Eran más de las once cuando conducía por el camino que llevaba a la casa de los Gordon. Una luna casi llena iluminaba el firmamento y una agradable brisa con olor a mar penetraba por las ventanillas abiertas de mi Jeep Grand Cherokee Limited verde musgo, un capricho de cuarenta mil dólares del que se había considerado merecedor el casi difunto John Corey.
Paré a cincuenta metros de la casa, puse la palanca del cambio automático en posición de aparcar y seguí escuchando unos minutos el partido antes de parar el motor.
—Las luces están encendidas —dijo una voz.
—Cállate —respondí mientras las apagaba—. Cierra el pico.
Existen muchas opciones en la vida, pero una que nunca recomendaría es la Opción de Avisos y Consejos hablados. Abrí la puerta.
—La llave está en el contacto. No ha puesto el freno de mano —dijo esa voz femenina, que juro por Dios que se parecía a la de mi exmujer.
—Gracias, querida.
Retiré las llaves, me apeé y di un portazo.
Había disminuido considerablemente la cantidad de gente y vehículos en la calle y supuse que habían retirado los cadáveres, ya que es un hecho que la llegada del coche de la funeraria suele satisfacer a la mayoría de los espectadores y señala el fin del primer acto. Además, todos querían verse a sí mismos en las noticias de las once.
Había aumentado la presencia policial desde mi visita anterior: una unidad móvil de la policía del condado de Suffolk estaba aparcada frente a la casa, junto al furgón del forense. Este nuevo vehículo era el centro de mando, dispuesto para acomodar a investigadores, radios, aparatos de fax, telefonía móvil, equipos de vídeo y demás artefactos de alta tecnología, que constituyen el arsenal de la interminable batalla contra la delincuencia y todo eso.
Vi que un helicóptero sobrevolaba la zona y por la luz de la luna me percaté de que pertenecía a una de las cadenas de televisión. Aunque no podía oír la voz del presentador o presentadora, probablemente decía algo parecido a: «Tragedia en esta selecta comunidad de Long Island, acaecida esta tarde». Y luego algo sobre Plum Island.
Me abrí paso entre los últimos mirones, procurando evitar a toda persona con aspecto de periodista de servicio. Crucé la cinta policial y se me acercó inmediatamente un policía de Southold. Le mostré mi placa y me saludó de mala gana.
El policía uniformado, encargado del registro en el escenario del crimen, se me aproximó con una carpeta y un horario en la mano y le facilité una vez más mi nombre, ocupación y demás datos que me solicitó. Es una norma habitual que se aplica durante la investigación de un crimen, que empieza con el primer agente que llega al lugar de autos y prosigue hasta que el último lo abandona y se devuelve la propiedad a su legítimo usufructuario. En todo caso, ya me había anotado dos veces y estaba más hondo el anzuelo.
—¿Ha sido registrado un individuo del Departamento de Agricultura? —le pregunté al policía uniformado.
—No —respondió sin siquiera consultar su carpeta.
—Pero aquí hay un individuo del Departamento de Agricultura, ¿no es cierto?
—Tendrá que preguntárselo al jefe Maxwell.
—Le pregunto a usted por qué no lo ha apuntado.
—Tendrá que hablar con el jefe Maxwell.
—Lo haré.
En realidad, ya conocía la respuesta. Por algo llaman a esos individuos fantasmas.
Me trasladé al jardín trasero. En los lugares donde habían yacido los Gordon había ahora siluetas de tiza con un aspecto bastante fantasmagórico a la luz de la luna. Un gran plástico transparente cubría los restos detrás, donde sus órganos se habían desparramado.
En este sentido, como dije antes, me alegré de que los asesinatos hubieran tenido lugar al aire libre y no persistiera el olor a muerte. Es odioso regresar al escenario de un asesinato en el interior y encontrarse todavía con el hedor. ¿Por qué no puedo alejarlo de mi mente?, ¿de mi nariz?, ¿de mi garganta? ¿Por qué?
Dos agentes uniformados de Southold estaban sentados junto a la mesa redonda del jardín, tenían vasos de plástico humeantes en las manos. Me percaté de que uno de ellos era el agente Johnson, a quien había compensado por su amabilidad de llevarme a casa tratándolo con cierta dureza. Vivimos en un mundo difícil y yo soy una de las personas que contribuyen a que así sea. El agente Johnson me dedicó una mirada agria.
Distinguí la silueta de otro policía uniformado en el embarcadero y me alegré de que alguien hubiera aceptado mi recomendación de vigilar el barco.
Como no había nadie más en el exterior, decidí entrar por la puerta corredera, que daba a la sala de estar-comedor. Evidentemente, ya había estado antes allí y recordé que Judy me había dicho que la mayoría de los muebles, que describió como escandinavos de Taiwan, estaban ya en la casa.
Algunos funcionarios forenses seguían ocupados y me dirigí a una atractiva dama que buscaba huellas dactilares.
—¿El jefe Maxwell?
—En la cocina —respondió mientras señalaba con el pulgar por encima del hombro—. No toque nada por el camino.
—Sí señora.
Me deslicé sobre la alfombra berberisca y me apeé en la cocina, donde parecía celebrarse una conferencia. Estaban presentes Max, en representación de la ciudad soberana de Southold, Elizabeth Penrose, en representación del condado libre e independiente de Suffolk, un caballero de traje oscuro que no necesitaba ningún letrero que dijera FBI y otro individuo vestido de forma más informal, con chaqueta y pantalón vaquero, camisa roja y botas de montaña, que parecía la parodia de un funcionario del Departamento de Agricultura que hubiese abandonado su despacho para visitar el campo.
Estaban de pie, como si pretendieran dar la impresión de que estaban reflexionando. Había una caja de cartón con vasos de plástico llenos de café y todos tenían uno en la mano. Me pareció interesante y significativo que no se hubieran reunido en la unidad móvil de mando, sino casi ocultos en la cocina.
Max, por cierto, se había acicalado para los federales y tal vez para la prensa y llevaba una estúpida corbata con banderas navales. Elizabeth vestía todavía su traje marrón claro pero se había quitado la chaqueta y exhibía una treinta y ocho y dos de la noventa y cinco debidamente enfundadas.
Sobre la mesa había un pequeño televisor en blanco y negro, sintonizado en uno de los canales de noticias con el volumen bajo. La noticia principal era la visita del presidente a algún lugar extraño donde todo el mundo era bajo.
—Éste es el detective John Corey, homicidios —dijo Max sin mencionar que mi jurisdicción empezaba y terminaba unos ciento treinta kilómetros al oeste de donde nos encontrábamos—. John, éste es George Foster, FBI —agregó antes de mirar al individuo de vaqueros—. Y éste es Ted Nash, Departamento de Agricultura.
Nos estrechamos todos la mano.
—Los Giants han marcado en el primer minuto del tercer cuarto —le dije a Penrose.
No respondió.
—¿Café? —preguntó Max señalando la caja de cartón.
Elizabeth, que estaba más cerca del televisor, oyó algo en las noticias y subió el volumen. Nos concentramos todos en la pantalla.
—Las víctimas del doble asesinato —decía una presentadora frente a la casa de los Gordon— han sido identificadas como científicos que trabajaban en los laboratorios gubernamentales altamente secretos de patología animal en Plum Island, a escasos kilómetros de aquí.
Una toma aérea mostraba Plum Island desde unos seiscientos metros de altura. Debía tratarse de material de archivo puesto que se veía a plena luz del día. Desde el aire, la isla tenía un parecido asombroso con una chuleta de cerdo y supongo que cabría ironizar sobre la fiebre porcina… Plum Island tiene unos cinco kilómetros de longitud y menos de uno y medio en su parte más ancha.
—Éste es el aspecto que presentaba Plum Island el verano pasado, cuando esta emisora informó sobre persistentes rumores de que en la isla se llevaban a cabo investigaciones sobre la guerra bacteriológica —declaró la periodista.
Aparte de las frases trasnochadas, la presentadora tenía razón en cuanto a los rumores. Recordé un chiste aparecido en The Wall Street Journal, donde un asesor educativo dice a los padres de un alumno:
—Su hijo es perverso, mezquino, deshonesto y le encanta divulgar rumores. Sugiero que se dedique al periodismo.
Efectivamente. Y los rumores conducen al pánico. Me percaté de que aquel caso debía resolverse con rapidez.
—Nadie afirma que el asesinato de los Gordon esté relacionado con su trabajo en Plum Island —proseguía la presentadora frente a la casa—, pero la policía lo está investigando.
De nuevo al estudio.
Penrose bajó el volumen y se dirigió al señor Foster.
—¿Desea el FBI vincularse públicamente en este caso?
—En este momento no —respondió el señor Foster—. La gente creería que existe un verdadero problema.
—El Departamento de Agricultura no tiene ningún interés oficial en este caso puesto que no existe ningún vínculo entre el trabajo de los Gordon y su muerte —agregó el señor Nash—. El departamento no hará ninguna declaración pública, salvo para expresar su aflicción por el asesinato de dos empleados muy agradables y voluntariosos.
Amén.
—Por cierto —dije dirigiéndome al señor Nash—, ha olvidado usted registrarse a su llegada.
Me miró, un poco sorprendido y muy enojado, y respondió:
—Lo haré… Gracias por recordármelo.
—No tiene importancia. Estoy a su disposición.
Después de unos minutos de charla superficial, Max se dirigió a los señores Foster y Nash.
—El detective Corey conocía a los fallecidos.
—¿De qué los conocía? —preguntó el señor del FBI, inmediatamente interesado.
No es una buena idea empezar contestando a las preguntas, da la impresión de que uno es una persona cooperadora y yo no lo soy. No respondí.
—El detective Corey conocía a los Gordon —respondió Max en mi lugar— desde hace sólo unos tres meses. John y yo nos vemos de vez en cuando desde hace unos diez años.
Foster asintió. Estaba claro que deseaba formular más preguntas, pero mientras titubeaba intervino la detective Penrose.
—El detective Corey está redactando un informe completo sobre todo lo que sabe acerca de los Gordon, que compartiré con todas las agencias interesadas.
Primera noticia.
El señor Nash me observaba, apoyado en la mesa de la cocina. Nos miramos mutuamente, los dos machos dominantes en la sala, por así decirlo, y decidimos que no nos gustábamos y que uno de nosotros debía retirarse. El aire estaba tan cargado de testosterona que el papel se despegaba de las paredes.
—¿Se ha decidido que esto es más que un homicidio? —pregunté después de mirar a Max y a Penrose—. ¿Es ésa la razón de la presencia del gobierno federal?
Nadie respondió.
—¿O simplemente suponemos que hay algo más? —proseguí—. ¿Me he perdido alguna reunión o algo parecido?
—Actuamos con cautela, detective —respondió por fin sosegadamente el señor Ted Nash—. No tenemos ninguna prueba concreta de que este homicidio esté relacionado con asuntos de… bueno, para ser francos, asuntos de seguridad nacional.
—No sabía que el Departamento de Agricultura estuviera relacionado con la seguridad nacional —comenté—. ¿Disponen, por ejemplo, de vacas secretas?
—Tenemos lobos con piel de cordero —respondió con una sonrisa que expresaba su deseo de verme desaparecer.
—Touché.
Mamón.
Intervino el señor Foster antes de que la cosa se pusiera fea.
—Estamos aquí como medida preventiva, detective. Sería muy negligente por nuestra parte no investigarlo. Todos esperamos que se trate de un simple asesinato, sin ninguna relación con Plum Island.
Observé a George Foster. Tenía algo más de treinta años, típicamente aseado, mirada inteligente, llevaba un traje oscuro propio del FBI, camisa blanca, corbata discreta, unos sólidos zapatos negros y aureola.
Me concentré entonces en Ted Nash con sus vaqueros. Su edad era más próxima a la mía, estaba moreno, cabello rizado con canas, ojos azul grisáceo, impresionantemente fuerte y, en general, lo que las mujeres llamarían un semental, que era probablemente una de las razones por las que me desagradaba; después de todo, ¿cuántos sementales puede haber en una misma sala?
Quizá me hubiera mostrado más agradable con él de no haber sido porque le lanzaba miradas fugaces a Elizabeth Penrose, que ella captaba y correspondía. No me refiero a que se estuvieran tirando los tejos, sino a simples miradas fugaces y expresiones neutrales, pero había que estar ciego para no captar sus sucios pensamientos. Maldita sea, todo el planeta estaba a punto de cubrirse de ántrax y perecer o algo por el estilo, mientras esos dos se follaban con la mirada como perros en celo cuando teníamos cosas más importantes que hacer. Verdaderamente repugnante.
Max interrumpió mis pensamientos.
—John, todavía no hemos encontrado las balas que les perforaron la cabeza y suponemos que cayeron en la bahía. Empezaremos a bucear y dragar a primera hora de la mañana. Tampoco se han encontrado los casquillos —agregó.
Asentí. Una pistola automática habría expulsado los casquillos, pero no un revólver. Si el asesino había utilizado una pistola automática, había tenido también la suficiente serenidad para agacharse y recogerlos.
Hasta ahora no teníamos prácticamente nada. Dos disparos en la cabeza, ninguna bala, ningún casquillo, ningún ruido perceptible en la casa más cercana.
Miré de nuevo al señor Nash. Parecía preocupado y me alegró comprobar que, además de desear acostarse con la señorita Penrose, pensara en la salvación del planeta. En realidad, todo el mundo en la cocina parecía pensar en algo, probablemente en microbios, y es posible que se preguntaran si despertarían cubiertos de manchas rojas o algo por el estilo.
Ted Nash se acercó a la caja de cartón.
—¿Otro café, Beth? —le preguntó a la detective Penrose.
¿Beth? ¿Qué diablos…?
—No, gracias —sonrió.
Puesto que mi estómago se había calmado, me dirigí al frigorífico en busca de una cerveza y comprobé que sus estantes estaban casi vacíos.
—Max, ¿te has llevado algo de aquí? —pregunté.
—El laboratorio se ha llevado todo lo que no estaba sellado de fábrica.
—¿A alguien le apetece una cerveza? —pregunté.
Como nadie respondió cogí una Coors Light, la descorché y tomé un trago.
Me percaté de que todos me miraban como si esperaran que sucediera algo. La gente se comporta de una forma extraña cuando cree encontrarse en un ambiente contaminado. Tuve la tentación de agarrarme el cuello, desplomarme y empezar a retorcerme. Pero no estaba con mis compañeros de Manhattan norte, chicos y chicas a quienes divertiría mi humor negro, de modo que dejé pasar la oportunidad de inyectar un poco de alegría al lúgubre ambiente que imperaba.
—Por favor, continúa —dije dirigiéndome a Max.
—Hemos registrado toda la casa y no hemos encontrado nada inusual o significativo, salvo que la mitad de los cajones seguían intactos, algunos de los armarios no parecían haber sido abiertos, ni se habían retirado los libros de los estantes. Una forma muy inexperta de simular un robo.
—No deja de ser posible que se tratara de un yonqui con el mono y por lo tanto que no estuviese realmente concentrado. O que alguien interrumpiera al agresor o que hubiese encontrado lo que buscaba.
—Tal vez —reconoció Max.
Todos parecían meditabundos, lo que es una buena forma de disimular la carencia de pistas.
Lo asombroso de aquel doble homicidio, pensé, habían sido los dos disparos al aire, en el jardín, sin el menor preámbulo. El asesino no necesitaba ni quería nada de los Gordon, salvo que estuvieran muertos. De modo que el agresor había encontrado lo que deseaba en el interior de la casa o ellos lo llevaban claramente consigo, por ejemplo la nevera portátil. Volvíamos a la caja ausente.
Además, estaba convencido de que el asesino conocía a los Gordon y ellos lo conocían a él. Hola Tom, hola Judy. Pum, pum. Ambos se desploman, la caja cae al suelo… No, contiene frascos de un virus letal. Hola Tom, hola Judy. Dejad la caja en el suelo. Pum, pum. Se desploman. Las balas cruzan sus cráneos y van a parar a la bahía.
También había usado un silenciador. Ningún profesional haría dos ruidosos disparos al aire. Y con toda probabilidad había utilizado una pistola automática porque los silenciadores no se adaptan fácilmente a los revólveres.
—¿Tienen perro los Murphy? —pregunté dirigiéndome a Max.
—No.
—De acuerdo… ¿Habéis encontrado dinero, carteras o cualquier otra cosa que llevasen encima las víctimas?
—Sí. Ambos llevaban una cartera deportiva idéntica, documentos de identidad de Plum Island, permiso de conducir, tarjetas de crédito y cosas por el estilo. Tom tenía treinta y siete dólares en metálico y Judy, catorce. Cada uno llevaba una fotografía del otro —agregó.
A veces son los pequeños detalles los que ayudan a comprender, los que lo convierten en algo personal. Aunque luego está la regla número uno: no involucrarse emocionalmente. No importa que la víctima sea un niño pequeño o una encantadora anciana o la atractiva Judy, que en una ocasión me había guiñado un ojo, o Tom, a quien le encantaba que probara los vinos que le gustaban y que preparaba un bistec excelente. Para el investigador de homicidios no importa la identidad de la víctima, lo único que importa es la identidad del asesino.
—Supongo que te has percatado de que no hemos encontrado la nevera portátil —dijo Max—. ¿Estás seguro de que existe?
Asentí.
El señor Foster me brindó su considerada opinión.
—Creemos que los Gordon llevaban la nevera y que el asesino o asesinos querían su contenido, consistente en lo que usted ya sabe. Yo diría que los Gordon vendían el material y que fracasó el trato —añadió.
Observé a mi alrededor la reunión del gabinete de la cocina. Es difícil interpretar la expresión de las personas cuyo trabajo consiste en interpretar la de los demás. No obstante, tuve la impresión de que la afirmación de George Foster representaba el consenso del grupo.
Así que si estaban en lo cierto, eso presuponía dos cosas: primera, que los Gordon eran realmente estúpidos al no considerar que alguien interesado en suficientes virus y bacterias para matar a miles de millones de personas podría matarlos a ellos sin el menor titubeo y, segunda, que a los Gordon no les importaban en absoluto las consecuencias de intercambiar muerte por oro. Lo que sabía con toda seguridad respecto a Tom y Judy es que no eran tontos ni desaprensivos.
También cabía pensar que el asesino tampoco era estúpido y me pregunté cómo podía saber que el contenido de la nevera era lo que se suponía que debía ser. ¿Cómo podía saberlo? Hola Tom, hola Judy. ¿Tenéis el virus? Bien. Pum, pum.
¿Sí? ¿No? Imaginé diferentes versiones con y sin nevera portátil, con y sin la persona o personas que los Gordon debían de conocer, etcétera. Me pregunté también cómo habrían llegado a la casa. ¿En barco?, ¿en coche? Miré a Max.
—¿Algún vehículo desconocido?
—Ninguna de las personas interrogadas vio ningún vehículo desconocido —respondió Max—. Los dos coches de los Gordon están en el garaje —agregó—. El forense se los llevará mañana al laboratorio junto con el barco.
La señorita Penrose me habló por primera vez directamente.
—Es posible que el asesino o asesinos llegaran en barco. Ésa es mi teoría.
—También es posible, Elizabeth, que el asesino o asesinos viniesen en uno de los coches de los Gordon que hubieran tomado prestado. Estoy realmente convencido de que se conocían.
—Creo que llegaron en barco, detective Corey —respondió en un tono seco después de mirarme fijamente.
—Puede que el agresor llegara andando, o en bicicleta, o en moto —proseguí—. Tal vez vino nadando o lo trajo alguien. Quizá llegó en una tabla de surf o en parapente. Es posible que los asesinos sean Edgar Murphy y su esposa.
Me miró fijamente y comprendí que estaba de mí hasta la coronilla. Reconozco esa mirada; he estado casado.
Max interrumpió nuestra discusión.
—Hay algo interesante, John. Según el personal de seguridad de Plum Island, los Gordon salieron a las doce del mediodía, subieron a su barco y se hicieron a la mar.
En el silencio se oía el ronroneo del refrigerador.
—Una posibilidad que se me ocurre —dijo el señor Foster— es que los Gordon hubieran ocultado lo que vendían en alguna cala o ensenada de Plum Island y utilizaran su barco para recuperarlo. O que salieran del laboratorio con la nevera portátil, la subieran a bordo y se hicieran a la mar. En ambos casos se reunieron a continuación con sus clientes en algún lugar de la bahía, entregaron la caja y, por lo tanto, ya no la tenían cuando regresaron a su casa, pero sí el dinero. Aquí se encontraron con el asesino, que les disparó y se llevó el dinero.
Todos consideramos dicha posibilidad. Evidentemente, uno no puede evitar cuestionarse que si el intercambio se efectuó en el mar, ¿por qué no los mataron también allí? Cuando los especialistas en homicidios hablan del asesinato perfecto se refieren a los cometidos en alta mar, donde existen pocas o ninguna prueba forense, generalmente ningún ruido, ningún testigo y, en la mayoría de los casos, ningún cadáver. Y si se hace con acierto, parece un accidente.
Es lógico suponer que unos profesionales que acabaran de adquirir un microbio letal no pretendieran llamar la atención asesinando a dos científicos de Plum Island en el jardín de su propia casa. No obstante, se suponía que debía parecer que los Gordon habían sorprendido a un ladrón. Aunque quien lo hubiera planeado no había sido muy convincente. Todo aquello tenía un aspecto poco profesional o puede que los autores fueran extranjeros que no habían visto muchas películas de policías estadounidenses por televisión. O que la explicación fuera otra.
¿Y cómo se explicaban las cinco horas y media transcurridas desde la hora en que los Gordon habían abandonado Plum Island y la hora en que el señor Murphy dijo haber oído su barco, a las cinco y media? ¿Dónde habían estado?
—Esto es todo lo que tenemos hasta el momento, John —añadió Max—. Mañana dispondremos de los informes del laboratorio y también quedan algunas personas con las que debemos hablar mañana. ¿Alguna sugerencia?, ¿amigos de los Gordon?
—No sé con quién se relacionaban los Gordon y, que yo sepa, no tenían enemigos. Entretanto —agregué dirigiéndome al señor Nash—, quiero hablar con el personal de Plum Island.
—Es posible que pueda hablar con algunas de las personas que trabajan allí —respondió el señor Nash—. Pero, por razones de seguridad nacional, debo estar presente en todas las entrevistas.
—No olvide que esto es una investigación criminal —repliqué en mi tono más agresivo de policía neoyorquino—. No me venga con esa mierda.
El ambiente en la cocina estaba cargado. Algunas veces he trabajado con personal del FBI o de estupefacientes y no ha habido ningún problema; después de todo, también son policías. Pero esos espías como Nash son unos auténticos gilipollas. Ni siquiera reconocía que fuese de la CIA, del Servicio de Inteligencia, de la Inteligencia Militar o de alguna organización parecida. Lo que sabía con toda seguridad era que no pertenecía al Departamento de Agricultura.
—No tengo ningún inconveniente en que Ted Nash esté presente en cualquier entrevista o interrogatorio —dijo Max, que supongo que se consideraba el anfitrión de aquella reunión de egocentristas, antes de mirar a la detective Penrose.
Mi amiga Beth me miró fugazmente antes de dirigirse a Nash, que se la follaba con la mirada.
—Yo tampoco tengo ningún inconveniente.
—El FBI también asistirá a cualquier reunión, entrevista, interrogatorio o sesión de trabajo en los que esté presente Ted —aclaró George Foster.
Me estaban cantando las cuarenta realmente y me pregunté si Max iba a dejarme en la estacada.
—El área que me concierne es el terrorismo nacional —prosiguió razonablemente el señor Foster—. A Ted Nash le preocupa el espionaje internacional. Ustedes investigan un homicidio según las leyes del Estado de Nueva York —añadió después de mirar detenidamente a Max, a Penrose y a mí—. Si nadie se cruza en el camino del otro, no habrá problemas. No jugaré a detective de homicidios si ustedes no juegan a defensores del mundo libre. ¿Justo?, ¿lógico?, ¿factible? Seguro que sí.
Miré a Nash y le pregunté abiertamente:
—¿Para quién trabaja usted?
—No estoy autorizado a revelárselo en este momento —respondió—. Para el Departamento de Agricultura no —agregó.
—Y yo que me lo había creído —comenté con sarcasmo—. Son listos.
—Detective Corey, ¿puedo hablar contigo en privado? —sugirió Elizabeth.
En lugar de prestarle atención quise seguir presionando al señor Nash. Necesitaba siete puntos en el marcador y sabía cómo conseguirlos.
—Nos gustaría ir a Plum Island esta noche —dije.
—¿Esta noche? —exclamó sorprendido—. Los transbordadores no funcionan…
—No necesito ningún transbordador gubernamental. Utilizaremos la lancha policial de Max.
—Imposible —respondió Nash.
—¿Por qué?
—El acceso a la isla está prohibido.
—Esto es una investigación criminal —le recordé—. ¿No acabamos de reconocer que el jefe Maxwell; la detective Penrose y yo estamos investigando un asesinato?
—No en Plum Island.
—Claro que sí.
Me lo estaba pasando realmente de lo lindo y confiaba en que Elizabeth se percatara de qué clase de gilipollas era ese tipo.
—Ahora no hay nadie en Plum Island —dijo el señor Nash.
—Está el personal de seguridad y quiero hablar con ellos ahora —respondí.
—Por la mañana y no en la isla.
—Ahora y en la isla o de lo contrario despertaré a un juez y conseguiré una orden de registro.
El señor Nash me miró fijamente.
—Es improbable que un juez local extienda una orden de registro para una propiedad del gobierno de Estados Unidos. Necesitará que intervengan un ayudante del fiscal general y un juez federal. Supongo que si es usted detective de homicidios ya lo sabe y puede que también sepa que ni al fiscal general ni a un juez federal les entusiasmará extender dicha orden si afecta a la seguridad nacional. De modo que no me venga con bravatas ni fanfarronadas.
—¿Y si le amenazo?
Por fin, Max se hartó del señor Nash, que empezaba a perder su piel de cordero.
—Puede que Plum Island sea una propiedad federal pero forma parte del municipio de Southold, del condado de Suffolk y del Estado de Nueva York. Quiero que se nos autorice a visitar la isla mañana o conseguiremos una orden judicial.
—En realidad no es necesario ir a la isla —respondió el señor Nash, que ahora procuraba ser amable.
La detective Penrose, que en ese momento estaba evidentemente de mi parte, se dirigió a su nuevo amigo.
—Debemos insistir, Ted.
¿Ted? Caramba, realmente me he perdido algo en esa mísera hora de retraso.
Ted y Beth se miraron, almas torturadas, desgarradas entre la rivalidad y la lascivia.
—Bien… Haré una llamada —dijo por fin el señor Ted Nash, del Departamento de Seguridad de Bichos o lo que fuera.
—Mañana por la mañana —insistí—, a más tardar.
El señor Foster no dejó escapar la oportunidad de dirigirse al señor Nash.
—Creo que estamos todos de acuerdo, Ted, en que iremos mañana por la mañana.
El señor Nash asintió. Había dejado de brindarle a Beth Penrose miradas seductoras y ahora concentraba en mí sus pasiones.
—Si en algún momento determinamos que se ha cometido un delito federal, detective Corey, probablemente sus servicios dejarán de ser necesarios.
Había reducido a Teddy a la mezquindad y sabía cuándo retirarme. Acababa de emerger victorioso de un combate verbal, en el que había derrotado al untuoso Ted y recuperado el amor de lady Penrose. Soy un genio. Me sentía realmente mejor, había recuperado mi desagradable personalidad habitual. Además, esos personajes necesitaban que se les atizara un poco. La rivalidad es buena. La competencia es una cualidad norteamericana. ¿Qué ocurriría si el equipo de Dallas y el de Nueva York fueran amigos?
Los otros cuatro personajes tomaban ahora café y charlaban alrededor de la caja de cartón, intentando recuperar la cordialidad y el equilibrio reinantes antes de la llegada del detective Corey. Cogí otra cerveza de la nevera y me dirigí al señor Nash en tono profesional.
—¿Con qué clase de microbios juegan en Plum Island? Es decir, ¿qué interés puede tener cualquier potencia extranjera por los microbios causantes de la glosopeda o de la enfermedad de las vacas locas? Dígame, señor Nash, de qué debo preocuparme para que cuando no pueda dormir sepa qué nombre darle.
—Supongo que deben de conocer el estado sumamente grave de la situación —respondió después de un prolongado silencio, de aclararse la garganta y mirar detenidamente a todos los presentes—. Aparte de la autorización de seguridad, en este caso inexistente, ustedes han jurado fidelidad como agentes de policía, por lo tanto…
—Nada de lo que diga saldrá de esta habitación —dije cordialmente.
A no ser que me convenga mencionárselo a alguien, pensé.
Nash y Foster se miraron y éste asintió.
—Todos ustedes saben, puede que lo hayan leído, que Estados Unidos ha abandonado la investigación o desarrollo en el campo de la guerra biológica. Hemos firmado un tratado a tal efecto.
—Ésa es la razón por la qué amo este país, señor Nash. Aquí no hay bombas bacteriológicas.
—Exactamente. Sin embargo… existen ciertas enfermedades que se encuentran entre los estudios biológicos legítimos y las armas biológicas potenciales. Ántrax es una de ellas. Como ustedes saben —prosiguió después de mirar a Max, a Penrose y a mí—, siempre han existido rumores de que Plum Island no es sólo un centro de investigación de patología animal, sino algo más.
Nadie respondió.
—En realidad —siguió diciendo Nash—, no es un centro de investigación de guerra biológica. No existe tal cosa en Estados Unidos. Pero no sería fiel a la verdad si negara que de vez en cuando visitan la isla especialistas en la guerra biológica para informarse y leer los informes de algunos experimentos. En otras palabras, existe cierto traspaso entre las enfermedades animales y las humanas o entre la guerra biológica ofensiva y la defensiva.
Conveniente traspaso, pensé.
El señor Nash tomó un trago de café y reflexionó antes de proseguir.
—La fiebre porcina africana, por ejemplo, se ha relacionado con el VIH. En Plum Island estudiamos la fiebre porcina africana y los medios de información inventan esa basura sobre… lo que se les antoja. Lo mismo ocurre con la fiebre del valle del Rif, el virus Hanta, así como otros retrovirus y filovirus como el Ébola Zaire y el Ébola Marburg…
En la cocina, donde todo el mundo era consciente de que aquél era el tema más aterrador del universo, imperaba un silencio sepulcral. En lo concerniente a armas nucleares, la gente era fatalista o creía que nunca llegarían a utilizarse. La guerra o el terrorismo biológico eran imaginables. Y si se desencadenase la peste adecuada, habría llegado el fin y no en un abrir y cerrar de ojos, sino lentamente, conforme se extendiera de los enfermos a los sanos y los cadáveres se descompusieran donde se hubieran desplomado, como en una película de serie B, próximamente en sus pantallas.
El señor Nash prosiguió, en un tono medio reticente medio orgulloso de saber lo que nosotros desconocíamos.
—Puesto que dichas patologías pueden afectar y afectan a los animales, su legítimo estudio corresponde a la jurisdicción del Departamento de Agricultura… El departamento intenta encontrar una curación para dichas enfermedades a fin de proteger la ganadería norteamericana y, por extensión, al pueblo norteamericano, porque a pesar de que suele haber una barrera entre las especies, que hace que patologías animales no afecten a seres humanos, estamos descubriendo que algunas pueden cruzar esa barrera… En el caso de la enfermedad de las vacas locas en Gran Bretaña, por ejemplo, existen pruebas de que algunas personas la contrajeron…
Puede que mi exmujer tuviera razón en cuanto a la carne. Intenté imaginar una vida con hamburguesas de soja, judías sin carne y perritos calientes de algas. Prefería la muerte. De pronto sentí amor y cariño por el Departamento de Agricultura.
También me percaté de que lo que nos contaba el señor Nash era la basura oficial… eso de que las enfermedades animales cruzaran la barrera entre especies y todo lo demás. En realidad, si los rumores tenían fundamento, Plum Island era un lugar donde también se estudiaban enfermedades infecciosas humanas, de forma específica y deliberada, como parte de un programa de guerra biológica oficialmente inexistente. Por otra parte, podía ser sólo un rumor o que lo que hacían en Plum Island no fuera ofensivo sino defensivo.
Me pareció que la línea divisoria era muy tenue. Los microbios son microbios; desconocen la diferencia entre vacas, cerdos o personas. No distinguen la investigación defensiva de la ofensiva, no diferencian las vacunas preventivas de una bomba biológica. Maldita sea, ni siquiera distinguen entre el bien y el mal. Si seguía escuchando esa basura de Nash, podía empezar a creer que en Plum Island desarrollaban unos interesantes nuevos cultivos de yogur.
El señor Nash miraba fijamente su taza de café como si pensase que el agua podría haber sido infectada ya con la enfermedad de las vacas locas.
—El problema, evidentemente —prosiguió—, estriba en que esos cultivos víricos y bacteriológicos pueden ser… Me refiero a que si alguien llegase a obtener esos microorganismos y poseyera el conocimiento necesario para multiplicarlos a partir de las muestras, podría producirlos en grandes cantidades, y si, de algún modo, entraran en contacto con la población… podría existir un problema potencial de sanidad pública.
—¿Se refiere a una especie de plaga del fin del mundo con los muertos amontonados en las calles? —pregunté.
—Sí, algo por el estilo.
Silencio.
—Así que —siguió diciendo el señor Nash en un tono grave—, aunque todos anhelamos descubrir la identidad del asesino o asesinos de los señores Gordon, estamos todavía más preocupados por descubrir si éstos cogieron algo de la isla y se lo entregaron a alguna persona o personas no autorizadas.
—¿Puede alguien determinar si ha desaparecido algo de los laboratorios? —preguntó Beth después de un prolongado silencio.
Ted Nash miró a Beth Penrose de la misma forma en que un catedrático mira a su estudiante predilecto cuando ha formulado una pregunta brillante. En realidad, la pregunta no era tan genial pero todo vale para ligártela, ¿no es cierto, Ted?
El señor Estupendo se dirigió a su protegida:
—Como probablemente sospeches, Beth, puede que no sea posible descubrir si falta algo. El problema estriba en que los microorganismos pueden reproducirse secretamente en algún lugar de los laboratorios de Plum Island o en otros sitios de la isla y ser trasladados luego a otro lugar sin que nadie llegue nunca a saberlo. No son como los agentes químicos o nucleares, que pueden controlarse hasta el último gramo. A las bacterias y a los virus les gusta reproducirse.
Aterrador, si se piensa en ello… los microbichos son baja tecnología, comparados con la fisión nuclear o la fabricación de gases tóxicos. Se producen en un laboratorio casero, son baratos y se reproducen solos en… ¿qué era lo que utilizábamos en el laboratorio de biología?, ¿caldo de carne? Nunca volvería a comer otra hamburguesa.
La señorita Penrose, orgullosa de su última pregunta, decidió formularle otra al señor Sabelotodo.
—¿Podemos suponer que los organismos que se estudian en Plum Island son particularmente letales? O sea, ¿manipulan genéticamente dichos organismos para convertirlos en más mortíferos que en su estado natural?
—No —respondió el señor Nash, a quien no le gustó la pregunta—. A decir verdad, el laboratorio de Plum Island está capacitado para la ingeniería genética, pero lo que hacen es alterar genéticamente los virus para que no puedan provocar ninguna enfermedad y, sin embargo, estimulen el sistema inmunitario para que genere anticuerpos en caso de que un auténtico virus infecte el organismo. En resumen, toda la ingeniería genética que se practica en Plum Island está encaminada a debilitar los virus o las bacterias, no a incrementar su capacidad patológica.
—Por supuesto —dije yo—. Aunque eso también es posible con la ingeniería genética.
—Sí, es posible. Pero no en Plum Island.
Se me ocurrió que Nash alteraba genéticamente la información. Tomaba un germen de verdad, por así decirlo, y lo debilitaba para administrarnos una dosis suave de malas noticias. Un individuo inteligente.
Harto de toda esa basura científica, dirigí mi siguiente pregunta al señor Foster.
—¿Están ustedes haciendo algo para mantener esto controlado?, ¿aeropuertos, autopistas, etcétera?
—Tenemos a todo el mundo buscando… lo que sea —respondió el señor Foster—. Todos los aeropuertos, puertos de mar y estaciones de ferrocarril de la zona están vigilados por nuestro personal, la policía local y el personal de aduanas. Los guardacostas paran y registran los barcos e incluso disponemos de los barcos y aviones del Departamento de Narcóticos. El problema es que los que lo hayan hecho nos llevan unas tres horas de ventaja porque, francamente, no se nos notificó a su debido tiempo…
El señor Foster miró al jefe Maxwell, que tenía los brazos cruzados y hacía una mueca.
Unas palabras sobre Sylvester Maxwell. Es un policía honrado, no el más brillante del mundo pero tampoco estúpido. De vez en cuando puede ser testarudo, aunque eso parece una característica de la zona norte de Long Island más que del propio jefe. Como responsable de un pequeño destacamento de policía rural, que se ve obligado a trabajar con el cuerpo, mucho más extenso, de la policía del condado y de vez en cuando con la policía estatal, ha aprendido cuándo proteger su territorio y cuándo retroceder.
Otro aspecto: la realidad geográfica de una jurisdicción marítima en la era del contrabando de drogas ha acercado enormemente a Max al Departamento de Narcóticos y al cuerpo de guardacostas. Los de narcóticos siempre suponen que los policías locales pueden estar involucrados en el tráfico de drogas, y los policías locales, como Max, tienen la seguridad de que el Departamento de Narcóticos está implicado en dicho tráfico. Los guardacostas y el FBI se consideran limpios pero sospechan de los de estupefacientes y de la policía local. El Servicio de Aduanas es predominantemente honrado, aunque con algunos individuos que aceptan dinero por hacer la vista gorda. En resumen, el tráfico de drogas es lo peor que ha ocurrido para el cumplimiento de la ley en Estados Unidos desde la prohibición.
Y de Max pasé a pensar en las drogas y en la lancha de diez metros de los Gordon con sus potentes motores. Puesto que los hechos no parecían coincidir con la idea de que los Gordon intercambiaran una epidemia mortal por dinero, puede que lo hicieran con la del contrabando de drogas. Tal vez iba por buen camino. Quizá compartiese la idea con los demás cuando la hubiera elaborado en mi mente. O puede que no lo hiciera.
El señor Foster hizo todavía algunos comentarios relacionados con la tardanza del jefe Maxwell en contactar con el FBI y se aseguró de que quedara constancia de ello. Comentarios del tipo: «Por Dios, Max, debiste haber acudido antes a nosotros. Ahora todo está perdido y es culpa tuya».
—Llamé a la brigada de homicidios del condado menos de diez minutos después de descubrir el asesinato. A partir de entonces ya no estaba en mis manos. Cumplí con mi obligación —señaló Max.
La señorita Penrose sintió ocho ojos en su trasero y respondió:
—No tenía la menor idea de que las víctimas formaran parte del personal de Plum Island.
—Se lo comuniqué al individuo que contestó al teléfono, Beth. El sargento… No recuerdo su nombre. Comprueba la cinta —dijo Max en un tono amable pero firme.
—Lo haré —respondió la detective Penrose—. Puede que tengas razón, Max, pero dejemos esto ahora. Concentrémonos en resolver el crimen —agregó dirigiéndose a Foster.
—Buen consejo —dijo el señor Foster y miró a su alrededor—. Otra posibilidad es que quienes hayan recibido ese material no piensen sacarlo del país. Podrían disponer de un laboratorio local, un lugar discreto que no llamase la atención, sin necesidad de productos químicos inusuales que pudieran ser detectados. La peor posibilidad consistiría en que esos organismos, sean lo que fueren, se administraran a la población de varias formas después de cultivados. Algunos pueden introducirse fácilmente en el agua potable, otros se dispersan por el aire y en otros casos los transmiten las personas y los animales. No soy un experto, pero he hablado por teléfono con ciertas personas de Washington y tengo entendido que el potencial de infección y contagio es muy elevado. En una ocasión, en un documental televisivo se sugirió que un frasco de café lleno de ántrax, vaporizado por un solo terrorista que circulara en una lancha por Manhattan, causaría la muerte de un mínimo de doscientas mil personas —agregó.
De nuevo se hizo el silencio en la sala.
—Podría ser peor —prosiguió el señor Foster, que al parecer disfrutaba de la atención que recibía—. Es difícil calcularlo. El ántrax es una bacteria, los virus podrían ser peores.
—¿Debo entender que no hablamos del posible robo de un solo tipo de virus o de bacteria? —pregunté.
—Si alguien está dispuesto a robar ántrax —respondió George Foster—, ¿por qué no robar también Ébola o cualquier otro organismo que tenga a mano? Eso plantearía una amenaza múltiple, como no se daría nunca en la naturaleza, y sería imposible de contener o controlar.
Del reloj de la sala de estar sonaron doce campanadas y el señor Ted Nash, con un gran sentido dramático y el propósito de impresionarnos con su cultura, recibida indudablemente en alguna universidad de la Ivy League, citó a Shakespeare:
—«Ésta es la hora embrujada de la noche, cuando bostezan los campanarios y el propio infierno expira su contagio con este mundo».
—Voy a tomar un poco de aire fresco —dije después de aquella nota de alegría.