Capítulo 2

Nos acercamos a la casa de los Gordon, protegida después de un sendero en la orilla oeste del cabo. Era una casa estilo rancho, construida en los años sesenta y modernizada en los noventa. Los Gordon, procedentes de algún lugar del Medio Oeste e inseguros respecto a su futuro profesional, habían alquilado la casa con opción a compra según me mencionaron en una ocasión. Creo que si yo trabajara con el material que ellos manipulaban, tampoco haría planes a largo plazo. Maldita sea, ni siquiera compraría plátanos verdes.

Me concentré en el paisaje que se veía por la ventanilla del Jeep. En la agradable y sombreada calle había grupos de vecinos y niños con bicicletas bajo las largas sombras moradas que charlaban y contemplaban la casa de los Gordon. Frente a ésta había tres coches de la policía de Southold, además de dos coches sin distintivos. Una furgoneta del forense del condado bloqueaba la entrada. Es una buena política no acercar los coches ni aparcar en el lugar de un crimen para no destruir pruebas y me alegró comprobar que de momento la pequeña fuerza de policía rural de Max respetaba las reglas.

En la calle había también dos furgonetas de televisión, una de la cadena de noticias locales de Long Island y otra de NBC News.

Me percaté asimismo de la presencia de un grupo de periodistas que charlaban con los vecinos y acercaban sus micrófonos a cualquiera que abriera la boca. No se había convertido todavía en un circo informativo, pero lo haría cuando el resto de los explotadores de noticias descubriera el vínculo con Plum Island.

Una cinta amarilla de la policía rodeaba la casa y el terreno de árbol en árbol. Max paró detrás de la furgoneta del forense y nos apeamos. Se dispararon algunos flashes antes de que se encendieran los potentes focos de las cámaras de vídeo y empezaran a filmarnos para las noticias de las once. Confié en que los miembros del tribunal médico no me vieran, por no mencionar a los canallas que habían intentado eliminarme y que ahora sabrían dónde encontrarme.

Frente a la puerta había un policía uniformado con un cuaderno en la mano, el encargado de registrar todo lo que pasara en el lugar del crimen, y Max le facilitó mi nombre, título y demás información para que constara oficialmente, pendiente de la aprobación del fiscal del distrito y de los futuros abogados defensores. Eso era precisamente lo que no quería, pero estaba en casa cuando el destino llamó a la puerta.

Avanzamos por el camino de grava y penetramos en el jardín trasero por una entrada con arco para encontrarnos en un terreno cubierto principalmente por tablas de cedro, que descendía en forma de cascada desde la casa hacia la bahía y terminaba en un largo embarcadero, donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Era realmente una tarde agradable y deseé que Tom y Judy hubieran vivido para disfrutarla.

Observé el contingente habitual de funcionarios forenses, además de tres policías de Southold uniformados y una mujer excesivamente arreglada, con falda y chaqueta marrón claro, blusa blanca y unos elegantes zapatos. Al principio supuse que se trataba de alguna pariente que había acudido para identificar los cadáveres y todo lo demás, pero luego me percaté de que llevaba un cuaderno en la mano y de que su aspecto era oficial.

De espaldas sobre el suelo de cedro gris estaban Tom y Judy, con los pies hacia la casa, las cabezas hacia la bahía y las piernas y los brazos torcidos como si planearan. Un fotógrafo de la policía tomaba instantáneas de los cadáveres y, cuando se disparó el flash, los cuerpos adquirieron momentáneamente un aspecto fantasmagórico, que me hizo recordar La noche de los muertos vivientes.

Contemplé los cadáveres. Tom y Judy Gordon tenían treinta y pico años, estaban en muy buena forma e incluso muertos formaban una pareja extraordinariamente atractiva, hasta tal punto que a veces los habían confundido con celebridades cuando cenaban en algún lugar de moda.

Ambos llevaban vaqueros azules, zapatillas deportivas y jerséis de cuello alto. El de Tom era negro con el logotipo de algún suministrador de productos náuticos y el de Judy de un verde claro más elegante, con un pequeño velero amarillo sobre el pecho izquierdo.

Supuse que, a lo largo del año, Max no veía a muchas personas asesinadas, pero probablemente sí a muchas que habían fallecido de muerte natural, suicidio, accidentes de tráfico, etcétera, así que no se sentiría indispuesto. Tenía un aspecto adusto, preocupado, pensativo y profesional y no dejaba de observar los cadáveres, como si no pudiera creer que las personas que yacían sobre aquella hermosa vegetación hubieran sido asesinadas.

A mí, por otra parte, después de trabajar en una ciudad donde se cometen 1.500 asesinatos anuales, la muerte me resultaba bastante familiar, como suele decirse. No veo los 1.500 cadáveres, pero sí los suficientes para que hayan dejado de sorprenderme, indisponerme, asustarme o entristecerme. No obstante, cuando se trata de alguien a quien conocías y te gustaba es diferente.

Crucé el entarimado y me acerqué a Tom Gordon. Tenía un agujero de bala en el puente de la nariz y Judy en la sien izquierda.

En el supuesto de que hubiera habido un solo agresor, Tom, que era un hombre fuerte, probablemente había recibido el primer y único disparo en la cabeza, luego Judy, cuando se giró para mirar incrédula a su marido, recibió un disparo en la sien. Probablemente, las balas les habían atravesado el cráneo y habían ido a parar a la bahía; mala suerte para los de balística.

Nunca había estado en el lugar de un homicidio donde no hubiera un olor increíblemente repugnante si hacía algún tiempo que habían fallecido las víctimas. Si había sangre, siempre olía, y si se había penetrado alguna cavidad corporal, solía haber un olor peculiar a entrañas. Eso era algo que no deseaba volver a percibir; la última vez que había olido a sangre había sido la mía propia. De todos modos, el hecho de que en esta ocasión el asesinato se hubiera cometido al aire libre lo hacía más llevadero.

Miré a mi alrededor y no vi ningún lugar cercano donde el agresor pudiera haberse ocultado. La puerta de cristal corrediza de la casa estaba abierta; allí podía haberse escondido, pero se encontraba a casi siete metros de los cadáveres y no hay mucha gente capaz de dispararle a alguien a la cabeza con una pistola desde dicha distancia. Yo era una prueba viviente de ello. A esa distancia se dispara primero al cuerpo y luego el agresor se acerca para rematar a la víctima con un disparo en la cabeza. Así que existían dos posibilidades: que el asesino hubiera utilizado un rifle en lugar de una pistola o que se hubiese aproximado a ellos sin provocar ninguna alarma. Alguien de aspecto normal, no amenazante, tal vez incluso alguien a quien conocían. Los Gordon podían haberse apeado de su barco, haberse dirigido a la casa, haber visto en algún momento a la persona en cuestión y haberse acercado a ella. El agresor habría levantado la pistola cuando estaban a casi un metro de distancia y acabado con la vida de ambos.

Miré más allá de los cadáveres y vi banderitas de colores clavadas en distintos lugares del entarimado.

—¿Las rojas indican sangre?

—Las blancas, cráneo; las grises… —explicó Max.

—Comprendido —respondí, contento de haberme puesto las chancletas.

—Los boquetes de salida son enormes —dijo Max—, prácticamente ha desaparecido la parte posterior del cráneo. Y, como puedes comprobar, los agujeros de entrada son grandes. Sospecho que se trata del calibre cuarenta y cinco. Todavía no hemos encontrado las balas, probablemente cayeron en la bahía.

No respondí.

Entonces Max señaló la puerta de cristal corrediza y me llamó.

—Esa puerta ha sido forzada, y la casa, saqueada. Nada grande ha desaparecido; el televisor, el ordenador, el CD y todo lo demás siguen ahí. Pero puede que se hayan llevado joyas y otros artículos de tamaño reducido.

Reflexioné unos instantes. Los Gordon, al igual que la mayoría de los científicos con un salario gubernamental, no poseían muchas joyas, obras de arte ni cosas por el estilo. Un drogata habría cogido los aparatos de valor y habría huido.

—Eso es lo que yo pienso —dijo Max—. El ladrón o los ladrones estaban en lo suyo cuando vieron por la puerta de cristal que se acercaban los Gordon, salió o salieron al jardín, les dispararon y huyeron. ¿Qué te parece? —preguntó.

—Si tú lo dices.

—Lo digo.

—De acuerdo.

Sonaba mejor que: «Saqueada la casa de unos investigadores de un proyecto altamente secreto de guerra biológica y hallados muertos los científicos».

—¿Tú qué opinas, John? —preguntó Max en voz baja después de acercarse.

—¿Es éste el pan nuestro de cada día?

—Vamos, muchacho, no me tomes el pelo. Puede que tengamos entre manos un doble asesinato de alcance mundial.

—Pero tú acabas de decir que podría tratarse simplemente de alguien que regresa a su casa en el momento inoportuno y acaba con un disparo en la cabeza.

—Sí, pero resulta que en este caso los propietarios son… lo que quiera que sean —respondió sin dejar de mirarme—. Haz una reconstrucción.

—De acuerdo. Está claro que el agresor no disparó desde la puerta de cristal. Estaba junto a ellos. Entonces esa puerta estaba cerrada, de modo que los Gordon no vieron nada inusual al acercarse a la casa. Posiblemente, el asesino estaba sentado ahí, en una de esas sillas, y pudo haber llegado en barco, ya que no aparcaría su coche ahí delante, donde todo el mundo pudiera verlo. O puede que alguien lo trajera. En ambos casos, los Gordon lo conocían o no estaban innecesariamente preocupados por su presencia en el jardín de su casa o, incluso, puede que se trate de una mujer de aspecto agradable a la que los Gordon se acercaron y ella a ellos. Puede que intercambiaran unas palabras, pero la persona que los asesinó no tardó en sacar la pistola y acabar con ellos.

El jefe Maxwell asintió.

—Si el agresor buscaba algo en el interior, no eran joyas ni dinero, sino documentos. Ya sabes, información. No mató a los Gordon porque lo sorprendieran, los asesinó porque los quería muertos. Los estaba esperando. Tú lo sabes.

Max asintió.

—Por otra parte, Max, también he visto muchos robos frustrados en los que el propietario murió asesinado y el ladrón huyó con las manos vacías. Cuando se trata de drogatas, nada tiene sentido.

El jefe Maxwell se frotó la barbilla mientras pensaba por una parte en la posibilidad de un lunático armado, en la de un asesino a sangre fría, por otra, y todo lo que cupiera entre ambas.

Entretanto, me agaché junto a los cadáveres, cerca de Judy. Tenía los ojos abiertos, muy abiertos, y parecía sorprendida.

Tom también tenía los ojos abiertos, pero parecía más sereno que su esposa. Las moscas habían encontrado la sangre en las heridas y tuve la tentación de ahuyentarlas, pero ya no importaba.

Examiné detenidamente los cuerpos sin tocar nada que pudiera entorpecer la labor de los forenses. Observé el pelo, las uñas, la piel, la ropa, los zapatos… Cuando terminé, acaricié la mejilla de Judy y me levanté.

—¿Cuánto hacía que los conocías? —preguntó Maxwell.

—Más o menos desde junio.

—¿Habías estado en esta casa antes?

—Sí. Te queda una pregunta.

—Bueno… Debo preguntártelo… ¿Dónde estabas a eso de las cinco y media?

—Con tu novia.

Sonrió, pero no le divirtió mi respuesta.

—¿Los conocías bien? —pregunté entonces.

—Sólo en sociedad —respondió después de titubear un instante—. Mi novia me obliga a asistir a catas de vino y cosas por el estilo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo sabías que yo los conocía?

—Mencionaron que habían conocido a un poli de Nueva York que estaba convaleciente. Yo comenté que te conocía.

—El mundo es un pañuelo —dije.

No respondió.

Observé el jardín. Al este estaba la casa y al sur unos setos altos y espesos tras los cuales se encontraba la casa de Edgar Murphy, el vecino que había descubierto los cadáveres. Al norte había un descampado que se extendía varios centenares de metros hasta la casa siguiente, apenas visible. Al oeste, el terreno descendía en tres niveles hacia la bahía, donde había un embarcadero de unos treinta metros hasta aguas profundas. Al final del embarcadero estaba amarrado el barco de los Gordon, una elegante lancha de fibra de vidrio, Fórmula tres y algo, de unos diez metros de eslora. Se llamaba Spirochete[1] que según sabemos gracias a los manuales de biología es el perverso bicho causante de la sífilis. Los Gordon tenían sentido del humor.

—Edgar Murphy ha declarado que los Gordon a veces utilizaban su propia embarcación para trasladarse a Plum Island. Usaban el transbordador gubernamental cuando hacía mal tiempo y en invierno.

Asentí. Ya lo sabía.

—Voy a llamar a Plum Island e intentaré averiguar a qué hora se marcharon —prosiguió—. El mar está calmado, sube la marea y sopla viento del este, de modo que pudieron llegar con mucha rapidez.

—No soy navegante.

—Yo sí. Pudieron tardar una hora escasa, cuando normalmente se tardaría hora y media o dos a lo sumo. Los Murphy oyeron que el barco de los Gordon llegaba a eso de las cinco y media; si logramos averiguar cuándo salieron de Plum Island, sabremos con mayor certeza si fue la embarcación de los Gordon lo que oyeron los Murphy a las cinco y media.

—Bien.

Miré el jardín. Había los muebles habituales: mesa, sillas, un bar al aire libre, sombrillas. Pequeñas plantas y matorrales crecían en espacios abiertos entre las tablas de cedro, pero en ningún lugar al aire libre podía haberse ocultado nadie para sorprenderlos.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Max.

—Estaba pensando en el gran entarimado norteamericano. Grandes tablas de madera a varios niveles que no precisan mantenimiento alguno. No como mi vieja terraza, que necesita constantemente pintura. Si comprara la casa de mi tío, podría construir una cubierta como ésta hasta la bahía. Claro que entonces no tendría tanto césped.

—¿En eso estabas pensando? —preguntó Max después de unos segundos.

—Sí. ¿Y tú en qué piensas?

—En el doble asesinato.

—Bien. Cuéntame qué has descubierto.

—De acuerdo. Toqué los motores —respondió mientras señalaba el barco con el pulgar—. Estaban todavía calientes cuando llegamos, como los cuerpos.

Asentí. El sol comenzaba a sumergirse en la bahía, ya se percibía el frescor y la oscuridad, y yo empezaba a sentir frío en camiseta y pantalón corto, sin ropa interior.

Setiembre es realmente un mes maravilloso en la costa atlántica, desde Outer Banks hasta Newfoundland. La temperatura diurna es suave, y las noches, agradables para dormir; es verano sin calor ni humedad y otoño sin lluvia fría. Los pájaros veraniegos todavía no se han marchado y las aves migratorias del norte descansan en su camino hacia el sur. Supongo que si abandonara Manhattan y me instalara aquí, acabaría por aficionarme a la naturaleza, navegar, pescar y todo eso.

—Y hay algo más —dijo Max—. El cabo está amarrado a un pilote.

—Eso parece muy significativo para el caso. ¿Qué diablos es un cabo?

—La cuerda. La cuerda del barco no está sujeta a las cornamusas del embarcadero, sino amarrada temporalmente a uno de los pilotes, que son esos palos que salen del agua. Eso hace suponer que se proponían volver a salir a la mar poco tiempo después.

—Buena observación.

—Bien. ¿Alguna idea?

—Ninguna.

—¿Alguna aportación por tu parte?

—Creo que me llevas ventaja, jefe.

—¿Alguna teoría, presentimiento, corazonada, lo que sea?

—No.

El jefe Maxwell parecía querer decir algo como «quedas despedido», pero dijo:

—Debo llamar por teléfono.

Y entró en la casa.

Volví a observar los cuerpos. La mujer con el traje chaqueta marrón claro dibujaba con tiza el contorno de Judy. Según la normativa oficial de la ciudad de Nueva York, es el encargado de la investigación quien dibuja el contorno de los cadáveres y supuse que aquí era lo mismo. La idea es que el detective que seguirá el caso hasta su conclusión y trabajará con el fiscal del distrito conozca y averigüe personalmente todos los detalles en la medida de lo posible. Así que deduje que la señora de marrón era una detective de homicidios, a quien habían asignado la investigación de aquel caso. También llegué a la conclusión de que acabaría tratando con ella si decidía colaborar con Max.

El escenario de un asesinato es uno de los lugares más interesantes del mundo, si uno sabe lo que busca y lo que ve. Pensemos en personas como Tom y Judy que observan microbios a través del microscopio y conocen sus nombres, lo que esos bichitos están haciendo en aquel momento, lo que podrían hacerle a la persona que los está mirando, etcétera. Pero si yo observara microbios, lo único que vería serían cositas diminutas que se mueven; no poseo formación visual ni intelectual para los microbios.

Sin embargo, cuando miro un cadáver y su entorno, veo cosas que pasan inadvertidas a la mayoría de la gente. Max tocó los motores y los cuerpos y se percató de que estaban calientes, se fijó en la manera en que estaba amarrado el barco y captó una docena de pequeños detalles que habrían pasado desapercibidos a una persona corriente. Pero Max no es un detective y funciona a lo que podríamos llamar nivel dos, mientras que para resolver un asesinato como éste hay que razonar a un nivel mucho más alto. Él lo sabía y por eso me había llamado.

También se daba la coincidencia de que yo conocía a las víctimas y eso, para un detective de homicidios que trabaje en el caso, es una gran ventaja. Sabía, por ejemplo, que los Gordon solían vestir con camiseta, pantalón corto y zapatillas para ir en su barco a Plum Island y luego allí se ponían la bata, el traje de protección o lo que fuera necesario. Tampoco era habitual que Tom llevara una camiseta negra y Judy, si mal no recordaba, sentía predilección por los tonos pastel. Sospeché que se habían vestido para pasar inadvertidos y las zapatillas deportivas que llevaban puestas eran para poder correr más. Por otra parte, puede que estuviera imaginando pistas. Hay que ser cuidadoso para no hacerlo.

Pero luego estaba la tierra roja en las suelas de sus zapatillas. ¿De dónde procedía? No del laboratorio, ni tampoco probablemente del camino del muelle del transbordador de Plum Island, ni de su barco, ni de su embarcadero, ni de su jardín. Al parecer, habían estado en otro lugar, para lo que se habían vestido de forma diferente e, indudablemente, el día había tenido un final distinto del que habían previsto. Allí sucedía algo más, de lo que yo no tenía la menor idea, pero que indudablemente existía.

Sin embargo, no dejaba de ser posible que se hubieran limitado a sorprender a algún ladrón. Puede que lo que hubiera pasado no tuviera nada que ver con su trabajo. Pero el caso es que a Max le intrigaba y le ponía nervioso y a mí también me había contagiado. Antes de la medianoche, y a no ser que para entonces Max hubiera cogido a algún ratero, llegarían representantes del FBI, del Servicio de Inteligencia y de la CIA.

—Usted perdone.

Volví la cabeza hacia la voz y comprobé que era la señora del traje marrón claro.

—Está usted perdonada.

—Disculpe, ¿se supone que debe estar aquí?

—Formo parte de la orquesta.

—¿Es usted agente de policía?

Evidentemente, mi camiseta y pantalón corto no proyectaban una imagen de autoridad.

—Estoy con el jefe Maxwell.

—Eso ya lo he visto. ¿Ha sido usted debidamente registrado?

—¿Por qué no lo comprueba? —respondí antes de dar media vuelta y descender por el jardín en dirección al embarcadero, procurando evitar cuidadosamente las banderitas de colores.

Ella me siguió.

—Soy la detective Penrose de la brigada de homicidios del condado de Suffolk y estoy a cargo de esta investigación.

—La felicito.

—Y a no ser que exista alguna razón oficial para justificar su presencia…

—Tendrá que hablar con el jefe.

Llegué al embarcadero y me acerqué al lugar donde estaba amarrado el barco de los Gordon. Soplaba una fuerte brisa en el largo muelle y el sol ya se había ocultado. No vi ningún barco de vela en la bahía pero pasaron algunas lanchas con las luces de navegación encendidas. Una luna casi llena acababa de salir por el sureste y brillaba en el agua.

La marea estaba alta y el barco de diez metros se encontraba casi a nivel del embarcadero. Salté a cubierta.

—¿Qué está usted haciendo? No puede hacer eso.

Era muy atractiva, por supuesto; si hubiera sido fea, habría sido mucho más amable con ella. Vestía, como he mencionado, de una forma bastante sobria, pero el cuerpo bajo su ropa hecha a medida era una sinfonía de curvas, una melodía de carne que aspiraba a liberarse. En realidad, daba la impresión de que camuflaba globos. La segunda cosa de la que me percaté fue de que no llevaba ninguna alianza matrimonial. En cuanto al resto de los detalles: edad, treinta y pocos; cabello, media melena y color cobrizo; ojos, azul verdoso; piel, clara y poco bronceada para la época, con escaso maquillaje; labios, de puchero; marcas o cicatrices visibles, ninguna; pendientes, ninguno; uñas sin pintar y expresión de enfado en la cara.

—¿Me está escuchando?

Tenía también una voz agradable a pesar del tono de ese momento. Sospeché que debido a su atractivo rostro, su tipo extraordinario y su voz suave, a la detective Penrose le resultaba difícil que la tomaran en serio y para compensar se vestía excesivamente masculina. Probablemente poseía un libro titulado Cómo vestir para aplastar pelotas.

—¿Me está usted escuchando?

—La escucho. ¿Pero me ha escuchado usted a mí? Le he dicho que hablara con el jefe.

Yo soy quien manda aquí. En asuntos de homicidio, la policía del condado…

—De acuerdo, hablaremos juntos con el jefe. Espere un momento.

Le eché una ojeada al barco pero ya había oscurecido y no pude ver gran cosa. Intenté encontrar una linterna antes de dirigirme a la detective Penrose.

—Debería poner aquí a un agente de guardia toda la noche.

—Gracias por compartir sus ideas. Le ruego que salga del barco.

—¿Tiene una linterna?

—Fuera del barco. Ahora.

—De acuerdo.

Me subí a la borda y cuál no sería mi sorpresa cuando me tendió una mano, que agarré. Su piel era fresca. Me ayudó a subir al embarcadero y, al mismo tiempo, con la rapidez de un felino, introdujo su mano derecha bajo mi camiseta y me arrebató el arma que llevaba en la cintura.

Retrocedió con mi revólver en la mano.

—No se mueva de donde está.

—Sí señora.

—¿Quién es usted?

—Detective John Corey, Departamento de Policía de Nueva York, brigada de homicidios, señora.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Lo mismo que usted.

—No, éste es mi caso, no el suyo.

—Sí señora.

—¿Está usted aquí en representación oficial?

—Sí señora. Me han contratado como asesor.

—¿Asesor? ¿En un caso de asesinato? Nunca había oído nada parecido.

—Yo tampoco.

—¿Quién le ha contratado?

—La ciudad.

—Absurdo.

—Desde luego —respondí y, como parecía indecisa, agregué—: ¿Desea que me desnude para registrarme?

Me pareció advertir a la luz de la luna una sonrisa en sus labios. Mi corazón la anhelaba o puede que fuera el dolor del agujero en mi pulmón.

—¿Cómo ha dicho que se llama?

—John Corey.

Intentó recordar.

—Ah… usted es el individuo…

—Efectivamente. El afortunado.

Pareció tranquilizarse, giró mi treinta y ocho y me lo entregó por la culata. Dio media vuelta y se alejó.

La seguí por el embarcadero y los tres niveles del jardín hasta la casa, donde las luces exteriores iluminaban la zona de la puerta de cristal y las polillas describían círculos alrededor de las lámparas.

Max hablaba con uno de los ayudantes del forense. Luego volvió la cabeza para mirarnos.

—¿Ya os habéis presentado?

—¿Por qué está este hombre involucrado en el caso? —preguntó la detective Penrose.

—Porque yo quiero que lo esté —respondió el jefe Maxwell.

—Usted no puede tomar esa decisión.

—Ni usted tampoco.

Cansado de volver la cabeza de un lado a otro mientras se pasaban la pelota, decidí intervenir.

—Ella tiene razón. Me voy. Llévame a casa —dije antes de dar media vuelta para dirigirme a la puerta de arco, desde donde me giré con estudiado dramatismo y les pregunté—: Por cierto, ¿ha recogido alguien la caja de aluminio de la popa del barco?

—¿Qué caja de aluminio? —preguntó Max.

—Los Gordon tenían una gran caja de aluminio que utilizaban para guardar trastos y que a veces usaban como nevera para la cerveza y el cebo.

—¿Dónde está?

—Eso es lo que yo he preguntado.

—La buscaré.

—Buena idea.

Salí por la puerta, crucé el jardín delantero y me alejé de los coches de policía aparcados. La noticia se había divulgado por el pequeño vecindario y a los primeros curiosos se habían agregado los morbosos, interesados en el doble asesinato.

Se dispararon algunas cámaras y luego se encendieron los focos de los vídeos, que me iluminaban a mí y la fachada de la casa. Las cámaras empezaron a rodar y los periodistas a formularme preguntas. Como en los viejos tiempos. Me cubrí la boca y tosí por si me veía alguien del tribunal médico y, sobre todo, mi exesposa.

Me alcanzó un agente uniformado, subimos a un coche de la policía de Southold y nos pusimos en camino. Me dijo que su nombre era Bob Johnson y me preguntó:

—¿Qué opina usted, detective?

—Han sido asesinados.

—Claro, muy gracioso. —Titubeó antes de preguntar—: ¿Cree usted que está relacionado con Plum Island o no?

—No.

—Permítame que le diga una cosa, he visto robos y esto no lo ha sido. Se supone que debe parecerlo, pero ha sido un registro. Buscaban algo.

—No he mirado en el interior.

—Microbios —exclamó mientras me miraba—. Microbios, microbios de la guerra bacteriológica. Eso es lo que yo pienso.

No respondí.

—Eso es lo que ha pasado con la nevera —prosiguió Johnson—. Le he oído.

De nuevo guardé silencio.

—Había tubos de ensayo o algo parecido en la caja, ¿no es cierto? Maldita sea, podría haber suficiente material para arrasar Long Island…, la ciudad de Nueva York…

Y probablemente el planeta, Bob, según de qué microbio se tratara y cuánto pudiera multiplicarse a partir de las existencias.

Me acerqué al agente Johnson y le agarré el brazo para que me prestara atención.

—No se le ocurra mencionar una puñetera palabra de esto a nadie. ¿Comprendido?

Asintió.

Durante el resto del camino a mi casa guardamos silencio.