Capítulo 8

Cuando nos acercábamos a la isla, The Plum Runner redujo la velocidad. Yo me levanté, me dirigí a babor y me apoyé en el pasamanos. A mi izquierda divisé el viejo faro de piedra de Plum Island, que reconocí porque era uno de los temas predilectos de los malos acuarelistas de la región. A la derecha del faro, junto a la orilla, había un enorme cartel que decía: «¡Atención! ¡Cable sumergido! ¡Prohibido pescar! ¡Prohibido dragar!». De ese modo, si algún terrorista se proponía interrumpir el suministro eléctrico y las comunicaciones con la isla, las autoridades le facilitaban una pequeña pista. Por otra parte, para ser sincero, supuse que Plum Island disponía de sus propios generadores de emergencia, así como radios y teléfonos móviles.

De todos modos, The Plum Runner se deslizó por aquel estrecho canal hasta penetrar en una ensenada de aspecto artificial, como si no la hubiera creado el Todopoderoso sino el cuerpo de ingenieros del ejército, que gusta de dar los toques finales a la creación.

No había muchos edificios alrededor de la ensenada, sólo unas pocas estructuras de hojalata, estilo almacén, reminiscencias probablemente de la época militar.

—Antes de que llegaras al transbordador vi… —dijo Beth en voz baja después de acercarse.

—Estaba allí, yo también lo vi. Gracias.

El transbordador viró 180 grados y se acercó de popa al embarcadero.

Mis colegas estaban ahora junto a la baranda.

—Esperaremos a que desembarquen los empleados —dijo el señor Stevens.

—¿Es un puerto artificial? —pregunté.

—Sí —respondió—, lo construyó el ejército cuando instalaron las baterías de artillería, antes de la guerra contra los españoles.

—Puede que les interese eliminar ese cartel del cable sumergido —sugerí.

—No podemos hacerlo —respondió—. Debemos advertir a los barcos. Además, está en las cartas de navegación.

—Pero podría decir: «Conducto de agua potable». No tienen por qué revelarlo todo.

—Cierto —respondió antes de mirarme como si quisiera decirme algo, pero no lo hizo.

Puede que deseara ofrecerme trabajo.

Después de desembarcar los últimos empleados descendimos por la escalera y abandonamos el transbordador por la popa. Habíamos llegado a la misteriosa Plum Island. Hacía fresco, viento y sol en el muelle. Unos patos se mecían junto a la orilla y me alegró comprobar que no tenían colmillos ni ojos rojos que parpadearan, ni nada por el estilo.

Como dije anteriormente, la isla tiene forma de chuleta de cerdo, o tal vez de cordero, y la ensenada está en la parte gruesa de la chuleta como si alguien le hubiera dado un mordisco, para seguir con esa comparación estúpida.

Había una sola embarcación amarrada en el muelle, de unos diez metros y pico de eslora, con cabina, luces de búsqueda y motor interior. Su nombre era The Prune[2]. Alguien había mostrado cierto sentido del humor al elegir los nombres del transbordador y de aquel barco y no creía que se tratara de Paul Stevens, cuya idea del humor náutico consistía probablemente en ver un barco hospital torpedeado por submarinos.

Observé un cartel de madera desgastado por el tiempo, en el que se leía: «Centro de Patología Animal de Plum Island». Más allá había un mástil, donde una bandera estadounidense ondeaba también a media asta.

Los empleados que habían desembarcado subieron a un autobús blanco que se puso en movimiento y el transbordador tocó la sirena, pero no vi a nadie que subiera a bordo para regresar a Orient Point.

—Por favor, no se muevan de aquí —dijo el señor Stevens, que echó a andar y se detuvo luego para hablar con un individuo que vestía un mono naranja.

Aquel lugar producía una extraña sensación, con individuos con mono naranja, uniformes azules, autobuses blancos y esas bobadas de «No se muevan de aquí» y «Permanezcan juntos». Aquí estaba, en una isla de acceso restringido con ese rubio que parecía miembro de las SS, un helicóptero armado que patrullaba por los alrededores, guardias armados por todas partes y con la sensación de haber aterrizado en una película de James Bond, salvo que el lugar era real.

—¿Cuándo conoceremos al doctor No? —pregunté a Max.

Max se rio, e incluso Beth y los señores Nash y Foster sonrieron.

—Por cierto, Max —preguntó Beth—, ¿cómo es que no conocías a Paul Stevens?

—Siempre que hemos celebrado una reunión de representantes de la ley —respondió Max— hemos invitado al director de seguridad de Plum Island por cortesía. Pero ninguno de ellos hizo acto de presencia. En una ocasión hablé con Stevens por teléfono pero nunca le había visto hasta esta mañana.

—Por cierto, detective Corey —dijo Ted Nash—, he descubierto que usted no pertenece a la policía del condado de Suffolk.

—Nunca dije que así fuera.

—Vamos, amigo. Usted y el jefe Maxwell nos han hecho creer a George y a mí que formaba parte de ese cuerpo.

—El detective Corey ha sido contratado por la ciudad de Southold como asesor en este caso —dijo Max.

—¿En serio? —exclamó el señor Nash antes de mirarme—. Usted es un detective de la brigada de homicidios de la ciudad de Nueva York, herido en acto de servicio el 12 de abril y, actualmente, de baja por convalecencia.

—¿Y a usted qué le importa?

—No nos preocupa, John —interrumpió el señor Foster, siempre dispuesto a hacer las paces—. Lo único que pretendemos es establecer credenciales y jurisdicciones.

—En tal caso —respondió Beth, dirigiéndose a los señores Nash y Foster—, ésta es mi jurisdicción y mi caso, y no tengo ningún inconveniente en que John Corey esté presente.

—De acuerdo —dijo el señor Foster.

El señor Nash no respondió, lo que me indujo a creer que no estaba de acuerdo, pero no me importaba.

—Y ahora que ya sabemos para quién trabaja John Corey —dijo Beth a Ted Nash—, ¿para quién trabajas ?

—Para la CIA —respondió después de una pausa.

—Gracias —dijo Beth sin dejar de mirarlos fijamente—. Si alguno de vosotros vuelve a visitar el escenario del crimen sin identificarse debidamente, se lo comunicaré al fiscal del distrito. Seguiréis todas las normas establecidas como el resto de nosotros, ¿comprendido?

Asintieron; evidentemente, sin ninguna sinceridad.

—El director no está disponible todavía —declaró Paul Stevens a su regreso—. Por lo que me ha dicho el jefe Maxwell, tengo entendido que desean ver un poco la isla, podemos dar una vuelta ahora. Les ruego que me sigan…

—Espere un momento —dije señalando la embarcación amarrada al muelle—. ¿Es suya?

—Sí. Es una patrullera.

—No está patrullando.

—Tenemos otra que lo está haciendo ahora.

—¿Es aquí donde los Gordon amarraban su barco?

—Sí. Bien, síganme…

—¿Tienen coches patrulla que circulen por la isla? —pregunté.

—Sí, tenemos coches que patrullan la isla —respondió a pesar de que evidentemente le molestaban mis preguntas—. ¿Algo más, detective?

—Sí. ¿Es habitual que un empleado utilice su propio barco para acudir al trabajo?

—Cuando se aplicaba rigurosamente la política de No Retorno, estaba prohibido —contestó tras un par de segundos—. Ahora hemos relajado un poco las normas y de vez en cuando algún empleado llega en su propia embarcación, sobre todo en verano.

—¿Autorizó usted a los Gordon a que se desplazaran a la isla en su barco?

—Los Gordon eran científicos concienzudos y hacía mucho tiempo que trabajaban aquí —respondió—. Siempre y cuando utilizaran unas buenas técnicas de descontaminación y acataran las normas y procedimientos de seguridad, yo no tenía ningún inconveniente en que utilizaran su propia lancha.

—Comprendo. ¿En algún momento se le ocurrió que los Gordon pudieran usar su barco para sacar organismos letales de la isla?

—Esto es un lugar de trabajo, no una cárcel —respondió indirectamente después de unos instantes de reflexión—. Mi responsabilidad primordial consiste en impedir la entrada a personas no autorizadas. Confiamos en nuestro personal, aunque para mayor seguridad todos nuestros empleados han sido investigados previamente por el FBI —añadió y luego consultó su reloj—. Disponemos de poco tiempo. Síganme.

Seguimos al nervioso señor Stevens hasta un minibús blanco y subimos en él. El conductor vestía el mismo uniforme azul que los guardias de seguridad y, por cierto, comprobé que también llevaba pistola.

Me instalé detrás del conductor y di unos golpecitos al asiento de al lado para que Beth se sentara, pero no debió de percatarse de mi gesto y ocupó un asiento doble al otro lado del pasillo. Max se sentó a mi espalda, y los señores Nash y Foster en asientos separados hacia la parte de atrás.

—Antes de visitar las instalaciones principales —dijo el señor Stevens, que permaneció de pie—, daremos una vuelta por la isla para que se hagan una idea del lugar y puedan apreciar mejor las dificultades de proteger una isla de este tamaño, con unos dieciséis kilómetros de playa y sin ninguna verja. Nunca se ha quebrantado la seguridad de la isla en toda su historia —agregó.

—¿Qué clase de arma llevan los guardias en sus pistoleras? —pregunté.

—Son pistolas reglamentarias del ejército, Colt 45 automáticas —respondió el señor Stevens, miró a su alrededor y preguntó—: ¿He dicho algo interesante?

—Creemos que el arma homicida fue un cuarenta y cinco —dijo Max.

—Me gustaría hacer un inventario de sus armas y llevar a cabo pruebas balísticas con cada una de ellas —agregó Beth.

Paul Stevens no parecía entusiasmado.

—¿Cuántas pistolas del cuarenta y cinco tienen? —preguntó Beth.

—Veinte.

—¿Lleva una consigo? —preguntó Max.

Stevens se tocó la chaqueta y asintió.

—¿Lleva siempre la misma arma? —preguntó Beth.

—No —respondió—. Cojo una de la armería cuando me incorporo al trabajo. Parece que me estén interrogando.

—No —dijo Beth—, sólo le hacemos preguntas como testigo amistoso. Si le interrogáramos, lo sabría.

—Tal vez deberíamos permitirle al señor Stevens proseguir con su programa —dijo a mi espalda el señor Nash—. Más adelante dispondremos de tiempo para formular preguntas.

—Prosiga —ordenó Beth.

—De acuerdo —respondió el señor Stevens, todavía de pie—. Antes de seguir adelante les haré el pequeño discurso que reservo para científicos invitados, dignatarios y periodistas —agregó antes de consultar su ridícula carpeta—. Plum Island tiene una superficie de trescientas cuarenta hectáreas, en su mayoría bosque, algún prado y una plaza de armas, que veremos más adelante. La isla se menciona en los diarios de a bordo de los primeros navegantes holandeses e ingleses. Los holandeses le dieron el nombre de la fruta que crece en sus orillas, Pruym Eyland en holandés antiguo, por si a alguien le interesa. La isla pertenecía a la tribu de los indios Montauk y un individuo llamado Samuel Wyllys se la compró en 1.654 al jefe Wyandanch. Wyllys y otros colonos después de él utilizaron sus pastos para ovejas y ganado vacuno, lo cual no deja de ser irónico considerando el uso que se le da ahora.

Bostecé.

—En todo caso —prosiguió Stevens—, nadie se instaló permanentemente en la isla. Y puede que se pregunten cómo utilizaban los colonos los pastos de una isla deshabitada. Según los documentos de la época, el estrecho entre Orient y Plum era de tan poca profundidad en los siglos XVII y XVIII que el ganado podía cruzarlo con la marea baja. Un huracán a finales del siglo XVIII aumentó la profundidad del estrecho y los prados de la isla perdieron su utilidad. Sin embargo, desde los orígenes de la presencia inglesa, una sucesión de piratas y corsarios visitaron la isla ya que su aislamiento era muy conveniente para ellos.

De pronto sentí que me entraba cierto pánico. Estaba ahí atrapado en un pequeño autobús con ese imbécil monótono y aburrido, que empezaba a explicar la historia desde principios del siglo XVIII y le quedaban todavía casi tres siglos, sin que el maldito vehículo hubiera empezado siquiera a moverse y sin que pudiera marcharme a no ser que me abriera paso a tiros. ¿Qué había hecho yo para merecer eso? Mi tía June me miraba desde el cielo y se tronchaba de risa. Podía oír sus palabras: «Bien, Johnny, si me repites lo que te conté ayer sobre los indios Montauk, te compraré un helado». ¡No, no, no! ¡Basta!

—Durante la revolución —proseguía Stevens—, los patriotas de Connecticut utilizaban la isla para llevar a cabo incursiones contra los núcleos de resistencia de colonos leales a la corona, en Southold. Entonces George Washington, de visita en el norte de Long Island…

Me tapé las orejas, pero todavía oía el ronroneo.

Finalmente levanté la mano y pregunté:

—¿Es usted miembro de la Sociedad Histórica Peconic?

—No, pero ellos me han ayudado a recopilar esta historia.

—¿No tiene un folleto o algo por el estilo que podamos leer más tarde y reservar este discurso para algún congresista?

—A mí me parece fascinante —dijo Beth Penrose.

Los señores Nash y Foster emitieron un ruido de aprobación.

—Has perdido la votación, John —dijo Max con una carcajada.

Stevens me sonrió de nuevo. ¿Por qué tenía la sensación de que quería desenfundar su 45 y vaciar el cargador contra mí?

—Paciencia, detective —dijo—; de todos modos nos sobra tiempo —añadió, aunque me percaté de que hablaba más de prisa—. Entonces, en vísperas de la guerra entre España y Estados Unidos, el gobierno adquirió cincuenta y cuatro hectáreas del territorio de la isla para defensas costeras y construyeron Fort Terry, ahora abandonado. Luego lo veremos.

Observé de reojo a Beth y comprobé que miraba fijamente a Paul Stevens, al parecer absorta en su narración. En aquel instante, Beth Penrose volvió la cabeza y se cruzaron nuestros ojos. Pareció avergonzarse de que hubiera descubierto que me miraba, sonrió y volvió a concentrarse en Stevens. Me dio un vuelco el corazón; estaba enamorado de nuevo.

—Debo señalar que en la isla existen vestigios de más de trescientos años de historia y, a no ser por sus limitaciones de acceso, habría aquí un buen número de arqueólogos excavando en lugares prácticamente intactos —seguía diciendo Stevens—. Actualmente negociamos con la Sociedad Histórica Peconic para llegar a un acuerdo sobre una excavación experimental. En realidad —agregó—, los Gordon eran miembros y actuaban como enlace entre ella, el Departamento de Agricultura y unos arqueólogos de la universidad estatal de Stony Brook. Los Gordon y yo habíamos identificado buenas localizaciones, que a nuestro parecer no comprometerían ni afectarían a la seguridad.

De pronto me sentí interesado. A veces, una palabra, una frase o un nombre surgen en una investigación y cuando aparecen de nuevo se convierten en algo en qué pensar. Ése era el caso de la Sociedad Histórica Peconic. Mi tía pertenecía a ella. Distribuyen folletos y panfletos, organizan meriendas, festejos para recaudar fondos y conferencias, y todo es perfectamente normal. Luego los Gordon, incapaces de distinguir entre Plymouth Rock y scotch on the rocks, se afilian a la sociedad y, ahora, el Oberführer Stevens la incluye en su discurso. Interesante.

—En 1.929 se desencadenó una devastadora epidemia de glosopeda en Estados Unidos —proseguía el señor Stevens— y el Departamento de Agricultura abrió su primer centro en la isla. Así empieza la historia moderna de la isla respecto a su función actual. ¿Alguna pregunta?

Yo tenía unas cuantas sobre el hecho de que los Gordon se dedicaran a husmear por la isla, en lugar de trabajar como se suponía en su laboratorio. Decidí que eran personas listas. La lancha rápida, la Sociedad Histórica Peconic y luego la tapadera de las excavaciones arqueológicas para poder inspeccionar la isla. Era posible que todo eso no guardara relación alguna entre sí, que fuera pura coincidencia. Pero yo no creo en las coincidencias. No creo que unos científicos mal pagados del Medio Oeste adquieran una afición tan cara como es una lancha rápida, se dediquen a la arqueología y se involucren en una sociedad histórica local. Nada de ello se ajusta a los recursos, las personalidades, los temperamentos o los intereses anteriores de Tom y Judy Gordon. Lamentablemente, las preguntas que tenía para el señor Stevens no podían formularse sin revelar más de lo que probablemente obtendría a cambio.

El señor Stevens hablaba del Departamento de Agricultura y eso me permitió desconectar tranquilamente para dedicarme a rumiar un poco. Me percaté de que antes de mencionar los intereses arqueológicos de los Gordon, Stevens había dicho algo que me había llamado la atención. Como una onda de sonar que se desplaza por el agua, choca con algo y manda una señal de vuelta a los auriculares, Stevens había dicho algo que había sonado en mi cerebro, pero estaba tan aburrido en aquel momento que me lo había perdido y ahora quería retomarlo pero no recordaba qué era lo que había mandado la señal.

—Bien, ahora daremos una vuelta por la isla —declaró Stevens.

El conductor despertó y puso el autobús en movimiento. Me percaté de que la carretera estaba bien asfaltada pero no había ningún otro vehículo ni persona a la vista.

Rodeamos la zona del enorme edificio principal y el señor Stevens nos mostró el depósito del agua, la planta de descontaminación de aguas residuales, la central eléctrica, los talleres mecánicos y las plantas de vapor. Aquel lugar, que parecía independiente y autosuficiente, me recordó una vez más a la guarida del villano de una película de James Bond, donde un loco planea la destrucción del planeta. En general era muy impresionante y aún no habíamos visto el interior del centro principal de investigación.

De vez en cuando pasábamos junto a algún edificio, que el señor Stevens no identificaba, y si alguno de nosotros se interesaba por él, respondía que se trataba de un almacén de pintura, de comida o algo por el estilo. Y puede que lo fueran, pero aquel individuo no inspiraba confianza. En realidad, tuve la clara sensación de que disfrutaba con ese rollo de la confidencialidad y le divertía jugar un poco con nosotros.

Casi todos los edificios, salvo el nuevo centro de investigación, eran antiguas estructuras militares, en su mayoría de ladrillo rojo u hormigón, y prácticamente todos estaban abandonados. En otra época había sido una instalación militar de considerable importancia, que formaba parte de una cadena de fortalezas destinadas a proteger la ciudad de Nueva York de un ejército hostil, que nunca hizo acto de presencia.

Llegamos a un grupo de bloques de hormigón, en cuyo suelo de cemento crecía la hierba en las grietas.

—Este gran edificio se denomina 257 —dijo Stevens—, que es el nombre con que lo designó el ejército. Años atrás fue el laboratorio principal. Cuando lo abandonamos, lo descontaminamos con gas venenoso y luego lo sellamos definitivamente por si quedaba todavía algo vivo.

—¿No fue aquí donde se produjo un escape bioquímico en una ocasión? —preguntó Max después de unos segundos de silencio.

—Eso ocurrió antes de mi llegada —respondió Stevens y me miró con su fingida sonrisa—. Si le apetece examinar el interior, detective, puedo conseguirle la llave.

—¿Puedo ir solo? —pregunté, también con una sonrisa.

—Ésa es la única forma de entrar en el 257. Nadie querrá acompañarle.

Nash y Foster soltaron una carcajada. No me había divertido tanto desde que resbalé en el barro y me caí sobre un cadáver que llevaba diez días muerto.

—Amigo Paul, entraré si usted me acompaña.

—No siento ningún deseo particular de morir —respondió Stevens.

Cuando el autobús se acercó al edificio vi que alguien había pintado sobre el hormigón una enorme calavera y unos huesos cruzados de color negro y se me ocurrió que aquel símbolo tenía en realidad dos significados: por una parte, era la bandera pirata que ondeaba en el mástil de la casa de los Gordon y, por otra, la señal de advertencia de veneno o contaminación. Miré fijamente la calavera y las tibias negras sobre fondo blanco. Cuando desvié la vista, la imagen seguía impresa en mi retina y al mirar a Stevens vi la calavera superpuesta en su rostro, ambos sonrientes. Me froté los ojos hasta desvanecer la ilusión óptica. De no haberme encontrado a plena luz del día y rodeado de gente, podía haber sido una experiencia aterradora.

—En 1.946 —prosiguió—, el Congreso aprobó la financiación de un nuevo centro de investigación. La ley prohíbe que se estudien ciertas enfermedades infecciosas en el territorio continental de Estados Unidos. Eso era necesario cuando la biocontención no estaba muy avanzada. Así que Plum Island, que ya era enteramente propiedad del gobierno y cuyo uso compartían el ejército y el Departamento de Agricultura, era un lugar idóneo para el estudio de enfermedades animales exóticas.

—¿Nos está diciendo que aquí se estudian únicamente enfermedades animales? —pregunté.

—Efectivamente.

—Señor Stevens, aunque nos disgustaría que los Gordon hubieran robado el virus de la glosopeda y que se aniquilara el ganado de Estados Unidos, Canadá y México, ésta no es la razón de nuestra presencia. ¿Existe alguna enfermedad en los laboratorios de Plum Island, alguna enfermedad capaz de transmitirse de una especie a otra, que pueda infectar a los seres humanos?

—Eso deberá preguntárselo al director, el doctor Zollner —respondió.

—Se lo pregunto a usted.

—Puedo decirle —respondió Stevens después de unos momentos de reflexión— que al darse la coincidencia de que el Departamento de Agricultura compartía el uso de la isla con el ejército se desencadenaron muchas especulaciones y rumores de que este lugar era un centro de investigación de guerra biológica. Supongo que todos están al corriente.

—Existen abundantes pruebas de que el Cuerpo Químico del Ejército desarrollaba aquí enfermedades, en los momentos más críticos de la guerra fría, capaces de aniquilar toda la población animal de la Unión Soviética —declaró Max—. E incluso ahora, el ántrax y otras enfermedades animales pueden utilizarse como armas biológicas contra seres humanos. Usted también lo sabe.

—No he pretendido insinuar —explicó Stevens después de aclararse la garganta— que aquí nunca se hubiera realizado ninguna investigación destinada a la guerra biológica. Ése fue el caso, ciertamente, a principios de los años cincuenta. Sin embargo, en 1.954, la misión ofensiva se transformó en defensiva; es decir, a partir de entonces el ejército se dedicó a estudiar solamente los medios para impedir una infección deliberada de nuestro ganado por parte del enemigo. No responderé más preguntas de esta naturaleza… —agregó—, pero les diré que los rusos nos mandaron un equipo de investigación de armas biológicas hace unos años y no descubrieron nada que pudiera preocuparles.

Siempre había pensado que las inspecciones de acuerdos armamentistas voluntarios eran como si un sospechoso de asesinato dirigiera una inspección de su propia casa. No, detective, no hay nada de interés en ese armario. Sígame y le mostraré el jardín.

El autobús entró en un estrecho camino de grava y el señor Stevens prosiguió con su discurso.

—Y desde mediados de los años cincuenta, Plum Island se ha convertido indiscutiblemente en el primer centro mundial para el estudio, la curación y la prevención de enfermedades animales. —Me miró y dijo—: No ha sido tan insoportable, detective Corey, ¿no le parece?

—He sobrevivido a cosas peores.

—Me alegro. Ahora dejaremos la historia y nos dedicaremos a admirar el paisaje. Tenemos delante el antiguo faro, ordenado construir primero por George Washington. Éste fue construido a mediados del siglo XIX. Ahora ya no se utiliza y se ha convertido en monumento histórico.

Observé por la ventana la estructura de piedra en medio del prado. El faro parecía una casa de dos plantas, con una torre adosada al tejado.

—¿Lo utilizan por razones de seguridad? —pregunté.

—Siempre atento a su trabajo, ¿verdad? —respondió el señor Stevens—. A veces mando unos centinelas con un telescopio o un aparato de visión nocturna, cuando el tiempo es demasiado malo para los helicópteros o los barcos. Entonces el faro se convierte en nuestro único lugar de vigilancia, con una visión de trescientos sesenta grados. ¿Desea saber algo más acerca del faro? —añadió.

—No, eso es todo por ahora.

El autobús entró en otro camino de grava. Nos dirigíamos ahora hacia el este por la orilla norte de Plum Island, con la costa a la izquierda y árboles nudosos a la derecha. Me percaté de que la playa era una agradable extensión de arena y rocas, prácticamente virgen, donde salvo por el autobús y la carretera, podía imaginarse fácilmente a un holandés o un inglés del siglo XVII que pisaba la orilla por primera vez, caminaba por la playa y calculaba cómo arrebatarles la isla a los indios.

En ese momento sonó de nuevo la campanilla en mi cerebro, pero ¿a qué obedecía? A veces, si uno no lo fuerza, vuelve por sí solo.

Mientras Stevens farfullaba sobre la ecología y sobre el hecho de conservar la isla tan pulcra y silvestre como fuera posible, pasó el helicóptero en busca de ciervos.

Por lo general, la carretera seguía la línea de la costa y no había mucho que ver, pero me impresionó la soledad del lugar, la idea de que ahí no vivía una sola alma y la improbabilidad de encontrarse a alguien por la playa o las carreteras, que al parecer no conducían a ningún lugar ni tenían utilidad alguna, salvo la que unía el transbordador con el laboratorio principal.

—Todas estas carreteras fueron construidas por el ejército para unir Fort Terry con las baterías de la costa —dijo entonces el señor Stevens como si acabara de leer mi pensamiento—. Sólo las utilizan las patrullas de los ciervos; si no, están vacías —agregó—. Como hemos concentrado todas las instalaciones de investigación en un edificio, la mayor parte de la isla está desierta.

Se me ocurrió que las patrullas de los ciervos y las de seguridad eran evidentemente las mismas. Puede que los helicópteros y los barcos buscaran ciervos que nadaban, pero también buscaban terroristas y otros maleantes. Tuve la incómoda sensación de que aquel lugar era vulnerable. Pero eso no era de mi incumbencia, ni la razón de mi presencia.

Hasta ahora la isla era menos siniestra de lo que imaginaba. No sabía realmente qué esperar, pero, al igual que otros muchos lugares precedidos de una reputación escabrosa, éste no parecía tan aterrador al verlo.

Los mapas y cartas de navegación no solían mostrar ningún detalle de la isla, ni las carreteras ni mención alguna a Fort Terry, salvo las palabras «Plum Island, Investigación de Patología Animal, Gobierno de EE.UU. Acceso restringido». Además, la isla suele estar pintada de color amarillo, que indica precaución. No es un lugar realmente acogedor, ni siquiera en el mapa. Y vista desde el mar, como me ocurrió varias veces con los Gordon, parece envuelta en la bruma, aunque me pregunto hasta qué punto esa imagen es real o imaginaria.

Y si uno especulase sobre el aspecto del lugar, se lo imaginaria como una especie de lúgubre paisaje desolado al estilo de Poe, cubierto de vacas y ovejas muertas, campos abandonados y buitres alimentándose de la carroña antes de morir, a su vez, por ingestión de carne infectada. Eso es lo que uno pensaría, si se molestara en pensar en ello. Pero hasta ahora el lugar parecía soleado y agradable. El peligro, el auténtico horror, estaba confinado en áreas de contención biológica, en las zonas tres y cuatro, y en el templo del fin del mundo, la zona cinco. Diminutos transportadores, tubos de ensayo y probetas con las formas de vida más peligrosas y exóticas desarrolladas en este planeta. Si yo fuera un científico que examinara esas cosas, me preguntaría probablemente por Dios; no sobre su existencia, sino sobre sus intenciones.

En todo caso, hasta ahí era capaz de reflexionar antes de que empezara a dolerme la cabeza.

—¿Cómo saben los navegantes que no deben desembarcar en la isla? —preguntó Beth.

—Se lo advierten todos los mapas y las cartas de navegación —respondió el señor Stevens—. También hay carteles en todas las playas. Además, las patrullas pueden ocuparse de cualquier embarcación fondeada o amarrada.

—¿Qué hacen con los intrusos? —preguntó Beth.

—Les advertimos que no se acerquen de nuevo a la isla —respondió Stevens—. Los reincidentes son detenidos y entregados al jefe Maxwell —añadió mirando a Max—. ¿No es cierto?

—Efectivamente. Se dan uno o dos casos al año.

—Sólo a los ciervos les disparamos sin hacer preguntas —intentó bromear Paul Stevens, luego prosiguió con seriedad—: El hecho de que alguien desembarque en la isla no supone un riesgo para la seguridad ni para la biocontención. Como he dicho anteriormente, no pretendo dar la impresión de que la isla está contaminada. Este autobús, por ejemplo, no es un vehículo de biocontención. Pero, dada la proximidad de áreas de contención biológica, preferimos mantener la isla libre de personas no autorizadas y de animales.

—Por lo que puedo ver, señor Stevens —dije sin poder evitar señalarle—, un grupo de terroristas semicompetentes podría desembarcar cualquier noche en la isla, aniquilar a su puñado de guardias y robar toda clase de sustancias aterradoras de los laboratorios o hacer estallar el lugar e impregnar el aire con microbios mortíferos. En realidad, cuando se hiela la bahía no necesitan siquiera una embarcación, pueden llegar andando.

—Sólo puedo decirle que la seguridad es más compleja de lo que parece —respondió el señor Stevens.

—Eso espero.

—No le quepa la menor duda. ¿Por qué no lo intenta alguna noche?

—Le apuesto cien pavos a que logro entrar en su despacho, robarle el diploma del instituto que cuelga de la pared y tenerlo en mi despacho por la mañana —respondí, incapaz de resistirme al reto.

El señor Stevens seguía mirándome fijamente con su rostro de cera impenetrable. Espeluznante.

—Permítame que le formule la pregunta cuya respuesta todos deseamos escuchar: ¿es posible que Tom y Judy Gordon hubieran sacado clandestinamente microorganismos de la isla? —pregunté.

—En teoría —respondió Paul Stevens—, pudieron hacerlo.

Nadie dijo palabra en el autobús pero me percaté de que el conductor volvía sobresaltado la cabeza.

—¿Pero por qué harían tal cosa? —preguntó el señor Stevens.

—Por dinero —respondí.

—No parecían realmente ese tipo de personas —dijo el señor Stevens—. Les gustaban los animales; ¿por qué querrían eliminarlos del mundo?

—Tal vez lo que pretendían eliminar del mundo era a la gente, para que los animales pudieran ser felices.

—Es absurdo —dijo Stevens—. Los Gordon no se llevaron nada de aquí que pudiera dañar a ningún ser vivo. Apostaría mi cargo.

—Ya lo ha hecho. Y su vida.

Me percaté de que Ted Nash y George Foster permanecían la mayor parte del tiempo en silencio, pero sabía que ya habían recibido su información mucho antes y probablemente temían delatarse.

—Nos acercamos a Fort Terry —dijo el señor Stevens después de volver la cabeza hacia el parabrisas—. Aquí podemos bajarnos y observar los alrededores.

El autobús paró y todos nos apeamos.