5 de noviembre: Kimiko Tsuda muere estrangulada en los apartamentos Minami del distrito XX, Kinshi-Cho, Koto-Ku.
1
Se despertó antes de la siete. Alguien caminaba en zapatillas por el pasillo, algún viajante que salía temprano. Hacía ya tres meses que Ichiro Honda vivía en el hotel Toyo.
Alcanzó el despertador que tenía en la mesilla de noche y desconectó la alarma. Últimamente, pensó, tenía el sueño ligero como el de un viejo. ¿Por qué le pasaba? Lo achacaba a su vida nocturna, especialmente a sus experiencias con las mujeres.
Saltó de la cama y se metió en el cuarto de baño con el pijama puesto. Siguió la misma rutina de todas las mañanas. Después de lavarse, cogía una toalla húmeda de la percha, se refrescaba la cara con ella y la arrugaba como si fuera una pelota de papel antes de tirarla descuidadamente en un rincón. Luego, premeditadamente, como un actor en una película americana, sacó un traje del armario y lo tiró encima de la cama. Se vestía siempre poco a poco: una camisa bien almidonada, una corbata de color oscuro, gemelos de perlas… Con sumo cuidado. Hoy, tras examinarse detenidamente ante el espejo, deshizo el nudo de la corbata y lo repitió, pero, aparte de eso, siguió su rutina habitual.
Observándole, uno se daba cuenta de que era una persona habituada a vivir en hoteles.
En el armario tenía una maleta azul, forrada de adhesivos de las mejores compañías aéreas del mundo y de los hoteles más famosos de Estados Unidos. Era una maleta muy cara y la única que tenía, además de la que guardaba en el maletero.
En aquel hotel creían que era un viajante de los que se hospedan por un tiempo indefinido. Hasta él mismo se consideraba viajante. Una vez por semana se desplazaba a Osaka para pasar allí el fin de semana, y eso era viajar. En Osaka tenía una mujer, Taneko, con la que se había casado en Estados Unidos cuando hacía el doctorado. Cuando volvieron a Japón, su mujer no quiso vivir en Tokyo, pese a haber estudiado y trabajado en una compañía teatral, en esa ciudad. Dijo que sería más feliz viviendo en la casa paterna de Osaka, así que Ichiro Honda pasaba los días laborales en un hotel de Tokyo.
El padre de Taneko seguía teniendo buena salud pese a sus años, y continuaba presidiendo la D-Corporation, una compañía pública de gran prestigio. Su riqueza había acostumbrado a Taneko a hacer su voluntad desde niña, y ahora vivía con su padre y un ama de llaves en una gran mansión situada en Ashiya, lo que obligaba a Ichiro a desplazarse hasta Osaka todos los fines de semana. Su mujer se había acostumbrado a este tipo de vida y le parecía lo más natural del mundo. Ichiro, por su parte, también se había acostumbrado a una doble vida que, la mayor parte del tiempo, le proporcionaba las ventajas que tiene un soltero. No le preocupaba lo que hiciera su mujer en su ausencia, ni se preguntaba cómo podía soportar tan solitaria existencia. Hacía un mes justo que ella se había hecho construir un pequeño estudio en un rincón del jardín, en el que, según le dijo el ama de llaves, solía aislarse durante dos o tres días. Si esto la hacía feliz, mucho mejor.
De la misma manera en que no estaba celoso de su mujer, Taneko no mostraba interés alguno en saber cómo pasaba él su tiempo en Tokyo. Viajaba continuamente entre las dos ciudades, pero acusaba mayor tensión emocional cuando estaba en Osaka. En el vuelo hacia Tokyo siempre mostraba un aire sombrío, lo que, de alguna manera, era achacable a su mujer. Su avión llegaba a Haneda la tarde del domingo y los pasajeros bajaban con el paso ligero propio de los que vuelven a casa. Excepto él, que caminaba como alguien que acompañara un cortejo fúnebre. Su rostro reflejaba resignación en vez de placer. Tomaba un taxi hasta el hotel y se hundía en el asiento trasero sin decir palabra. Los sábados por la noche debían de ser para él auténticos suplicios. En cuanto llegaba al Toyo, se metía directamente en la cama. Era la única noche de la semana que hacía eso.
A las nueve en punto de la mañana del lunes estaba en su oficina, un despacho privado en la sexta planta de la K-Precision Machinery Company, en pleno centro del distrito financiero. Ocupaba un cómodo puesto como especialista en computadoras. Si las compañías del gas desplazaban personal a comprobar el estado de las calderas y demás accesorios, Ichiro Honda visitaba grandes compañías, financieras, fábricas y demás, en calidad de consejero para asesorarlas sobre la mejor manera de resolver sus problemas.
Durante cinco días a la semana, a lo largo de ocho horas, y el tiempo que pasaba en Osaka, Ichiro Honda llevaba una vida intachable. A los ojos de todo el mundo era un marido fiel y un trabajador infatigable. Pero, para él, la auténtica vida empezaba por la noche, cuando salía del trabajo. Ichiro Honda, el especialista en computadoras casado con una mujer rica, desaparecía todas las noches de la faz de la Tierra.
Todos los días volvía al hotel para asearse después del trabajo y, tal vez, cambiarse de ropa y cenar. Un día comía carne, otro pescado, pero siempre regado con una botella de burdeos. Luego dejaba el comedor y haraganeaba por el vestíbulo del hotel leyendo los periódicos del día, tanto ingleses como japoneses. A veces entablaba conversación con los británicos que se hospedaban en el hotel, enorgulleciéndose de su dominio del inglés. Casi siempre hablaba de literatura y de teatro.
Apenas sonaban las ocho, cuando ya había oscurecido, tomaba un taxi en la puerta del hotel y empezaba su noche. Antes de entrar en el taxi se detenía un momento y aspiraba el aroma de Tokyo, que parecía compuesto de neón y oscuridad. Satisfecho por el cambio que la noche provocaba en la ciudad, se dirigía a ella, buscando los lugares donde le esperaban las mujeres…
Sus objetivos nunca eran las profesionales. Prefería a las solitarias y a las que languidecían esperando un amor. Para poder cazarlas, acechaba por la noche en los cafés, los bares, los salones de baile y los cines. Siempre buscaba en lugares alejados de las zonas de negocios, o de los lugares habituales de diversión. Oficinistas, contables, mecanógrafas, peluqueras… incluso estudiantes; todas ellas le esperaban en los salones de baile, o en las cafeterías, o en los cines. Le esperaban. Eran sus víctimas. Sólo tenía que encontrarlas.
Para él, las mujeres no eran más que dianas de hojalata colocadas en el barracón de tiro de una verbena. El hombre aprieta el gatillo y la mujer cae, pero al estar hecha de hojalata puede volver a levantarse. Así que podía seguir disparando mientras le apeteciera hacerlo.
Hasta que algún día la diana no fuese de hojalata y derramara sangre.
Ichiro Honda sabía manejar a las mujeres. Tenía el talento de descubrir cómo pensaban al primer encuentro. ¿Que a su víctima le interesaba el arte? Muy bien, sería un músico o un pintor. Hasta ahora había sido piloto de una línea aérea, poeta, barman… Oírle en su último papel, explicando la manera correcta de preparar un combinado, bastaba para dejar sediento a cualquiera. En lo que a su país de origen se refería, siempre había encontrado conveniente pretender que no era de Japón. Solía decir que había nacido en Inglaterra, o en París, o que había pasado la infancia en Chicago. No solía entrar en detalles, con eso bastaba. De niño, sus compañeros de clase se burlaban de sus rasgos extranjeros, pero, ahora, su rostro cincelado le dejaba en muy buen lugar.
Hasta tenía un pasaporte británico, ya caducado y abandonado por su propietario, para enseñar. Le tomó tres días cambiar la foto y la firma, y corregir las fechas, pero había valido la pena. No violaba ninguna ley. No lo utilizaba en asuntos de inmigración o de aduanas, sólo con las mujeres. Podía dejarlo, destacando por sí solo con su forro azul marino y el dorado escudo de armas, en una mesilla de noche, en el mostrador de un bar. Sobraban las palabras, una mujer sólo tenía que verlo para creerle.
Pese a utilizar semejantes tácticas, estaba interiormente convencido de que las mujeres eran sus presas naturales debido a algún tipo de don innato, algún sentido sobrenatural con el que había nacido. A menudo se despertaba con la premonición de que ese día tendría una mujer. No podía explicarlo. Era como una mezcla de excitación mental y aceleración de los biorritmos del organismo. Esas premoniciones podían asaltarle mientras efectuaba actos puramente rutinarios, como atarse los cordones del zapato. Ni siquiera el trabajo en la oficina podía alejar esos pensamientos de su mente. Le acompañaban todo el día; le parecía que el alma le abandonaba y flotaba por encima de su cuerpo, esperando el anochecer.
El 15 de octubre —un día que se le grabaría a fuego en la memoria por los subsecuentes interrogatorios de la policía, el fiscal, su abogado y el juez—, tuvo una premonición mientras se hacía el nudo de la corbata. Volvió a hacer el nudo cuidadosamente, cogió la llave de la habitación y bajó las escaleras de dos en dos, silbando alegremente, evitando el ascensor por considerarlo demasiado vulgar para un día tan señalado. Leyó el periódico en el vestíbulo de recepción mientras tomaba su té matinal. Entró en el comedor y encargó un desayuno a base de tostadas, jamón y huevos, mientras seguía las noticias locales: accidentes de tráfico, dobles suicidios y asesinatos… ¿Qué tenían que ver con él? Para él, esos dramas humanos sólo eran manchones de tinta en una página. No podía anticipar lo que sentiría al leer la prensa dentro de unas semanas. No sabía que no era más que un insecto que volaba sin saber que la red estaba a punto de atraparle. En ese momento pensaba que el mundo no se ocupaba de él ni de sus actos.
Se dirigió al metro en un estallido de alegría y expectación. Se sentía como un cazador cuando prepara el terreno, y el mundo entero parecía estar bañado por la luz del sol.
2
La tarde del 5 de noviembre, Ichiro Honda subió al autobús en Yotsuya Sanchome y se acercó a Shinjuku Oiwako. Vestía un traje de tweed y una gorra de cazador similar a las usadas por los actores franceses en las películas de los años treinta. Todo el conjunto era de color marrón. Se había cambiado de ropa en el apartamento que tenía alquilado desde hacía dos años bajo el nombre de Shoji Ueda. Al salir del trabajo se dirigió a este apartamento, situado en un edificio bautizado con el nombre de Meikei-So. El casero pensaba que era escritor y que lo utilizaba para trabajar sin que nadie le molestara.
El piso tenía dos habitaciones, una de tres por cuatro metros y la otra ligeramente más pequeña. Las dos estaban decoradas al estilo japonés, tenían moqueta y eran perfectas para los propósitos de Ichiro, ya que gozaba de total intimidad, al no ser curiosos ni el casero ni los demás vecinos del inmueble. Naturalmente, Honda no llevaba a nadie. El guardarropa estaba repleto de trajes y chaquetas, y disponía de un escritorio y una cama. Aquí se preparaba para la noche, tal y como le dictaba su imaginación en ese momento. La decisión no siempre resultaba sencilla: podía ponerse la gorra de cazador, un sombrero de calle o la boina francesa, ¿el jersey de refuerzos rojos o el gastado impermeable? En ocasiones se cambiaba de ropa varias veces antes de quedar satisfecho. Cuando por fin lo estaba, se sentaba y escribía en su diario.
Lo llamaba «Diario del cazador», y en él anotaba todas sus aventuras con mujeres. Lo tenía desde hacía muchos años, y ya estaba casi lleno. Cada vez que le asaltaba esa premonición, seguía la misma rutina: iba al apartamento, se cambiaba y leía o escribía en su diario de conquistas.
Al leer cada anotación, rememoraba sus victorias, volvía a paladear el sabor de cada mujer. Evocaba el tacto de un pecho en su mano, el deslizarse de la ropa interior a lo largo del cuerpo hasta caer al suelo… Repasar las experiencias del pasado le preparaba para los placeres que le esperaban por la noche.
Aquella tarde en particular, el libro se abrió en una anotación hecha un año antes. Más tarde no lo achacaría a la casualidad y pensaría que una mano invisible había guiado la suya, pero en aquel momento no creyó que fuera nada anormal. Leyendo el pasaje, recordó con claridad a la mujer. Volvió a ver el rostro marcado por el acné. Leyó las palabras escritas con trazo claro y enérgico.
3
Calor abrasador. A las 3 del mediodía, el termómetro marcaba 38 ºC. Manché los zapatos italianos en el asfalto semiderretido cuando iba al trabajo.
Me invitaron a nadar, pero hoy no me atraía el mar y decliné la oferta. El calor me recordaba una tarde ociosa que pasé en un café de Chicago. Permanecí sentado la velada entera mirando cómo giraba interminablemente el ventilador del techo.
Estaba dividido entre la pereza y el deseo carnal. Me asaltaron deseos sexuales dos veces en el trabajo, una por la mañana y otra por la tarde.
Cené en el hotel. El calor, que no había disminuido al ponerse el sol, enfrió mis ansias de caza. Fui a un cine climatizado y me dormí a los diez minutos. Luego me acerqué al Shinjuku. Bebí escocés con agua en bastantes bares: el Boi, el Black Swan, el Bon Bon… Encontré la víctima en el cuarto, el Boi.
La cacé a la primera.
Informe de los trámites
Aparecieron unos músicos ambulantes y pedí que tocaran Zigeuner Leben. Me gustaba esa canción cuando estudiaba. Sorprendido al oír que una aterciopelada voz de alto me acompañaba. Muy teatral todo. Cantamos varias veces la canción. Me excitaba más que de costumbre al sentir a mi víctima cercana, pero invisible.
Chica delgada. No hubo acoso. Comió directamente en mi mano. Dejamos el Boi y la llevé a otros sitios.
Un taxista nos llevó a un hostal con aire acondicionado en el que ya había estado antes. Esta vez cobraron el doble. Tenerlo en cuenta para no volver.
La presa aguantaba bien la bebida. No opuso resistencia, ni hubo histerismos, ni sobreactuó.
Se puso en mis manos. Me sentí como un dios aceptando un sacrificio humano.
Hizo todo lo posible para satisfacerme, pero estaba muy tensa y no dejaba de temblar. Tardé dos horas en matar. Era virgen. Sangró.
Durmió durante tres horas. Tenía una extraña expresión de alivio en el rostro. No puedo adivinar por qué.
Registré su bolso. Como esperaba, no tenía mucho. Le metí unos cientos de yens.
Dejé el hostal a las 5 de la mañana. Llevé a mi presa a Omori en un taxi. Tuve que despertar a la encargada. Estaba de mal humor y aceptó mi pago con gruñidos. Mi víctima lo notó y dijo algo así como «Pobrecilla, también debe tener una vida muy dura».
Todos sus familiares murieron con la bomba atómica. Vive en Omori, con una hermana de veintinueve años.
Keiko Obana.
19 años.
Operadora de centralita.
Apartamentos Fuji, XX Omori Kaigan, Shinagawa-ku.
Empleada en la compañía de seguros K-Life.
POSTSCRIPTUM - 15 de enero
La víctima se suicidó seis meses después de su asunto conmigo. Los periódicos dicen que la causa fue una enfermedad laboral. Pobrecita Keiko.
Tras rememorar el rostro de Keiko, pasó una página y leyó la siguiente anotación. La posible conexión que había entre él y el suicidio de la chica, no le pasó por la cabeza. Los artículos del periódico no eran más que datos que alimentaban las entradas del diario.
Recordaba su espalda alejándose por las estrechas calles de Omori Kaigan. El fresco aroma del mar llenaba el aire. Aunque siempre le dolían las despedidas, las consideraba un precio que debía pagar por el amor. Sacudió la cabeza con tristeza. Ahora no tenía tiempo para sentimentalismos, estaba dispuesto a salir de caza, así que alejó esos pensamientos de la mente.
Se acercó al armario y empezó a vestirse meticulosamente. Decidió ponerse una chaqueta marrón oscuro con un dibujo en zig zag y una corbata rojo sangre. A continuación se puso un abrigo ligero de tweed, hecho en Inglaterra. Se miró en el espejo y se peinó el escaso pelo. Reflexionó antes de ponerse una gorra de caza marrón oscuro. Luego, como si se le acabara de ocurrir, torció ligeramente la corbata.
Al igual que los demás hombres de su clase, era un narcisista. Examinaba su rostro en el espejo, fijándose aprobadoramente en los ojos negros y en los párpados. No era sólo su cara, era también una máscara en la que los demás veían lo que querían. A él le parecía una cara encantadora, y se guiñó un ojo. La cara del espejo le devolvió el guiño.
En el exterior, el gélido aire atacó su garganta desprotegida, pero los pies le bailaban felices sobre el pavimento. En los carriles que no ocupaban los tranvías, los coches se pegaban tanto los unos a los otros que le costó trabajo encontrar una brecha que le permitiera atravesar el tráfico y coger el abarrotado autobús que pasaba en ese momento.
Se bajó en Shinjuku Oiwake e inmediatamente le atrajo la hermosa colección de instrumentos musicales colocados en un escaparate brillantemente iluminado. Era Kotani, una conocida tienda de música. En el interior, todo era luz y alegría: estudiantes, parejas y empleados abarrotaban los mostradores comprando equipos de radio, discos o instrumentos musicales. Entró y, en seguida, se fijó en un grupo de administrativas que hacían corro ante un mueble con discos. Casi todas rozaban la veintena, pero había una que destacaba del grupo por su mayor edad. Se distanciaba de sus compañeras, permaneciendo callada y ajena a su alegre parloteo. Evidentemente todas trabajaban para la misma compañía y por su conversación dedujo que eran mecanógrafas de inglés. Parecía que se casaba alguien del trabajo y que estaban allí para comprarle un regalo.
Observándolas se hizo su composición de lugar. La mayor podría ser su objetivo para aquella noche. Notaba en ella una mezcla de soledad e irritación y, cuando la oyó rechazar una invitación para ir con las demás a una cafetería, se decidió. Retrocedió un poco y disimuló todo lo que pudo mientras vigilaba al grupo.
Poco después, la mujer dejó a sus compañeras y se dirigió a la puerta. Se fue sola de la tienda, e Ichiro la siguió.
Su víctima iba bien vestida, con una chaqueta de cuello de piel, parecía tener más de treinta años y algo en su gesto mostraba el orgullo de la mujer que vive sola, al mismo tiempo que la tristeza de la mujer que ha perdido la oportunidad de casarse. Estaba lista para ser la víctima de aquella noche.
La siguió, sabiendo de antemano, por la conversación que había oído, que se dirigía a la estación de Shinjuku. Tenía mucho tiempo para alcanzarla y entablar conversación. Hasta entonces, sus premoniciones no le habían defraudado nunca, y todo había ido como la seda. Así sería también aquella noche.
La alcanzó en el paso de cebra situado frente a los almacenes Isetan. La mujer se detuvo, esperando que cambiara el semáforo, ignorante de su presencia tras ella. La idea de que la mujer que tenía ante él sería suya en unas horas le producía una sensación de sensualidad y alegría mezcladas. Se sentía como un personaje de cuento de hadas, escondido bajo una capa de invisibilidad. El viento del norte le golpeaba el rostro anunciando el invierno, y los papeles viejos y las hojas de los arboles formaban remolinos en el aire. A su alrededor, la gente se desplazaba por la calle, volviendo las cabezas contra el viento.
Al principio parecía que la mujer se dirigía hacia la estación, como había dicho, pero se paró frente a la entrada del cine Meigaza y se quedó mirando el póster de una película francesa que estaban proyectando. Él, a su vez, se detuvo frente al escaparate de una librería cercana. El timbre que señalaba el último pase empezó a sonar, y eso pareció decidirla. La mujer entró en el cine, tal y como el sexto sentido de Ichiro predijo. Pese a decirles a sus compañeras que tenía una cita, era otra de sus víctimas hambrientas de amor. Sólo tenía que darle un ligero empujón y sería suya.
Para aquella solterona que ya no era tan joven, tenía que haber resultado molesta la conversación sobre la boda de su compañera; era como el añejo licor de un romance que no había vivido nunca. Todo lo que tenía que hacer era hablarle y escuchar todo lo que quisiera decirle. Con eso bastaría.
Cuando desapareció en el interior, contó lentamente hasta cinco y la siguió. Se detuvo un momento para distanciarse un poco y poder alcanzarla en las escaleras que conducían a la entrada del cine, cinco pisos más arriba. Sería cosa fácil si nadie se interfería.
Contuvo el aliento y empezó a subir los escalones de dos en dos.
4
Fusako Aikawa, mecanógrafa de inglés de la Sato Trading Company, no sabía que Ichiro Honda le seguía por las escaleras del Meigaza. Iba recordando sus días escolares, cuando era cliente habitual de aquel cine. En aquellos tiempos, no le asustaba la caminata de cinco pisos. De hecho, le encantaba subir por aquellas escaleras, porque creía que un mundo encantado y misterioso le aguardaba en la cima, y que cuando llegara arriba se vería inmersa en otra vida más auténtica y atractiva que ésta. ¡Cómo ansiaba en aquellos días inocentes vivir una vida auténtica! ¿Y qué había resultado ser, cuando al fin la obtuvo? ¿Qué había conseguido en los últimos diez años, aparte de la rutina de ir al trabajo y volver a casa a dormir todas las noches?
Sí, claro que había tenido relaciones con uno o dos hombres, pero ¿habían significado algo? No habían sido más que aburridos flirteos, nada que pudiera compararse a la vida que ansiaba, la vida de la gran pantalla. Los olvidó para concentrarse en el trabajo y convertirse en una empleada modelo que ahorraba la mitad de su salario, una solterona que se alejaba de los placeres mundanos. Ni siquiera ella misma sabía hasta qué punto se había convertido en eso.
¿Qué fue lo que la convirtió en una solterona? El despertador que sonaba todas las mañanas, los abarrotados trenes que la llevaban al trabajo, la monótona repetición de los menús de la cafetería de la oficina…
Y lo peor es que estaba furiosa consigo misma por huir de sus compañeras utilizando la primera excusa que se le había ocurrido, para alejarse así de la dolorosa conversación sobre la boda de su compañera. ¿Por qué había tenido que decir que tenía un compromiso? ¿Por qué no les había dicho que su parloteo sentimental le disgustaba?
Se paró a medio camino para recuperar el aliento. El timbre dejó de sonar. En el interior, debían de estar apagándose las luces. Se sintió atrapada en un vacío. Entonces fue cuando oyó los pasos de Ichiro Honda subiendo por la escalera y se hizo a un lado para dejar pasar al desconocido.
Por supuesto, no era eso lo que Honda pretendía, y tropezó deliberadamente con ella, esperando que así podría entablar conversación. Ella resbaló y estuvo a punto de caer, pero se apoyó en la pared. Se dio la vuelta, dispuesta a insultarle, pero se sintió desarmada por el vacilante japonés de su disculpa.
—Lo siento mucho —dijo, extendiendo una mano para ayudarla.
—No se preocupe. Estoy bien —respondió sonriendo.
No conocía la táctica del cazador y, tal y como esperaba éste, le causó una buena impresión aquel joven con gorra deportiva y el nudo de la corbata torcido.
—¿Todavía queda mucho para llegar al cine? —dijo con su profunda y atractiva voz.
—Sí, un poco.
Por alguna razón, quizá porque se trataba de un extranjero, Fusako adoptó un extraño tono de voz y esto, curiosamente, la relajó e hizo que bajara su habitual guardia contra los desconocidos. Extrañamente, aquel encuentro en las escaleras con un extraño que hablaba un japonés espantoso le parecía lo más normal del mundo.
—Es una pena que no haya ascensor, ¿verdad? —dijo, y continuó subiendo las escaleras con el desconocido a su lado.
Jamás pensó que no fuera extranjero. Aunque los rasgos sí parecían japoneses, su manera de comportarse difería de la de sus compañeros de trabajo. El modo en que se mantenía erguido y se movía, esa especie de franqueza que irradiaba… todo le convertía en un extranjero. Había caído en la trampa de Ichiro.
—Esta película de mi país.
Vocalizó cada sílaba con cuidadosa lentitud, asegurándose de que ella captara el significado. Como respondiendo a la pregunta no formulada de, «¿Por qué quiero verla?».
—¿Es usted francés?
—No. Argelia. Llamo Sobra. Vengo a Japón por estudio.
La imagen de un estudiante proveniente de un país en desarrollo hizo que Fusako se sintiera protectora.
—Ah, ya veo. La película está ambientada en Argelia. ¿Todavía tienen Legión Extranjera?
Ella mantuvo la conversación a medida que subían juntos la escalera y, por alguna razón, su corazón entonó una melodía.
Al llegar arriba, la taquilla estaba cerrada e Ichiro se encogió de hombros. Ante aquel gesto tan poco japonés su corazón se derritió. Una chica que había al otro lado de la habitación les llamó la atención para indicarles dónde se vendían ahora las entradas, así que acabó pagando las entradas de los dos. Ichiro protestó, pero como ya había empezado el noticiero, se apresuraron hacia el interior.
Durante las dos horas que duró la película permaneció erguido en la butaca, sin desviar la vista de la pantalla. No hizo ningún gesto sospechoso o provocativo, como cogerla una mano. En presencia de aquel tranquilo estudiante extranjero, cada vez se sentía más a gusto, y los sentimientos que le inspiraba se fueron tornando cada vez más ardientes.
Al finalizar la película, salieron por la puerta trasera y bajaron por la escalera de emergencia, evitando el gentío que abandonaba la sala. Se encontraron en una pequeña calle en la que abundaban los bares y todos los locales estaban muy cerca los unos de los otros. Como en la Casbah, pensó, con la mente aún en la película. ¿Habría nacido en un lugar como aquél el hombre que la acompañaba? La idea la llenó de romanticismo.
—¿Tomamos algo? —preguntó en un arranque de decisión.
El hombre aceptó y entraron en un bar. En vez de una bebida suave, las pidió algo fuertes. Se sentía capaz de aguantar todo el alcohol del mundo aquella noche y, de todas formas, quería llegar al final de la aventura.
Cuando salieron, pagó el hombre.
—Permítame la siguiente ronda —dijo ella, conduciéndole a otro bar.
Se sentía orgullosa por acompañar a un extranjero, consideraba que había que tratarlos con hospitalidad.
Poco a poco fue emborrachándose, y el alcohol le soltó la lengua. Habló de todo, de su trabajo y de sus compañeros de oficina, de su pasado y de su infancia, del apartamento en Koenji donde vivía sola. El hombre no preguntaba nada, y ella siguió hablando. Todo lo que había permanecido en su interior salió fuera, y si el hombre no la entendía bien, mejor que mejor. Se limitaba a permanecer sentado y a escucharla, mirándola y sonriendo a todo lo que le decía. Jamás dejaba de sonreír. Era el oyente perfecto, así que continuó hablándole.
No se había dado cuenta de que el bar era uno de esos que permanecían abiertos toda la noche y se sorprendió al darse cuenta de que ya eran las dos de la madrugada. Tenía que irse a casa. Se puso en pie tambaleándose, y casi se cayó. Mientras se recuperaba, su acompañante pagó la cuenta. Estaba tan borracha que tuvo que sujetarse del brazo del extranjero. Parecía flotar pese a que los tacones se le enganchaban en el pavimento. Jamás se había sentido así y, lamentándolo sólo a medias, empezó a flirtear con él.
—No tienes adónde ir esta noche, ¿verdad?
Negó con la cabeza. Aquel gesto infantil le recordó un perro vagabundo. Paró un taxi.
—Entra. Vamos a mi apartamento. Nunca he llevado a nadie, pero tú vas a ser la excepción.
Intentó decírselo en un susurro, pero lo dijo en voz alta y aguardentosa.
Cuando el taxi llegó ante su apartamento, las luces de las farolas que conocía tan bien, y hasta la palmera colocada en una maceta que había a la entrada, bailaron ante ella como si fueran fantasmas. Por un momento no reconoció el lugar, y pensó que se había equivocado de sitio.
Por fin, con diez años de retraso, la auténtica vida cinematográfica con la que había soñado empezaba a sucederle. Subió desequilibradamente los escalones desiguales que llevaban a su apartamento. El hombre la sujetaba con una mano, y se apoyó en él. A través de la gruesa tela del abrigo, notó su mano en el pecho.
Abrió la puerta y entró, aún apoyada en él. No había calefacción y el piso estaba frío como el hielo. Encendió una estufa y la colocó ante su invitado mientras preparaba té. Él lo tomó con torpeza. ¡Qué joven e inexperto parecía! Cogió dos edredones, dos colchas, dos juegos de sábanas y dos almohadas, y empezó a hacer las camas diciéndose que no había nada vergonzoso en dormir al lado de un hombre y que, de todos modos, estaría atenta toda la noche. Le llamó:
—Traiga la estufa. Le ayudará a calentarse. Japón es un país mucho más frío que el suyo.
¿Qué menos podía ofrecerle a un hombre de tan lejana tierra de desiertos?
El hombre la miró con ojos ardientes. «Si me desea» —pensó ella ebriamente—, «¿me entregaré a él?». El hombre se desnudó lentamente y ella se acercó a coger sus ropas, pero se encontró atrapada en un fuerte abrazo. ¡Qué fuertes eran sus brazos! ¡Y parecía no hacer esfuerzo alguno! Los argelinos debían ser distintos de los demás hombres. Se asustó un momento y se resistió, pero entonces la besó. Cayeron en la cama y dejó de resistirse. Se entregó a él.
El hombre se tomó tiempo, parecía saborear todo su cuerpo. ¿Lo hacían así en Argelia? Eso la enfrió un momento, pero la aversión desapareció, convirtiéndose en placer, cuando sintió sus labios recorrerle el cuerpo. Notó su sudor y le recordó los desiertos del norte de África que había visto en la película, apenas unas horas antes. Se vio arrastrada a una tierra primitiva, convertida en un animal, y se sometió.
5
A las cinco de la mañana, Ichiro Honda se dio la vuelta en la cama y tocó a la mujer desnuda. La mujer siguió durmiendo, pero él se despertó.
No recordó dónde estaba hasta que se dio cuenta de que era el apartamento de la mujer, y no en su cama del Toyo. Subió la mano izquierda a la altura de los ojos y consultó el Omega de esfera luminosa. Había cambiado la fecha: «Ya es mañana», pensó. Salió de la cama cuidadosamente, procurando no despertar a la mujer que dormía a su lado.
El ambiente helado le golpeó, haciendo que se le pusiera carne de gallina. Se frotó vigorosamente el pecho y los fuertes hombros y se vistió con rapidez. Al lado de la cama seguía encendida una pequeña luz, y pudo examinar la habitación. En el escritorio había una máquina de escribir portátil. Reflexionó un momento, cogió una hoja de papel y empezó a teclear con lentitud, sin dejar de mirar a la mujer por si le despertaba el ruido, pero seguía durmiendo. Podía ver su rostro asomando por entre las sábanas. Incluso dormida parecía cansada; nada podría despertarla ahora, y mucho menos aún el ruido de una máquina de escribir.
Dejó el papel en el rodillo y salió al vestíbulo, donde le asaltó el ácido aroma del apartamento. Para él, aquel aroma sugería la melancolía propia de los lugares extraños y le recordaba una sensación que había tenido muchos años antes en algún piso de Chicago. Salió a la calle y aspiró profundamente el fresco aire de la mañana, saboreando la sensación de liberación que le proporcionaba la aventura de la noche anterior. Cuando llegó al cruce de calles de Olympic Street, intuyendo el camino entre la niebla, había desaparecido ya la sensación.
Paró un taxi e hizo que le llevara al Meikei-So, donde se cambió de ropa antes de aparecer en el Toyo, a las seis de la mañana. El recepcionista disimuló su curiosidad y fingió no mirarle al darle las llaves. Honda le dio las gracias cortésmente y se dirigió a las escaleras.
Durante el resto del día, mientras intentaba concentrarse en su trabajo, Honda estuvo bajo los efectos de la languidez postcoital que le quedaba en el cuerpo, como los posos de un buen vino. Por la tarde estaba demasiado cansado para salir del hotel, y se quedó en su habitación. Al terminar la cena, se sentó en un sofá pegado a la pared de la recepción y se puso a leer la prensa. Repasó perezosamente la sección local hasta que una noticia le llamó la atención y la leyó con cuidado. A las dos de la madrugada anterior, una cajera de un supermercado había sido estrangulada en su apartamento de Kinshibori. El nombre y la dirección le eran familiares. Eran los de una de sus víctimas más recientes, una chica con la que había ligado dos meses antes en un salón de baile de Koto Rakutenchi.
Se echó hacia atrás y miró el techo con el ceño fruncido. Recordó el apartamento barato, situado en un barrio lleno de almacenes, creía recordar. Ante él pasó un extranjero dando zancadas, seguido al trote por el botones que llevaba sus maletas. Eso le sacó de sus reflexiones, por lo que volvió a colocar el periódico en el revistero y salió del hotel. Se acercó al kiosko de la calle y al puesto de periódicos del metro y compró todas las ediciones de la tarde que pudo encontrar. En el vagón leyó ansiosamente todo lo relativo al asesinato de la cajera.
Las fotografías no parecían coincidir con la chica que recordaba. Aquélla tenía bolsas alrededor de los ojos y unos carrillos que no aparecían en las fotos. Quizá no fuera la misma chica, pero tenía que saberlo. No descansaría hasta comprobar el nombre y la dirección en su «Diario del cazador».
Salir del abarrotado vagón en la estación de Yotsuya Sinchome resultó difícil. Tuvo que abrirse camino a empellones. Al hacerlo notó que una joven pegaba su cuerpo al suyo, lo cual despertó su sensualidad. Cuando consiguió salir al andén, sintió una profunda inquietud, porque parecía como si la gente que se había quedado en el vagón le mirase acusadoramente y pudiera salir en su persecución en cualquier momento.
Se metió los periódicos en el bolsillo y salió de la estación. Camino de su apartamento, paró en una licorería a punto de cerrar y compró una botella de whisky escocés y un tarro de aceitunas. Nada más llegar, abrió el bote y comió unas cuantas. El sabor del aceite se le quedó en el paladar y en el estómago, y se lo quitó con un trago de whisky. Abrió el diario y comprobó que el nombre y la dirección coincidían. Empezó a leer el pasaje, escrito dos meses atrás.
2 de Octubre
Cielo encapotado.
Tenía cita de negocios esta mañana en Chiba. Volví a las 3 de la tarde. Autopista congestionada, tuve que desviarme por Chiba Kaido. Paisaje gris pálido. Hollín, humo y cenizas de las fábricas alineadas a lo largo de la carretera.
Dejé el coche en la oficina y paseé por Koto Rakutenchi. Cines, pósters chillones de películas de baja estofa, tangos tocados por orquestas de segunda clase. Oí música al pasar ante un salón de baile, y entré.
Tuve que pagar vale por consumición para poder pasar. Pista pequeña y muy oscura. Miré a hurtadillas en el salón de té. Presas potenciales. También abundaban jóvenes desarraigados y futuros delincuentes.
Me senté solo durante un rato. Una voz de mujer detrás mío se ofreció a canjear mi vale. Pantalones blancos, suéter azul, aspecto recatado, pero parecía bastante liberada. Hablamos. Tono familiar y un tanto vulgar, pero podía servir.
Hoy su día libre. Dijo que trabajaba en supermercado. Bailamos un poco y sugirió que fuéramos al F-Health Centre. Tenía curiosidad y acepté. Tomamos taxi hasta Funabashi. Mi papel de hoy es el de viajante americano con ascendencia japonesa. El lugar estaba lleno de mujeres y viejos. Parecían granjeros. Lo pasamos bien bailando entre comidas y bebidas.
Víctima sugirió un baño juntos. Esperamos una hora para que quedara libre un pequeño cuarto de baño. Pasamos la espera bebiendo y comiendo no muy buen sushi. Tal vez por ser temprano, me encontraba fuera de lugar entre esos pueblerinos. Ella hablaba continuamente y yo escuchaba intentando aumentar mi deseo mirándole la nuca y el rostro ruborizado por el alcohol. Baño por fin libre. Pagamos a la mujer mayor encargada del sitio, cogimos la llave y entramos. Nos sumergimos en el agua mineralizada mientras examinaba el cuerpo de la víctima. Su blanco cuerpo parecía bailar bajo el agua. Baño enlosado. Toqué su cuerpo. No hubo rechazo. Me senté en la bañera, lo pasamos bien y mi deseo aumentó. Sus pechos y su ancho trasero se endulzaban con las sales minerales. Me dejaban buen sabor en la lengua.
Las baldosas se marcaron en su espalda recordándome marcas de látigo y ventanas enrejadas.
Sonó el timbre: se acabó el tiempo. La encargada nos miró con curiosidad mientras nos íbamos.
Fuimos directamente al Kinshi-Cho. El deseo aumentó y se interrumpió bruscamente. Molesto, pero mejor que la sensación de vacío que me sobreviene después del acto.
La llevé a un restaurante coreano. Tenía enorme apetito y devoró un gran cuenco de arroz con escabeche. No hicimos nada esa noche, pero me dibujó dirección de su apartamento y prometí llamarla en unos días.
La entrada del 2 de octubre terminaba ahí, con el mapa que le dibujó la chica pegado con celo a la página. Estaba dibujado con mano de niña. Con la mente ausente, miró los lugares que señalaban el camino: una parada de tranvía, un foso, un puente… Poco a poco le llegó la imagen del apartamento y pudo recordar con claridad las calles estrechas y el puente.
El apartamento estaba detrás de una maderería. Cuando se acercó allí, la noche le envolvía con su negro manto y recordaba haber pasado junto a los montones de troncos, oscuros como sombras.
Volvió a pensar en el informe del asesinato que había leído en el periódico. La habría descubierto el chico que repartía la leche a las 5, 30 de esa misma mañana, justo cuando esperaba el taxi en Olympic Street. Se imaginó al chico atravesando la maderería con las botellas de leche tintineando en la caja de la bicicleta, y al cruzar el jardín trasero del apartamento, el chico notaría que la ventana estaba entreabierta y se podía ver toda la habitación reflejada en el espejo del tocador. Y la mujer que Ichiro Honda había visto agitarse contra las baldosas del baño… las mismas piernas que bailaban bajo el agua eran las que el chico había visto, paralizadas por la muerte.
Honda recordaba bien el tocador. Estaba cubierto con un paño rojo de terciopelo en el que se amontonaban tarros de polvos, botes de cremas y lociones baratas. Ahora le resultaba desagradable recordar que la chica había cogido un bote de loción de esa misma mesa y se había frotado el cuerpo con ella. Tiró el periódico disgustado, abrió la ventana, y respiró a bocanadas el frío aire de la noche. Le parecía increíble que la mujer que recorrió su cuerpo con los labios estuviera ahora muerta.
A todas luces, era la misma mujer. El nombre y la dirección anotados en su diario lo confirmaban.
Los periódicos decían que la noche de su muerte recibió a un hombre en su apartamento, y que todas las evidencias señalaban que habían hecho el amor. Kimiko Tsuda debía de ser algo similar a una prostituta, supuso. Aunque no recordaba nada que se lo confirmara —no había exigido que le pagara— pensó que era probable, por su charla excesivamente familiar y su pericia sexual. El caso es que un hombre había pasado la noche con ella, y que eso había sido su fin.
Los periódicos también decían que tenía numerosas amistades masculinas, y que serían eventualmente interrogadas. ¿Y él? No debía preocuparse, había estado en su apartamento sólo una vez y ella le había conocido con el nombre de Sobra, viajante estadounidense.
Cerró la ventana y, en ese momento, inexplicablemente, recordó lo grande que le había parecido el blanco de sus ojos cuando ella levantó la cabeza de su entrepierna.
En aquel momento no parecía haber relación alguna entre el asesinato de su víctima y el hecho de haber dormido con otra aquella misma noche.
Pasó mucho tiempo antes de que viera clara esa relación.