Capítulo 10

El vestíbulo semicircular del laboratorio de investigación de Plum Island tenía una altura de dos plantas, con un entresuelo alrededor de la escalera central. Era un espacio luminoso, extenso, agradable y acogedor. Los animales condenados entraban probablemente por una puerta trasera.

De la pared izquierda colgaban las fotografías habituales de los altos cargos gubernamentales: el presidente, el secretario de Agricultura y el doctor Karl Zollner. Me pareció una jerarquía bastante corta para un departamento gubernamental y me hizo suponer que el doctor Zollner estaba sólo a uno o dos pasos del despacho oval.

Había un mostrador de recepción, donde tuvimos que firmar y cambiar nuestras tarjetas de identidad azules por otras blancas, sujetas a una cadena de plástico que nos colgamos del cuello. Un buen procedimiento de seguridad, pensé; la isla estaba dividida entre este edificio y todo lo demás. Y dentro de éste había zonas. No debía menospreciar al señor Stevens.

Una atractiva joven había descendido por la escalera antes de que tuviera la oportunidad de admirar sus muslos y se presentó como Donna Alba, ayudante del doctor Zollner.

—El doctor Zollner estará con ustedes en breve. —Sonrió—. Entretanto, les mostraré las instalaciones.

—Aprovecharé esta oportunidad para pasar por mi despacho y comprobar si ha habido alguna novedad —dijo Paul Stevens—, Donna cuidará maravillosamente de ustedes. Le ruego que no se separe en ningún momento de la señora Alba —agregó después de mirarme.

—¿Y si tengo necesidad de ir al lavabo?

—Acaba de hacerlo —dijo. Subió por la escalera y se detuvo, estoy seguro, en el despacho del doctor Zollner para informarle sobre los cinco intrusos.

Miré a Donna Alba: unos veinticinco años, morena, rostro y cuerpo atractivos, falda azul, blusa blanca y zapatillas deportivas. Supongo que, considerando el desplazamiento cotidiano en barco y la posibilidad de tener que visitar algún lugar de la isla, los zapatos de tacón alto no eran muy prácticos. En realidad, pensé, si lo que uno deseaba era un desplazamiento previsible y un día tranquilo en el despacho, Plum Island no era el lugar más indicado.

En todo caso, Donna era lo suficientemente atractiva para recordar haberla visto en el transbordador de las ocho de la mañana con nosotros, así que no conocía todavía a los señores Nash y Foster y, por lo tanto, era improbable que formara parte de una tapadera interna.

Donna nos pidió que nos presentáramos y lo hicimos sin mencionar ningún título inquietante como detective de homicidios, FBI o CIA.

Nos estrechó a todos la mano y le brindó a Nash una sonrisa especial. Las mujeres tienen un sentido pésimo para juzgar el carácter de las personas.

—Bien venidos a los laboratorios de investigación del Centro de Patología Animal de Plum Island —dijo—. Estoy segura de que Paul les ha informado, les ha contado la historia de la isla y les ha ofrecido una buena excursión por ella.

Intentaba mantener la sonrisa en los labios, pero era evidente que para ella suponía un esfuerzo.

—Estoy muy… Es terrible lo sucedido —prosiguió—. Realmente me gustaban los Gordon. Le caían bien a todo el mundo —agregó mirando subrepticiamente a su alrededor como lo hace la gente en Estados policiales—. No estoy autorizada a hablar ni comentar nada sobre este asunto pero me ha parecido que debía expresarles lo que siento.

Beth me miró fugazmente y pareció percatarse de que Donna podía constituir un punto débil en la armadura de Plum Island.

—John y Max eran buenos amigos de Tom y Judy —dijo.

—Apreciamos toda la ayuda y la cooperación que nos ha brindado el personal —agregué mirando a Donna Alba a los ojos.

La ayuda hasta ahora consistía en una visita de cincuenta centavos a las ruinas y un descampado de la mano del señor Stevens; sin embargo, era importante que Donna creyera que podía hablarnos abiertamente, no aquí y ahora, naturalmente, sino cuando la visitáramos en su casa.

—Les mostraré un poco el edificio —dijo—. Síganme.

Dimos un pequeño paseo por el vestíbulo y Donna nos señaló algunos cuadros en las paredes, incluidos varios artículos ampliados e historias de horror de diversos lugares del mundo sobre la enfermedad de las vacas locas, algo denominado peste bovina, fiebre porcina y otras horrendas enfermedades. Había mapas donde se mostraban brotes de esto y lo otro, cuadros, tablas y fotografías de ganado con el hocico llagado y saliva en la boca, y cerdos con unas terribles llagas purulentas. Nadie confundiría aquel vestíbulo con el de una carnicería.

Donna nos mostró entonces unas puertas en la parte posterior. Estaban pintadas de aquel curioso color amarillo de precaución, como el de Plum Island en los mapas, y contrastaban con los demás colores del vestíbulo, que consistían esencialmente en distintos tonos de gris. A la izquierda había una puerta sobre la que se leía «Vestuarios femeninos» y a la derecha otra que decía «Vestuarios masculinos». En ambas decía también «Sólo personal autorizado».

—Estas puertas conducen a las áreas de biocontención —dijo Donna—. Este vestíbulo, junto con las oficinas administrativas, forma parte en realidad de un edificio independiente del de biocontención, aunque parezcan una sola estructura. Pero lo que en efecto une esta área con la de biocontención son esos dos vestuarios.

—¿Hay alguna otra entrada o salida en las áreas de biocontención? —preguntó Max.

—Se puede entrar por la puerta de servicio, por donde llegan los animales, la comida, los suministros y todo lo demás. Pero por allí no se puede salir. Para salir, todo y todos deben pasar por la zona de descontaminación, que incluye las duchas —respondió Donna.

—¿Cómo se deshacen de los productos de disección, desperdicios y todo lo demás? —preguntó el señor Foster.

—Por el incinerador o determinados desagües, que conducen a la planta de descontaminación de agua desperdicios —respondió Donna—. Es eso —agregó—, esas dos puertas, una puerta trasera de servicio, desagües e incineradores, y en el tejado unos filtros especiales de aire capaces de atrapar al virus más insignificante. Éste es un edificio muy protegido.

Todos y cada uno de nosotros pensaba en los Gordon, en la posibilidad de que hubieran sacado clandestinamente algo de los laboratorios.

—Los vestuarios son todavía zona uno, como este vestíbulo. Pero al pasar más allá se entra en la zona dos y hay que ir vestido con ropa blanca de laboratorio. Antes de salir de las zonas dos, tres o cuatro para regresar a la zona uno es indispensable ducharse. Las duchas están en la zona dos.

—¿Son mixtas? —pregunté.

—Claro que no —respondió con una carcajada—. Tengo entendido que ustedes están autorizados a entrar en las zonas dos, tres y cuatro si lo desean.

—¿Nos acompañará usted? —preguntó Ted Nash con una de sus estúpidas sonrisas.

—No me pagan para eso —respondió ella negando con la cabeza.

Tampoco a mí, a un dólar por semana.

—¿Por qué no estamos autorizados a entrar en la zona cinco? —pregunté.

Donna me miró aparentemente asombrada.

—¿Cinco? ¿Y por qué quieren visitarla?

—No lo sé. Porque está ahí.

Donna movió la cabeza.

—Sólo unas diez personas están autorizadas a entrar. Hay que ponerse una especie de traje espacial…

—¿Estaban los Gordon autorizados a entrar en la zona cinco?

Donna asintió.

—¿Qué ocurre en esa zona?

—Eso deberá preguntárselo al doctor Zollner —respondió antes de consultar su reloj—. Síganme.

—Manténganse unidos —agregué yo.

Subimos por la escalera, yo un poco rezagado porque empezaba a molestarme mi pierna lastimada y porque quería mirar las piernas y el trasero de Donna. Ya sé que soy un cerdo, podría incluso contraer la fiebre porcina.

Empezamos a visitar las dos alas alrededor del vestíbulo de doble planta. Todo estaba pintado en los mismos tonos de gris pichón y gris oscuro, que al parecer habían reemplazado al verde nauseabundo de los antiguos edificios federales. De las paredes de los pasillos colgaban retratos de antiguos directores, científicos e investigadores del laboratorio.

Me percaté de que todas las puertas de los largos pasillos estaban cerradas y numeradas, pero en ninguna de ellas aparecía ningún nombre ni función, salvo en la de los lavabos. Buena seguridad, pensé, y una vez más me impresionó la mente paranoica de Paul Stevens.

Entramos en la biblioteca de investigación, donde unos cuantos estudiosos consultaban papeles o leían en las mesas.

—Ésta es una de las mejores bibliotecas del mundo en su género —dijo Donna.

—¡Qué maravilla! —exclamé, aunque no podía imaginar que existieran muchas bibliotecas sobre patología animal en el mundo.

Donna cogió un puñado de folletos, notas de prensa y otras hojas de publicidad de una larga mesa y nos los distribuyó. Los trípticos tenían títulos como Cólera porcina, Fiebre porcina africana, Enfermedad equina africana y algo denominado Enfermedad grumosa de la piel, que, a juzgar por las aterradoras fotografías del folleto, creo que la padecía una de mis antiguas novias. Me moría de impaciencia por llegar a mi casa para leer aquel material y le pregunté a Donna si podía facilitarme otros dos folletos sobre la peste bovina.

—¿Otros dos…? Por supuesto…

Los buscó y me los dio. Era realmente encantadora. Luego nos entregó un ejemplar a cada uno de la revista mensual Investigación agrícola, en cuya portada figuraba el titular sensacionalista Feromona sexual destruye el pulgón del arándano.

—¿Tiene una bolsa para ocultar esta revista? —pregunté.

—Pues… claro. Bromea, ¿no es cierto?

—Procure no tomárselo demasiado en serio —dijo George Foster.

Se equivoca, señor Foster, usted debería tomarme muy en serio, pero si confunde mis bromas tontas con descuido o desatención, me parece maravilloso.

Proseguimos con nuestra visita de cincuenta centavos, segunda parte. Después de ver el auditorio pasamos a la cafetería, que era una bonita sala moderna, limpia y con grandes ventanas desde las que se divisaba el faro, el estrecho y Orient Point. Donna nos ofreció café y nos sentamos a una mesa redonda, en la sala casi vacía.

—Los investigadores en biocontención —dijo Donna después de un minuto de charla— piden su almuerzo por fax a la cocina. No merece la pena pasar por la ducha de salida, como la llamamos. Una persona les lleva la comida a la zona dos y luego pasa por la ducha. Los científicos son personas concienzudas, que trabajan en biocontención ocho o diez horas diarias. No sé cómo lo hacen.

—¿Comen hamburguesas? —pregunté.

—¿Cómo dice?

—Los científicos. ¿Piden ternera, jamón, cordero y cosas por el estilo?

—Supongo… Yo salgo con uno de los investigadores y le encanta la carne.

—¿Y se dedica a descuartizar vacas pútridas e infectadas?

—Sí. Supongo que uno acaba por acostumbrarse.

Asentí. Los Gordon también practicaban disecciones y les encantaban los bistecs. Asombroso. Yo no logro acostumbrarme al hedor de los cadáveres humanos. En todo caso, supongo que es diferente con los animales; distintas especies, etcétera.

Sabía que aquélla podía ser mi única oportunidad para separarme del rebaño y miré fugazmente a Max.

—¿El lavabo? —pregunté después de levantarme.

—Por allí —respondió Donna señalando una abertura en la pared—. Le ruego que no abandone la cafetería.

Coloqué la mano sobre el hombro de Beth y presioné hacia abajo para indicarle que no abandonara a los federales.

—Asegúrate de que no regrese Stevens y me ponga ántrax en el café —le dije.

Me dirigí al pasillo donde estaban los lavabos de señoras y de caballeros. Max se reunió conmigo y nos quedamos en el fondo del corredor sin salida. La existencia de micrófonos es mucho más probable en los lavabos que en los pasillos.

—Podrán afirmar que han cooperado plenamente —dije— después de mostrarnos toda la isla y las instalaciones, salvo la zona cinco. En realidad, se necesitarían varios días para inspeccionar todo este edificio, incluido el sótano, y tardaríamos una semana en interrogar a todo el personal.

Max asintió.

—Debemos suponer que aquí están tan ansiosos como nosotros por descubrir si falta algo —respondió Max—. Creo que en ese sentido podemos confiar en ellos.

—Aunque descubran o ya sepan lo que pudiesen haber robado los Gordon, no nos lo contarán. Se lo dirán a Foster y Nash.

—¿Y eso qué importa? Estamos investigando un asesinato.

—Cuando descubro el qué y el porqué me acerco al quién —respondí.

—En los casos normales sí, pero cuando afecta a la seguridad nacional y todo lo demás, tienes suerte de que te digan algo. En esta isla no hay nada para nosotros. Ellos controlan la isla, el lugar de trabajo de las víctimas; nosotros controlamos el escenario del crimen, la casa de las víctimas. Tal vez podamos intercambiar alguna información con Foster y Nash. Aunque no creo que les importe quién asesinó a los Gordon, sólo quieren asegurarse de que los Gordon no hayan asesinado al resto del país.

—Sí, Max, lo sé. Pero mi instinto policial me dice…

—Suponte que atrapamos al asesino y que no se le puede juzgar porque no quedan doce personas vivas en el Estado de Nueva York para formar un jurado.

—Déjate de melodramas —respondí antes de reflexionar unos instantes—. Puede que esto no tenga nada que ver con bichos; piensa en drogas.

—Ya se me había ocurrido —asintió—. Me gusta la idea.

—¿En serio? Dime, ¿qué piensas de Stevens?

Max miró por encima del hombro y yo volví la cabeza para observar a un guardia de uniforme azul que se nos acercaba por el pasillo.

—Caballeros, ¿puedo ayudarles? —preguntó el guardia.

Max le dio las gracias y regresamos a la mesa. Cuando mandan a alguien para interrumpir una conversación privada significa que no podían escuchar lo que se decía.

Después de unos minutos de café y charla, la señorita Alba consultó de nuevo su reloj.

—Ahora podemos ver el resto de esta ala e ir al despacho del doctor Zollner.

—Nos dijo lo mismo hace media hora, Donna —le recordé amablemente.

—Esta mañana está muy ocupado —respondió—. No ha dejado de sonar el teléfono: Washington, periodistas de todo el país —dijo con aparente asombro e incredulidad—. No puedo creer lo que dicen de los Gordon, ni por un instante; es imposible.

Abandonamos la cafetería y circulamos por varios pasillos grises y anodinos. Finalmente, cuando visitábamos la sala de informática, me harté y le dije a Donna:

—Me gustaría ver el laboratorio donde trabajaban los Gordon.

—Está en biocontención. Probablemente podrán verlo luego.

—De acuerdo. ¿Dónde está el despacho de Tom y Judy aquí, en la sección administrativa?

—Pueden preguntárselo al doctor Zollner —respondió después de titubear—. No me ha dicho que les mostrara el despacho de los Gordon.

No quería ponerme duro con Donna y miré a Max de la forma en que lo hacemos los policías. Max, ahora te toca a ti ser el malo.

—Como jefe de policía del municipio de Southold, del que esta isla forma parte, le exijo que nos lleve ahora al despacho de Tom y Judy Gordon, cuyos asesinatos estoy investigando.

No está mal, Max, a pesar de la sintaxis.

La pobre Donna Alba parecía que iba a desmayarse.

—No se preocupe —dijo Beth—. Haga lo que le ordena el jefe Maxwell.

Ahora les tocaba el turno a los señores Foster y Nash y ya sabía lo que iban a decir.

—Dada la naturaleza del trabajo de los Gordon —dijo George Foster, que tomó la iniciativa en esta ocasión— y la probabilidad de que en su despacho se encuentren documentos…

—Relacionados con la seguridad nacional —agregué para cooperar—, etcétera, etcétera.

—El trabajo de los Gordon estaba clasificado como secreto —dijo el amigo Teddy para no quedarse al margen—, así que también lo están sus documentos.

—Y una mierda.

—Discúlpeme, detective Corey, estoy hablando —dijo el señor Nash lanzándome una mirada de reproche—. Sin embargo, por el bien de la armonía y para evitar disputas jurisdiccionales, haré una llamada telefónica, que confío nos facilitará el acceso al despacho de los Gordon. ¿De acuerdo? —agregó después de mirar a Max y Beth.

Ambos asintieron.

Evidentemente, el despacho de los Gordon había sido ya registrado a fondo e higienizado la noche anterior o de madrugada. Como Beth había dicho, sólo veríamos lo que quisieran mostrarnos. Pero reconocí el mérito de George y Ted por darle tanta importancia, como si en el despacho de los Gordon pudiéramos encontrar algo realmente interesante.

—Llamaré al doctor Zollner —dijo Donna Alba, aparentemente aliviada.

Levantó un teléfono y pulsó un botón. Entretanto, Ted Nash se sacó un pequeño teléfono del bolsillo, nos dio la espalda, se alejó unos pasos y habló, o fingió hacerlo, con los dioses de la seguridad nacional en la gran capital del confuso imperio.

Terminada la farsa, regresó junto a nosotros, meros mortales, cuando Donna acababa de hablar con el doctor Zollner. Ambos asintieron.

—Por favor, síganme —dijo Donna.

La seguimos por el pasillo en dirección al ala este del edificio. Después de cruzar el rellano de la escalera por la que habíamos subido, llegamos a la puerta 265, que Donna abrió con una llave maestra.

En el despacho había dos escritorios, cada uno con su correspondiente PC, módem, estantes, y una larga mesa de trabajo cubierta de libros y papeles. No había instrumentos de laboratorio ni nada por el estilo, sino sólo material de oficina, incluido un fax.

Durante un rato examinamos los escritorios de los Gordon, abrimos los cajones y miramos los documentos, pero, como ya he dicho, aquel despacho había sido saneado con anterioridad. Además, las personas involucradas en una conspiración no lo anotan en su agenda, ni dejan notas incriminatorias.

No obstante, uno nunca sabe lo que puede encontrar. Examiné sus tarjetas de direcciones y comprobé que conocían gente en todo el mundo, al parecer en su mayoría científicos. Busqué Gordon y encontré la tarjeta de los padres de Tom, en la que figuraban unos nombres que debían de ser los de su hermana, su hermano y otros miembros de la familia, todos en Indiana. Desconocía el nombre de soltera de Judy.

Busqué Corey, John y encontré mis datos, aunque no recuerdo que me llamaran nunca desde el despacho. Busqué Maxwell, Sylvester, y encontré los números de su despacho y su casa. Busqué Wiley, Margaret, pero no estaba y no me sorprendió. Luego busqué Murphy, los vecinos de los Gordon, y encontré lógicamente los nombres de Edgar y Agnes. Encontré también la tarjeta de Tobin, Fredric y recordé la ocasión en que acudí con los Gordon a sus bodegas para una cata de vinos. Busqué y encontré el número de la Sociedad Histórica Peconic, así como el teléfono particular de su presidenta, una tal Emma Whitestone.

Consulté la N, en busca de narcotraficante, Pedro, y la c de cártel colombiano, pero no hallé nada. Tampoco encontré a Stevens ni a Zollner, pero supuse que debía de existir una guía aparte para todos los empleados de la isla y me propuse conseguir una copia.

Nash jugaba con el ordenador de Tom, y Foster con el de Judy. Probablemente no habían tenido tiempo de hacerlo debidamente por la mañana.

Me percaté de que no había prácticamente ningún artículo personal en el despacho, ninguna fotografía, ninguna obra de arte, ni siquiera algún objeto de escritorio no suministrado por el gobierno. Se lo comenté a Donna.

—No existe ninguna norma que prohíba los objetos personales en la zona uno —respondió—. Pero nadie acostumbra a traer muchas cosas al despacho, salvo cosméticos, medicinas y cosas por el estilo. No sé por qué. En realidad, podemos solicitar casi todo lo que se nos antoje, dentro de lo razonable. En ese sentido estamos bastante mimados.

—Ya veo cómo se gastan mis impuestos.

—Deben tenernos contentos en esta isla de locura. —Sonrió.

Me acerqué a un gran tablón de anuncios, donde Beth y Max leían unos papeles pegados al corcho.

—Este lugar ya ha sido esterilizado —dije sin que me oyeran los federales.

—¿Por quién? —preguntó Max.

—John y yo hemos visto a nuestros dos amigos que se apeaban del transbordador de Plum Island esta mañana —respondió Beth—. Ya habían estado aquí, hablado con Stevens y examinado este despacho.

Max pareció sorprenderse y luego enojarse.

—Maldita sea… eso va contra la ley.

—Yo en tu lugar lo olvidaría —dije—. Pero comprenderás por qué no estoy de muy buen humor.

—No me había percatado de la diferencia, pero ahora yo soy el que está furioso.

Donna nos interrumpió en un tono sumamente amable.

—Llevamos un poco de retraso en nuestro horario —declaró—, tal vez puedan regresar aquí más tarde.

—Lo que quiero que haga es cerrar esta habitación con un candado —dijo Beth—. Mandaré personal de la policía del condado para que la examinen.

—Supongo que al decir examinar se refiere a que retirarán objetos —comentó Nash.

—Una suposición razonable.

—Creo que se ha quebrantado una ley federal y me propongo tomar todas las pruebas que necesite de esta propiedad federal, Beth. Pero estará todo a disposición de la policía del condado de Suffolk —dijo el señor Foster.

—No, George —replicó Beth—, yo me incautaré de todo lo que hay en este despacho y les facilitaré acceso al mismo.

—Vamos a ver la oficina de guardia —interrumpió inmediatamente Donna, que intuyó el principio de una discusión—. Luego veremos al doctor Zollner.

Salimos de nuevo al pasillo y seguimos a Donna hasta una puerta con el número 237. Marcó un código en un teclado, se abrió la puerta y vimos una gran habitación desprovista de ventanas.

—Ésta es la oficina de guardia —dijo—, el centro de mando, de control y de comunicaciones de toda la isla.

Entramos todos y miramos a nuestro alrededor. Había mostradores a lo largo de todas las paredes y un joven sentado de espaldas a nosotros hablaba por teléfono.

—Éste es Kenneth Gibbs, ayudante de Paul Stevens —dijo Donna—. Kenneth es el oficial de guardia hoy.

Kenneth Gibbs se volvió en su silla y nos saludó con la mano.

Observé la sala. En las mesas había tres clases diferentes de transmisores y receptores de radio, una terminal informática, un receptor de televisión, dos fax, teléfonos, teléfonos móviles, un teletipo y otros artilugios electrónicos. Dos cámaras de televisión instaladas en el techo vigilaban la habitación.

En las paredes había toda clase de mapas, frecuencias radiofónicas, circulares, horarios de trabajo, etcétera. Aquél era el centro de operaciones de Paul Stevens, desde donde se ejercía el mando, el control y las comunicaciones, conocido también como MCC.

—Desde aquí estamos en contacto directo con Washington y con otros centros de investigación de Estados Unidos, Canadá, México y el resto del mundo. También estamos en contacto con los centros de control patológico de Atlanta —explicó Donna—. Además, disponemos de una línea directa con nuestro servicio de bomberos y otros lugares clave de la isla, así como con el servicio meteorológico nacional y muchos otros departamentos y organizaciones que contribuyen al funcionamiento de Plum Island.

—¿Cómo las Fuerzas Armadas? —pregunté.

—Sí. Especialmente los guardacostas.

El oficial de guardia colgó el teléfono, se unió a nosotros y nos presentamos.

Gibbs era un individuo alto de unos treinta y pico de años, de ojos azules y cabello rubio y corto como su jefe, pantalón y camisa impecablemente planchados y corbata azul. De una de las sillas colgaba una chaqueta azul. Estaba seguro de que Gibbs era un producto de aquel laboratorio, clonado del pene de Stevens o algo por el estilo.

—Responderé a todo lo que deseen saber sobre este despacho —dijo Gibbs.

—¿Le importaría dejarnos unos minutos a solas con el señor Gibbs? —le preguntó Beth a Donna.

Donna miró a Gibbs, éste asintió y ella salió al pasillo.

—¿Qué hacen ustedes si sopla un fuerte viento del noreste o se acerca un huracán? —preguntó Max, que, como era el único vecino de Plum Island en nuestro grupo, tenía su propio orden del día.

—En horas laborales evacuamos a todos —respondió Gibbs.

—¿Todos?

—Alguien tiene que quedarse para cuidar de las instalaciones. Yo, por ejemplo, soy uno de ellos. También el señor Stevens, unas cuantas personas más de seguridad, algunos bomberos, una o dos personas de mantenimiento para asegurarnos de que sigan funcionando los generadores y los filtros de aire y tal vez uno o dos científicos para controlar los microbios. Supongo que el doctor Zollner decidiría hundirse con el barco —añadió con una carcajada.

Puede que sólo fuera cosa mía, pero no le veía la gracia a la perspectiva de que se diseminaran enfermedades mortales.

—En horario no laboral —prosiguió Gibbs—, cuando la isla está casi desierta, necesitaríamos llevar gente a la isla. Luego deberíamos trasladar nuestros transbordadores y otras embarcaciones a la base de submarinos de New London, donde estarían a salvo. Los submarinos salen a alta mar y allí se sumergen a gran profundidad, donde no corren peligro. Sabemos lo que hacemos —agregó—; estamos preparados para emergencias.

—Si algún día se produjera un escape en la zona de biocontención, ¿tendrían la bondad de comunicármelo? —preguntó Max.

—Usted casi sería el primero en saberlo —afirmó Gibbs.

—Lo sé. Pero me gustaría enterarme por teléfono o por radio, no cuando empezara a toser sangre o algo por el estilo —dijo Max.

—Mi manual de instrucciones indica a quién llamar y en qué orden —respondió Gibbs, al parecer ligeramente contrariado—. Usted está entre los primeros.

—He solicitado que se instale aquí una sirena que pueda oírse desde tierra firme.

—Si nosotros le llamamos, usted puede tocar una sirena si le apetece para alertar a la población civil —agregó el oficial—. No anticipo ningún escape, de modo que su necesidad es discutible.

—El caso es que este lugar me aterra y no me siento mejor ahora, después de haberlo visto.

—No tiene de qué preocuparse.

Me alegró escuchar esas palabras.

—¿Y si hubiera intrusos armados en la isla? —pregunté.

—¿Se refiere a terroristas? —dijo Gibbs después de mirarme.

—Sí, me refiero por ejemplo a terroristas. O algo peor, funcionarios de correos descontentos.

Mi ocurrencia no le hizo gracia.

—Si nuestro personal de seguridad no pudiera controlar la situación —respondió—, llamaríamos a los guardacostas. Desde aquí —añadió señalando una radio con el pulgar.

—¿Y si esta sala fuera la primera en ser destruida?

—Hay una segunda MCC en el edificio.

—¿En el sótano?

—Tal vez. ¿No investigaban ustedes un asesinato?

Me encanta que los polis de alquiler se pongan insolentes.

—Tiene razón. ¿Dónde estaba usted ayer a las cinco y media de la tarde?

—¿Yo?

—Usted.

—Pues… deje que piense…

—¿Dónde está su cuarenta y cinco automática?

—En ese cajón.

—¿Ha sido disparada últimamente?

—No… bueno, a veces la utilizo para hacer prácticas de tiro…

—¿Cuándo vio a los Gordon por última vez?

—Déjeme pensar…

—¿Era muy amigo de los Gordon?

—No mucho.

—¿Tomó alguna vez una copa con ellos?

—No.

—¿Almuerzo?, ¿cena?

—No. Ya le he dicho…

—¿Tuvo alguna vez la oportunidad de hablar oficialmente con ellos?

—No… bueno…

—¿Bueno?

—Algunas veces. Sobre su barco. Les gustaba usar las playas de Plum Island. A veces, los Gordon venían a la isla los domingos y días de fiesta, fondeaban el barco junto a alguna de las playas desiertas de la costa sur y nadaban hasta la orilla, remolcando un bote de goma, en el que transportaban la merienda. Eso no suponía ningún problema. En realidad, solíamos organizar una merienda el 4 de julio para los empleados y sus familias. Era la única ocasión en la que permitíamos el acceso a la isla a personas que no trabajan aquí, pero ciertas consideraciones sobre responsabilidades nos obligaron a interrumpir esas meriendas…

Intenté imaginar esas excursiones, una especie de salidas de biocontención.

—Los Gordon no traían nunca a nadie, lo que prohíben nuestras normas, pero su barco presentaba un problema.

—¿Qué clase de problema?

—Por una parte, durante el día, atraía a otras embarcaciones de placer, que creían que estaba permitido acercarse a la costa y desembarcar en la isla. Y por la noche, suponía un peligro para la navegación de nuestros barcos patrulla. De modo que hablé con ellos de ambos problemas e intentamos resolverlos.

—¿Cómo intentaron resolverlos?

—La solución más fácil habría sido que atracaran en la ensenada y utilizaran una de nuestras embarcaciones para trasladarse al extremo más remoto de la isla. El señor Stevens no tenía ningún inconveniente, aunque quebrantaba las normas de uso oficial de los barcos y todo eso, pero era preferible a lo que hacían. Sin embargo, no querían venir a la ensenada ni utilizar nuestras embarcaciones; deseaban hacerlo a su manera: llegar con su lancha a una de las playas, bote de goma y nadar. Decían que era más divertido, más espontáneo y emocionante.

—¿Quién dirige esta isla?, ¿Stevens, Zollner o los Gordon?

—Debemos cuidar a los científicos para que no se molesten. El chiste entre los no científicos es que si uno hace enojar a un científico o discute con él sobre cualquier cosa, acaba con una enfermedad vírica de tres días de duración.

Todo el mundo soltó una carcajada.

—El caso es que logramos convencerlos para que dejaran encendidas las luces de navegación —prosiguió Kenneth Gibbs— y me aseguré de que los helicópteros y los barcos de los guardacostas reconocieran su lancha. También les obligamos a prometer que sólo fondearían donde hubiera uno de nuestros grandes letreros de «Acceso prohibido» en la playa. Suelen desalentar incluso a los menos temerosos.

—¿Qué hacían los Gordon en la isla?

—Merendar, supongo —respondió Gibbs después de encogerse de hombros—. Caminar. Disponían de casi quinientas hectáreas desiertas en los días de fiesta y horas no laborales —agregó.

—Tengo entendido que eran aficionados a la arqueología.

—Sí, desde luego. Iban mucho por las ruinas. Coleccionaban cosas para un museo de Plum Island.

—¿Un museo?

—Bueno, sólo una exposición. Creo que el propósito era instalarla en el vestíbulo. El material está guardado en el sótano.

—¿Qué clase de material?

—Principalmente, balas de mosquetón y puntas de flecha. Un cencerro de vaca… un botón de latón de un uniforme del ejército continental, algunos artilugios de la época de la guerra española… una botella de whisky… cualquier cosa; en general, baratijas. Está todo catalogado y guardado en el sótano. Pueden verlo si lo desean.

—Tal vez más tarde —dijo Beth—. Tengo entendido que los Gordon estaban organizando una excavación oficial. ¿Sabe algo al respecto?

—Sí. Lo último que deseamos es un montón de gente de Stony Brook o de la Sociedad Histórica Peconic deambulando por la isla. Pero intentaban organizarlo con los Departamentos de Agricultura y de Interior. El Departamento de Interior tiene la última palabra sobre artefactos de guerra y todo eso —agregó.

—¿Se le ocurrió alguna vez que los Gordon pudieran estar tramando algo? —pregunté—. ¿Por ejemplo, sacar material clandestinamente del edificio principal, esconderlo cerca de alguna playa durante sus supuestas expediciones arqueológicas y recuperarlo luego con su barco?

Kenneth Gibbs no respondió.

—¿Se le ocurrió que las meriendas y esa farsa arqueológica podían ser una tapadera? —insistí.

—Supongo… retrospectivamente… Pero ahora todo el mundo me acosa como si debiera haber sospechado algo. Olvidan que esos dos eran estrellas; podían hacer lo que se les antojara, salvo arrojar excrementos de vaca a la cara de Zollner. No necesito ninguna reprimenda —agregó—; cumplí con mi obligación.

Probablemente lo había hecho. Y, por cierto, oí de nuevo aquel tintineo en mi cabeza.

—¿Vio usted, o alguno de sus subordinados, el barco de los Gordon después de salir, ayer al mediodía, de la ensenada? —preguntó Beth.

—No. Lo he preguntado.

—En otras palabras, ¿tiene usted la certeza de que su barco no estuvo fondeado cerca de la isla ayer por la tarde?

—No, no puedo estar seguro.

—¿Con qué frecuencia rodean la isla sus barcos? —preguntó Max.

—Solemos utilizar uno de los dos barcos —respondió Gibbs—. Su recorrido es de ocho o nueve millas alrededor de la isla, que, a diez o doce nudos, supone una vuelta completa cada cuarenta o sesenta minutos, a no ser que paren a alguien por alguna razón.

—De modo que, desde una embarcación a media milla aproximadamente de la costa de la isla, alguien con unos prismáticos podría ver su barco patrulla, The Prune, si no me equivoco —dijo Beth.

—The Prime o The Plum Pudding.

—Exacto. Esa persona vería uno de sus barcos patrulla, y si estuviera familiarizada con su recorrido, sabría que dispone de cuarenta a sesenta minutos para acercarse a la costa, fondear, desembarcar con el bote de goma, hacer lo que fuera y regresar a su barco sin ser visto por nadie.

—Posiblemente —respondió el señor Gibbs después de aclararse la garganta—, pero olvida la vigilancia del helicóptero y el vehículo que recorre las playas. Tanto el helicóptero como los vehículos patrullan completamente al azar.

—Acabamos de hacer una visita a la isla —observó Beth después de asentir— y en casi dos horas sólo he visto una vez el helicóptero de los guardacostas, una camioneta y, en una sola ocasión, el barco patrulla.

—Como acabo de decirle, patrullan al azar. ¿Se arriesgaría usted?

—Tal vez —respondió Beth—. Según lo que hubiera en juego.

—También patrullan de vez en cuando los guardacostas y si quieren que les hable con toda franqueza —declaró Gibbs—, disponemos de instrumentos electrónicos que realizan la mayor parte del trabajo.

—¿Dónde están los monitores? —pregunté mirando a mi alrededor.

—En el sótano.

—¿En qué consisten?, ¿cámaras de televisión?, ¿sensores de movimiento?, ¿sensores de sonido?

—No estoy autorizado a revelarlo.

—De acuerdo —dijo Beth—. Escriba su nombre, dirección y número de teléfono. Le llamaremos para que venga a declarar.

Gibbs parecía enojado pero también aliviado por haberse quitado de momento un peso de encima. También tenía la intensa sospecha de que Gibbs, Foster y Nash ya se habían conocido aquella mañana.

Me acerqué a la pared para examinar el material junto a las radios. Había un gran mapa del este de Long Island, del canal y la costa meridional de Connecticut. En él figuraban una serie de círculos concéntricos, con el centro en New London, Connecticut. Parecía uno de esos mapas de destrucción atómica, que muestran lo calcinado que quedaría uno según la distancia en la que estuviese del punto cero. Me percaté de que Plum Island estaba en el último círculo, lo que supongo que eran buenas o malas noticias según lo que significara el mapa. Como no había ninguna explicación, decidí preguntárselo al señor Gibbs.

—¿Qué es esto?

—Hay un reactor nuclear en New London —respondió después de mirar lo que yo señalaba—: Esos círculos representan las diferentes zonas de peligro si se produjera una explosión o fusión del núcleo.

Consideré la ironía de un reactor nuclear en New London, que suponía un peligro para Plum Island, y que a su vez suponía un peligro para la población de New London según la dirección del viento.

—¿Cree que el personal de la central nuclear dispone de un mapa con el peligro que supondría para ellos una fuga bioquímica en Plum Island? —pregunté.

Incluso el circunspecto señor Gibbs se vio obligado a sonreír, aunque su sonrisa fue un poco extraña. Probablemente Gibbs y Stevens estaban acostumbrados a este tipo de sonrisas.

—En realidad, el personal de la central nuclear dispone de un mapa como el que usted ha descrito —respondió—. A veces me pregunto qué ocurriría si un terremoto provocara un escape bioquímico y un escape nuclear simultáneamente, ¿mataría la radiactividad todos los gérmenes? —agregó, brindándonos de nuevo su peculiar sonrisa—. El mundo moderno está lleno de horrores inimaginables —sentenció filosóficamente.

Aquél parecía ser el mantra de Plum Island.

—Si yo estuviera en su lugar —sugerí amablemente—, esperaría a que soplara un buen viento del sur y soltaría ántrax. Atacarlos a ellos antes de que ellos les ataquen a ustedes.

—Sí. Buena idea.

—¿Dónde está el despacho del señor Stevens? —pregunté.

—Habitación doscientos cincuenta.

—Gracias.

Sonó el intercomunicador y se oyó una voz masculina:

—El doctor Zollner recibirá a los invitados ahora.

Agradecimos al señor Gibbs el tiempo que nos había dedicado y él nos dio las gracias por la visita, lo que nos convirtió a todos en unos mentirosos. Beth le recordó que se verían en la comisaría.

Nos reunimos con Donna en el pasillo.

—En las puertas no aparecen nombres ni títulos —comenté mientras andábamos.

—Por razones de seguridad —respondió lacónicamente Donna.

—¿Cuál es el despacho de Paul Stevens?

—Puerta doscientos veinticinco —respondió.

Quedó demostrado una vez más que la mejor seguridad es la mentira. Nos condujo al fondo del pasillo y abrió la habitación número doscientos.