Todo el mundo necesita un rincón favorito donde pasar el tiempo, por lo menos los hombres. Cuando estoy en la ciudad suelo ir al National Arts Club a saborear un buen jerez con gente culta y refinada. A mi exmujer también le costaba creérselo.
Aquí frecuento un lugar llamado Olde Towne Taverne. Suelo evitar los lugares con la terminación «e’s». Creo que el gobierno debería asignar un millar de «e’s» a Nueva Inglaterra y Long Island y que estuviera prohibido poner ni una más. En todo caso, la Olde Towne Taverne está en el centro de Mattituck, que ocupa aproximadamente una manzana, y es un lugar realmente encantador. La OTT no está mal, su decoración recuerda un barco antiguo, a pesar de encontrarse en una ciudad y a un par de kilómetros del mar. Su madera es muy oscura y el suelo es de tablas de roble. Lo que más me gusta son sus lámparas amarillas, cuya luz suaviza realmente el ambiente y altera el estado de ánimo.
De modo que ahí estaba, en la OTT, casi a las diez de la noche del lunes. La clientela miraba el partido del Dallas contra el Nueva York en Meadowlands y mi mente fluctuaba entre el partido, el doble asesinato y la camarera con el trasero de esquiadora nórdica.
Me había arreglado para salir de noche, me había puesto unos vaqueros Levi’s marrón claro, un polo Ralph azul, unos auténticos Sperry Top-Siders y unos calzoncillos Hanes de puro algodón. Parecía un anuncio de algo.
Estaba sentado en un taburete junto a una de esas mesas que llegan a la altura del pecho, cerca de la barra, desde donde veía perfectamente el televisor, y tenía delante mi comida predilecta: hamburguesa con queso, patatas fritas, patatas rellenas, nachos, alas de pollo picantes y una Budweiser; un buen equilibrio entre comida amarilla y marrón claro.
La detective Penrose del Departamento de Policía del condado se me acercó sigilosamente por la espalda y se sentó frente a mí en un taburete, con una cerveza en la mano y la cabeza tapando la pantalla. Observó mi comida y arqueó las cejas.
—Max supuso que te encontraría aquí —dijo después de mirarme de nuevo.
—¿Te apetecen unas patatas fritas?
—No, gracias. —Titubeó—. Creo que hemos empezado mal.
—Todo lo contrario. No me importa que me apunten con mi propia arma.
—Escúchame, he hablado con Max y he estado pensando… que si la ciudad te quiere como asesor, no tengo ningún inconveniente, y si quieres facilitarme cualquier información que consideres que pueda serme útil, no dudes en llamarme —dijo mientras me entregaba su tarjeta, en la que leí Detective Elizabeth Penrose.
Debajo decía Homicidios, seguido de la dirección de su despacho, los números de fax y de teléfono. A la izquierda estaba el escudo del condado de Suffolk con las palabras Libre e Independiente alrededor de un toro de aspecto temible.
—No has salido muy favorecida —comenté.
Me miró fijamente, con la mandíbula apretada y las ventanas de la nariz abiertas, mientras inspiraba prolongadamente. Supo contenerse, lo cual es admirable. Puedo ser muy fastidioso.
Me incliné sobre la mesa hasta que nuestras narices estuvieron casi a un palmo de distancia. Desprendía buen olor, como a jabón y buena salud.
—Escúchame, Elizabeth, olvida toda esa mierda. Sabes que yo conocía a los Gordon, que he estado en su casa, he navegado en su barco y que tal vez haya conocido a sus amigos y colegas. Puede que me contaran algo sobre su trabajo porque soy policía, quizá sepa más que tú y Max juntos, y puede que estés en lo cierto. Sabes que me has cabreado y que Max se ha enfadado contigo. Has venido aquí para disculparte y lo que estás haciendo es darme permiso para que te llame y te cuente lo que sé. ¡Menuda oportunidad me brindas! Sin embargo, si pasan un par de días sin que te llame, me citarás en tu despacho para interrogarme oficialmente. Así que dejemos de fingir que soy un asesor, tu colega, tu amigo o un informador voluntario. Limítate a decirme dónde y cuándo quieres tomarme declaración —dije antes de echarme atrás y concentrarme en mis patatas rellenas.
—Mañana en mi despacho —respondió la detective Penrose después de un silencio, golpeando su tarjeta con el dedo—. A las nueve. No llegues tarde.
Se puso de pie y dejó la cerveza sobre la mesa para marcharse.
Nueva York tenía la pelota en sus propios treinta con tercero y seis, cuando el imbécil del jefe la arroja cincuenta metros contra el viento y la pelota se queda ahí colgada como un globo, mientras los tres receptores y los tres jugadores del Dallas agitan los brazos y saltan como si interpretaran la danza de la lluvia.
—Discúlpame.
—Siéntate.
Se sentó, pero era demasiado tarde; acababa de perderme la intercepción de la pelota. El público del estadio y la clientela de la OTT parecían haber enloquecido.
—¡Falta! —chillaban los de la barra, a pesar de que no se había levantado ninguna bandera amarilla, y el jugador del Dallas corrió hasta los cincuenta.
Vi la repetición a cámara lenta. No hubo falta. A veces me gustaría repetir partes de mi vida a cámara lenta, como mi matrimonio, que consistió en una retahíla de faltas.
—Voy a regresar ahora al escenario del crimen —dijo la detective Penrose—. Una persona del Departamento de Agricultura va a reunirse conmigo a eso de las once. Viene de Manhattan. ¿Te gustaría estar presente?
—¿No tienes un colega al que puedas incordiar?
—Está de vacaciones. Vamos, detective, empecemos de nuevo —dijo mientras me tendía la mano.
—La última vez que te cogí la mano, perdí mi arma y mi honor —le recordé.
—Vamos, un apretón de manos —sonrió.
Le estreché la mano. Su piel estaba caliente. Mi corazón ardía. O puede que fuera la reacción de los nachos. Es difícil estar seguro después de los cuarenta.
Retuve un momento su mano y contemplé su rostro perfecto. Se cruzaron nuestras miradas y los mismos malos pensamientos cruzaron nuestras mentes. Ella fue la primera en desviar la mirada; alguien tiene que hacerlo o la cosa se pone embarazosa.
Se nos acercó la atractiva camarera y le pedí dos cervezas.
—¿Todavía quiere su plato de judías con guindillas? —preguntó.
—Más que nunca —respondí.
Retiró algunos platos y fue a buscar la cerveza y las judías. Me encanta este país.
—Debes de tener un estómago a prueba de bomba —comentó la detective Penrose.
—En realidad, me amputaron todo el estómago después de dispararme. Mi esófago está conectado al intestino.
—¿Quieres decir que te han conectado directamente la boca con el culo?
Levanté las cejas.
—Lo siento —dijo—, ha sido una grosería. ¿Empezamos de nuevo?
—No serviría de nada. Date la vuelta y mira el partido.
Se volvió, miramos la televisión y me tomé una cerveza.
—Debo ir a reunirme con el individuo del Departamento de Agricultura —dijo a media parte, cuando empataban siete a siete, después de consultar su reloj.
Si alguien se pregunta por el porqué del Departamento de Agricultura, la instalación de Plum Island pertenece oficialmente a dicho departamento y se dedican a trabajar sobre enfermedades animales, ántrax y cosas por el estilo. Aunque según los rumores van más allá, mucho más allá.
—No hagas esperar al Departamento de Agricultura.
—¿Quieres acompañarme?
Pensé en la invitación. Si la aceptaba, me involucraba más en aquel asunto, fuera lo que fuese. En su aspecto positivo, me gusta resolver asesinatos y me agradaban los Gordon. En los diez años que he pasado en la brigada de homicidios, he mandado a veintiséis asesinos a la cárcel y los dos últimos tienen derecho a ampararse en el nuevo decreto de la pena capital, lo que le da ahora una dimensión completamente nueva a los casos de homicidio. Visto por la parte negativa, este caso era algo diferente y me sentía muy desplazado de mi terreno habitual. Además, un empleado del Departamento de Agricultura, como la mayoría de los funcionarios gubernamentales, no trabajaría nunca de noche, así que aquel individuo pertenecía con toda probabilidad a la CIA, el FBI, el Servicio de Inteligencia o algo por el estilo. En todo caso, llegarían otros más avanzada la noche o mañana. No, no necesitaba aquel caso a un dólar por semana, a mil pavos diarios, ni a ningún precio.
—¡Detective!, ¿estás ahí?
La miré. ¿Cómo puede uno negarle algo a semejante belleza?
—Me reuniré contigo en la casa —respondí.
—De acuerdo. ¿Qué te debo de las cervezas?
—Invito yo.
—Gracias. Hasta luego.
Se dirigió a la puerta y, con el partido a media parte, los más o menos cincuenta clientes de la OTT se percataron por fin de la presencia de una mujer increíble en el local. Se oyeron varios silbidos de admiración e invitaciones para que se quedara.
Miré parte del espectáculo de la media parte. Deseé que me hubieran extirpado el estómago de verdad porque ahora bañaba mis úlceras con ácidos. Llegaron las judías y apenas pude acabarme el plato. Me tomé dos Zantac seguidas de una Maalox, aunque el médico me había dicho que no las mezclara.
En realidad, mi salud, antes robusta, había empeorado definitivamente desde el incidente del 12 de abril. Nunca había tenido buenas costumbres en cuanto a comer, beber y dormir y tanto el divorcio como mi trabajo se habían cobrado su precio. Empezaba a sentirme cuarentón y a ser consciente de mi condición mortal. A veces en sueños yacía en un charco de mi propia sangre en la alcantarilla y pensaba: «Giro en la alcantarilla que me arrastra». Entre los aspectos positivos, empezaban a llamarme la atención ciertas cosas como el trasero de esquiadora nórdica de la camarera y, cuando Elizabeth Penrose entró en el bar, mi muñequito de carne se incorporó y se desperezó. Estaba realmente camino de la recuperación e, indudablemente, en mejor forma que los Gordon.
Pensé en Tom y Judy. Tom era un doctor a quien no le importaba matar sus neuronas con vino y cerveza y preparaba un excelente bistec a la parrilla. Era un individuo con los pies en el suelo, procedente de Indiana, Illinois, o algún lugar parecido donde hablan con ese acento tan curioso. Era discreto en cuanto a su trabajo y bromeaba sobre su peligro. Por ejemplo, la semana pasada, cuando se acercaba un huracán, comentó: «Si azota Plum Island podremos llamarlo huracán ántrax e irnos todos al carajo». Ja, ja, ja.
Judy, como su marido, también era doctora, del Medio Oeste, modesta, bondadosa, alegre, divertida y hermosa. John Corey, como todos los hombres que la conocieron, se enamoró de ella.
Judy y Tom parecían haberse adaptado muy bien a esta provincia marítima en los dos años transcurridos desde su llegada. Daban la impresión de disfrutar con su potente lancha y se habían involucrado en la Sociedad Histórica Peconic. Además, les encantaban las bodegas y se habían convertido en grandes conocedores de los vinos de Long Island. En realidad, habían hecho amistad con algunos de los vinateros locales, incluido Fredric Tobin, que celebraba exuberantes fiestas en su castillo, a una de las cuales yo había asistido como invitado de los Gordon.
Como pareja, los Gordon parecían felices, cariñosos, siempre dispuestos a cuidarse el uno al otro, a compartir, lo habitual de los noventa, y nunca advertí que fallara algo entre ellos. Aunque eso no significa que fueran personas perfectas ni que formaran una perfecta pareja.
Busqué en mi mente algún defecto fatal, una de esas cosas que a veces hacen que la gente muera asesinada. ¿Drogas?, improbable. ¿Infidelidad?, posible, aunque tampoco probable. ¿Dinero?, no tenían mucho que robar. De modo que el asunto quedaba reducido una vez más al trabajo.
Reflexioné. Analizándolo superficialmente, parecía que los Gordon vendían «superbichos», algo había fallado y los habían eliminado. En ese sentido, recordé que en una ocasión Tom me había confesado que su mayor temor, aparte de coger una enfermedad, era que a él y a Judy los secuestraran algún día directamente en su barco, que llegara, por ejemplo, un submarino iraní o algo por el estilo, se los llevara y nunca se volviera a saber de ellos. La idea me pareció un poco extravagante, pero recuerdo que pensé que los Gordon debían de tener muchas cosas en la cabeza que ciertas personas querían. Por tanto, era posible que el asesinato hubiera empezado como un intento de secuestro y algo hubiera fallado. Consideré dicha posibilidad. Si los asesinatos estaban relacionados con su trabajo, ¿eran los Gordon víctimas inocentes o traidores que vendían la muerte a cambio de oro? ¿Habían sido asesinados por una potencia extranjera o por alguien más próximo a casa?
Reflexioné lo mejor que pude en la OTT con el ruido, las bobadas de la media parte, la cerveza en mi cerebro y el ácido en mi estómago. Me tomé otra cerveza y otra Maalox. El médico nunca me explicó por qué no debía mezclarlas.
Intenté pensar en lo impensable, en que el apuesto y alegre Tom y la hermosa y vivaracha Judy vendieran la peste a algún demente, en depósitos de agua potable infectados o en fumigadores sobre Nueva York o Washington que provocaran millones de enfermedades y muertes…
No podía imaginar que los Gordon lo hicieran. Por otra parte, todo el mundo tiene un precio. Solía preguntarme cómo podían permitirse alquilar una casa junto al mar y comprar un barco tan caro. Puede que ahora supiera cómo y por qué necesitaban una lancha de alta velocidad y una casa con un embarcadero privado. Todo tenía sentido y, sin embargo, mi instinto me impedía creer en lo evidente.
Le di una propina excesivamente generosa a la dama del trasero nórdico y regresé al escenario del crimen.