Capítulo 5

En lugar de salir directamente a tomar el aire me dirigí al ala izquierda de la casa, donde Tom y Judy habían instalado su despacho en lo que antes era un dormitorio.

Un genio de la informática estaba instalado frente al ordenador, donde yo pretendía sentarme. Me presenté al caballero, que se identificó como detective Mike Resnick, especialista en delitos informáticos del Departamento de Policía del condado.

La impresora zumbaba incesantemente y la mesa estaba cubierta de papel impreso.

—¿Ha encontrado ya al asesino?

—Sí, ahora juego a los marcianitos.

Mike podía ser de gran ayuda y le pregunté:

—¿Qué ha descubierto hasta ahora?

—Bueno… principalmente… Un momento. ¿Qué es eso? Ah, nada… ¿Qué ha… qué…?

Descubierto hasta ahora. Descubierto hasta ahora.

Me encanta hablar con fanáticos de la informática.

—Ah… sobre todo cartas… cartas personales a amigos y parientes, algunas cartas de negocios… algunas… ¿Qué es eso? Nada…

—¿Alguna referencia a Plum Island?

—No.

—¿Algo interesante o sospechoso?

—No.

—Artículos científicos…

—No. Dejaré lo que estoy haciendo y se lo comunicaré al departamento de homicidios en el momento en que crea haber encontrado algo.

Mike parecía un poco quisquilloso, como si hubiera pasado muchas horas frente al ordenador y deseara irse a dormir.

—¿Algún dato financiero? —pregunté—, ¿inversiones, talonarios, presupuesto doméstico…?

—Sí —respondió después de levantar la cabeza de la pantalla—, eso ha sido lo primero que he impreso. Extendían sus cheques por ordenador. Ahí están todos los movimientos de su talonario durante los últimos veinticinco meses, desde que abrieron una cuenta —agregó mientras señalaba un montón de papel cerca de la impresora.

—¿Le importa que lo examine? —pregunté después de levantar el montón indicado.

—No, pero no se lo lleve lejos de aquí. Debo adjuntarlo todo a mi informe.

—Sólo me lo llevaré a la sala de estar, allí hay más luz.

—Bien…

Se había concentrado de nuevo en el ordenador, que le resultaba más interesante que yo, y me retiré.

En la sala, la dama de las huellas seguía espolvoreando y obteniendo muestras.

—¿Ha tocado algo? —preguntó.

—No, señora.

Me acerqué a la biblioteca, a ambos lados de la chimenea. A la izquierda estaba la literatura de ficción, en su mayoría libros de encuadernación en rústica, que constituían una buena mezcla de basura y tesoros. A la derecha estaban las obras de consulta y los ensayos y, cuando examiné los títulos, comprobé que oscilaban entre tratados técnicos de biología y la habitual porquería sobre salud y ejercicio. Había también un estante completo dedicado a publicaciones locales sobre Long Island, su flora, su fauna, su historia, etcétera.

En el anaquel inferior había una serie de libros de navegación, cartas y cosas por el estilo. Los Gordon, como ya he mencionado, se habían aficionado enormemente a la navegación para ser unas personas procedentes del Medio Oeste, a muchísimos kilómetros del mar. Por otra parte, había salido con ellos varias veces e incluso yo me percaté de que no eran grandes navegantes. Además, no pescaban, ni se interesaban por el marisco, ni siquiera nadaban. Sólo les gustaba apretar el acelerador de vez en cuando. Lo que me hizo pensar de nuevo que se trataba de un asunto de drogas.

Con esa idea presente dejé los papeles del ordenador sobre la mesa y, con un pañuelo en la mano, saqué un enorme volumen de cartas de navegación y lo coloqué sobre la repisa de la chimenea. Lo hojeé sin tocarlo directamente con los dedos. Buscaba frecuencias de radio, números de teléfonos móviles o cualquier cosa que un contrabandista anotara en sus cartas de navegación.

Cada página mostraba una zona de unos treinta y cinco kilómetros cuadrados. La tierra que aparecía en las cartas no estaba descrita, salvo algunos puntos de referencia que podían verse desde el mar. Sin embargo, en éste estaban señalados los arrecifes, las rocas, las profundidades, los faros, los barcos naufragados, las boyas y toda clase de ayudas y peligros para la navegación.

Examiné las páginas, supongo que en busca de alguna cruz que indicara un lugar de encuentro, unas coordenadas determinadas o nombres como Juan o Pedro, pero todas estaban impecables a excepción de una línea amarilla fosforescente, que conectaba el embarcadero de los Gordon con el de Plum Island. Ésa era la ruta que seguían para trasladarse al trabajo, entre la orilla meridional de la zona norte de Long Island y Shelter Island, siempre por la parte más segura y de mayor profundidad del estrecho. Eso no era realmente ninguna pista.

Me percaté de que sobre Plum Island, impreso en rojo, decía: «Acceso controlado. Propiedad del gobierno de Estados Unidos. Cerrado al público». Estaba a punto de cerrar aquel enorme volumen cuando vi algo casi oculto por mi propio pañuelo. Hacia la parte inferior de la página, al sur de Plum Island, aparecía el número 44106818 escrito con un lápiz y entre interrogantes, semejante al que acababa de emerger de mi cabeza como en el globo de una viñeta: ¿44106818? Convirtámoslo en dos interrogantes y una exclamación.

¿Eran los ocho dígitos habituales de unas coordenadas?, ¿una frecuencia de radio?, ¿un teléfono disimulado de chistes a la carta?, ¿drogas?, ¿microbios? ¿Qué?

Se llega a un punto en las investigaciones de homicidios en que uno dispone de demasiadas pistas para saber qué hacer con ellas. Las pistas son como ingredientes de una receta culinaria sin instrucciones; mezclados de la forma adecuada uno acaba por cenar, pero si uno no sabe qué hacer con ellos, pasará mucho tiempo en la cocina, confuso y hambriento.

Agarré el libro de cartas de navegación con mi pañuelo y se lo llevé a la dama de las huellas dactilares.

—¿Podría examinar minuciosamente este libro? —pregunté con una radiante sonrisa.

Me miró mal, después cogió el libro con la mano, cubierta por un guante de látex, y lo observó detenidamente.

—Este papel de mapa es difícil de tratar… pero la cubierta tiene un buen satinado… Veré lo que puedo hacer. Nitrato de plata o ninhidrina —agregó—. Hay que hacerlo en el laboratorio.

—Muchas gracias, competente señora.

—¿Quién tiene más huellas dactilares? —preguntó con una sonrisa—. ¿El FBI, la CIA o el CEP?

—¿Qué es el CEP? ¿Se refiere al Centro de Estudios de Protección Ambiental?

—No. Al culo de Elizabeth Penrose —respondió con una carcajada—. Es un chiste que circula por la central. ¿No lo había oído?

—Creo que no.

—Me llamo Sally Hines —dijo ofreciéndome la mano.

—Yo soy John Corey —respondí mientras le estrechaba la suya, enguantada—. Me encanta el contacto del látex en la piel desnuda. ¿Y a ti?

—Sin comentarios —respondió antes de hacer una pausa—. ¿Eres el individuo del Departamento de Policía de Nueva York que trabaja en este caso con la brigada de homicidios del condado?

—Efectivamente.

—Olvida la broma sobre Penrose.

—Por supuesto. ¿Qué hay por aquí, Sally?

—La casa se había limpiado recientemente, así que las superficies están bastante intactas y nítidas. No he estudiado detenidamente las huellas pero veo predominantemente dos grupos, pertenecientes con toda probabilidad al matrimonio. Sólo he detectado alguna diferente de vez en cuando, pero si quieres mi opinión, detective, el asesino llevaba guantes. Esto no es obra de un yonqui, que deja cinco huellas perfectas en el armario de las bebidas.

—Esmérate todo lo que puedas con ese libro —dije después de asentir.

—Yo sólo hago trabajos perfectos. ¿Y tú? —repuso mientras sacaba una bolsa de plástico de su maletín y metía en ella el libro de cartas de navegación—. Necesito tus huellas para poder descartarlas.

—Búscalas luego en el culo de Elizabeth Penrose.

—Limítate a poner las manos sobre esa mesilla de cristal —dijo después de soltar una carcajada.

—¿Les has tomado las huellas a esos dos individuos que acompañan al jefe Maxwell? —pregunté después de obedecer.

—Me han dicho que nos ocuparíamos de ello más tarde.

—Claro. Escúchame, Sally, muchas personas, como esos de la cocina, van a mostrarte impresionantes documentos de identidad. Ofrece exclusivamente tu información a la brigada de homicidios del condado, a ser posible sólo a Penrose.

—Entendido —respondió y seguidamente miró a su alrededor—. Por cierto, ¿qué es eso de los microbios?

—Esto no tiene nada que ver con microbios. Por casualidad, las víctimas trabajaban en Plum Island, pero es pura coincidencia.

—De acuerdo.

Recogí las hojas impresas del ordenador y me dirigí hacia la puerta de cristal.

—No me gusta cómo se está tratando este escenario del crimen —exclamó Sally cuando ya me retiraba.

No respondí.

Descendí hacia la bahía, donde había un bonito banco cara al mar. Dejé los documentos sobre el banco y contemplé la bahía.

Había suficiente brisa para mantener los mosquitos alejados de mí. Unas pequeñas olas se desplazaban por la superficie del océano y agitaban el barco de los Gordon. Unas nubes blancas surcaban el firmamento frente a una gran luna brillante y el aire, que cambiaba de dirección y soplaba ahora del norte, olía más a tierra que a mar.

De algún modo, tal vez por ósmosis, había empezado a comprender las fuerzas elementales de la tierra y del mar a mi alrededor. Supongo que si se sumaban todas las vacaciones de dos semanas que había pasado aquí de niño, así como los fines de semana en otoño, no era de sorprender que algo hubiera penetrado en mi cerebro urbano.

Hay momentos en los que me apetece abandonar la ciudad y entonces pienso en un lugar como éste. Supongo que debería venir aquí en invierno, a pasar unos meses en esa casa enorme y llena de corrientes de aire del tío Harry y comprobar si me convierto en un alcohólico o en un ermitaño. Si se siguen cometiendo asesinatos en esta zona, el concejo municipal de Southold me nombrará asesor de homicidios permanente a cien dólares diarios y todas las almejas que sea capaz de comerme.

Me sentía inusualmente ambivalente respecto a mi reincorporación al servicio. Estaba dispuesto a probar algo distinto pero quería hacerlo por voluntad propia, no por prescripción facultativa. Además, si los médicos decidiesen que estaba acabado, no podría encontrar a los dos individuos que me habían disparado y eso era una importante tarea inacabada. Yo no tengo sangre italiana pero mi compañero, Dominic Fanelli, es siciliano y me ha enseñado toda la historia y el protocolo de la venganza. Me obligó a ver tres veces El Padrino. Creo haberlo comprendido. Los dos caballeros hispanos debían dejar de vivir y Dominic intentaba encontrarlos. Esperaba que me llamase el día que lo hiciera.

En cuanto a mi estado de salud, empezaba a cansarme y me senté en el banco. Ya no era exactamente el mismo superhombre de antes de que me dispararan.

Me acomodé y contemplé un rato la noche. En un pequeño parterre, a la izquierda del embarcadero de los Gordon, había un elevado mástil blanco con una cruceta, llamado verga, de cuyos penoles descendían dos cuerdas o cabos llamados drizas. Comprobarán que he aprendido algunos términos náuticos. El caso es que los Gordon habían encontrado un juego completo de banderas de señalización en un armario del garaje y a veces las izaban para divertirse, con mensajes como «Prepárense para el abordaje» o «El capitán está en tierra».

Me había percatado anteriormente de que en la parte superior del mástil ondeaba la bandera pirata y me pareció irónico que lo último que izaran los Gordon fuera una calavera con unos huesos cruzados.

También vi que en cada driza había una bandera de señalización, que apenas distinguía en la oscuridad, aunque poco importaba porque desconocía por completo su significado.

Beth Penrose se sentó en el extremo izquierdo del banco. Desgraciadamente se había puesto de nuevo la chaqueta y se cruzó de brazos como si tuviera frío. Las mujeres siempre tienen frío. No dijo nada pero se quitó los zapatos, se frotó los pies contra el césped y movió los dedos. También usan zapatos incómodos.

Después de unos minutos de amigable silencio, o tal vez hostil frialdad, opté por romper el hielo.

—Tenías razón. Pudo ser un barco.

—¿Vas armado?

—No.

—Bien. Voy a volarte la tapa de los sesos.

—Caramba, Beth…

—Tú llámame detective Penrose.

—Anímate.

—¿Por qué has sido tan desagradable con Ted Nash?

—¿A quién te refieres?

—Sabes muy bien a quién me refiero. ¿Qué problema tienes?

—Cosas de hombres.

—Te has puesto en ridículo. Todo el mundo cree que eres un soberbio idiota, completamente inútil e incompetente. Y has perdido mi respeto.

—Entonces supongo que el sexo queda descartado.

—¿Sexo? No quiero respirar ni siquiera el mismo aire que tú.

—Eso duele, Beth.

—No me llames Beth.

—Ted te llama…

—Escúchame, Corey, conseguí este caso porque se lo supliqué de rodillas al jefe de homicidios. Éste es realmente mi primer caso de asesinato. Lo único que me habían dado antes era basura: yonquis que se disparan entre sí, disputas familiares con tenedores y cuchillos y mierda por el estilo. Además con escasa frecuencia. El índice de homicidios es bajo en este condado.

—Cuánto lo siento.

—Claro. Tú te dedicas permanentemente a esto, estás harto y te pones cínico y sarcástico.

—Bueno, yo no diría…

—Si lo que pretendes es ponerme en ridículo, vete a la mierda —exclamó antes de ponerse de pie.

—Espera —respondí y también me levanté—. Estoy aquí para ayudar.

—Entonces ayuda.

—De acuerdo. Escúchame. En primer lugar un consejo: No hables demasiado con Foster o con tu amigo Ted.

—Eso ya lo sé y olvida esa mierda de «amigo Ted».

—Escúchame… ¿Puedo llamarte Beth?

—No.

—Escúchame, detective Penrose, sé que crees que me siento atraído por ti y, probablemente, que intento seducirte… y consideras que la situación podría llegar a ser incómoda…

Volvió la cabeza y contempló la bahía.

—Esto no es fácil —proseguí—, pero… bueno… no tienes que preocuparte por mí… por eso…

Volvió de nuevo la cabeza para mirarme.

Me cubrí parcialmente la cara con la mano derecha y me froté la frente.

—El caso es… que una de las balas que me dispararon… Cielos, ¿cómo te lo cuento? El caso es que me dio en un lugar curioso, ¿vale? Ahora ya lo sabes. De modo que podemos ser como… amigos, compañeros… hermano y hermana… o, mejor dicho, como hermanas…

La miré y vi que contemplaba de nuevo el mar.

—Creí que te habían dado en el estómago —dijo por fin.

—Ahí también.

—Max dijo que tenías una herida grave en los pulmones.

—También es cierto.

—¿Algún daño cerebral?

—Es posible.

—Y ahora pretendes que me crea que otra bala te ha castrado.

—Un hombre no mentiría sobre algo semejante.

—¿Si el horno está apagado, por qué todavía hay fuego en tu mirada?

—Es sólo un recuerdo, Beth. ¿Puedo llamarte Beth? Un buen recuerdo de la época en que era capaz de saltar con pértiga por encima de mi coche.

Se llevó la mano a la cara y no supe si reía o lloraba.

—Te ruego que no se lo digas a nadie —dije.

—Procuraré que no llegue a oídos de la prensa —respondió por fin cuando recuperó la compostura.

—Gracias. ¿Vives cerca de aquí? —pregunté después de unos segundos.

—No, vivo al oeste de Suffolk.

—Eso está muy lejos. ¿Vas a regresar a tu casa o te quedas por aquí?

—Nos alojamos todos en el Soundview Inn de Greenport.

—¿Quiénes son todos?

—George, Ted, yo, unos muchachos del Departamento de Narcóticos y unos individuos que han pasado antes por aquí… del Departamento de Agricultura. Se supone que debemos trabajar sin parar día y noche, los siete días de la semana. Da una buena impresión cara a la prensa y al público en caso de que estalle un escándalo. Ya sabes, si llega a generarse preocupación respecto al contagio…

—Te refieres al pánico masivo de una peste.

—Lo que sea.

—Por cierto, yo dispongo aquí de un bonito lugar, puedes quedarte si lo deseas.

—Gracias de todos modos.

—Es una impresionante mansión victoriana a orillas del mar.

—No importa.

—Estarías más cómoda. Ya te lo he dicho, conmigo no corres ningún peligro. Maldita sea, el personal del Departamento de Policía de Nueva York me deja utilizar el lavabo de señoras.

—Corta el rollo.

—En serio, Beth, aquí tengo unas copias del ordenador con dos años de datos financieros, podríamos examinarlos esta noche.

—¿Quién te ha autorizado a cogerlos?

—Tú, ¿no es cierto?

Asintió después de titubear.

—Quiero que estén en mis manos mañana por la mañana —dijo.

—De acuerdo. Tendré que trabajar toda la noche. Ayúdame.

—Dame tu dirección y número de teléfono —respondió después de reflexionar unos instantes.

Busqué un papel y un lápiz en mis bolsillos, pero ella tenía ya su pequeño cuaderno en la mano.

—Adelante.

Le di los datos y las indicaciones para llegar.

—Te llamaré antes si decido ir.

—De acuerdo.

Me senté en el banco y ella en el extremo opuesto, con las hojas impresas del ordenador entre ambos. Guardamos silencio, supongo que para reorganizar mentalmente nuestras ideas.

—Espero que seas mucho más listo de lo que aparentas —dijo finalmente Beth.

—Permíteme que lo diga de este modo: lo más inteligente que ha hecho el jefe Max en su vida ha sido llamarme para este caso.

—Y modesto.

—No tengo por qué serlo; soy uno de los mejores. En realidad, la CBS está preparando una serie titulada Expediente Corey.

—No me digas.

—Puedo conseguirte un papel.

—Gracias. Si puedo devolverte el favor, estoy segura de que me lo dirás.

—Me daría por satisfecho con verte en «Expediente Corey».

—Estoy segura. Por cierto… ¿Puedo llamarte John?

—Te lo ruego.

—John, ¿qué ocurre aquí? Me refiero a este caso. Sabes algo que te callas.

—¿Cuál es tu estado actual?

—¿Cómo dices?

—¿Comprometida, divorciada, separada, con pareja?

—Divorciada. ¿Qué sabes o sospechas de este caso que no hayas mencionado?

—¿No tienes novio?

—No tengo novio ni hijos. Once admiradores, cinco están casados, tres son unos controladores obsesivos, dos posibilidades y un imbécil.

—¿Te hago preguntas demasiado personales?

—Sí.

—Si tuviera un compañero masculino y le hiciese estas preguntas, sería perfectamente normal.

—Bueno… pero no somos compañeros.

—Quieres llevar siempre las de ganar, típico.

—Bien… cuéntame algo acerca de ti, rápido.

—De acuerdo. Divorciado, sin hijos, docenas de admiradoras pero ninguna especial —agregué—. Ninguna enfermedad venérea.

—Ni partes venéreas.

—Exactamente.

—De acuerdo, John, ¿qué me dices de este caso?

—Bien, Beth —respondí después de acomodarme en el banco—, lo que ocurre con este caso es que lo evidente conduce a lo improbable y todo el mundo intenta encajar lo improbable en lo evidente. Pero no es así como funciona, compañera.

—Sugieres que puede no tener nada que ver con lo que nosotros creemos —dijo ella después de asentir.

—Estoy empezando a pensar que aquí ocurre otra cosa.

—¿Por qué lo crees?

—Bien… ciertas pruebas parecen no encajar.

—Puede que lo hagan dentro de unos días, cuando hayan llegado todos los informes del laboratorio y se haya interrogado a lodo el mundo. Ni siquiera hemos hablado aún con el personal de Plum Island.

—Vamos al embarcadero —dije después de levantarme.

Se puso los zapatos y nos dirigimos hacia allí.

—A unos centenares de metros de aquí, Albert Einstein se enfrentó a la cuestión moral de la bomba atómica y decidió seguir adelante. Los buenos no tuvieron ninguna alternativa porque los malos ya habían decidido seguir adelante, sin tener que debatir ninguna cuestión moral. Yo conocía a los Gordon —agregué.

—Me estás diciendo que no crees que fueran capaces, moralmente capaces, de vender microorganismos letales —añadió después de reflexionar unos instantes.

—No, no lo creo. Como los científicos atómicos, respetaban el poder del genio de la botella. No sé exactamente lo que hacían en Plum Island, y con toda probabilidad nunca lo sabremos, pero creo que los conocía lo suficiente para afirmar que ellos no venderían al genio de la botella.

No dijo nada.

—Recuerdo que en una ocasión Tom me contó que Judy estaba afligida porque una ternera con la que se había encariñado había sido deliberadamente infectada con algo y se estaba muriendo. No estamos hablando del tipo de personas que querrían ver a niños muriéndose de peste. Cuando hables con sus colegas de Plum Island lo descubrirás por ti misma.

—A veces la gente tiene otra faceta oculta.

—Nunca advertí el menor indicio en la personalidad de los Gordon que sugiriera la posibilidad de traficar con enfermedades mortales.

—A veces la gente racionaliza su conducta. ¿Qué me dices de los norteamericanos que facilitaron secretos atómicos a los rusos? Dijeron que lo habían hecho por convicción, para que no todo el poder estuviera del mismo lado.

Volví la cabeza y comprobé que me miraba mientras andábamos. Me encantó descubrir que Beth Penrose era capaz de pensamientos más profundos y sabía que para ella era un alivio comprobar que yo no era el imbécil que suponía.

—En cuanto a los científicos atómicos —repuse—, era otra época y otros secretos. Aunque sólo fuera por eso, ¿qué podría impulsar a los Gordon a vender bacterias y virus que acabarían con su propia vida, y la de sus familias en Indiana o donde fuera, y que arrasarían todo lo demás?

Beth Penrose reflexionó unos instantes y respondió.

—Puede que les pagaran diez millones, que el dinero esté en Suiza, que tuviesen un castillo en una montaña abarrotado de champán y comida enlatada y que hubieran invitado a sus amigos y parientes a vivir con ellos. No lo sé, John. ¿Por qué comete locuras la gente? Racionalizan, se convencen a sí mismos, están enojados con algo o con alguien. Diez millones de dólares, veinte millones, doscientos dólares: todo el mundo tiene un precio.

Llegamos al embarcadero, donde había un policía uniformado de Southold sentado en una silla de jardín.

—Tómese un descanso —dijo la detective Penrose.

El agente se levantó y se dirigió a la casa.

Las olas acariciaban el casco del barco de los Gordon, que con su bamboleo golpeaba las defensas de goma de los pilotes. La marea estaba baja y me di cuenta de que la lancha estaba ahora amarrada a unas poleas, que permitían extender los cabos. La cubierta había descendido un metro y medio por debajo del embarcadero y me percaté de que en el casco estaba escrito Formula 303, que, según Tom, significaba que medía más de nueve metros de eslora.

—Entre los libros de los Gordon he encontrado un atlas marítimo, un libro de cartas de navegación, con un número de ocho dígitos escrito a lápiz en una de sus páginas —dije—. Le he pedido a Sally Hines que lo examine meticulosamente en busca de huellas y te presente un informe. Deberías coger ese libro y guardarlo en lugar seguro. Conviene que lo veamos juntos. Puede que tenga otras marcas.

—Dime, ¿de qué crees que va todo esto? —preguntó después de mirarme fijamente unos segundos.

—Bueno… si rebajamos la consideración moral un cincuenta por ciento, pasamos de vender virus a vender drogas.

—¿Drogas?

—Sí. Moralmente ambiguas para algunas mentes, pero mucho dinero para todas. ¿Qué opinión te merece?

Contempló la potente lancha y agitó la cabeza.

—Puede que nos hayamos dejado llevar por el pánico respecto al vínculo con Plum Island —respondió.

—Es posible.

—Deberíamos comentárselo a Max y los demás.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no es más que una especulación. Deja que sigan con su teoría de la plaga. Si es cierta, mejor que esté cubierta.

—De acuerdo, pero ésa no es razón suficiente para no confiar en Max y los demás.

—Confía en mí.

—No. Convénceme.

—Ni siquiera yo lo estoy. Nos encontramos ante dos buenas posibilidades: microbios por dinero o drogas por dinero. Veamos si Max, Foster y Nash llegan a alguna conclusión por su cuenta y si comparten sus ideas con nosotros.

—De acuerdo… En esta ocasión te seguiré la corriente.

—¿Cuánto imaginas que vale esto? —pregunté señalando el barco.

Penrose se encogió de hombros.

—No estoy segura… el Fórmula es un artículo caro… supongo que va a unos tres mil por pie de eslora, con lo cual éste, nuevo, valdría aproximadamente cien mil dólares.

—¿Y el alquiler de esa casa?, ¿unos dos mil dólares?

—Supongo, más gastos y servicios —respondió—. Lo averiguaremos.

—¿Y qué sentido tiene ir y venir en barco? Son casi dos horas desde aquí y cuesta una pequeña fortuna en combustible, ¿no es cierto?

—Efectivamente.

—Se tarda unos treinta minutos en coche en llegar al transbordador oficial en Orient Point. ¿Y cuánto dura la travesía hasta Plum Island? Tal vez unos veinte minutos, por cuenta del Tío Sam. En total, menos de una hora de puerta a puerta, en lugar de casi dos horas con la lancha rápida. Sin embargo, los Gordon iban en su barco y sé que en algunas ocasiones no podían volver con él porque había empeorado el tiempo durante el día. Entonces regresaban en el transbordador a Orient Point y le pedían a alguien que los llevara a su casa. Eso nunca me pareció lógico, pero debo confesar que tampoco pensé mucho en ello. Debí haberlo hecho; puede que ahora tuviera sentido.

Salté al barco y me di un porrazo en la cubierta. Levanté los brazos y ella los agarró cuando saltaba. Acabamos tendidos ambos, yo de espaldas y Beth Penrose sobre mí. Permanecimos en esa posición un segundo más de lo necesario y nos pusimos de pie. Entonces nos miramos con una torpe sonrisa, como suelen hacer dos desconocidos de sexo opuesto que rozan accidentalmente sus pechos o sus traseros.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí…

A decir verdad, me había quedado sin aire en el pulmón lesionado y supongo que se había dado cuenta.

Cuando me recuperé me dirigí a la parte trasera del barco, la popa como la llaman, donde el Formula 303 tiene un banco.

—Aquí es donde estaba siempre la caja —dije mientras señalaba un lugar cerca del banco—. Era grande, de un metro veinte de longitud por noventa centímetros de anchura, por otros noventa de altura. Tal vez un metro cúbico protegido por aluminio aislado. A veces, cuando me sentaba en ese banco, colocaba los pies sobre la caja y tomaba cerveza.

—¿Y?

—Y después del trabajo, en determinadas fechas, puede que los Gordon realizaran una veloz travesía a alta mar, tal vez para reunirse en pleno Atlántico con algún buque de carga sudamericano, un hidroavión o lo que fuera, subieran a bordo unos cien kilos de polvo blanco colombiano y regresaran rápidamente a tierra. Si se cruzaban con alguien del Departamento de Narcóticos o con los guardacostas, parecían una pareja impecable que había salido a dar un paseo por el mar. Incluso aunque los parasen, podrían mostrar sus documentos de identidad de Plum Island y salir perfectamente airosos del trance. En realidad, probablemente podían superar en velocidad a cualquier otra embarcación. Se necesitaría un avión para perseguir a esta lancha. Además, ¿cuántos barcos se interceptan y registran? Por aquí circulan millares de yates y embarcaciones de pesca comercial. A no ser que los guardacostas o la aduana tuvieran una pista bastante sólida, o alguien actuara de una forma rara, no abordarían un barco para registrarlo, ¿no es cierto?

—No suelen hacerlo, aunque el Servicio de Aduanas está perfectamente autorizado a interceptar embarcaciones y a veces lo hace. Comprobaré si en el Departamento de Estupefacientes, los guardacostas o el Servicio de Aduanas existe algún informe relacionado con el Spirochete.

Reflexioné unos instantes.

—Y después de que los Gordon recogiesen esa mierda —proseguí—, se dirigirían a un lugar convenido de antemano en tierra a reunirse con una pequeña embarcación, entregarían la caja a los distribuidores locales y éstos les devolverían otra, llena de dinero. El distribuidor regresaría en coche a Manhattan y se habría completado otra importación libre de impuestos. Ocurre todos los días. La cuestión es si los Gordon participaban y si fue eso la causa de su muerte. Ojalá, porque la alternativa me aterra y no me asusto con facilidad.

Penrose reflexionó mientras contemplaba la lancha.

—Puede ser —dijo—. Pero también cabe la posibilidad de que no sea más que un deseo.

No respondí.

—Si logramos determinar que eran drogas, descansaremos más tranquilos —agregó—. Entretanto, debemos proseguir con la idea de la plaga porque si resulta ser cierta y no la controlamos, podemos morir todos.