La segunda victima

19 de Diciembre: Fusako Aikawa muere estrangulada en los apartamentos Akebono-So, en el distrito XX, Koenji, Suginami-Ku.

1

A las 8 de la tarde del 19 de diciembre, Ichiro Honda estaba en la plataforma de observación de la torre de Tokyo. Le acompañaba una chica, estudiante de una escuela de arte, a la que había conocido hacía una semana.

Llevaba una gorra ligeramente ladeada hacia atrás y el abrigo desabrochado. Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos. Esta vez, era corresponsal del The Times de Londres. Era su tercera cita con la chica, Mitsuko Kosigi. La consideraba una nuez difícil de romper, y se estaba tomando el tiempo necesario, pero tenía que volver a Osaka en Navidad y aquella noche era su última oportunidad. Debía atacar, pasara lo que pasara. La vigilaba con el rabillo del ojo, preguntándose cuál sería la mejor manera de actuar.

Mitsuko contemplaba el aspecto nocturno de la ciudad, las luces la hacían parecer engarzada en pedrería. Sus ojos sin maquillaje brillaban ante el espectáculo. Su cara no era perfecta, pero su cuerpo, en contraste, se había desarrollado maravillosamente y tenía un aire de inmadurez que atraía mucho a Honda. Tenía sólo diecinueve años. Hacía tiempo que no había disfrutado de una mujer tan joven y no estaba dispuesto a dejarla escapar.

La había conocido en el Museo de Arte Occidental de Ueno cuando abocetaba una estatua que representaba un hombre muy musculado. Ichiro había adquirido la costumbre de visitar los museos un par de veces al mes por considerarlos terrenos de caza muy fructíferos. Alabó su trabajo y se presentó como corresponsal de un periódico extranjero. Fueron juntos a la cafetería del museo y tomó un té y una pasta con el desaliño típico de los extranjeros. En la conversación descubrió que ella estaba de vacaciones y la convenció para que le hiciera de guía. Al día siguiente, le llevó a un recorrido en autobús por los cabarets de Yoshiwara y Akasaka, y a una representación kabuki, en vez de los lugares típicos de turistas. Esta noche le había llevado a cenar y ahora visitaban la torre de Tokyo.

Escuchó atentamente todas sus explicaciones, pero no pudo dejar de fijarse en su bonita guía cuando recorrían la ciudad en autobús. Tenía el pecho grande y unas nalgas desafiantes. No le preocupaba que se diera cuenta que la miraba. En el teatro Kabuki probó a su nueva presa poniéndole la mano en la rodilla. Ella le ignoró y siguió mirando la representación con la vista fija en el escenario. ¿Era así cómo le gustaba? ¿Pretendiendo que no pasaba nada, por mucho que él avanzara? La mera idea le irritaba.

De repente, se tensó y murmuró un «vergonzoso» en inglés.

—¿Cómo? —preguntó, mirándole a la cara.

—No, nada. Nada —respondió embarazado.

Le había venido a la memoria el recuerdo de una velada teatral en América, donde se sintió atraído por una mujer blanca que llevaba medias negras. ¿Por qué le asaltaba ahora aquel recuerdo en el teatro Kabuki? ¿Y qué fue lo que le hizo suspirar por la mujer blanca? ¿Una vida de estudiante demasiado monacal? Y, de todos modos, ¿no era lógico sentir esos deseos a semejante edad? Sí, claro que sí, pensó relajándose. ¿Por qué lo habría recordado en aquel momento? Sonrió tranquilizador a su acompañante.

—No pasa nada, repitió.

Un poco más tarde, volvió a colocar la mano en su rodilla y recorrió un poco el muslo, saboreando la sensación de lujuria insaciable.

Ahora estaban en la torre de Tokyo y tenían delante un grupo de colegialas que parecían haber terminado con el telescopio. Las niñas se marcharon parloteando con acento pueblerino y condujo a Mitsuko hasta el telescopio. No había nadie cerca.

—¿Quieres echar un vistazo? —preguntó, sacando una moneda de su bolsillo.

—¡Sí, sí! ¡Me gustaría saber qué se ve!

Se acercó al telescopio e Ichiro introdujo la moneda. Puso una mano en su hombro y acercó su cara a la suya como si fueran a compartir la vista. Ella se estremeció ligeramente al darse cuenta de que la tocaba, y eso le llenó de emoción. Transcurrieron tres minutos y la lente se cerró con un clic. Colocó los labios en su mejilla y ella no se movió. Hizo que girara la cabeza para que sus labios se encontraran, y siguió sin resistirse ni cooperar. De repente, detectó un movimiento con el rabillo del ojo. ¿Les miraba alguien?

Se quedó inmóvil y miró a su vez. El movimiento provenía de una enorme pecera llena de peces tropicales. Si había alguien vigilándoles se habría dado cuenta de que le habían descubierto y se habría retirado por las escaleras. Lo único que veía ahora eran peces nadando bajo la luz artificial.

Besó a la chica manteniendo la vigilancia en la pecera, pero siguió sin ver a nadie. Algún colegial, pensó; se sintió estúpido y retrocedió, dejando que Mitsuko tomara aire. La saliva brillaba en sus labios. Volvió a besarla y su atención se desplazó de la pecera a las sensaciones que recibía de la punta de la lengua. Algo se movía, pero no era más que otra pareja como ellos, buscando un rincón discreto. Abrazó a Mitsuko con más fuerza y la volvió a besar.

Cuando bajaban en el ascensor, abarrotado de gente, volvió a sentirse vigilado, pero no pudo localizar a nadie en especial.

Pararon un taxi en la salida y se sentó cerca de ella, rodeándola con un brazo y besándola furtivamente. Les interrumpió un taxi que parecía seguirles de cerca y que les iluminó con sus faros. Se vio obligado a desistir para no hacerse notar.

Fueron a un bar, y luego a una cervecería en la que los borrachos les miraban con curiosidad. Luego fueron al Shinjuku, a otro bar, y a una tienda de sushi. Para entonces había olvidado todos los temores a ser seguido que tenía en la torre de Tokyo. De hecho estaba casi completamente borracho, y la chica empezaba a mostrar los mismos síntomas. Habitualmente no bebía mucho, pero esta noche la había inducido a beber más de la cuenta y había demostrado tener más resistencia que él. Ya era la una de la madrugada cuando empezó a sentirse inseguro al caminar.

—Vámonos a un hotel —dijo.

Para su sorpresa rechazó la invitación con firmeza, así que llamó un taxi y pidió que les llevara a Asagaya, la zona donde estaba el apartamento de Mitsuko. Pareció relajarse al oírlo y se arrimó a él en el asiento trasero del coche. Quizá todavía podía caer la pieza, quizá quería invitarle a su apartamento.

Y así sucedió.

—¿Quieres subir conmigo? —preguntó cuando bajaron del taxi.

La siguió por un estrecho callejón empedrado. Vivía en un edificio de dos pisos apenas entrado el callejón.

—Lo siento. Vas a tener que quitarte los zapatos. Es una casa japonesa —le dijo al periodista del Times.

En el vestíbulo de la entrada había un armario para los zapatos, con compartimentos separados para cada vecino —unos treinta, según parecía—. Abrió el compartimento marcado con el nombre «Kosigi» y le dio unas zapatillas.

—Así se escribe mi nombre, este carácter significa «pequeño» y éste, «cedro». Nuestra forma de escribir es muy interesante, ¿verdad?

Ichiro Honda asintió y miró con gesto fascinado los demás nombres, representando el papel de un extranjero fascinado por la caligrafía japonesa. Los nombres estaban escritos de muy diversas maneras, algunos en sucios trozos de papel y con manchas de tinta semitapando el nombre. Deslizaba el dedo por cada signo mientras escuchaba la traducción que le hacía Mitsuko de cada nombre. Se paró en la tarjeta más reciente.

—Obana. «Pequeña cola». Un nombre divertido. Es nueva. Está en la habitación 209. Me pregunto en lugar de quién habrá venido.

El nombre resultaba familiar, y Honda intentó situarlo mientras subía por las escaleras, pero no lo consiguió. En su estado, había olvidado completamente que era el nombre de la telefonista que se había suicidado.

La escalera de la entrada, el portal y las escaleras que conducían a los pisos superiores eran muy espaciosas y evidenciaban que, antiguamente, el edificio había sido un hospital. Donde había estado el mostrador de recepción, justo bajo la escalera, habían instalado un teléfono público.

La habitación de Mitsuko estaba en la parte más alejada de la planta baja. Era pequeña, con un fregadero y una cocinita de gas. Había un cuadro inconcluso en un caballete, y muchos otros colgados en las paredes. Los examinó atentamente mientras Mitsuko preparaba café. Lo bebieron y se le notó que no sabía qué hacer a continuación. Jugueteó con los libros y el abrecartas que había en la mesa antes de coger una figura de barro. La examinó nerviosamente, simulando que no sabía qué hacer con sus manos, esperando su oportunidad. La miró y creyó detectar una creciente ansiedad en sus ojos.

Era la oportunidad que estaba esperando. Ella pareció adivinar lo que pensaba porque abrió la boca para hablar.

—Estás… —se interrumpió, pensando que quizá no la entendería.

Honda se acercó y colocó la mano en su rodilla. Ella la rechazó pero sólo consiguió avivar su deseo, y él se echó encima, tirándola al suelo y atacándola con manos y labios. Se resistió con ferocidad.

Después de treinta minutos Honda se rindió. No podía creer que estuviera pasándole eso a él… ¿Por qué? Se separó de ella y la miró a los ojos.

—Lo siento. Hoy no tengo ganas —le dijo.

Se arregló la falda que casi le había quitado en la lucha. Tenía lágrimas en los ojos.

Ichiro se preparó para marcharse. Se levantó y se dirigió a la puerta. A medio camino se detuvo.

—¿Tienes novio?

—Oh, no. No tengo ninguno.

Sonrió en silencio, se giró y besó la prometedora boca con sus labios secos. Era lo menos que podía hacer. Esa mujer era distinta a la que había aceptado sus besos, con el cuerpo temblándole de emoción, en la torre de Tokyo apenas unas horas antes. Ahora la veía tal y como era de verdad: obtusa… egoísta… una mujer perdida en sueños de amor verdadero… ignorante… nada.

—¿Me das tu número de teléfono, por favor?

Se lo escribió en letras grandes y le dijo que le llamara antes de las 10 de la noche que era cuando podía llamarla el recepcionista. Se levantó para acompañarle a la puerta, pero se negó y salió solo.

Al dejar el edificio miró atrás; no había ninguna luz encendida. Parecía que no había nadie despierto a esa hora. Llegó a la carretera y empezó a caminar en dirección a Shinjuku. Se subió el cuello del abrigo y se resguardó las manos en los bolsillos. En su interior rumiaba el fracaso. Se puso a pensar en su mujer, que soportaba pacientemente su soledad en Osaka, a centenares de kilómetros de allí. Tal vez fuera autocompasión pero consideraba que sus empresas infructuosas eran lo que servía de puente entre ellos. «Sólo lo hago por eso… por eso desperdicio mi tiempo cazando mujeres», pensó durante un segundo, pero volvió al presente al ver un taxi. Subió y le dijo que le llevara a su apartamento en Yotsuya Sanchome. Cambió de opinión y decidió hacerle una visita a Fusako Aikawa, la mecanógrafa que había conocido en el cine. Su apartamento estaba sólo a una parada de metro de donde se hallaba. Salió del taxi cerca del apartamento y caminó los últimos metros que le separaban de él. No sentía deseo alguno de estar con una mujer, pero necesitaba algo que le distrajera del vacío que había sentido al caminar por la carretera.

Tuvo problemas para encontrar el edificio, pero acabó consiguiéndolo y pudo llegar al jardín de la entrada, que estaba enfangado por un desagüe atascado. En la tenue luz del jardín pude ver algo de ropa interior en el tendedero que alguien había olvidado retirar por la noche. Las ropas flotaban como blanquecinos fantasmas en la oscuridad.

En el interior, le esperaba la escalera como una enorme boca dispuesta a devolverle en cuanto pusiera los pies encima.

2

Con una sombra de duda, llamó con cuidado a la puerta de Fusako Aikawa, pero no obtuvo respuesta. La última vez que la vio estaba dormida, con el camisón de raso levantado sobre el pecho, y la lasciva imagen flotó ante sus ojos. ¡Qué seductora le pareció entonces! Apoyó el oído en la puerta e intentó oír algo, pero el interior permanecía en silencio.

Hasta ese momento había estado en el apartamento tres veces. La primera vez le llevó Fusako, pero las otras fue por su cuenta y siempre había sido bien recibido, aunque fuera la una de la madrugada. «Puedes venir siempre que te apetezca» dijo al joven estudiante argelino. Sentía en ella un algo protector, diferente de lo que sentían hacia él las demás víctimas, lo que le daba un sentimiento de seguridad.

Miró el reloj: ya eran las tres menos diez. Volvió a llamar con cuidado para no atraer la atención de los vecinos, pero siguió sin recibir respuesta. Era ya tarde y debía de dormir profundamente, pensó. Decidió irse a casa, pero le asaltó ese impulso que te induce a intentar abrir una puerta, aunque de antemano sabes que está cerrada y no hay nadie en casa. Giró el pomo. La puerta no estaba cerrada y entró en el apartamento.

En el interior, flotaba un aroma dulzón, extraño y algo pegajoso que recordaba al de un hospital, dulce y agrio a la vez. Encendió la luz y vio a Fusako tumbada en la cama, completamente desnuda, con las piernas abiertas y las manos a los lados. La cabeza girada a un lado. ¿Estaría durmiendo desnuda con aquel tiempo tan frío?

Se acercó a ella y la miró de cerca. Tenía el rostro hinchado y de color púrpura. Una franja roja tan gruesa como un cinturón le recorría el cuello. Parecía que la habían estrangulado. Acercó una mano a su vientre, tan rosado, y por un instante le pareció que respiraba. ¿Estaba muerta de verdad? Pero no había duda de que lo estaba.

Retrocedió, pero, al mismo tiempo que el terror le invadía, se sintió atraído hacia ella por el deseo. Salió corriendo de la habitación y apagó la luz, borrando así la visión del cuerpo desnudo. Mientras se arrastraba escaleras abajo se dio cuenta del deseo momentáneo que había tenido de violar el cadáver de Fusako, y se supo capaz de semejante acto.

Pero, pensaba… ¿Qué podía haber colocado a Fusako en semejante postura? ¿A qué otro hombre había permitido entrar en su habitación? Sintió como si la muerta le hubiese traicionado. No sabía que su muerte no era más que un eslabón de la cadena de acontecimientos que causarían su perdición.

Se alejó rápidamente del apartamento y no se encontró con nadie durante un rato hasta que, al llegar a un cruce bien iluminado, se topó con un policía. Se miraron mutuamente pero Ichiro no dijo nada. El policía se limitó a mirarlo mientras se daba golpecitos con la linterna. Se marchó sin decir palabra. Honda no tenía intención de denunciar el asesinato que acababa de descubrir.

Tomó un taxi en Olympic Street y, con tono deprimido, dijo que le llevaran a Yotsuya Sinchomo. Se sentó en el coche y repentinamente se le ocurrió que el asesinato de Fusako Aikawa era muy similar al de la cajera del supermercado acaecido dos meses antes. También la habían estrangulado por la noche, aunque en su caso habían encontrado un cordón del camisón atado al cuello. Y aún había otra coincidencia más: la noche que asesinaron a Kimiko Tsuda en Kinshi-Cho… ¿no se había acostado con Fusako por primera vez? Y esta noche… ¿no había esperado disfrutar de Mitsuko Kosigi? ¿Precisamente la noche que Fusako Aikawa había sido asesinada? Le asaltaron espantosas premoniciones pero intentó mantenerlas a raya murmurando continuamente: «¡No! ¡No!». Después de todo, la visita a Fusako había sido una idea repentina y casual. Si no hubiera intentado abrir la puerta, se habría marchado totalmente ignorante de lo que había pasado, así que la muerte de Fusako nada tenía que ver con él. Pero en el fondo seguía oyendo una vocecita susurrándole: «¿De verdad crees eso? ¿De verdad crees que su muerte no tiene nada que ver contigo?». Y esa voz no podía acallarla.

El taxi paró ante su piso y Honda le dio un billete de 500 yens al conductor, diciéndole sin pensar que se guardara el cambio. El conductor se quitó la gorra y le saludó, dándole las gracias efusivamente. Y, al hacerlo, memorizó la cara de aquel cliente tan extraño que le había pagado el doble de la tarifa. Acababa de nacer otro testigo, para el futuro desconsuelo de Honda.

Entró en el Meikei-So y se tumbó en la cama sin quitarse la ropa, con las manos en la nuca, mirando al techo con ojos ausentes. ¿Cómo podía pasarle algo así a él? Su vida de pescador de mujeres había transcurrido hasta ahora sin testigos. Seguramente no sería nada. ¿Una coincidencia? Intentó alejar la duda de su mente sin ningún resultado, y una idea nueva y tenebrosa empezó a rondarle… Las dos mujeres habían sido sus víctimas, ¿verdad? Las dos habían tenido relaciones sexuales con él y cada vez que cambiaba de pareja se cometía un crimen. ¿Era una epidemia? ¿Existía alguien que la transmitiera rondando la ciudad? Se aflojó la corbata, desabotonó la camisa y se hizo un masaje en el pecho. ¿Era un leproso al que se le descomponía el cuerpo poco a poco? El tacto de su musculado y velludo pecho le devolvió la confianza.

Pero, entonces… «¿Y si muere asesinada cada mujer que toco?». No, era imposible. Todo era casualidad. El azar era el culpable de que hubiesen asesinado a dos mujeres con las que había tenido relaciones íntimas. No podía existir conexión alguna. Todo era una casualidad.

Se levantó perezosamente de la cama y se cambió de ropa para volver al Toyo. En su mente resonaba una palabra, un escudo: «casualidad».

3

Durante todo el día, Ichiro Honda esperó con creciente impaciencia que salieran los periódicos de la tarde para leer que habían descubierto el cadáver de Fusako Aikawa. En su oficina del sexto piso escuchó las noticias de las tres, pero no dijeron nada al respecto. Si cuando acaeció el primer asesinato estuvo calmado y tranquilo, esta vez era todo lo contrario, quizá por haber visto el cadáver con sus propios ojos.

Apagó la radio y se acercó a la ventana. Abajo, en la calle, los coches parecían juguetes y las personas, hormigas; desde esta altura resultaba imposible distinguir hombres de mujeres. Pensó que de los millones de habitantes de la Tierra, tan sólo dos personas sabían que, en un piso de paredes desconchadas situado en Koenji, el cadáver de una mujer empezaba a descomponerse. Sólo dos personas sabían que la habían estrangulado con una media de nylon. El asesino y él. Sintió una extraña afinidad con el asesino, como si compartieran el crimen. Había un poema que hablaba de esto, pero no podía recordar dónde lo había leído. Salió a comprar los periódicos.

En el pasillo se topó con un colega del departamento general. Llevaba gafas sin montura y hablaba con tono afeminado.

—¿Cuándo sale para Osaka?

—Pasado mañana. Me gusta pasar las Navidades con mi mujer.

—Por favor, dele mis felicitaciones a su suegro.

Durante esta conversación ofreció un aspecto relajado y alegre, pero, en cuanto se fue el otro hombre, volvió a tener aspecto de preocupación y cansancio.

Compró la edición de la noche de varios periódicos, pero seguían sin hablar del asesinato.

Al salir del trabajo, recorrió toda la calle Ginza mirando escaparates hasta llegar a Shinbashi, donde se metió en una sala de juegos que en otros tiempos había sido club nocturno. Pensó que la escalera y el techo eran demasiado imponentes para un local de máquinas recreativas. Miró a su alrededor. Los jugadores pegados a las máquinas parecían ajenos al mundo y al impresionante bullicio que dominaba el lugar. Quizá pudiera hacer lo mismo. Cambió cien yens y empezó a jugar en la primera máquina libre que vio. Mientras iba jugando, se dio cuenta de que una chica de unos quince años le miraba desde detrás de la máquina. Llevaba los ojos muy pintados y parecía tener interés por él. Honda, por su parte, empezaba a aburrirse, aunque tenía el cargador lleno de bolas.

—¿Quiere jugar? —le preguntó a un hombre que observaba su juego.

Pese a su raído atuendo, el hombre tenía orgullo, y enrojeció ante lo que consideraba un insulto. Honda le ignoró y se fue dejando la máquina libre y cargada.

El asesinato no se notificó ese día ni el siguiente, pero apareció en los periódicos al tercero.

Cuando al fin lo publicaron, le provocó una fuerte conmoción. Compró todos los periódicos de la tarde y tomó el metro hasta su escondrijo en Yotsuya Sinchome. El vagón estaba hasta los topes y viajó aprisionado por los pasajeros. Cerró los ojos mientras escuchaba el traqueteo de las ruedas sobre los rieles. Los titulares que acababa de leer flotaban ante él.

«Un argelino llamado Sobra, testigo clave».

Veía los titulares. Casi podía oler la tinta en que estaban impresos.

Al llegar a su apartamento, leyó ávidamente los periódicos, devorándolos con los ojos. Quizá fuera por haber estado en la escena del crimen, pero estaba más interesado que cuando asesinaron a la cajera. Una y otra vez volvía a aparecer la fatídica frase.

«Sobra, importante testigo».

Sólo un periódico de menor tirada apuntaba una posible conexión entre los dos crímenes. Buscó los periódicos de dos meses antes que hablaban del otro asesinato y comparó los dos casos.

Había cuatro puntos en común.

Primero, las dos mujeres habían muerto estranguladas.

Segundo, ambas eran solteras que vivían solas.

Tercero, las víctimas parecían tener amistades masculinas íntimas.

Esos eran los puntos en común más obvios. En ambos casos, la prensa especulaba con el hecho de que, al no existir signos de lucha, la intimidad entre el asesino y su víctima debía ser grande. No había nada más que tuviera interés.

Existía un cuarto punto en común que sólo él conocía. Ambas víctimas estaban incluidas en su «Diario del Cazador». Este detalle, desconocido por el resto del mundo, era su única conexión con los casos. ¿Qué iba a hacer ahora? Nada.

Los acontecimientos seguirían su curso normal. Mañana tomaría el avión de la noche para Osaka y, al menos por unos días, dejaría de cazar.

Con ese reconfortante pensamiento, se durmió.