El lunar negro (1)

1

La sala de espera que había a la entrada del hospital estaba atestada de pacientes cubiertos de vendas y madres que consolaban a sus niños. Acababan de abrir, y Shinji esperaba al doctor Yamazaki sentado en un banco de madera. Una niña, con el pelo muy corto, sentada a su lado, le manchó los pantalones con sus dedos pringados de caramelo. La madre le dijo que no hiciera eso mientras miraba fijamente al vacío.

Apareció Yamazaki. Era alto y elegante, y llevaba la bata blanca con distinción, con una mano en un bolsillo y la pechera desabrochada. «Un tipo con clase», pensó Shinji. Se levantó para saludarle.

—Gracias por concederme la entrevista de ayer.

—No hay de qué. ¿Por qué ha vuelto hoy? Soy una persona ocupada, ya sabe.

—Sí, soy consciente de ello. No le entretendré mucho. Ayer le dije que era periodista, pero le mentí. Soy abogado —dijo mostrando su auténtica tarjeta. El interno la miró con interés.

—Me encargo de la defensa de Ichiro Honda. ¿Sabe, por casualidad, cuál es su tipo de sangre?

—Sí, por los periódicos. Es el mismo que el mío.

—Estamos convencidos de su inocencia. Creemos que la sangre AB Rhesus negativa que se encontró en las uñas de las víctimas no es suya. Lo mismo reza para el esperma.

—¿De verdad? ¿Insinúa que la sangre es mía?

—La sangre, no. El esperma.

El interno se quedó sin habla un momento, miró a Shinji y se rio escandalosamente. La risa sonaba falsa.

—Muy interesante. ¿Por qué está tan seguro?

—Bueno. Ayer me dijo que le habían hecho una entrevista sobre el tema de la inseminación artificial, ¿verdad? ¿Tiene experiencia en el asunto?

—Sí, soy uno más de los estudiantes del hospital que son donantes. Somos tres, a veces hasta cuatro o cinco, pero los nombres son confidenciales y nunca sabes si van a utilizar tus donaciones o no. ¿Qué diablos tiene que ver todo esto con Ichiro Honda?

—Tengo razones para creer que hizo usted una donación el 5 de noviembre del año pasado.

—Espere un momento —Yamazaki consultó su agenda de bolsillo y negó con la cabeza—. No lo tengo anotado, y mis recuerdos del año pasado no son muy buenos. Creo recordar que hice una donación en octubre, pero no estoy muy seguro.

—¿Y dónde se efectuó la donación?

—Aquí, por supuesto.

—¿Cómo suele efectuarse?

La débil sonrisa desapareció del rostro de Yamakazi. Estaba visiblemente ofendido.

—No veo por qué debo entrar en detalles… no sé qué tiene de… Oh, bueno, supongo que no importa que se lo diga. Utilizamos un tubo de ensayo.

—¿Y quién recoge las probetas? ¿Una enfermera?

—No. Habitualmente se las damos al Registrador en persona.

Mientras hablaban, se habían alejado de la multitud y estaban frente a una ventana, cerca de los vestuarios. Un observador casual hubiera pensado que mantenían una conversación de lo más animada.

—Mire. La vida de un hombre depende de esto. No tiene por qué ir al juzgado a testificar si no quiere, pero, por favor, dígame la verdad. El cinco de noviembre o en fecha aproximada… ¿Le dio usted un tubo de ensayo con esperma a alguna persona que no fuera el Registrador? ¿A una enfermera algo peculiar?

Una brisa helada silbó por entre los árboles del exterior y se coló por la ventana. Kotaro Yamazaki le había dado la espalda a Shinji, haciéndole pensar en todo lo que implicaba ese gesto de rechazo. Tras una pausa, Yamazaki se volvió y miró a Shinji a los ojos.

—¿Cuánto cree que me paga el hospital? —dijo al fin, en voz baja y desafiante.

Shinji no respondió.

—¡Nada! ¡El hospital no te paga nada, no le importa la cantidad de trabajos que realices! Tienes que ser rico para poder graduarte como doctor. La mayoría de los internos son hijos de médicos y pueden permitirse trabajar gratis como esclavos. No estoy quejándome, sé que las cosas son así. Sólo quiero decir que es más fácil conseguir el título si eres rico, si eres hijo de médico como todos los demás. Quiero que comprenda la posición de los que lo intentamos por nuestra cuenta. Y sí, si quiere saberlo, le diré que vendí un tubo de semen por diez mil yens el cinco de noviembre del año pasado.

—¡Diez mil yens! ¡Eso es mucho dinero! ¿Cuál es la tarifa habitual?

Yamazaki volvió a darle la espalda.

—Quinientos o mil —murmuró por encima del hombro, como justificándose.

—¿Y cómo era esa persona? La que recogió la probeta.

—Una enfermera normal, con uniforme blanco. Creo que fue por la tarde. Acababa de comer y me identificó en el pasillo. Me ofreció todo ese dinero por hacer una donación urgente con la máxima discreción. Acepté sin pensarlo. Quiero decir que diez mil yens… Y, de todos modos, no era una petición muy inhabitual.

La enfermera había esperado a que terminara y se había ido. Dijo pertenecer a la clínica de obstetricia de Setagaya.

—¿Le pagó sin problemas?

—Sí, en un sobre marrón que me entregó con el tubo de ensayo.

—¿Qué hizo con el sobre?

—Tirarlo.

—¿Puede recordar qué aspecto tenía la enfermera?

—No tenía nada especial. Era pequeña, y el uniforme la volvía anónima. Cuando se dio la vuelta me fijé que tenía el pelo recogido bajo el gorro.

—¿Tenía un lunar debajo de la nariz?

—Ahora que lo menciona, sí que lo tenía. Era muy grande. Al principio no lo vi, llevaba una mascarilla.

Así que la mujer del lunar también había estado allí. Y recogió semen. Sus propósitos criminales se hacían ahora evidentes.

—¿Se la quitó?

—Sí, se disculpó por estar resfriada y se sonó la nariz. Entonces fue cuando se bajó la mascarilla y pude ver el lunar.

Por mucho que intentara esconder el lunar, siempre conseguía atraer la atención sobre él. ¿Estaba el criminal luchando una batalla perdida con el destino?

—¿Le dio la impresión de que fuese disfrazada?

—En absoluto. Un uniforme blanco en un hospital es la cosa más corriente del mundo.

—¿No le pareció raro que viniera de tan lejos a recoger el semen?

—No. Podía haber venido en taxi.

—¿Suelen guardar las donaciones en secreto?

—Así nos han dicho nuestros profesores. Es una buena regla, ¿no cree? ¿Puedo marcharme ya? No me gusta hablar de lo que ya está hecho.

—Sí, claro. No se preocupe, todo lo que me ha dicho se mantendrá en el más estricto secreto. Pero, permítame una última pregunta. Ayer me dijo que lo de las donaciones de sangre era un tema superado y que las de esperma eran las que interesaban ahora. Incluso mencionó una entrevista que le habían hecho. La verdad, me pareció que hablaba con evasivas. Quiero que sea totalmente franco conmigo. ¿No se le ocurrió pensar que podía haber alguna conexión entre este incidente y el caso de Ichiro Honda? ¿No le pareció que era algo más que una coincidencia que la fecha fuera la misma en que violaron y mataron a Kimiko Tsuda?

—Ni por un minuto. A su hipótesis le falta base científica —respondió, mirándole con desdén—. Los seres humanos se dividen en secretores y no secretores. Sólo en el caso de los secretores el semen y la saliva tienen el mismo tipo que la sangre. Y yo no soy secretor, así que mi semen y saliva son de tipo cero en vez de AB. Y, si no me cree, pregúntele a un experto.

Shinji hizo un último intento de pillarle en renuncio.

—¿Y cómo sabe que pertenece al grupo de los no secretores? La mayoría de la gente no puede saberlo.

—Solemos hacer experimentos en el laboratorio forense de la Universidad, e hicimos una prueba con un cigarrillo que acababa de fumar. ¿Sabe que podemos detectar el tipo de saliva con sólo la tercera parte de la cantidad que se utiliza para pegar un sello? Por eso lo sé.

Sin mediar ceremonia alguna se dio la vuelta y se alejó por el pasillo a grandes zancadas.

¿Sería cierto? ¿Podía no pertenecer a Yamazaki el semen encontrado en el cuerpo de la primera víctima? ¿Estaba equivocada su teoría de la mujer del lunar? Su hipótesis, que había creído fiable en un noventa y nueve por ciento, estaba a punto de derrumbarse. Pero, entonces, ¿por qué se habría molestado la mujer del lunar en recolectar el semen de Yamazaki?

Shinji sentía que aún continuaba dando palos de ciego.

2

Shinji terminó su informe, pero el viejo no levantó los ojos. Contemplaba el pedazo de papel que le había dado la mujer de los baños turcos a Tanikawa. ¿Estaba satisfecho el viejo porque las cosas habían salido como esperaba? ¿Estaba impresionado, o meramente satisfecho? ¿No había un enorme agujero en su teoría con lo del asunto de los tipos secretores y no secretores?

—El hecho de que Yamazaki no sea de tipo secretor, y que sus fluidos sean de tipo cero, no tiene importancia —dijo Hatanaka lentamente—. De hecho prueba que la mujer del lunar usó ese esperma.

—¿Cómo?

—Si relee la transcripción del juicio, descubrirá que, originalmente, el semen encontrado en el cadáver de Kimiko Tsuda fue clasificado como de tipo cero. Un análisis posterior hizo que lo reclasificaran como AB, pero el juez lo sobreseyó por las dudas concernientes a la culpabilidad del acusado en lo que a este crimen se refiere. Resulta evidente que la clasificación original era la correcta y que el semen debía ser de tipo cero.

—Pero eso es algo que se comprueba científicamente y no puede ser corregido.

—Nada de eso. La evidencia aportada por los expertos es tan discutible como la otra. Dos personas diferentes pueden llegar a dos conclusiones distintas.

—¿Está convencido, entonces, de que la mujer del lunar es la persona que ha inculpado a Ichiro Honda?

—¿Existe alguna duda? Estoy totalmente convencido de que fue esa mujer la que recolectó el semen y la sangre, y la colocó en los cuerpos de las mujeres. Y lo que es más, tengo pruebas de que son crímenes premeditados con mucha antelación. La noche pasada, acudí al Bar Boi de Shinjuku…

Los ojos del viejo eran como telones de un teatro. Hizo una pausa y encendió un nuevo cigarro.

—Voy a contarle una historia. Una noche de verano, hace ya dos años, Ichiro Honda estaba en ese bar cantando Zigeuner Leben. Una chica se unió a él y cantaron juntos. Acabaron pasando la noche juntos.

—¿A dónde fueron? ¿A un hotel?

—Probablemente, pero es un detalle sin importancia.

Shinji sintió que la intriga aumentaba en su interior, al tiempo que le disgustaba la promiscuidad de Honda.

—Ahora voy a contarle otra historia. Seis meses después se suicidó una operadora de centralita. Saltó desde una ventana del edificio en que trabajaba.

Aspiró profundamente el humo de su cigarro, expulsando a continuación la nube de humo en dirección al techo.

—Las dos historias tienen relación, porque la chica es la misma en las dos. La chica que se suicidó y la que se acostó con Honda tras cantar el Zigeuner Leben, son una sola y la misma: Keiko Obana, de diecinueve años.

—¿Fue Honda el causante del suicidio?

—No. Se volvió neurótica por culpa de una enfermedad laboral.

Shinji escuchaba con atención, pero, en lugar de la operadora de centralita, pensaba en su antigua amante, la bibliotecaria. También se había acostado con Ichiro Honda, ¿verdad? Pensó amargamente en su cliente.

La voz del viejo parecía provenir de muy lejos.

—Keiko Obana tenía una hermana mayor que ella —la voz de Hatanaka era como el zumbido de una abeja que se oye en la distancia—. Ayer, cuando me habló de Keiko Obana, sentí el impulso de ir al bar. Cuando llegué me senté en un reservado del segundo piso, y al poco oí los arpeos de un violín, tal y como me los había descrito Honda. Me acerqué al músico y le pedí que tocara Zigeuner Leben. El violinista, un viejo calvo, cambió de expresión al oír mi petición.

Hatanaka abrió, al fin, los ojos y miró fijamente a su ayudante. La voz del viejo adquirió un tono de urgencia que no le había oído con anterioridad.

—El músico me miró con gesto socarrón y me dijo: «A los clientes del Boi, les gusta mucho esta canción, ¿verdad, señor?». Le pregunté qué quería decir y me respondió lo siguiente: «Ahora me contará que había una chica delgada en el piso de arriba que cantó esa canción a dúo con un hombre que estaba en el piso de abajo. ¿Verdad que sí?». —El viejo tiró la colilla de su cigarro, antes de continuar—. Le pregunté si alguien se lo había preguntado antes, y me respondió que una mujer, hacía cosa de un año.

Shinji sintió que la luz del sol iluminaba el agujero en el que hasta entonces estaba metido. Miraba los labios del viejo como un jugador mira al que lleva las apuestas. Era como si quedaran sólo dos cartas por descubrir y pudieran ser iguales.

—Le pregunté si podía describirla. Sólo pudo decirme que tenía un lunar en la base de la nariz. El resto de la cara lo tapaban unas gafas de sol y un enorme sombrero.

El silencio dominó la estancia. ¿Qué querría, un año atrás, la mujer del lunar? Seguro que el viejo tenía razón, pensó Shinji. Estaba preparando la trampa para Ichiro Honda.

—¿Qué quería del violinista la mujer?

—El nombre de la persona que había cantado con la chica y qué otros bares solía frecuentar.

—¿Y de eso hace un año?

—Sí. Cuatro meses antes del asesinato de Kimiko Tsuda en Kinshi-Cho.

—¿Y quién cree que es la mujer?

—No lo sé, pero lo sospecho. Una pariente de Keiko Obana, supongo.

—¿La hermana era su único pariente?

—Sí. He leído todo lo que publicaron los diarios sobre el suicidio. Vivía con ella en un apartamento de Omori. He enviado para allá un detective a ver si saca algo.

Shinji contuvo el aliento. El gabinete legalista Hatanaka había encontrado la pista que le permitiría defender a Ichiro Honda. Parecía evidente que existía una conexión entre la suicida y los asesinatos. Repasó mentalmente las tres caras: la del trabajador del laboratorio fotográfico, la del vendedor de cosméticos y la del prostituto homosexual. Ahora, tenían que conectar los sucesos desagradables de la vida de estos tres hombres que compartían el mismo grupo sanguíneo de Honda, y probar así su inocencia.

El viejo había vuelto a cerrar los ojos, como si durmiera, cuando sonó el teléfono del despacho. El viejo estaba preocupado, y le temblaban las manos al coger el auricular.

La conversación fue casi un monólogo en el que Hatanaka intercalaba algún gruñido ocasional. Con la mano derecha, escribía apresuradamente algo en el bloc que tenía en el escritorio. Colgó el teléfono y descansó un poco con los ojos cerrados. Shinji le conocía lo bastante como para no interrumpirle. Al rato, el viejo abrió los ojos y encendió un puro nuevo.

—La hermana de Keiko Obana abandonó el piso de Omori el pasado septiembre. Nadie sabe adónde se fue, sólo que se mudó. Todos los vecinos la describen de la misma manera, como una mujer que tiene un gran lunar en la nariz.

—Entonces, la tenemos, ¿no?

—No. Además de localizarla, tenemos que descubrir el móvil, y demostrar cómo se cometieron los crímenes —dijo el viejo con su acostumbrada prudencia.

—Debe de creer que su hermana se suicidó porque Honda la abandonó.

—Eso espero.

—Así que sólo nos queda localizar a la hermana.

—Eso puede resultar difícil, pero estoy de acuerdo con usted en que no tenemos otra alternativa.

La voz del viejo sonaba cansada y Shinji comprendía por qué. La persona capaz de tan maquiavélico plan para atrapar a Ichiro Honda no debía de tener muchos problemas en desaparecer una vez cumplidos sus propósitos. Si no conseguían probar la inocencia de Honda y lo ejecutaban, ¿disfrutaría el auténtico criminal con su éxito? ¿O se habría suicidado para entonces?

El viejo miró a Shinji.

—Me gustaría que fuera a la comisaría que se encargó del suicidio de Keiko Obana —dijo, medio disculpándose.

3

La estación de policía M estaba en un edificio gris. Shinji se presentó al oficial de guardia y le hicieron esperar un rato sentado en un banco de madera. El jefe de la comisaría que se había encargado del caso de Keiko Obana estaba hablando con los familiares de un hombre que se había ahogado en el foso que bordeaba el Palacio. Cuando apareció, venía acompañado de una matrona de ojos enrojecidos por el llanto y un niño colgándole de la espalda. «Pobre niño», pensó Shinji reflexionando que los que se quedan atrás son los que más sufren.

El comisario le saludó amablemente y le condujo a su despacho, pero cuando le explicó el motivo de su presencia allí, el rostro se le endureció y cruzó los brazos.

—Es cierto que en esta comisaría nos encargamos del caso de Keiko Obana, una telefonista de la compañía K de seguros, y en su momento declaramos oficialmente que el motivo del suicidio fue una neurosis provocada por una enfermedad laboral.

A medida que hablaba, sus ojos evitaban los de Shinji, mirando a las paredes o por encima del hombro de éste, como si se dirigiera a un auditorio más amplio. Shinji pensó que era un hombre íntegro al que no le gustaba mentir.

—Sí, ya lo sé. Resulta muy interesante, pero puede decirme algo que no esté en la versión oficial. Confidencialmente, por supuesto.

El comisario titubeó un momento y acabó decidiendo que lo mejor sería contar la verdad.

—Hay algo que no hice público bajo mi propia responsabilidad. Keiko Obana estaba embarazada de seis meses cuando murió. No lo comuniqué a la prensa. Ya puede figurarse por qué.

—¿Se lo contó a alguien?

—A su hermana, cuando vino a reconocer el cadáver.

—¿Y sabía quién era el padre?

—Parece ser que fue un hombre que conoció en un café o un sitio así.

Hacía tanto tiempo del asunto que el hombre, desconfiando de su memoria, no quiso seguir hablando sin mirar los informes del momento. Se acercó a un archivador y Shinji se quedó pensativo: «Así que, además, Keiko Obana había quedado embarazada de Honda. Eso sí era motivo bastante para vengarse de él. ¿Cuánta gente habría que no perdonaba una cosa semejante? ¿Cuántos que no le perdonarían nunca?».

Imaginó a la hermana en aquella habitación, quizás en aquella misma silla, dos años atrás, oyendo por primera vez que su hermana muerta estaba embarazada. ¿No decidiría vengarse en ese mismo momento? ¿Habría disminuido su ansia de venganza en las largas noches y amaneceres de la espera? Quizá los lazos amistosos o familiares provocaban una mayor tenacidad en el espíritu del hombre.

El policía volvió a su escritorio con una carpeta. Shinji se dispuso a hacerle la pregunta más importante que tenía en mente.

—¿Tenía la hermana un lunar en el lado derecho debajo de la nariz?

—Oh, sí. Uno muy grande, pero no recuerdo en qué lado.

—¿Parecía muy sorprendida cuando se enteró de que su hermana estaba embarazada?

—Lo bastante como para que yo sintiera piedad y deseara no habérselo dicho. Y eso que por mi trabajo estoy acostumbrado a dar malas noticias a los familiares.

Shinji pensó que la hermana debía de ser una belleza para ganarse las simpatías del comisario. Estuvo a punto de decirlo, pero se contuvo.

Miró rápidamente el expediente y, dándole las gracias, salió del edificio. Al salir se preguntó si podría llevar a juicio lo que acababa de descubrir. Pondría en dificultades al comisario por haber encubierto el embarazo con un gesto amable.

Las vidas de los hombres y las mujeres estaban entrelazadas como los engranajes de una máquina. Cuando uno se sale de su sitio, acaba dañando, no sólo a los que tiene a su alrededor, sino a los que no tienen contacto directo con él. Ahora tendrían que salir a la luz secretos ocultos de los hombres. No sería sólo el comisario, también le tocaría al vendedor de cosméticos y al médico interno.

Telefoneó al despacho informando de los progresos obtenidos en la comisaría. El viejo no parecía sorprendido.

—¿Sólo eso? —fue lo único que dijo.

—Bueno, puedo ir a ver el apartamento de Omori —respondió, y colgó.

Había que localizar a la hermana de Keiko Obana lo antes posible.

El apartamento estaba cerca del rompeolas. Al bajar del taxi, pudo oler el mar. «Es por aquí», dijo el taxista sin servir de mucha ayuda. Tuvo que buscarlo por el pilar rojo edificado en una esquina próxima. Cuando o encontró, descubrió que era un edificio de pisos baratos de madera. Los pasillos estaban llenos de basura: braseros viejos, cajas de cartón y demás.

Localizó un ama de casa que asaba pescado en una barbacoa que había desplazado al patio. Parecía gustarle hablar, y respondió a todas las preguntas. Resultó que, afortunadamente, vivía frente a la puerta 5, que era el lugar donde habían vivido las hermanas Obana. La hermana se había mudado el pasado septiembre. La decisión parecía haber sido muy repentina, y había vendido los muebles a una tienda de artículos de mano. Dejó saber que se mudaba al oeste de Japón, y se marchó sin hacer la acostumbrada ronda de despedidas.

—¿Tuvo visitas antes de mudarse?

—Creo que una reportera de una revista femenina vino a entrevistarla un par de veces sobre la muerte de su hermana. No recuerdo más visitas.

—¿No sabe nadie a dónde se fue?

—Bueno, solía decir que le gustaría volver a Hiroshima, pero…

—¿Utilizó alguna casa de mudanzas para irse?

—No creo. No tenía nada que llevarse. Vendió hasta la cama. Se marchó muy tarde, por la noche, y nadie la vio irse.

Corrían rumores de que le habían pagado mucho dinero por lo del suicidio de su hermana, así que posiblemente volvería a casa y se establecería por su cuenta.

Le agradeció la ayuda y se marchó. No quería ser pesimista, pero resultaba evidente que localizar a la hermana de Keiko Obana no iba a ser tarea fácil. Supongamos, y parecía probable, que hubiera desaparecido intencionadamente. ¿Cómo podrían encontrarla entre cien millones de japoneses? Y, además tenían de plazo hasta el día que se viera el caso de apelación. Y eso esperando lo mejor: ¿y si se había suicidado? ¿Y si se había tirado a un volcán, o a un remolino, o a algún otro sitio en el que fuera imposible recuperar el cadáver? Solía pasar.

Estaba hecho un lío, y cuanto más pensaba, más se liaba y más desesperanzado parecía su propósito. En el taxi decidió preguntar en los sitios donde la gente solía suicidarse. Nunca se sabía si…

Volvió a la oficina, pero el viejo había salido. La secretaria, Mutsuko Fujitsubo, estaba ocupada en copiar un anuncio para el periódico.

—El señor Hatanaka ha ido a la prisión. Me pidió que colocara este anuncio en todas las secciones de «personas desaparecidas» de la prensa. ¿Cree que servirá de algo? —preguntó, alargándole el texto.

PERSONAS DESAPARECIDAS

TSUNEKO OBANA. 31 años. Nacida en Hiroshima. Vivía en los apartamentos Fujii, Sansei-Cho, Omori Kaigan, Shinagawaku, Tokyo, hasta el pasado mes de septiembre.

Seña personal: un gran lunar, del tamaño de una judía, en el lado derecho de la base de la nariz.

Deseamos contactar con ella urgentemente. Se recompensará toda información que nos conduzca a su paradero.

DESPACHO LEGALISTA HATANAKA

—¿Le ha dicho el señor Hatanaka que lo publique todos los días?

—Sí, durante un mes.

—Lástima que no tengamos una foto.

—Eso es lo que dice el señor Hatanaka. Dice que así nos exponemos a seguir pistas falsas y a dar con una persona equivocada.

Shinji se puso a mirar por la ventana, en dirección al parque público que había abajo. Las palomas que se reunían todas las mañanas en el marco de la ventana se habían ido a cumplir sus deberes del mediodía. Una delicada niebla envolvía los árboles del parque. Arriba, el cielo estaba salpicado de cúmulos. Pensó que no habría ninguna manera de encontrar a la hermana de Keiko Obana. Se había desvanecido tras ejecutar su venganza.

Sus premoniciones, tristes como el invierno, contrastaban con el brillante cielo veraniego del exterior.