La caza

1

En verano, los bares y restaurantes del Kabuki-Cho, en Shinjuku, suelen recibir a los primeros clientes del día a las 4 de la tarde. Sin embargo, a esa hora el ajetreo es ya constante. El sitio acaba de abrir, el aire acondicionado aún no se nota y los suelos aún tienen el brillo del agua con que los han fregado. Los escasos clientes se amontonan en un extremo de la barra y se dedican a beber. No son horas de montar juergas o gastarse el dinero en músicos callejeros.

Estos trovadores errantes aparecen por las zonas de esparcimiento alrededor de las ocho. Pero, un día, un violinista conocido desde su juventud como «Ossan» (el viejo amigo), empezó a recorrer las calles cuando el sol aún estaba alto, a las seis de la tarde. El día anterior no había trabajado y necesitaba dinero. Tanto los gastados zapatos del viejo amigo, con las suelas delgadas como el papel, como las sandalias de su compañero, estaban manchadas con polvo blanco del camino.

Pasaban al lado del Bar Boi, el que está detrás del teatro Koma, cuando les llamó un camarero.

—¡Ey! ¡Viejo amigo! Uno de nuestros clientes quiere música, y dice que sólo le sirve la de un violín.

—¿Sólo la de un violín? ¡Mira que es raro!

En esos días, a nadie parecía gustarle la música de violín, la guitarra era lo que estaba de moda. Siguieron al camarero al interior del frío y desértico bar.

Les condujo a una mesa en la que había una mujer sentada, con gafas oscuras y sombrero de ala ancha. El viejo amigo hizo una reverencia.

—¿Qué quiere que toque, señora?

Estudió cuidadosamente el rostro de su cliente, advirtiendo el lunar que tenía a un lado de la nariz.

—¿Puede tocar Zigeuner Leben?

—Claro que sí. Puedo tocar cualquier pieza clásica.

—Adelante entonces. Oigámosla. —La voz resultaba extrañamente átona.

Sacando el instrumento del estuche, el músico recordó haber oído comentar que una mujer había pedido a varios de sus amigos que tocaran ese tema. Ninguno lo conocía, desgraciadamente para ellos, porque la mujer ofrecía mil yens por oírlo. Debía de ser ésta, pensó. El viejo amigo tocaba mejor la música clásica que la moderna y, cuando el guitarrista empezó a rasguear, se embarcó en la cautivadora melodía.

La mujer permaneció sentada y escuchó, sin molestarse en cantar la letra. No parecía bebida, sólo rara. Cuando terminaron el tema, se limitó a decir:

—Una vez más.

El viejo amigo condescendió; al terminar, preguntó:

—¿Toco alguna otra cosa?

Pero la mujer continuó silenciosa. Sí que tenía algo raro, quizás estuviera loca. Sentarse allí, en un bar de Shinjuku, llevando un sombrero enorme y gafas oscuras, como si estuviera en la playa… Resultaba imposible leer la expresión de su rostro, tal y como estaba tapado.

Por fin rompió el silencio y, cuando habló, su voz parecía artificial.

—¿La toca muy a menudo?

—Bueno, no es una petición muy corriente.

—Pero seguro que la toca de vez en cuando.

La mujer hablaba de manera agresiva, como exigiendo una respuesta. «Conozco el tipo —pensó el músico—. Maestras, son todas así».

—Solía tocarlo en los viejos tiempos —respondió en voz alta.

—¿Y recientemente? ¿Hará cosa de un año?

La pregunta era tan absurda que el viejo no pudo evitar reírse.

—Bueno, si usted lo dice… Quiero decir, toco todos los días. No puedo recordar todo lo que toco y cuándo lo toco.

—Seguramente podrá recordarlo. Fue aquí, en este bar.

—¿Aquí?

—Sí, en el Bar Boi, en la planta baja. Un hombre y una mujer cantaron a dúo la canción, y sólo ésta. Varias veces.

—¿Te acuerdas tú? —preguntó a su compañero, un hombre mucho más joven con el pelo grasiento.

—¡A mí que me registren!

El guitarrista daba muestras de no recibir con agrado el interrogatorio.

La mujer se levantó de repente y señaló un rincón de la sala. Tenía los gestos y el tono de voz de un fiscal en la sala del juicio.

—Allí. Allí había un hombre sentado, solo, y pidió esta canción. Intente recordar. Parecía extranjero, tenía los rasgos muy afilados. Debe recordarle. Era muy guapo.

Los dos músicos callejeros no salían de su sorpresa. La miraban incrédulos, pero ella siguió hablando, ignorándoles.

—Estaba cantando allí, y en el piso de arriba había una chica delgada. Se unió a él en la canción; después del primer dueto, la chica bajó, se acercó a él, y cantaron otra vez. Seguro que puede recordarlo. Piense.

El viejo amigo hizo todo lo posible por recordar, mientras su compañero se aburría.

—Una voz inolvidable —continuó la mujer—. Muy profunda, poco japonesa. Vuelva a intentarlo. Le hablo de un hombre con una profunda voz de bajo.

—¡Ah! —dijo el viejo amigo con tono de alivio—. Usted habla del señor Honda. Sí, debe ser de él. Hace mucho que no le vemos por aquí.

—¿A qué se dedica ese señor Honda?

—¡Oh! No podría decirlo. Quiero decir que me dirijo a mis clientes llamándoles «profesor» o «presidente», y no pienso en nada más. Le gusta cantar, y además tiene buena voz. Creo que una vez me dijo que fue solista de coro cuando estudiaba.

—¿En qué universidad?

—Déjeme ver. ¿Era la A.B.C.? No, no era ésa, pero era algo parecido. Algo con tres letras del alfabeto. Tal vez no fuera en Japón, sino en el extranjero. Con un nombre como ése…

—¿Cuándo le vio por última vez?

—Ahora que lo pienso, hace tiempo. Solía frecuentar los bares de esta zona, pero ya no aparece. Irá a otros sitios, digo yo.

Al oír esto, la mujer pareció desilusionada, pero abrió el monedero y sacó un billete de mil yens.

—Dígame qué otros bares de por aquí frecuentaba —añadió al entregarle el billete.

—¿Otros bares? Un par de ellos. Déjeme ver…

Tras pensar un poco, soltó una retahíla de nombres. La mujer los anotó cuidadosamente en una libreta y se marchó.

—Espero haber hecho bien al contarle todo eso —le dijo a su compañero.

—¿Lo dices por si encuentra al profesor y le causa problemas?

—Sí, pero creo que no hay de qué preocuparse. Quiero decir, que todo era verdad, y no dije nada malo de él. No parecía una policía. —Se embolsó el billete de mil yens—. Lo que importa es que ha pagado bien.

A partir de ese día, cada vez que el viejo amigo tocaba en uno de los bares que había mencionado, preguntaba siempre por ella, pero nunca obtenía resultados.

—¿No saben nada de esa mujer? ¿La que preguntaba por el profesor, el hombre con voz de bajo profundo?

Y la respuesta era siempre no.

—Una mujer rara. De todos modos, hicimos lo posible por ayudarle, pero me gustaría saber qué se traía entre manos. —Se estrujaba el cerebro sin resultado—. Bueno, es la vida. Los clientes que se ven hoy, desaparecen mañana. Son como el viento. Se hacen habituales de un bar y luego, de repente, desaparecen. Si te paras a pensarlo, pasa muchas veces.

—Bueno —dijo filosóficamente su compañero—, así es el negocio del espectáculo, un negocio de casualidades con clientes que van y vienen.

Y dejaron de preguntar. Con el tiempo, olvidaron todo lo relacionado con la inquisitiva mujer que tenía un lunar en la nariz.

2

La Asia Moral University estaba situada en una colina de las afueras de Tokyo, a unos quince minutos de autobús desde la estación K, en la línea Chuo. Solían llamarla A.M.U.

Descansaba en terreno desbrozado de los bosques de la llanura de Mushashi. En el corazón del campus se erguía un espléndido edificio de tres pisos, el centro de estudios, alrededor del cual estaban las residencias de los estudiantes y facultativos que allí vivían. El inglés era el idioma más utilizado en la A.M.U.

A los estudiantes se les permitía salir del recinto los domingos y festivos. El resto de los días lo pasaban inmersos en una atmósfera monástica y concentrados en sus estudios.

Era la una del mediodía del 10 de octubre, cuando el autobús paró frente a la Universidad y se apeó su única pasajera. La Universidad funcionaba según el sistema habitual de temporadas, y aún era época de vacaciones. Cuando se disipó la nube de polvo causada por el autobús, la mujer se retiró el pañuelo del rostro y lo sustituyó por otro que llevaba en el bolso. A continuación, se arregló el cuello del kimono antes de moverse.

Caminó por la angosta carretera estatal durante cinco minutos hasta llegar a la puerta y a la amplia calzada que llevaba al edificio de la Universidad. Se detuvo mirando al interior y, como cambiando de opinión, dio media vuelta y rehízo el camino. Un poco más allá de la parada de autobús había una vieja y cochambrosa tienda que vendía bollos, caramelos, cigarrillos y otras necesidades de la vida cotidiana. También tenía un teléfono público. Una fina película de polvo cubría todos los productos de la tienda. No parecía que el sitio atrajera a los clientes.

La mujer se dirigió al teléfono y descolgó el auricular. Automáticamente, una vieja con las gafas cayéndosele de la nariz surgió de la oscura parte trasera de la tienda.

—¿Llama a Tokyo? —preguntó ásperamente—. Si quiere larga distancia, tendré que marcar yo.

La mujer negó con la cabeza y volvió a ponerse el pañuelo en el rostro. La vieja se retiró a su rincón y siguió vigilándola. Parecía que llamaba a la Universidad.

La mujer examinó el directorio que tenía ante ella y encontró una lista de los facultativos.

—Profesor Matsuyama, por favor. Es el encargado del coro, ¿verdad?

—Sí, señora. Ahora mismo la pongo.

Saburo Matsuyama, profesor de Historia de la Música Religiosa, estaba estudiando unas partituras antiguas cuando recibió la llamada. Pese a ser una autoridad reconocida en ese campo, tenía ya cerca de setenta años y no le resultaba fácil leer. Era casi sordo y, en la actualidad, sus mayores placeres eran tocar el órgano y dirigir la sociedad coral.

—¡Hola! —dijo al teléfono—. Aquí Matsuyama. ¿Quién llama?

—¿Profesor Saburo Matsuyama?

—Sí, sí, ¿quién es?

—Llamo de una agencia matrimonial, profesor, estoy realizando una investigación sobre uno de sus alumnos, un tal Ichiro Honda. Creo que llegó a dirigir el coro.

—Hable más alto. No le oigo bien.

Pese a que la voz sonaba educada, la mujer parecía hablar por la nariz. Repitió lo que decía dos veces más hasta que pudo oírla.

—¡Ah, sí! Pregunte lo que necesite saber.

Guiado por las preguntas de la mujer, empezó a extenderse sobre la carrera universitaria de Ichiro Honda. Afortunadamente, Honda había sido un alumno excelente y el profesor le recordaba bastante bien. Las palabras de elogio, tan importantes en estas ocasiones, fluían con facilidad. Habló con entusiasmo de la diligencia, la aptitud musical, e incluso del buen aspecto de su antiguo pupilo. ¿Qué otra cosa podía añadir?

—¡Ah, sí! Acabo de recordar otra cosa que muestra lo buena persona que es. Honda tiene un grupo sanguíneo muy raro. Creo que sólo lo tiene una persona de cada varios miles. Sí, donó sangre cuando era estudiante aquí y salvó la vida de un niño. Sí, creo recordar que, en su momento, salió en los periódicos. ¿Que cómo supimos que tenía ese tipo de sangre? Bueno, señora, tenemos un Instituto Americano de Biología del que estamos muy orgullosos, y registramos el grupo de cada estudiante.

—¿De qué tipo era? ¿Puede decírmelo?

El profesor se dio cuenta de que tener un grupo sanguíneo raro no es un dato muy necesario en unas negociaciones maritales, e intentó rectificar.

—Un grupo sanguíneo inusual no afectaría su vida de casado, ¿sabe? Llame al Instituto y se lo dirán. Si quiere, puede utilizar mi nombre. La centralita puede pasarle la llamada. Ah, y de paso, ¿cómo está Honda? Tengo entendido que se fue a Estados Unidos a estudiar ingeniería informática. Creo que se dedica ahora a ese campo y que tiene mucho trabajo. No le hemos visto desde hace años.

—Sí, vale, gracias… Le diré que le haga una visita lo antes posible —respondió apresuradamente la voz nasal. Pidió disculpas y colgó el auricular, cortando la comunicación.

Volvió a marcar, pero esta vez la vieja no se enteró de lo que decía. Algo relacionado con la sangre, pero resultaba muy complicado. No fue la complejidad de la conversación lo que hizo que ésta se grabara en la mente de la vieja y recordara el incidente. Más bien fue la desagradable impresión que le dejó que un cliente monopolizara el teléfono tanto tiempo y se marchase sin comprar nada. Miró cómo se iba la mujer, subiéndose las gafas que le resbalaban por la nariz, y entonces fue cuando se fijó en el lunar.

La vieja era supersticiosa. Sólo una gran maldad dejaría un lunar semejante en la cara de una mujer, pensó.

Hasta que pasaron unas horas, el profesor Matsuyama no empezó a tener dudas sobre la llamada telefónica.

—Acabo de responder una encuesta sobre uno de mis graduados —le dijo a su secretaria—. Era para una agencia matrimonial.

—¿Sobre quién era?

—Ichiro Honda.

—Eso sí que es raro —dijo la secretaria, sorprendida.

—¿Por qué?

—Si mal no recuerdo, se casó hace unos años. Déjeme pensar… Creo que fue cuando estaba en América. Con una chica japonesa de familia rica que iba a la misma Universidad. Una belleza, creo. Está usted demasiado ensimismado en su trabajo, profesor. ¡Mira que olvidar una cosa así!

El profesor murmuró algo y cambió de tema. Pensando en ello, recordaba haber recibido una bonita invitación de boda redactada en japonés e inglés, haría cosa de cinco o seis años.

Salió al pasillo exterior y contempló el paisaje. Los elegantes edificios se erguían serenos, proyectando sombras provocadas por el sol del atardecer. Le parecía que una siniestra sombra se cernía sobre su antiguo estudiante, al que recordaba claramente cantando con fuerza en la última fila del coro.

Se sintió extrañamente inquieto. Apoyó la cabeza contra un pilar de mármol y empezó a rezar, como buen cristiano, por la salvación de su pupilo.

3

—Aquí la oficina principal. Dígame.

Junji Oba, recepcionista del hotel Toyo, respondió al teléfono con el tono suave que utilizaba en los negocios. Se humedeció el labio inferior con la lengua, por si acaso era un extranjero y tenía que responder en inglés.

—Llamo de J. C. Airlines —dijo una voz de mujer—. Por favor, ¿podría decirme en qué habitación está un tal señor Honda que creo se hospeda en ese hotel?

—¿Honda? Por supuesto. ¿Podría decirme el nombre, por favor?

—Ichiro. I-chi-ro. —Deletreó las tres sílabas haciendo una pausa después de cada una.

Junji Oba era nuevo en el Toyo. Había pasado varios años como recepcionista en otro hotel, pero un desgraciado error en su último trabajo le había llevado al Toyo. Pese a su experiencia, se veía obligado a concentrarse como un novato para evitar errores.

Repasó diligentemente el registro, pasando los dedos por los quinientos nombres anotados piso a piso. Encontró rápidamente el apellido Honda. Una habitación en la esquina del tercer piso, 29 años, nacionalidad japonesa, ingeniero de profesión.

—El señor Honda está en la habitación 305 —le dijo a la mujer.

Iba a colgar cuando volvió a oír la voz con una pregunta tan peculiar que tuvo que pedir que la repitiese.

—¿Tiene voz de bajo?

—¿Se refiere a una voz profunda? ¿O a si es bajo?

—A una voz de bajo… una voz profunda… una voz inolvidable.

El recepcionista pensó con rapidez. Qué pregunta más rara. Si alguien quiere confirmar que habla de la persona correcta no pregunta por la voz… pregunta por la profesión… El señorial y tal de la compañía cual y cual, por ejemplo. O el señor Honda de América, o el señor Honda de Inglaterra. Y esta mujer decía ser de una compañía aérea. Esto no era una confirmación de rutina. Parecía, más bien, algo de investigación, algo relacionado con el trabajo de detective. Pensó un momento y recordó un oriental de voz profunda entre los huéspedes, un hombre que hablaba en inglés.

—Sí, creo que sí tiene una voz profunda. Tenemos tantos clientes, no sé… Es difícil recordarlos a todos.

—Pero se aloja ahí ¿verdad?

El recepcionista habría jurado que había una nota de alivio en la voz, como si hubiera seguido su pista tras muchas dificultades.

—¿Sabe hasta cuándo se quedará? —Volvió a preguntar.

—Espere un momento a que lo mire.

Dejó el auricular y miró la reserva de la habitación 305. Ichiro Honda vivía allí desde hacía tres meses y era un huésped de los de duración indefinida. «Quizá pueda sacarle provecho a la situación», pensó Oba y miró a su alrededor, por si podía oírle alguien, antes de coger otra vez el teléfono.

—¿Oiga? El señor Honda es un huésped que no tiene limitado el hospedaje y se me ha ocurrido que tal vez podría proporcionarle personalmente la información que necesita. No resulta muy adecuado hacerlo por teléfono. Podría verla fuera y pasarle la información.

—¿Qué quiere decir con eso? —El tono de la mujer se endureció como si se pusiera en guardia.

—Bueno, yo creía… pensé que lo que buscaba… que yo podría… quiero decir que… —tartamudeó, secándose el sudor frío de la frente.

—Lo único que he preguntado ha sido cuánto tiempo iba a permanecer Honda en el hotel.

La voz era implacable. Intentó disculparse por su error, pero no tuvo ocasión. La mujer se volvía más y más arisca. Ahora incluso prescindía del educado «señor» al mencionar el nombre de Honda, refiriéndose a él como si fuera un criminal.

—Bueno. En realidad no sabemos cuáles son sus planes. Todo lo que sé es que lleva aquí tres meses. Si llama mañana, puedo preguntarle cuáles son sus planes.

—No será necesario —interrumpió, pero tras el arrogante tono creyó distinguir algo de incertidumbre.

Resultaba evidente. Era de una agencia de detectives o algo así. La habría contratado alguna compañía rival o algún futuro cliente.

—Si lo desea puedo averiguarlo sin que se entere el cliente. ¿Qué le parecería?

No replicó, así que continuó hablando.

—Me llamo Oba y soy recepcionista. Durante muchos años he colaborado con multitud de detectives privados, ¿sabe? Naturalmente, suelo cobrar una pequeña cantidad por mis servicios. Si le interesa mi oferta, la esperaré a la salida del trabajo, a las ocho, en la cafetería que hay frente al hotel. Se llama Konto y me conocen. Pregunte por mí en la barra. Si le interesa, esté allí.

Colgó el teléfono rápidamente antes de que la mujer pudiera decir algo, pero ella fue más rápida y colgó antes. La negociación estaba abierta. ¿Acudiría?

—¡Zorra mentirosa! —murmuró.

Levantó la cabeza y vio que se acercaba un huésped extranjero al mostrador. Adoptó su ensayada sonrisa y saludó al cliente en inglés.

Antes de salir del trabajo, preguntó a sus compañeros y a los botones de la planta tercera, consiguiendo informaciones bastante interesantes sobre Ichiro Honda.

El huésped sí tenía voz profunda, y, pese a ser un cliente que vivía allí, pagaba las cuentas en metálico. Sólo utilizaba la habitación del hotel para dormir, y solía llegar tarde por la noche. Hablaba inglés con fluidez, pese a que su nombre y aspecto eran japoneses, y no solía utilizar este idioma, aunque se le viera conversar con extranjeros en la cafetería.

Pensó que todo esto bastaría para proporcionarle algún dinero. Y había algo que resultaba más sospechoso: el señor Honda solía pasar fuera los fines de semana. Fue a la cafetería de enfrente y esperó.

A las 8, 45 recibió una llamada. Cogió el auricular y escuchó la misma voz gélida que le había llamado esa mañana.

—Hice comprobaciones por mi cuenta, y su señor Honda no es la persona que estoy buscando, así que no voy a reunirme con usted.

—¡Pero, señora! —balbuceó—. ¡Tiene que haber algún error! ¡Mi señor Honda tiene la voz profunda!

La mujer se limitó a colgar. El recepcionista pagó la cuenta maldiciendo el dinero que había gastado inútilmente en el café.