Hajime Shinji se levantó apresuradamente del colchón y el edredón que utilizaba como cama en el suelo, y se puso una camisa con el cuello sucio. Sin pararse a elegir, cogió la corbata que tenía más cerca y se la anudó. Se lavó con la misma rutina descuidada y, en unos minutos, salía del piso, dejando la cama sin hacer. Tenía un periódico en el buzón; sin mirarlo siquiera, enrolló las páginas, que aún olían a tinta fresca, y se lo metió en un bolsillo mientras corría por la calle.
Ésta venía a ser la rutina diaria de Hajime Shinji desde que se graduó en la escuela de derecho de Regal y empezó a trabajar en el gabinete legalista Hatanaka.
En la estación compró dos botellas de leche que se bebió mientras esperaba el metro. Cuando llegó se deslizó entre la multitud, haciéndose sitio en el atestado vagón.
Shinji no era muy alto, apenas metro sesenta, pero su atezado rostro y su cuerpo bien formado le proporcionaban aspecto de intrépido. La principal preocupación que tenía estos días era que empezaba a perder interés en el trabajo que tanto le había fascinado cuando empezó como empleado en el gabinete legalista. Su curiosidad empezaba a embotarse y todo lo que hacía le parecía rutinario y sin sentido. Los juzgados, que en un pasado le atraían como representaciones de la solemnidad legislativa, le parecían ahora grises edificios donde se repetían continuamente las mismas fútiles argumentaciones. Hajime Shinji estaba aburrido.
El jefe del gabinete en el que trabajaba era Kentaro Hatanaka, una figura importante de la profesión. Durante dos temporadas había sido presidente de la asociación de abogados, y se le conocía por los artículos que escribía para numerosas revistas. Había salvado a mucha gente de la pena de muerte, y era muy solicitado para hacer apelaciones. Pero también tenía enemigos. Le acusaban de buscar publicidad o de utilizar su reputación para quitarles los clientes a sus colegas. Sus detractores le reprochaban, también, que sólo aceptara casos en los que la victoria parecía segura. Y, lo que es peor, sus colegas criticaban que se encargara de casos en los que resultaba evidente que el defendido no podría pagar la factura. Esto último era considerado una forma de autopromoción especialmente censurable.
Shinji no tenía paciencia con semejante forma de ver las cosas. El motivo principal por el que había empezado a trabajar para Hatanaka había sido el profundo respeto que le causaba ese viejo honrado que estaba solo en el mundo, sin mujer o hijos, ese humanista cuya vida parecía girar en torno a los juicios, que se dedicaba a todo con tal intensidad que resultaba evidente que creía en lo que estaba haciendo.
Pese a su respeto por Hatanaka, la vida de Shinji, últimamente, carecía de interés. Siempre había querido ser juez en vez de abogado. Ése había sido el sueño que le había mantenido en pie a lo largo de las clases nocturnas del Instituto Regal, después de un día de agotador trabajo como empleado de un almacén. Cuando decidió acortar sus años de estudio y eligió la carrera de abogado, en vez de la de juez, se sintió culpable. Pensaba que había fallado a la sociedad por comodidad propia. Este sentimiento seguía rondándole todavía.
Sabía qué un abogado debía estar orgulloso de su profesión. Pero ¿qué finalidad tenía una vida como defensor público de casos tan triviales? Su trabajo era defender a chorizos, carteristas y locos que prendían fuego a los botes de basura y a los que se acusaba de incendio premeditado. Una vez tuvo un caso en el que un adolescente había amenazado al conductor de un taxi con un arma blanca para robarle la principesca suma de dos mil yens. Su gran ambición era encargarse de un caso de dramáticas proporciones, donde el amor y el odio se entrelazaran, y poco a poco había terminado por apercibirse de que, en la vida real, no existían esos casos para él.
Inmerso en esas reflexiones solía acudir todos los días al trabajo, pero el día de hoy sería distinto porque el gabinete legalista Hatanaka había aceptado encargarse de la apelación de Ichiro Honda.
Una semana más tarde, Hatanaka mandó llamar a Shinji. Éste encontró a su jefe acomodado en un confortable sillón de cuero y fumando un enorme cigarro habano.
—Siéntese. Sí, ahí está bien. Ha leído los informes del caso Honda, ¿verdad?
—Sí, señor. Incluso asistí a una de las vistas, porque el encargado de la defensa, el señor Wada, fue maestro mío en la escuela de derecho.
—¿Ah, sí? Muy bien. Wada va a ayudarnos a preparar la apelación. A su manera, es un hombre inteligente. Tal vez excesivamente rígido, ¿no cree? Demasiado precavido. Tampoco es muy imaginativo. Pero, bueno, no voy a pedirle que opine sobre su maestro.
El viejo calló un momento y sus ojos saltones miraron fijamente el creciente humo del cigarro antes de retomar la palabra.
—¿Qué opina del caso Honda?
Shinji se había fijado en Honda cuando estaba en el banquillo de los acusados. Le mostraba constantemente el perfil, y, a decir verdad, no sintió ningún interés por este hombre que había permanecido siempre con la mirada baja, mientras el fiscal peroraba sobre cómo había estrangulado a las mujeres para satisfacer sus anormales instintos sexuales.
—Bueno, tengo la impresión de que aunque Honda es un hombre de voluntad débil, podría haber sido capaz de cometer los crímenes a sangre fría que se le imputan.
Había elegido cuidadosamente las palabras, y el viejo abogado sonrió al darse cuenta.
—Sí, me atrevería a decir que tiene razón. Pero, de todos modos, no me satisface. Algo no encaja. El asesinato no cuadra con la imagen que tengo del acusado.
Hizo una pausa y prosiguió.
—Considérelo de esta manera: sabemos que Honda era un don Juan. ¿Por qué, entonces, se convirtió en un monstruo sólo con esas tres mujeres? Con tantas víctimas de su encanto sexual, ¿por qué sólo con esas tres? Me pregunto si lo intentó con las demás y no pudo hacerlo. Si es un pervertido, ¿tendrá, entonces, otros intentos fallidos? ¿Habrá intentado estrangular a otras mujeres sin conseguirlo?
—No creo que la policía investigara mucho ese punto. Su trabajo es el de reunir pruebas, supongo. Pero estoy de acuerdo en que deberían haber investigado con las otras mujeres con las que se ha relacionado. Supongo que no querrían testificar por motivos obvios.
—Sí, así que tengo un trabajito para usted. Quiero que contacte con las otras novias de Honda y vea si averigua algo.
Hatanaka miró interrogativamente a Shinji, mientras formaba un anillo con el humo del cigarrillo.
—¿Y cómo voy a poder localizarlas?
—Será bastante fácil. Tengo aquí una lista. Wada contrató una agencia de detectives para seguir el rastro a todas. Naturalmente, es sólo una pequeña parte de las mujeres con las que se ha acostado, pero servirá para empezar. Averigüe si se comportaba de manera violenta o amenazadora con ellas.
Le pasó la lista por encima del escritorio y Shinji la estudió. Incluía breves biografías con los nombres y mapas para ir a sus pisos y lugares de trabajo.
—Parece ser que son las que recuerda con más claridad. Hay muchas más, pero estaban reseñadas en su «Diario del Cazador» y se lo robaron del apartamento.
—¿Su «Diario del cazador»?
El viejo se lo explicó.
—¿Y usted cree que mantenía un diario semejante?
—Bueno, si es así y lo encontramos, puede ser vital para el caso. De momento, concéntrese en las mujeres que tenemos y manténgame informado.
Desvió la vista y la posó en los documentos que tenía sobre el escritorio, como señal de despedida.
A lo largo de la semana siguiente, Shinji se dedicó a la tarea que le había encomendado Hatanaka en todos los ratos libres que le dejaban sus casos habituales. No sólo era un gran caso para sus estándares habituales: tenía, además, un interés personal en el asunto. En la lista de conquistas de Honda, cinco mujeres, había reconocido un nombre. Éste y la biografía coincidían. Pertenecían a la empleada de una biblioteca que Shinji había conocido en la escuela de derecho.
La coincidencia le pareció irónica y divertida, y, en cierto modo, ¿no habría también algo de predestinación?
2
Shinji decidió encargarse primero de las mujeres difíciles, las que se habían negado a hablar con la policía. Se sentía como un niño que deja lo mejor del plato para el final. Como esperaba, no sacó en limpio nada de esas dos. En uno de los casos fue a un moderno edificio de apartamentos situado en Meguro y le recibió una mujer que mecía un bebé en los brazos. Le echó con furia, tratándole como si fuera un vendedor a domicilio o algo parecido. No era muy sorprendente. ¿Qué mujer casada iba a poner en peligro su situación hablando de sus relaciones con un asesino convicto?
La tercera mujer de la lista era la señorita Kyoko Matsuda, de diecinueve años, empleada en una cafetería de Shinjuku. Decidió dejarse caer por allí de camino a la oficina.
Al llegar, descubrió que la tienda estaba situada bajo un puente por el que pasaba el expreso Koshu Kaido. Era una zona de baja estofa en la que abundaban los borrachos. El neón del establecimiento y los carteles indicativos ofrecían un aspecto polvoriento a la fuerte luz del día. En el exterior del local destacaba un cartel: «Abrimos todas las mañanas. Café y tostadas». Entró. Como imaginaba, apenas había clientes a aquella hora del día; el único que había estaba enfrascado leyendo las apuestas de carreras.
—¿Esta la señorita Kyoko Matsuda?
—Ha salido a desayunar ahí enfrente —le respondió la cajera del local señalando un restaurante situado al otro lado de la calle.
—¿Puede decirme cómo va vestida?
La mujer le miró con suspicacia, formando un gesto que quebró la gruesa capa de maquillaje de la cara.
—Lleva una chaqueta de lana amarilla —le dijo desfrunciendo el ceño.
Shinji le dio las gracias y abandonó el local.
El restaurante que le había indicado era ancho y bajo, y le recordaba una anguila estirada. Los anchos ventanales tenían un escaparate realizado a base de modelos de cera de diversas comidas: guisantes cocidos en miel y pasta de judías dulce, sopa adzuki con pastel de arroz, rollos de arroz, algunos platos de comida china, cerdo agridulce… Empujo la puerta y entró.
La mayoría de los clientes eran mujeres. No se veía un solo hombre, pero identificó en seguida a Kyoko Matsuda en la chica que comía en la mesa situada trente a la entrada. Se sentó trente a ella.
—Perdone si la molesto —dijo, enseñando su tarjeta.
—No se preocupe —respondió ella alegremente, sin dejar de manejar los palillos.
Shinji vislumbró un rayo de esperanza.
Apareció la camarera como por ensalmo y le presentó el menú. Tenía que pedir algo y señaló, sin pensar, una comida llamada Tokoroten, una comida ácida a base de compota de algas sazonada con picante. Lamentó demasiado tarde haber pedido un plato tan excéntrico que, además, solían consumir con más frecuencia las mujeres que los hombres. Kyoko levantó la mirada sonriendo.
—¡Debe de estar delicioso! Yo también quiero uno —dijo entregándole el cuenco vacío a la camarera.
Cuando la camarera les dejó solos, Shinji sonrió con gesto torcido.
—Tengo entendido que fue amiga de Ichiro Honda.
—Sí. Hace cosa de un año.
—¿Le conoció en la tienda?
—Oh, no. Estaba sentado a mi lado en un cine. Allí fue donde le conocí. Me dijo que era americano mixto de japoneses, y, como mi tía vive en San Francisco, empezamos a conversar. Lo encontré interesante y tuvimos a la vez la misma idea de salir a la calle y recorrer juntos la ciudad. Fuimos a un bar que conocía yo y estuvimos bebiendo unos gin-fizz. Bebimos un montón de ellos —añadió con una risita.
—¿Y qué más?
Se concentró en la comida un momento, removiendo mucho los palillos en el cuenco.
—Y nada más. Nos dimos las buenas noches y me fui a casa.
Shinji maldijo la poca fuerza de su interrogatorio. Tendría que hacerlo mucho mejor. ¿Cómo conseguiría las respuestas que buscaba si seguía preguntando de esa manera?
La camarera trajo los dos Tokoroten y Kyoko se dedicó afanosamente al suyo. Shinji intentó hacer lo mismo, pero el primer bocado tenía mucho picante y le atacó el paladar.
Volvió a intentarlo, y decidió ser más rudo esta vez.
—Naturalmente, se hicieron amantes. Dígame, entonces, si piensa que tiene costumbres anormales, tal y como sugieren los periódicos.
Se encogió de hombros y se le dilataron las ventanas de la nariz.
—Me está preguntando lo mismo que me preguntó la policía el otro día, que si intentó estrangularme.
—¿Y?
—Por supuesto que no. ¿Quién se piensa que es? ¿Un pervertido o algo así? Era muy apasionado. El hombre más apasionado que he conocido —añadió dándose importancia.
—¿Le llevó a su casa?
—¿A mi casa? Debe estar de broma. Mi edificio de apartamentos está lleno de familias respetables, de las que disfrutan espiando a una chica que trabaja.
—Ya, me doy cuenta. ¿Cuántas veces se vieron?
—No sé. Unas diez veces. Lo he olvidado.
Shinji sonrió en su interior. ¡Una historia muy bonita! Honda nunca se acostaba con sus mujeres más de una o dos veces, cansándose de ellas rápidamente y buscando otra a continuación. La chica estaba vanagloriándose, o disimulando un orgullo herido.
Kyoko terminó su Tokoroten.
—¿Quiere pagar lo mío? Tengo que irme. Si quiere alguna cosa más, venga a verme a la tienda —dijo, levantándose sin más ceremonia y marchándose.
Ni una pregunta sobre Honda. No había sido más que otro accidente sin importancia en su vida. Shinji dejó unas monedas en la mesa y salió fuera.
En el exterior, el sol caía con más fuerza que nunca.
3
Al día siguiente, Shinji visitó a las dos mujeres que quedaban. Primero a la cantante que trabajaba en un club nocturno de Ginza. Antes de presentarse allí, llamó por teléfono para saber a qué hora empezaba el espectáculo y, de esta manera, se presentó en el Salón de O a las tres del mediodía. Pasó ante un póster que tenía impreso el nombre de la mujer que venía a ver, y pagó ciento cincuenta yens por una entrada con derecho a consumición. El resto de lo que bebiera tendría que pagarlo al precio de ciento cincuenta yens cada bebida.
Entro en el local. Estaba totalmente oscuro, y sólo un foco iluminaba a la mujer del escenario, que parecía susurrar más que cantar ante un micrófono que agarraba como si fuera un amante. Shinji se sentó muy atrás para oír la canción que entonaba la mujer que había venido a ver.
La canción finalizó y la mujer extendió los brazos hacia adelante como para abrazar el micrófono. Se apagó la luz del escenario al tiempo que se encendían las del local.
Como esperaba, había pocos clientes a aquella hora del día. Mejor. Llamó al camarero y le pidió que felicitara a Shoko Loda al tiempo que le pasaba una tarjeta de visita.
Pasaron unos minutos antes de que apareciera ante él una escultural mujer envuelta en un traje de satén negro, sosteniendo su tarjeta en la mano como si fuera un amuleto. Se presentó de la manera más correcta posible y preguntó en qué podía servir al abogado Shinji.
La breve biografía que le proporcionó la agencia de detectives decía que tenía veintisiete años, pero parecía mucho mayor. Shinji le indicó un asiento.
—Me encargo de la defensa de Ichiro Honda. ¿Podría hablarme de él, por favor?
La mujer asintió, diciéndole que era algo que debían hablar sin que nadie les interrumpiera, y le llevó a una mesa situada en un rincón más discreto. Encargaron las bebidas y Shinji empezó su interrogatorio.
—Por favor, dígame si en el tiempo que le conoció notó algo anormal en Ichiro Honda —dijo mirándole a la cara e intentando causar una impresión lo más profesional posible.
—Imagino que lo que quiere preguntarme realmente es si intentó estrangularme alguna vez.
Lo dijo como si ya le hubieran hecho esa pregunta, estuviera preparada para ella y, por tanto, comprendiera la importancia de la respuesta.
—Da la impresión de que la policía ya le ha hecho la misma pregunta ¿Acierto? ¿La interrogaron a ese respecto?
—¿Interrogarme? Me obligaron a que les respondiera —replicó cínicamente la mujer—. Me preguntaban una y otra vez: «¿Qué clase de relación mantenía usted con Ichiro Honda?». Se lo juro. «¿Qué clase de relación…?». Una manera muy poco delicada de preguntar las cosas, ¿no cree? Me pusieron furiosa, quería escupirles a la cara. La relación entre un hombre y una mujer es algo demasiado difícil de resumir. Lo que pasa entre ellos cuando están en la cama y tal. ¿Qué le importa eso a la policía? Y seguían haciéndome esa maldita pregunta de «¿Qué clase de relación…?». Es una pregunta típica de interrogatorio. ¿Cómo puede responder una a semejante pregunta en pocas palabras? La relación entre un hombre y una mujer no es algo tan simple. Y así se lo dije.
La mujer hizo una pausa y tomó un cigarrillo de su pitillera. Le quitó el filtro y lo puso en una boquilla. Lo encendió y continuó hablando.
—Así que estuvimos dando palos de ciego durante un buen rato, hasta que me di cuenta de que lo único que querían saber era si Ichiro Honda se había comportado de manera extraña o anormal. Me resultó evidente que esperaban que les dijera que me había puesto una corbata en el cuello e intentó estrangularme cuando hacíamos el amor. ¡Esa policía! Son una raza aparte, con sus mentes cuadriculadas. Para ellos, lady Chaterley, o el marqués de Sade no son más que pornografía.
Su monólogo adquirió grandilocuencia a medida que hablaba.
—Yo soy actriz, o al menos vivo mi vida en el escenario. Nada me gustaría más que hacer el papel de la mujer de Otelo si mi público me lo pidiera. Muy a mi pesar, tengo que reconocer que no encontré en Ichiro Honda gustos tan elevados y especiales. Era un hombre corriente.
—¿Quiere decir que no había nada anormal en él?
—Si considera que el sexo en sí mismo no es anormal, en los demás aspectos era normal. —El cinismo volvía a traspasar la máscara.
—¿Cómo le conoció?
—Bueno, esas cosas las da la oportunidad. Me sentía sola, necesitaba hablar con alguien e imagino que a él le pasaría lo mismo. De todos modos, su seducción funcionaba como si estuviéramos bailando. Él me llevaba y yo le seguía. Todo se desarrolló con mucha suavidad. ¿Sabe lo que me regaló? ¡Una sombrilla de papel con el dibujo de una diana! Muy original, ¿verdad? Eso atrae a una mujer, ¿sabe? Y esa voz tan suave… tan dulce, tan cálida, tan profunda. Además, parecía tener la sangre mezclada. Era muy romántico. Y me dijo que se dedicaba a importar películas de televisión, lo que también me pareció muy romántico.
—¿Cuántas veces se vieron?
—¡Oh, sólo una vez! Sí, esa vez sólo. —Y rompió a reír repentinamente.
Un hombre cruzó el local y se reunió con ellos. Llevaba pantalones ajustados y el pelo rizado artificialmente. Era el pianista.
—El camarero me ha dicho que usted es el abogado de Ichiro Honda. Me gustaría hacerle una visita en la cárcel, ¿usted me lo podría arreglar? Le recompensaría bien —la voz y los gestos del hombre eran afeminados, y Shinji sintió un súbito ramalazo de repugnancia cuando le puso la mano en el hombro. Se preguntó si le estaría tomando el pelo, pero el tipo parecía hablar completamente en serio. Ignorándole, Shinji se levantó y se dirigió a Shoko Toda.
—Bueno, muchas gracias por atenderme. ¿Me permite una última pregunta? ¿Cree que Honda es un asesino y un pervertido?
La mujer se quitó la boquilla de los labios antes de responder.
—Debo de ser la única persona que cree en sus protestas de inocencia.
Se calló y empezó a tararear una melodía con mirada soñadora en los ojos, como si rememorara dulces recuerdos.
Hajime Shinji bajó las escaleras y tomó aliento antes de volver a la calle. Fue como abandonar un mundo cuyos habitantes parecían temer la luz del día. Tomó el metro en la estación de Nishi Ginza y se dirigió a Shinjuku. En los túneles le asaltó un deseo repentino de desviarse hasta Yotsuza Sinchome, donde recordaba que Honda tenía su guarida.
Hizo memoria intentando recordar el juicio, en concreto el interrogatorio del fiscal referente a su piso secreto. Según el fiscal, mantenía este piso con el vestuario para cometer sus crímenes con más impunidad, e improvisó a partir de ahí, con retórica cada vez más rimbombante y anticuada, la forma de pensar del criminal. El recuerdo le hizo sonreír. Para él, los motivos de Honda eran diáfanos como el cristal: la profesión de ingeniero es una de las más respetables, obliga a vestir de acuerdo a ella. ¿Qué más lógico que un sitio como éste para cambiarse y recorrer las calles con ropa más vulgar?
Tal y como habló el fiscal, todo lo que pudo decir Honda fue que lo utilizaba «para descansar», en respuesta a la oleada de acusaciones y preguntas. El comportamiento de Honda era el de un hombre que se ha perdido y no quiere decir ya nada, lo que provocaba una mala impresión en el juez, pese a los intentos de la defensa de justificar los cambios de ropa diciendo que eran inocuos, y que lo único que el acusado buscaba con ello era una sensación de libertad. ¿Cómo podría convencerse todo el mundo de que la libertad que buscaba Honda era la de poder seducir mujeres? Shinji se hundió aún más en su asiento, reflexionando que no era tanto la ley como la moral lo que había apuntado sus cañones contra Ichiro Honda. ¿Qué le quedaba a la defensa, con la moral del lado de la acusación?
Cuando el abogado habló del diario de Honda, de su desaparición, y de la trampa que le habían puesto en el armario, todo lo que consiguió fue incredulidad y risas mal disimuladas.
Shinji decidió obedecer a su instinto y acercarse a la guarida de Honda, para lo que se bajó en la estación del barrio y llamó desde el teléfono público de un estanco. Llamó a la oficina del señor Wada preguntando la dirección exacta. El empleado que le atendió le hizo esperar un buen rato. Resultaba evidente que ahora que no tenían el caso en exclusiva habían perdido algo de interés en el asunto.
Mientras esperaba el sol caía de pleno sobre Shinji. Por fin, oyó al empleado moverse al otro lado del teléfono y darle, entre gruñidos, las instrucciones necesarias para llegar al Meikei-So. Parecía fácil.
—Tuerza a la izquierda a la altura de la tienda de sushi y camine quince metros. ¿Eso es todo?
Shinji apuntó atropelladamente los datos que le daban en una libreta que tenía junto al teléfono. Parecía que sólo iba a ser un paseo de diez minutos. Echó a andar por la calle. Era una zona tranquila; los edificios que rodeaban el Meikei-So eran una sucursal de la telefónica, una maderería y otros por el estilo.
El edificio, de dos pisos, tenía la fachada de cemento sin pintar; un lugar bastante sencillo. Había una escalera que ascendía por el exterior y daba a un pasillo interior. Cualquiera podría ir y venir sin problemas. «Perfecto para un escondrijo», pensó Shinji.
La puerta que hacía esquina en el primer piso tenía un letrero que indicaba que allí vivía el encargado. Llamó a la puerta y le recibió una mujer que, nada más verle, se dio la vuelta y gritó: «¡Querido!», antes de hacerle pasar.
El encargado era un hombre de unos cuarenta años, de rostro pálido y ojeroso, que parecía dedicarse a la sastrería en sus ratos libres, a juzgar por la cinta métrica que le colgaba del cuello. Le enseñó su tarjeta y preguntó si podía ver el piso del señor Honda.
—Se refiere a la habitación del señor Ueda. Está tal y como la dejó.
—¿Aún no la ha alquilado?
—Bueno, cuando pasó todo, el dueño no sabía qué hacer con él, pero recibió una carta de la familia del señor Ueda diciendo que querían conservar el lugar tal y como estaba hasta que se resolviera el asunto.
Notó que el encargado seguía llamándole señor Ueda, el nombre falso con el que había alquilado el apartamento. Preguntó si podía ver el sitio, y el encargado asintió rápidamente; se puso unas sandalias y cogió un manojo de llaves.
—Habitualmente estoy pegado a mi máquina de coser todo el día, por lo que doy por bien venida cualquier oportunidad de romper la monotonía —le dijo a Shinji mientras subían las escaleras.
Se detuvieron ante una puerta y la abrió. El ambiente olía a moho.
Había una cama de hierro, un guardarropa, una mesa de madera y dos sillas. El encargado abrió la ventana con dificultad.
—Debería abrirla más a menudo para que se aireara.
—¿Tenía visitas?
—Nunca, que yo recuerde. Al principio me parecía raro, pero cuando me dijo que era autor teatral y que sólo venía a trabajar, dejé de pensar en el asunto. Era una persona amable y tranquila. Me gustaría no haber tenido que testificar, ¿sabe…? Tenía una herida en la cara cuando se marchó, pero eso no quiere decir que… bueno, ya sabe. No entiendo cómo…
El encargado sonrió débilmente, temeroso y preocupado de que fuese su testimonio el que pusiera la soga alrededor del cuello del señor Ueda.
—Recuerdo otra cosa… Bueno, la verdad es que la recuerda mi mujer. Asegura que oyó llorar a una mujer en la habitación del señor Ueda, un día que él no estaba en casa. Parece una historia de fantasmas, ¿verdad? A la policía le hizo mucha gracia.
—¿Y cómo cuánto hace de eso?
—Déjeme recordar… yo diría que como unos seis meses antes de que arrestaran al señor Ueda.
Shinji le dio las gracias y abandonó el lugar.
Mientras caminaba en dirección al metro, pensaba en lo que le había contado el encargado. ¿Sería cierta esa historia de una mujer llorando en la habitación de Honda?
Si juzgaba por el detalle de que se refiriera continuamente a Honda como «señor Ueda», daba la impresión de ser alguien que se agarraba mucho a una idea fija.
Y si fuera cierto, ¿qué significaban esos llantos femeninos en la habitación?
Pensó un rato en el asunto, pero al llegar a la calle principal, estaba ya desechándolo. Después de todo, pensó, ¿qué importancia podía tener ese incidente?
4
Al salir del metro, tomó un taxi.
Sólo quedaba una mujer en la lista que le habían dado. Una mujer por la que seguía sintiendo algo pese a no haberla visto en años. La había dejado para el final. Pronto volvería a verla.
No sólo había tenido que trabajar para estudiar en la Universidad, sino que también tuvo que hacerlo para ingresar en ella. Trabajaba como profesor particular por las noches y durante los fines de semana, durante el día hacía de chico de los recados de un almacén, y de suplente ocasional en una oficina de correos. Los días festivos y los que se acostumbra regalar algo le resultaban especialmente agotadores, y más de una vez se había encontrado perdido por las calles de la ciudad, con los zapatos manchados de polvo y la pesada mochila cargada de regalos envueltos con el reconocible papel de los almacenes. Tras esos trabajos, no le quedaban muchas ganas ni tiempo para acudir a clase, especialmente cuando preparaba los exámenes de ingreso, por lo que solía pasar mucho por la biblioteca de la Universidad.
Poco a poco, fue conociendo a la chica que trabajaba allí. Resultaba bastante evidente que se atraían mutuamente, pero, por mucho que quisiera llevarla a algún sitio, casi nunca tenía dinero para hacerlo. Así que sólo pudo verla fuera de los recintos escolares siete u ocho veces en todo aquel tiempo. Y, de esas pocas ocasiones, sólo en una hizo el amor con ella, rápida y furtivamente, en la minúscula habitación que tenía alquilada.
Cuando consiguió ingresar en la Universidad, cada vez estaba más ocupado asistiendo a clase y trabajando para pagarse los estudios, por lo que fueron distanciándose más y más, hasta que llegó un momento en que dejaron de verse.
—Aquella corta relación se mantenía presente en su memoria, por banal que pareciera el recuerdo de aquella historia entre un estudiante pobre y una bibliotecaria. Pero ¿cuántas veces, se preguntaba en el taxi que le conducía al campus, volvían a encontrarse dos amantes que habían dejado de serlo? La intriga le hervía en el pecho.
El taxi llegó a las puertas de la Universidad, donde terminaba la carretera. Shinji pagó la cuenta y se dirigió al edificio de ladrillo por el camino bordeado de zarzamoras. Las primeras hierbas del verano empezaban a germinar en el césped del campus.
Recordó el aspecto que mostraba todo aquello en sus días universitarios. El verano… tórrido, y el césped que crecía tan rápido que las siegas semanales no podían mantenerlo a raya. Recuerdos… las altas hileras de girasoles, las gotas de sudor que resbalaban por el rostro, por mucho que uno se secara la frente, la biblioteca vacía durante las largas vacaciones de verano, una chica que trabajaba allí y que siempre llevaba blusas blancas.
Inmerso en sus recuerdos estudiantiles, se paró un momento ante la biblioteca, antes de entrar, dando la impresión de que se le acababa de ocurrir.
El interior era tal y como lo recordaba: frío y con olor a moho.
Se acercó al mostrador. Michiko Ono, la encargada, rellenaba unas fichas. Era igual que en sus recuerdos, se sentaba encorvando ligeramente la espalda, con la cabeza inclinada en un ángulo que siempre le pareció encantador. Pero su rostro ya no tenía aquella expresión infantil, y pudo ver el paso del tiempo en las arrugas que rodeaban los ojos. Aquellas arrugas implicaban la lenta muerte de un alma humana.
—Señorita Ono —dijo en voz baja, en tono casi estrangulado.
Dejó de escribir y le miró como si le molestara que interrumpieran su trabajo. La expresión de disgusto se trocó en sorpresa al reconocerle. Parpadeó dos o tres veces.
—¡Señor Shinji! Cuánto tiempo… —dijo con voz embargada por la emoción.
—Pasaba por aquí y pensé visitarte.
—Salgo en media hora, cerramos a las cinco y media.
—Entonces consultaré un par de libros mientras espero. A los graduados se les sigue autorizando el acceso a la biblioteca, ¿verdad? —respondió tras consultar el reloj.
—Sí, mientras no saquen los libros de aquí. Utiliza la sala de lectura.
—Muy bien. ¿Tienes algo sobre tipos de sangre?
Repasó el fichero y consiguió dos títulos.
—Esto es lo único que tenemos, a no ser que consultes las enciclopedias.
Dándole las gracias, cogió los libros y se los llevó a la sala de lectura. Le hubiera gustado hablar con ella más rato, pero conocía las normas de la biblioteca: prohibido hablar o molestar a los demás. Los libros que le había proporcionado eran, como resultaba lógico en una biblioteca de Derecho, tratados de medicina forense. Anotó en su pequeña libreta todo lo que encontró que creía que podría serle de utilidad, y cerró los libros. Se recostó en la silla y fumó sin cesar, con los ojos fijos en el techo, hasta que llegó Michiko.
Se había cambiado y estaba lista para salir.
—¿Sirvieron de algo los libros?
—Sí, gracias. Encontré lo que buscaba.
—¿Estás trabajando en un caso que implica grupos sanguíneos? Debe de ser muy complicado.
—Sí —respondió, y añadió, acalorándose—: De hecho, estoy trabajando en la defensa de Ichiro Honda. Ya sabes, el caso «Sobra».
Su interlocutora adquirió un aire sombrío.
—Ah, ya veo. Has venido a verme sólo por asuntos de trabajo, ¿estoy en lo cierto?
—Para ser sincero, estás en lo cierto, pero me alegro mucho de volver a verte. Honda nos dio los nombres de cinco mujeres a las que recordaba, y tú eras una de ellas. Me pareció una sorprendente coincidencia —replicó tristemente.
Aparte de ellos dos, no quedaba nadie más en la sala de lectura. Cuando terminó de hablar, se hizo un silencio imponente, turbado sólo por los gritos de los estudiantes que practicaban algún deporte, a lo lejos.
El silencio le trajo a la memoria sus días en la escuela primaria. Las clases habían terminado, y casi todo el mundo se había ido ya a casa. También entonces, a lo lejos, había oído ruidos: alguien tocaba un instrumento en un aula lejana.
Por aquella época, había golpeado a un amigo que se dedicaba a insultar a su padre, un agente de bolsa que pasaba poco tiempo en casa. Por eso, los demás niños solían molestarle, insinuando que su padre debía de estar en la cárcel. Aun después de convertirse en adulto, Shinji seguía creyendo que sabía cómo se sentían los niños cuyos padres estaban en la cárcel.
Se obligó a regresar al presente y a seguir hablando.
—Sí, una auténtica coincidencia. Una que, la verdad, no quería creer. Por eso he venido a verte, después de tanto tiempo.
Michiko titubeó un momento antes de hablar.
—Es cierto —dijo después, con tranquilidad—. Le conocí. Necesitaba alguien con quien hablar, alguien que me hablara con ternura. Y él lo hizo. Por eso me fui con él al hotel. Pero sólo fue una vez. También deberías saber eso.
Recogió algunos libros y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se volvió hacía él.
—Debes creer que soy una tonta ingenua, y peor aún: me quede embarazada.
Shinji sintió como si el suelo se hubiera abierto debajo de sus pies.
—¡Michiko! ¡Es imposible!
—Pero cierto —sonrió con calma la mujer—. Mi hijo tiene nueve meses. Ya ha empezado a hablar.
Shinji se quedo estupefacto, sin hablar. Michiko había dado a luz al hijo de Honda. En el informe de la agencia de detectives no se mencionaba nada al respecto. Echó a correr tras ella. La mujer se detuvo y dirigió la vista al campus, sin desviarla hacia él.
—Sí, ya comprendo que debes de estar muy sorprendido. Mi madre se encarga de cuidar al niño, así puedo seguir trabajando.
—¿Pero no has intentado que Honda reconozca al niño?
—¿Por qué? No tiene nada que ver con él. Fui yo la que decidió tenerlo —contestó con firmeza—, así que es mío, no suyo.
—¿Y no estás enfadada, no odias a ese irresponsable?
—¿Por qué es un irresponsable, si ni siquiera sabe que existe el niño?
La réplica volvió a enmudecer a Shinji. Tardo unos instantes en poder hablar.
—Si hubiera sido yo… Si el niño hubiera sido mío, ¿tampoco me lo hubieses dicho?
Sus palabras parecían transformarse en burbujas al salirle de la boca, así que la pregunta fue casi inaudible. Su voz sonaba como si hablara desde las profundidades de un lago.
—Por supuesto, de haber sido tuyo te habría visitado para preguntarte si te gustaría ser el padre.
Le sonrió, se dio media vuelta y echó a andar camino de la salida de la biblioteca. Llegaron a la verja de la entrada. Shinji sabía que no tenía más preguntas para ella. Evidentemente, sería una estupidez preguntarle si Ichiro Honda había intentado estrangularla.
Michiko se dio la vuelta.
—Adiós —dijo. Y se marchó.
Mientras la veía perderse en la distancia, Shinji se sintió invadido por una sensación de pérdida completa.
Una cosa era segura más allá de toda duda. Había perdido algo. Para siempre.
5
Shinji subió por las cavernosas escaleras. Sus propios pasos eran el único ruido que se podía percibir en el oscuro vacío, y levantaban ecos. Arriba, arriba, siete pisos. Tras haberse pasado el día andando, sentía los pies pesados como el plomo. Después de las seis de la tarde cerraban los ascensores y apagaban las luces del vestíbulo. Por fin llegó al séptimo piso, y se detuvo un momento para enjugarse el sudor de la frente.
Abrió la puerta de la oficina. Mutsuko Fujitsubo, la secretaria de su jefe, era la única persona que quedaba, sentada sola en la oscuridad que también se había adueñado de la sala, con una expresión completamente vacía en el rostro. Era una muchacha no demasiado agraciada, aunque tampoco fea, que llevaba unas pesadas gafas con montura de color ámbar. Había entrado a trabajar en la oficina inmediatamente después de graduarse en la escuela de secretariado, dos años atrás.
—¡Hola! ¡Siento volver tan tarde! ¿Está el viejo todavía rondando por aquí?
—Sí, está leyendo el informe de la agencia de detectives —la chica señaló con gesto de resignación hacia la puerta que había en el extremo más lejano de la oficina, ya cansada por la larga espera a la que le obligaba su jefe.
Shinji se lavó la cara con agua fría, y sintiéndose ya más refrescado, entró en la habitación donde estaba Hatanaka. La chica le siguió con una libreta en la mano para tomar notas taquigráficas.
El viejo se enderezó en el sillón.
—Ya veo que has estado trabajando duramente —tenía la voz ronca, como estrangulada por una flema.
Shinji se sentó sin esperar más invitación, y sacó su bloc de notas. Empezó a hacer el informe de la jornada, vigilando a la chica con el rabillo del ojo para evitar que se quedara atrás. En el silencioso y oscuro edificio, su voz parecía el único sonido audible.
—Hoy me he entrevistado con todas las mujeres de la lista. Al parecer, han sufrido interrogatorios parecidos a cargo de la policía, con preguntas muy aproximadas a la mía: ¿intentó Ichiro Honda estrangularla?
—¿Lo hizo?
—A dos de ellas, no conseguí sacarles ni palabra. Y, con las demás, comprenda que no era fácil crear un ambiente propicio para formular la pregunta. Pero, de las tres que hablaron, dos lo negaron abiertamente, y me resultó muy claro que tampoco había sido el caso de la tercera.
—No me extraña que el fiscal no las llamara a declarar —gruñó el viejo.
—Sí, pero ¿por qué tampoco las llamaron los abogados defensores? —preguntó Shinji.
—¡Porque los muy imbéciles estaban intentando encubrir sus relaciones con las mujeres! Creyeron que era mejor no evidenciar el hecho de que Honda es un don Juan; no estoy en absoluto de acuerdo con ellos. ¡Nuestro hombre se presenta ante un tribunal jurídico, no ante un tribunal moral!
—Eso mismo pensaba yo —murmuró aprobadoramente Shinji. Luego siguió, ya en voz alta—: Pero creo que hoy he averiguado algo muy interesante. Michiko Ono, que trabaja en una biblioteca, tiene un hijo de nueve meses, y afirma que el padre es Ichiro Honda. Si trabajamos con ella, podríamos convencerla para que prestara declaración a favor de nuestro cliente.
—¿Cuánto duró su relación con Honda?
—Sólo se vieron una vez —respondió tímidamente Shinji.
El gruñido del viejo fue perfectamente audible.
—Pero, en el informe de la agencia de detectives, no se habla de ningún niño. No entiendo por qué tuvo que confesárnoslo a nosotros.
Shinji comprendió que tendría que decirlo.
—Conocí a la chica cuando yo era estudiante —dijo—. Estuvimos enamorados durante algún tiempo. Supongo que ése es el motivo de que me lo dijese.
El viejo se quedó en silencio. El lápiz se paralizó en las manos de la secretaria, que tenía los hombros inclinados hacia delante y una expresión de asombro en el rostro. El sol se había puesto del todo, y la débil luz del escritorio apenas bastaba para ver.
—Encenderé las luces —dijo Shinji, rompiendo el silencio.
Se levantó, y se dirigió al interruptor. Sus movimientos parecían rasgar el aire de la habitación, que se había convertido en una especie de tumba sellada. El viejo encendió con lentitud otro cigarrillo.
—Y, esa mujer… ¿cómo se llama? —echó un vistazo rápido al informe—. Michiko Ono, ¿tiene intención de informar a Honda del feliz evento?
—Dice que no tiene nada que ver con Ichiro Honda, que es algo completamente suyo —replicó Shinji.
—¿Lo hace quizá porque el padre del niño puede ser un asesino?
—No cree que cometiera ninguno de los crímenes.
—Me pregunto por qué todas las mujeres le consideran inocente —murmuró el viejo—. ¿Le parece que nuestro hombre tiene algo especial, algo que atrae a las mujeres?
—Eso es lo más llamativo de él —contestó Shinji—. Su única anormalidad, si es eso lo que estamos buscando, parece residir en el hecho de que es capaz de entrar en una mujer y ganarse sus simpatías. Las engaña, pero ellas no parecen verlo así. No podría explicarlo, pero así es —el mismo Shinji se sorprendió al advertir que, mientras profundizaba en el caso, en su interior habían nacido ciertos sentimientos hacia Honda de los que no había sido consciente hasta aquel momento. Pero eso no significaba ni remotamente que aprobara el comportamiento de Honda.
El viejo pareció satisfecho con el informe de Shinji. Tomó unas cuantas notas rápidas en una libreta, pero Shinji no pudo alcanzar a leerlas. Finalmente, levantó la vista.
—Hoy he ido a visitarle —dijo. Había algo casi íntimo en su manera de pronunciar la frase—. Ya lleva casi tres meses en la cárcel, y se ha convertido en una sombra de sí mismo. Es imposible verle, ni siquiera imaginarle, como el hombre atractivo a cuyos brazos caían las mujeres. La sentencia de muerte le ha hundido. Le he pedido que reconstruya su diario de don Juan, en vez de pasarse el día llorando en la celda. Si lo intenta, puede hacerlo; un ingeniero informático está obligado a tener más memoria que la mayoría de las personas. Apuesto a que, con un poco de tiempo, puede reconstruir el diario casi íntegro.
Sacó otro cigarro y mordió el extremo.
—¿Cuál cree que es el punto más llamativo de este caso, en qué nos basaremos para la apelación?
—El raro tipo sanguíneo del defendido.
—Estoy de acuerdo. Encontraron sangre bajo las uñas. Cantidades minúsculas, pero más que suficientes. Es una de las primeras cosas que se investigan en un caso de estrangulación. Generalmente, la víctima consigue arañar el rostro del asesino. Bueno, en un primer análisis, hubo un error de procedimiento e identificaron la sangre como perteneciente al tipo AB. Pero, cuando arrestaron a Honda, se dieron cuenta de que pertenecía a un tipo extraño. No sólo AB, sino AB Rhesus negativo. Así que todas las sospechas quedaron confirmadas. Esta evidencia basta para ponerle la soga alrededor del cuello.
—Sí —dijo Shinji—, y hay otra evidencia más: el tipo de esperma. Detectaron esperma tipo AB en las vaginas de las víctimas. Claro que esta prueba no es tan aplastante, se puede identificar el tipo de sangre partiendo de la saliva o el esperma, pero no se puede determinar nada más que si es A, B, AB o cero. El factor Rhesus negativo sólo se puede detectar directamente en la sangre —Shinji pensó que, la investigación en la biblioteca no había sido tan inútil.
—Muy bien. Ahora, tipos de sangre aparte, y según mi punto de vista, hay otra cosa que está en contra del defendido.
—La falta de coartada —replicó Shinji prontamente, como si fuera un chiquillo de la escuela primaria recitando la lección. Estaba disfrutando intensamente del diálogo con su superior.
—Otra vez de acuerdo. El cinco de noviembre, mientras se cometía el primer asesinato, Ichiro Honda dice haber estado con Fusako Aikawa. De cualquier manera, el diecinueve de diciembre, la noche en que murió Fusako Aikawa, dice haber estado con Mitsuko Kosigi, que, muy inconvenientemente, fue la siguiente víctima. Esta no-coartada que ofrece en lugar de coartada me interesa enormemente. Huele a trampa de lejos. Si le creemos, veremos que tiene excelentes coartadas… Si no fuera porque, desgraciadamente, las mujeres que podrían probarlas fueron asesinadas en sus respectivos turnos. ¿Absurdo, dice? Sí, pero también presenta interesantes posibilidades. Detengámonos a pensar en un móvil. Compare las poco convincentes excusas de Honda por su falta de coartada con la cuestión del móvil. ¿Recuerda qué motivo alegó la acusación?
—Sí, señor. Dijeron que había asesinado a las mujeres durante el intercambio sexual para satisfacer deseos sexuales anormales. Y, como prueba, presentaron al médico de su familia, que testificó la impotencia de Honda cuando está con su esposa.
—Correcto. El tribunal estaba convencido de que eran crímenes sexuales. Pero yo no estoy de acuerdo. Si el móvil eran perversiones, ¿por qué le bastó con dos, con tres como máximo? Un fallo en la argumentación, ¿no? ¿Por qué perdonó a las otras mujeres?
Debería haber albergado los mismos deseos anormales hacia ellas… Y sabemos que no. Así que, déjeme presentar una hipótesis. Llamemos «X» al asesino de las tres mujeres.
»Ahora, si ‘X’ es igual a Honda, entonces no se puede pensar que los tres crímenes fueron cometidos por motivos sexuales.
»Pero, si ‘X’ no es igual a Honda, entonces se trata de otra persona, y tenemos que buscar un nuevo móvil, uno que no hayamos tenido en cuenta cuando creíamos que ‘X’ era Honda. ¿Me explico?
Shinji lo pensó un momento.
—Ya veo —dijo al fin—. ¿Intenta decir que «X» pretende deliberadamente culpar a Honda?
—Precisamente. Era una trampa. Y le diré una cosa: «X», que ha cometido los asesinatos, no quiere que las acusaciones recaigan sobre Honda para salvar su propia piel. ¡Qué perfectamente planeado ha estado todo! No, hay algo muy deliberado en todo esto.
—Han asesinado a esas tres mujeres para que la culpa recayera sobre Ichiro Honda.
Dejó caer lentamente las palabras de la última frase, pronunciando claramente cada una de ellas. Tras una pausa para que causaran efecto, siguió hablando:
—Así que, siempre según mi opinión, «X» tenía un único motivo, un profundo odio contra Honda. Mientras hablaba hoy con el defendido, me sentía cada vez más seguro de esto. Ahora, lo que necesito es una lista de personas que puedan albergar rencor contra él. Por eso le he pedido insistentemente que reconstruya su diario.
El viejo hablaba cada vez con más ardor, arrastrando a Shinji con él. Era como escuchar a un gran abogado haciendo su alegato ante un tribunal. La lógica era perfecta y elegante, pero ¿se sostendría? Shinji lo dudaba. En alguna parte del razonamiento debía de haber un agujero.
—Creo —siguió Hatanaka—, que alguien ha preparado cuidadosamente ese cúmulo de pruebas tan irrefutables, tan cuidadosamente evidentes que llegaron a manos del tribunal. Esto es obra de un ser humano decidido a todo, y no simplemente un cúmulo de accidentes concatenados.
—Pero ¿hay manera de convencer de eso a un tribunal?
—Probablemente, no. Tengo que buscar pruebas igualmente irrefutables para enfrentarlas a las que ya hay contra nosotros.
Shinji no le preguntó cómo pretendía hacerlo. Le abrumaba el sentido del deber del viejo.
—Así pues —siguió el anciano abogado—, voy a emplear a fondo los servicios de esa agencia de detectives. Por suerte, el suegro paga las facturas, y es un hombre rico. Podemos gastar tanto como queramos. Partiendo de mi teoría de que todas las pruebas han sido preparadas, empezaré averiguando cómo se puede conseguir sangre tipo Rhesus negativo —volvió a encender el cigarro, que se le había apagado.
La conversación había terminado, y Hatanaka se levantó para salir. Shinji ayudó a la secretaria a cerrar las ventanas. Fuera, el manto de la noche había caído sobre la ciudad. Al mirar las oscuras calles, sintió que, contra todo lo que se podía suponer, la dedicación y el talento del viejo podrían acabar cambiando el rumbo del juicio. El vasto y oscuro cielo no era más inmenso que el sentido del deber del viejo.
Tras él, Hatanaka salió por la puerta, con el maletín en la mano.