Capítulo 13

—No queremos que ningún virus ni ninguna bacteria se traslade a tierra firme —declaró redundantemente el doctor Zollner.

Nos desnudamos, dejamos las batas y las zapatillas en una cesta y arrojamos la ropa interior de papel a un cubo de basura.

Yo no estaba plenamente concentrado y me limitaba a hacer lo mismo que los demás.

Max, Nash, Foster y yo seguimos al doctor Z a las duchas, donde nos lavamos el pelo con un champú especial y nos limpiamos las uñas con un cepillo y desinfectante. Nos enjuagamos la boca con un líquido horrible y lo escupimos. Yo no dejé de enjabonarme y frotarme hasta que finalmente Zollner me llamó la atención.

—Ya basta. Cogerá una neumonía y se morirá —dijo con una carcajada.

Después de secarme arrojé la toalla a una cesta y me dirigí a mi taquilla desnudo, libre de gérmenes e impecablemente limpio, por lo menos exteriormente.

Salvo los individuos con los que había entrado, no había nadie a la vista. Ni siquiera el celador. Comprendí que alguien podía sacar clandestinamente algo con suma facilidad y llevárselo al vestuario. Pero no creía que eso hubiera sucedido, de modo que no importaba que fuera posible o dejara de serlo.

Zollner había desaparecido y regresó con las llaves de las taquillas, que distribuyó. Abrí la mía y empecé a vestirme. Alguien sumamente considerado, con toda probabilidad el señor Stevens, había tenido la amabilidad de lavar mi pantalón corto y retirar distraídamente la arcilla roja de mi bolsillo. Qué le vamos a hacer. Otra vez será, Corey.

Examiné mi treinta y ocho y parecía que estaba bien, pero uno nunca sabe cuándo algún gracioso le limará el percutor, obturará el cañón o vaciará la pólvora de las balas. Decidí que en casa examinaría detenidamente el arma y la munición.

—Toda una experiencia —dijo Max, cuya taquilla estaba junto a la mía.

Asentí y le pregunté:

—¿Te sientes ahora mejor, viviendo a sotavento de Plum Island?

—¡Joder! Me siento de maravilla.

—Me ha impresionado la sección de biocontención —dije—. Lo último en tecnología.

—Sí, pero pienso en la posibilidad de un huracán o de un ataque terrorista.

—El señor Stevens protegerá Plum Island de un ataque terrorista.

—Sí. ¿Y qué me dices de un huracán?

—El mismo procedimiento que en un ataque nuclear: te agachas, colocas la cabeza entre las piernas y te despides del culo con un beso.

—Claro —respondió y me miró—. Por cierto, ¿te sientes bien?

—Por supuesto.

—Ahí dentro parecía que estabas en las nubes.

—Cansado. Me cuesta respirar.

—Me siento responsable por haberte metido en esto.

—Me pregunto por qué.

—Si logras ligarte a esa estrecha, me deberás una. —Sonrió.

—No sé de qué hablas —respondí, me puse las zapatillas y me levanté—. Debes de ser alérgico al jabón —agregué—. Tienes la cara cubierta de manchas.

—¿Cómo? —exclamó llevándose las manos a las mejillas y buscando el espejo más próximo, donde se examinó minuciosamente—. ¿De qué diablos estás hablando? Mi piel está perfecta.

—Debe de ser efecto de la luz.

—Déjate de tonterías, Corey. No tiene ninguna gracia.

—Tienes razón —respondí y me acerqué a la puerta del vestuario, donde esperaba el doctor Z—. A pesar de mis malos modales, me ha impresionado mucho cómo trabaja y le doy las gracias por el tiempo que nos ha dedicado.

—He disfrutado de su compañía, señor Corey. Lamento haberle conocido en estas tristes circunstancias.

Se acercó George Foster y se dirigió al doctor Zollner.

—Le aseguro que escribiré un informe favorable respecto a sus procedimientos de biocontención.

—Gracias.

—Pero creo que la seguridad del perímetro podría mejorar y propondré que se haga un estudio.

Zollner asintió.

—Afortunadamente, parece que los Gordon no robaron ninguna sustancia peligrosa y si sustrajeron algo, fue una vacuna experimental —agregó Foster.

El doctor Zollner asintió de nuevo.

—Recomendaré que se instale permanentemente un destacamento de marines en Fort Terry —concluyó Foster.

Yo estaba ansioso por salir del vestuario anaranjado y ver el sol. Me acerqué a la puerta y los demás me siguieron.

Al llegar al amplio y resplandeciente vestíbulo, el doctor Z miró a su alrededor en busca de Beth, sin haber comprendido todavía.

Luego nos dirigimos al mostrador de recepción, donde cambiamos nuestras tarjetas de identificación de plástico blanco por las azules originales.

—¿Hay alguna tienda donde podamos comprar recuerdos y camisetas? —le pregunté a Zollner.

—No —rio el doctor—, pero lo propondré en Washington. Entretanto, dé gracias a Dios por no haber atrapado otro recuerdo.

—Gracias, doctor.

—Pueden coger el transbordador de las cuatro menos cuarto si lo desean o regresar a mi despacho si hay algo más que hablar —dijo el doctor Zollner después de consultar su reloj.

Me apetecía volver a las baterías y explorar los pasajes subterráneos, pero consideré que si lo sugería, tendría ante mí un motín. Además, para ser sincero, no estaba en condiciones de hacer otra excursión por la isla.

—Esperaremos a la jefa —respondí—. Sin ella no tomamos ninguna decisión importante.

El doctor Z asintió y sonrió.

Tuve la impresión de que Zollner no estaba particularmente preocupado por nada de lo que sucedía, que se cuestionara su seguridad o sus procedimientos de biocontención, ni siquiera le inquietaba la posibilidad de que sus dos científicos estelares hubieran robado algo bueno y valioso, o algo nocivo y mortífero. Se me ocurrió que no estaba preocupado porque, aunque hubiera metido la pata, o pudiera considerársele responsable del error de otro, se le había eximido ya de toda culpa; había llegado a un acuerdo con el gobierno y cooperaba en la operación de encubrimiento, a cambio de salir inmune de la situación. También existía la posibilidad, aunque remota, de que el doctor Z hubiera asesinado a los Gordon o supiera quién lo había hecho. Para mí, todos los que estaban cerca de los Gordon eran sospechosos.

Beth salió del vestuario femenino y se reunió con nosotros en la recepción. Comprobé que no se había maquillado del todo y sus mejillas brillaban con un nuevo frescor.

Efectuó el cambio de tarjeta y el doctor Zollner repitió sus ofertas y nuestras opciones.

—Yo ya he visto suficiente —respondió después de mirarnos—, a no ser que alguien quiera examinar los bunkers subterráneos o alguna otra cosa.

Todos movimos la cabeza.

—Nos reservamos el derecho a visitar de nuevo la isla, en cualquier momento, hasta la conclusión de este caso —dijo dirigiéndose al doctor Zollner.

—En lo que a mí concierne pueden venir cuando lo deseen —respondió el doctor—. Pero no soy yo quien lo decide.

Se oyó una bocina en el exterior y miré por la puerta de cristal. En la puerta había un autobús blanco, al que subían varios empleados.

—Disculpen que no les acompañe al transbordador —dijo el doctor Z.

Nos estrechó a todos la mano y se despidió calurosamente sin el menor indicio de alivio. Un auténtico caballero.

Salimos al sol y respiramos toneladas de aire fresco antes de subir al autobús. El conductor era un agente de seguridad y supongo que nuestro vigilante.

Había sólo seis empleados en el vehículo y no reconocí a ninguno de ellos de nuestra visita.

En cinco minutos, el autobús llegó al muelle y se detuvo.

Todos nos apeamos para dirigirnos al transbordador azul y blanco, The Plum Runner. Entramos en la cabina principal, sonó la sirena y el buque soltó amarras.

Los cinco permanecimos de pie, charlando. Uno de los tripulantes, un curtido caballero, se nos acercó para recoger los pases.

—¿Les ha gustado la isla del doctor Moreau?

La referencia literaria por parte de un viejo marino me desconcertó. Charlamos con él un minuto y descubrimos que se llamaba Pete. También nos dijo que le apenaba bastante lo sucedido a los Gordon.

Después de disculparse, subió por la escalera que conducía a la cubierta superior y al puente. Le seguí.

—¿Dispone de un minuto? —pregunté antes de que abriera la puerta del puente.

—Desde luego.

—¿Conocía usted a los Gordon?

—Por supuesto. Nos desplazamos juntos en este barco intermitentemente durante dos años.

—Me habían dicho que utilizaban su propio barco para desplazarse.

—Algunas veces. Bonito barco el Formula 303. Dos motores Mercedes. Veloz como el viento.

—¿Es posible que transportaran drogas en esa embarcación? —pregunté sin tapujos.

—¿Drogas? Imposible. Eran incapaces de encontrar una isla y mucho menos un barco de contrabando.

—¿Cómo lo sabe?

—De vez en cuando hablábamos de barcos. Sus conocimientos de navegación eran inexistentes. ¿Sabe que ni siquiera llevaban instrumentos de navegación a bordo?

Después de mencionarlo Pete, recordé que no había visto equipos de navegación por satélite en el barco y, para hacer contrabando de drogas, son indispensables.

—Puede que le engañaran. Tal vez eran los mejores navegantes después de Magallanes.

—¿Quién?

—¿Por qué supone que no sabían navegar?

—Intenté convencerlos para que participaran en la carrera del Escuadrón de Velocidad, ¿comprende?, pero no estaban interesados.

Pete era un poco duro de entendederas y lo intenté de nuevo.

—Tal vez fingían que no sabían navegar para que nadie sospechara que hacían contrabando de drogas.

—¿Usted cree? —dijo mientras se rascaba la cabeza—. Quizá, pero no lo creo. No les gustaba el mar abierto. Si estaban en su barco y veían el transbordador, se situaban a sotavento y no nos abandonaban en todo el camino. Nunca perdían de vista la costa, ¿le parece propio de un contrabandista de drogas?

—Supongo que no. Entonces, dígame, Pete, ¿quién los asesinó y por qué?

Movió exageradamente la cabeza antes de responder.

—Yo qué sé.

—Sabe que ha pensado en ello, Pete. ¿Quién y por qué? ¿Qué fue lo primero que se le ocurrió? ¿Qué comentaba la gente?

Pete farfulló y refunfuñó antes de responder.

—Supongo que pensé que habían robado algo del laboratorio, algo que podría destruir el mundo, y que iban a vendérselo a algún extranjero o algo por el estilo, pero luego el trato no funcionó y los eliminaron.

—¿Y ahora ya no lo cree?

—Bueno, he oído otra cosa.

—¿Qué?

—Que habían robado una vacuna que vale millones —respondió mirándome—. ¿Es cierto?

—Lo es.

—Querían darse prisa en enriquecerse y, en su lugar, se han dado prisa en morirse.

—El precio del pecado es la muerte.

—Sí —respondió Pete, se disculpó y entró en el puente.

Era curioso, pensé, que Pete y probablemente todos los demás, incluido un servidor, reaccionáramos inicialmente del mismo modo ante la muerte de los Gordon. Luego, en segundo lugar, se me ocurrió lo de las drogas. Ahora lo atribuíamos a una vacuna. Pero a veces, la primera reacción, la espontánea, es la correcta. En todo caso, lo que las tres teorías tenían en común era el dinero.

Permanecí en cubierta y observé cómo se alejaba la orilla de Plum Island. El sol estaba todavía alto en el oeste y me producía una sensación agradable en la piel. Disfrutaba del viaje, del olor del mar e incluso del movimiento del barco. Tuve la desconcertante sensación de estar convirtiéndome en un lugareño. El siguiente paso sería comer almejas, fueran lo que fuesen.

Beth Penrose subió a cubierta y contempló un rato la estela, luego se apoyó en el pasamano, con el sol en la cara.

—Tú pronosticaste lo que Zollner nos contaría —dije.

—Tiene sentido —asintió—, cuadra con los hechos, resuelve el problema que teníamos en creer que los Gordon eran capaces de robar organismos mortíferos y también el de suponer que hacían contrabando de drogas. Los Gordon robaron algo bueno, algo rentable. Dinero. El dinero como motivo. El oro seductor de los santos, como dijo Shakespeare.

—Creo que ya he tenido suficiente Shakespeare para el resto del año —respondí antes de reflexionar unos instantes—. No comprendo por qué no se me ocurrió… Estábamos tan obsesionados con eso de la plaga que no pensamos en los antídotos: vacunas, antibióticos, antivíricos y todo lo demás. Eso es lo que estudian los científicos en Plum Island y eso fue lo que robaron los Gordon. Maldita sea, me estoy volviendo torpe.

—Pues para serte sincera —dijo Beth sonriendo—, yo empecé a pensar en las vacunas anoche y, cuando Stevens mencionó la vacuna de la glosopeda, supe hacia dónde nos encaminábamos.

—Claro. Ahora todos podemos descansar tranquilos. Sin pánico ni histeria ni alarma nacional. Creía que todos habríamos muerto antes del día de Todos los Santos.

Nos miramos y ella dijo:

—Todo es mentira, evidentemente.

—Sí. Pero una mentira realmente convincente. Una mentira que elimina la presión sobre Plum Island y sobre los federales en general. Entretanto, el FBI y la CIA pueden trabajar discretamente en el caso sin nuestra intromisión ni la de la prensa. A ti, a Max y a mí se nos ha eliminado de la parte del caso que concierne a Plum Island.

—Exactamente. Pero todavía nos queda por resolver un doble asesinato. Por nuestra cuenta.

—Tienes razón —respondí— y creo que echaré de menos a Ted Nash.

—Yo no me enfrentaría a un hombre como ése —dijo Beth con toda seriedad después de brindarme una sonrisa.

—Que lo zurzan.

—Así que eres un tipo duro.

—Recibí diez balazos y acabé de tomarme el café antes de ir andando al hospital.

—Fueron tres, pasaste un mes en el hospital y todavía no te has recuperado del todo.

—Has estado hablando con Max. Maravilloso.

No respondió. Había comprobado que raramente mordía el anzuelo. Debía recordarlo.

—¿Qué te ha parecido Stevens? —preguntó Beth.

—El hombre indicado para su trabajo.

—¿Miente?

—Por supuesto.

—¿Y Zollner?

—Me ha gustado.

—¿Miente?

—No de un modo natural como Stevens, pero le han escrito un guión y lo ha ensayado.

—¿Está asustado? —preguntó después de asentir.

—No.

—¿Por qué no?

—No tiene por qué estarlo; todo está bajo control. Stevens y Zollner han hecho sus tratos con el gobierno.

—Ésa ha sido mi impresión —asintió Beth—. La tapadera se concibió, se escribió y se dirigió durante las últimas horas de anoche y las primeras de esta madrugada. En Washington y en Plum Island no se han apagado las luces en toda la noche. Esta mañana hemos presenciado la obra.

—Efectivamente —respondí—. Ya te advertí que desconfiaras de esos dos payasos.

Ella asintió de nuevo.

—Nunca me he encontrado en una situación en la que no pudiera confiar en la gente con quien trabajaba —dijo luego.

—Yo sí. Es un verdadero reto. Hay que vigilar lo que uno dice, protegerse, tener ojos en la nuca, olfatear las ratas y prestar atención a lo que se calla.

—¿Te sentías bien ahí dentro? —preguntó después de echarme una ojeada.

—Estoy perfectamente.

—Deberías descansar.

—Nash la tiene diminuta —dije sin preocuparme de su consejo.

—Gracias por compartir esa información conmigo.

—Bueno, quería que lo supieras porque vi que te interesabas por él y no quería que perdieras el tiempo con un individuo que tiene un tercer meñique entre las piernas.

—Muy considerado por tu parte. ¿Por qué no te ocupas de tus propios asuntos?

—De acuerdo.

El mar se picó un poco en medio del canal y me sujeté al pasamano. Miré a Beth, que tenía ahora los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás para aprovechar los pocos rayos ultravioleta. Puede que haya mencionado que tenía un rostro estilo cupido, ingenuo y sensual a la vez. Poco más de treinta años, como dije, y casada una vez, como dijo ella. Me pregunté si su exmarido era policía, si él detestaba que ella lo fuera, o qué problema habían tenido. Las personas de su edad llevan cierto bagaje, las de la mía, un almacén lleno de contenedores.

—¿Qué harías si te declararan inútil? —preguntó sin abrir los ojos.

—No lo sé —respondí antes de pensarlo—. Max me ofrecería trabajo.

—¿No se supone que no debes realizar trabajos policiales si te han declarado inútil?

—Supongo que no. No sé lo que haría. Manhattan es caro, allí es donde vivo. Creo que debería mudarme. Puede que me trasladara aquí.

—¿Qué harías aquí?

—Cultivar vino.

—Uvas. Se cultivan las uvas, el vino se elabora.

—Eso.

Abrió sus ojos azul verdoso y me miró. Se cruzaron nuestras miradas, buscaron, penetraron y todo lo demás. Luego cerró de nuevo los ojos.

Durante un minuto guardamos silencio.

—¿Por qué no creemos que los Gordon robaron una vacuna milagrosa para ganar una fortuna? —preguntó después de volver a abrirlos.

—Porque eso deja demasiadas preguntas sin respuesta. En primer lugar, ¿qué me dices de la lancha? No se necesita un barco de cien mil dólares para hacer un solo viaje de contrabando con la vacuna mágica, ¿no te parece?

—Tal vez sabían que robarían la vacuna y, puesto que podrían permitírselo a la larga, disfrutarían entretanto. ¿Cuándo compraron el barco?

—En abril del año pasado —respondí—. Inmediatamente antes de que empezara la temporada de navegación. Diez mil de entrada y el resto a plazos.

—¿Qué otra razón tenemos para no creer en la versión de Plum Island?

—¿Por qué tendrían que matar a dos personas los clientes de esa vacuna? Especialmente, si la persona o personas del jardín de los Gordon no podían estar seguros del contenido de la nevera.

—En cuanto a los asesinatos —dijo Beth—, ambos sabemos que la gente mata por razones insignificantes. Respecto al contenido de la nevera… ¿no podían haber tenido los Gordon algún cómplice en Plum Island que cargara la vacuna en su barco? La persona de la isla podía haber llamado a la persona o personas que esperaban a los Gordon y advertirles que la mercancía estaba de camino. Piensa en posibles cómplices en Plum Island: el señor Stevens, el doctor Zollner, la doctora Chen, Kenneth Gibbs o cualquier otra persona de la isla.

—De acuerdo… lo pondremos en el saco de las pistas.

—¿Algo más? —preguntó Beth.

—No soy un experto en geopolítica, pero el Ébola es bastante inusual y las probabilidades de que la Organización Mundial de la Salud o los gobiernos de los países africanos afectados se interesen por grandes cantidades de ese material parecen bastante remotas. La gente muere en África de toda clase de enfermedades evitables, como la malaria y la tuberculosis, y nadie les compra cientos de millones de dosis.

—Desde luego, pero nosotros desconocemos los tejemanejes del comercio de medicamentos, ya sean robados, mercado negro, imitaciones, etcétera.

—De acuerdo, ¿pero no te parece inverosímil que los Gordon robaran esa vacuna?

—No —respondió Beth—. Me parece factible. Pero tengo la sensación de que es mentira.

—Exactamente. Una mentira factible.

—Una mentira fenomenal.

—Desde luego —afirmé—. Una mentira fenomenal que cambia el caso.

—Sin lugar a dudas. ¿Qué más?

—Bueno, tenemos las cartas de navegación —respondí—. No contienen gran cosa, pero me gustaría saber qué significa el número 44106818.

—Bien. ¿Y qué me dices de la arqueología en Plum Island?

—Desde luego eso ha sido toda una sorpresa para mí y plantea toda clase de incógnitas.

—¿Por qué nos ha facilitado Paul Stevens esa información?

—Porque es del dominio público y no tardaríamos en averiguarlo.

—Claro. ¿Cuál es el significado del material arqueológico?

—No tengo la menor idea —respondí—. Pero no tiene nada que ver con la ciencia de la arqueología. Era una tapadera para algo, un pretexto para visitar lugares remotos de la isla.

—O puede que no signifique nada.

—Es posible. Pero luego tenemos la arcilla roja que vi en las zapatillas de los Gordon y luego en Plum Island. En el camino del laboratorio principal al aparcamiento, luego al autobús y a continuación al muelle no hay ningún lugar donde se pueda pisar arcilla roja.

—Supongo que recogiste una muestra cuando fuiste a orinar.

—Por supuesto. —Sonreí—. Pero, cuando regresé a mi taquilla, alguien había tenido la amabilidad de lavarme los pantalones.

—Ojalá hubieran lavado los míos —bromeó ella.

Ambos nos reímos.

—Pediré muestras de tierra —dijo Beth—. Pueden descontaminarlas si insisten en su política de No Retorno. He comprobado que eres partidario de la acción directa —agregó—, como apropiarte de los extractos financieros, robar tierra del gobierno y quién sabe qué otras cosas habrás hecho. Deberías aprender a seguir los protocolos y los procedimientos establecidos, detective Corey; especialmente, porque ésta no es tu jurisdicción ni tu caso. Vas a tener problemas y no me la jugaré por ti.

—Por supuesto que lo harás. A propósito, suelo ser bastante respetuoso con las normas relativas a las pruebas, los derechos de los sospechosos, la estructura de mando y toda esa mierda cuando sólo se trata de homicidios corrientes. Éste podía haber sido, o puede que todavía lo sea, la plaga que acabe con todas las plagas, de modo que he tomado algunos atajos. El tiempo es esencial, la teoría de la persecución implacable y todo lo demás. Si salvo el planeta, seré un héroe.

—Actuarás según las normas y seguirás los procedimientos establecidos. No hagas nada que pueda comprometer una acusación o una condena en el caso.

—Tranquilízate, no tenemos siquiera medio sospechoso y ya estás ante los tribunales.

—Así es como yo trabajo.

—Creo que aquí ya he hecho todo lo que he podido. Dimito como asesor de homicidios de esta ciudad.

—No te enfurruñes —titubeó—. Quiero que te quedes. Puede que incluso aprenda algo de ti.

Evidentemente nos gustábamos, a pesar de ciertos choques y confusiones, ciertas diferencias de opinión, distintos temperamentos, diferencias de edad y de formación, así como, probablemente, de grupo sanguíneo, gustos musicales y Dios sabe qué más. En realidad, si lo pensaba, no teníamos nada en común salvo el trabajo y ni siquiera en eso lográbamos ponernos de acuerdo. No obstante, estaba enamorado. Bueno, de acuerdo, era lujuria. Pero una lujuria significativa. Me sentía firmemente comprometido con esa lujuria.

Nos miramos de nuevo y una vez más sonreímos. Era una bobada, realmente estúpido. Me sentía como un imbécil. Era tan exquisitamente hermosa… Me encantaba su voz, su sonrisa, su cabello cobrizo a la luz del sol, sus movimientos, sus manos… y olía de nuevo a jabón de la ducha. Adoraba ese olor; relacionaba el jabón con el sexo. Es una larga historia.

—¿Qué terreno inútil? —pregunto finalmente Beth.

—¿Cómo? Ah, claro. Los Gordon.

Le hablé del asiento en su talonario y de mi conversación con Margaret Wiley.

—No soy del campo, pero no creo que la gente sin dinero se gaste veinticinco de los grandes sólo para poseer sus propios árboles a los que abrazarse.

—Es extraño —reconoció Beth—, pero la tierra es algo emotivo. Mi padre fue uno de los últimos agricultores en el oeste del condado de Suffolk, rodeado de subdivisiones a diferentes niveles. Amaba su tierra, pero el campo había cambiado; los bosques, los arroyos y los demás agricultores habían desaparecido. Vendió su propiedad, pero ya no volvió a ser el mismo, ni siquiera con un millón de dólares en el banco.

»Supongo que deberíamos hablar con Margaret Wiley —prosiguió después de unos momentos de silencio— y ver ese terreno, aunque no creo que sea significativo para el caso.

—Creo que el hecho de que los Gordon nunca me mencionaran que poseían un terreno es significativo. Igual que las excavaciones arqueológicas. Las cosas que no tienen sentido exigen una explicación.

—Gracias, detective Corey.

—No pretendo darte lecciones —respondí—, pero doy clases en John Jay y de vez en cuando se me escapa alguna frase.

—Nunca sé si me estás tomando el pelo —dijo después de mirarme unos instantes.

En realidad, lo que deseaba era jugar con su pelo, pero alejé el pensamiento de mi mente.

—Realmente doy clases en John Jay.

Se trata del Colegio de Justicia Criminal John Jay en Manhattan, uno de los mejores del país en su género, y supongo que Beth tenía un problema de credibilidad respecto a John Corey como profesor.

—¿De qué das clases? —preguntó.

—Te aseguro que no de las normas sobre pruebas, de los derechos de los sospechosos, ni de nada por el estilo.

—Claro está.

—Doy clases de investigación práctica de homicidios. Escenarios del crimen y cosas semejantes. Los viernes por la noche. Es la mejor noche para los misterios sobre asesinatos. Te invito a que asistas si algún día vuelvo. Tal vez en enero.

—Puede que lo haga.

—Ven temprano. La clase está siempre llena; soy muy divertido.

—Estoy segura.

Y yo estaba seguro de que la señora Beth Penrose por fin pensaba en eso. Eso.

El transbordador reducía la velocidad al acercarse al muelle.

—¿Has hablado ya con los Murphy? —pregunté.

—No. Max lo ha hecho. Yo pienso hacerlo hoy.

—Bien. Iré contigo.

—Creí que dimitías.

—Mañana.

Sacó su cuaderno del bolso y empezó a hojearlo.

—Necesito las copias de ordenador que has tomado prestadas —dijo.

—Están en mi casa.

—De acuerdo —respondió y luego siguió mirando su cuaderno—. Llamaré a los especialistas en huellas dactilares y al forense. Además, he solicitado una orden a la fiscalía para investigar las llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.

—Bien. Consigue también una lista de los propietarios de pistolas registrados en el municipio de Southold.

—¿Crees que el arma homicida puede ser una pistola registrada en la localidad? —preguntó.

—Tal vez.

—¿Por qué lo supones?

—Una corazonada. Entretanto, que sigan dragando y buceando en busca de las balas.

—Lo hacen, pero será difícil llegar al fondo de la cuestión. Con perdón por el juego de palabras.

—Tengo mucha tolerancia con los juegos de palabras.

—Me pregunto por qué.

—Además, si consigues una lista del armamento de Plum Island, asegúrate de que sea el condado y no el FBI quien realice las pruebas balísticas.

—Lo sé.

Detalló otro montón de cosas que era preciso hacer y comprobé que tenía una mente clara y ordenada. También era intuitiva e inquisitiva. A mi parecer, sólo le faltaba experiencia para ser realmente una buena detective. Para convertirse en una gran detective debía aprender a relajarse, a lograr que la gente hablara con libertad y en demasía. Pecaba ligeramente de severa y decidida, de modo que la mayoría de los testigos, por no mencionar a los colegas, se ponían a la defensiva.

—Relájate.

—¿Cómo dices? —preguntó después de levantar la mirada de su cuaderno.

—Relájate.

—Estoy un poco angustiada con este caso —respondió después de unos momentos de silencio.

—Todo el mundo lo está. Relájate.

—Lo intentaré. —Sonrió—. Puedo hacer imitaciones. Podría imitarte a ti. ¿Quieres verlo?

—No.

Dejó caer los hombros, empezó a moverse, se metió una mano en el bolsillo mientras se rascaba el pecho con la otra y comenzó a hablar en un tono grave con acento neoyorquino.

—Eh, bueno, ¿qué coño pasa con este caso? ¿Me oyes? ¿Qué pasa con ese tío, Nash? ¿Eh? Ese tío no distingue una pizza de una vaca. Tiene tanto cerebro como un saco de arena. ¿Me oyes? Ese tío…

—Gracias —interrumpí fríamente.

—Relájate —exclamó Beth después de soltar una carcajada.

—Yo no hablo con ese acento neoyorquino tan exagerado.

—Bueno, aquí lo parece.

Estaba un poco molesto pero también un poco divertido, supongo.

Pasamos varios minutos en silencio.

—Creo que este caso ya no llama tanto la atención y eso es bueno —comenté al rato.

Beth asintió.

—Menos personas con las que tratar —proseguí—. Ningún federal, ningún político, ningún periodista, ni te mandarán más ayuda de la que necesites. Cuando resuelvas el caso serás una heroína.

—¿Crees que lo resolveremos? —preguntó después de mirarme prolongadamente.

—Por supuesto.

—¿Y si no lo hacemos?

—Para mí no hay nada en juego. Sin embargo, en lo que a ti concierne, supondrá un problema en tu carrera.

—Gracias.

El transbordador rozó las defensas del muelle y los marineros arrojaron dos cabos.

—De modo que además de la posibilidad de gérmenes nocivos y drogas, ahora tenemos la posibilidad de algún buen medicamento —dijo como si hablara para sí—, sin olvidar que Max declaró a la prensa que se trataba del doble asesinato de unos propietarios que habían sorprendido a un ladrón al regresar a su casa. ¿Y sabes lo que te digo? Podría ser cierto.

—Hay otra posibilidad, que no debes repetir a nadie —respondí después de mirarla—. Imagina que Tom y Judy Gordon supieran algo que no deberían haber sabido o que hubieran visto algo que no deberían haber visto. Imagina que alguien como el señor Stevens, o tu amigo el señor Nash, los hubiera eliminado. Imagínatelo.

—Suena como una mala película —dijo después de un prolongado silencio—. Pero me lo pensaré.

—Todos a tierra —exclamó Max desde la cubierta inferior.

—¿Cuál es el número de tu móvil? —preguntó Beth después de dirigirse hacia la escalera.

Se lo di.

—Nos separaremos en el aparcamiento y te llamaré dentro de unos veinte minutos —agregó.

Nos reunimos con Max, Nash y Foster en la cubierta de popa y desembarcamos con los seis empleados de Plum Island. Había sólo tres personas en el muelle para el viaje de regreso a la isla y pensé una vez más en el aislamiento de Plum Island.

—Estoy satisfecho de que se haya aclarado el aspecto más preocupante de este caso —dijo a todos los presentes el jefe Sylvester Maxwell, del Departamento de Policía de Southold, al llegar al aparcamiento—. Puesto que yo tengo otras obligaciones que atender, dejo que la detective Penrose se ocupe de todo lo concerniente a los asesinatos.

—Parece que se ha robado algo que pertenece al gobierno, así que el FBI continuará investigando el caso —declaró el señor Foster—. Hoy regresaré a Washington para presentar mi informe. La oficina local del FBI tomará el mando del caso y alguien se pondrá en contacto con usted, jefe. O con usted —agregó después de mirar a Beth— o con sus superiores.

—Bien, parece que ahora me toca a mí —dijo la detective Elizabeth Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk—. Gracias a todos por su ayuda.

Estábamos listos para marcharnos, pero a Ted y a mí nos faltaba todavía intercambiar algunos cumplidos. Ted tomó la iniciativa.

—Espero sinceramente que volvamos a vernos, detective Corey.

—Estoy seguro de que lo haremos, Ted. La próxima vez intente hacerse pasar por mujer; seguramente le será más fácil que fingir ser funcionario de agricultura.

—Por cierto, había olvidado mencionar que conozco a su jefe, el teniente Wolfe —dijo después de mirarme fijamente.

—El mundo es un pañuelo. Él también es un cretino. Pero no olvide hablarle bien de mí, ¿de acuerdo, amigo?

—Tenga la seguridad de que le mandaré recuerdos suyos y le diré que parece estar en buena forma para reincorporarse al trabajo.

—Han sido unas veinticuatro horas intensas e interesantes —interrumpió Foster, como de costumbre—. Creo que esta combinación de fuerzas puede sentirse orgullosa del resultado alcanzado y tengo la seguridad de que la policía local conducirá este caso a una feliz conclusión.

—En resumen —dije yo—, muchas horas, buen trabajo y buena suerte.

Todos se estrechaban las manos, incluso yo, aunque no sabía si me había quedado sin empleo, si es que alguna vez lo había tenido. En todo caso, nos despedimos brevemente sin que nadie se pusiera sentimental, prometiera escribir o verse de nuevo, y sin besos, abrazos ni nada por el estilo. A los pocos minutos, Max, Beth, Nash y Foster habían subido a sus respectivos coches y habían desaparecido. Yo me quedé solo en el aparcamiento hurgándome la nariz. Asombroso. Anoche todo el mundo creía que había llegado el apocalipsis, que el jinete de la muerte había emprendido su terrible carrera. Sin embargo, ahora, a nadie le importaban un rábano los dos ladrones de vacunas que yacían en el depósito de cadáveres.

Empecé a caminar hacia mi coche. ¿Quién estaba involucrado en la tapadera? Evidentemente, Ted Nash y su gente, así como George Foster, ya que estaba con Nash y los cuatro individuos trajeados que habían viajado en el transbordador anterior y desaparecido en un Caprice negro. Probablemente, también lo estaba Paul Stevens y el doctor Zollner.

Estaba seguro de que ciertas secciones del gobierno federal habían organizado una tapadera suficientemente satisfactoria para los medios de comunicación, para el país y para el mundo en general. Pero no lo era para los detectives John Corey y Elizabeth Penrose. No señor, no lo era. Me pregunté si Max se lo habría tragado. Por regla general, la gente desea creer en las buenas noticias y Max era tan paranoico con los gérmenes, que realmente anhelaba creer que Plum Island despedía a la atmósfera antibióticos y vacunas. Debería hablar con Max. Tal vez.

La otra cuestión era que si encubrían algo, ¿de qué se trataba? Se me ocurrió que tal vez no supieran lo que ocultaban. Necesitaban convertir aquel caso sensacionalista y aterrador en un vulgar robo y debían hacerlo con rapidez para evitar el interés general. Ahora podían empezar a averiguar qué diablos ocurría. Puede que Nash y Foster supieran tan poco como yo sobre la razón por la que los Gordon habían sido asesinados.

Segunda teoría: sabían por qué y quién había asesinado a los Gordon y puede, incluso, que hubieran sido ellos mismos. Realmente, no sabía quiénes eran esos dos payasos.

Con esas ideas de conspiración en mi mente, recordé lo que Beth había dicho respecto a Nash…. Yo no me enfrentaría a un hombre como ése.

Me detuve a unos veinte metros de mi Jeep y miré a mi alrededor.

Ahora había unos cien coches de empleados de Plum Island en el aparcamiento del transbordador, pero no había nadie a la vista. Me situé tras una furgoneta y saqué el llavero. Otra característica de mi vehículo de cuarenta mil pavos era el mando de arranque a distancia. Pulsé la secuencia indicada, dos pulsaciones largas y una corta, y esperé la explosión. No estalló; el motor arrancó. Lo dejé funcionando un minuto antes de acercarme y subirme.

Me pregunté si estaba exagerando ligeramente las precauciones. Supongo que si mi vehículo hubiera estallado, la respuesta habría sido no. Siempre he considerado que más vale prevenir que curar. Hasta que descubriera la identidad del asesino ó asesinos, mi norma sería la paranoia.