El lunar negro (2)

4

Transcurrió una semana desde que apareció el primer anuncio en la prensa. Llegaron muchas informaciones sobre Tsuneko Obana, pero todas resultaron ser falsas. Entonces llegó la primera pista auténtica. La proporcionó el encargado del Midori-So, el edificio donde asesinaron a Mitsuko Kosigi. Les dijo que una mujer con un lunar en la nariz había estado hospedada allí, bajo el nombre de Keiko Obana, desde el anterior mes de septiembre.

La mujer tenía poco más de treinta años y trabajaba como modelo de una compañía de cosméticos. El trabajo le alejaba del piso muy a menudo, y solía ocuparlo dos veces por semana. No se había presentado en los últimos dos meses.

—Me pagó seis meses por adelantado, así que no me sorprendió al principio. Últimamente estaba preocupado, e iba a acudir a la policía cuando vi su anuncio.

El encargado parecía un veterano de guerra, y hablaba en un tono que denotaba honestidad. Su traje, brillante por el uso, estaba bien planchado y olía a naftalina; debía de vestirlo sólo en las ocasiones especiales, como esa visita a la oficina legalista Hatanaka. El lunar, la edad, su reciente desaparición… todo parecía apuntar a la escurridiza Tsuneko Obana.

—¡Lo teníamos ante nuestras narices y no lo veíamos! —exclamó Shinji.

El viejo no dijo nada y Shinji pensó que quizá se había precipitado. ¿Para qué iba a usar el nombre de Keiko Obana? ¿No era una forma de delatarse?

El viejo parecía pensar de la misma manera. Masticó su cigarro con gesto perplejo.

—Supongamos que la mujer es realmente Tsuneko Obana, estaría usando el nombre de su hermana muerta como autoexpresión de sus deseos de venganza; y, de ser así, podemos presumir que ha vuelto a huir. Y esta vez para siempre.

Pese a todo, decidieron ir inmediatamente al apartamento. El viejo mandó llamar a su secretaria y le indicó que le diera una recompensa al viejo encargado. Se la entregaron en un sobre marrón y el encargado protestó con educación. Llamaron un coche de alquiler y en seguida llegaron al Midori-So de Asagaya. Mientras viajaban, el viejo no dijo palabra, limitándose a reflexionar y masticar el puro.

Lo primero que hicieron fue mirar en el piso de Mitsuko Kosigi. Pese a la escasez de vivienda, aún no lo había alquilado nadie, posiblemente debido al hecho de que allí se había cometido un crimen. Las puertas y la ventana estaban abiertas, como para limpiar el ambiente de cámara mortuoria, que aún podía olerse. No había nada de interés, así que subieron a la habitación de Obana.

Estaba muy limpia y ordenada. El encargado abrió temeroso la puerta del armario, pero no contenía más que ropa de cama. Todo parecía en orden, pero Shinji se sentía incómodo. ¿Por qué había alquilado un apartamento utilizando el nombre de su hermana muerta? ¿Por qué lo había abandonado? Pensó en cómo cambiaban de concha los cangrejos ermitaños. ¿Había vuelto a escapar? ¿Volvería? ¿Dónde estaba ahora?

Una sensación de fracaso le recorrió el cuerpo y la mente. Se acercó a la ventana y miró a las calles de abajo, a los travesaños de la entrada que emergían del lodo. Todo tenía un aspecto vulgar y corriente a la luz del día. Pero, por la noche, ¿no se había convertido, acaso, en escenario para una obra de terror en la que Ichiro Honda había sido el actor principal?

El viejo le llamó y se apresuró a situarse a su lado, frente a la baja mesa escritorio ante la que estaba Hatanaka. La carpeta estaba abierta y el viejo señalaba un libro de notas de gran tamaño escondido en su interior. Shinji se tensó al sentir algo semejante al vértigo.

—¡El «Diario del Cazador»!

—Sí —dijo el viejo, pasando las páginas con rapidez, mirando a través de sus gruesos lentes—. Pero falta el pasaje de Keiko Obana.

Le mostró dónde habían arrancado las páginas.

—¿Han encontrado algo que les sirve de utilidad? —preguntó el encargado.

—Esto —dijo el abogado, metiéndoselo en un bolsillo—. Y voy a llevármelo como prueba.

En esos momentos, a Hatanaka le gustaba ceñirse a procedimientos que estaban a medio camino entre los requerimientos de la ley y la realidad.

Le dijo al encargado que les avisara si aparecía la señorita Obana, y abandonaron el Midori-So. En el coche, Shinji rompió su silencio.

—¿Volverá?

—No creo. El pájaro ha dejado el nido. Dejó atrás el «Diario del Cazador» deliberadamente, para que lo encontrara alguien como nosotros.

Se enfrascó en su lectura con Shinji intentando atisbar por encima del hombro.

Vio el pasaje referente a Michiko Ono, la bibliotecaria, y apartó la mirada al sentir un dolor punzante en el corazón.

La ciudad yacía en el polvo de una tarde de verano. El aire acondicionado del coche le dirigía una corriente a la nuca, se moviera como se moviera. Pasaron por la estación de Shinjuku, había una obra aplazada y una tarima de madera abandonada por la que pasaba la gente, moviéndose lentamente bajo el sol de verano. Los camiones con cascotes iban y venían, amontonando tierra al lado del camino.

¿De qué le había servido visitar a las personas con Rhesus negativo y seguir el rastro de la mujer del lunar? ¿No seguía siendo, pese a todo, poco más que un simple testigo? Los auténticos protagonistas, Ichiro Honda, Michiko Ono, la mujer del lunar, y hasta las asesinadas, habían llegado a un extremo de sus vidas, se habían asomado al abismo y, en algunos casos, habían vuelto.

Él no había ido a ninguna parte. Había estado mirando desde fuera.

El viejo seguía inmerso en el diario.

—¡Tiene muy buena memoria! —exclamó—. Su reconstrucción era casi perfecta. ¡Incluso en el orden! —Siguió pasando páginas y se puso rígido—. Falta una página del principio. Mire, ¿ve dónde la han arrancado?

Era cierto.

—¿Quién me dijo que fue su primera víctima…? No fue… Sí, es la mujer que tiene el número dos del diario. Pero, está claro que debía de haber alguien antes. ¿Quién puede haber sido? ¿Y por qué falta la página?

El viejo cerró los ojos para poder reflexionar. Al cabo de un rato, los abrió murmurando medio para si mismo.

—Si no tenemos mucho cuidado, corremos peligro de cometer un gran error.

Habló con tono dolorido. ¿Habría descubierto algún error en sus teorías? Shinji intentó entablar conversación a medida que el coche atravesaba la ciudad, pero no consiguió nada. Cuando el coche se paró ante un semáforo en Hibiya, el viejo rompió su silencio, y señalando hacia adelante, pidió que les llevaran a la prisión de Sugamo.

Camino de la cárcel, la cabeza de Shinji estaba hecha un lío. Quería leer el «Diario del Cazador» que reposaba en las rodillas del viejo, y temía hacerlo. ¿Qué habría escrito Honda sobre su asunto con Michiko Ono? ¿Describiría cómo habían hecho el amor? ¿Cómo se había dirigido Michiko a él? ¿Cómo le habría hablado? Se dio cuenta de que estaba celoso.

Le importaba tanto lo relativo a su antigua amante como al viejo la página arrancada.

5

La sala de espera del hospital era sofocante y estaba mal ventilada. El rostro de Shinji estaba empapado de sudor. El viejo permaneció sentado, tieso como una roca, con el diario metido en un portafolios apoyado en su regazo. Por fin les llegó el turno, y pasaron a la sala de entrevistas.

El condenado no llevaba corbata, lo cual, añadido a su aspecto abandonado, no le beneficiaba mucho. Como había dicho el viejo, tenía el rostro de alguien que se ha rendido. Necesitaba un afeitado y llevaba el pelo mojado y revuelto. Y, sobre todo, la luz había desaparecido de sus ojos.

¿Era éste el hombre que había puesto sus labios en el pecho de Michiko Ono? Shinji se dio cuenta de que estaba mirando a Honda, y cambió su mirada por otra de total desapego, desapego hacia Honda, hacia las paredes de piedra y el enladrillado suelo…

—Hemos encontrado su diario —dijo el viejo.

Tras las rejas, Ichiro Honda se quedó sin habla.

—¿Dónde? —preguntó por fin, con labios temblorosos. Su profunda voz sonaba sombría.

—En el Midori-So, donde asesinaron a Mitsuko Kosigi. La hermana de Obana tenía un apartamento en el segundo piso del mismo edificio. Pusimos un anuncio y vino a vernos el encargado. Se mudó allí en septiembre, pero no ha aparecido desde hace dos meses.

—Claro —dijo Honda, bajando la cabeza. Las manos se unieron bajo las rodillas—. Ya lo entiendo. Recuerdo que, cuando fui allí, leí ese nombre en el cajetín de los zapatos, y no me di cuenta de que era el mismo nombre de la telefonista.

—Si la persona que le incriminó tenía un apartamento en ese sitio, toda su historia adquiere sentido. No me extraña que desaparecieran sus zapatos. Ni que se cerrara la puerta. Quizás estaba escondida en el armario de las escobas.

—Pero, entonces, ¿por qué apareció la llave en mi bolsillo?

—La última vez declaró que podía haberse metido la llave en el bolsillo sin darse cuenta. No creo que pasara eso. Creo que la criminal la metió en la chaqueta cuando la tenía colgada de su percha en Yotsuya. La mujer del lunar tuvo acceso a este sitio. Lo sabemos porque robó el diario. Leyéndolo, pudo anticipar todos sus movimientos y obrar en consecuencia.

—¿Y cómo es que la sangre era de mi tipo?

—La mujer consiguió una lista de donantes de sangre que tienen ese tipo. Debió de obtenerla de alguno de ellos. De momento, sabemos que contactó con cinco. Shinji, aquí presente, habló con todos.

Honda le miró, pero volvió a fijar la vista en el viejo.

—Todavía hay algo que no entiendo bien. ¿Cómo es que no había señales de lucha en ningún lugar del crimen?

—Debió de utilizar algún anestésico. Cloroformo, o algo semejante. Eso explicaría el olor que notó en los apartamentos de Fusako Aikawa y Mitsuko Kosigi.

—Sí, eso encaja. El cloroformo.

—Y el semen. También lo sacaba de los donantes de sangre.

—¡Es una locura! —gritó Honda, tirándose nerviosamente del pelo—. ¿Por qué yo? —Viéndolo ahí, totalmente rendido, Shinji se dio cuenta de que no había sido más que otro comparsa del drama.

El viejo sacó el diario.

—Tiene buena memoria. El criminal arrancó las páginas referentes a Keiko Obana, lo que me parece lógico. Lo que no puedo entender, es por qué arrancó esta otra. La primera. ¿Quién era la mujer que se describía aquí?

El viejo enseñó el libro a Honda, y éste se puso progresivamente blanco. Fue como si el hombre hubiera desaparecido de repente, dejando tras de sí un pelele vacío. Mirando la escena, Shinji se sintió más que nunca ajeno a ella. Ichiro Honda sabía cuál era el nombre que faltaba… y también lo sabía el viejo.

La habitación le resultaba repentinamente pequeña.

Honda abrió la boca para hablar, y boqueó como un pez fuera del agua.

—No puedo recordar quién era —consiguió decir—. Por favor, deme tiempo para intentar recordarlo.

Por la manera en que Honda desviaba la mirada, Shinji se convenció de que Honda sabía quién era la mujer, pero que no lo diría. El viejo permanecía silencioso. Sin decir una palabra, se levantó, miró al prisionero con compasión y salió de la sala.

Camino de la oficina, Shinji se preguntó qué iba a hacer el viejo con el diario. ¿En qué pensaba Hatanaka, con la barbilla apoyada contra el pecho y el cigarro colgando de los labios?

Shinji, por su parte, sentía la lenta ponzoña de los celos abrirse camino hacia su corazón. Lo único que le interesaba de ese diario era el capítulo dedicado a Michiko Ono.

6

Transcurrió una semana, y algo sucedió inesperadamente. Honda solicitó entrevistarse con el alcaide de la prisión y se declaró culpable, pidiendo que anularan la apelación.

—Lo que me temía —dijo el viejo misteriosamente—. Nos vamos de viaje. Prepara tu viaje.

—¿A dónde vamos?

—A Osaka. Tengo que hablar con el suegro de nuestro cliente.

Dejaron Tokyo aquella misma tarde y, al día siguiente, Shinji esperaba en el vestíbulo del hotel a que el viejo volviera de su entrevista con el suegro.

Antes de salir de viaje, Hatanaka había vuelto a visitar a Honda, pero éste seguía negándose a hablar de la página que faltaba y seguía declarándose culpable. Hasta Shinji se daba cuenta de que su nueva postura se debía al nombre de mujer que faltaba en el diario.

El viejo había estado ya en Osaka por su cuenta. Estuvo cinco días, y dejó Tokyo al día siguiente de la entrevista con Honda. No hablaba mucho de este primer viaje, y daba la impresión de que no se le podía preguntar nada al respecto. Shinji se lamentaba de esa reserva con la secretaria, justo ahora que el caso iba poniéndose interesante. Pero pudo intuir que no sólo había visitado al suegro, sino también a la esposa. Tenía que admirar la vitalidad del viejo, con casi setenta años, y su decisión al hacer el viaje.

Ahora, Shinji esperaba en el hotel de Osaka. Pasó una hora antes de que el viejo regresara. ¿Dónde había estado? Shinji no preguntó, pero le acompañó a casa de la esposa de Honda.

Les recibió la vieja ama de llaves. Dio a entender muy claramente que les esperaba, y les condujo al estudio construido en el jardín. El interior estaba oscuro, pese a la brillante luz del día. El único sonido que se oía en el cavernoso silencio era el zumbido del aire acondicionado. La vieja cogió una pértiga y deslizó la cobertura del techo, dejando que la luz entrara en la habitación.

En un rincón había una cama muy vieja en la que yacía una mujer. El ama de llaves cogió dos bancos de madera que parecían hechos para niños, los puso al lado de la cama y les invitó a sentarse en ellos.

Shinji miró a Taneko, la esposa de Ichiro Honda, por primera vez. Le habían dicho que tenía menos de treinta años, pero esta mujer parecía una enferma de casi cincuenta. ¿Era su imaginación, o la habitación estaba invadida por el olor de la muerte, como si fuera un pabellón de cancerosos?

—Su marido ha retirado la apelación —dijo el viejo, con tono comedido.

La mujer no parecía darse cuenta de su presencia. El ama de llaves se acercó a la cama y le susurró algo al oído. No respondió; en lugar de eso, se irguió y sacudió la cabeza ante los dos hombres.

Los tres miraron a la enferma. Una pared invisible parecía separar su mundo del suyo. Yacía sin mostrar signo alguno de vitalidad, mirando vacíamente al techo con la boca tapada por las sábanas. Sólo se oía el zumbido del aire acondicionado, marcando el paso del tiempo y la presencia del mundo real. Los minutos se arrastraban lentamente.

Finalmente, Taneko movió una mano sin vida hacia su rostro, y las sábanas se deslizaron hasta la garganta. Miró a Shinji y al viejo y se rio, pero su rostro permaneció inexpresivo, dando a la risa una cualidad sobrecogedora. Entonces fue cuando Shinji lo vio.

¡En el lado derecho de la nariz tenía un lunar del tamaño de una judía! ¡El lunar que tanto había buscado! Se aposentaba en el rostro como el símbolo de un pecado inconfesable.

—¿Por qué nadie me dijo que la mujer de Honda tenía un lunar? —murmuró Shinji.

Taneko alargó la mano hacia la mesita y cogió su espejo de mano. Miró ausente su rostro en el espejo y cogió un tarro de crema que procedió a untarse en la mejilla, al lado de la nariz. El lunar empezó a difuminarse y acabó desapareciendo. ¿Qué clase de truco era ése?

Entonces se aplicó crema en los párpados, disolvió el pegamento que los había hecho visibles y éstos volvieron a su lugar, convirtiéndose otra vez en una rendija. Una vez terminada la transformación, devolvió el espejo a su sitio y volvió a yacer en la cama, con la cara otra vez convertida en una máscara vacía.

—Ahora sí lo entienden —dijo la mujer mirando a Hatanaka y a Shinji. Cogió la pértiga y volvió a sumir la habitación en la más completa oscuridad. Los dos hombres la siguieron por el jardín. Shinji se volvió para mirar una vez más, pero Taneko había vuelto a colocarse las sábanas en la cara y yacía como un cadáver.

En la entrada principal de la casa, el ama de llaves le dio al viejo un cuaderno.

—Este es su diario. Solía escribir en él hasta que se quedó así —dijo—. Se habrá dado cuenta de que no puede realizar ninguna prueba grafológica en su estado actual, así que utilícelo como muestra de su escritura. Estoy seguro que descubrirá que coincide con la de la nota que dejó la chica del baño turco. Debe prometerme que no hará público este diario. A nadie. Nunca. Si no me lo promete, lo echaré al fuego.

—¿Fue usted —dijo el viejo—, quien arrancó las páginas del «Diario del Cazador»?

—Sí. Fui yo.

—¿Y quién lo puso en el apartamento del segundo piso de la casa de Mitsuko Kosigi?

La vieja mujer asintió.

—El ama está ya más allá del alcance de la ley; haciendo lo que he hecho, mi deber está cumplido. Consideraba que había que salvar la vida del señor Honda, así que fui a Tokyo hace seis meses y dejé el diario donde pudieran encontrarlo.

El viejo sonrió débilmente y se dispuso a marcharse.

Caminando por el ligero terraplén que llevaba a la estación, Shinji seguía anonadado ante el giro que habían tomado las cosas.

—Hubiera jurado que se trataba de la hermana. ¿Cómo lo supo?

Pero el viejo no respondió.

De pronto, Shinji pudo ver el pathos del mundo. Bajando aquel terraplén… a cada lado habían edificado casas modernas con techos de tejas rojas. ¿Qué vidas banales se desarrollaban tras aquellas paredes? Vidas simples y monótonas de gente corriente. ¡Qué contraste con la habitación en la que habían estado! ¿Hasta qué punto eran reales la mujer enferma que olía a muerte y el hombre cuyo afán de vida yacía destrozado en una celda? ¿No sería todo una pesadilla fugaz en medio del calor veraniego?

Pensó en Yasue en el baño turco, en Tanikawa con su forzada jovialidad en el restaurante, en el estudiante de medicina que siempre le daba la espalda. ¿Cómo se relacionaban aquellas marionetas teatrales con la mujer loca que yacía en la cama, tapándose la cara con las sábanas?

El viejo paró un taxi y se metieron en él.

Pero…, pensó Shinji, ¿no eran sus experiencias como las de Tiltil y Mytil, que acabaron encontrando el pájaro azul en su propia casa? La mujer del lunar que había perseguido con tanto interés había estado todo el rato dentro de la jaula.

Rompiendo su silencio, Hatanaka volvió a hablar.

—Aún no hemos salido del bosque. No puedo romper mi promesa y utilizar este diario. Habrá que encontrar otra manera de liberar a nuestro defendido.

Lo dijo agitando el diario de Taneko Honda.