Capítulo 9

Era una bonita mañana y el sol calentaba más aquí, en el centro de la isla. Paul Stevens nos condujo alrededor del fuerte.

Fort Terry no estaba amurallado y parecía en realidad un pueblo abandonado. Era inesperadamente pintoresco, con su cárcel de ladrillo, un viejo comedor, un paseo, un cuartel de dos plantas con terraza, la casa del comandante, unos cuantos edificios de principios de siglo y una capilla de madera blanca sobre la colina.

El señor Stevens señaló una edificación de ladrillo.

—Ése es el único edificio que todavía utilizamos: el parque de bomberos.

—Esto está muy lejos del laboratorio —comentó Max.

—Sí —respondió Stevens—, pero el nuevo laboratorio es prácticamente incombustible y dispone de su propio sistema interno contra incendios. Estos camiones se utilizan principalmente para incendios forestales y en edificios sin contención biológica.

—¿Pero no es cierto que un fuego o un huracán podría destruir los generadores eléctricos que filtran las áreas de biocontención? —preguntó Max, que había vivido siempre a barlovento o a sotavento de la isla.

—Todo es posible. Hay gente que vive cerca de reactores nucleares. Así es el mundo moderno, lleno de horrores inimaginables, pesadillas químicas, biológicas y nucleares que podrían aniquilarlo todo y preparar el camino para el nacimiento de nuevas especies.

Miré a Paul Stevens con un nuevo interés. Se me ocurrió que estaba loco.

Frente al cuartel había un campo de césped segado que descendía casi hasta la orilla. La pradera estaba llena de gansos canadienses que cacareaban, graznaban o lo que quiera que hagan los gansos cuando no defecan.

—Éste es el patio donde formaba la tropa —explicó Stevens—. Mantenemos el césped cortado para que los aviones puedan ver las letras de hormigón empotradas en el suelo: «Plum Island. Acceso restringido». No queremos que aterricen avionetas aquí. La señal mantiene alejados a los terroristas voladores —bromeó.

»Antes de construir el edificio principal —prosiguió mientras andábamos—, muchas de las oficinas administrativas estaban aquí, en Fort Terry. Ahora casi todo, incluidos los laboratorios, los almacenes, la administración y los animales, se encuentra bajo el mismo techo, lo cual facilita las cosas desde el punto de vista de la seguridad. De modo que, aunque se logre burlar la seguridad del perímetro, el edificio principal es prácticamente inexpugnable —agregó después de mirarme.

—Realmente me está tentando —respondí.

El señor Stevens sonrió de nuevo. Me encantaba que me sonriera.

—Para su información —dijo—, soy licenciado por la Universidad estatal de Michigan y el título cuelga de la pared de mi despacho, pero usted nunca lo verá.

Le sonreí. Dios mío, cuánto me gusta fastidiar a la gente que me molesta. Me gustaba Max, me gustaba George Foster y amaba a Beth, pero no me caían bien Ted Nash ni Paul Stevens. Que me gustaran tres entre cinco era algo realmente positivo para mí, cuatro entre seis si me incluía a mí mismo. En todo caso, cada vez es mayor mi intolerancia hacia los mentirosos, los mentecatos, los fanfarrones y los amantes del poder. Creo que era más tolerante antes de que me dispararan. Debo preguntárselo a Dom Fanelli.

El patio acababa de pronto en un despeñadero que daba a una rocosa playa y llegamos al borde, desde donde Contemplamos el mar. Era una vista sobrecogedora, pero que ponía de relieve el aislamiento del lugar, la sensación de estar en otro planeta o en el fin del mundo, propia de las islas en general y de ésta en particular. Éste debió de ser un sitio muy solitario para quienes estaban de servicio y sumamente aburrido para los centinelas, sin nada que mirar salvo el mar. Probablemente a los artilleros les habría encantado vislumbrar una armada enemiga.

—Ésta es la playa donde acuden las focas todos los años, a finales de otoño —dijo Stevens.

—¿También les disparan? —pregunté.

—Claro que no, siempre y cuando permanezcan en la playa.

Cuando regresábamos, Stevens señaló una gran piedra al otro extremo de la plaza de armas, en una de cuyas grietas había una bala de cañón oxidada.

—Esa bala es de la época de la revolución, británica o norteamericana. Es uno de los objetos que desenterraron los Gordon.

—¿Dónde la encontraron?

—Supongo que por aquí. Hicieron muchas excavaciones alrededor de la playa de las focas y de esta plaza de armas.

—¿En serio?

—Parecían intuir dónde excavar. Encontraron suficientes balas de mosquetón para armar un regimiento.

—No me diga.

Siga hablando, señor Stevens.

—Utilizaban uno de esos detectores de metales.

—Buena idea.

—Es una afición interesante.

—Desde luego. A mi tía le encantaba excavar. No sabía que a los Gordon también les gustara. Nunca vi nada que hubieran descubierto.

—Tuvieron que dejarlo todo aquí.

—¿Debido a la contaminación?

—No, porque es territorio federal.

Eso era interesante y Nash y Foster empezaron a escuchar, que era lo que yo no quería, y decidí cambiar de tema.

—Creo que el conductor intenta llamarle —le dije a Stevens.

Éste miró hacia el autobús, pero el conductor se limitaba a contemplar una manada de gansos.

—Bien, veamos el resto de la isla —dijo Stevens después de consultar su reloj—, luego nos entrevistaremos con el doctor Zollner.

Subimos al autobús y nos encaminamos al este, hacia el sol naciente, por el brazo de tierra que formaba el hueso curvado de la chuleta de cerdo. La playa era magnífica, unos tres kilómetros de arena virgen, bañada por el agua azul del canal de Long Island. Nadie habló ante aquella majestuosa exhibición de la naturaleza. Ni siquiera yo.

Stevens, todavía de pie, me miraba de vez en cuando y yo le sonreía. Él me devolvía las sonrisas. No eran realmente sonrisas de diversión.

Finalmente llegamos al extremo estrecho de la isla y el autobús se detuvo.

—Hasta aquí puede llegar el vehículo —dijo el señor Stevens—. Ahora iremos andando.

Al apearnos, nos encontramos en medio de unas asombrosas ruinas antiguas. Estaba todo repleto de enormes fortificaciones de hormigón, cubiertas de hiedra y matorrales: torres parcialmente hundidas, bunkers, baterías, arsenales, túneles, caminos de ladrillo y hormigón, y unos gigantescos muros de un metro de anchura con puertas de hierro oxidado.

—Uno de estos pasajes subterráneos conduce a un laboratorio secreto, donde científicos nazis capturados trabajan todavía en la elaboración del virus definitivo e indestructible, que acabará con la población del planeta —dijo Stevens—. En otro laboratorio subterráneo —prosiguió después de una breve pausa— se encuentran los restos de cuatro extraterrestres procedentes de un ovni que se estrelló en Roswell, Nuevo México.

Una vez más imperó el silencio.

—¿Podemos ver primero a los científicos nazis? —pregunté.

Más o menos todos se rieron.

El señor Stevens me brindó una de sus cautivadoras sonrisas.

—Ésos son dos de los mitos absurdos relacionados con Plum Island —declaró—. Cierta gente asegura haber visto extrañas aeronaves que aterrizan y despegan después de la medianoche en esta plaza de armas. Dicen que aquí se originó el Sida y también la enfermedad de Lyme. Supongo que estas antiguas fortificaciones, con sus salas y pasajes subterráneos, estimulan algunas fértiles imaginaciones —agregó después de mirar a su alrededor—. Pueden examinar el entorno, ir a donde se les antoje. Si encuentran algún alienígena, díganmelo. —Sonrió de un modo realmente extraño y pensé que tal vez él era el extraterrestre—. Pero, evidentemente, debemos permanecer juntos. No tengo que perder de vista a nadie en ningún momento.

Eso no cuadraba exactamente con lo de «ir a donde se les antoje», pero la aproximación era aceptable. John, Max, Beth, Ted y George retrocedieron a la adolescencia y se divirtieron encaramándose a las ruinas, las escaleras y los antiguos parapetos, sin que el señor Stevens los perdiera nunca de vista. Luego anduvimos por el largo camino de ladrillo, que descendía hasta unas puertas de acero entreabiertas y todos entramos. El interior estaba oscuro, frío, húmedo y probablemente lleno de bichos reptantes.

—Esto conduce a un enorme arsenal —dijo Stevens a nuestra espalda y su voz retumbó en la oscuridad—. En la isla había un ferrocarril de vía estrecha que transportaba la munición y la pólvora desde el puerto hasta estos almacenes subterráneos. Es un sistema muy complejo e intrincado, pero, como pueden comprobar, está completamente abandonado. Aquí no se oculta ningún secreto. Si tuviera una linterna, podríamos seguir adelante y comprobarían que aquí no vive, trabaja ni juega nadie, ni hay nadie enterrado.

—¿Dónde están entonces los nazis y los extraterrestres? —pregunté.

—Los he trasladado al faro —respondió el señor Stevens.

—Pero usted comprenderá que nos preocupe la posibilidad de que los Gordon instalaran un laboratorio clandestino en un lugar como éste —comenté.

—Como ya les he dicho —respondió el señor Stevens—, yo no albergo ninguna sospecha respecto a los Gordon. Pero, ya que ha surgido esa posibilidad, he ordenado a mis hombres que registren todo el complejo. Existen además unos noventa edificios militares abandonados por toda la isla. Tenemos mucho que registrar.

—Ordénele a su conductor que traiga unas cuantas linternas —dije—. Me gustaría echar una ojeada.

Se hizo un silencio en la oscuridad.

—Después de la entrevista con el doctor Zollner —respondió Stevens— podemos volver y explorar las salas y los pasajes subterráneos si lo desea.

Salimos de nuevo a la luz del día.

—Síganme —dijo Stevens.

Avanzamos por un estrecho camino que conducía al punto más oriental de Plum Island, el extremo del hueso curvado.

—Si miran a su alrededor, verán otros emplazamientos de baterías —explicó mientras caminábamos—. En otra época utilizábamos esos muros circulares como corrales, pero ahora todos los animales están en el interior.

—Parece una crueldad —dijo Beth.

—Es más seguro —respondió el señor Stevens.

Por fin llegamos al extremo este de la isla, donde un peñasco se elevaba unos doce metros sobre una playa rocosa. La erosión había descompuesto el bunker de hormigón, algunos de cuyos fragmentos se encontraban en la pared del despeñadero y otros habían caído al agua.

El paisaje era magnífico, con la costa de Connecticut apenas visible a la izquierda y, delante de nosotros, a unos tres kilómetros, un pedazo de tierra llamada Great Gull Island.

—¿Ven ese promontorio rocoso? —dijo Stevens mientras señalaba hacia el sur—. Esa isla se utilizaba para prácticas de artillería y bombardeo. Los navegantes saben que deben mantenerse alejados debido a la gran cantidad de balas y bombas sin estallar que hay en la zona. Más allá se encuentra la costa de Gardiners Island, que, como bien sabe el jefe Maxwell, es propiedad privada de la familia Gardiner y su acceso está prohibido al público. Más allá de Great Gull está Fishers Island que, como Plum Island, era frecuentada por piratas en el siglo XVII. Así que, de norte a sur, tenemos las islas de los piratas, de las plagas, del peligro y de la propiedad privada.

Sonrió ante su propio ingenio. Hablando con propiedad, fue sólo media sonrisa.

De pronto vimos uno de los barcos patrulla que doblaba el cabo. La tripulación nos avistó y uno de ellos levantó unos prismáticos. Supongo que el tripulante reconoció a Paul Stevens, saludó con la mano y éste le devolvió el saludo.

Al contemplar la playa desde lo alto del acantilado, me percaté de que en la arena había líneas rojas horizontales, como una tarta de frambuesas cubierta por una capa blanca.

Oí una voz a nuestra espalda y vi que el conductor del autobús se acercaba por el sendero.

—No se muevan de aquí —dijo Stevens antes de dirigirse hacia el conductor, que le entregó un teléfono móvil.

Ésta es la parte en la que el guía desaparece, vemos que se aleja el autobús y Bond se queda solo con la chica, pero entonces salen del agua unos buceadores con ametralladoras que empiezan a disparar, cuando el helicóptero…

—Detective Corey.

Volví la cabeza y vi a Beth.

—Dime.

—¿Qué piensas de todo esto?

Me percaté de que Max, Nash y Foster se encaramaban a las baterías y, como machos que eran, hablaban del alcance de la artillería, los calibres y otras cosas propias de hombres.

Me había quedado solo con Beth.

—Pienso que estás maravillosa —respondí.

—¿Qué te parece Paul Stevens?

—Está loco.

—¿Qué piensas de lo que hemos visto y oído hasta ahora?

—Una visita organizada. Pero de vez en cuando aprendo algo.

—¿Qué es eso de la arqueología? —preguntó—. ¿Sabías algo?

—No. Conocía la existencia de la Sociedad Histórica Peconic, pero no que aquí hubiera excavaciones arqueológicas. Claro que los Gordon tampoco me comentaron que hubieran comprado una parcela inútil con vistas al canal.

—¿Qué parcela inútil junto al canal?

—Te lo contaré luego —respondí—. Hay un montón de pequeños detalles, ya sabes, que indican la posibilidad de tráfico de drogas, pero puede que no. Aquí ocurre algo más… ¿Has oído alguna vez una campanilla en tu cabeza?

—Últimamente no. ¿Y tú?

—Sí, suena como el pitido de un sonar.

—Suena como incapacidad casi total.

—No, es una onda de sonar. La onda sale, tropieza con algo y regresa.

—Cuando vuelvas a oírla levanta la mano.

—De acuerdo. Se supone que debo descansar y no dejas de hostigarme desde que nos conocemos.

—Lo mismo digo —respondió Beth y cambió de tema—. Me parece que aquí la seguridad no es tan buena como debería ser, considerando lo que hay en la isla. Si se tratara de una instalación nuclear, estaría mucho mejor protegida.

—Sí. La seguridad del perímetro es lamentable, pero puede que la protección interna del laboratorio sea mejor. Además, según Stevens, aquí hay más de lo que parece. Pero, básicamente, tengo la sensación de que Tom y Judy pudieron sacar de aquí lo que se les antojara. Confío en que no desearan hacerlo.

—Pues yo creo que tarde o temprano descubriremos que robaron algo y nos dirán de qué se trata.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—Te lo contaré luego —respondió Beth.

—Cuéntamelo esta noche mientras cenamos.

—Supongo que debo zanjar esto de una vez por todas.

—No será tan penoso.

—Tengo un sexto sentido para las malas citas.

—Las citas conmigo son buenas. Nunca he amenazado con mi arma a la persona con quien salía.

—Todavía quedan caballeros.

Dio media vuelta, se acercó al borde del precipicio y contempló el mar. A la izquierda estaba el canal, y a la derecha, el Atlántico y, al igual que en el estrecho al otro lado de la isla, se mezclaban los vientos y las corrientes. Las gaviotas parecían inmóviles en pleno vuelo y las cabrillas agitaban la superficie del mar. Tenía buen aspecto acariciada por el viento frente al cielo azul, las nubes blancas, las gaviotas, el mar, el sol y todo lo demás. Me la imaginé desnuda en la misma posición.

—Ahora podemos regresar al autobús —dijo el señor Stevens después de hablar por teléfono.

Caminamos juntos por el camino que bordeaba el precipicio y, a los pocos minutos, llegamos de nuevo a las ruinas de la fortificación.

Me percaté de que uno de los promontorios sobre los que se asentaba había sido recientemente erosionado y mostraba los estratos de su base. El superior, como era de suponer, lo formaba un compuesto orgánico y el siguiente, como era lógico también, estaba constituido de arena blanca. Pero, a continuación, había otro estrato rojizo, parecido al orín, seguido de otro estrato de arena y luego otro de orín, igual que en la playa.

—Debo evacuar la vejiga —dije dirigiéndome a Stevens—. Ahora vuelvo.

—No se pierda —dijo el señor Stevens, que en el fondo no bromeaba.

Me dirigí al otro lado del promontorio, cogí un palo del suelo y empecé a hurgar en la superficie inclinada cubierta de césped. La hierba y el compuesto oscuro se desprendieron, y quedaron al descubierto los estratos blanco y rojo. Cogí un puñado de tierra rojiza y comprobé que era en realidad arena mezclada con arcilla y tal vez un poco de óxido de hierro. Tenía un aspecto muy parecido a la tierra de las suelas de las zapatillas de Tom y Judy. Interesante.

Introduje un puñado de tierra en mi bolsillo y, al dar media vuelta, vi que Stevens me observaba.

—Creo haber mencionado la política de No Retorno —dijo.

—Eso me parece.

—¿Qué se ha guardado en el bolsillo?

—Mi polla.

—En esta isla, detective Corey, yo soy la ley —dijo por fin después de mirarnos fijamente unos instantes—. No usted, ni la detective Penrose, ni siquiera el jefe Maxwell, ni tampoco los dos caballeros que les acompañan —agregó mirándome fijamente con sus ojos duros como el acero—. ¿Puedo ver lo que se ha guardado en el bolsillo?

—Puedo mostrárselo, pero luego tendré que matarlo —sonreí.

Reflexionó unos instantes, mientras analizaba sus alternativas, hasta llegar a la decisión correcta.

—El autobús espera —dijo.

Pasé junto a él y me siguió. Estaba parcialmente a la expectativa de que me agarrara del cuello, me golpeara la cabeza o me hundiera un codo en la espalda, pero el señor Stevens era mucho más refinado. Probablemente, más adelante me ofrecería una taza de café, con un toque de ántrax.

Subimos al autobús y emprendimos la marcha.

Todos volvimos a sentarnos en los mismos lugares y Stevens permaneció de pie. El autobús se dirigía al oeste, de nuevo hacia el muelle del transbordador y el laboratorio principal. Nos cruzamos con una camioneta en la que viajaban dos individuos de uniforme azul con rifles en las manos.

En general, había aprendido más de lo que creía, visto más de lo que esperaba y oído lo suficiente para sentirme cada vez más intrigado. Estaba convencido de que en esa isla se encontraba la respuesta del asesinato de Tom y Judy Gordon. Y, como ya he dicho, cuando supiera por qué, acabaría por saber quién.

—¿Está completamente seguro de que los Gordon salieron ayer a las doce en su propio barco? —preguntó George Foster, que hasta entonces había permanecido prácticamente callado.

—Absolutamente. Según el registro, trabajaron por la mañana en el sector de biocontención, firmaron el libro de salida, se ducharon y subieron a un autobús como éste, que les llevó al muelle del transbordador. Por lo menos dos de mis hombres los vieron subir a bordo de su barco, el Spirochete, y dirigirse al estrecho de Plum.

—¿Los vio el helicóptero o el barco patrulla cuando estaban en el estrecho? —preguntó Foster.

—No —respondió Stevens—. Se lo he preguntado.

—¿Hay algún lugar a lo largo de esta costa donde pueda ocultarse un barco? —preguntó Beth.

—Imposible. En Plum Island no hay ninguna ensenada ni cala suficientemente honda. Es todo playa, salvo el puerto artificial donde atraca el transbordador.

—Si el barco patrulla hubiera visto al de los Gordon fondeado cerca de la isla, ¿les habría obligado a marcharse su gente? —pregunté.

—No. En realidad, los Gordon fondeaban cerca de la costa de Plum Island a veces para pescar o bañarse.

No sabía que los Gordon fuesen tan aficionados a la pesca.

—¿Se les vio alguna vez fondeados cerca de la playa cuando estaba oscuro, ya de noche? —pregunté.

Stevens reflexionó unos instantes antes de responder.

—Sólo en una ocasión que yo sepa. Dos de mis hombres del barco patrulla mencionaron haber visto el Spirochete cerca de la playa sur una noche de julio, a eso de la medianoche. Observaron que no había nadie a bordo e iluminaron la playa con sus focos. Allí estaban los Gordon… —dijo el señor Stevens y se aclaró la garganta para sugerir lo que estaban haciendo—. El barco patrulla los dejó en paz.

Pensé unos momentos. Tom y Judy daban la sensación de ser una pareja dispuesta a hacer el amor en cualquier lugar y una playa desierta a medianoche no era inusual. Pero que lo hicieran en Plum Island me impulsó a levantar las cejas y a formularme algunas preguntas. Curiosamente, una vez soñé que hacía el amor con Judy en una playa bañada por las olas. Tal vez en más de una ocasión. Siempre que pensaba eso me daba un bofetón. Travieso, travieso, cerdo, cerdo.

El autobús pasó frente al muelle del transbordador, giró hacia el norte y se detuvo en un camino ovalado frente al edificio principal de investigación.

La fachada curva del nuevo edificio modernista de dos plantas estaba construida con algún tipo de bloques color rosa y castaño. En un gran cartel se leía «Departamento de Agricultura» y había otro mástil con la bandera a media asta.

—Espero que les haya gustado la excursión por la isla —dijo Paul Stevens cuando nos apeamos del autobús— y que hayan apreciado nuestras medidas de seguridad.

—¿Qué seguridad? —pregunté.

El señor Stevens me miró fijamente.

—Todos los que trabajamos aquí somos perfectamente conscientes del desastre potencial. Nos preocupamos todos de la seguridad, nos consagramos al trabajo y tomamos las mejores precauciones existentes en este campo. ¿Pero sabe lo que le digo? Las cagadas existen.

A todos nos sorprendió la vulgaridad y ligereza de aquel caballero tan formal e impecable.

—Claro. Pero ¿ocurrió ayer? —pregunté.

—Pronto lo sabremos —respondió antes de consultar su reloj—. Bien, ahora podemos entrar. Síganme.