La tercera victima

15 de enero: Mitsuko Kosigi muere estrangulada en los apartamentos Midori-So del distrito XX, Asagaya, Suginami-Ku.

1

Ichiro Honda voló a Osaka la víspera de Navidad. Había solicitado vacaciones para poderse quedar hasta el día de Año Nuevo. En el aeropuerto se clavó una astilla en la mano al pasarla por una barandilla, y se hizo sangre. Restañó la sangre con un pañuelo y no se preocupó en pedirle yodo a la azafata del avión.

Abajo quedaban las luces de Tokyo. ¡Qué ciudad tan maravillosa, parecía tener vida y respirar mientras la observaba! ¿Qué le importaba a él que continuamente la gente muriera en ella, que hubiera asesinatos?

En el aeropuerto le recibió su mujer.

—Bien venido a casa —le dijo, sonriente—, ¿has tenido buen viaje?

Decidieron pasear por las bulliciosas calles de Shinsaibashi antes de cenar. Fueron a un bar donde conocían a Taneko y se hizo medianoche antes de que se dispusieran a cenar. Tenían reservada una mesa para dos, y esta Nochebuena siguieron su costumbre anual de encargar pavo y descorchar una botella de champán.

—¿Te acuerdas de la Nochebuena en Nueva York? —dijo él, brindando.

—Naturalmente. Fuimos al Très Bon.

—Cierto. ¿Bailamos? —añadió, cambiando de tema.

Taneko vestía un traje negro escotado, con una orquídea de adorno. Bailaba muy pegada a él, sin preocuparse de si aplastaba o no la flor.

—El Très Bon —recordó anhelante cuando volvieron a la mesa—. Éramos tan jóvenes y conocíamos tan poco la ciudad que tuvimos que volver allí en Nochevieja.

—Sí, es verdad.

—Y a medianoche, cuando sonaron las campanadas, todo el mundo besó al que tenía al lado aunque fuese un completo desconocido.

—Sí, muy americano, ¿verdad?

—Pero era encantador. Cómo me gustaría que volviera esa época.

Se acercó a él y su pelo le acarició el rostro. Ichiro no pudo controlar la repugnancia que le invadió y se echó atrás con rapidez. Disimuló su gesto metiendo un dedo en el cuello de la camisa y estirándolo hacia fuera.

—La lavandería del hotel sigue sin saber cómo almidonar correctamente una camisa —se disculpó.

Su mujer recuperó la postura y permaneció silenciosa. Una vez más habían topado con esa barrera sólida e invisible que parecía separarles eternamente.

—Ya no puede ser —murmuró Ichiro como hacía siempre en esas ocasiones.

Su mujer continuó silenciosa. No supo discernir si lo que brillaba en sus ojos era el reproche o la piedad.

Después de cenar, fueron de bar en bar, simulando pasarlo bien con los músicos callejeros, cantando canciones y bebiendo mucho. Antes de que se dieran cuenta dieron las tres de la madrugada y el alcohol parecía haber borrado la hostilidad existente entre ellos.

Decidieron que no era prudente conducir en su estado y dejaron el Mercedes Benz en un garaje. Caminaron cogidos del brazo hasta encontrar un taxi que aceptara llevarlos a Ashiya. Cuando atravesaron el portón de piedra se encendió la luz del porche y el ama de llaves apareció ante ellos como un fantasma.

—Bien venida a casa, señora —dijo con sus anticuados modales.

Tenía más de setenta años y estaba con ella desde que iba a la Universidad. Sus blanquecinos ojos no pestañeaban al mirarles. Había hecho el papel de madre de Taneko desde hacía mucho tiempo, e Ichiro tenía problemas para tratarla correctamente. Esta noche había utilizado la misma fórmula de cortesía que utilizó cuando volvieron casados de América.

—No tenías que habernos esperado —protestó Taneko.

El ama de llaves ignoró el comentario y se ocupó de cerrar la puerta.

Miraron en el comedor, por si el padre de Taneko seguía despierto y, al ver que no era así, subieron las escaleras en dirección a su cuarto.

Ichiro se duchó, y al salir del cuarto de baño, encontró a su mujer desmaquillándose.

—Has estado citando a Hamlet toda la noche, querido. Ya sabes, esa frase de «ser o no ser». ¿Qué querías decir con eso? —le preguntó al verle aparecer.

Ichiro miró en el espejo cómo se cepillaba el largo cabello negro.

—Nada en particular. Suelo pensar en la muerte de vez en cuando.

El pelo mojado enmarcaba su rostro, contrastando fuertemente con la mortal palidez de la cara, produciendo una combinación de extraña belleza.

Siguió cepillándose y, al poco, volvió a preguntar con el mismo tono inexpresivo:

—¿Desde cuándo te has vuelto tan morboso?

—No lo sé…

La dio la espalda y apagó la calefacción, mientras ella se metía en el cuarto de baño. En su ausencia, se tumbó en la cama, inmóvil, con los ojos abiertos. Cuando Taneko salió llevaba una bata de color beige.

—Bueno, después de todo, no estamos divorciados, ¿verdad? —dijo, quitándosela.

Permaneció inmóvil un momento, desnuda, antes de meterse en la cama. Su cuerpo se convirtió en una silueta al pasar ante la lámpara de la mesilla de noche, que proyectó su sombra en el techo.

—Quizá sea porque somos cristianos —replicó sin moverse en voz tan baja que apenas podía oírse.

Su mujer se apoyó en la cama y estudió su perfil.

—Sabes, sigues siendo muy importante para mí. Sigo sintiendo que eres la mitad de mi ser.

El silencio dominó la estancia sin ser roto siquiera por el ruido de las respiraciones. Ichiro se levantó de la cama y miró a su mujer mientras permanecía de pie en el frío suelo. Estaba inmóvil y creyó ver sombras, bajo los cerrados párpados. Se acercó a ella apartando las sábanas y descubriendo su cuerpo blanco, pero ella siguió sin moverse. Enterró el rostro en su pubis y puso las manos en sus pechos. Continuó inmóvil. Al poco, levantó la cabeza. Su piel era suave pero no tanto como la de sus víctimas.

Pensó en el niño que nació obscenamente deforme y se interpuso entre su mujer y él. Volvió a intentarlo, besando frenéticamente los pechos, la cintura, las axilas… Se agitó espasmódicamente, pero continuó con los ojos cerrados.

Al poco, desistió y empezó a llorar. Pero ¿eran lágrimas o una risa histérica, causada por la desesperación? Una vez más volvía a ser impotente con su mujer, tal y como lo había sido una semana antes… una quincena antes… un año antes… dos años antes…

Taneko abrió los ojos y le miró en silencio. Su mirada bastaba para matar cualquier emoción.

Volvió a su lado de la cama con las manos colgándole a los lados, con la triste actitud del luchador derrotado.

2

El 5 de enero, Ichiro tomó el avión del mediodía con destino a Tokyo. Contrariamente a su costumbre, tenía asiento de ventanilla. El cielo era claro y sin nubes y, desde esa distancia, podía ver el blanco cono del monte Fuji. Mirando la inmaculada montaña que se recortaba contra el cielo azul, le resultaba imposible admitir que había asesinado a dos jóvenes a finales del pasado año. El recuerdo de Fusako Aikawa, yaciendo desnuda y muerta en la oscura y triste habitación de Koenji, seguía rondándole la cabeza. ¡Qué estúpido había sido al pensar que podían achacarle ese crimen! Temía el escándalo y no quería verse relacionado con el asunto. Eso era lo que había pasado.

De todos modos, sería mejor que, a partir de ahora, dejara de utilizar el nombre de Sobra. Tendría que cambiar el nombre del pasaporte por otro que sonara más británico, algo de sonoridad más grave y tradicional. Hume podría valer, o quizá sería mejor Wigland.

Los dos nombres estaban bien. Se dedicaría a modificar el pasaporte en sus ratos libres, igual que otros ejecutivos lo dedicaban al bricolaje.

Bueno, ya era hora de que cambiara, y le resultaba muy fácil cambiar de vida. El obsesivo miedo a que alguien estuviera tras su pista se le desvaneció de la mente. Aceptó una taza de té que le ofreció la azafata. Cerca de él, un extranjero gordo se concentraba en el crucigrama del periódico. Se sintió aislado y seguro en ese entorno constituido por el extranjero gordo, la azafata y los demás pasajeros. Empezó a pensar que estaba realmente a salvo. Todo lo que tenía que hacer era abandonar el nombre de Sobra y desaparecer toda conexión entre los asesinatos e Ichiro Honda. En el vaho de la ventanilla escribió el nombre de «Sobra» y a continuación lo borró.

Existe un juego llamado «cabezas y colas», o algo así, en el que uno utiliza la última sílaba de una palabra para empezar otra. Aunque es un juego para dos personas, Ichiro se distrajo jugando consigo mismo. Empezó con «Sobra» y siguió a partir de ahí. Jugando este juego de encadenamientos se le ocurrió otro punto en común en los asesinatos. No podían declararle culpable. Siempre había tenido coartada. Las coartadas se encadenaban, igual que las palabras del juego.

Por ejemplo, mientras asesinaban a la cajera en su piso de Kinshi-Cho, el 5 de noviembre, él estaba con Fusako Aikawa en su apartamento, situado al otro lado de la ciudad. Aunque le consideraran sospechoso estaba a salvo de que le declararan culpable, aunque no lo estaba del escándalo que surgiría por acostarse con una mujer que no era su esposa. Tenía coartada.

Y, volviendo a encadenar una cosa con la otra, cuando estrangularon a Fusako Aikawa él estaba con la estudiante de arte. Admitamos que los dos pisos estaban más próximos esta vez, pero él estaba en ese momento en Asagaya con Mitsuko. Tenía una coartada indestructible para cada caso.

¿Indestructible? ¿No fallaba nada?

Fusako Aikawa, su coartada para el asesinato de la cajera, estaba muerta. En este caso su coartada resultaba ilusoria. Miró por la ventana, pero tan sombríos pensamientos borraban la belleza del paisaje.

Si le preguntaban dónde estaba la noche que mataron a la cajera, no tenía testigos que hablaran en su favor. ¿Por qué no se habría dado cuenta antes? Se maldijo por su estúpido entusiasmo.

Vistos bajo esa luz, los dos asesinatos estaban firmemente entrelazados. Ahora ya no pensaba en dos incidentes separados, sino en una secuencia de acontecimientos.

¿Habrían matado a Fusako Aikawa para que no tuviese coartada? En algún rincón de su mente le pareció escuchar la burlona risa del asesino. ¿Cuál era su móvil? ¿Estaba fantaseando demasiado? ¿Quién era el que más perdía con la muerte de Kimiko Tsuda?

Alguien intentaba implicarle en el asunto.

Al terminar el razonamiento lógico, se convenció de que su teoría era totalmente correcta. Habían cometido los dos asesinatos para inculparle a él. Se removió en el asiento y gruñó. El extranjero gordo levantó la vista del crucigrama y le observó con atención antes de volver al pasatiempo.

Y si fuera cierto…

Entonces, el asesino volvería a atacar para destruir su última coartada. Mataría a Mitsuko Kosigi. Era el último eslabón de la cadena.

El altavoz anunció el aterrizaje y pidió a los pasajeros que se abrocharan el cinturón. Por la ventanilla podía ver las cercanías del aeropuerto de Haneda, y aún seguía sin comprender para qué querría alguien atraparle de esa manera.

En cuanto salió de la terminal, telefoneó al apartamento de Mitsuko. La ronca voz del recepcionista le dijo que estaba pasando las fiestas en casa de su familia y que no volvería antes del día quince. Colgó el auricular y se quedó sumido en sus pensamientos un buen rato antes de coger un taxi que le llevara al Toyo.

3

La estrecha vereda que llevaba al piso de Mitsuko Kosigi no estaba iluminada, y la bordeaba una cerca que la separaba del asfalto. La oscuridad era total y la húmeda neblina reinante no ayudaba a aumentar la visibilidad. Ichiro Honda se ajustó el sombrero impermeable, se subió el cuello de la gabardina y se dirigió al callejón. Los travesaños de piedra apenas emergían del negro lodazal, y tuvo que poner cuidado en no resbalar.

Antes de entrar miró por encima de la cerca y vio luz tras las cortinas de la ventana de Mitsuko. Estaba en casa. Aliviado, abrió la puerta delantera y entró. Abrió el compartimento para zapatos que tenía el nombre de «Kosigi» y metió dentro sus Guccis. En el interior había unas zapatillas de mujer de color marrón.

Pasó por el vestíbulo. El mostrador estaba vacío y a oscuras, tal y como le dijo Mitsuko que estaría a esas horas. Giró a la izquierda y se dirigió al ancho pasillo que conducía a su habitación.

El pasillo giraba bruscamente a la izquierda antes de llegar a su puerta formando un ángulo recto, de tal manera que, si te colocabas ante ella, resultabas invisible para el resto del corredor. Nadie le vería ni le haría preguntas.

Le llegó el sonido de un televisor. Ya eran las 23, 30; algún vecino estaría viendo el último programa de la noche. En el piso de arriba se oía ruido de pasos. Exceptuando estos dos sonidos, el edificio estaba en total silencio. Entró en el pasillo.

Al llegar a la puerta, llamó con los nudillos, ligeramente primero, con más fuerza después. No contestaron. Se apoyó en la alacena de las escobas, situada frente a la habitación, y pensó qué haría a continuación.

Intentó abrir la puerta y, al igual que le pasó en el apartamento de Fusako, se abrió al tocarla.

Entró y cerró la puerta tras de sí. Ante él tenía el sumidero, y a la izquierda la cortina que, sujeta a una barra, daba acceso a la habitación principal.

—¿Estás en casa? —preguntó con calculado tono dubitativo.

No le respondió nadie. Empezó a sentirse presionado y le pareció que el corazón le latía más de prisa. Por mucho que lo intentara, no podía olvidar la muerte de Fusako Aikawa. ¿Encontraría también a Mitsuko Kosigi desnuda y… muerta?

Agarró la cortina con una mano e hizo una pausa para recuperarse. Tuvo la premonición de que allí dentro sólo encontraría un cadáver, y se forzó a correr la cortina.

En la habitación no había nadie.

Pero había señales de que alguien había estado allí apenas unos minutos antes.

Entró en la habitación y se sentó en una silla giratoria situada frente al escritorio. Miró a su alrededor. Le había telefoneado tres horas antes, apenas regresó de sus vacaciones, y le había propuesto una cita a las nueve y media en la ciudad. Se alegró de recibir su llamada e insistió en que fuera a su piso.

—Te prepararé unos… er, pasteles especiales de año nuevo.

No parecía muy segura de hacerle entender la palabra «mochi» en idioma inglés. Recordó su voz al ver los pasteles de arroz envueltos en periódicos encima de la mesa. Pensó que habría salido a por especias, y encendió un cigarrillo para entretener la espera.

Mientras fumaba, llenando de humo la pequeña habitación, examinó todo lo que tenía a su alrededor. Era, a todas luces, la habitación de una estudiante de arte, con libros de pintura en las estanterías y lienzos apoyados en la pared. El armario estaba entreabierto, y por la abertura asomaba una falda de seda roja. No se había acostado con una mujer desde hacía un mes, y al ver la ropa de cama que también sobresalía, sintió que el deseo crecía en su interior. Bostezó e hizo que la silla girara, dando media vuelta. Crujió ruidosamente en la silenciosa habitación.

Ahora tenía ante sí un guardarropa de madera de nogal con un espejo en la puerta. Sin pensarlo se miró en el espejo. Éste le devolvió la imagen de un rostro despeinado y, a la escasa luz de la habitación, de gesto rígido y nervioso. No era un rostro muy saludable.

En ese momento vio un trozo de tela marrón que asomaba por la cerrada puerta del guardarropa. Sin pensarlo, se llevó la mano a la corbata que llevaba puesta y que no era la de seda marrón que tanto le gustaba. Había algo familiar en esa tira de seda cinco centímetros de ancha. Parecía del mismo color que su corbata favorita.

Se levantó de un salto y se dirigió al guardarropa. Aquí había un misterio que debía resolver. ¿Qué hacía su corbata en la habitación de Mitsuko Kosigi? Alargó la mano para agarrar el pomo, pero el gesto era vacilante y falló.

Dudaba en abrir el guardarropa de otra persona sin permiso, pero, al fin y al cabo, se dijo, sólo iba a comprobar una cosa. No había nada malo en ello.

El guardarropa debía de ser nuevo y tuvo problemas para abrir la puerta. No lo consiguió hasta que hizo fuerza con todo su cuerpo. Tiró fuerte, la bisagra chirrió, la puerta se abrió y…

El cadáver de Mitsuko Kosigi cayó del armario y quedó colgando, apoyado en su cuerpo. La cogió en un acto reflejo y lo puso en pie sujetándolo, notando de paso que el cuerpo aún estaba caliente. Podía oler la fragancia de su cabello por encima del aroma medio dulce, medio agrio que había notado en la habitación de Fusako Aikawa.

Apartó la cabeza horrorizado y volvió a meter el cadáver en el guardarropa, cerrando la puerta con fuerza. Le temblaban las manos y los dientes le castañeteaban. Apenas podía respirar. Su cuerpo parecía haber echado raíces donde estaba.

—Es horrible. Es horrible —gemía.

Aún sentía en los dedos el tacto de la piel rígida de la mujer. Se restregó las manos en el pantalón, como si pudiera quitarse así la sensación.

El cadáver estaba arrodillado para que cupiera en el guardarropa, con las manos colgándole fláccidamente a los lados. ¡Y tenía su corbata alrededor del cuello! Quiso gritar, pero se le heló la voz en la garganta.

Volvió a sentarse en la silla. El cuerpo le temblaba de angustia y miedo. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué podía hacer? Encendió un cigarrillo y cogió un cenicero, de manera totalmente mecánica.

¿Debía llamar a la policía? ¿Al encargado del edificio? Verse envuelto en algo así sería su ruina. Pero, si huía… ¿Qué pasaba con su corbata? Hiciera lo que hiciera, debía recuperar primero su corbata. «Estaba en mi guardarropa en Yotsuya. ¿Quién la ha traído aquí? ¿Quién se la puso al cuello? —pensaba con creciente furor—. Es algo deliberado, es otro montaje».

¿Cómo podía liberarse de esta trampa?

No se le ocurrió pensar que cuanto más intentaba librarse de ella, más atrapado se veía.

Volvió al guardarropa y lo abrió. Esta vez, el cadáver de Mitsuko Kosigi no cayó fuera. Estaba tal y como lo había metido: la cabeza colgando en postura anormal, el pelo revuelto y las manos totalmente fláccidas.

Conteniendo las náuseas, se agachó y aflojó la corbata que le mordía el cuello. La habían anudado con fuerza, y cuando la quitó pudo ver las lívidas marcas de la estrangulación. Dobló la corbata y se la metió en el bolsillo mientras cerraba la puerta volviendo a esconder el cadáver.

Se dirigió a la salida, se detuvo y miró a su alrededor por si olvidaba algo. Volvió a detenerse cuando tocó el pomo de la puerta y volvió a mirar. No notaba nada. Se palpó la cabeza comprobando que llevaba el sombrero y, satisfecho, empujó la puerta para salir.

No se abrió.

Le subió la sangre a la cabeza y casi cayó desmayado. Tenía que abrirse, había pasado por esa puerta unos minutos antes, ¿no? Debía de estar atascada. Agarró el pomo con fuerza, lo giró y empujó con todo su peso. La madera crujió, pero no se abrió.

Estaba cerrada.

Se agachó y miró por el ojo de la cerradura. Lo único que pudo ver fue la bombilla del pasillo y la puerta del armario de las escobas. No había nadie. Se incorporó y volvió a la habitación.

«¿Por qué está cerrada? ¿Por qué está cerrada?», se preguntaba continuamente.

Se encogió en el suelo como un animal enjaulado, abrumado por la inutilidad de sus esfuerzos. Entonces, vio la ventana.

Su vía de escape.

En el exterior, se oyó el ladrido de una bocina y se sobresaltó. El chirrido de los frenos, los pasos del piso superior, el sonido del televisor, la apagada música… todo parecía atacarle los nervios. Por muy lejos que estuvieran los sonidos, ahora parecían muy cercanos. Las paredes de la habitación le aprisionaban, todo se desvanecía a su alrededor. ¡Tenía que huir!

Se encaminó a la ventana y agarró la cortina antes de darse cuenta de que podían verle. Volvió atrás y apagó la luz fijándose estúpidamente en la película de polvo que cubría la pantalla de la lámpara. Tanteando en la oscuridad, abrió la ventana.

Afuera no había nadie.

Se apoyó en los pies enfundados en calcetines y saltó al exterior. Cerró la ventana procurando no hacer ruido, notando como el húmedo y resbaladizo suelo le mojaba la planta de los pies.

Volvió al portal, atisbo el interior y abrió cuidadosamente. Se cercioró de que no le veía nadie y abrió el cajetín de los zapatos con el nombre de «Kosigi». Metió la mano en el interior.

¡Sus zapatos habían desaparecido!

Estaba seguro de haberlos metido. ¿Qué diablos podía haber pasado? Palpó todo el interior, las zapatillas seguían allí, pero sus zapatos, no. El miedo trepaba por su espina dorsal a medida que iba abriendo enloquecidamente los demás cajetines. Sus zapatos no estaban en ninguno.

Oyó que se abría una puerta en alguna parte de ese piso y se echó atrás. Olvidó los zapatos y echó a correr, saliendo de la casa y golpeándose en una piedra. El dolor era angustioso y cojeó torpemente hasta llegar a la calle principal donde paró un taxi. Afortunadamente, el conductor no se dio cuenta de que no llevaba zapatos.

Pidió que le llevara a Yotsuya Sanchome y se derrumbó en el asiento trasero. Apoyó la frente en el frío cristal de la ventanilla, sumido en la desesperación. El aullante sonido de una sirena rasgó la oscuridad del exterior. ¿Habrían descubierto ya el cadáver? ¿Habrían llamado a la policía?

Se sintió perseguido, y se hundió aún más en el asiento. El taxista aminoró la marcha a medida que la sirena se acercaba más y más, y les pasó de largo con un impresionante despliegue de luces.

—Debe de haber fuego en alguna parte —le dijo el taxista a Honda, que suspiró aliviado al ver que se trataba de un coche de bomberos, y no de la policía.

Hizo que el taxi se detuviera antes de llegar al Meikei-So. No quería que recordara la dirección. Estaba volviéndose cauto.

Tuvo que caminar un centenar de metros con sólo los calcetines y se le empaparon los pies. El dedo gordo estaba hinchándose, y el dolor le dificultaba el paso. Cuando llegó a su habitación, se quitó los embarrados calcetines, uno de ellos manchado de sangre, y descubrió que se había roto la uña por la mitad. Se vendó el pie con un pañuelo y se masajeó el dedo.

Tenía que comprobar lo de su corbata. La sacó del bolsillo, la examinó y la tiró al suelo, como si fuera una serpiente venenosa. Tenía iniciales bordadas, y eran las suyas.

Esperando que se tratase de una casualidad entre un millón y resultara estar en un error, examinó su propio guardarropa. Quizá siguiera allí y esa corbata fuera de otra persona con las mismas iniciales… Notó un dolor ardiente en la mejilla izquierda y se tambaleó hacia atrás. Parecía que le hubieran clavado una aguja al rojo. Por un instante, todo se le volvió negro; y, entonces, se tocó la mejilla. Estaba sangrando. Miró al suelo. A sus pies había un delgado estilete sujeto a una vara de bambú. Habían puesto una trampa en el armario.

Alrededor de diez corbatas se agitaban burlonamente en la percha, y la marrón no estaba entre ellas. Se le llenaron los ojos de lágrimas. El tormento y el dolor habían convertido al don Juan en un niño llorón. Apretándose la mejilla con una mano, se tambaleó hasta el escritorio. El diario, que siempre tenía un pisapapeles encima, había desaparecido.

Se derrumbó boca abajo en la cama. Cuando se intentó mover al cabo de unos minutos, por un terrible y espantoso momento, no pudo ver nada y creyó haberse quedado ciego.

4

La mañana del 25 de enero, once días después de que huyera del piso de Mitsuko Kosigi, Ichiro Honda fue arrestado bajo la acusación de asesinato. La policía se presentó en la habitación 305 del hotel Toyo y se lo llevó.

La policía pudo seguir el rastro del hombre conocido como Sobra gracias a los zapatos manufacturados en Italia que aparecieron en el escenario del crimen. Eran unos zapatos muy especiales, y fue sencillo localizar a su propietario. Nunca había pensado en eso, y jamás se le ocurrió acudir a la policía a contarlo todo.

Desde el último asesinato había perdido toda iniciativa, y se limitaba a esperar lo que pudiera sucederle a continuación. Era como un insecto sin alas. Lo único que hizo en todo ese tiempo fue volver al Meikei-So tres días después. Le preocupaba que el taxista recordara la dirección, y esto acabó siendo la menor de sus preocupaciones. Descubrió, al entrar en su piso, que alguien se le había adelantado para quitar la trampa del bambú con el cuchillo en la punta. No se sorprendió, y siguió adelante con sus intenciones. Metió sus pertenencias en una bolsa e informó al encargado de que se iba y quería liquidar la cuenta.

Ató con cuerdas la bolsa y la envió a casa de sus padres, en Kagoshima, por vía férrea.

Todos los días, camino del trabajo, seguía el caso en la prensa. La policía buscaba a Sobra, lo que estaba bien porque nunca podrían identificarle con él. Su principal temor seguía siendo que le mezclaran en el asunto. Temía el escándalo en que se vería envuelto. De todos modos, se decía, no podía pasarle nada de eso.

Ya no salía por las noches. Se pasaba el tiempo tumbado en su habitación esperando que el asunto concluyera. Cuando dormía le invadían pesadillas en las que un peso enorme le aplastaba, y siempre se despertaba gritando y empapado de sudor frío.

Se enteraba de los progresos de la investigación comprando todos los periódicos y escuchando la radio cada vez que podía. Los periódicos publicaron que todos los crímenes habían sido cometidos por la misma persona. El día veintidós vio un programa de televisión en el que entrevistaban al encargado del caso, un hombre de cabello ralo y mirada desconfiada en los ojos. Poco podía pensar que, unos días más tarde, tendría a ese mismo hombre frente a él en la sala de interrogatorios. El policía dijo que el criminal había dejado en el lugar del crimen una pista vital, y que su arresto era cuestión de días. Quizá no fuera mañana, pero sería pasado mañana, o al otro. El mañana es algo que no llega nunca, pensó Honda desdeñosamente.

Pero llegó el día en que le despertó una llamada a la puerta de su habitación, y ésta se abrió para dejar paso a tres hombres, uno de ellos con una orden de arresto. Le agarraron, le esposaron como a un animal y le metieron en un coche.

Sentado en el coche que se dirigía a la comisaría, con un policía sujetándole cada brazo, no pudo por menos que recordar con nostalgia aquella mañana de noviembre en que le despertó alguien que caminaba en zapatillas por el pasillo del hotel. Fue el día del primer asesinato, cuando la suerte empezó a acabársele. ¿Qué había sido de la dulce libertad que disfrutaba entonces?

Los policías que tenía a los lados expelían olor a salmón ahumado y a sopa de guisantes con cebollitas. Olores domésticos que hablaban de paz y quietud hogareñas.

El interrogatorio duró veinte días, durante los cuales sólo pudo negar su culpabilidad. Empezó a preguntarse si estaba volviéndose loco. No quiso ver a nadie, ni siquiera a un abogado. La táctica de la policía no fue la acostumbrada de instarle a confesar. En su lugar acumularon más y más evidencias ante él y le preguntaban cómo era posible que negara ser culpable. Era una tortura psicológica que le impedía defenderse. Todas sus coartadas eran inútiles e inverificables.

Le preguntaron que dónde había dejado sus zapatos italianos, y cuando respondió que desaparecieron del cajetín de la entrada se rieron de él, diciéndole que habían aparecido envueltos en periódicos en el armario de Mitsuko Kosigi y que sólo tenían sus huellas digitales junto con las de ella.

Consiguieron su chaqueta de casa de sus padres, y de los bolsillos sacaron la corbata, junto con una media de nylon y una llave. Recordaba la corbata, pero no tenía recuerdo consciente de poseer la media utilizada en el asesinato de Fusako Aikawa, o la llave del piso de Mitsuko Kosigi.

Empezó a pensar que quizá, después de todo, era culpable, que quizás había cometido los crímenes sin ser consciente de ello.

Más tarde le dijeron que habían encontrado sangre de su tipo en los cuerpos de las mujeres, pese a insistir que había estado en sus pisos muy poco tiempo. La evidencia apuntaba a que había estado el suficiente para mantener intercambio carnal con sus víctimas.

Tenía un grupo sanguíneo muy raro que coincidía con el de una mancha de sangre localizada en uno de los lugares del crimen: AB Rhesus negativo. Sólo lo tenía una persona de cada dos mil, y él era una de ellas. No supo qué decir.

Y volvió a encerrarse en el silencio, sin reaccionar a nada de lo que le dijeran o mostraran. Cuando quedó emplazado a juicio, se pasaba el tiempo sentado en su celda, mirando al vacío, preguntándose, una y otra vez, «¿quién ha sido? ¿Quién ha sido?».

Pronto dejó de repetirse la pregunta, porque, en el fondo de su corazón, sabía que jamás conocería la respuesta.