Prólogo

La mujer estaba sentada en un reservado del primer piso del bar, y mantenía la vista fija en el piso inferior. A través del humo del cigarrillo podía ver, borrosamente, al camarero de chaqueta blanca que había al lado de la puerta y a otro que agitaba una coctelera tras el mostrador situado debajo de ella. Los demás clientes estaban sentados a la barra o en reservados de la planta baja, casi invisibles por la escasa iluminación habitual en estos sitios. En el mismo piso donde estaba ella había otra barra, tras la cual un camarero mataba el tiempo limpiando vasos. En un extremo, había dos hombres sentados cara a cara, hablando en susurros.

Nadie le prestaba atención. Si alguien lo hubiera hecho, probablemente hubiese pensado que aquella chica que no llevaba maquillaje, ni parecía tener más de veinte años, no tenía aspecto de frecuentar ese tipo de bares.

Cuando entró, unos minutos antes, en su rostro se dibujaba una mirada de preocupación. No había sitio libre en la planta baja, así que subió. A medida que ascendía, los escalones que pisaba parecían subir y bajar como si fueran olas; flotaba en ellos, sintiéndose tan vacía como una barca. Todo el chismorreo y la música, el ruido propio de un bar atestado, parecían retroceder a su paso. Se sentía anormalmente sola en un mundo tan negro como la pez.

Alargó el brazo y cogió el vaso medio vacío, bebiéndose su contenido, del color del té frío, de un solo trago. Era el tercer whisky de la noche, y la tercera vez en su vida que se emborrachaba. El whisky le calentó la garganta y empezó a sentirse ligera. Se levantó y se acercó a la barra, pisando cada escalón con cuidado para no tambalearse o caerse.

El camarero la miró y, al verle el vaso vacío en la mano, sonrió.

—¿Bebiendo para ahogar las penas?

La mujer le devolvió la sonrisa. No le costaba nada ser amable con él; además, no tenía ni idea de adónde iría cuando dejara el bar.

—¿Lista para el cuarto? Ahora se lo llevo.

Simuló apuntar la bebida en la cuenta, pero no escribió nada. Por lo menos, tendría ésta gratis.

La mujer le obsequió con otra sonrisa, se dio la vuelta y volvió a su mesa. De repente se sentía mejor, gracias a ese gesto amable del cual se había dado cuenta. «Debería regalarle un paquete de cigarrillos antes de marcharme», pensó.

El barman se acercó, colocó la bebida y una nueva ración de cacahuetes y se marchó tan silenciosamente como había llegado. Estaba sola una vez más. Cerró los ojos y volvió a ver las ruidosas manchas de rojo y apacible verde; pero, afortunadamente, el agudo sonido metálico que le atravesaba la cabeza había disminuido. Al poco rato empezó a oír música, pero le resultó imposible saber si provenía del exterior o si estaba en su cabeza. No le preocupaba. El sonido se filtraba a través de su ensimismamiento y empezó a llevar el ritmo con la punta del pie. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres… Se dio cuenta de que la música era una alegre polka. Los instrumentos, un violín y una guitarra. «Cómo me gustaba esta canción —pensó—, en los días en que no tenía preocupaciones. Cuando era feliz».

Empezó a llorar en silencio, conmovida por el recuerdo. Mientras lloraba, la canción cambió, se convirtió en un vals y luego en una música de ritmo indeterminado.

Entonces, oyó la voz de bajo que no olvidaría hasta el día de su muerte. Era noble y hermosa como el órgano de una iglesia. Se deslizó hasta ella, le lamió los pies y trepó con seguridad hasta atrapar su corazón. Reconoció la canción: era Zigeuner Leben, de Schumann.

Im schatten des Waldes, im Buchengezweig,

Da regt’s sich und raschelt und jlüstert zugleich.

Es jlackern die Flammen, es gaukelt der Schein

Un bunte Gestalten, um Laub und Gestein.

Al terminar la primera estrofa en alemán, la voz volvió a cantar, esta vez traduciendo la letra.

Bajo las hayas de oscuro verdor,

Festejamos y nos divertimos en el bosque.

Las antorchas arden con luz brillante.

Y esta noche nos sentamos en la hojarasca.

Cantad, cantad, dice el verde bosque, que la tribu de los gitanos se divierte.

La profunda y triste voz rebosaba bondad y simpatía, sobresaliendo por entre los bastos tonos de los borrachos y los desafinados sopranos de las camareras que intentaban acompañarla. ¿Quién podría ser? Abrió los ojos, antes cerrados por el éxtasis, y se asomó a la barandilla que bordeaba la planta donde estaba. Pero sólo alcanzaba a ver a los dos músicos callejeros, uno con guitarra y el otro con violín, que acompañaban a la voz. Tímidamente, empezó a cantar también ella el Zigeuner Leben, que había sido un tema obligatorio cuando estaba en el instituto. Su voz armonizaba a la perfección con la del bajo. Cantaron juntos y callaron juntos en una armonía perfecta que la mantuvo hechizada, hasta que la guitarra y el violín enmudecieron.

¿Quién podía ser aquel cantante, cuya voz conjuntaba tan perfectamente con la suya? Incapaz de contener la curiosidad, se levantó y bajó al piso inferior, atraída por la mágica voz, como si fuera una marioneta atrapada por los hilos. Mientras bajaba a la planta baja, el tumulto llegó a ella. Miró insegura hacia la oscuridad, pero lo único que pudo ver a través de las nubes de humo fueron las oscuras cabezas de los clientes, superponiéndose unas a otras. ¿Qué podía hacer?

Tuvo una inspiración. El violinista ambulante estaba a punto de dejar el bar; aceleró el paso y le bloqueó la salida.

—Perdone, señor, ¿podría tocarla otra vez?

El violinista, calvo hasta la coronilla, la miró a los ojos con curiosidad. La mirada captó también el billete de cien yens que mostraba la mujer. Aceptó el billete y llamó a su compañero. Empezaron a tocar, y de la oscuridad, por encima de la babel de voces, surgió una soberbia voz de bajo. Su dueño era un hombre oculto en las sombras, que se sentaba solo en un reservado, justo detrás de ella. Miró a su alrededor intentando no parecer demasiado curiosa.

—¿Por qué no se sienta conmigo? —dijo la voz profunda, y ella obedeció como si fuera la cosa más natural del mundo. Incluso pareció que se hubieran citado allí de antemano.

—Siga tocando —dijo el hombre, y volvió a cantar con la mujer en total consonancia.

Cuando cantaban, se miraban el uno al otro. Era como si se conocieran desde hacía años.

—¡Venga ya, cambia de tema! —gritó un cliente.

El violinista bajó el instrumento.

—¿Quiere que toque otra cosa? —preguntó.

La mujer miró a su compañero y se dirigió al músico.

—No, ha sido bastante, gracias. Puede irse.

Y, poco después, ella se marchó también, en compañía del extraño, que pagó su cuenta como si fuera la propia. Cuando salieron juntos del bar pudo verlo con claridad a la luz de una farola. Calculó que tendría unos treinta años; tenía un bronceado aceptable y el rostro bien afeitado. Su traje era de buena hechura y mejor gusto. Parecía, en todo, el sueño de una doncella, y lamentó que no formaran una pareja perfecta.

Unas cuantas horas después, se hundieron en el asiento trasero de un taxi. El hombre atenazaba su delgado cuerpo con sus largos brazos y le acariciaba el pelo con la barbilla.

—Llévenos a algún sitio donde podamos pasar la noche —le dijo al conductor. Su voz sonaba exhausta, casi monótona.

—Sí, señor. ¿Estilo occidental o japonés?

El taxista se internó peligrosamente en el tráfico. La mujer quizás oyó la conversación entre su compañero y el conductor, o quizá no. Permaneció inmóvil en sus brazos, con los ojos fuertemente cerrados.

Seis meses después

La mujer pendía del alféizar de la ventana, sujetándose con las manos, pero tenía la mente en otra parte, recordando aquel encuentro en un bar hacía ya seis meses. Una gélida brisa le congelaba los pies desnudos.

«No siento haberme acostado con él», pensó. Su vida habitual le parecía un infierno, y tan sólo aquel breve encuentro se mantenía como algo perfecto.

Abrazaba la áspera pared de cemento. Ésta le presionaba la nariz, las mejillas, los breves pechos y el hinchado vientre. Cada momento que pasaba, el cuerpo parecía tirarle más pesadamente de los delgados brazos. Cuando éstos, doloridos, no pudieran soportar más tiempo su peso, cuando los entumecidos dedos no aguantaran la tensión, se soltaría y caería desde aquella ventana situada en un séptimo piso. Sólo necesitaba un poco más de paciencia, dos minutos, quizá tres…

Se preguntaba por qué el hombre de la voz profunda no la había admitido en su vida tras aquel primer encuentro. Y, pese a ello, seguía sin guardarle rencor; es más, le estaba agradecida por haberle proporcionado la única luz brillante de su breve y gris existencia.

«No tiene la culpa de los calambres en los dedos tras un día de trabajo —pensó—, ni de cómo me duele el cuerpo cuando llega la noche. No es culpa suya. La culpa es de esas clavijas y botones que tengo que pulsar miles de veces cada día. No de ese hombre. A él le debo haber sido capaz de vivir seis meses más. El recuerdo de su voz me daba fuerzas para seguir adelante. He sobrevivido a ese continuo timbrazo en la cabeza, que parece el ruido amplificado de una moto, porque su voz parecía ponerme algodón en los oídos, para bloquear el sonido. Su voz profunda me conmovía en cuerpo y alma, pero ¿por qué plantó su semilla y se fue?».

No tenía respuesta. Sintió que el niño se agitaba en su vientre. ¿Era aquella vida que crecía en su interior lo que la oprimía, se preguntaba, o era la presión de la pared?

Ahora tenía los brazos completamente congelados. Si sólo pudiera recordarle con claridad, oír su voz, quizás entonces podría soportar un poco más la tortura. Pero lo había intentado y no podía, no había podido recordar su imagen. En vez de eso, le volvió a la mente el tormento que significaban los demás sonidos, y su visión se redujo a la de la tosca pared de cemento.

De pronto, por primera vez, sintió terror. Una oleada de miedo provocada por la inminente extinción. Intentó sujetarse frenéticamente, con más fuerza, al alféizar de la ventana, pero no lo consiguió. Sus dedos habían perdido ya toda sensibilidad. También tenía los brazos entumecidos, y los hombros no le respondían. El viento gélido se le filtraba por el vestido, congelándole las piernas hasta dejarlas insensibles. Uno a uno, sus dedos se soltaron del antepecho.

Olvidó el romántico encuentro en el bar con un hombre de voz grave. También olvidó la pujante presencia en su vientre. En esos últimos momentos, flotaba en recuerdos de infancia, cuando ya no estaba en el equipo del gimnasio, intentaba recuperar la forma perdida y le dolía cada músculo del cuerpo. Qué largos parecían entonces los segundos, qué largos parecían ahora… Finalmente, el encallecido dedo que un día hubiera llevado un anillo de boda resbaló y soltó su único asidero. Perdido ya su último contacto con la realidad, se precipitó hacia el suelo.

El destrozado cuerpo de Keiko Obana, de diecinueve años, telefonista de la compañía de seguros K-Life, fue hallado en un lateral del edificio por el guardia de seguridad de la compañía a la una del mediodía del Día del Adulto, el 15 de enero, día festivo.

¿Un suicidio? ¿O quizás asesinato? Se discutió mucho el asunto antes de archivarlo. La autopsia diagnosticó suicidio provocado por neurosis. Encontraron evidencias de un caso medio de tendovaginitis en el dedo corazón de la fallecida, la enfermedad laboral de las operadoras telefónicas.

El guardia de seguridad declaró que, pese a ser día festivo, dejó entrar a Keiko Obana en el edificio porque le dijo que quería fotocopiar unas partituras musicales para su sociedad coral. La versión oficial de la compañía, naturalmente, negaba toda posibilidad de suicidio por no haberse encontrado ninguna nota de despedida.

La habitación había sido fumigada con un fuerte insecticida unas horas antes y, razonaron, Keiko debió de intentar abrir una ventana, cayendo accidentalmente.

La policía tenía dos motivos para calificar el suceso de suicidio. Primero, las marcas del repecho de la ventana que mostraban claramente que se había sujetado a ella antes de caer.

Y, segundo, la evidencia que no se hizo pública: cuando murió, estaba embarazada de seis meses.

Pese a que esto último habría convencido a todo el mundo de que la razón estaba de parte de la policía, no se filtró ningún dato a la prensa. La decisión la tomó el jefe de policía de la comisaría encargada del caso. Lo hizo por delicadeza, y sólo le reveló el embarazo al único familiar vivo de Keiko Obana, su hermana mayor, cuando apareció a reclamar el cadáver.

—¿Estaba prometida o algo semejante? —le preguntó sin darle importancia.

La hermana se sentó ante él, estrujando un pañuelo entre las manos.

—No. No, que yo sepa. Nunca dijo nada de casarse. Ni siquiera que tuviera novio. Podía habérselo callado por deferencia a mi persona, soy soltera, pero… Sabe, era como una niña.

La hermana miró implorante al oficial de policía.

—Usted era como una madre para ella, ¿verdad?

—Sí. Mataron a nuestros padres durante el bombardeo de Hiroshima. Yo le ayudé a salir adelante y la mantenía con mi sueldo de costurera. Sabía lo duro que era para mí y siempre hizo todo lo posible para no causarme preocupaciones. Creo que siempre me lo contaba todo.

La hermana mayor, Tsuneko Obana, tenía aspecto de solterona, vestía de manera sencilla, no llevaba maquillaje y se recogía el pelo en un moño. Sus ojeras tenían una languidez erótica, pero su aspecto era el de una persona tranquila y sencilla. Se sentaba con la cabeza baja, y parecía agobiada por la pena de su repentina pérdida.

«Perder a tu única hermana de esta manera debe ser trágico», pensó el inspector, e intentó suavizar sus preguntas todo lo posible.

—¿No notó nada anormal en su comportamiento?

—¿Qué quiere decir? ¿Hay algo que deba saber? —le miró insegura.

—Bueno… ¿Salía a menudo de noche?

—Oh, no, nunca… pero, sí, sólo una vez. Llegó a casa por la mañana. Dijo que había perdido el último tren y que había pasado la noche en un café de esos que siempre están abiertos, con un amigo.

—¿Como cuánto hace de eso?

—No sé, déjeme recordar… creo que fue hace unos seis meses. Pero ¿tiene alguna importancia?

—Sí, me temo que sí. Siento mucho tener que informarle de que su hermana estaba embarazada.

La sorpresa le desorbitó los ojos.

—No puedo creerlo —fue todo lo que acertó a responder.

—Sí, de hecho estaba embarazada de seis meses. Me temo que fue la preocupación lo que la indujo a suicidarse.

Tsuneko Obana rompió a llorar. El inspector apartó la mirada; había sido duro, pero era su deber decírselo. Se puso a mirar por la ventana. Keiko había sido una chica respetable, sin amigos conocidos, que iba a casa todas las tardes después del trabajo, excepto aquella única noche en que fue a un café y la sedujo un bandido o algo parecido. Conocía demasiados casos como ése. Habitualmente, le conmovían tanto como un accidente de tráfico, pero, esta vez, la chica se había suicidado. ¿Qué podía decir para consolar a su hermana, ahora que la verdad había salido a la luz? Nada.

—Naturalmente, esta información sólo se la he facilitado a usted. Puedo asegurarle que nunca se hará pública.

Después de todo, razonaba, si el suicidio podía atribuirse a una enfermedad laboral, los parientes siempre podrían exigir alguna compensación económica.

Tsuneko Obana se secó la cara con el pañuelo, intentando reprimir las lágrimas. De pronto, levantó la mirada y empezó a hablar atropelladamente, como si una presa se hubiera desbordado en su interior.

—Tuvo un amante… lo leí en su diario… le conoció en un bar… cantaron juntos Zigeuner Leben… ¿Cómo pudo ser tan tonta…? Pobre niñita alocada…

No había nada que el inspector pudiera decirle mientras escuchaba aquellas frases entrecortadas. Esperaba que la entrevista terminara pronto. La pena de los parientes no entra dentro de la jurisdicción de la policía.

—Eso es todo, señorita Obana. No tengo más preguntas que hacerle.

Mientras recogía las pertenencias de su hermana y se preparaba para irse, el inspector se dio cuenta, por primera vez, de que tenía un lunar en la base de la nariz. El pañuelo lo había ocultado todo el tiempo, pero ahora lo veía claramente. La hermana se dio cuenta de su mirada y él la tuvo que apartar, avergonzado por su propia indelicadeza.

—Siento haberle causado molestias.

La hermana se despidió correctamente, y dejó la comisaría con una mirada de pena devastadora.

Mientras la veía alejarse, el inspector palideció de rabia. Sentía cómo se le llenaba el pecho de ira contra aquel desconocido que había dejado embarazada a una chica de diecinueve años. El hecho de que fuera un desconocido era lo que aumentaba su furor. «Si hubiese sido mi hija —pensó—, cazaría a ese hombre y le daría su merecido».

Claro que, en ese caso, sería tan difícil encontrar al hombre como lo es el identificar a un criminal. Esa idea le deprimió. No podía hacer nada. Empezó a lamentar haberle contado a la hermana, tan a la ligera, lo del embarazo.