—Tal vez.
Asentí. Los vecinos curiosos pueden ser buenos testigos, aunque a veces, al igual que las cámaras de vigilancia baratas, registran demasiada información irrelevante, difusa, aburrida y confusa.
Dedicamos otra media hora al interrogatorio, pero el rendimiento decrecía a ojos vistas. En realidad, el señor Murphy había conseguido casi lo imposible al quedarse dormido durante un interrogatorio policial. Sus ronquidos empezaban a ponerme nervioso.
Me levanté y me desperecé.
Beth se puso de pie y le entregó su tarjeta a la señora Murphy.
—Gracias por su tiempo. Llámeme si a usted o a su marido se les ocurre algo.
—Lo haré.
—Recuerde que yo soy la detective encargada de este caso y éste es mi compañero. El jefe Maxwell nos ayuda. No deben hablar con ninguna otra persona de este asunto.
La señora Murphy asintió, pero me pregunté si ella y su marido serían capaces de resistirse ante alguien como Ted Nash de la CIA.
—¿Le importa que demos un paseo por su propiedad? —pregunté.
—Supongo que no.
—Siento haber aburrido a su esposo —le dije al despedirme.
—Es la hora de su siesta.
—Ya me he dado cuenta.
—Tengo miedo —dijo la señora Murphy cuando nos acompañó a la puerta.
—No tiene por qué —respondió Beth—. La policía vigila el barrio.
—Podrían asesinarnos mientras dormimos.
—Creemos que se trata de alguien a quien los Gordon conocían; un ajuste de cuentas. Nada que deba preocuparles.
—¿Y si regresan?
Yo empezaba a perder de nuevo la paciencia.
—¿Por qué tendría que volver el asesino? —pregunté ligeramente enojado.
—Siempre vuelven al escenario del crimen.
—Nunca vuelven al escenario del crimen.
—Lo hacen si quieren matar a los testigos.
—¿Fueron usted o el señor Murphy testigos del asesinato?
—No.
—Entonces no se preocupen.
—Puede que el asesino crea que lo presenciamos.
Miré a Beth.
—Ordenaré que un coche patrulla vigile los alrededores. Si se sienten inquietos u oyen alguna cosa, llamen al nueve uno uno. Y no se preocupe —añadió Beth.
Agnes Murphy asintió.
Yo abrí la puerta y salimos a la luz del sol.
—Tiene razón —dije.
—Lo sé. Me ocuparé de ello.
Beth y yo nos dirigimos al jardín lateral, donde encontramos la abertura en los setos, desde donde se veía la fachada posterior de la casa de los Gordon y el entarimado exterior. Nos asomamos y miramos a la izquierda, por donde se veía el mar. En la bahía había un barco azul y blanco.
—Ése es el barco de la policía de la bahía —dijo Beth—. Disponemos de cuatro buceadores que buscan dos pequeñas balas entre el lodo y las algas. Sus probabilidades de éxito son muy escasas.
Como no habían transcurrido todavía veinticuatro horas desde que se había cometido el crimen y la propiedad permanecería sellada hasta, por lo menos, el día siguiente por la mañana, no entramos en la finca de los Gordon para no tener que identificarnos, porque lo que yo pretendía era darme de baja. Pero caminamos por la propiedad de los Murphy junto a los setos, en dirección a la bahía. El tamaño de los setos decrecía progresivamente al acercarse al agua salada y, a unos diez metros de la orilla, podía ver por encima de ellos. Seguimos caminando hasta donde el agua acariciaba el muro de contención de los Murphy. A la izquierda se encontraba su embarcadero flotante, mientras que a la derecha estaba el embarcadero de obra de los Gordon. El Spirochete había desaparecido.
—La brigada de la Marina se lo ha llevado a su dique —dijo Beth—, donde le harán pruebas de laboratorio. ¿Qué opinas de los Murphy? —preguntó a continuación.
—Creo que lo han hecho ellos.
—¿Qué han hecho?
—Asesinar a los Gordon. No directamente, pero interceptaron a Tom y Judy en el entarimado del jardín, hablaron con ellos durante treinta minutos sobre las rebajas del supermercado del periódico del sábado; los Gordon desenfundaron sus pistolas y se volaron la tapa de los sesos.
—Es posible —reconoció Beth—. ¿Pero qué ha ocurrido con las armas?
—Edgar las ha convertido en soporte de papel higiénico.
—Eres terrible —dijo Beth con una carcajada—. Algún día serás viejo.
—No, no lo seré.
Durante unos segundos contemplamos la bahía en silencio. El agua, como el fuego, es fascinante.
—¿Mantenías relaciones con Judy Gordon? —preguntó finalmente Beth.
—De haberlas mantenido, os lo habría contado a ti y a Max desde el primer momento.
—Se lo habrías contado a Max, pero no a mí.
—De acuerdo. No mantenía relaciones con Judy Gordon.
—Pero te sentías atraído por ella.
—Como todo hombre. Era hermosa… y muy inteligente —agregué, como si eso me importara lo más mínimo, aunque a veces también tengo en cuenta el cerebro, pero en otras ocasiones olvido incluirlo en la lista de atributos—. Tratándose de una pareja joven y atractiva, tal vez deberíamos considerar el aspecto sexual.
—Pensaremos en ello —asintió Beth.
Desde donde estábamos se veía el mástil del jardín de los Gordon, donde todavía ondeaba la bandera pirata, y las dos banderas de señalización colgaban del palo conocido también como peñol.
—¿Puedes dibujar esas banderas? —pregunté.
—Por supuesto —respondió Beth, sacó su cuaderno y una pluma y se puso a hacer un esbozo—. ¿Crees que es importante?, ¿una señal?
—¿Por qué no? Son banderas de señalización.
—Creo que son puramente decorativas. Pero lo averiguaremos.
—Bien. Volvamos al escenario del crimen.
Cruzamos el límite de la propiedad y descendimos al embarcadero de los Gordon.
—Ahora yo soy Tom y tú eres Judy. Salimos de Plum Island al mediodía y ahora son las cinco y media. Estamos en casa. Paro los motores. Tú saltas primero del barco y amarras el cabo. Yo levanto la caja y la coloco en el embarcadero. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Subo al embarcadero, agarramos la caja por las asas y empezamos a andar.
Caminamos juntos simulando que lo hacíamos.
—Miramos hacia la casa. Si hubiera alguien en alguna de las tres plataformas del jardín, lo veríamos, ¿no es cierto?
—Desde luego —afirmó Beth—. Supongamos que hay alguien ahí, pero lo conocemos y seguimos andando.
—De acuerdo. Pero parecería lógico que esa persona bajara al embarcadero para ayudar; simple cortesía. De todos modos, seguimos andando.
Llegamos a la segunda tarima.
—En algún momento —dijo Beth— nos daríamos cuenta de que la puerta de cristal está abierta. En tal caso nos preocuparíamos y puede que nos detuviésemos o retrocediéramos. La puerta no debería estar abierta.
—A no ser que esperaran encontrarse con alguien dentro de la casa.
—Exactamente —dijo Beth—. Pero debería ser alguien con la nueva llave.
Seguimos andando hacia la casa, hasta la tarima superior y nos detuvimos a pocos pasos de los dibujos de tiza, Beth frente al de Judy y yo al de Tom.
—A los Gordon les quedan unos pasos por recorrer y un minuto o menos de vida —dije—. ¿Qué ven?
Beth observó los contornos de tiza en el suelo, luego miró hacia la casa, las puertas de cristal y los alrededores inmediatos, a derecha e izquierda.
—Siguen caminando hacia la casa —respondió por fin—, que está a unos seis metros. Nada indica que intentaran correr, seguían el uno junto al otro; no hay donde esconderse, salvo en la casa, y nadie puede disparar con tanta precisión a esa distancia. Debían de conocer al asesino o no sentirse alarmados por su presencia.
—Exactamente. Se me ocurre que el asesino podía haber estado tumbado en una hamaca, fingiendo que dormía, por lo que no acudió al embarcadero para ayudar a los Gordon. Ellos lo conocían y puede que Tom lo llamara: «Eh, Joe, levántate y ayúdanos con esta caja de vacunas contra el Ébola». O ántrax, o dinero. Entonces el individuo se levanta, bosteza, se acerca unos pasos a ellos desde cualquiera de esas tumbonas y cuando los tiene al alcance de la mano desenfunda su pistola y les perfora el cráneo. ¿De acuerdo?
—Es posible —respondió Beth, que rodeó los dibujos del suelo y se situó donde debió de estar el asesino, a menos de un metro y medio del croquis.
Yo avancé hacia donde Tom estaba de pie. Beth levantó la mano derecha y se sujetó la muñeca con la izquierda. Me apuntó a la cara con el índice y dijo:
—Pum.
—No llevaban la caja cuando les dispararon. Se le habría caído de las manos a Tom cuando recibió el balazo. Tuvieron que dejarla antes en el suelo.
—No estoy segura de que llevaran ninguna caja. Es tu teoría, no la mía.
—¿Entonces dónde está la caja que se encontraba siempre en el barco?
—¿Quién sabe? En cualquier lugar. Fíjate en el croquis, John. Estaban tan juntos, que dudo que cupiera una caja de más de un metro entre ambos.
Examiné de nuevo el dibujo. Beth tenía razón.
—Puede que la hubieran dejado a unos pasos de distancia, antes de acercarse al asesino, que podía estar tumbado en una hamaca o aquí de pie o acabara de salir por la puerta de cristal.
—Tal vez. En cualquier caso, creo que los Gordon conocían al asesino o asesinos.
—Estoy de acuerdo —respondí—. No creo que fuera la casualidad lo que los reunió en este lugar. Habría sido más fácil para el asesino dispararles dentro de la casa que aquí en el jardín. Pero eligió este sitio, efectuó aquí los disparos.
—¿Por qué?
—La única razón que se me ocurre es que utilizó una pistola registrada y no quería que se identificaran las balas mediante pruebas, si más adelante se convertía en sospechoso.
Beth asintió y contempló la bahía.
—En el interior de la casa —proseguí—, las balas se habrían incrustado en algún lugar y tal vez no hubiera podido recuperarlas. De modo que optó por disparar de cerca a la cabeza con una pistola de gran calibre y sin ningún obstáculo entre la salida de los proyectiles y la bahía.
—Eso parece —asintió de nuevo Beth—. Eso cambia el perfil del asesino. No es un yonqui, ni un asesino con un arma clandestina. Es alguien que carece de acceso a una pistola sin registrar, un buen ciudadano con un arma legal. ¿Es eso lo que sugieres?
—Coincide con lo que observo —respondí.
—Ésa es la razón por la que quieres los nombres de los residentes locales con armas registradas.
—Exactamente. Armas de gran calibre legales, en lugar de un arma clandestina y, probablemente, una pistola automática en lugar de un revólver, que sería casi imposible de silenciar. Tomemos esta teoría como punto de partida.
—¿Cómo consigue un buen ciudadano, con una pistola registrada, un silenciador ilegal? —preguntó Beth.
—Buena pregunta. Como con todo lo demás en este caso —respondí después de reflexionar sobre el perfil que había elaborado—, aparece siempre alguna incoherencia que estropea una buena teoría.
—Exactamente —dijo Beth—. Sin olvidar las veinte automáticas del calibre cuarenta y cinco de Plum Island.
Vi a un policía de Southold uniformado a través de las puertas de cristal, pero él no se percató de nuestra presencia y se retiró.
—De niño —dije después de rumiar unos cinco minutos— solía venir aquí desde Manhattan con mi familia típicamente estadounidense: papá, mamá, hermano Jim y hermana Lynne. Generalmente, alquilábamos el mismo chalet cerca de la gran casa victoriana del tío Harry y pasábamos dos semanas devorados por los mosquitos. Nos lastimaban las ortigas, nos clavábamos anzuelos en los dedos y padecíamos insolaciones, pero debía de gustarnos porque esperábamos con ilusión todos los años las vacaciones veraniegas de los Corey.
Beth sonrió.
—En una ocasión, cuando tenía unos diez años —proseguí—, encontré una bala de mosquetón y me pareció muy emocionante. Alguien había disparado aquello hacía cien años o quizá doscientos. Entonces, la esposa de Harry, mi tía June, que en paz descanse, me llevó a un lugar cerca de la aldea de Cutchogue, que según ella había sido un poblado de los indios corchaug, y me enseñó cómo buscar puntas de flecha, hornos sepultados, agujas de hueso y cosas por el estilo. Increíble.
Beth no decía nada, pero me miraba como si le pareciera muy interesante.
—Recuerdo que no podía dormir por la noche —continué—, sólo de pensar en balas de mosquetón y puntas de flecha, colonos e indios, soldados británicos y soldados continentales, etcétera. Antes de que terminaran aquellas dos semanas mágicas supe que de mayor quería ser arqueólogo. No fue así como sucedió, pero creo que ésa fue una de las razones por las que me hice detective.
Le hablé del camino de acceso a la casa del tío Harry y de cómo habían utilizado conchas y cenizas para evitar el polvo y el barro.
—Así que, dentro de mil años, cuando algún arqueólogo excave por los alrededores y encuentre las conchas y las cenizas deducirá que se trataba de un hoyo de cocción grande. En realidad, habrá descubierto un camino, pero logrará que su idea encaje con su teoría. ¿Me sigues?
—Por supuesto.
—Bien. Ahora viene el discurso que les suelto a mis alumnos. ¿Quieres oírlo?
—Adelante.
—Lo que veis en el escenario de un asesinato está congelado en el tiempo; sin movimiento, sin vida, sin dinámica. Podéis elaborar varias versiones sobre esa naturaleza muerta, pero no serán más que teorías. Un detective, igual que un arqueólogo, puede reunir hechos concretos y pruebas científicas y, a pesar de ello, sacar conclusiones erróneas. Sin olvidar algunas mentiras, pistas falsas y personas que pretenden ayudar pero cometen errores; además de la gente que te cuenta lo que deseas oír, consecuente con tu teoría, los que ocultan sus actividades y el propio asesino, que puede haber introducido pistas falsas. Entre esa algarabía de contradicciones, incoherencias y mentiras se encuentra la verdad. Si mi cronometraje es correcto —añadí—, en ese momento suena la campanilla y les digo: «Damas y caballeros, su trabajo consiste en descubrir la verdad».
—Bravo —exclamó Beth.
—Gracias.
—Entonces ¿quién mató a los Gordon? —preguntó.
—No tengo ni la más remota idea.