A las seis de la mañana estaba levantado, duchado y vestido con un pantalón corto, camiseta y zapatillas deportivas; un atuendo adecuado para cambiarlo por un traje de protección bioquímica o como quiera que lo llamen.
Dudé como siempre, estilo Hamlet, respecto a mi arma: llevarla o no llevarla, ésa era la cuestión. Finalmente decidí cogerla; uno nunca sabe lo que le deparará el día. Puede que aquél fuera el adecuado para pintar de rojo a Ted Nash.
A las siete menos cuarto circulaba hacia el este por la carretera principal, que cruza el centro de la región vinícola.
Mientras conducía pensaba que no es fácil sacarle beneficio a la tierra o al mar, como muchos de los habitantes locales hacían. Sin embargo, los viñedos habían tenido un éxito asombroso. En ese momento, cuando cruzaba la aldea de Peconic, se encontraban a mi izquierda los fructíferos viñedos y bodegas Tobin Vineyards, propiedad de Fredric Tobin, amigo de los Gordon, a quien había conocido fugazmente en una ocasión. Tomé nota mental de que lo llamaría para ver si podía arrojar alguna luz sobre el caso.
El sol se alzaba por encima de los árboles, delante de mí a la derecha, y el termómetro de mi salpicadero indicaba dieciséis grados centígrados, que no significaban absolutamente nada para mí. Había manipulado de algún modo el ordenador del coche y ahora se expresaba en medidas métricas. Dieciséis grados parecía frío, pero sabía que no lo era. En todo caso, el sol hacía desaparecer la bruma y sus rayos envolvían mi extravagante vehículo deportivo.
La carretera serpenteaba suavemente y los viñedos eran más pintorescos que los campos de patatas que recordaba de hacía treinta años. De vez en cuando, un frutal o un campo de maíz rompían la monotonía de las vides. Las grandes aves planeaban y se elevaban en las corrientes térmicas matutinas, mientras los pequeños pájaros cantaban y piaban en los árboles. Todo era perfecto en el mundo, salvo que Tom y Judy estaban en el depósito de cadáveres del condado y era muy posible que una enfermedad flotara en el aire, ascendiendo y descendiendo con las corrientes, arrastrada por la brisa marina, que se extendía por los campos y viñedos, y penetraba en la sangre de los seres humanos y los animales. No obstante, todo parecía normal aquella mañana, incluso yo.
Puse la radio, sintonicé uno de los canales de noticias de Nueva York y escuché su basura habitual, a la espera de que alguien mencionara que se había desencadenado alguna misteriosa infección. Pero era demasiado pronto para eso. Sintonicé la única emisora local y escuché las noticias de las siete de la mañana.
—Hemos hablado con el jefe Maxwell por teléfono esta mañana —decía el presentador— y esto ha sido lo que nos ha contado:
»—Respecto a la muerte de los residentes de punta Nassau, Tom y Judy Gordon —contaba Max en tono gruñón—, lo hemos calificado de doble homicidio, robo y allanamiento de morada. Lo sucedido no tiene nada que ver con el hecho de que las víctimas trabajaran en Plum Island y deseamos poner fin a dichas especulaciones. Aconsejamos a todos los habitantes que se mantengan atentos, desconfíen de cualquier desconocido y denuncien cualquier cosa sospechosa a la policía local. Debemos evitar que cunda el pánico, pero sin olvidar que circula alguien que ha cometido asesinato, robo y allanamiento de morada. Así que deben tomar ciertas precauciones. En este caso trabajamos con la policía del condado y creemos tener algunas pistas. Eso es todo de momento. Hablaré contigo más tarde, Don.
»—Gracias —respondió Don.
Eso es lo que me gusta de este lugar sencillo y hogareño. Lo que el jefe Maxwell había olvidado contar era que en aquel momento se dirigía a Plum Island, el lugar que no tenía nada que ver con el doble asesinato. También había olvidado mencionar al FBI y a la CIA. Admiraba a las personas que sabían cómo y cuándo embaucar al público. Imaginemos que Max hubiera dicho: «Existe un cincuenta por ciento de posibilidades de que los Gordon vendieran virus a terroristas, cuyo propósito podría ser la destrucción de toda forma de vida en Norteamérica». Eso habría provocado una pequeña tragedia en la zona a primera hora de la mañana, por no mencionar una huida hacia los aeropuertos y un repentino afán por tomarse unas vacaciones en Sudamérica.
En todo caso, de momento, la mañana era hermosa. Vi un campo de calabazas a mi derecha y recordé los fines de semana de otoño, cuando corría por allí de niño en busca de la calabaza más grande, más redonda, más anaranjada y más perfecta. Recordé también ciertas discrepancias con mi hermano menor, Jimmy, que resolvíamos a puñetazos y yo siempre ganaba porque era mayor y más fuerte que él. Por lo menos, el muchacho tenía valor.
La aldea siguiente a Peconic es Southold, que también es el nombre del municipio. Aquí es donde se acaban los viñedos, se estrecha la tierra entre el mar y la bahía, y todo parece más agreste y salvaje. Las vías del ferrocarril de Long Island, que parten de la estación Penn de Manhattan, corrían paralelas a la carretera, a mi izquierda, hasta cruzarse con ésta y seguir de nuevo caminos separados.
No había mucho tráfico a aquella hora de la mañana, salvo algunos vehículos agrícolas. Si alguno de mis compañeros de viaje a Plum Island estaba en la carretera, pensé que probablemente lo vería en algún momento.
Entré en el pueblo de Greenport, principal metrópoli de la zona norte de Long Island, con una población, según el cartel, de 2.100 habitantes. La isla de Manhattan, por otra parte, donde yo trabajaba, vivía y donde estuve a punto de morir, es más pequeña que la región norte de Long Island y en ella viven amontonados dos millones de personas. Max, como he dicho anteriormente, dispone de unos cuarenta agentes, incluidos él y yo. En realidad, el pueblo de Greenport había tenido su propia policía en otra época, con media docena de agentes, pero la población se hartó de ellos y votó por su desaparición. No creo que eso pueda ocurrir en la ciudad de Nueva York, aunque no sería mala idea.
A veces pienso que Max debería contratarme, ya saben, el pistolero de la gran ciudad llega al pueblo, el sheriff local le coloca una placa y dice: «Necesitamos un hombre de tu experiencia, formación y éxito reconocido», o algo por el estilo. ¿Me convertiría en el pez gordo de un pequeño estanque?, ¿me mirarían las damas a hurtadillas y dejarían caer sus pañuelos en la acera?
Vuelta a la realidad. Tenía hambre y ahí no había prácticamente ningún lugar de comida rápida, lo que formaba parte del encanto del lugar pero también era un fastidio. Había, sin embargo, unas pocas tiendas de comida preparada y me detuve en una de las afueras de Greenport, donde compré un café y un bocadillo de carne misteriosa y algo parecido al queso. Les aseguro que uno puede comerse el plástico y el envoltorio sin advertir la diferencia. Agarré un periódico semanal gratuito y desayuné al volante. En el semanario, casualmente, había un artículo sobre Plum Island. Eso no es inusual puesto que los lugareños parecen estar muy interesados en la misteriosa isla rodeada de bruma. A lo largo de los años, fuentes locales me habían facilitado casi toda la información que poseía acerca de Plum Island. De vez en cuando se mencionaba la isla en las noticias nacionales, pero se podía asegurar que nueve de cada diez estadounidenses nunca habían oído hablar de ella. Eso podía cambiar muy pronto.
El artículo que leía trataba de la enfermedad de Lyme, otra obsesión de los habitantes de Long Island y del cercano Connecticut. Es una enfermedad que transmiten las garrapatas de los ciervos y que había adquirido proporciones epidémicas. Yo conocía gente que la padecía y, a pesar de que no solía ser mortal, su tratamiento y curación podían durar de uno a dos años. En todo caso, la población local estaba convencida de que procedía de Plum Island y que se trataba de un experimento de la guerra bioquímica, extendido por error o algo parecido. No exageraría si afirmara que a los lugareños les encantaría que Plum Island se hundiera en el mar. En realidad, imaginaba una situación parecida a una escena de Frankenstein, en la que labriegos y pescadores con horcas y garfios, acompañados de mujeres con antorchas, descendían sobre la isla y gritaban: «¡Al diablo con vuestros experimentos científicos antinaturales! ¡Que Dios nos proteja de las investigaciones gubernamentales!». O algo por el estilo. Dejé el periódico y arranqué el motor.
Debidamente alimentado, seguí mi camino, atento por si veía a mis nuevos compañeros.
La siguiente aldea era East Marion, aunque no parece haber ninguna otra Marión en la región; creo que la más cercana está en Inglaterra, como sucede con muchos otros lugares de Long Island precedidos de East. El nombre antiguo de Southold era Southwold, igual que una población de Inglaterra de donde procedían muchos de sus primeros habitantes, pero perdió la w en el Atlántico o en otro lugar o puede que la cambiaran por un montón de terminaciones en «e’s», quién sabe. Mi tía June, que pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic, llenaba mi pequeña cabeza con esas tonterías y supongo que se me grabaron algunas curiosidades que me parecieron interesantes.
La tierra se estrechó a la anchura de una calzada, con agua a ambos lados de la carretera: el estrecho de Long Island a mi izquierda y el puerto de Orient a mi derecha. El cielo y el agua estaban llenos de patos, gansos, garcetas blancas como la nieve y gaviotas, así que no abrí el techo del coche. Esos pájaros comen ciruelas pasas o algo por el estilo, luego descienden en picado y siempre saben cuándo lleva uno el coche descapotado.
Se ensanchó de nuevo el terreno y crucé la antigua y pintoresca aldea de Orient, antes de acercarme por fin, después de unos diez minutos, a Orient Point.
Pasé junto a la entrada del Orient Beach State Park y empecé a reducir la velocidad.
Delante, a mi derecha, vi una bandera estadounidense a media asta. Supuse que era en honor de los Gordon, así que la bandera debía de estar en propiedad federal y ésta era, indudablemente, la estación del transbordador de Plum Island. Habrán podido comprobar cómo funciona la mente de un gran detective, incluso poco después de las siete de la mañana y habiendo dormido poco.
Paré el coche frente a un restaurante, junto a un puerto deportivo, saqué los prismáticos de la guantera y enfoqué un cartel en blanco y negro cerca de la bandera, a unos treinta metros de la carretera. En el cartel se leía: «Centro de enfermedades animales de Plum Island». No decía «Bien venidos» ni «Transbordador», pero estaba junto al agua y deduje que era la estación del transbordador. La gente común supone, los detectives deducen. Además, para ser sinceros, había pasado por allí una docena de veces a lo largo de los años, de camino al transbordador de New London, que está un poco más allá del de Plum Island. Aunque nunca había pensado mucho en ello, supongo que sentía curiosidad por la misteriosa Plum Island. No me gustan los misterios y ésa es la razón por la que quiero resolverlos; me molesta que existan cosas que desconozco.
A la derecha del cartel y del mástil de la bandera había un edifìcio de ladrillo de una sola planta que parecía un centro de administración y recepción. Detrás de éste se encontraba un gran aparcamiento con tejado negro que se extendía hasta la orilla, rodeado de una elevada verja de tela metálica, coronada de alambre espinoso.
En la orilla, donde acababa el aparcamiento, había grandes almacenes junto a enormes muelles. Vi algunos camiones aparcados junto a la zona de carga y descarga. Supuse, perdón, deduje, que ahí era donde embarcaban los animales que emprendían el viaje sin retorno a Plum Island.
El aparcamiento se extendía unos cien metros a lo largo de la bahía y en su extremo más lejano, a través de una ligera bruma, distinguí unos treinta coches, aparcados cerca del embarcadero del transbordador. No se veía a nadie.
Dejé los prismáticos y consulté el reloj digital del salpicadero, según el cual eran las siete y veintinueve, y la temperatura era de diecisiete grados. Decididamente, debía eliminar el sistema métrico de ese coche. Ese maldito ordenador se expresaba en extraños términos franceses como kilomètres, litres y otras palabras igualmente raras. No me atrevía siquiera a conectar la calefacción.
Faltaba todavía media hora para que saliera el barco a Plum Island, pero era la hora de llegada del transbordador procedente de la isla, que era a lo que yo venía. Mi tío Harry solía decir cuando me obligaba a levantarme al amanecer: «El pájaro madrugador es el que encuentra el gusano, Johnny». Y yo solía responderle: «Y el gusano madrugador es devorado». Era un personaje.
Entre la niebla apareció un transbordador blanco y azul que se deslizó hacia el embarcadero. Levanté de nuevo los prismáticos. En la proa del buque había un tipo con escudo gubernamental, probablemente del Departamento de Agricultura, y el nombre del barco era The Plum Runner, lo que indicaba cierto sentido del humor por parte de alguien.
Puse en marcha mi cuatro por cuatro para dirigirme hacia el cartel, el mástil y el edificio. A la derecha de éste, las puertas de la verja metálica estaban abiertas, pero al no ver a ningún guardia entré en el aparcamiento y me dirigí a los almacenes. Aparqué entre camiones y contenedores con la esperanza de que mi vehículo pasara inadvertido. Estaba a unos cincuenta metros de los muelles del transbordador y observé a través de los prismáticos cómo maniobraba el buque para atracar junto al embarcadero más próximo. The Plum Runner parecía bastante nuevo y elegante, tenía unos veinte metros de eslora y una sobrecubierta en la que vi unas sillas. La popa entró en contacto con el muelle y el capitán paró los motores mientras un ayudante saltaba a tierra para amarrar los cabos. Me percaté de que no había nadie en el muelle.
A través de los prismáticos vi a un grupo de hombres que salía de la cabina de pasajeros a la cubierta de popa para desembarcar directamente en el aparcamiento. Conté diez; vestidos con una especie de uniforme azul podían ser los componentes de la banda musical del Departamento de Agricultura, que habían acudido a recibirme, o los guardias de seguridad del turno de noche, a los que habían sustituido los que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Los diez guardias llevaban cinturón para armas pero no vi ninguna pistolera.
A continuación apareció un individuo corpulento de chaqueta azul y corbata, que hablaba con los diez guardias como si los conociera, y supuse que era Paul Stevens, el jefe de seguridad.
Luego aparecieron cuatro individuos elegantemente vestidos y se me ocurrió que era algo inusual. Parecía dudoso que esos cuatro personajes hubieran pasado la noche en la isla y tuve que suponer que se habían desplazado en el transbordador de las siete. Pero, en tal caso, sólo habrían dispuesto de escasos minutos en la isla, el tiempo justo para dar media vuelta. Así que debían de haber viajado antes, en un desplazamiento especial del transbordador, en otra embarcación o en helicóptero.
Por último, pero no por ello menos importante, no me sorprendió del todo ver salir del buque a los señores George Foster y Ted Nash con ropa deportiva. Ahí estaban. Acostarse temprano y madrugar convierte al individuo en astuto y mentiroso. Esos hijos de puta… Sabía que me la jugarían.
Vi que Nash y Foster mantenían una intensa conversación con los cuatro hombres trajeados mientras el individuo de chaqueta azul se mantenía respetuosamente apartado. Estaba claro por su lenguaje corporal que Ted Nash era el personaje importante. Los otros cuatro habían llegado probablemente de Washington y a saber quién los habría mandado. Era difícil calcularlo con el FBI, la CIA, el Departamento de Agricultura, indudablemente el ejército y el Departamento de Defensa y quién sabe qué otros departamentos involucrados. En lo que a mí concernía, todos eran federales y yo para ellos, si es que se molestaban en pensar en mí, no era más que una enojosa almorrana.
En todo caso decidí recoger los prismáticos, el periódico semanal y mi taza de café vacía por si me veía obligado a esconder la cabeza. Ahí estaban esos listillos con su engaño matutino y ni siquiera se molestaban en mirar a su alrededor por si alguien los observaba. Sentían un desprecio absoluto por los humildes polis y eso me hinchaba las narices.
El individuo de chaqueta azul habló con los diez guardias y les comunicó que podían marcharse. Se dirigieron a sus respectivos coches y pasaron junto a mí. Luego, el caballero de chaqueta azul se acercó de nuevo a la cubierta de popa y desapareció en el interior del transbordador.
Entonces los cuatro hombres trajeados se despidieron de Nash y Foster, subieron a un Chevy Caprice color negro y vinieron hacia mí. El Caprice redujo la velocidad frente a mi coche, estuvo a punto de detenerse, pero luego siguió adelante hasta salir por la puerta de la verja.
En aquel momento me percaté de que Nash y Foster habían visto mi automóvil. Arranqué el motor y me acerqué al transbordador como si acabara de llegar. Aparqué a cierta distancia del muelle, fingí tomar café en mi taza vacía y empecé a leer un artículo sobre el regreso del pescado azul sin prestar atención a los señores Nash y Foster, que estaban cerca del transbordador.
A eso de las ocho menos diez llegó una vieja furgoneta que se paró junto a mí y de ella se apeó Max con téjanos, anorak y un gorro de pesca calado hasta la frente.
—¿Vas disfrazado o te has vestido a oscuras? —pregunté después de bajar la ventanilla.
—Nash y Foster sugirieron que no convenía que me vieran de camino a Plum Island.
—Esta mañana te he oído por la radio.
—¿Qué te ha parecido?
—Nada convincente. Barcos, aviones y coches han estado abandonando Long Island toda la mañana. Ha cundido el pánico a lo largo de la costa Este.
—Vamos.
—De acuerdo —respondí antes de apagar el contacto y esperar a que el Jeep me dijera algo, pero supongo que en esta ocasión no había metido la pata.
—Votre fenêtre est ouverte —dijo una voz femenina en el momento en que retiré las llaves del contacto.
¿Por qué ha de decir eso un bonito coche estadounidense? El caso es que cuando intenté apagar esa estúpida voz de algún modo la cambié para que hablara en francés. Esos coches se exportan a Quebec, lo que también explica lo del sistema métrico.
—Votre fenêtre est ouverte.
—Mangez merde —respondí en mi mejor francés universitario antes de apearme del coche.
—¿Te acompaña alguien? —preguntó Max.
—No.
—He oído a alguien hablar.
—Olvídalo.
Iba a contarle a Max que había visto a Nash y Foster apearse del transbordador de Plum Island, pero como a él no se le había ocurrido llegar temprano, ni me había pedido que yo lo hiciera, consideré que tampoco merecía saberlo.
Empezaron a llegar algunos coches y los que se desplazaban habitualmente a Plum Island pisaron el muelle en el último momento, cuando sonaba la sirena del transbordador.
—¡Vamos, a bordo! —exclamó Ted Nash.
Miré a mi alrededor en busca de Beth Penrose mientras hacía pequeños comentarios misóginos respecto a la tardanza de las mujeres.
—Ahí está —dijo Max.
Y ahí estaba, después de apearse de un Ford negro, probablemente su coche oficial sin distintivos, que ya se encontraba aparcado allí a mi llegada. ¿Podía ser que hubiera en el mundo gente tan lista como yo? Parecía improbable. Seguramente, yo le había dado la idea de llegar temprano.
Max y yo avanzamos entre la bruma del aparcamiento cuando sonaba de nuevo la sirena del transbordador. La detective Penrose se reunió con el señor Nash y el señor Foster, y estaban charlando junto al barco cuando nos acercamos. Nash gesticuló con impaciencia para que nos apresuráramos. He matado por menos de eso.
—¿No tiene un poco de frío, John? —preguntó Nash después de mirar mi pantalón corto, cuando Max y yo nos acercamos al muelle, sin siquiera darnos los buenos días.
—Que te den por el saco, Ted.
Hablaba en ese tono de voz paternalista que adoptan los superiores hacia sus subordinados y había que ponerlo en su lugar.
—¿Venden esos pantalones con bragas del mismo color? —respondí, refiriéndome al estúpido pantalón de golf color rosa que llevaba puesto.
George Foster se rio y Ted Nash se puso del mismo color que sus pantalones. Max fingió no haberse enterado y Beth levantó la mirada al cielo.
—Buenos días —dijo el señor Foster con cierto retraso—. ¿Listos para subir a bordo?
Los cinco nos dirigimos al transbordador y por la cubierta de popa se nos acercó el caballero de chaqueta azul.
—Buenos días. Soy Paul Stevens, jefe de seguridad de Plum Island —dijo en una voz que parecía generada por ordenador.
—Yo soy Ted Nash, del Departamento de Agricultura —respondió el señor de pantalón rosa.
Menudo montón de mierda. No sólo acababan de regresar juntos de Plum Island esos tres payasos, sino que Nash insistía en la farsa de la agricultura.
Stevens, carpeta en mano, parecía uno de esos entrenadores con silbato incluido: cabello rubio y corto, ojos azul claro, forma física impecable, listo para organizar un partido de cualquier cosa, mandar a los pilotos a la línea de salida o lo que fuera necesario.
Beth, por cierto, llevaba la misma ropa que el día anterior y deduje que no sabía que debería quedarse a dormir fuera, lo cual fue una cerdada para ella, expresión bastante idónea en este caso… Centro de patología animal, fiebre porcina, isla en forma de chuleta…
—¿Y usted debe de ser el señor Foster? —dijo el señor Stevens después de consultar su carpeta.
—No, yo soy el jefe Maxwell.
—Bien —respondió el señor Stevens—. Bienvenido.
—Yo soy Beth Penrose —dije.
—No —respondió Stevens—, usted es John Corey.
—Muy bien. ¿Podemos subir a bordo ahora?
—No señor. No hasta que estemos todos registrados —respondió antes de mirar a Beth—. Buenos días, detective Penrose. Y usted debe ser el señor Foster del FBI, ¿correcto? —agregó.
—Correcto.
—Bienvenidos a bordo. Por favor, síganme.
Subimos a bordo de The Plum Runner, que en menos de un minuto había soltado amarras y zarpado rumbo a Plum Island o como la prensa sensacionalista a veces la llama, Isla Misterio, o de forma más irresponsable, Isla de la Peste.
Seguimos al señor Stevens al interior de una cómoda y gran cabina forrada de madera, donde una treintena de hombres y mujeres sentados en sillas acolchadas como en los aviones charlaban, leían o dormitaban. Parecía tener capacidad para unos cien pasajeros y supuse que en el viaje siguiente se desplazarían la mayoría de las personas que trabajaban en Plum Island.
En lugar de sentarnos con los demás pasajeros, seguimos al señor Stevens por una escalera que conducía a una pequeña sala, utilizada aparentemente como sala de mapas, sala de oficiales o lo que fuera. En el centro de la sala había una mesa redonda con una cafetera. El señor Stevens nos ofreció asiento y café pero nadie aceptó ni lo uno ni lo otro. El aire estaba viciado bajo cubierta y el ruido de los motores llenaba la habitación.
Stevens sacó unos papeles de su carpeta y nos entregó una hoja impresa a todos, cada una con su copia correspondiente.
—Esto es una declaración que deben firmar antes de desembarcar en Plum Island —dijo—. Sé que todos ustedes son representantes de la ley, pero las normas son las normas. Les ruego que lo lean y lo firmen —agregó.
Examiné el impreso, titulado «Declaración jurada del visitante». Era uno de esos documentos gubernamentales, escrito, cosa extraña, en inglés corriente. Me comprometía básicamente a permanecer con el grupo, no soltarme de la mano e ir acompañado en todo momento de un empleado de Plum Island.
También accedía a obedecer todas las normas de seguridad, a evitar el contacto con animales después de abandonar la isla durante un mínimo de siete días y a no tener contacto con ganado vacuno, ovejas, cabras, cerdos, caballos, etcétera, no visitar ninguna granja, parque zoológico, circo ni parque público y a mantenerme alejado de las subastas de ganado, corrales, almacenes de ganado, laboratorios y centros de distribución de animales, ferias y concursos. ¡Caramba! Eso iba a limitar realmente mi vida social durante una semana.
El último párrafo era interesante, decía así:
En caso de emergencia, el director del centro o el oficial de seguridad podrán retener al visitante en Plum Island hasta que se hayan tomado las medidas de precaución necesarias de seguridad biológica. La ropa y otros artículos personales podrán ser retenidos temporalmente en Plum Island para su descontaminación y se facilitará una muda al visitante para que pueda abandonar la isla después de una ducha de descontaminación. Su propia ropa se le devolverá cuanto antes.
Además, para añadir alegría a mi visita, consentí someterme a cualquier cuarentena o detención necesarias.
—Supongo que éste no es el transbordador a Connecticut —le dije al señor Stevens.
—No señor, no lo es.
El eficiente señor Stevens nos ofreció unas plumas gubernamentales para que firmáramos. Colocamos los impresos sobre la mesa y, todavía de pie, nos rascamos, movimos los pies y estampamos nuestros nombres. Stevens recogió los documentos y nos entregó las copias como recuerdo.
A continuación nos dio unas tarjetas azules que prendimos debidamente en nuestra ropa.
—¿Alguno de ustedes va armado? —preguntó.
—Creo que todos nosotros, pero le aconsejo que no intente retirarnos las armas.
—Eso es exactamente lo que pretendo —respondió Stevens después de mirarme—. Las armas de fuego están absolutamente prohibidas en la isla. Aquí dispongo de una caja fuerte donde sus revólveres permanecerán seguros —agregó.
—Mi pistola se encuentra segura donde está ahora —dije.
—Plum Island está bajo la jurisdicción del municipio de Southold —agregó Max—. Yo soy el representante de la ley en Plum Island.
—Supongo que la prohibición no afecta a los representantes de la ley —dijo Stevens después de un largo momento de reflexión.
—Puede estar seguro de ello —afirmó Beth.
Frustrada su pequeña estrategia de poder, Stevens aceptó la derrota con elegancia y una sonrisa. Pero era esa clase de sonrisa que el perverso malvado brinda en una película antes de decir Ha ganado usted esta batalla, señor, pero le aseguro que volveremos a vernos, luego da un taconazo, media vuelta y se retira.
Sin embargo, el señor Stevens permanecería con nosotros durante el resto de la visita.
—¿Por qué no vamos a la cubierta superior? —preguntó.
Seguimos a nuestro anfitrión por la escalera, cruzamos la cabina y subimos por otra escalera a la cubierta encima de ésta, donde éramos los únicos pasajeros.
El señor Stevens nos condujo hasta un grupo de butacas. El barco se desplazaba a unas quince millas por hora, que creo que son unos doscientos nudos, tal vez un poco menos. Había brisa en cubierta pero era el lugar más silencioso por estar alejado de los motores. La bruma se disipaba y de pronto empezó a brillar el sol.
Vi el puente de mando, todo acristalado, donde el capitán iba al timón y charlaba con su ayudante. En la popa ondeaba al viento una bandera estadounidense.
Estaba sentado cara a proa con Beth a mi derecha y Max a mi izquierda, y Stevens delante de mí, entre Nash y Foster.
—Los científicos que trabajan en biocontención siempre viajan aquí a no ser que el tiempo sea realmente malo —comentó Stevens—. Luego pasan de ocho a diez horas sin ver el sol —agregó—. Esta mañana les he rogado que nos dejaran solos.
A mi izquierda vi el faro de Orient Point, que no es una antigua torre construida sobre un peñasco, sino una moderna estructura metálica sobre las rocas. Se lo conoce como La Cafetera porque se supone que tiene ese aspecto, aunque a mí no me lo parece. Los marinos toman a las focas por sirenas, a las marsopas por grandes serpientes y a las nubes por barcos fantasma. Si uno pasa suficiente tiempo en el mar, creo que acaba por volverse un poco chiflado.
Volví la cabeza hacia Stevens y se cruzaron nuestras miradas. Aquel hombre tenía una de esas caras de cera que uno nunca olvida. Sus facciones permanecían siempre inmóviles, salvo la boca y los ojos, que te taladraban con la mirada.
—Permítanme que empiece por decirles que conocía a Tom y Judy Gordon —declaró Paul Stevens, dirigiéndose al grupo en general—. En Plum Island estaban bien considerados por todos: funcionarios, científicos, cuidadores de animales, técnicos de laboratorio, personal de mantenimiento, agentes de seguridad; todos. Trataban a todo el mundo con cortesía y respeto. Indudablemente, les echaremos de menos. —Agregó con una especie de sonrisa torcida.
De pronto se me ocurrió que aquel individuo podía ser un asesino por cuenta del gobierno. Claro. ¿Y si había sido el gobierno quien había eliminado a Tom y Judy? Tal vez los Gordon sabían o habían visto algo o estaban a punto de denunciar alguna cosa… Mamma mia!, habría dicho mi compañero Dom Fanelli. Eso abría una nueva posibilidad. Miré a Stevens e intenté descifrar algo en sus ojos fríos como el hielo, pero era un buen actor, como había demostrado en la pasarela.
—Anoche, en el momento en que me enteré de su muerte —seguía diciendo Stevens—, llamé a mi oficial de guardia en la isla e intenté determinar si había desaparecido algo de los laboratorios. No es que sospechara que los Gordon pudieran hacer tal cosa, pero a juzgar por la forma en que se me informó del asesinato… bueno, aquí tenemos ciertos procedimientos operativos establecidos.
Volví la cabeza hacia Beth y se cruzaron nuestras miradas. Aquella mañana no había tenido oportunidad de decirle una sola palabra y le guiñé un ojo. Al parecer no podía controlar sus emociones y desvió la mirada.
—Esta madrugada me he trasladado a Plum Island en una de mis lanchas de seguridad y he llevado a cabo una investigación preliminar —proseguía Stevens—. Por lo que puedo deducir hasta el momento, nada ha sido sustraído de nuestras reservas de microorganismos, ni de las muestras de tejidos, sangre, ni ningún otro material orgánico ni biológico.
Aquel comentario era tan evidentemente cretino y autojustificativo que nadie se molestó siquiera en reírse, aunque Max me miró y movió la cabeza. Sin embargo, los señores Nash y Foster asentían como si se creyeran lo que Stevens intentaba hacernos tragar. Éste, alentado y con la seguridad que le aportaba encontrarse entre amigos que trabajaban también para el gobierno, prosiguió con su discursito oficial.
Ya pueden imaginarse la cantidad de mierda que debo escuchar en mi vida profesional de sospechosos, testigos, informadores e incluso de personas de mi propio equipo, como fiscales, superiores, subordinados incompetentes, lacayos, etcétera. Basura y mierda. Lo primero es una distorsión burda y agresiva de la verdad mientras que lo segundo es una clase de excrementos más suave y pasiva. Y así es el trabajo policial: basura y mierda. Nadie le dice a uno la verdad, especialmente si pretendes mandarlo a la silla eléctrica o lo que utilicen hoy en día.
Escuché durante un rato las explicaciones del señor Paul Stevens, según las cuales era imposible sacar de la isla un solo virus o una sola bacteria, ni siquiera un escozor en la entrepierna si es que había que dar crédito a Pinocho Stevens.
Me cogí la oreja derecha y le di un ligero giro, que es mi forma de desconectar de los idiotas. Con la voz de Stevens perdida en la lejanía, contemplé la hermosa mañana azul. Regresaba el transbordador de New London y nos pasó por la izquierda, que sé que se llama babor. La milla y media de agua que separa Orient Point de Plum Island es conocida como estrecho de Plum, otra palabra marina. Aquí se utilizan muchos términos náuticos y a veces me producen dolor de cabeza. ¿Qué tiene de malo el inglés corriente?
En todo caso, sé que el estrecho es un lugar donde se encuentran las aguas del canal de Long Island y las del Atlántico. Estuve aquí en una ocasión con los Gordon, en su lancha, cuando el viento, la marea y las corrientes golpeaban por todos lados la embarcación. Realmente no necesito repetir semejante experiencia en el agua.
Pero hoy no había problemas, el estrecho estaba tranquilo y el barco era grande. Había cierto balanceo, pero supongo que eso es inevitable en el agua, que es esencialmente líquida y de ningún modo tan fiable como el asfalto.
La vista desde aquí era bonita y, mientras el señor Stevens movía los carrillos, contemplé un pigargo blanco que volaba en círculos. Esas aves son extrañas, están completamente locas. Vi cómo describía círculos en busca del desayuno hasta que lo avistó y entonces se lanzó en picado como un piloto suicida, chillando como si le ardieran las pelotas, penetró en el agua, desapareció y emergió de nuevo como si le hubieran insertado un misil en el trasero. En las garras llevaba un pez plateado que hasta entonces había estado chapoteando tranquilamente, mascando pescadilla o algo por el estilo, cuando de pronto despegó a punto de ser deglutido por ese pájaro loco. Puede que el pez plateado tuviera esposa, hijos y todo lo demás, que hubiera salido en busca de un pequeño tentempié y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, él se había convertido en desayuno. La supervivencia del más fuerte. Asombroso. Definitivo.
Estábamos a un cuarto de milla de Plum Island cuando un ruido extraño, aunque familiar, nos llamó la atención. Entonces vimos un gran helicóptero blanco, con las insignias rojas de los guardacostas, que pasó junto a nosotros por estribor. Volaba lentamente y a baja altitud, llevaba la puerta abierta y asomado había un individuo uniformado, sujeto por unas correas, con una radio incorporada al casco y un rifle en las manos.
—Es la patrulla de los ciervos —aclaró el señor Stevens—. Como simple medida de precaución buscamos ciervos que puedan ir o venir nadando de Plum Island.
Nadie dijo palabra.
El señor Stevens consideró que debía dar más explicaciones y prosiguió:
—Los ciervos son unos nadadores increíblemente resistentes y en algunos casos han llegado a Plum Island desde Orient Point e incluso desde Gardiners Island o Shelter Island, que está a siete millas. Procuramos evitar que los ciervos se instalen en Plum Island o incluso que visiten la isla.
—A no ser —señalé— que hayan firmado el impreso pertinente.
El señor Stevens sonrió de nuevo. Yo le gustaba. También le gustaban los Gordon y ya sabemos lo que les ocurrió.
—¿Por qué procuran evitar que los ciervos lleguen a la isla? —preguntó Beth.
—Bueno… tenemos una política que denominamos de No Retorno. Es decir, todo lo que llega a la isla no puede abandonarla jamás, a no ser que sea debidamente descontaminado. Eso nos incluye a nosotros cuando queramos regresar más adelante. Los objetos de grandes dimensiones que no pueden ser descontaminados, como coches, camiones, aparatos de laboratorio, escombros, basura, etcétera, permanecen en la isla.
Una vez más, todo el mundo guardó silencio.
—No pretendo sugerir que la isla esté contaminada —agregó el señor Stevens, consciente de que había asustado a las visitas.
—Pues a mí me había convencido —reconocí.
—Permítanme que se lo explique. Tenemos cinco niveles de peligro biológico en la isla, que en realidad son cinco zonas. El primer nivel o la primera zona es el aire ambiental, todos los lugares fuera de los laboratorios de biocontención, donde no hay ningún peligro. La segunda zona es el área de las duchas, entre los vestuarios y los laboratorios, y también algunos lugares de trabajo de bajo contagio. Luego lo verán. El tercer nivel son los laboratorios de biocontención, donde trabajan con enfermedades infecciosas. El cuarto nivel corresponde a lugares más protegidos del edificio e incluye los corrales de animales contaminados, así como los incineradores y las salas de disección —dijo y nos miró uno por uno para asegurarse de que le prestábamos atención, lo que ciertamente hacíamos—. Recientemente hemos agregado unas instalaciones de quinto nivel, que son las de mayor biocontenido. No hay muchas instalaciones de quinto nivel en el mundo. Nosotros las agregamos porque algunos de los organismos que recibimos de lugares como África y el Amazonas son más virulentos de lo que sospechábamos —agregó antes de mirarnos de nuevo y bajar el tono de voz—. En otras palabras, recibíamos muestras de sangre y tejido infectadas con el virus Ébola.
—Creo que ya podemos regresar —dije.
Todo el mundo sonrió e intentó reírse. Ja, ja, ja. No tenía ninguna gracia.
—El nuevo laboratorio consiste en unas instalaciones de contención con los últimos adelantos, pero las antiguas instalaciones de después de la segunda guerra mundial, lamentablemente, no eran tan seguras. Fue entonces cuando adoptamos la política de No Retorno como precaución para evitar el contagio en el continente. Dicha política es aún oficialmente vigente pero se aplica de forma mucho más relajada. No obstante, preferimos que las personas y los objetos no se desplacen con excesiva libertad entre la isla y el continente sin ser descontaminados. Eso, evidentemente, incluye a los ciervos.
—¿Pero por qué? —insistió Beth.
—¿Por qué? Porque se les puede pegar algo en la isla.
—¿Como qué? —pregunté—. ¿Alguna mala costumbre?
—Tal vez un resfriado —sonrió el señor Stevens.
—¿Matan a los ciervos? —preguntó Beth.
—Sí.
—¿Qué me dice de los pájaros? —pregunté después de un prolongado silencio.
—Los pájaros pueden suponer un problema —respondió el señor Stevens.
—¿Y los mosquitos? —pregunté a continuación.
—Los mosquitos también pueden suponer un problema. Pero no olviden que todos los animales de laboratorio están aislados del exterior y que todos los experimentos se llevan a cabo en laboratorios de biocontención con aire negativo a presión. Nada puede escapar.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Max.
—Porque ustedes todavía están vivos —respondió el señor Stevens.
Con ese toque de optimismo y mientras Sylvester Maxwell pensaba en que se le comparaba con un canario en una mina de carbón, el señor Stevens agregó:
—Cuando desembarquemos, les ruego que permanezcan junto a mí en todo momento.
Por Dios, Paul, ni en sueños se me ocurriría lo contrario.