Capítulo 12

Regresamos al vestíbulo y nos detuvimos frente a las dos puertas amarillas.

—Donna la espera en el vestuario —le dijo el doctor Zollner a Beth—. Le ruego que siga sus instrucciones y nos reuniremos con usted a la salida. Caballeros —agregó después de que Beth cruzara el umbral—, tengan la bondad de seguirme.

Seguimos al buen doctor hasta los vestuarios masculinos, pintados de un horrible color naranja, aunque, por otra parte, perfectamente normales. Un ayudante nos entregó candados abiertos sin llave y batas blancas de laboratorio recién lavadas. En una bolsa de plástico había ropa interior de papel, calcetines y zapatillas de algodón.

—Les ruego que se lo quiten todo, incluida la ropa interior y las joyas —dijo el doctor Zollner al tiempo que nos mostraba unas taquillas vacías.

Nos desnudamos hasta quedarnos como Dios nos trajo al mundo y me moría de impaciencia por contarle a Beth que Ted Nash llevaba un treinta y ocho con un cañón de siete centímetros y que el cañón era más largo que su miembro viril.

—Cerca del corazón —comentó George Foster refiriéndose a la herida de mi pecho.

—No tengo corazón.

Zollner se puso su bata extragrande y ya se parecía más al coronel Sanders.

Cerré el candado de mi taquilla y me ajusté la ropa interior de papel.

—¿Estamos listos? —preguntó el doctor Zollner después de mirarnos—. Entonces síganme.

—Un momento —dijo Max—. ¿No vamos a ponernos mascarillas, filtros de aire o algo por el estilo?

—No para la zona dos, señor Maxwell. Tal vez para la zona cuatro, si está dispuesto a llegar tan lejos. Vamos. Síganme.

Nos dirigimos al fondo de los vestuarios y Zollner abrió una puerta roja con un extraño símbolo de peligro bioquímico y las palabras «Zona dos». Percibí una corriente de aire.

—Lo que oyen es la presión negativa del aire —explicó el doctor Zollner—. La presión aquí es de casi 0,1 kg/cm²menos que en el exterior, para evitar la fuga accidental de cualquier elemento patógeno.

—Eso lo odio.

—Además, unos filtros especiales en el techo limpian todo el aire que se expulsa.

Max parecía obstinadamente escéptico, como si no quisiera que ninguna buena noticia estropeara su firme creencia de que el peligro de Plum Island equivalía al de Three Mile Island y Chernóbil juntos.

Entramos en un pasillo de hormigón y Zollner miró a su alrededor.

—¿Dónde está la señora Penrose? —preguntó.

—¿Está usted casado, doctor? —respondí.

—Sí. Ah… claro, puede que tarde más en cambiarse.

—Sin puede, amigo mío.

Por fin se abrió la puerta de las mujeres y apareció lady Penrose, con su bata blanca y zapatillas de algodón. Estaba incluso más atractiva de blanco, más al estilo cupido, pensé.

Oyó la corriente de aire y Zollner le explicó lo de la presión negativa. Luego nos dio instrucciones para que procuráramos no tropezar con ningún transportador ni estante de frascos o probetas, llenos de microbios o productos químicos letales.

—Bien, síganme —dijo Zollner— y les mostraré lo que hacemos aquí para que puedan contarles a sus amigos y colegas que no fabricamos bombas de ántrax. —Se rio y prosiguió con seriedad—: El acceso a la zona cinco está vedado porque para entrar se precisan vacunas especiales, así como cierta formación para ponerse los trajes y los respiradores de protección bioquímica y todo lo demás. El paso al sótano también está prohibido.

—¿Por qué está vedado el sótano? —pregunté.

—Porque ahí es donde están los cadáveres de los extraterrestres y los científicos nazis —respondió con una carcajada.

Realmente me encanta hablar en serio con un científico cuyo acento recuerda al del doctor Strangelove. Pero lo más importante era que ahora tenía la certeza de que Stevens había hablado con Zollner. Me habría gustado ser una mosca tse-tse en la pared mientras lo hacían.

—Creía que los extraterrestres y los nazis estaban en los bunkers subterráneos —intentó bromear el señor Foster.

—No, los cadáveres de los extraterrestres están en el faro —respondió Zollner—. Y sacamos a los nazis de los bunkers cuando protestaron por los vampiros.

Todo el mundo se rio a carcajadas. Qué gracia. Humor en biocontención. Debería escribir al Reader’s Digest.

—Ésta es una zona segura —dijo el doctor Zany mientras caminábamos—. Contiene principalmente laboratorios de ingeniería genética, algunos despachos y microscopios electrónicos, y el trabajo que se realiza es de bajo riesgo y bajo contagio.

Avanzamos por pasillos de hormigón y de vez en cuando el doctor Zollner abría una puerta amarilla de acero para saludar a alguien en el despacho o laboratorio e interesarse por su trabajo.

Había toda clase de salas desprovistas de ventanas, incluida una que parecía una bodega, salvo que sus botellas no eran de vino, sino de cultivos de células vivas, según Zollner.

El doctor nos daba explicaciones mientras caminábamos por los pasillos grises como los de un buque de guerra.

—Surgen nuevos virus que afectan a los animales, a los humanos o a ambos. Los seres humanos y las especies de animales superiores carecemos de reacciones inmunológicas ante muchas de estas enfermedades mortales. Los medicamentos antivíricos actuales no son muy eficaces, así que la clave para evitar una catástrofe futura a escala mundial son las vacunas antivíricas, y la clave para las nuevas vacunas es la ingeniería genética.

—¿Qué catástrofe? —preguntó Max.

El doctor Zollner respondió, en mi opinión, muy a la ligera considerando la gravedad del tema y sin dejar de andar.

—En lo concerniente a enfermedades animales, por ejemplo, una epidemia de glosopeda podría acabar con gran parte del ganado de todo el país y dejar en la ruina a millones de personas. Probablemente se cuadruplicaría el coste de otros alimentos. El virus de la glosopeda es quizá el más contagioso y virulento de la naturaleza, por lo que siempre ha fascinado a los especialistas en guerra biológica. Un buen día para los partidarios de la guerra biológica será aquel en que los científicos logren elaborar genéticamente un virus de la glosopeda que infecte a los seres humanos. Aunque lo peor, a mi parecer, es que algunos de esos virus mutan por cuenta propia y se vuelven peligrosos para las personas.

Nadie hizo ninguna pregunta ni comentario alguno. Nos asomamos a otros laboratorios y el doctor Zollner siempre tenía unas palabras de aliento para los estudiosos de bata blanca, cuyo entorno laboral me ponía nervioso sólo de verlo.

—¿Qué hemos descubierto hoy? —decía, por ejemplo—. ¿Algo nuevo?

Parecía caerles bien a los científicos o por lo menos lo toleraban.

Cuando pasamos por otra serie de pasillos aparentemente interminables, Zollner prosiguió con su conferencia.

—En 1.983, por ejemplo, se desencadenó una terrible gripe altamente contagiosa en Lancaster, Pennsylvania. Hubo diecisiete millones de muertos. Estoy hablando de pollos. Pero ya comprenden a lo que me refiero. La última gran epidemia de gripe humana en el mundo tuvo lugar en 1.918, fallecieron unos veinte millones de personas en el mundo entero, incluidas quinientas mil en Estados Unidos. Basándonos en la población actual, el número equivalente de muertos sería aproximadamente un millón y medio. ¿Cabe imaginar algo semejante hoy en día? Además, el virus de 1.918 no era particularmente virulento y, evidentemente, los desplazamientos entonces eran mucho más lentos y menos frecuentes. En la actualidad, las autopistas y los aviones pueden difundir un virus infeccioso por todo el mundo en pocos días. La buena noticia sobre los virus más mortíferos, como el Ébola, es que matan con tanta rapidez, que apenas tienen tiempo de salir de un pueblo africano antes de que todos sus habitantes hayan fallecido.

—¿Hay un transbordador a la una? —pregunté.

El doctor Zollner soltó una carcajada.

—Está un poco nervioso, ¿no es cierto? Aquí no tiene nada que temer; somos muy precavidos, muy temerosos de los bichitos de este edificio.

—Suena como esa tontería de «Mi perro no muerde».

El doctor Zollner prosiguió sin prestarme atención.

—La misión del Departamento de Agricultura de Estados Unidos es evitar la llegada de enfermedades animales extranjeras a estas costas. Somos el equivalente animal de los centros para el control de enfermedades de Atlanta. Como pueden imaginar, mantenemos una estrecha relación de trabajo con Atlanta, debido a esas enfermedades que cruzan la barrera entre los animales y las personas, y viceversa. Disponemos de un complejo gigantesco en Newburgh, Nueva York, donde todos los animales que llegan al país deben permanecer cierto tiempo en cuarentena. La fauna que llega todos los días es tan diversa como la del Arca de Noé: caballos de carreras extranjeros, animales de circo, animales de parques zoológicos, ganado de cría, animales exóticos para vender como llamas y avestruces, animales de compañía exóticos como los conejos barrigudos de Vietnam y toda clase de pájaros de la jungla… Dos millones y medio de animales al año. Hay quien denomina a Newburgh la isla de Ellis del reino animal —dijo después de mirarnos—. Plum Island es el equivalente a Alcatraz. Ningún animal que llegue aquí procedente de Newburgh o de cualquier otro lugar regresa vivo. Debo decirles que esos animales importados por motivos recreativos nos han causado mucho trabajo y quebraderos de cabeza. Es sólo cuestión de tiempo… —agregó—. Ustedes mismos pueden extrapolar el reino animal a la población humana.

Yo sí podía.

—En otra época, los cañones de Plum Island protegían las costas de este país, ahora estas instalaciones hacen lo mismo —declaró después de unos momentos de silencio.

Me pareció bastante poético para un científico, hasta que recordé haber leído esas mismas palabras en uno de los folletos que Donna me había entregado.

A Zollner le gustaba hablar y mi trabajo consiste en escuchar, de modo que funcionaba de maravilla.

Entramos en una sala, que Zollner describió como laboratorio cristalográfico de rayos X y no sería yo quien se lo discutiera.

Había allí una mujer inclinada sobre un microscopio, que Zollner presentó como doctora Chen, colega y buena amiga de Tom y Judy. La doctora Chen tenía unos treinta años y me pareció bastante atractiva, con una frondosa cabellera negra recogida en la nuca en un moño, supongo que para facilitar su trabajo con el microscopio durante el día y quién sabe qué por la noche, cuando se lo soltaba. Tranquilo, Corey, es una científica y mucho más lista que tú.

La doctora Chen nos saludó, parecía bastante seria, aunque probablemente estaba sólo triste y afligida por la muerte de sus amigos.

Una vez más, Beth se aseguró de que quedara claro que yo era amigo de los Gordon y en ese aspecto, por lo menos, me ganaba mi dólar semanal. A la gente no le gusta que un montón de policías la interrogue, pero si uno de ellos es amigo de los difuntos, se dispone de una ligera ventaja. En todo caso, todos coincidimos en que la muerte de los Gordon era una tragedia y encomiamos a los difuntos.

Luego la conversación se centró en el trabajo de la doctora Chen, que se expresó en términos sencillos para que pudiéramos entenderla.

—Tomo radiografías de los cristales de los virus para obtener su estructura molecular. Entonces intentamos alterar el virus para que no pueda provocar ninguna enfermedad, pero si le inyectamos ese virus alterado a un animal, dicho animal podrá producir anticuerpos, que confiamos que ataquen la versión natural del virus causante de enfermedades.

—¿Y es eso en lo que trabajaban los Gordon? —preguntó Beth.

—Sí.

—¿En qué trabajaban concretamente?, ¿qué virus?

La doctora Chen miró fugazmente al doctor Zollner. No me gusta que los testigos hagan eso, es como cuando, en béisbol, el lanzador recibe una señal del entrenador para arrojar la pelota con efecto, baja o como sea. La señal del doctor Zollner debió de ser para un lanzamiento directo, porque la doctora Chen respondió sin rodeos:

—Ébola.

Se hizo un silencio.

—El Ébola de los simios, de los monos, naturalmente —dijo entonces el doctor Zollner—. Podía habérselo dicho antes —agregó—, pero consideré que preferirían una explicación más completa por parte de una de las colegas de los Gordon —añadió después de mirar a la doctora Chen.

—Los Gordon intentaban alterar genéticamente el virus Ébola de los simios para que no pudiera provocar la enfermedad —prosiguió la doctora Chen— pero produjera una reacción inmune en el animal. Hay muchas variantes del virus Ébola y no estamos siquiera seguros de cuál de ellas puede cruzar la barrera entre especies…

—¿Se refiere a infectar a las personas? —preguntó Max.

—Sí, infectar a los seres humanos. Éste es un primer paso importante para el desarrollo de una vacuna contra el Ébola humano.

—La mayor parte de nuestro trabajo se ha llevado a cabo con lo que ustedes denominarían ganado —agregó el doctor—, animales criados para la alimentación y el cuero. Sin embargo, a lo largo de los años, ciertos departamentos gubernamentales nos han encargado otras clases de investigación.

—¿Cómo los militares interesados en la guerra biológica? —pregunté.

—Esta isla constituye un lugar único, aislado —dijo el doctor Zollner, en lugar de responder directamente a mi pregunta—, pero está cerca de centros principales de transporte y comunicación, así como de las mejores universidades del país y de numerosos científicos de gran capacidad intelectual. Además, estas instalaciones están técnicamente muy avanzadas. Así que además de trabajar para los militares, lo hacemos también para otros departamentos, nacionales y extranjeros, cuando se presenta algo inusual o potencialmente peligroso para los seres humanos. Como el Ébola.

—En otras palabras, ¿podría decirse que aquí alquilan habitaciones? —pregunté.

—Son unas instalaciones muy amplias —respondió Zollner.

—¿Trabajaban los Gordon para el Departamento de Agricultura de Estados Unidos? —pregunté.

—No estoy autorizado a revelarlo.

—¿De dónde procedían sus salarios?

—Todos los salarios proceden del Departamento de Agricultura de Estados Unidos.

—Pero no todos los científicos que reciben su salario del Departamento de Agricultura de Estados Unidos trabajan para dicho departamento, ¿no es cierto?

—No estoy dispuesto a mantener una discusión semántica con usted, señor Corey —respondió el doctor Zollner y miró a la doctora Chen—. Prosiga, por favor.

—Hay tantas etapas y facetas en este trabajo —dijo ella— que nadie puede ver la imagen global salvo el supervisor del proyecto. Ése era Tom. Judy era su ayudante. Además, ambos eran excelentes investigadores. Retrospectivamente, ahora puedo comprender lo que hacían; consistía en encargar pruebas sobre procedimientos, que eran una especie de pista falsa, y a veces le comunicaban a alguno de los que estábamos vinculados al proyecto que habían llegado a un callejón sin salida. Controlaban minuciosamente las pruebas clínicas en los simios y los cuidadores de los animales no estaban bien informados. Tom y Judy eran los únicos que poseían toda la información.

»No creo que al principio se propusieran engañar a nadie… —prosiguió después de reflexionar unos instantes—. Me parece que, cuando se percataron de lo cerca que estaban de conseguir una vacuna eficaz contra el Ébola de los simios, vislumbraron las posibilidades de transferir el descubrimiento a un laboratorio privado, donde la siguiente etapa lógica sería una vacuna humana. Tal vez creyeran que eso era lo mejor para el interés de la humanidad. O puede que consideraran que podrían desarrollar esa vacuna con mayor rapidez y eficacia fuera de este lugar, que, como la mayoría de los departamentos gubernamentales, se caracteriza por su lentitud y su papeleo.

—Ciñámonos a la teoría de la rentabilidad, doctora Chen —dijo Max—. El interés de la humanidad no acaba de convencerme.

La doctora se encogió de hombros.

—¿Puedo echar una ojeada? —preguntó Beth después de señalar el microscopio.

—Son Ébola muertos, evidentemente —respondió la doctora—. Los vivos se encuentran sólo en la zona cinco. Pero puedo mostrarles Ébola vivos sin ningún peligro, grabados en vídeo.

Encendió el televisor y pulsó el botón del reproductor de vídeo. Cuando se iluminó la pantalla aparecieron cuatro cristales casi transparentes, de un tono ligeramente rosado, tridimensionales, que me recordaron un prisma. Si estaban vivos, jugaban a estatuas.

—Como les decía —prosiguió la doctora—, yo elaboro un diagrama de la estructura molecular, a fin de que los ingenieros genéticos puedan seccionar y combinar sus partes, propagar el virus alterado e inyectárselo a un simio. Pueden producirse tres respuestas distintas: el simio contrae Ébola y muere, no contrae el virus pero tampoco produce anticuerpos o no contrae Ébola pero produce anticuerpos. Este último es el resultado al que aspiramos; significa que disponemos de una vacuna, pero no necesariamente una vacuna eficaz ni desprovista de peligro. Puede que el simio desarrolle Ébola más adelante o, lo más probable, que cuando le inyectemos el virus natural los anticuerpos no sean eficaces para vencer la enfermedad; una reacción inmunitaria excesivamente débil. O que ésta no proteja contra todas las variedades del virus. Es un trabajo muy frustrante. Desde un punto de vista molecular y genético, los virus son sencillos, pero constituyen un reto muy superior al de las bacterias por su facilidad de mutación, su difícil comprensión y la dificultad para matarlos. En realidad, cabe preguntarse si esos cristales están realmente vivos, de acuerdo con lo que entendemos por vivos. Mírenlos, parecen bloques de hielo.

Todos contemplamos los cristales de la pantalla; tenía razón, parecían fragmentos desprendidos de una araña de cristal. Era difícil creer que esos especímenes, así como sus hermanos y primos, fueran los causantes de tanta desolación y muerte entre los seres humanos, por no mencionar los animales. Había algo aterrador en un organismo que parecía muerto pero cobraba vida al invadir un cuerpo y se reproducía con tanta rapidez que podía matar a una persona sana de noventa kilos en cuarenta y ocho horas. ¿En qué pensaba Dios?

La doctora Chen apagó el televisor.

Beth le preguntó por la conducta de los Gordon el día anterior por la mañana y respondió que parecían algo tensos. Judy se había quejado de que padecía jaqueca y decidieron regresar a casa. Eso no había sorprendido a nadie.

—¿Cree que ayer se llevaron algo de aquí? —pregunté directamente a la doctora.

—No lo sé —respondió después de reflexionar unos instantes—. ¿Cómo podría saberlo?

—¿Sería difícil sacar algo de aquí a escondidas? —preguntó Beth—. ¿Cómo lo haría usted?

—Pues… podría coger un tubo de ensayo de aquí, o incluso de otro laboratorio, ir al lavabo y meter el tubo en un orificio del cuerpo. Nadie echaría de menos un solo frasco, especialmente si no ha sido registrado e identificado. Luego iría a las duchas, arrojaría la ropa del laboratorio a una cesta, me ducharía y me dirigiría a mi taquilla. Entonces sacaría el frasco de donde lo hubiera insertado y lo guardaría en mi bolso. Me vestiría, saldría por el vestíbulo, cogería el autobús que conduce al transbordador y me iría a mi casa. Nadie mira cuando te duchas. No hay cámaras. Usted misma podrá comprobarlo cuando se vayan.

—¿Y los objetos de mayor tamaño?, ¿los que son demasiado grandes para… bueno, ya sabe? —pregunté.

—Todo lo que quepa bajo la bata puede llegar a las duchas. Allí es donde uno tiene que ser listo. Por ejemplo, si llevara una placa de gel a las duchas, podría esconderla en la toalla.

—También podría ocultarla en la cesta de la ropa sucia —dijo Beth.

—No, porque no podría regresar a por ella. La ropa se descontamina. En realidad, después de usar la toalla se arroja a otra cesta. Entonces alguien que vigilara podría ver si lleva algo consigo. Pero si uno se ducha a una hora inusual, lo más probable es que esté solo.

Intenté imaginar a Judy o Tom sacando algo clandestinamente de ese edificio el día anterior por la tarde, cuando estaban solos en las duchas.

—Si se supone que todo lo que hay aquí está en cierta medida contaminado, ¿por qué puede querer alguien introducirse un frasco en el cuerpo? —pregunté.

—Antes se llevaría a cabo cierta descontaminación, por supuesto —respondió la doctora Chen—. Se lavaría las manos con un jabón especial en el lavabo y podría utilizar un preservativo para el frasco o un tubo de ensayo, unos guantes esterilizados o látex para objetos de mayores dimensiones. Hay que ser cuidadoso, pero no paranoico.

»En cuanto a los datos informatizados —prosiguió la doctora Chen—, se transmiten automáticamente de la zona de biocontención a los despachos de la zona administrativa, así que no es necesario robar disquetes ni cintas. Y el procedimiento habitual con las notas escritas a mano o mecanografiadas, los diagramas y otras cosas por el estilo consiste en mandarlos por fax a tu propio despacho. Hay fax por todas partes, como pueden comprobar, y todos los despachos de la zona administrativa disponen de su propio fax. Ésa es la única forma de sacar las notas de aquí. Años atrás era preciso utilizar un papel especial, lavarlo con líquido descontaminador, dejarlo secar y recogerlo al día siguiente. Ahora, con el fax, las notas te esperan en tu despacho.

Asombroso, pensé. Apuesto a que a los inventores del fax nunca se les ocurrió esa aplicación. Imaginé un anuncio por televisión: «¿Notas de laboratorio cubiertas de gérmenes? Mándelas por fax a su despacho. Usted debe ducharse, pero las notas no tienen por qué hacerlo». O algo por el estilo.

—¿Cree usted que los Gordon sacaron de aquí algo peligroso para los seres vivos? —preguntó Beth sin rodeos.

—Oh, no. No, no —respondió la doctora—. Si se llevaron algo, no era patógeno. Sería algo terapéutico, beneficioso, algún antídoto o como quiera llamarlo; algo provechoso. Apostaría mi vida.

—Todos nos la apostamos —dijo Beth.

Dejamos a la doctora Chen en la sala de rayos X y proseguimos con nuestra visita.

—Como les dije anteriormente, y la doctora Chen parece estar de acuerdo —comentó el doctor Zollner mientras caminábamos—, si los Gordon robaron algo, fue una vacuna vírica genéticamente alterada. Probablemente, una vacuna contra el Ébola, puesto que en eso consistía esencialmente su trabajo.

Todo el mundo parecía estar de acuerdo. Mi propia impresión era que la doctora Chen había estado excesivamente impecable y que no tenía tanta amistad con los Gordon como ella o el doctor Zollner afirmaban.

—Entre las enfermedades víricas que estudiamos —explicó el doctor mientras circulábamos por aquel laberinto de pasillos— se encuentran el catarro maligno y la fiebre hemorrágica congoleña. También estudiamos distintas variedades de neumonía, raquitismo, una amplia gama de enfermedades bacterianas y parasitarias.

—Doctor, yo apenas logré un suficiente en biología y eso fue porque copié en el examen. Me he perdido con esa retahíla de enfermedades. Pero permítame que le formule una pregunta: ¿No tienen ustedes que producir grandes cantidades de esos materiales para poder estudiarlos?

—Sí, pero puede estar seguro de que no disponemos de la capacidad para producir cantidades suficientes de ningún organismo para la guerra biológica, si a eso se refiere.

—Me refiero a actos terroristas aislados. ¿Producen suficientes gérmenes para eso?

—Tal vez —respondió después de encogerse de hombros.

—De nuevo con las dudas, doctor.

—Bueno, sí, lo suficiente para un acto terrorista.

—¿Es cierto —pregunté— que un tarro de café repleto de ántrax y dispersado por el aire en la isla de Manhattan podría causar la muerte de doscientas mil personas?

—Es posible —respondió después de reflexionar unos instantes—. ¿Quién sabe? Depende del viento, si es verano, la hora del almuerzo…

—Mañana por la noche en hora punta.

—De acuerdo… doscientas mil. Trescientas mil. Un millón. No importa porque nadie lo sabe, ni nadie dispone de un tarro lleno de ántrax. De eso puede estar seguro. Nuestro inventario ha sido muy detallado en ese sentido.

—Me alegro. Pero ¿no tanto en otros sentidos?

—Como ya le he dicho, si falta algo, es una vacuna antivírica. Eso era en lo que trabajaban los Gordon. Ya lo verá. Mañana todos ustedes seguirán vivos. Y pasado mañana y al día siguiente. Pero, dentro de unos seis meses, alguna empresa farmacéutica o algún gobierno extranjero anunciarán el descubrimiento de una vacuna contra el Ébola y la Organización Mundial de la Salud comprará doscientas mil dosis para empezar. Entonces, cuando averigüen quién se está enriqueciendo con esa vacuna, descubrirán al asesino.

—Queda usted contratado, doctor —dijo por fin Max después de unos segundos de silencio.

Todos nos reímos. En realidad, todos queríamos creer, todos creíamos, nos sentíamos tan aliviados que estábamos en las nubes, flotando por la buena noticia, emocionados ante la perspectiva de no despertar con alguna infección terminal, y nadie se concentraba tanto en el caso como al principio, salvo yo.

El doctor Zollner siguió mostrándonos distintas salas mientras hablaba de diagnósticos, de la producción reactiva, de la investigación monoclónica de anticuerpos, de la ingeniería genética, de los virus de origen parasitario, de la producción de vacunas, etcétera. Era abrumador.

Se necesitaba ser un poco raro para dedicarse a esa clase de trabajo, pensé, y los Gordon, que para mí eran personas normales, debían de parecer extravagantes al lado de sus colegas, que eran como el doctor Zollner los había descrito.

—Sí, mis científicos son bastante introvertidos… —respondió cuando se lo mencioné—, como la mayoría de los científicos. ¿Conoce usted la diferencia entre un biólogo introvertido y otro extrovertido?

—No.

—El biólogo extrovertido le mira los zapatos a usted mientras hablan.

Zollner soltó una sonora carcajada e incluso yo tuve que reírme, aunque no me gusta que alguien me eclipse. Pero estábamos en su laboratorio.

Visitamos los lugares donde se trabajaba en el proyecto de los Gordon y vimos también su propio laboratorio.

—Como directores del proyecto —dijo el doctor Zollner en el laboratorio de los Gordon—, su función primordial consistía en supervisar, pero también realizaban algún trabajo aquí.

—¿Nadie más utilizaba este laboratorio? —preguntó Beth.

—Bueno, estaban los ayudantes. Pero este laboratorio era el dominio privado del doctor y la doctora Gordon. Tenga la seguridad de que he pasado una hora aquí esta mañana, en busca de algo inusual, pero evidentemente no dejaron nada que pudiera incriminarlos.

Asentí. En realidad, puede que anteriormente hubiera habido pruebas incriminatorias, pero si el día anterior fue el momento en que culminó el trabajo secreto de los Gordon y se llevó a cabo el robo definitivo, era de suponer que esterilizaran el lugar por la mañana o el día anterior. Pero eso presuponía creer en esa idea de la vacuna del Ébola y yo no estaba seguro.

—Se supone que no debe entrar en el lugar de trabajo de unas víctimas de homicidio para mirar, tocar o retirar algo de su interior —dijo Beth.

El doctor Zollner se encogió de hombros, como era normal dadas las circunstancias.

—¿Cómo se supone que debo saberlo? ¿Conoce usted mi trabajo?

—Sólo quiero que lo sepa… —respondió Beth.

—¿Para la próxima ocasión? De acuerdo, cuando dos de mis mejores científicos sean asesinados me guardaré de entrar en su laboratorio.

Beth Penrose era bastante lista para no insistir y guardó silencio.

Me pareció que la señora Según-las-normas no manejaba muy bien las circunstancias especiales de aquel caso, aunque no le reprochaba que intentara hacerlo correctamente. Si hubiera formado parte de la tripulación del Titanic, habría obligado a todo el mundo a firmar por recoger los chalecos salvavidas.

Miramos por el laboratorio, pero no había ningún cuaderno de notas, ninguna probeta con una etiqueta que dijera «Eureka», ningún mensaje críptico en la pizarra, ningún cadáver en el armario ni, en realidad, nada que una persona normal pudiera entender. Si allí había habido algo interesante o incriminatorio, había desaparecido gracias a los Gordon, a Zollner o incluso a Nash y Foster, si es que habían llegado tan lejos durante su visita anterior.

De modo que permanecí allí e intenté comunicarme con los espíritus, que posiblemente ocupaban todavía aquel lugar: Judy, Tom… dadme una pista, una señal.

Cerré los ojos y esperé. Fanelli asegura que los muertos le hablan. Identifican a sus asesinos, pero siempre hablan en polaco o en español y a veces en griego, de modo que no logra comprenderlos. Creo que me toma el pelo. Está más loco que yo.

Lamentablemente, la visita al laboratorio de los Gordon fue infructuosa y seguimos adelante.

Hablamos con una docena de científicos que habían trabajado con los Gordon. Era evidente que Tom y Judy le caían bien a todo el mundo, que Tom y Judy eran brillantes, que Tom y Judy eran incapaces de matar una mosca, a no ser que con ello progresara la ciencia al servicio de la humanidad, que los Gordon, a pesar del cariño y respeto que inspiraban, eran diferentes y que los Gordon, escrupulosamente honestos en el trato personal, probablemente engañarían al gobierno y robarían una vacuna que valía su peso en oro, como alguien dijo. Me dio la impresión de que todos recitaban el mismo guión.

Seguimos andando y subimos por una escalera que conducía al primer piso. Me dolía la pierna lastimada y mi pulmón herido resoplaba con tanta fuerza que creí que todo el mundo lo oiría.

—Creí que esto no sería agotador —le dije a Max.

Él me miró y forzó una sonrisa.

—A veces siento claustrofobia —respondió en voz baja.

—Yo también.

En realidad, no se trataba de claustrofobia. Como a la mayoría de los hombres intrépidos y valientes, yo incluido, a Max no le gustaban los peligros a los que no podía enfrentarse pistola en mano.

El doctor Zollner hablaba de los programas de formación que tenían lugar en el centro, de los científicos que lo visitaban, los estudiantes poslicenciados y los veterinarios que acudían de todo el mundo para aprender y enseñar. También habló de los programas en los que el centro cooperaba, en lugares como Israel, Kenya, México, Canadá e Inglaterra.

—En realidad —dijo—, los Gordon fueron a Inglaterra hace aproximadamente un año. Al laboratorio de Pirbright, al sur de Londres. Es nuestro laboratorio gemelo.

—¿Reciben alguna vez visitas del Cuerpo Químico del Ejército? —pregunté.

—Diga lo que diga, usted siempre tiene algo que preguntar —contestó el doctor—. Me alegro de que escuche.

—Escucho pero no oigo la respuesta a mi pregunta.

—La respuesta es que a usted no le concierne, señor Corey.

—Se equivoca, doctor. Si sospechamos que los Gordon robaron organismos que pudieran utilizarse en la guerra biológica y que ésa pudo haber sido la razón de su muerte, debemos saber si aquí existen dichos organismos. En otras palabras, ¿hay en este edificio especialistas en guerra biológica?, ¿trabajan aquí?, ¿hacen aquí sus experimentos?

El doctor Zollner miró fugazmente a los señores Foster y Nash antes de responder.

—Faltaría a la verdad si afirmara que nunca nos visita ningún miembro del Cuerpo Químico del Ejército. Están sumamente interesados en las vacunas y antídotos contra los peligros biológicos… El gobierno de Estados Unidos no estudia, promociona, ni produce agentes ofensivos para la guerra biológica, pero sería un suicidio nacional no estudiar medidas defensivas para que un día, cuando ese malvado con el tarro de ántrax circule en su barca por Manhattan, estemos en condiciones de proteger a la población. Pero le aseguro que los Gordon no tenían ninguna relación con nadie del ejército, no trabajaban en ese campo, ni tenían acceso a nada tan mortífero…

—Salvo el Ébola.

—Usted escucha realmente. Ojalá mi personal prestara tanta atención. ¿Pero por qué interesarse por el Ébola como arma? Tenemos ántrax. Tratar de mejorar el ántrax es como intentar superar la pólvora. El ántrax es fácil de propagar, fácil de manejar, se dispersa sin dificultad por el aire, mata con la lentitud suficiente para que la población lo extienda y causa tantos heridos como muertos, lo que origina el derrumbamiento del sistema sanitario del enemigo. Sin embargo, oficialmente, no disponemos de bombas ni misiles cargados con ántrax. La cuestión es que si los Gordon hubieran intentado desarrollar un arma biológica para venderla a una potencia extranjera, no se habrían molestado con el Ébola. Eran demasiado listos para eso. Así que abandone esa sospecha.

—Me siento mucho mejor. Por cierto, ¿cuándo fueron los Gordon a Inglaterra?

—Veamos… en mayo del año pasado. Recuerdo que sentí envidia de que visitaran Inglaterra en mayo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Doctor, ¿saben siempre los científicos por qué formulan ciertas preguntas?

—No siempre.

—Supongo que el gobierno pagó todos los gastos del viaje de los Gordon a Inglaterra.

—Por supuesto, era un viaje de trabajo. Por cierto —añadió después de una breve pausa—, se tomaron una semana de vacaciones en Londres por cuenta propia. Sí, ahora lo recuerdo.

Asentí. Lo que no recordaba era ningún gasto excesivo en las cuentas de sus tarjetas de crédito en mayo o junio del año anterior. Me pregunté dónde habrían pasado aquella semana. No en un hotel londinense, a no ser que se hubieran marchado sin pagar. Tampoco recordaba ninguna retirada importante de fondos. Algo en qué pensar.

El problema de formular preguntas realmente inteligentes en presencia de Foster y Nash era que oían las respuestas. Y, aunque inicialmente no comprendieran el porqué de las preguntas, eran lo suficientemente inteligentes para saber que, al contrario de lo que le había dicho a Zollner, la mayoría de las preguntas tenían su razón de ser.

Caminamos por un largo pasillo sin que nadie dijera palabra, hasta que el doctor Zollner rompió el silencio.

—¿Oyen eso? —preguntó después de detenerse y llevarse la mano a la oreja—. ¿No lo oyen?

Permanecimos todos inmóviles, a la escucha.

—¿El qué? —preguntó finalmente Foster.

—Un retumbo. Algo retumba. Es…

Nash se agachó y colocó las palmas de las manos en el suelo.

—¿Un terremoto?

—No —respondió Zollner—, mi estómago. Tengo hambre —agregó con una carcajada, golpeando su abultada barriga—. Anímense —añadió con su acento alemán, que lo hizo parecer todavía más gracioso.

Todo el mundo sonrió, a excepción de Nash, que se irguió torpemente y se sacudió las manos.

Zollner se acercó a una puerta roja, sobre la que había seis letreros de aspecto oficial: «Peligro biológico», «Radiactividad», «Residuos químicos», «Alto voltaje», «Peligro de envenenamiento» y, por último, «Residuos humanos sin procesar». Abrió la puerta y declaró:

—El comedor.

Dentro de aquella sala de hormigón blanco había una docena de mesas vacías, un fregadero, un frigorífico, un horno de microondas, tablones de anuncios cubiertos de mensajes y comunicados, un refrigerador de agua y una cafetera, pero ninguna máquina dispensadora de comida, ya que nadie estaba dispuesto a entrar allí para atenderlas. Sobre una mesa había un fax junto al menú del día, papel y lápiz.

—Invito yo —dijo el doctor Zollner y escribió todo lo que deseaba comer, incluida la sopa del día, que era de carne.

No quise preguntarme de dónde procedía el animal.

Por primera vez desde que había abandonado el hospital pedí gelatina y, por primera vez en mi vida, no pedí carne.

Los demás tampoco parecían particularmente hambrientos y todos pidieron ensaladas.

—Aquí, la hora de comer no empieza hasta la una —dijo el doctor Zollner después de mandar la orden por fax—, pero nos servirán de prisa porque yo se lo he pedido.

El doctor sugirió que nos laváramos las manos y todos lo hicimos en el fregadero, con un jabón líquido color castaño que olía a yodo.

Nos servimos todos café y nos sentamos. Aparecieron otras personas que también se sirvieron café, cogieron algo del frigorífico o mandaron su pedido por fax. Consulté mi reloj y vi mi muñeca.

—Si hubiera entrado con el reloj —dijo Zollner—, habría tenido que descontaminarlo y guardarlo diez días en cuarentena.

—Mi reloj no sobreviviría a una descontaminación.

Eché una ojeada al reloj de pared. Era la una menos cinco.

Charlamos unos minutos. Se abrió la puerta y entró un individuo de bata blanca que empujaba un carro de acero inoxidable parecido a cualquier otro carro de comedor, salvo que estaba cubierto por una hoja de plástico.

El doctor Zollner retiró el plástico, lo arrojó a una papelera, como buen anfitrión nos entregó a cada uno lo que habíamos pedido y le indicó al individuo del carro que podía retirarse.

—¿Ahora ese individuo tendrá que ducharse? —preguntó Max.

—Sí, por supuesto. El carro pasará a una sala de descontaminación y lo recogerán más tarde.

—¿Es posible utilizar ese carro para sacar clandestinamente algo voluminoso? —pregunté.

El doctor estaba organizando su cuantiosa comida sobre la mesa, con la pericia de un experto comensal.

—Ahora que lo menciona —respondió después de levantar la cabeza—, sí. Ese carro es lo único que se desplaza regularmente entre la zona administrativa y la de biocontención. Pero si lo utilizara para sacar algo clandestinamente, necesitaría la colaboración de otras dos personas. La persona que lo trae y lo retira, y luego la persona que lo lava y lo devuelve a la cocina. Es usted muy listo, señor Corey.

—Pienso como un delincuente.

Soltó una carcajada y hundió la cuchara en su sopa de carne. ¡Qué asco!

Observé al doctor Zollner mientras saboreaba mi gelatina de lima. Me gustaba ese tipo; era divertido, amable, acogedor y listo. Evidentemente, mentía como un condenado, pero otros le habían obligado a hacerlo. Para empezar, probablemente esos dos payasos sentados al otro lado de la mesa y Dios sabe quién más le había dado órdenes desde Washington por teléfono durante toda la mañana, mientras nosotros deambulábamos por las ruinas y recibíamos folletos sobre la peste porcina, los testículos azules o lo que fuera. Entretanto, el doctor había dado instrucciones a la doctora Chen, cuya perfección era ligeramente excesiva. Entre todas las personas a las que podíamos haber interrogado, Zollner nos llevó a la doctora Chen, cuyo trabajo parecía sólo superficialmente relacionado con el de los Gordon. Además, nos la había presentado como buena amiga de los Gordon, lo que no era cierto; nunca había oído su nombre hasta el día de hoy. Y luego estaban los demás científicos con los que habíamos hablado brevemente, antes de que Zollner nos obligara a proseguir con nuestro recorrido, que seguían la misma línea que Chen.

Había gato encerrado en aquel lugar y estaba seguro de que eso había sido siempre así.

—No creo su versión sobre la vacuna del Ébola —dije—. Sé lo que oculta y por qué lo hace.

El doctor dejó de masticar, lo que suponía un esfuerzo para él, y me miró fijamente.

—Son los extraterrestres de Roswell, ¿no es cierto, doctor? Los Gordon estaban a punto de destruir la tapadera de los extraterrestres.

La sala estaba realmente silenciosa e incluso algunos de los demás científicos nos miraban. Finalmente sonreí y dije:

—Ya sé qué es esta gelatina verde: cerebro de extraterrestre. Me estoy comiendo las pruebas.

Todo el mundo se rio y soltó alguna carcajada. Zollner se rio tan a gusto que estuvo a punto de atragantarse. Hay que reconocer que soy gracioso. Zollner y yo podríamos formar un gran dúo: Corey y Zollner. Tal vez sería mejor que Expediente Corey.

Volvimos a concentrarnos en la comida y la charla. Observé a mis compañeros. George Foster se había puesto un poco nervioso cuando mencioné que no creía en lo de la vacuna del Ébola, pero ahora estaba tranquilo y degustaba su alfalfa germinada. Ted Nash parecía haberse puesto menos nervioso y más asesino. Independientemente de lo que sucediera allí, aquél no era el momento ni el lugar de proclamar a voces que mentían. Beth y yo nos miramos a los ojos y, como de costumbre, no pude dilucidar si la divertía o estaba enojada conmigo. El camino al corazón de una mujer pasa por la risa. A las mujeres les gustan los hombres que las divierten. Creo.

Miré a Max, que parecía menos angustiado en aquella sala casi normal. Daba la impresión de disfrutar de su ensalada de tres alubias, que no debería figurar en la carta de un lugar cerrado.

Seguimos comiendo y la conversación se centró de nuevo en la posible vacuna robada.

—Antes, alguien ha mencionado que esa vacuna podría valer su peso en oro —dijo el doctor Z— y eso me ha recordado que varias de las vacunas que probaban los Gordon tenían un halo dorado. Recuerdo que en una ocasión los Gordon se refirieron a las vacunas como oro líquido. El comentario me pareció curioso, tal vez porque aquí nunca hablamos en términos de dinero o rentabilidad…

—Claro que no —respondí—. Esto es una institución gubernamental. No es su dinero, ni tienen que obtener beneficio alguno.

—Igual que en su trabajo, caballero —sonrió el doctor Zollner.

—Exactamente lo mismo. En todo caso, ahora creemos que los Gordon recuperaron el sentido común, dejaron de sentirse satisfechos trabajando por amor a la ciencia con un salario gubernamental, descubrieron el capitalismo y fueron a por oro.

—Correcto —respondió el doctor Zollner—. Ha hablado usted con sus colegas, ha visto lo que hacían aquí y ahora sólo puede sacar una conclusión. ¿Por qué sigue siendo escéptico?

—No lo soy —mentí. Era tan escéptico como debe serlo un policía neoyorquino, pero sin querer ofender al doctor Zollner ni a los señores Foster o Nash—. Sólo pretendo asegurarme de que todo encaja. Tal como yo lo veo, puede que el asesinato de los Gordon no tuviera nada que ver con su trabajo aquí, en cuyo caso seguimos todos una pista falsa, o si su asesinato estaba relacionado con su trabajo, lo más probable es que estuviera vinculado al robo de una vacuna vírica que vale millones de dólares. Oro líquido. Y parecería que los Gordon fueron víctimas de un engaño, o tal vez intentaran engañar a su socio y fueron asesinados…

Tilín. Caramba, ahí estaba de nuevo. ¿Pero el qué? Estaba ahí, no podía verlo, pero oía su eco y sentía su presencia. ¿Qué era?

—¿Señor Corey?

—¿Cómo?

Los ojos azules y parpadeantes del doctor Zollner me observaban a través de sus pequeñas gafas de montura metálica.

—¿Se le ha ocurrido algo?

—No. Es decir, sí. Si yo he tenido que quitarme el reloj, ¿por qué conserva usted sus gafas?

—Es la única excepción. Hay un baño para gafas a la salida. ¿Le ha provocado eso otra idea o teoría razonable?

—Placas de gel disimuladas como gafas.

—Absurdo —respondió moviendo la cabeza—. Creo que las placas salieron de aquí en el carro de la comida.

—Claro.

—¿Seguimos? —dijo el doctor Zollner después de consultar el reloj de la pared.

Todos nos levantamos y depositamos nuestros utensilios de plástico y de papel en un cubo rojo, con una bolsa de plástico también roja.

—Ahora entraremos en la zona tres —dijo el doctor Zollner cuando llegamos al pasillo—. Existe un mayor riesgo de contagio en esta zona, evidentemente, de modo que si alguno de ustedes prefiere no entrar, mandaré a alguien que le acompañe a las duchas.

Todo el mundo parecía ansioso por penetrar en las entrañas del infierno. Bueno, puede que eso sea una exageración. Cruzamos una puerta roja con las palabras «Zona tres». Ahí, según nos contó Zollner, sus investigadores trabajaban con patógenos vivos: parásitos, virus, bacterias, hongos y demás porquerías. Nos mostró un laboratorio donde había una mujer sentada en un taburete, frente a una especie de hueco en la pared. Llevaba puesta una máscara y tenía las manos protegidas con guantes de látex. Frente a su cara había una pantalla de plástico, semejante a la que protege las ensaladas en los restaurantes, pero no manipulaba hojas de lechuga.

—Hay un respiradero en la abertura donde se encuentran los elementos patógenos —dijo Zollner—, de modo que el riesgo de que algo flote en la sala es reducido.

—¿Por qué lleva ella una máscara y nosotros no? —preguntó Max.

—Buena pregunta —comenté.

—Ella está mucho más cerca de los agentes patógenos —respondió Zollner—. Si desean acercarse, les conseguiré unas máscaras.

—Paso —dije.

Los demás tampoco quisieron aproximarse.

El doctor Zollner se acercó a la mujer e intercambió con ella unas palabras inaudibles.

—Trabaja con el virus que causa la enfermedad de la lengua azul —dijo cuando se reunió de nuevo con nosotros—. Puede que me haya acercado demasiado —agregó al cabo de unos instantes, sacó la lengua, que estaba completamente azul, y bajó la mirada para examinarla—. ¡Dios mío…! ¿O será la tarta de arándanos que he comido de postre?

Soltó una carcajada y todos nos reímos. A decir verdad, aquel humor negro empezaba a perder la gracia, incluso para mí, a pesar de mi gran tolerancia para los chistes malos.

Abandonamos la sala.

Esa parte del edificio parecía menos frecuentada que la zona dos y las personas que vi tenían un aspecto menos alegre.

—Aquí no hay mucho que ver —dijo Zollner—, pero basta que yo lo diga para que el señor Corey insista en mirar todos los recovecos del lugar.

—Caramba, doctor Zollner, ¿le he dado pie para que diga esas cosas sobre mí?

—Sí.

—Bien, entonces veamos todos los recovecos del lugar.

Oí algunas quejas, pero el doctor Z dijo:

—Muy bien, síganme.

Pasamos la media hora siguiente examinando recovecos y la verdad es que en la zona tres todo parecía igual: sala tras sala, hombres y mujeres que examinaban preparaciones de limo, sangre y tejido de animales vivos y muertos a través de microscopios. Algunas de esas personas comían su almuerzo mientras manipulaban esas sustancias asquerosas.

Hablamos con otra docena de personas, aproximadamente, que conocían a Tom y Judy o habían trabajado con ellos y, si bien nos formábamos una idea cada vez más completa de su trabajo, no aprendíamos gran cosa respecto a su forma de pensar.

No obstante, me parecía un ejercicio útil. Me gusta grabar en mi cabeza el entorno del fallecido y luego, generalmente, se me ocurre algo brillante con lo que seguir. A veces, basta charlar tranquilamente con amigos, parientes y colegas para que surja alguna palabra que conduzca a la solución. Ocurre de vez en cuando.

—La mayoría de estos virus y bacterias no pueden cruzar la barrera entre especies —explicó Zollner—. Podrían beberse una probeta llena del virus de la glosopeda y lo único que haría sería revolverles el estómago, pero basta la cantidad que cabe en la punta de un alfiler para matar una vaca.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque la estructura genética del virus debe ser capaz de… bueno, de mezclarse con una célula para infectarla. Las células humanas no se mezclan con el virus de la glosopeda.

—Pero hay pruebas de que la enfermedad de las vacas locas ha infectado a algunos seres humanos —dijo Beth.

—Todo es posible. Ésa es la razón por la que tomamos muchas precauciones. Los bichos muerden.

En realidad, los bichos chupan.

—Aquí trabajamos con parásitos —dijo Zollner cuando entramos en otra sala muy bien iluminada—. El peor son las larvas de Lucilia macellaria. Hemos encontrado una forma astuta de controlar esa enfermedad. Hemos descubierto que el macho y la hembra de Lucilia macellaria se aparean una sola vez en la vida, de modo que hemos esterilizado a millones de machos con rayos gamma y los hemos arrojado desde un avión sobre Centroamérica. Cuando el macho se aparea con la hembra no producen descendientes. Inteligente, ¿no les parece?

—¿Pero queda la hembra satisfecha? —tuve que preguntar.

—Eso parece —respondió Zollner—; nunca vuelve a intentarlo.

—Hay otra forma de verlo —comentó Beth.

—Por supuesto —dijo él con una carcajada—. El punto de vista femenino.

Concluida la broma, observamos las larvas de Lucilia macellaria bajo el microscopio. Asquerosas.

Visitamos otros laboratorios y salas donde criaban y almacenaban horribles microbios y parásitos, así como toda clase de lugares extraños cuyo propósito y función apenas comprendía.

Recordé que mis amigos, Tom y Judy, cruzaban esas puertas y entraban en muchas de esas salas y laboratorios todos los días. Pero no por ello parecían deprimidos ni angustiados. Por lo menos a mi parecer.

—Esto es todo en la zona tres —dijo por fin el doctor Z—. Ahora debo preguntarles una vez más si desean proseguir. La zona cuatro es la más contaminada de todas las zonas, más incluso que la zona cinco. En la zona cinco se usa permanentemente un traje de protección bioquímica y un respirador, y se descontamina todo con frecuencia. En realidad, hay una ducha especial para dicha zona. Pero en la zona cuatro es donde verán a los animales en sus corrales, animales enfermos y moribundos, así como el incinerador y las salas de autopsia si lo desean. Por consiguiente, aunque clínicamente tratamos sólo patologías animales, aquí puede haber elementos patógenos flotando en el ambiente. Eso significa gérmenes en el aire —agregó.

—¿Utilizaremos mascarillas? —preguntó Max.

—Si lo desean —respondió Zollner y miró a su alrededor—. Muy bien. Síganme.

Nos acercamos a otra puerta roja, sobre la que figuraban las palabras «Zona cuatro» y el símbolo de peligro biológico. Algún gracioso había pegado a la puerta una grotesca ilustración de una calavera y unos huesos cruzados, con una serpiente que salía de una de las ranuras del cráneo y penetraba en una de las cuencas oculares. Salía también una araña por su boca sonriente.

—Creo que Tom fue el responsable de esa cosa horripilante —dijo el doctor Zollner—. Los Gordon alegraban un poco este lugar.

—Eso parece.

Hasta que murieron.

Nuestro anfitrión abrió la puerta roja y entramos en una especie de antesala. En la pequeña sala había un carro metálico con una caja de guantes de látex y otra de mascarillas de papel.

—Para quien lo desee —dijo el doctor Z.

Eso era como decir que los paracaídas o los chalecos salvavidas eran optativos. La cuestión es: o son necesarios, o no lo son.

—No es obligatorio —aclaró Zollner—. En todo caso, luego nos ducharemos. Personalmente no me molesto en usar guantes o mascarilla. Demasiado engorroso. Pero puede que ustedes se sientan más cómodos.

Tuve la sensación de que nos retaba, como si dijera «Yo siempre tomo el atajo por el cementerio, pero si prefieres dar un rodeo, allá tú, debilucho».

—Esto no puede estar más sucio que mi cuarto de baño —dije.

—Probablemente está mucho más limpio —dijo el doctor Zollner y sonrió.

Al parecer nadie quiso que le tomaran por cobarde y practicar una buena profilaxis, que es como los pequeños microbios nos atrapan a fin de cuentas, de modo que cruzamos la segunda puerta roja y nos encontramos en una especie de pasillo gris, como en las demás zonas de biocontención. Sin embargo, aquí las puertas eran más anchas y tenían una barra metálica.

—Son puertas herméticas —explicó Zollner.

También me percaté de que en todas las puertas había una pequeña ventana y de la pared junto a las mismas colgaba una tablilla.

El doctor Zollner nos condujo a la puerta más cercana.

—Esto son todo corrales y todas sus puertas están provistas de ventanas —dijo—. Puede que lo que vean les inquiete o les revuelva el estómago. Por tanto no tienen por qué mirar —agregó antes de examinar la tablilla de la pared y mirar luego por la ventana—. Fiebre equina africana. Este ejemplar no está muy mal. Sólo un poco lánguido. Mírenlo.

Todos nos turnamos para ver un hermoso caballo negro, encerrado en una celda como la de una cárcel. En efecto, el caballo parecía estar perfectamente, salvo que de vez en cuando se tambaleaba ligeramente como si respirara con dificultad.

—Todos los animales que están aquí han sido sometidos al reto de un virus o una bacteria —explicó Zollner.

—¿Reto? —pregunté—. ¿Significa eso infección?

—Sí, aquí lo llamamos reto.

—¿Qué ocurre luego? ¿Empeoran y entran en un modo involuntario de ausencia de respiración?

—Exacto. Enferman y mueren. Sin embargo, a veces los sacrificamos. Eso significa que los matamos antes de que la enfermedad haya recorrido su curso completo. Creo que a todos los que trabajan aquí les gustan los animales y ésa es la razón por la que hacen este trabajo. Nadie quiere verlos sufrir, pero si alguna vez vieran millones de vacas infectadas de glosopeda, comprenderían por qué es necesario aquí el sacrificio de unas docenas de ejemplares. Vamos —agregó después de colgar de nuevo la tablilla de la pared.

Había una gran madriguera de tristes salas y fuimos de corral en corral, donde diversos animales estaban más o menos cerca de la muerte. En uno de los corrales, la vaca se percató de nuestra presencia y se tambaleó hacia la puerta para ver cómo la observábamos.

—Este ejemplar está en malas condiciones. Un caso avanzado de glosopeda; ¿han visto cómo anda? —dijo el doctor Zollner—. Y fíjense en esas llagas que tiene en el hocico. En este estado el dolor le impide incluso comer. La saliva es tan espesa que parece una cuerda. Ésta es una enfermedad terrible y un viejo enemigo. Existen descripciones de la misma en narraciones antiguas. Como ya les he dicho, es una enfermedad sumamente contagiosa. En cierta ocasión, una erupción en Francia se extendió a Inglaterra por el aire a través del canal. Es uno de los virus más pequeños descubiertos hasta ahora y parece capaz de permanecer aletargado durante largos períodos de tiempo. Puede que algún día algo semejante experimente alguna mutación y empiece a infectar a los seres humanos… —añadió después de unos momentos de silencio.

Creo que a estas alturas todos habíamos sido sometidos a un reto mental y físico, como diría el doctor Z. En otras palabras, nuestras mentes estaban aturdidas y nuestros cuerpos adormecidos. Pero lo peor era que nuestros espíritus estaban abatidos y si yo tuviera alma estaría turbada.

—No puedo hablar por los demás —dije por fin—, pero yo he visto suficiente.

Los demás estuvieron de acuerdo.

Sin embargo, cometí la estupidez de expresar una última idea.

—¿Podemos ver en lo que trabajaban los Gordon? Me refiero al Ébola de los simios.

El doctor Zollner movió la cabeza.

—Eso está en la zona cinco. Pero puedo mostrarles un cerdo africano con fiebre porcina —respondió después de reflexionar unos instantes—, que, al igual que el Ébola, es una fiebre hemorrágica. Muy parecida.

Nos condujo por otro pasillo y se detuvo frente a una puerta con el número 1.130.

—Este ejemplar está en las últimas… —dijo después de examinar la tablilla de la pared—, la etapa hemorrágica… habrá fallecido por la mañana… si muere antes de entonces, pasará a una cámara refrigerada, será disecado a primera hora de la mañana y luego incinerado. Ésta es una enfermedad aterradora, que ha aniquilado la población porcina de algunas partes de África. No existe ninguna vacuna ni tratamiento conocidos. Como ya les he dicho, es un pariente cercano del Ébola… Eche una ojeada —dijo después de mirarme, gesticulando hacia la ventana.

Me acerqué y miré. El suelo de la sala estaba pintado de color rojo, lo que al principio me sorprendió, aunque luego comprendí por qué. Cerca del centro había un cerdo enorme, tumbado en el suelo, casi inmóvil y vi la sangre alrededor de sus fauces, hocico e incluso orejas. A pesar del rojo del suelo, vi un charco de sangre en la parte posterior de su cuerpo.

—¿Ve cómo sangra? —dijo el doctor Zollner a mi espalda—. La fiebre hemorrágica es terrible. Los órganos se desintegran… Ahora comprenderán por qué el Ébola es tan temible.

Vi un gran desagüe metálico en el centro del suelo con la sangre que fluía hacia él y no pude evitar sentirme en la alcantarilla de la calle Ciento Dos Oeste, cuando mi vida se escurría hacia las malditas cloacas y veía y sabía Cómo se sentía el cerdo al ver que se desangraba, oír el burbujeo de su propia sangre, los latidos en su pecho conforme disminuía la presión y al acelerar la respiración para intentar compensarlo, a sabiendas de que iba a cesar.

Oí la voz de Zollner en la lejanía.

—¿Señor Corey? ¿Señor Corey? Puede retirarse de la ventana. Deje que los demás echen una ojeada. ¿Señor Corey?