Del diario de Taneko Honda
Me siento extraña cuando cojo la pluma. Recuerdo a la periodista de una revista femenina que solía venir todos los días desde que arrestaron a mi marido para que le concediera una entrevista o le escribiera un artículo. Mi vieja ama de llaves no le permitió pasar del umbral de la casa, pero siguió insistiendo durante tres meses.
Hasta que un día dejó de venir.
Una mujer tan entusiasta probablemente se casó o algo por el estilo.
Desde que dejó de llamar a nuestra puerta me siento un poco más sola, pero también aliviada. Tenía cosas que terminar en Tokyo y, por fin, podía salir sin que me siguieran.
Cuando me dieron la noticia de que habían arrestado a mi esposo, yo estaba pintando en mi estudio.
El fondo de la pintura era de color rojo.
Me pregunto qué habría dicho al verla mi psicoanalista de Chicago, el doctor John Wells.
Lo habría achacado otra vez a mis reprimidas necesidades sexuales.
Fue el policía de la localidad quien me notificó su arresto. Llevaba una orden del juez para llevarse las pertenencias de mi marido. Pero no le hacía demasiada ilusión.
Quizá fuera el respeto que le inspiraba mi padre. Tal vez fuera que tenían evidencia de sobra para encarcelarlo. De todos modos, no molestó mucho.
Fue el comisario local quien registró mi estudio. Estaba muy turbado y no vio la botella medio vacía de cloroformo que tenía entre los botes de pintura. No me molesté en esconderla. ¿Para qué? Su actitud hacia mi persona era de curiosidad mezclada con compasión.
Estaban seguros de que me había afectado enterarme de que mi marido era un criminal con gustos perversos. Me vino bien. Apenas tuve que fingir… me limité a yacer en mi lecho simulando que me había quedado sin habla por la impresión.
Al fin y al cabo, es así como se comportan los parientes de los criminales. Cuanto peor es el crimen, más intentan esconderse de la sociedad. Sí, me vino muy bien.
Mi mayor miedo era la prensa. ¿Qué pasaría si me hacían una foto? Pero me dejaron en paz, quizá por delicadeza hacia la pobre inocente que era víctima de los crímenes de su marido. La prensa sensacionalista intentó sacarme una foto pero les burlé sin salir de casa. Las únicas fotos que se publicaron fueron las de mi época de actriz, cuando tenía veinte años, y las de la escuela primaria, cuando vestía traje marinero y llevaba coletas. Eso no me preocupaba. No había modo de que me reconocieran.
Mi siguiente preocupación era que me llevaran a declarar. Decidí perder peso para cambiar de aspecto antes de llegar al banquillo de los testigos. Casi me muero de hambre y cuando me miré las piernas, tras varias semanas de ayuno, estuve a punto de desmayarme. ¡Con las piernas tan bonitas que tenía! Morenas y bien torneadas, con músculos firmes como los de un antílope. ¡Qué orgullosa estaba de ellas! Cuando jugaba a tenis, solía ponerme las faldas más cortas que encontraba para poder exhibirlas. Solía dejar que se me alzara mucho la falda para que los hombres vieran lo morenas que las tenía. Las enseñaba hasta las minúsculas bragas que solía utilizar. Y debajo, donde terminaba el resuello… ¡Oh, si hubieran visto qué blancas eran las zonas secretas de mi cuerpo!
Ahora eran como las descoloridas piernas de un esqueleto. Me levanté el camisón y me di cuenta de que las piernas y los lugares secretos eran del mismo color. Mis piernas parecían las de un judío en un campo de concentración.
Me quité del todo el camisón y me contemplé desnuda. Me estaba convirtiendo en un esqueleto con unos rastrojos de pelo en medio.
Todo esto afectaba mi salud. Tomaba purgantes para bajar de peso, y quedé tan débil que apenas podía abrir la boca para darle instrucciones al ama de llaves. Me faltaban fuerzas hasta para sujetar la manta cuando resbalaba de la cama. Fumaba mucho para reprimir el apetito, y mi mano era una garra manchada de nicotina. Al no tener fuerzas, solía dejar caer el cigarrillo en la cama prendiéndole fuego muy a menudo. Mi ama de llaves me regañaba en esas ocasiones, pero ¿qué podía hacer yo?
Si provocaba un fuego, el estudio ardería hasta los cimientos y sería mi ruina… pero tenía que seguir fumando.
Temía que el ama de llaves me quitara los cigarrillos. Necesitaba el humo de aquellos cigarrillos, de aquellas colillas de penetrante olor y humo púrpura.
Los necesitaba para apaciguar la soledad, el terror y la obsesión de mi lecho vacío.
Por una temporada me los limité a un raquítico y miserable cigarrillo, pero necesitaba más sustancia para que me supiera a algo y tuve que completarlos con un poco de pechuga de pollo bien frita y alguna fuente ocasional de pasteles.
Acabé por no poder asir nada, y se me caía todo lo que tocaba: una jarra de agua, un cenicero lleno de colillas y hasta la pluma que me compré en Chicago.
Pero seguía sin poder dejar de fumar.
Siempre tenía un cartón de cigarros «Westminster» en la cama, pero al final lo acabé. El ama de llaves se quejó de la atmósfera cargada y abrió las ventanas. Una fría noche de febrero, no las cerró bien y la brisa me congelaba, así que me levanté de la cama para cerrar las ventanas. No pude hacerlo.
Debió de ser el momento en que estuve más débil.
En esos días, no me molestaba en pensar en la muerte. Era el sexo lo que dominaba mi mente. Su sexo, y el mío.
¿Qué sueños tenían los hombres que habían estado en la guerra? ¿Qué pensaban al acostarse solos cada noche? ¿Pensaban en los que habían luchado con ellos mano a mano? Y esos viejos guerreros, desnudos y envueltos en mantas, soñando con su joven y esbelta desnudez, con los pujantes músculos de su juventud, las luchas… que habían terminado ya… ¿Qué pensaban en la cama?
Pensé en el tacto de su cuerpo desnudo, rezumante del sudor de las mujeres que había montado…
Pensé en mí misma, desnuda ofreciéndome a los hombres para conseguir las pruebas que necesitaba. Mis manos parecían aún el tacto de esos hombres a los que me había sometido…
Bueno, al final no tuve que comparecer en el juicio. Un empleado del tribunal vino a verme con una grabadora para interrogarme sobre mi vida matrimonial. Preguntó principalmente sobre nuestras relaciones sexuales, o la ausencia de ellas, ya que mi marido es impotente conmigo. Daba la impresión de que ya habían interrogado al médico de la familia y las preguntas resultaron ser muy delicadas. Había un par de términos médicos que no conocía, pero me limité a asentir.
Cuando llegó a la palabra «espasmo», utilizó la expresión alemana de «kampf», enrojeciendo al pronunciarla.
Quizá tenía una imaginación bastante lasciva, quizá me imaginaba desnuda, yaciendo bajo él.
No puedo culpar a nuestro médico. ¿Cómo puede conocer la auténtica razón de mi miedo al embarazo?
Nadie lo sabe… Nadie excepto nosotros y el médico alcoholizado que nos sacó dos mil dólares en México… sólo nosotros tres sabemos lo del niño que nació sin huesos, lo del niño del que nos deshicimos.
Una locura, eso fue ir a México en mi noveno mes de embarazo. ¿Por qué no volveríamos a Japón? Nunca habríamos caído en las garras de aquel doctor… no habría tenido que mancharme las manos con la sangre de mi propio hijo.
Dos semanas después de dar a luz, me había repuesto lo suficiente como para hacer el amor. Yacía bajo mi marido, en sus brazos, en un hotel construido como albergue de montaña a orillas de un lago.
Estábamos a punto de alcanzar el clímax… y sufrí un espasmo. Mi cuerpo atenazó al suyo como una trampa… lanzó un grito de dolor… yo también sufría. De alguna manera, conseguí coger el teléfono, pese a estar unidos tal y como estábamos…
La cabeza rústica de aquel médico miró a la pareja desnuda de piel amarilla crispada en la primera postura que muestran los libros matrimoniales… como si fuéramos un par de monos, o de perros, copulando. No sentimos vergüenza alguna debido al dolor. Nos inyectó un relajante y conseguimos separarnos.
Al volver a Chicago, el doctor John Wells diagnosticó la causa de mi espasmo. Era un miedo psicológico al embarazo. Dijo que volvería a ocurrirme cada vez que intentara hacer el amor con mi marido, y que sucedería cuando estuviera a punto de eyacular. «Es como tener un dolor psicosomático en un músculo. Pasará aunque uses contraceptivos. Posiblemente, también con otros hombres». A no ser que supere mi miedo al embarazo. Resultaba menos vergonzante al hablarlo en inglés.
Así empezó la agonía del centauro. ¿No desea la parte superior amar una mujer, mientras la parte inferior sólo puede cubrir a una yegua?
Éramos como el símbolo del hambre en la mitología griega, enterrados hasta el cuello, con montones de alimentos deliciosos expuestos ante nosotros.
Al principio nos buscábamos… nos acariciábamos… para rendirnos finalmente a la desesperación. Siempre tan infructuosamente agotados… siempre existiría la marca de sudor en las sábanas, repletas del triste olor que simbolizaba nuestro amor estéril.
El doctor pensaba que la culpa de mi miedo a dar a luz la tenía mi primer y fracasado embarazo —habíamos dicho que aborté en México—, y nos sugirió que cambiáramos de entorno. Pero mi marido y yo conocíamos la auténtica razón, y supimos que tampoco resultaría. Nuestro futuro como hombre y mujer había terminado ante un muro.
Mi marido encontró trabajo en Tokyo, y volvimos a Japón. Vivíamos separados, a excepción de la noche de los sábados.
Y, una vez por semana, nos buscábamos en la oscuridad, soñando que sucediera un milagro. Acabamos rindiéndonos. Mi marido me dijo que, cuando yacía conmigo, ya no podía ser un hombre completo.
Con una débil sonrisa de viejo, se golpeó el vello del pecho y dijo: «Soy impotente. He perdido interés en las mujeres. A veces voy a ver un strip tease, o me limito a mirar los desnudos de las revistas. Me temo que no puedo hacer más».
Y como una tonta, le compadecí, porque aún era joven y guapo, y se había vuelto impotente.
Cuando le conocí era un hombre melancólico, pese a ser de ingenio rápido y encantador. Qué bien le recuerdo, parado ante la pared de rojo ladrillo del edificio de la Universidad de Chicago, vestido con un ancho jersey rojo. Tenía una pose tan adecuada al entorno, con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, que me enamoré inmediatamente de él. Siempre le he querido. Fue el primer hombre que conocí.
Y un día, cuando nuestra separación databa de seis meses (había sido idea mía, pensé que si nos veíamos todas las noches, la tortura podría ser excesiva), deseé enormemente verle, me metí en mi Mercedes, y me dirigí a Tokyo sin previo aviso. Los seiscientos kilómetros que nos separaban pasaron como un sueño.
Era casi el amanecer cuando llegué al hotel Toyo, donde se hospedaba. Aún era invierno y afuera estaba oscuro y hacía frío. Aparqué frente al hotel y apagué los faros. Terminé el cigarrillo mirando al hotel. Iría luego, cuando no fuera demasiado de madrugada. Y, entonces, vi una figura familiar que salía de un coche. No sería… sí, era mi marido.
Pagó la cuenta. Su rostro era inexpresivo a la luz de los faros. Y, de alguna manera, al verle allí, noté un comportamiento extraño, algo que sugería el cansancio típico de después de hacer el amor. ¿Por qué no le seguí y le acosé a preguntas? Sigo sin saberlo.
¡Si hubiera aparecido diez minutos antes! ¡O más tarde!, cuando yo hubiera estado repuesta del viaje. Me hubiese acercado a él. Hubiéramos mantenido nuestra habitual cháchara sin sentido, tomando una taza de té juntos, y nos hubiéramos dicho adiós.
No se puede luchar con el destino, lo sé. Y era el destino lo que me había llevado allí en aquel preciso momento, me había hecho apagar las luces y me había situado en el lugar adecuado para sorprenderle volviendo al hotel.
Me quedé en el coche, con el cuello de la chaqueta alzado, frotándome los pies para mantenerlos cálidos. A esas horas te quedas como en trance si tienes algo en lo que pensar.
Salió el sol, y el primer coche del parking encendió los motores lanzando nubes de humo blanco en el frío aire. Por fin, conseguí moverme y volví a Osaka sin pararme a dormir por el camino.
Aquel fin de semana, mi marido volvió como de costumbre. Le saludé como si no hubiera pasado nada, y pasamos juntos nuestro acostumbrado fin de semana. No intenté sonsacarle.
Aparté de mi mente el asunto durante dos semanas, y me concentré en la pintura. Si mi marido tenía una amante, debía ser comprensiva y perdonarle. No pude resistir la tentación, y dos semanas después volví a acercarme a Tokyo.
Esta vez, llegué a Yokohama al mediodía, y aparqué el coche en un hotel casi frente al mar, uno que solía tener muchos clientes extranjeros. Alquilé un coche poco sospechoso, porque había decidido, contra todo razonamiento lógico, espiar a mi marido.
Las palabras no bastan para describir la profunda humillación y desesperación que pugnaba por aflorar en mí cuando descubrí el «Diario del cazador» en la guarida de mi marido.
Desearía no haber encontrado la llave en su chaqueta, ni haber hecho una copia, ni haberle seguido allí…
Hubiera sido mucho mejor para mí no saber nada.
No eran las conquistas de mi marido lo que me impedía perdonarle. No me preocupan todas esas víctimas. Pero no podré perdonarle nunca que me apuntara como primera víctima… Y tampoco podré perdonarle el que no tema embarazar a esas otras mujeres.
Así es cómo describía lo que para mí fue una noche maravillosa, la primera vez que hicimos el amor, en las vacaciones de verano.
El coche estaba cargado, pero me gustaba la postura forzada y antinatural que nos obligaba a adquirir para poder hacer el amor. Se había quitado los pantalones y el jersey, una pierna la apoyaba en el respaldo del asiento delantero. Hacía más difícil la penetración, lo cual me proporcionaba mayor placer.
Buenos pechos. Se quitó el jersey y no tuve que preocuparme de quitarle el sujetador. Me bastó con bajarlo (ella misma se lo quitó más tarde), y pude verla perfectamente a la luz de la luna, mientras me la trabajaba. Luego me pidió que la entrara por detrás, cosa que hice. También utilizó la boca.
Había invertido todas las ganancias de mi trabajo temporal en comprar ese viejo Chevrolet, y la experiencia justificaba la inversión.
Era experta en el juego y, definitivamente, no era virgen.
¿Así es cómo vio él nuestro tierno y romántico encuentro? ¿Y qué quería decir con lo de «definitivamente, no era virgen»? Jamás había conocido a otro hombre.
Unas semanas después, me enteré por los periódicos de la muerte de la telefonista, una de las víctimas citadas en el diario.
Fui a ver a su hermana. Tsuneko Obana, en su apartamento de Omori. Quería confirmar mis sospechas sobre la causa real del suicidio.
Creo que fue al ver el lunar que tenía en la nariz cuando me decidí a tramar algo contra mi marido. Ese tipo de defectos suele atraer la atención por mucho que uno lo sienta por quien lo tiene. Se hacía evidente el odio que sentía cada vez que hablaba. Sus grandes ojos me miraban a través de sus párpados hinchados.
—Mi hermana era una chica muy estúpida. Pero el hombre que le hizo eso… él sí que no era estúpido, y no podré perdonarle nunca, nunca, nunca.
Cómo la envidié entonces. Tenía un motivo tan claro para vengarse de mi marido. Deseé estar en su lugar para poder saborear la dulzura de la venganza.
Tenía tarjetas de visita que me permitieron pasar por reportera de una revista feminista. Era una mujer sencilla y vulgar, y me resultó muy fácil engañarla. Le ofrecí dinero para que escribiera un artículo sobre la muerte de su hermana, y le sugerí que las dos juntas podríamos localizar al hombre responsable de su muerte.
—¿De verdad cree que podremos? —me dijo, ansiosa, pues no cabía la menor duda sobre el odio que profesaba a mi marido.
Acabó aceptando mi oferta. Por supuesto, le advertí que no se lo dijera a nadie porque podría causarme problemas en la revista, sobre todo si la competencia descubría lo que maquinábamos y nos robaba el artículo.
Usando el diario de su hermana como guía, le sugerí que se dejara caer por el Bar Boi para localizar al hombre que se había ido con ella. Todo fue como la seda. Casi resultaba demasiado fácil. Confiaba ciegamente en mí, y hacía todo lo que yo le decía. Todo lo que descubría, lo anotaba y me lo mostraba.
Pero yo seguía insatisfecha. De hecho, cuanto más prosperaba nuestro plan, más irritable me volvía. Estaba celosa de aquella mujer. De alguna manera, sus actividades parecían relacionarla con mi marido. Naturalmente, a esas alturas, yo empezaba a no coordinar muy bien. Los celos son algo muy poderoso. Y mi necesidad de sexo es tan fuerte…
De manera que, poco a poco, en mi interior, empecé a desear convertirme en Tsuneko Obana, y compartir así sus ansias de venganza contra mi marido.
Y el semen. Creo que eso fue una buena idea. Podrían objetar que es una evidencia circunstancial, pero mi razonamiento era el siguiente: si, por casualidad, mi marido era capaz de liberarse de la trampa pese a mis esfuerzos, la policía no desviaría su atención hacia mí, ni hacia Tsuneko Obana, porque ¿desde cuándo producen semen las mujeres?
Cuando empecé a recolectar semen de esos hombres, se convirtió en el propósito central de mi vida.
Las mujeres, después de todo, son criaturas que extraen semen de los hombres… y mi marido no me daría ninguno. Así castigaba a mi marido, una especie de justicia poética… Le castigaba por no darme el semen que pertenece a la mujer por derecho.
Pero ¿castigaba así a mi marido? ¿Lo hacía por eso? Quizá no era más que una excusa para poder recolectar el semen.
Y la sangre. Dejar sangre del grupo sanguíneo de mi marido bajo las uñas de las víctimas. Eso sí que fue ingenioso, ¿verdad?
Bueno, mis necesidades se volvieron cada vez más urgentes, e igualmente aumentaron mis celos de Tsuneko Obana. La había utilizado, era mi marioneta, hacía todo lo que yo quería, pero aun así siguió sin darme placer. La envié al A.M.U. para que descubriera lo del tipo de sangre. La hice llamar al hotel Toyo camuflando la voz. Pobre títere, creía que estaba descubriendo cosas que en realidad yo ya conocía de antemano. Y, si alguna vez alguien quería comprobar algo, buscarían a la mujer del lunar en la nariz.
Pero su utilidad se agotó. Ahora me tocaba tomarme la ley con mis propias manos, y ella era un obstáculo para eso. Sabía demasiado, así que sugerí que se cambiara de apartamento y tomara otro con el nombre de su hermana. Tenía que desaparecer limpiamente, si yo iba a convertirme en Tsuneko Obana. Entonces tendría todos los motivos del mundo para vengarme.
El doctor John Wells habría atribuido mi deseo de venganza contra mi marido a un reprimido deseo sexual, supongo. Esos psiquiatras son de ideas fijas.
Preparé la trampa con el semen que les había robado a aquellos hombres y con la sangre AB Rhesus negativo que le había extraído al vendedor en el hotel, tras dormirle con el cloroformo. También usé cloroformo con mis víctimas para que no me ofrecieran resistencia al estrangularlas.
La mujer de Kinshi-Cho no fue más que el entremés para empezar el proceso de terror que iba a desencadenar sobre mi marido. No hubo necesidad de dejar sangre bajo las uñas.
Para Fusako Aikawa, dormí a mi marido y le saqué la sangre mientras dormía. Me preocupaba aquella sangre porque se coaguló camino de Tokyo, pese a haber metido el tubo de ensayo en hielo. ¿Les engañaría? Tenía que intentarlo.
Cuando me encargué de Fusako Aikawa, apareció mi marido antes de que pudiera escaparme, y me escondí en el armario hasta que se marchó. Estaba aterrorizada. Pero todo salió bien y pude huir rápidamente por si a mi marido se le ocurría llamar a la policía.
En cuanto a Mitsuko Kosigi, la tenía contratada. No le preocupó besar a mi marido en la torre de Tokyo, porque la prudente chica sabía que yo les vigilaba. Tenía que acechar a mi marido, sin dejar que él me viera, para aterrorizarle cada vez más. Me gustaría saber si funcionó. No creo que la chica se acostara con él. No era de ésas. Tenía que morir de todos modos, pobrecilla.
El truco del cuchillo en el guardarropa también fue bueno. Le hizo sangrar, como se pretendía, pese a que había una probabilidad de diez a uno en contra. La verdad es que, cuando vi lo bien que había funcionado, me asusté un poco. ¿No habría otra mano moviendo la mía en mi búsqueda de venganza?
Todo lo hice como si formara parte de una ceremonia que tenía que realizar sin importarme si funcionaba o no. Matar tres o cuatro personas no significaba nada para mí. Mi psicología no conocía límites.
Demasiado para el doctor John Wells y sus cómodas teorías. Podía ir olvidando ya sus estadísticas y sus deseos sexuales reprimidos. ¿Qué sabe la gente como él?
5 de noviembre
Esperé dos horas en el coche frente a los apartamentos Minami de Kunshu-Cho.
Estaba lista a las 3 de la madrugada. Me puse una máscara como las que se llevan cuando se está resfriado, y salí del coche.
Se despertó cuando entré, pero seguía medio dormida. Tenía los ojos hinchados y saliva en la boca.
—Quiero hablar de Sobra —dije y ella giró sobre sí misma, dándome la espada.
Le coloqué el pañuelo empapado de cloroformo en la nariz y apreté fuerte mientras el líquido me resbalaba por las muñecas. Un poco de lucha, y cayó a mis pies.
La desnudé y saqué una jeringa sin aguja. La deslicé entre sus piernas y empecé a inyectar el esperma. Tuve un espasmo.
Un frío de muerte se apoderó de la habitación. Enterré mis uñas en su cuerpo. La habitación olía a flores de almendro.
Le até el cinturón del camisón alrededor del cuello. En algún lugar, mi marido también se inclinaba sobre una víctima.
Al apretar el cinturón tuve otra convulsión. El poder de mis manos… apreté con todas mis fuerzas. Su cara adquirió un color púrpura. Misión cumplida. Perdí la consciencia un momento.
Un día descubrí que mi marido sólo iba de caza los martes y los miércoles.
Después de la primera vez, fue más fácil. Yo, una mujer pasiva que se asustaba con lo más nimio, empecé a acercarme más y más a mis víctimas.
¿Por qué escribo esto? Empecé a hacerlo cuando me enteré de la sentencia de muerte de mi marido.
La estudiante que contraté hizo un buen trabajo. Colocó su lienzo en el museo tal y como le había indicado para atraerle, y funcionó. En la torre de Tokyo fue mi señuelo. Sabía que yo andaba cerca, y no temió besarle. Le invitó a su piso esa noche porque yo dije que no estaría lejos.
Tuvo que morir, la pobre inocente. Por lo menos, mi marido merecía morir por el asesinato de esta mujer inocente, ¿verdad? Así que no importa nada en absoluto si mi otra mitad acaba en el patíbulo en mi lugar.
Hoy ha llamado mi padre para decirme que tienen lista la cama del hospital. Mañana estaré allí. Mañana y mañana y mañana… todas esas mañanas me despertaré en la cama de un hospital. Es mi destino.
Y, quizás, algún día, cuando me haya marchado, derribarán este estudio. Destriparán sus cimientos y ¿qué encontrarán? Huesos humanos. Nada más, creo. Y desde luego, el lunar habrá desaparecido con la descomposición. No quedará nada que identifique a Tsuneko Obana. A no ser que la ciencia haya progresado y puedan detectar un indicio del lunar. Tsuneko Obana. Tuve que hacerlo. Tenía que convertirme en ella.
Pero todo esto pasará en el futuro.
Hoy sé que me alejo cada vez más y más de mí misma, arrastrada por esos poderes invisibles que parecen controlarme cada vez más. Esos ruidos de mi cabeza… ¡Cómo me gustaría que desaparecieran! Quizá puedan hacer algo en el hospital. Si viene a interrogarme algún policía, sé lo que no debo contestar.
Hablando del futuro, ¿qué será lo que me depara? Hoy soy toda piel y huesos, pero dentro de diez o veinte años, las cosas serán distintas. Seré una gorda ninfómana tumbada en la cama de un hospital, comiendo chocolates o mis propios excrementos. ¿Qué más da? En el patio de recreo del pabellón psiquiátrico me conocerán como la que anuda sus camisones a la cabecera de la cama y tira con fuerza.
Ya son las 4 de la madrugada. Es hora de convertirme en Tsuneko Obana, otra vez.
Cojo el pequeño estuche de maquillaje y empiezo a arreglarme los ojos. Con qué pericia lo hago. ¡Nadie podría reconocerme ahora! Con cuidado, pinto la base de la nariz de negro.
Dentro de mi cabeza, tan persistente como un Sutra, oigo el monólogo de Tsuneko Obana:
«Tonta, tonta niñita. No digas que lloraste en sus brazos, no me digas que su cuerpo te aplastaba…».
Shinji cerró el diario y miró al viejo que fumaba impasible un cigarro.
—Llevará tiempo, claro —dijo Hatanaka—, pero creo que bastará.
—¿Va a usarlo? ¿Y su promesa?
—Me considero libre de ella. El ama de llaves se ahorcó después de que nos marcháramos. No me extrañó que lo hiciera. ¿Recuerda cuando dijo «Mi deber está cumplido?». Bueno, con ese aspecto feudal que tenía, sólo podía referirse a una cosa. Una pena que no queden hoy en día más japoneses así.
—¿Y no intentó detenerla?
—Es usted muy joven. Son ustedes modernos. Me pregunto si volverá a haber japoneses de verdad. No. Frustrar la lealtad de un sirviente es un pecado por el que se debería arder en el infierno. De todos modos, me dejó una nota: «Todo está ahora en sus manos». Así que creo que soy libre para hacer lo que quiera.
»La mujer sigue en una clínica mental. Non compos mentis. Y este diario lo prueba. Jamás conseguirán que vaya a declarar. Y, si lo intentan, me encantará poder defenderla. No parecen muy seguros de que recobre alguna vez una buena condición física.
El viejo expulsó un anillo de humo y Shinji se sintió repentinamente reconciliado con las frustrantes rutinas de la ley. Trabajar para esté hombre, y algún día, quizá, llegar a ser como él…
A finales de octubre liberaron a Ichiro Honda. Miró con aprecio los colores del otoño y respiró profundamente el frío aire que chocaba con las grises piedras del edificio del juzgado que dejaba atrás.