La mujer extendió la mano lentamente en dirección a la almohada de la cama donde yacía. Los ruidos de su cabeza. Tenía que calmarlos.
La enjuta mano parecía la pata deshidratada de un pollo, no tenía carne, sólo piel y huesos.
La áspera mano cogió algo bajo la almohada y sacó un libro de notas bastante grande. La cubierta estaba sucia y evidenciaba, en algunos sitios, huellas de dedos.
En la cubierta estaban grabadas las palabras «Diario del Cazador». La palabra «Cazador» estaba tan gastada que apenas resultaba legible. Había sido leído tan a menudo… Calmó, por un rato, los ruidos de la cabeza.
Apretó el diario contra su pecho. Lo retuvo un tiempo antes de abrirlo. Pasó las páginas con rapidez antes de detenerse en la décima. Tenía los ojos cóncavos, como agujeros negros taladrados en la cabeza, como los ojos de un cadáver en descomposición. Apenas visibles en las oscuras oquedades, las turbias pupilas parecían incapaces de enfocar algo.
La delgada mano pasó las páginas con cuidado, pero los ojos parecían no ver nada. Era su rutina diaria. La mayoría de las palabras del diario estaban grabadas en su corazón. Su mano reposó al llegar a una página determinada.
La presa aguantaba bien la bebida. No opuso resistencia, ni hubo histerismos, ni sobreactuó. Se puso en mis manos. Me sentí como un dios aceptando un sacrificio humano.
Hizo todo lo posible por satisfacerme, pero estaba muy tensa y no dejaba de temblar. Tardé dos horas en matar. Era virgen. Sangró.
Tonta, tonta niñita. No digas que lloraste en sus brazos, no me digas que su cuerpo te aplastaba. No intentes decirme esas cosas. Estoy segura de que te morderías el labio con esos afilados dientes tuyos que tanto te gusta limpiar.
¡Tan tonta como para derramar sangre para que se divirtiera! Ese hombre que, para robar dos horas de placer, presionó sus sucios labios contra tu inocente e inmaculada piel. Introdujo su simiente pecadora en tu cuerpo de niña, todavía inmaduro, ¡y todo para su propia satisfacción! ¿Fue por la simiente que se desarrollaba en tu cuerpo, o pese a ella, por lo que te viste obligada a morir? Cuando te preparabas a morir, ese hombre te había olvidado hacía mucho tiempo y disfrutaba del cuerpo de otra mujer… Pero ahora está todo bien, cariño, no llores más. No le maldigas más, pese a yacer bajo tierra, pese a que te devoren los gusanos.
Porque te he vengado, a pesar de los ruidos de mi cabeza. Le he metido en prisión, donde nunca podrá volver a tocar el cuerpo de una mujer. Ahora está en su celda, mirando las áridas paredes, pensando si debería escribir tu nombre en esos cuatro muros; el tuyo y el de otras tantas, contando, además, cómo lo pasó con ellas. Pronto se lo llevarán y lo colgarán y le pondrán encima una pesada lápida. ¡Ahí le tendrás! En vez de apretarse contra tu cuerpo y contra los cuerpos de las otras mujeres, ¡la piedra le apretará a él!
Ahora, deja que te cuente cómo hice que ese hombre saborease la misma agonía que te hizo pasar a ti…