Capítulo 6

Pasaban de las dos de la madrugada y me estaba quedando bizco con las copias impresas del ordenador de los Gordon. Había preparado una cafetera en la enorme y antigua cocina del tío Harry y estaba sentado a la mesa redonda junto al mirador que daba al este, construido para aprovechar el sol matutino.

El tío Harry y la tía June tenían el buen gusto de no invitar nunca a toda la familia Corey a su casa, pero de vez en cuando mi hermano Jim o mi hermana Lynne o yo ocupábamos la habitación de los invitados, mientras el resto de la familia se hospedaba en una horrible cabaña turística de los años cincuenta.

Me acuerdo de haber estado junto a esa mesa de niño con mi primo y mi prima, Harry y Barbara, tomando Cheerios o Wheaties, ansioso por salir a jugar. El verano era mágico. Creo que no tenía absolutamente ninguna preocupación.

Ahora, transcurridas algunas décadas, la mesa era la misma y yo tenía un sinfín de preocupaciones.

Volví a concentrarme en el registro del talonario. Los salarios de los Gordon se pagaban directamente en su cuenta y sus ingresos conjuntos, después de ser saqueados por el gobierno federal y el Estado de Nueva York, eran de unos noventa mil dólares. No está mal, pero tampoco muy bien para dos doctores que realizaban un trabajo complejo con sustancias sumamente peligrosas. Tom habría ganado más jugando al béisbol en segunda división y los ingresos de Judy podían haber sido los mismos como camarera en algún bar de mi antiguo barrio. Es un país extraño.

En todo caso, no tardé en averiguar que los gastos de los Gordon superaban sus ingresos. No es barato vivir en la costa Este, como indudablemente descubrieron ellos. Pagaban dos coches, el barco, el alquiler de la casa, todos los seguros correspondientes, servicios, cinco tarjetas de crédito, cuentas astronómicas de combustible, sobre todo para la lancha, y los gastos cotidianos. Además, el penúltimo abril habían pagado la considerable suma de 10 000 dólares como depósito para el Formula 303.

Los Gordon contribuían asimismo a numerosas organizaciones caritativas, lo que hacía que me sintiera culpable. Pertenecían también a una asociación de libros y música, acudían al cajero con frecuencia, mandaban cheques a sobrinos y sobrinas y eran socios de la Sociedad Histórica Peconic. Todavía no parecían tener problemas graves, pero estaban muy cerca del límite. Si conseguían unos buenos ingresos complementarios con el tráfico de drogas, eran lo suficientemente inteligentes para esconder el dinero y lanzarse al ruedo como todos los intrépidos estadounidenses que no temen a Hacienda. La cuestión era: ¿dónde estaba el dinero?

No soy auditor, pero he efectuado suficientes análisis financieros para advertir elementos que conviene comprobar. Había sólo uno de éstos en los últimos veinticinco meses de contabilidad de los Gordon, un cheque de veinticinco mil dólares a nombre de Margaret Wiley. El cheque había sido certificado por una tarifa de diez dólares y el dinero transferido electrónicamente del fondo de inversión de los Gordon. En realidad, representaba casi la totalidad de sus ahorros. El cheque había sido extendido el 7 de marzo del año en curso y no había ninguna indicación de su propósito. ¿Quién era Margaret Wiley? ¿Por qué le habían entregado los Gordon un cheque garantizado de veinticinco de los grandes? Pronto lo averiguaríamos.

Tomé un sorbo de café y golpeé la mesa con el lápiz al compás del reloj de la pared del fondo mientras pensaba en ello.

Luego me acerqué al armario de la cocina, junto al teléfono de pared, donde había una guía local de teléfonos entre los libros de cocina. Busqué en la w y encontré una Margaret Wiley, que vivía en la carretera del faro en la aldea de Southold. En realidad sabía dónde se encontraba, puesto que como su propio nombre indicaba era el camino que conducía al faro denominado Horton Point.

Quería llamar a Margaret, pero tal vez le molestara recibir una llamada a las dos de la madrugada. Podía esperar al amanecer, pero la paciencia no era una de mis virtudes; a decir verdad, que yo sepa, no tengo virtudes. Además, tenía la sensación de que no todos los del FBI y la CIA estaban durmiendo y me iban a coger ventaja en el caso. Por último, aunque no por ello menos importante, aquél no era un asesinato común; mientras dudaba sobre si despertar o no a Margaret Wiley podía estar difundiéndose por todo el país una plaga capaz de destruir la civilización. Eso es algo que detesto.

Llamé. Sonó el teléfono y respondió un contestador automático. Colgué y marqué de nuevo. Por fin la señora de la casa se despertó y levantó el auricular.

—Diga.

—Con Margaret Wiley, por favor.

—Soy yo. ¿Con quién hablo? —preguntó una voz de anciana adormecida.

—Habla el detective Corey, señora. Policía.

Esperé un par de segundos para que se imaginara lo peor; generalmente así se despiertan.

—¿Policía? ¿Qué ha ocurrido?

—Señora Wiley, ¿se ha enterado por las noticias de los asesinatos de punta de Nassau?

—Sí. Terrible…

—¿Conocía usted a los Gordon?

—No… Bueno, hablé con ellos en una ocasión. Les vendí un terreno.

—¿En marzo?

—Sí.

—¿Por veinticinco mil dólares?

—Sí… pero qué tiene eso que ver…

—¿Dónde está ese terreno, señora?

—Es un hermoso cantil que da a la bahía.

—Comprendo. ¿Se proponían construir una casa?

—No. Allí no se puede edificar. Vendí los derechos de construcción al condado.

—¿Eso qué significa?

—Significa que está sujeto a un plan de conservación. Se pueden vender los derechos de construcción y seguir siendo propietario del terreno. Entonces sólo puede utilizarse para fines agrícolas.

—Comprendo. ¿Entonces los Gordon no podían hacerse una casa en ese cantil?

—Por supuesto que no. Si ese terreno tuviera permiso de construcción, valdría más de cien mil dólares. A mí me pagó el condado para que no construyera, es un convenio restrictivo sujeto al terreno. Un buen plan.

—¿Pero usted podía vender el terreno?

—Efectivamente, y lo hice. Por veinticinco mil dólares —agregó—. Los Gordon sabían que no podían edificar en él.

—¿Hubieran podido adquirir los derechos de construcción del condado?

—No. Los vendí a perpetuidad. Ése es el propósito del plan.

—De acuerdo —contesté, pensando que los Gordon habían aprovechado la oportunidad de comprar el terreno a bajo precio porque no se podía construir y Tom podría llevar a cabo su última fantasía, la de plantar unos viñedos; así que no existía ningún vínculo entre dicha compra y su asesinato—. Lamento haberla despertado, señora Wiley. Gracias por su ayuda.

—De nada. Espero que encuentren al culpable.

—Estoy seguro de que lo haremos —respondí antes de colgar.

Pero volví a marcar inmediatamente el mismo número.

—Lo siento, una última pregunta. ¿Es ese terreno adecuado para un viñedo?

—De ningún modo. Está junto al mar, demasiado expuesto y, además, es excesivamente pequeño. La parcela tiene sólo cuatro mil metros cuadrados con un desnivel de dieciséis metros hasta la playa. El lugar es hermoso, pero allí no crecen más que matorrales.

—Comprendo. ¿Mencionaron para qué lo querían?

—Sí. Dijeron que querían su propia colina junto al mar, un lugar donde sentarse a contemplar el océano. Eran una pareja encantadora. Es terrible lo sucedido.

—Sí señora. Gracias.

Colgué.

De modo que querían un lugar donde sentarse para contemplar el océano. Por veinticinco mil dólares podían haber pagado la tarifa de aparcamiento en el Orient Beach State Park cinco mil veces, contemplar el océano a su antojo todos los días durante los siguientes ocho años y todavía les habría sobrado dinero para perros calientes y cerveza. No tenía sentido.

Reflexioné un poco. Reflexioné y reflexioné. Puede que tuviera sentido. Eran un par de románticos. ¿Pero veinticinco mil de los grandes? Era casi todo su capital. Y si el gobierno los hubiera destinado a otro lugar, ¿qué habrían hecho con cuatro mil metros cuadrados de terreno que no servían para construir ni para cultivar?, ¿habrían encontrado a alguien lo suficientemente loco para pagar veinticinco mil dólares por una propiedad con semejantes limitaciones?

De modo que tal vez tuviera algo que ver con el tráfico marítimo de drogas; entonces sería lógico. Tendría que echarle una ojeada a ese terreno. Me pregunté si alguien habría encontrado ya la escritura de propiedad entre los papeles de los Gordon. Me pregunté también si los Gordon tendrían una caja de seguridad y qué guardarían en ella. Es problemático cuando a uno se le ocurren preguntas a las dos de la madrugada, cargado de cafeína y sin que nadie quiera hablarle.

Me serví otra taza de café. Las ventanas de encima del fregadero estaban abiertas y se oían los bichos de la noche que cantaban sus canciones de setiembre: las últimas cigarras y ranas de san Antonio, un búho que ululaba en la cercanía y un ave nocturna que trinaba en la bruma que se levantaba de la gran bahía de Peconic.

Aquí el otoño es templado; la gran masa de agua conserva el calor veraniego hasta noviembre. Es excelente para las uvas y agradable para la navegación hasta el Día de Acción de Gracias. Llegaba ocasionalmente algún huracán en agosto, setiembre u octubre y algún fuerte viento del noreste en invierno. Pero esencialmente el clima es benigno, con brumas y nieblas frecuentes; también hay abundantes calas y ensenadas, ideales para contrabandistas, piratas, comerciantes ilegales de ron y, últimamente, traficantes de drogas.

Sonó el teléfono de la pared y, durante un instante irracional, creí que podría tratarse de Margaret, luego me acordé de que Max tenía que llamar por lo del desplazamiento a Plum Island. Cogí el teléfono y dije:

—Pizza Hut.

—Oiga —dijo Beth Penrose después de un segundo de confusión.

—Diga.

—¿Te he despertado?

—No tiene importancia, tenía que levantarme de todos modos para contestar el teléfono.

—Ése es un chiste muy viejo. Max me ha pedido que te llamara. Vamos a salir en el transbordador de las ocho.

—¿Hay otro más temprano?

—Sí, pero…

—¿Por qué queremos que los encubridores lleguen antes que nosotros?

—Nos acompañará un tal señor Paul Stevens, jefe de seguridad de la isla —dijo, en lugar de responder a mi pregunta.

—¿Quién va en el transbordador anterior?

—No lo sé… Escúchame, John, si encubren algo, no hay mucho que podamos hacer al respecto. Han tenido algunos problemas en el pasado y son expertos en el arte del encubrimiento. Sólo verás y oirás lo que quieran y hablarás con quien ellos decidan. No te tomes esta visita demasiado en serio.

—¿Quién va?

—Max, George Foster, Ted Nash, tú y yo. ¿Sabes de dónde sale el transbordador?

—Lo encontraré. ¿Qué estás haciendo ahora?

—Hablando contigo.

—Ven a mi casa. Estoy examinando unas muestras de papel pintado. Necesito tu opinión.

—Es tarde.

Me sorprendió advertir que casi había aceptado e insistí.

—Puedes dormir aquí e iremos juntos al transbordador.

—Daría una impresión maravillosa.

—Es preferible superarlo cuanto antes.

—Me lo pensaré. Por cierto, ¿has encontrado algo en los impresos del ordenador?

—Ven y te mostraré el disco duro.

—Olvídalo.

—Iré a recogerte.

—Es demasiado tarde, estoy cansada. Ya llevo puesto mi… voy vestida para acostarme.

—Bien. Podemos jugar al escondite.

—Suponía que habrías encontrado alguna pista en los extractos de las cuentas. Puede que no les prestes suficiente atención o tal vez no sepas lo que estás haciendo.

—Probablemente.

—Creí que habíamos acordado compartir la información.

—Sí, entre tú y yo, no con el mundo entero.

—¿Cómo…? ¡Ah… comprendo!

Ambos sabíamos que cuando trabajas con los federales intervienen tu teléfono a los cinco minutos de haberte conocido. Ni siquiera se molestan en obtener una orden judicial cuando espían amistosamente. De pronto lamenté haber llamado a Margaret Wiley.

—¿Dónde está Ted? —pregunté.

—Yo qué sé —respondió Beth.

—Echa el cerrojo de tu puerta; coincide con la descripción de un violador asesino al que ando buscando.

—Cambia de disco, John —dijo antes de colgar.

Bostecé. Aunque me decepcionaba que la detective Penrose no hubiese querido venir a mi casa, también me sentía ligeramente aliviado. Creo realmente que esas enfermeras mezclan bromuro o algo por el estilo en el postre de los pacientes. Tal vez debería comer más carne roja.

Desconecté la cafetera, apagué la luz y abandoné la cocina. Avancé en la oscuridad por la casa enorme y solitaria, crucé el vestíbulo de roble bruñido, subí por la sinuosa y crujiente escalera y seguí por el largo pasillo hasta la habitación de techo elevado donde había dormido de niño.

Mientras me desnudaba para acostarme reflexioné sobre lo sucedido durante el día e intenté decidir si realmente quería estar en el transbordador de las ocho de la mañana.

Por el lado positivo, Max me gustaba y me había pedido un favor; en segundo lugar, los Gordon me habían caído bien y deseaba en cierto modo recompensarles por su buena compañía, su vino y sus bistecs cuando yo no me encontraba en el mejor momento de mi vida; en tercer lugar, no me agradaba Ted Nash y sentía un deseo infantil de fastidiarle cuanto pudiera; en cuarto lugar, me gustaba Beth Penrose y sentía un deseo adulto de… lo que fuera. Luego quedaba yo, que estaba aburrido… No, no era eso; intentaba demostrar que todavía no había perdido mis facultades. Hasta aquí todo bien. Y por último, aunque no por ello menos importante, estaba el pequeño problema de la plaga, la muerte negra, la muerte roja, la amenaza múltiple o lo que fuera, la posibilidad de que aquél fuese el último otoño en la Tierra para todos nosotros.

Por todas esas razones sabía que debía estar en el transbordador de las ocho de la mañana a Plum Island y no en la cama, con la cabeza bajo la almohada como cuando era niño y no quería enfrentarme a algo…

Me acerqué desnudo a la enorme ventana y observé la niebla que se levantaba de la bahía, blanca como un fantasma a la luz de la luna, que se arrastraba por el césped oscuro hacia la casa.

Eso solía aterrorizarme. Sentí que se me ponía la carne de gallina.

Mi mano derecha se dirigió instintivamente al pecho y toqué con los dedos el orificio de la primera bala, luego bajé la mano al abdomen, donde el segundo disparo, o tal vez el tercero, había desgarrado mis músculos, antes perfectamente tensos, perforado mis intestinos, astillado mi pelvis y salido por la región lumbar. El último disparo me cruzó la pantorrilla con escasos desperfectos. El cirujano dijo que había tenido suerte, y estaba en lo cierto. Mi compañero, Dom Fanelli, y yo habíamos tirado una moneda al aire para decidir quién iría a comprar café y buñuelos y él había perdido. Le costó cuatro dólares. Mi día de suerte.

En la niebla de la bahía sonó una sirena y me pregunté quién navegaría a esa hora en esas condiciones.

Me alejé de la ventana para comprobar que estaba puesto el despertador y luego me aseguré de que hubiera una bala en la recámara del cuarenta y cinco automático que guardaba en la mesilla de noche.

Me acosté y, al igual que Beth Penrose, Sylvester Maxwell, Ted Nash, George Foster y muchos otros aquella noche, miré fijamente al techo y pensé en asesinato, muerte, Plum Island y la peste. Vi en mi mente la imagen de la bandera pirata que ondeaba en el firmamento nocturno, la cara de la muerte blanca y sonriente.

Se me ocurrió que los únicos que descansaban en paz aquella noche eran Tom y Judy Gordon.