Última y trepidante jornada entre Belmonte y Valladolid
Mayo de 1523.
Me embargaba un extraño sentimiento al chocar en mi alma dos mundos separados por dos décadas, el mundo que trataba de conformarse tras la muerte de Isabel la Católica con el que su nieto Carlos estaba conformando, dieciocho años después, tras la derrota de los comuneros y su elección como emperador. Fuera del castillo de Belmonte de Campos se fraguaba la tormenta provocada por la inminencia de las Cortes de Valladolid, que orientarían el futuro del reino o su falta de futuro. Dentro del castillo unos cuantos hombres, que ya únicamente prometíamos para el pasado, ajustábamos cuentas con él dejando listas para sentencia histórica las escaramuzas entre Felipe el Hermoso y Fernando el Católico, el cachorro y el viejo zorro, dos reyes donde solo cabía uno.
Los tres días que había estado fuera don Juan Manuel habían creado en Belmonte una paz extraña, como la de la calma que precede a la tempestad, una calma que podía trocarse en tragedia a su regreso. No creía yo que en ese estado, cuando la sangre podría enrojecer de nuevo la tierra castellana, pudiéramos reemprender una tarea que ahora parecía un juego pueril. Sin embargo, doña Catalina nos había transmitido las disculpas del señor de Belmonte por aquel viaje inesperado, pero inaplazable, y nos rogó que no abandonáramos el castillo, lo que indicaba que don Juan Manuel deseaba que completáramos nuestra pacífica misión, aunque fuera de la fortaleza ardiera la tierra. Me recordaba a los cuentos de Boccaccio, en los que unos invitados cercados por la peste entretenían el tiempo contando historias, con la diferencia de que las nuestras no gozaban de la lasciva amenidad de las del genial escritor italiano.
Era cerca del mediodía cuando los vigías informaron a doña Catalina que se acercaba un coche que solo podía ser el de don Juan Manuel, y todos salimos al patio a recibirle. El señor de Belmonte venía acompañado por dos personas que en la distancia no podíamos identificar, pero que enseguida reconocimos, en cuanto bajaron con gallardía del coche: Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado y Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera. Nos quedamos boquiabiertos, y yo torturaba a mi mente tratando de dilucidar qué había hecho don Juan Manuel en estos tres días de ausencia y cuáles eran sus intenciones.
—Hoy almorzaremos algo tarde para que Catalina pueda ofrecernos un ágape memorable en nuestra última sesión, en la que nos honrarán con su presencia nuestros buenos amigos el duque del Infantado y el de Nájera. He pensado que podríamos dedicarla a la muerte del rey Felpe 1 de Castilla y a las extrañas circunstancias que la rodearon. Tanto Infantado como Nájera estuvieron presentes, y han tenido la generosidad de aportar sus recuerdos a la causa que nos ha reunido en Belmonte.
—¿Quién será el orador principal, Juan? —pregunté lo que todos nos cuestionábamos.
—No habrá un orador principal ni oradores secundarios. Constituiremos un tribunal en el que todos seremos jueces y testigos, y espero que dilucidemos honradamente si Felipe murió por causas naturales o si alguien propició el fatal desenlace.
—Un programa muy excitante, Juan —reconoció el prelado—, pero permíteme que dude de que obtengamos un veredicto definitivo. ¿No sería más piadoso que dejáramos en paz a los muertos que ya han sido juzgados por el tribunal infalible?
—Es muy respetable lo que dices, Diego, pero hemos venido aquí para recuperar la historia, que es de Castilla y de cada uno de nosotros, y no podemos pasar por alto el episodio final.
—Como digas, Juan, confieso que este juicio me parece apasionante.
No hubo más objeciones y sí una excitación general por constituirnos en un tribunal en el que seríamos juez y parte. El anfitrión nos propuso tomar unos vasos de vino en el jardín mientras doña Catalina ordenaba el almuerzo. El camarero llegó en el mismo momento en que nos sentábamos, dispuestos a compartir educadamente la conversación, tras unos momentos de salutaciones privadas de Fuensalida con Nájera y Villaescusa, y Cata y yo con el duque del Infantado, cuya continuación nos prometimos para más adelante, con la esperanza de descubrir qué era lo que estaba pasando, y si los nobles conjurados en el castillo de Benavente en la cena a la que había asistido habían cambiado de bando.
El almuerzo fue una obra maestra en veinte platos más los postres con la más selecta variedad de productos de la tierra, de los ríos, del mar y del aire, así como de algunas novedades llegadas del Nuevo Mundo. La conversación se inició con reflexiones sobre el tiempo, quizás más caluroso que en otros años, y se extendió sobre las nuevas que llegaban de las Indias, donde Hernán Cortés había conquistado Méjico, un nuevo imperio para el emperador, a quien había enviado incalculables tesoros arrebatados a los aztecas, y que ahora se dirigía a la conquista de Guatemala.
Como el que no quiere la cosa, traté de orientar la charla sobre las Cortes que se abrirían en Valladolid el 10 de julio, pero no pude obtener la información que deseaba, como si se hubieran puesto de acuerdo para no hablar del asunto. Habíamos llegado a los postres, y don Juan Manuel declaró solemnemente abierta la sesión.
—Recordemos sumariamente los hechos: estamos a 17 de septiembre de 1506. No habíamos conseguido que las Cortes reunidas entre Mucientes y Valladolid declararan la locura de Juana y proclamaran a Felipe como rey con todos los derechos. Seguiría siendo consorte, pero de hecho se confiaba en él la gobernación del reino. Nadie se lo disputaba, pues Fernando el Católico embarcaba en Barcelona para Nápoles. Antes de que las Cortes concluyeran las sesiones, Felipe y Juana abandonaban Valladolid camino de Tudela de Duero, pues se había declarado la peste en aquella ciudad. Ya sé que la peste podría afectar también a los tres estamentos reunidos, el alto clero, la nobleza y las ciudades, pero hay que entender que los reyes deben velar por su salud, por el bien de sus súbditos. Nadie podía suponer entonces que cuando la Parca avizora una presa nadie se la puede disputar. Nadie puede suponerlo, pero a veces aparecen señales en el cielo. A finales de agosto, los monarcas abandonan Tudela y se dirigen a Burgos, en el camino ven un cometa y el rey pregunta su significado a su físico, quien con voz grave le dice: «Señor, siento deciros que este cometa augura pestilencia y muerte de príncipes». Y el rey contesta riéndose: «Guarde Dios a mi padre y a mí: de lo demás haga lo que fuere servido». Como sabéis, don Felipe me había concedido la fortaleza y el gobierno de Burgos, y yo le propuse agradecido disfrutar de unos días de fiesta en mi castillo celebrando, como se merecía, el éxito de nuestro intento. Infantado y Nájera son testigos del esplendido almuerzo que ofrecí. Todos comimos demasiado, y Felipe 1 nos superó a todos, mostrando un apetito insaciable. Después, y con el propósito de bajar la excesiva comida, retó a un juego de pelota a Juan de Castilla, en el que Felipe se empleó a fondo, pero que interrumpió al sentirse indispuesto. El rey se fue a la cama y permaneció en ella dos días, y el jueves 17 de septiembre se levantó a pesar de la fiebre, y nos fuimos de caza, de donde volvió envuelto en un sudor frío. Felipe cayó sin conocimiento, le acostamos, y ya no se levantó de la cama, muriendo el viernes 25. Una extraña enfermedad se lo llevó por delante, y de nada sirvieron los esfuerzos del doctor de la Parra. ¿Muerte natural o envenenamiento? Esa es la cuestión que hasta ahora no se ha resuelto. ¿Qué opinas tú, Nájera?
—Que Fernando el Católico se marchó a Nápoles tras haber encargado el envenenamiento de Felipe, el jovencito que había arruinado sus ambiciones.
—¿En qué te basas para tan grave acusación, duque?
—En muchas razones y circunstancias. La primera de ellas porque era el más beneficiado por su muerte. Fernando, tras firmar el acuerdo de Villafáfila, escribió una carta en la que reafirmaba sus supuestos derechos, y explicaba que había estampado su firma bajo la presión de los lansquenetes. Muerto el adversario, Fernando volvió a ocupar todo el poder del reino.
—Es mucho deducir —rebatió el duque del Infantado—. Es verdad que Fernando tuvo que rendirse ante la fuerza, pero no le creo capaz de semejante infamia. Nunca se irá de mi mente el encuentro de ambos reyes en el Remesal. El Hermoso había llegado con un formidable ejército de dos mil picas, rodeado de los nobles que le apoyaban armados hasta los dientes, mientras Fernando se acercaba subido en una mula y acompañado de unos cuantos fieles con ropajes ligeros para que se viera que iban desarmados.
Yo había reflejado la historia en un pliego suelto: Fernando combinó la humildad con la ironía con quienes habían sido sus mejores amigos. Echó los brazos al conde de Benavente y, al notar armas debajo de la capa, le dijo riendo: «¡Cuánto habéis engordado, conde!», a lo que esté le respondió turbado: «Son los tiempos que corren». Después se dirigió a su buen amigo Garcilaso y le recriminó suavemente: «¿Tú también, García?», quien contestó, apesadumbrado: «Señor, por Dios, así venimos todos».
—Quienes conocíamos bien a Fernando sabíamos que no se pararía ante ningún medio para recuperar el poder y vengarse de todos nosotros.
—Son meras suposiciones, Nájera —atajó el duque del Infantado—, no se puede manchar la memoria del Católico con meras suposiciones.
—Tratándose de Fernando hay que pensar mal con la seguridad de que uno acierta, pero no solo me baso en el hecho incontrovertible de que era el más beneficiado y en su falta de escrúpulos. Me consta que al marcharse para Aragón, comentó a Conchillos, que en paz descanse, «Lope, ahora tienes bajo tus hombros la misión más importante, que no te tiemble la mano, piensa en Castilla», y Conchillos le tranquilizó: «No os preocupéis, señor, que pronto recuperaremos el reino».
—Siempre es bueno contar con un muerto —salté sin poderme reprimir.
—¿Dudas acaso de mis palabras, cronista?
—De sus palabras no, señor duque, pero sí de quienes os informaron. ¿Quién estaba presente en la conversación del rey con su secretario?
—Nadie, por supuesto, pero Conchillos se fue de la lengua.
—Yo tengo otras hipótesis —apuntó el prelado—. Me consta que Felipe, tras las Cortes de Mucientes, que no aceptaron la locura de Juana y la mantuvieron en su condición de reina propietaria y por tanto a Felipe como rey consorte, este había decidido maniobrar con prudencia y desprenderse de los flamencos que ocupaban los cargos más importantes y devolvérselos a los castellanos como Juana le insistía incansable.
—Espero, Diego, que tengáis motivos para sustentar tan grave acusación. —Don Juan Manuel adoptó su semblante más grave.
—No menos poderosos que los de Nájera. También yo me baso en quién se beneficiaba de su muerte. Lo que a mí me consta es que los nobles que trajo el archiduque de Flandes veían el desapego creciente del rey, quien no solo había manifestado su disgusto por su rapacidad sino que no les pagaba sus salarios, aduciendo que las arcas estaban vacías.
—No puedo negar que estuvieran vacías, ni la furia de los flamencos, pero ¿qué ganaban matando a su único sustentador? —preguntó nuestro anfitrión.
—Quizás confiaran en que el asesinato sería atribuido a Fernando, lo que provocaría la indignación general y facilitaría el camino para que el emperador Maximiliano se hiciera cargo de la regencia hasta que Carlos alcanzara la mayoría de edad. Maximiliano no tendría los escrúpulos de su hijo y no olvidéis que tenía bajo custodia a su nieto Carlos.
—Pero Maximiliano estaba lejos —objetó don Juan Manuel.
—Pero De Vere, Ville, Beaurain y sobre todo Lachaulx, el más sospechoso, muy cerca, demasiado cerca, y tú Juan, primer ministro de Felipe, podrías controlar la situación mientras llegaba Maximiliano.
—¿No estarás insinuando, Diego, que tuve algo que ver con la muerte del señor a quien tanto debía?
—Por supuesto que no, Juan, pero los conjurados, quizás con Lachaulx al frente, confiarían en que si creaban un hecho consumado, tú actuarías de acuerdo con tu proverbial sentido de la responsabilidad, lo que te obligaría a velar ante todo por mantener el orden.
—Te olvidas de Cisneros
—Quizás confiaran en el pragmatismo del arzobispo, que buscaría una solución pacífica. Al fin y al cabo no se salía un ápice de la legalidad con Maximiliano de regente y Carlos de legítimo sucesor… No te olvides que el partido flamenco intentó secuestrar al infante Fernando, lo que demuestra una falta de escrúpulos no inferior a la que Nájera atribuía a Fernando el Católico. El día 25, el mismo día de la muerte de Felipe 1, Diego de Guevara y Felipe de Ala, a las órdenes de Lachaulx, intentaron hacerse con el infante.
—Pero cabía la hipótesis de que Fernando el Católico regresara de Nápoles, que es lo que ocurrió.
—Contarían con que a ello te opondrías con todas tus fuerzas —señaló el prelado—, lo mismo que la mayoría de los nobles. Sabemos lo que pasó, y no fue poca la oposición a la vuelta del viejo rey; lo que los conjurados no podían adivinar es que Cisneros apoyaría al Católico y que os ganaría la partida.
—Querido Diego, lo verosímil no siempre es lo cierto.
—Yo lo que digo, Juan, es que lo verosímil que presento es tan verosímil o tan cierto como lo que expone Nájera.
—En eso hay que daros la razón —terció el embajador Fuensalida—, pero lo que observo con asombro es que aquí nadie piensa que Felipe muriera de muerte natural.
—Quizás esa pudiera ser una primera conclusión de esta encuesta —intervino por primera vez doña Catalina.
—Tiene razón mi madre —aseveró Cata—, porque esas explicaciones que se han dado no parecen muy convincentes. Que un hombre joven, fuerte y sano de veintiocho años muriera por beber un vaso de agua fría, como se ha dicho, o que falleciera porque el frío de Burgos le hiciera una mala pasada tras el juego de pelota, parece increíble… También se ha dicho que la culpable fue la peste, una peste que eligió con malvada precisión solo al rey entre tantos cortesanos. Si así hubiera sido, el doctor de la Parra no hubiera dudado de la causa de la muerte, pues tanto los síntomas de la peste como los del enfriamiento son bien conocidos.
—Pero el doctor negó también que se tratara de envenenamiento —apuntó su padre.
—Es más fácil deducir que no fue enfriamiento ni peste que estar seguro de que no fueron unas hierbas ponzoñosas.
—Tiene razón doña Catalina en su primera deducción —indicó Nájera, seguro del envenenamiento por su odiado Fernando—. Voy a ir un poco más lejos, querida Catalina, todos los que estábamos junto al lecho del desgraciado rey, y aquí estamos tres, Juan Manuel, Infantado y yo, decidimos no dar pábulo a nuestras vivas sospechas de que el rey había tomado en el gran banquete que le dio Juan Manuel unas hierbas dañinas. Nos interesaba cerrar un acuerdo rápidamente en el que estuvieran comprometidos todos los interesados, los flamenquistas y los castellanos, los fernandistas y los felipistas, el acuerdo de no propagar sospechas, lo que no interesaba a nadie y ponía en peligro la paz del reino.
—Mientras los del séquito flamenco se apoderaban como ratas del equipaje del muerto y se repartían la vajilla de plata, joyas y objetos valiosos y hasta sus ropas —añadió Infantado.
—No lo niego —murmuró Nájera—. Hay quien dice que el rey, a quien Dios tenga en la gloria, murió de pena por no tener dinero para pagar a la gente de su séquito ni para sostener el tren de vida que del que disfrutaba en su palacio de Bruselas.
—A ver si va a ser que se suicidó por la pena —apuntó Cata.
—No se suicidó porque era buen cristiano, pero entre una esposa que le montaba unas escenas de celos con ardor de amor y rabia loca y la falta de dinero que no podía traer de Flandes, porque allí se había recrudecido la rebelión de Güeldres, viendo como los nobles se le alejaban y sus flamencos murmuraban y que pronto no podría pagar ni sus aventuras amorosas, la vida no podía atraerle mucho.
Cada uno de los allí presentes tenía su recuerdo de aquel funesto día. Rodearon marcialmente el cadáver del joven rey que hubiera parecido vivo si no fuera porque su rostro rojizo se había hecho blanco. Le habían instalado con todos los honores en la sala de respeto de la casa del Cordón, el palacio que don Pedro Fernández de Velasco edificó cuando fue nombrado por los Reyes Católicos condestable de Castilla.
Fue muy emotivo el homenaje, y muy auténtico el dolor de todos, lo que no impidió que, con el rey de cuerpo presente, Nájera propusiera nombrar un Consejo de Regencia en el que, además del duque, entrarían Cisneros, el duque del Infantado, el almirante, el condestable, Andrea del Burgo, y el señor de Vere. Todos se conjuraron para que de allí no saliera una palabra de sospecha que inquietara el reino.
—Yo no estaba allí, pero me han dicho que en aquel momento definitivo la reina mantuvo la calma. ¿Fue así en realidad? —inquirió Cata.
—Se comportó con una serenidad y una dignidad admirables, sin consentir separarse un momento del cadáver de su esposo —corroboró Nájera—. El rey había muerto hacia el mediodía, y a las cinco mandó que se le vistiera con una ropa de brocado forrada de armiño tocado con una gorra en la que brillaba un joyel, sobre el pecho una cruz de piedras preciosas y en los pies un calzado con borceguíes y zapatos a la flamenca. Después ordenó que se le pusiera en una cama, que adornó con lo mejor de la casa, donde todos le rindieron los primeros homenajes. Finalmente le transportaron sobre una tabla hasta el gran salón de la casa del Cordón en una solemne procesión que abrían los reyes de armas, con sus cotas y mazas, y un paje que llevaba el estoque.
—Fue muy emocionante —recordó don Juan Manuel—. Yo le llevé a hombros junto al señor de Ville y el de Vere, Beaurain, su caballerizo mayor, y Andrea del Burgo, embajador del emperador Maximiliano, y le expusimos para que el pueblo pudiera contemplar a su soberano.
—Mientras, don Fernando se regodeaba en Nápoles con el éxito de su obra, preparando el regreso, aunque haciéndose rogar con piadosa hipocresía —apuntó Nájera.
—Tú sigues en tus trece, querido duque, pero no hay ninguna prueba concluyente que acuse al Rey Católico, y lo digo yo, que fui el más perjudicado por la muerte de Felipe, que he estado desterrado y perseguido con saña cuando Fernando volvió a gobernar. Lo que dices tiene sentido, pero no lo podemos apoyar en ninguna prueba fehaciente. —No obstante, se percibía en don Juan Manuel una sombra de duda.
¿No me dirás, Juan, que no te avisaron de Roma de que algo se tramaba? —insistió Nájera.
—Los embajadores Antonio de Acuña y Filiberto Naturelli me enviaron una carta a primeros de junio en la que me transmitían vagos rumores recogidos entre los carmelitas, y, naturalmente, tomé precauciones.
—No había precauciones que valieran cuando Fernando se proponía algo. ¿Es que no os dice nada que poco después de la muerte del rey falleciera, también en extrañas circunstancias, Bernardo d'Orley, su escanciador principal?
—Pasaron tres años entre ambas muertes, Nájera.
—Ten en cuenta que el escanciador solo tomaba un sorbito de las bebidas que Felipe bebería sin tasa, colmo todos nosotros en aquella fabulosa fiesta que nos diste. El pobre Bernardo ingirió una cantidad menor de veneno y luchó contra la vida y la muerte hasta que esta se lo llevó, pero hay algo más que al menos demuestra que se intentaron silenciar a toda costa los rumores sobre el envenenamiento. Me refiero a lo que le pasó a Lope de Araoz, un ciudadano principal de Oñate, de donde fue alcalde, que fue procesado, encarcelado y a quien confiscaron sus bienes y cortaron la lengua por aludir al envenenamiento del archiduque.
—Habladurías… en todo caso, aunque fuera envenenado, que admito como hipótesis, no se ha probado que lo hiciera don Fernando, a pesar del bulo extendido por los carmelitas —argumentó Villaescusa.
—Eso pienso yo, Diego —apoyó el embajador Fuensalida—. Ciertos nobles no perdonan a Fernando el Católico ni después de muerto. No te preocupes, Nájera, que no volverá una tercera vez, que su reino ya no es de este mundo.
—Ni del otro, embajador, ni del otro.
—Yo tengo otra teoría —apuntó Villaescusa, el obispo de Cuenca.
—Pues la que faltaba —ironizó Nájera.
—No era un secreto que a Felipe le llevaban sus palanganeros cada día a lugares disolutos, donde frecuentaba «enamoradas», a las que pagaba su amor a precio de oro. Pero llegó un momento en que se cansó de putas, rameras y enamoradas y empezó a frecuentar a una dama burgalesa de alto linaje.
—¿Que se llamaba…? —inquirió Nájera.
—Se dice el pecado pero no el pecador, querido duque. Llamémosla Berenguela. El caso es que entre ambos hubo una mutua afición.
—Ya sé de quién habláis y hacéis bien en no mentar su nombre, que aún vive y es una dama muy respetable —informó don Juan Manuel.
—No daré detalles que la señalen, pero os podéis imaginar el resto. La noticia llegó a los oídos del noble esposo engañado, llamémosle Barbarroja, y este se valió de su acceso al palacio del Cordón para echar las hierbas fatídicas en la copa de Felipe cuando ya nadie veía tres en un burro.
—Vas bien orientado, Diego, pero no fue solo Barbarroja quien se enteró del asunto, sino también la reina.
—¡Esto sí que es bueno! —gritó el Infantado—. ¿Insinuáis que fue Juana quien envenenó a su esposo querido?
—Querido y odiado a la vez, duque, no lo olvides. Juana había llegado a episodios de gran violencia por celos, y esta vez, que como decía antes Nájera muy expresivamente, la reina no vivía ni dejaba vivir a su esposo con ardor de amor y rabia loca. Tuvo un arranque incontrolable, decidida a que si Felipe no iba a ser para ella, no lo sería para nadie.
—¿Lo estás diciendo en serio, padre? Con todos los respetos, tu acusación me parece, me parece…
—¿Una infamia?
—Una locura. —Esta vez fue doña Catalina quien expresó su indignación—. Si así te parecía, ¿cómo has callado hasta ahora, esposo?
—No estoy acusando a Juana. Simplemente expongo la hipótesis más plausible, como los demás han expuesto las suyas. Decirlo antes hubiera sido una frivolidad inútil, pues nadie me hubiera creído, pero ahora, cuando se han sostenido teorías tan peregrinas, me parece conveniente defender la mía.
—El amor con que Juana cuidaba a su esposo en la agonía, los abrazos que le dio después de muerto, el hecho de que no se separara de su cuerpo y que costara tanto cerrar el ataúd, sus largas caminatas durante el día y la noche acompañando el cadáver de su esposo, toda esa muestra de dolor que ha hecho a Juana paradigma del amor conyugal, ¿era pura farsa? Me parece que deliras, querido esposo.
—No era farsa sino una reacción muy lógica. Envenenaría a su esposo, a lo que más quería en este mundo, y en el acto se arrepentiría de ello y se sentiría atrozmente culpable, y por eso lloraba sin consuelo abrazada a su esposo, su bien, su alma, y todas las cosas que escuchamos tan impresionados. Se sentiría desesperadamente culpable. Estaba loca, pero no hasta el extremo de no saber la atrocidad perpetrada. Se combinaba en ella la locura con una lucidez que a veces me asombraba. No me extrañaría que el no separarse de su esposo, el no dejar que nadie lo viera, abriendo el féretro solo para ella, lo hiciera con desgarrador sufrimiento, pero también con malicioso cálculo. Quizás pretendiera que nadie se diera cuenta de su abominable crimen.
—Una teoría interesante, Juan, pero odiosa.
El obispo había resumido la opinión de todos mientras el rostro de nuestro anfitrión se iluminaba con una sonrisa que podía ser cínica pero también burlona.
—Creo que podernos dar por concluidas las deliberaciones. Solo falta que cada uno exponga sus conclusiones. Nájera, ¿cuál es la tuya?
—Fernando el Católico, no hay duda.
—¿Infantado?
—Un flamenco del séquito de don Felipe.
—¿Villaescusa?
—Barbarroja, el esposo burlado por el rey.
—¿Fuensalida?
—Solo sé que no fue don Fernando.
—¿Cronista?
—Pudo ser cualquiera de los que se ha dicho, incluido don Fernando.
—Pues queda cerrada la sesión, muchas gracias, señores…
—¿No te olvidas de alguien, querido padre?
—Las mujeres no deberíais hablar de estas cosas, Catalina, pero si insistes… capaz eres de sacarte otra teoría de la manga. ¿La pelota con la que jugó el rey estaba acaso envenenada?
—Desde que Isabel fue reina y lo es Juana, desde que Beatriz Galindo pasa por ser la mujer más sabia, las mujeres tenemos algo que decir —afirmó Cata.
—Pues dilo, querida; te escuchamos ansiosos.
—La verdad es que después de oíros a todos tengo mis dudas. Yo estaba convencida, y sigo pensando, que fue don Fernando, pero ahora no estoy tan segura. Una acción semejante entra en la lógica implacable del rey mal llamado Católico, en quien la moral no tiene cabida, pero también pudiera ser que el Hermoso se matara a sí mismo por sus excesos y sus escasas ganas de seguir viviendo, manifestadas en esta mesa. No me sorprendería tampoco la hipótesis del flamenco, y solo excluyo la sostenida por mi padre… y aprovecho para decir que si bien no sé quién mató al rey, sí estoy segura de que entre todos estáis matando a Juana.
La sesión había concluido sin una sentencia firme. Quizás la Historia, paciente lector, lo aclare alguna vez aunque mucho me sospecho que yo no estaré aquí para contarlo.
Don Juan Manuel había despedido a los duques a la puerta del castillo, y se encaminó con cortas y rápidas zancadas a su despacho. Ya no tenía sentido disimular, así que me dirigí corriendo al alcance de los duques, que parecían tener prisa por montarse en el coche puesto a su disposición por el señor de Belmonte y de Cevico de la Torre. Los alcancé al pie del vehículo, donde ambos se habían parado al verme venir con actitud de quien no puede perder un minuto.
—Señores, ¿tienen la bondad de dedicarme unos segundos? No me negarán sus señorías una explicación. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha sido de nuestro acuerdo en el palacio de Benavente?
—¿A qué acuerdos te refieres, cronista? —Nájera había empleado un agresivo tono defensivo.
—No os burléis de mí, señor. ¿Qué fue de nuestro plan para las Cortes?
—No hubo plan alguno, cronista, sino una cena de amigos en la que hablamos de todo con demasiada alegría y escasa prudencia —dijo Nájera con un pie en el estribo.
—Mira, Jaime —añadió piadoso el duque del Infantado—, te aconsejo que hables con mi hijo, a quien encontrarás en Torremormojón. Confía en él que, según tengo entendido, ya te sacó en cierta ocasión de un apuro. Solo te puedo aclarar que lo hablado en el castillo de los Benavente ha sido superado por los acontecimientos. Todos estamos incondicionalmente con don Carlos y supongo que tú también.
—Yo soy un simple cronista, duque, que a veces cree en las nobles palabras.
Ambos duques subieron al coche con ademán altivo, quizás pesarosos de haber derrochado su tiempo con demasiada generosidad. Les despedí con una inclinación de cabeza excesiva que rubricaba un reproche de irónica impotencia, y regresé al castillo despacio, cargado de sombrías cavilaciones. Terminadas las sesiones históricas, la invitación de don Juan Manuel había caducado; yo debería partir del castillo y de su protección temporal, así que me dirigí a su despacho, donde encontré al señor de Belmonte acompañado de su hija.
—¿Qué te cuentas, Jaime? —El recibimiento parecía casi amistoso.
—Nuestro trabajo ha concluido, don Juan, así que…
—¿Tanta prisa tienes en abandonarnos?
—Os agradezco vuestra hospitalidad, pero supongo que ha llegado el momento de partir.
—No tan deprisa Jaime. Si quieres, puedes pasar con nosotros unos días. Sería un verdadero placer.
—Reitero mi agradecimiento, don Juan. Lo que sí os pido, abusando de vuestra hospitalidad, es que me soportéis un día más, pues tengo que resolver algunos asuntos antes de marcharme.
—Por supuesto, amigo, soy yo quien agradece tu valiosa cooperación, que ha sido de verdad espléndida. Te llevas un buen material del que estoy seguro harás buen uso. Por supuesto, puedes seguir valiéndote de tu caballo para rematar tus asuntos. Mañana ya hablaremos y, si insistes en marcharte, Braulio te llevará de vuelta a Segovia o adonde quieras ir.
—Le reitero mi agradecimiento, don Juan. Hasta pronto, doña Catalina, Cata…
Cata no había dicho ni una palabra, pero yo no necesitaba palabras para notar su preocupación. Subí a mi habitación, me puse la ropa más adecuada para el camino y me dirigí a las caballerizas donde no me sorprendió encontrarme a mi amiga, que andaba, nerviosa, de un lado para otro.
—¿Adónde vas, Jaime, mi caballero de la pluma?
—¿Qué está pasando, Cata? —contesté ineducadamente con otra pregunta.
—Parece que mi padre ha abortado vuestra conjura, tal como te dije. Habló con don Carlos, y se prestó a convencer a los nobles de que se abstuvieran de todo intento, asegurándoles que si así procedían no tomaría represalias, y que obtendrían satisfacción a sus demandas más pertinentes.
—¿Y los procuradores?
—Poco pueden hacer sin el concurso de los nobles. Las Cortes de julio transcurrirán como la seda. Será una exaltación del rey.
—¿Qué le pasará a Casto, mi confidente?
—Mi padre está muy contento, y espera mucho de la generosidad del rey, así que es posible que se libre de la horca, y tú de su inquina. ¿Adónde vas, Jaime?
—Necesito saber qué ha sido de Alonso, a quien ya no puedo encontrar en Villarramiel, porque tras avisarle de que le perseguían, gracias a tu información, habrá tomado las de Villadiego. El duque del Infantado me ha recomendado que hable con su hijo que está en Torremormojón, y es lo que voy a hacer.
—Está a un paso de aquí, así que, si no te importa, puedo acompañarte.
—Es un placer inesperado, aunque no sé si don Íñigo se cortará ante la hija de don Juan Manuel.
—Don Íñigo me conoce, y sabe de mi amistad con Alonso, así que nada debes temer.
—Pues vayamos raudos.
Cabalgamos a galope y en cuanto llegamos nos llevaron a presencia del conde de Saldaña, que probablemente había sido prevenido por su padre de mi visita. Nos recibió efusivamente pero algo nervioso.
—Poneos cómodos, amigos. ¿Queréis tomar algo?
—Gracias, don Íñigo. Lo que querernos tornar son vuestras noticias —repuse.
—Me temo que no son buenas.
—¿Qué ha pasado? —pregunté ansioso.
—¿No os ha dicho nada don Juan Manuel?
—Mi padre me ha informado someramente de que ha logrado abortar la conjura de los nobles —resumió Cata—, pero no se ha extendido en explicaciones. Parece que habéis recibido atractivas promesas.
—Así ha sido. Los cargos de Castilla serán para los castellanos, los de Alemania para los alemanes y los de Flandes para los flamencos, pero Castilla tendrá que pagar los gastos de la política imperial, cada uno en su casa pero todos pagando la del emperador.
—¿Y de las otras demandas, de que las Cortes se reúnan por lo menos una vez al año, de que los procuradores voten libremente los subsidios, de que se voten antes las demandas de las ciudades, de que los subsidios…?
—De eso nada de nada.
—Y entonces, ¿los acuerdos de Villarramiel…?
—Nada de nada.
—¿De don Fernando?
—Nada de nada. Ya he hablado con Leal, que ha comprendido la situación.
—¿Y dejáis en la estacada a la gente de la Sociedad?
—Fue una locura que me reuniera con ellos…
—¿Y cómo han reaccionado Liberto, Séneca y Castellano? Vos os habíais comprometido con ellos.
—Se han vuelto locos. No hay compromiso posible con los locos.
Don Íñigo no nos había dicho todo, y me pareció que dudaba de si hacerlo. Había enrojecido como un niño pillado en falta, vaciló y finalmente se arrancó y con verbo atropellado cantó la palinodia.
—Se han vuelto locos, se han vuelto locos… y han seguido en sus trece sin darse cuenta de que era inútil continuar en el empeño, que no tenían ninguna posibilidad sin la fuerza de los nobles… ¡Qué locura, Dios mío! ¡Qué locura!
—Pero ¿qué ha pasado, don Íñigo?, que nos tenéis en ascuas…
—Ha pasado que los locos de la Sociedad han intentado secuestrar a Gattinara, el canciller del emperador, para tomarle como prenda negociadora… los muy insensatos.
—¿Y qué ha pasado? Seguid por favor, don Íñigo. ¿Qué ha pasado? —le insté.
Lo que nos contó el conde de Saldaña nos dejó anonadados. Salía el canciller Gattinara del ayuntamiento, donde había sostenido una conversación aclaratoria con el alcaide. Diez de la Sociedad esperaban armados en una esquina a unas cuadras de distancia por donde sabían que pasaría el hombre fuerte del emperador, apostados tras unas barricadas que pusieron rápidamente, atravesando unos carros por la estrecha calle. Desgraciadamente para ellos, uno de los conjurados, impaciente, salió con su mosquete de la esquina antes de tiempo y el cochero, presagiando el peligro, dio la vuelta y se alejó de allí velozmente, mientras la guardia del valido se lanzaba sobre los conjurados. Estos hicieron uso de sus armas y mataron a un guardia e hirieron a varios, pero los soldados del emperador, más numerosos y experimentados, los rodearon e hicieron una escabechina.
—Estaban dispuestos a morir en el intento y todos cayeron muertos o heridos —concluyó don Íñigo—. Podéis imaginaros que los heridos fueron atormentados y confesaron la participación de la Sociedad. Los cabecillas han sido apresados.
—¿Y Alonso? —pregunté ansioso.
—También Alonso, todos están en prisión: Liberto, Séneca, Castellano… y nuestro amigo Alonso.
—¿Y los van a ajusticiar? —preguntó Cata angustiada.
—Desgraciadamente…
—Tenemos que hacer algo don Íñigo —le imploré.
—No podernos dejar morir a Alonso; él no ha tenido nada que ver en esa desgraciada historia, estoy segura —dijo Cata, llorando.
—Seguro que desaprobaba el atentado en su fuero interno, Catalina —asintió pesaroso el del Infantado—, pero está muy comprometido con la Sociedad.
—Pero algo habrá que hacer. —A Cata la ahogaba el llanto.
—Querida Catalina, yo soy algo sospechoso, aunque mi casa pesa mucho, pero en fin, lo que te aconsejo es que hables con tu padre. El emperador le está agradecido, y quizás consiga clemencia para Alonso, yo os acompañaré con gusto a Belmonte y me ofreceré para lo que pueda hacer.
—Pues vamos, don Íñigo, no perdamos un minuto.
El regreso al castillo fue a matacaballo, una carrera a pelo, que esta vez estaba justificada pues cada minuto contaba.
Encontrarnos al señor de Belmonte en la sala de juegos, disputando una partida de ajedrez con Cosme, el alegre verdugo andaluz. Don Juan interrumpió la partida y Cosme salió discretamente.
—A qué debo el honor, conde. ¿Qué negocio asocia a la casa del Infantado con mi hija y el cronista?
—Un negocio muy grave, Juan. ¿No os habéis enterado de las últimas noticias?
—No, estoy aquí encerrado, fuera de este mundo. Jaime, Villaescusa, Fuensalida y yo residimos en el año de gracia de 1506. ¿Qué ha pasado, Íñigo?
Concluida la narración, don Juan Manuel se levantó y paseó por la instancia mesándose la barbilla.
—Alonso no es más que una anécdota sin importancia. Sois vosotros, los nobles, quienes debéis aprender la lección.
—Tú también eres noble, Juan —replicó suavemente el del Infantado.
—No es lo mismo, yo soy noble de espíritu y de linaje, pero he entendido el devenir de la historia y he dedicado mi vida, que periclita fatalmente, al poder del rey pero vosotros no os habéis dado cuenta de que vuestro tiempo ha terminado. ¿O sí os habéis dado cuenta?
—Yo luché, como sabes, con los comuneros, y no para recuperar vetustos privilegios, sino porque pienso que los nobles somos una instancia necesaria entre el poder absoluto del rey y el bienestar de los súbditos. Tenemos el sagrado deber de conducirlos y protegerlos.
—Pues parece que con vuestro noble empeño los habéis conducido directamente a la horca.
—No era eso lo que quería, pero debo reconocer que la cosa se nos ha ido de la mano.
—Y no habéis tenido inconveniente en volver al redil como mansos corderitos.
—No me siento muy orgulloso, pero ¿quién sabe si nuestro intento ha sido inútil? El emperador también ha tenido que hacer algunas concesiones.
—Si yo hubiera estado en el lugar de Gattinara, como estuve con el rey-archiduque, le hubiera aconsejado el máximo rigor, que colocara cuatro horcas a las puertas de las Cortes y que expidiera unos cuantos decretos de prisión, alejamiento y expropiación para cuatro nobles levantiscos.
—¡Padre!
—Pero no estoy en el lugar de Gattinara. ¿Qué queréis que haga yo?
—Padre, por lo que más quieras… eres nuestra única esperanza —suplicó Cata.
—¿No querréis que interceda por unos asesinos? —replicó don Juan.
—Padre, por favor. Alonso no es un asesino. Te lo ruego por lo que más quieras…
—Vuestro amigo es un insensato, un poco…
—Un idealista, padre, pero él no ha matado a nadie; no esgrime más armas que sus ideas.
—Armas letales, querida hija, pero veremos qué se puede hacer. Íñigo, si te parece, puedes pasar aquí la noche, y en cuanto amanezca nos dirigiremos a Valladolid… no creo que sea mucho lo que pueda hacer y ni siquiera estoy seguro de que deba hacerlo, pero, en fin, llevaré el deber de hospitalidad más lejos de lo que este exige y, sobre todo, no quiero decepcionar a mi querida hija, que da alegría a este anciano y calor a estos fríos muros. Hablaré con Villaescusa y Fuensalida, pues la presencia de un importante prelado y un sabio embajador quizás incline la balanza.
—Gracias, padre, eres un gran hombre.
—Un pequeño gran hombre, lo sé, pequeño y anciano a quien Dios no ha concedido un minuto de descanso.
Por aquel día ya habíamos experimentado suficientes emociones. Nos retiramos pronto aunque yo sabía que ni Cata ni yo podríamos conciliar el sueño. Pasé una noche inquieta, con los ojos abiertos como platos, escrutando la negra noche en espera de un atisbo del amanecer. Antes de que clareara, salté de la cama y apoyé los codos en el alfeizar pensando en Alonso, mi buen amigo, tan alegre al acompañarme al castillo de Belmonte y ahora al pie de la horca. Con el primer hilo rojo que anunciaba la salida del sol me lancé escaleras abajo, donde ya se percibía el ajetreo previo al viaje. Fui el primero en aparecer en el comedor, pero pronto lo hicieron don Juan Manuel, doña Catalina, Cata, Villaescusa y Fuensalida.
—Desayunemos fuerte, que con el estómago vacío no se ha ganado ninguna batalla —animó don Juan Manuel, que se había despertado muy activo—. Los coches ya están preparados.
Yo tenía un nudo en el estómago, pero me obligué a comer unos huevos con jamón y tocino y unas peras. El obispo se puso ciego, debo decirlo sin rencor. Subimos a los coches. En el de don Juan Manuel se acomodaron Villaescusa y Cosme, y en el otro Fuensalida, Cata y yo. Ambos coches, tirados cada uno por cuatro caballos, avanzaban a la velocidad que les permitía el camino, desprendiendo densas nubes de polvo. Hablamos poco durante el viaje, y yo no pude evitar quedarme traspuesto, a pesar de los botes que daba el coche. Llegamos a Valladolid con el cuerpo algo maltrecho, pero a buena hora, y el cochero, que en ningún momento perdió de vista el carruaje de don Juan Manuel, paró a la puerta de la Chancillería.
—Ahora me acompañaréis al despacho de Gattinara, pero conviene que me esperéis en la antesala para que yo pueda hablar a solas con el canciller. Después él dirá si quiere que pasen el obispo y el embajador. Lo mejor es que tú, Catalina, y tú, Jaime, permanezcáis fuera, en la antesala.
Habíamos tenido suerte, Mercurino Gattinara, canciller del emperador, se encontraba en el despacho principal que le habían habilitado para la preparación de las Cortes y no tardó más de lo preciso en hacer llamar a don Juan Manuel. Media hora después, un alguacil reclamaba la presencia del obispo y del diplomático, y el tiempo empezó a pasar más lentamente mientras Cata y yo no osábamos pronunciar palabra, contentándonos con intercambiar miradas en las que se sucedían la desolación y la esperanza. Pasó un tiempo indeterminado, infinito, hasta que se abrieron las puertas y aparecieron don Juan Manuel, don Diego, don Gutierre y el propio Gattinara con un semblante que me pareció esperanzador.
Mercurino Gattinara tenía buena planta a pesar de que debía de estar cerca de la sesentena. Procedente de la pequeña nobleza piamontesa se había convertido en la mano derecha del emperador, pero no había perdido la cabeza. Sus ademanes eran suaves, quizás engañosamente suaves, pero a mí, que me precio de adivinar lo que esconden las apariencias, no me cupo duda de que semejante suavidad escondía un carácter enérgico, lo que no era de extrañar, pues había obtenido formación humanística pero también militar.
El canciller se inclinó ceremonioso ante Cata y, para mi sorpresa, se dirigió a mí con deferencia.
—¿Jaime de Garcillán, no es así?
—En efecto, señor, a vuestro servicio. Ante todo quisiera felicitaron por haber salido ileso del atentado.
—Gracias, Jaime, son gajes del oficio, he leído tus crónicas y me parecen admirables.
—Gracias, señor.
—Son amenas y verídicas.
—Honráis en exceso mi humilde trabajo, señor.
—Lástima que nos conozcamos en tan penosas circunstancias, pero aun así me complace conocerte. Quizás algún día nos hagas el honor de explicar con tu ágil pluma nuestros proyectos, que debo reconocer no son tan ágiles ni tan fáciles de explicar, sobre todo a quienes no quieren entendernos.
—Sería un honor, canciller.
—Te tomo la palabra. Ya hablaremos. Tengo una buena noticia para ti. He decidido perdonar la vida de tu amigo Alonso, un cronista que abandonó imprudentemente la pluma por la espada.
—Señor, mi agradecimiento será eterno. Alonso es una gran persona que se ha metido en camisa de once varas por un mal entendido sentido del deber.
Cata no pudo reprimir las lágrimas y se lanzó con vehemente agradecimiento sobre Gattinara, pero este la paró con un gesto y continuó hablando.
—No obstante, queridos amigos, Alonso pagará su pena como es de justicia, pues quien la hace debe pagar y el crimen nunca debe quedar impune.
—¿Cuál será la pena, excelencia? —pregunté.
—Veinte años en las galeras de su majestad imperial.
—Debemos agradecérselo a su excelencia —intervino don Juan—. Como sabéis la pena de muerte, cuando se perdona, suele conmutarse por la prisión o las galeras por toda la vida.
—Aún está pendiente, naturalmente, la sanción del emperador, pero creo que aceptará mi propuesta —añadió el canciller.
—¿Y los otros, excelencia? ¿Qué será de los otros?
—Los cuatro sicarios que atentaron contra mi persona y que quedaron con vida, así como los tres instigadores principales de la revuelta, serán pasados por las armas al amanecer.
El canciller dejó unos minutos de silencio bien calculados para reforzar el efecto de sus palabras. Después se dirigió a todos, pero obsequiándome a mí con su mirada.
—He dado instrucciones para que suban al prisionero a una sala donde podréis darle la buena nueva. Ahora debo marcharme, que es mucho el trabajo que me están dando estas Cortes.
Un alguacil nos acompañó a la sala donde esperamos la llegada de Alonso, que llegó acompañado por dos guardias. Yo me adelanté para darle un abrazo y Cata le entregó la mano, que Alonso besó en actitud cómplice. Venía sonriente, pero con una sonrisa que no me gustó nada, la sonrisa de quien está preparado para el matadero, que no abandonó mientras saludaba uno a uno a sus visitantes con agradecida sorpresa.
—Tanto honor, queridos amigos, me emociona, ya puedo morir en paz.
—Un día me dijiste, querido Alonso, que solo se muere una vez y que aquella no era mi hora. —Ansiaba por darle la noticia—. Pues bien, esta tampoco es la tuya. Gattinara te perdona la vida.
—¿A cambio de qué?
—A cambio de nada infamante. Ha conmutado la pena de muerte por la de galeras, veinte años de galeras. Es mucho, pero no es la perpetua, como acostumbran cuando se perdona la vida.
—No teníais que haberos molestado —contestó con sonrisa afable, que no nos engañaba.
—¿No te alegras, Alonso? —pregunté.
—De verdad que os agradezco en el alma lo que habéis hecho, pero, Jaime, no me apetece pasar de las galeradas de la imprenta a las galeras del emperador.
—No digas tonterías, Alonso, y recapacita.
—No necesito recapacitar más, en el fondo soy un privilegiado a quien se le ha dispensado la gracia de elegir el momento de su muerte.
—Admiro tu valor, Alonso —interrumpió con voz grave el prelado—. Admiro tu valor y tu fe, pero deberías reconsiderar tu decisión, pues ir a la muerte cuando Dios te ofrece vivir pudiera ser un pecado de soberbia y, algo peor, querido amigo, un desprecio del Creador, que es quien te dio la vida. No obstante, si esa es tu decisión y quieres confesarte…
—Gracias, reverencia, pero tengo mi alma en paz. Don Juan, perdonadme si rechazo esta gracia que os habrá costado conseguir. Dadme un abrazo y despidámonos sin rencor. Ven también tú a mis brazos Fuensalida, infatigable servidor público y tú, Catalina…
—Yo, Catalina, te ruego que vivas, Alonso. ¡Hazlo por tus amigos!
—Por mis amigos no puedo vivir mientras ellos mueren por el mismo delito que yo cometí.
—Pero tú no sabías…
—Lo que yo sabía solo lo sé yo, pero lo que sé es que debo correr la suerte de quien me acogió como un hermano y con quienes soñé cambiar algunas cosas en este reino. Ahora os ruego que me dejéis a solas con Jaime. Iros en paz y rezad una oración por mi alma, que todo ayuda.
—Alonso, me descubro ante tu valor y te ruego que me perdones pues de haber sabido de qué madera estás hecho… —Don Juan Manuel no completó la frase y salió el primero tras darle un fuerte abrazo. Después abandonaron la sala el embajador, el obispo, que volvió a ofrecerle auxilios espirituales, pero Cata se negaba a salir si Alonso no aceptaba la gracia de vivir.
—Si es preciso me arrodillaré para rogártelo. No nos hagas eso, Alonso.
—Catalina, por ti haría cualquier cosa, pero te ruego que me comprendas y que no me lo pongas más difícil. La muerte no es tan grave, es algo que nos pasará a todos. Más vale morir que perder la vida miserablemente, aceptando lo inaceptable y tragando lo intragable.
Catalina salió con la cabeza baja y un nudo en la garganta y yo me quedé solo con mi amigo a quien volví a abrazar, esta vez sin poder contener las lágrimas.
—Jaime, cálmate y no des mal ejemplo —dijo Alonso con una sonrisa sin recovecos, su mejor sonrisa de hombre de bien.
—¿Quién lo iba a decir?
—¿Decir, qué?
—Tú eras el cínico, el buscavidas, el vividor, el escéptico, y ahora solo buscas la muerte.
—Mi vida ha sido hermosa porque he hecho lo que he querido, procurando no hacer daño a nadie, fui cronista, que es un hermoso oficio, acompañé a Cisneros, un chico de mi pueblo que llegó a regente de este reino y cardenal del otro al que me dirijo si Dios perdona mis pecados, participé contigo en las luchas de Fernando el Católico, que no era un santo varón, pero que convenía más a este pueblo que el Hermoso tontaina, he asistido a los acontecimientos más importantes de mi época, y he escrito sobre ellos con regular fortuna pero con toda la veracidad que podía permitirme…
—Bueno Alonso, ya me ocuparé yo de tu panegírico.
—No tengo categoría para un buen epitafio, y además no habría donde ponerlo, pues mi cuerpo será enterrado en una zanja con más gente. No hay sitio para tantos epitafios ni te lo permitirían.
—Estoy seguro de que conseguiré recuperar tu cuerpo.
—Eso sí es una buena cosa, siempre que puedas conseguir el de los demás. No quiero diferencias en la muerte ni en la vida, pero creo que a mi pobre esposa y a mi hijo les gustará sepultarme en Toledo y lo mismo pasará con las mujeres de mis compañeros, de Liberto, de Séneca, de Castellano y de los otros, los que intentaron raptar a Gattinara.
—¿Tu hijo? No sabía que lo tuvieras.
—Es ya un mocito de quince años; me he ocupado poco de ambos, de mi mujer y de mi hijo Jaime. Pídeles perdón y explícale a mi hijo algo bueno de su padre, pero quizás no convenga que le digas a mi mujer que he podido salvarme, aunque fuere con una infamia, que ya sabes como son las mujeres.
¿No me digas que llamaste Jaime a tu hijo?
—Es que no se me ocurría otro, puedes decirle que lo de cronista es un oficio miserable, pero el mejor del mundo y ya sabes…
—Sí, que peor es trabajar, Alonso. El mejor panegírico que puedo hacerte es lo que sobre ti aparecerá en lo que estoy escribiendo.
—Eso espero, sobre todo no ocultes nada de mi físico privilegiado, ni del impacto que generaba en las mujeres, y ahora márchate, no vaya a ser que te cojan a ti también, que en cuanto estos se ponen…
—¿Qué más puedo hacer, Alonso? ¿Tu esposa necesita ayuda?
—No estamos mal de dinero. Ya sabes que mi familia tiene tierras en Torrelaguna y solo un hijo. Además, algo he ahorrado. Sí me gustaría que estuvieras un poco al acecho de mi hijo Jaime.
—Me ocuparé de él como si fuera mío. Mira que ponerle Jaime…
—Y otra cosa, cuando estés en Segovia, visita la casa de la Hilaria y la saludas a ella y a su hija Felisa, que ya será mayorcita, cómete un buen cochinillo escanciado con buen vino y dedícame a la mejor de sus putas. Ya sabes que me gustan las montas. Ah, y dale recuerdos a la monja Inés, que te aguanta con más paciencia que yo. ¿Con Cata no hay nada que hacer?
—Me perdería por ella, perdería hasta mi grandiosa libertad de soltero, y creo que ella me quiere, pero no está dispuesta a perder nada, ni a su esposo el barón ni a la gloria de su estirpe.
—Claro que te quiere. Con un poco de arte es tuya, pero márchate ya de una vez, Jaime, no seas pelmazo.
—Una última pregunta, ¿estabas tú en lo del atentado de Gattinara?
—Me cae bien este Gattinara. Si me hubieran dicho algo, hubiera tratado de disuadirles, que por esa vía no se consigue nada, pero ¿acaso tiene importancia? Yo estaba con ellos, y es como si lo hubiera hecho. Venga, márchate, pesado.
Había que marcharse y lo hice empujado por Alonso, que me llevó en volandas hasta la puerta. Al otro lado de esta dos guardias aguardaban a mi amigo, y Cata, Juan Manuel, el obispo y el embajador me esperaban a mí con mirada interrogativa.
—¿Nada que hacer? —preguntó Cata con un poco de esperanza en la voz.
—Nada que hacer, pero nos pide que no le lloremos, que él está preparado para el tránsito.
—Un gran hombre este Alonso —dijo emocionado don Juan Manuel—. Vámonos a casa.
Llegamos al castillo de noche, tomamos una cena ligera y nos dispersamos. El obispo se dirigió a la capilla donde rezaría sinceramente por el alma de Alonso. Don Juan Manuel y Fuensalida, que dije ron estar muy cansados, se retiraron a sus habitaciones, y yo me refugié en la biblioteca. Cata se me acercó:
Jaime, no cierres tu puerta con llave.
Al poco entró en mi habitación y se lanzó a mis brazos llorando pero radiante en su determinación.
—Juan, mañana viene mi marido y esto se acaba. Así que ahora entra en mí como un caballero, y quítate de encima esa fijación que no te deja en paz y que me parece que no es más que la melancolía por el tiempo pasado, perdido para siempre, de aquel día en que, hace dieciocho años, nos conocimos y yo conocí el amor y tú algo que no te daban tus putas. Entra en mí y hazme revivir la inolvidable primera vez y si no lo conseguimos, tanto mejor, pues tendremos que seguir viviendo con lo que tenemos, tú con tu apaño monjil y yo con mi barón. Entra en mí con toda tu alma en recuerdo de aquellos tiempos, de nuestra juventud perdida, de los ideales imposibles y, sobre todo, hagámoslo en homenaje a nuestro amigo Alonso, que siempre vivirá entre nosotros.
Esto es todo, querido lector, que ya sabes más sobre mí que yo mismo, si es que hay ahí algún lector, si es que ha habido alguna vez un lector, o quizás lo haya habido y se ha hartado de mi historia. Deo gratias.