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«Bájese los pantalones, Monseñor»

8salto10

Donde Cata revela las confidencias

que le hiciera la reina Juana en junio de 1506.

Belmonte, mayo de 1523.

Adelante, Catalina —la animó su padre—, cuéntanos las confidencias con que te honró la reina en una mañana luminosa de finales de junio de 1506. ¿Era luminosa, no?

—Luminosa y calurosa, padre. Con vuestro permiso, voy a tratar de recordar lo que me dijo doña Juana varios días después de los acontecimientos que habéis narrado. Espero, querido padre, que no veas deslealtad en mi conducta, ya que cuando me enteré de los detalles que voy a revelar ya había pasado lo que pasó y todos sabemos, y nadie podía hacer nada para rectificar un pasado que ni Dios todopoderoso puede cambiar. Te ruego que no lo interpretes como deslealtad sino como fidelidad al juramento prestado que hoy ya no tiene vigencia, pero que puede ser útil para la historia que estáis reconstruyendo.

—De acuerdo, de acuerdo, aunque no es la primera vez que me ocultas algo, pero no metas a Dios en este negocio terrenal, Catalina, que bastante trabajo tiene, y cuéntanos tu cuento, que ya juzgaré yo si actuaste como una buena hija o como la loca que a veces eres, que en eso te pareces a la querida Juana.

Transcribo a continuación el relato que salió de la boca de Cata, una emocionante exclusiva, un privilegio para mis curiosos lectores y una nueva fuente de disgustos para su padre, a pesar de que habían pasado casi veinte años desde aquellos hechos que cambiaron el destino del reino, pero la plena concordia de padres e hijos nunca ha sido perfecta, ni creo que lo sea nunca. De las palabras de Cata y de don Juan Manuel se deducía que o bien aquella no le había anticipado a su padre todo el contenido de lo que pretendía relatarnos ahora o que ambos hacían un poco de teatro. Cata dixit:

Juana cayó rendida al final de la noche y entre la vela y el sueño le llegaron rumores de ajetreo. Le costó a la reina captar su significado pero, cuando al bullicio sucedió un silencio espeso, coligó aprensiva que su esposo y el gentío que le acompañaba abandonaban el castillo con marcial apresuramiento. La reina propietaria saltó de la cama con el corazón en vilo, maliciándose que algo se tramaba o que ya había sido tramado contra ella, y la sospecha se trocó en certeza cuando reclamó la presencia de su esposo y le informaron de su ausencia. Preguntó por mi padre y le dieron la misma respuesta. También había desaparecido Garcilaso de la Vega, lo que lamentó vivamente, pues pensaba que, a pesar de algunas maniobras raras que había observado últimamente, era el mejor consejero que podría encontrar.

De la muy noble familia de los Mendoza, nacido como Pedro Suárez de Figueroa, nombre que cambió por el de Garcilaso de la Vega, educado en la corte de Enrique IV, intrépido capitán en la guerra de Granada, ex maestresala de la corte, había sido el mejor embajador de don Fernando el Católico ante la corte pontificia y había hecho callar al propio papa Alejandro VI, valenciano pero arrimado a Francia, la potencia rival, no admitiendo discusión alguna sobre la primacía castellana y de su lengua como sucesora del latín. El propio Luis XII de Francia le había reconocido como «embajador de los reyes y rey de los embajadores». Juana le había nombrado ayo de su hijo don Fernando, y su padre le distinguió como contino, uno de los cien caballeros que velaban de continuo por la familia real y más tarde comendador mayor de la Orden de Santiago.

Era Garcilaso, en definitiva, un puntilloso servidor de la corona, gente de bien, y, aunque un tanto exasperante en su gravedad de hombre público. Era un amigo fiel que nunca le engañaba. Era leal a Felipe como disciplinado capitán y porque, a pesar de su noble estirpe y la de su esposa, descendiente del marqués de Santillana, no disponía de más ingresos que los que procedían de sus servicios al trono, pero su cabeza y su corazón estaban con Fernando.

También habían abandonado el castillo con el mayor sigilo los alemanes que trajo Felipe cuando entró en Castilla, casi dos mil soldados como argumento de peso para hacerse con el gobierno efectivo. Aquellos días de finales de junio de 1506, Felipe había decidido mostrarse más cariñoso de lo habitual, y a Juana no se le ocultaban las razones: pretendía apartarla de las grandes novedades que se maquinaban.

Juana, sentada en la repisa de la hermosa ventana, dejaba perder su mirada en las olas de un mar dorado de espigas matizadas por el marrón rojizo de la tierra, y apenas percibió la irrupción de Isabel, su fiel esclava morisca.

—¿Cómo ha dormido su alteza? ¿Ha extrañado su lecho?

—¿Cómo quieres que duerma, Isabel? ¿Cómo puede dormir una presa? El lecho y el techo están en su sitio, uno abajo y otro arriba. Lo que he extrañado es a mi esposo, y lo que más extraño es que a la reina propietaria de Castilla la lleven de lecho en lecho y de castillo en castillo sin que nadie se moleste en darle una explicación.

La camarera inclinó la cabeza resignándose al acostumbrado monólogo de su pobre señora, la más encumbrada del reino y la más desgraciada. La esclava, que había recibido al nacer el nombre de Aixa, pertenecía a una noble familia mora que le había dotado con una buena educación. Discreta, de buen natural, maneras dulces y suave palabra, ofrecía una ventaja muy estimada por doña Juana: no era físicamente agraciada y superaba los cuarenta años, lo que la ponía a salvo de la concupiscencia de su esposo. Reducida a la condición de esclava cuando los Reyes Católicos entraron en Granada, el propio Boabdil, que la tenía en gran estima, pidió a Fernando que le diera protección. Aixa se salvó así del duro destino de muchos esclavos. La reina Isabel no estaba muy segura de que la esclavitud fuera muy católica, pero ella trataba bien a sus esclavos, y eran muy rentables para la corona. Durante el asedio de Málaga en 1487 los Reyes Católicos dieron orden de que toda la población fuera sometida a esclavitud. Un tercio sirvió para canjearlos por cristinos cautivos en el norte de África; un segundo tercio se repartió entre los combatientes y el último se vendió para recabar fondos. Los moros podían librarse de la servidumbre si pagaban treinta doblas de oro, pero debían abandonar el reino de Granada. Once mil moros, que no pudieron pagar el rescate, fueron vendidos o regalados a particulares en agradecimiento de servicios prestados o a gente no tan particular como el papa, quien agradeció mucho los cien esclavos negros que le donaron los monarcas, a los que él santo padre había distinguido con el título de Reyes Católicos.

Aixa se convirtió al cristianismo, adoctrinada por fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel y primer arzobispo del reino recién conquistado, y tomó el nombre de la Reina Católica, que la había tomado en gran estima. Fernando la incluyó en el servicio real hasta que, cuando en agosto de 1496, Juana marchó a Flandes para casarse con Felipe, se la regaló a su hija para que la acompañara y la atendiera en aquellas alejadas y frías tierras nórdicas. En Flandes, Juana tuvo que defenderla a brazo partido, cuando su esposo intentó despedir a los sirvientes traídos de Castilla —entre ellos quince esclavas moriscas— para que su esposa solo se relacionara con gente de la confianza del archiduque, que le informarían de cuanto acontecía en su cámara.

Juana apartó la vista del campo que amanecía bajo un cielo azul sin atisbo de nubes y que pronto abrasaría.

—¡Isabel!

—Señora…

—¿Qué está pasando?

La esclava, inquieta, inspeccionó con un giro de cabeza la habitación y bajó la voz.

—Señora, que las paredes oyen…, parece que el rey don Fernando abandona Castilla y sale hoy para Aragón…

—¿Y adónde van todos estos? ¿Quieren asegurarse de que se marcha o quedan cabos por atar? Tantas ganas tienen de que mi padre desaparezca que capaces son de acompañarle hasta Alcañíz.

Juana medía a zancadas la alcoba mientras sus manos se ocupaban en alborotar frenéticas su rubia cabellera.

—Señora, ¿queréis que os lave la cabeza?

—Ya sabes a lo que te arriesgas.

Ambas, reina y esclava, unieron sus risas recordando los tiempos flamencos. Juana pedía a la esclava que le lavara y le perfumara la cabeza con una frecuencia que irritaba al archiduque, que lo consideraba una costumbre mora en la que un cristiano no debiera incurrir, pero ella vengaba las humillaciones que le infligían, pidiendo que se la lavara una y otra vez, lo que Felipe interpretaba como una muestra más de su locura. Un día se encaró con su esposa y le ordenó que se desprendiera de la esclava, pero Juana protestó con gritos y aspavientos, y Felipe dejó para mejor ocasión el cumplimiento de su orden.

—Lávame Isabel, que así pienso mejor, y hoy tengo mucho que cavilar.

Juana cerró los ojos mientras su esclava y confidente frotaba su hermosa cabellera rubia con pericia.

—Mi padre es, junto a mí —pensó en voz alta—, el verdadero rey de Castilla, y Felipe no es más que mi legitimo e infiel esposo.

—Por favor, señora, que toda precaución es poca —insistió Isabel sobresaltada.

—¿Qué has oído tú? ¿Cuándo se va mi padre? —quiso saber la reina, bajando algo la voz.

—Parece que don Fernando, a quien Dios guarde y otorgue larga vida, ha llegado a un acuerdo con el rey-archiduque por el que acepta apartarse de la gobernación del reino. Ya no quiere o no puede seguir luchando ni abandonar por más tiempo los negocios que le requieren en Zaragoza y en Nápoles.

—No es posible que mi querido padre se marche sin despedirse de mí.

—Su señor padre ha pedido muchas veces encontrarse con su alteza, pero el rey-archiduque no ha dado su consentimiento, o mejor dicho…

La esclava calló prudentemente dejando que su señora completara la frase.

—Don Juan Manuel… que es quien manda en el rey.

Juana sacudió la melena y avanzó pasos de leona herida en su dorada jaula. De pronto se paró en seco, y, en voz baja, que expresaba, más que el miedo a ser oída, una fuerte determinación, ordenó a su perspicaz sirvienta con parsimonia aterradora:

—Atiéndeme, Isabel, sal con tranquilidad del cuarto y procede calmadamente a hacer tus tareas matutinas, siempre sin prisas, pues sabes que nos vigilan, y los espías del valido no deben notar nada extraño, y, con la misma calma, envía recado con gente de confianza a mi confesor de que me urge verle. Necesito hablar con don Diego lo antes posible.

—¿Tanta prisa os ha entrado por confesaros, señora?

Juana estalló en una risa estridente que persiguió a la granadina escaleras abajo, temerosa de que le hubiera dado a su dueña uno de los arrebatos que tanto mal le hacían.

Y así siguió, como una leona enjaulada, del muro a la ventana y de la ventana al muro hasta que contempló las nubes de polvo que indicaban el regreso de la comitiva real, y entonces saltó las estrechas escaleras sin cuidarse de los golpes que recibía al chocar contra los muros que enmarcaban el caracol, pero logró bajarla en pie y, con voz firme, mandó a la guardia abrir inmediatamente la gran puerta del castillo y bajar el puente.

Al poco llegaba la comitiva, y Juana corrió al encuentro de su esposo en actitud desafiante, haciendo caso omiso de los soldados que intercambiaban disimuladas miradas. Felipe descendió de su caballo blanco sin ocultar el disgusto que le producía aquello.

—¿Puedo preguntar a su alteza qué hace de esta guisa? —Los reyes usaban el tratamiento cuando no se encontraban en la intimidad.

—¿Puedo preguntar a su alteza consorte a qué se debe su escapada a escondidas?

—¿Escapada? ¿A escondidas, decís?

—Furtiva, si os parece mejor.

—Debéis estar más loca de lo que creía si pretendéis que os ofrezca explicaciones sobre mis actos, pero no demos más motivos de distracción a esta gente, que está disfrutando con esta escena más que en el teatro. Subamos y hablemos.

—Subamos en buena hora, pues a la reina propietaria de Castilla le interesa lo que pasa en Castilla y lo que trama su esposo.

Ya en la cámara real, la reina propietaria parecía más calmada, una apariencia que no engañaba a su esposo, que veía en el brillo de sus ojos la fiereza conocida.

—¿Y bien? —preguntó la reina.

—Y bien ¿qué?

—Y bien que sales del castillo como un ladrón… y bien que ocultas a la reina asuntos que le incumben, de los que he tenido que enterarme rebajándome ante los criados. Parece que te has reunido con mi padre.

—¿No te lo había dicho? Sí, he departido amablemente con nuestro querido padre en Villafáfila sobre lo que más interesa a la felicidad de nuestros súbditos. ¿Es acaso un delito?

—Es un delito ocultárselo a la reina; a su hija y a tu esposa, la reina.

—Juana, no te irrites —pidió don Felipe—, pues quien tanto te quiere solo puede pensar en tu bien. Siempre has confiado en que yo me ocupara de los asuntos de estado.

—Siempre que no afecten a mis derechos ni a los de mis súbditos. ¿Qué habéis concluido mi padre y tú?

—Hemos concluido definitivamente quién gobernará el reino. Se acabaron las ambigüedades y las medias tintas. Hemos superado con buen criterio las fórmulas de las Cortes de Toro y las de la Concordia de Salamanca, que tu padre apañó a su gusto y que únicamente podrían traernos inestabilidad y sangre.

—A mí me parecieron muy sensatas: la reina soy yo, tú, mi esposo, el rey consorte, y mi experimentado padre velando por todos: por sus hijos y por nuestros súbditos.

—Un imposible gobierno familiar. Padre, hija y Espíritu Santo. La gente sensata dice, y con razón, que ya es difícil sufrir a un rey como para aguantar a tres. Ese triunvirato ni es monarquía ni es república, y eso lo sabe tu padre, quien no ignora que semejante trinidad significaría que seguiría mandando él y sus correosos aragoneses.

—¿Un gobierno familiar, dices? Pues a mucha honra. Yo soy la única propietaria, y así lo quiero. ¿Qué tiene de malo que mi señor padre nos ayude, siempre en mi nombre y bajo mi consentimiento?

Al archiduque debió de sorprenderle la coherencia de su esposa, aunque le constaba que no eran pocos sus momentos de lucidez y hasta de agudeza, pero pocas veces la había notado tan decidida.

—Juana, ya hemos hablado sobre esto —contestó, tratando de disimular su impaciencia—. Tú no estás en condiciones de llevar los asuntos de estado y, reconócelo, te aburren a matar. Tienes la cabeza en otras cosas.

—Tengo la cabeza en tu abandono, en tus infames infidelidades, en las burlas que todos me hacen por tus correrías.

Felipe reprimió un gesto de fastidio, dispuesto a extremar su paciencia para calmar a la fiera. Era una de esas ocasiones que solo podrían zanjarse en la cama. Ya hacía seis meses que habían engendrado a María y tres años desde el nacimiento de Fernando. Su esposa le había dado dos varones, Carlos y Fernando, y tres hembras, Leonor, Isabel y María. Quizás había llegado el momento de encargar otro hijo y rogar a Dios que fuera varón, pues las cortes de Europa no estaban sobradas de varones de sangre real, y podrían casarlo de forma que reforzaran alianzas y acrecentaran el reino.

—Esposa, sabes que solo te quiero a ti.

—Sí, con las demás solo fornicas, con asco, supongo.

Felipe la estrechó entre sus brazos.

—No hay nadie más hermosa ni más graciosa que tú, y doy gracias a Dios por habernos unido, que nunca ha resultado tan grato un matrimonio de estado, lo mejor que cavilaron nuestros padres.

Juana se apretó con fuerza a su huidizo esposo colmo si quisiera impedir que se le escurriera una vez más.

—¿Te acuerdas, Felipe, de cuando nos vimos por primera vez?

—Sí, llegabas cansada de un azaroso viaje, y en cuanto nos encontramos se te acabó el cansancio y a mí la timidez y nos entraron unas ganas irresistibles de consumar el amor. Yo tenía mis dudas sobre la veracidad del retrato que me enviaron, pues los pintores se afanan en complacer a las princesas, pintándolas como a la bella Elena, pero a ti no te hicieron justicia; tu belleza fue una maravillosa sorpresa.

—Tuvo que darnos el bueno de Villaescusa las bendiciones a la velocidad de un obispo loco, y nos retiramos de inmediato a la alcoba, de donde no saldríamos en todo el día siguiente. ¿Te acuerdas que nos dejaban la comida en la puerta?

Terminarían, ciertamente, en el lecho, pero, en esta ocasión, Juana estaba decidida a que el lecho no zanjara su propósito. Así —pensaba— son los hombres. Estiman que con hacernos el amor ya han cumplido y que, agradecidas como estamos, pueden alejarnos de sus asuntos.

—Felipe, hablemos en serio, y con el corazón en la mano: quiero al bizarro varón que eres como una enajenada y me temo que moriré de amor. Tienes razón. Hemos sido afortunados de ser una conveniencia para los propósitos de tu padre y del mío, los reyes más poderosos de la cristiandad. Convendrás en que no suelo entrar en los asuntos de gobierno ni acostumbro a hacerte sugerencias ni a pedirte favores para nadie mientras he estado en la corte de Borgoña. Tampoco me opongo a que dirijas los asuntos de Castilla como esposo mío que eres, pero no intentes arrebatarme mis derechos. Yo soy la reina, y nuestro hijo, el pequeño Carlos, será el rey y tú reinarás como mi esposo, pero no intentes que las Cortes me inhabiliten como a una loca. Desde ahora te advierto que no lo conseguirás.

Felipe tenía que aceptar que Juana solo le había contrariado en escasas ocasiones y siempre por lo que ella consideraba el alto interés de Castilla y el prestigio de sus padres. Sabía Juana lo mucho que le dolió a su esposo el revés que le diera ella a Luis XII de Francia para que quedara claro que Castilla no admitía el vasallaje al que se sometía Felipe el Hermoso. La estancia en Francia había durado mucho menos de lo que este deseaba, pero no quiso arriesgarse a la profusión de «gestos» de su imprevisible esposa. La otra muestra de autonomía fue más grave, y Felipe no la consintió. Me refiero a lo que ya se ha relatado aquí con profusión, cuando la heredera confió una car ta a Lope de Conchillos, secretario de su padre, delegando en este todos sus poderes.

Juana no albergaba dudas sobre la decisión que tomarían las Cortes en Mucientes, ni tampoco don Juan Manuel, aunque ambos no pensaban lo mismo. Don Juan Manuel había sobornado a unos y amenazado a otros, vació los cofres para conseguir su objetivo y colmó de promesas a la insaciable patalea nobiliaria, asegurándoles que formarían el primer círculo del joven monarca que, flamenco como era, necesitaba de su consejo para moverse en su nuevo reino.

Don Juan Manuel había bordado su papel, ahora el archiduque debía representar el suyo y, para ello, necesitaba la colaboración voluntaria o forzosa de su esposa, todavía hermosa tras una década de matrimonio y cinco embarazos, debía reconocerlo el archiduque. No solo no la habían ablandado los partos sino que la redondearon admirablemente. Qué bien la había retratado Juan de Flandes, el pintor de su suegra. Un día, y perdonad si os escandalizo, le oí alabar ante mi padre su boca, pequeña, de labios salientes, que estaban para comérselos, sus pechos rotundos, su cintura esbelta, sus caderas voluptuosas, sus largas piernas; en fin, os ahorro los detalles, pues ya sabéis como habláis los hombres de estas cosas, y te pido perdón de nuevo, querido padre, por escuchar inadvertidamente. Quizás debería haberme callado, pero veo que os reís, así que entiendo que me perdonáis.

Felipe, Juana nunca lo dudó, estaba sinceramente enamorado y agradecido a su fecundidad. Ni un acto de amor sin embarazo, gran cosa para una reina, su principal deber, la función para la que la había creado Dios, y, además, sus hijos, con ayuda del Todopoderoso, se agarraban todos a la vida, un prodigio raro entre las reinas, incluida su madre Isabel, que solo había cumplido con Juana y Catalina, reina de Inglaterra, aunque esta, su desgraciada hermana, solo había concebido hembras. Los demás hermanos únicamente habían procreado criaturas débiles expuestas a que un aire se los llevara como la llamita de una vela. El pobre Juan que estaba destinado a rey de Castilla y de Aragón, etcétera, aguantó hasta los dieciocho años, pero nunca fue fuerte y murió de tanto darle a la cosa con Margarita, la hermana del archiduque.

Pero aunque Juana sabía que su amor era sincero, no se le ocultaba el carácter de su marido, que no podía evitar, el pobre, que Dios hubiera criado otras mujeres hermosas y complacientes. Juana, como un día me confesó, se percataba de que a veces asustaba a su esposo con sus ansias, el descaro en las caricias que exige y las que ella aplica con sus larguísimos dedos, que Felipe decía fueron fabricados para tocar el laúd. Comprendía que su insaciabilidad, que tanto divertía a su esposo al principio, le resultaba ahora exasperante, pero no podía ni quería reprimirla. Él se satisfacía rápidamente, y entonces empezaba un fatigoso trabajo que no podía concluir hasta que cumplía con su obligación, que era cuando Juana daba el amén.

Ahora, en la cama, en una calurosa noche estrellada de agosto en Benavente disfrutaron recordando los mejores momentos que vivieron juntos. A ambos les dio la risa floja al colegir que a todos los embarazos de Juana se les podrían poner fechas históricas. Ambos cumplían con su obligación: la preñez era mérito de ella, pero la colocación de la semilla en tan fértil huerto, así como la cosecha, eran de la exclusiva responsabilidad del archiduque y respondería a sus designios.

En cierta ocasión, este había preguntado a Juana: «¿A quién has salido tú? No precisamente a tu madre, a quien, la verdad, no logro imaginarme haciendo el amor. ¿A que lo hace sin quitarse la ropa…?». Juana contestó que la reina Isabel no fornicaba. Procreaba al servicio de la dinastía y del mandato divino, sin concupiscencia ni imaginación, y confesándose después a fray Hernando de Talavera si estimaba que en alguna ocasión podría haber experimentado sensaciones placenteras sin querer. Felipe, comentaba, riendo, que no le habría costado esfuerzo alguno cubrirse con la misma camisa en los diez años que duró la conquista de Granada.

—Pero al mismo tiempo —me confiaba la reina—, Felipe atacaba mis celos, poniéndome el ejemplo de mi madre, de quien envidiaba que no reprochara a su esposo sus amores adúlteros ni sus hijos bastardos, a los que acogió como propios. Mi padre la había corrido de soltero, amancebándose con Aldonza Roig, con quien tuvo dos hijos: Alfonso de Aragón, a quien haría nombrar arzobispo de Zaragoza, y Juana de Aragón que se casó con el condestable de Castilla, don Bernardo Fernández de Velasco. Y la corrió de casado con Joana Nicolau, con quien tuvo una hija; con las señoras de Larrea y de Pereira, que le dieron una hija cada una. Con la lasciva Beatriz de Bobadilla, que tuvo loco a Fernando y a Cristóbal Colón, entre otros santos varones con sus refinados vicios. Isabel, mi madre, fue más expeditiva, pero igualmente discreta hasta que se le hincharon las narices, pero este fue un caso singular.

Quizás sepáis, aunque muchos se confunden entre ellas, que Beatriz de Bobadilla era sobrina de otra Beatriz de Bobadilla, la mejor amiga de Isabel, marquesa de Moya, y principal apoyo junto al esposo de esta, Andrés de Cabrera, que fue quien, como todo el mundo sabe, la hizo reina con el golpe de estado perpetrado en el alcázar de Segovia, contra las pretensiones de la Beltraneja. La reina Isabel la casó con Hernán de Peraza y la envió a La Gomera, tierra de salvajes, donde se desempeñó como señora de horca y cuchillo, así que la reina la mandó llamar, y Beatriz, un putón ilimitado, encandiló a Fernando, pero Dios la castigó, y murió repentinamente con extraños síntomas que hicieron correr rumores de que la reina la había mandado envenenar. Recordaréis que, entonces, el veneno corría por la corte castellana como el vino.

Felipe el Hermoso se extendía en alabanzas a su suegra, que, en realidad, eran recriminaciones para Juana, y aprovechó para arremeter contra su suegro, el muy hipócrita, que veía la paja en el ojo ajeno y era incapaz de ver la viga en el suyo. Juana recelaba de cuantas damas se acercaban a su esposo, con razón o sin ella. ¡La que armó en cuanto volvió al castillo de Blankenburg al regresar a Flandes después de una prolongada y conflictiva estancia en el castillo de la Mota! El escándalo llegó rápidamente a los Reyes Católicos gracias a las cartas que puntualmente enviaba Pedro Mártir y los despachos del embajador Gómez de Fuensalida.

Se había enterado Juana de la inclinación de su esposo hacia una bella aristócrata borgoñona y, sin pensarlo dos veces, la hizo llamar, le atizó con furia hasta ponerle la cara como un tomate de los que hemos comido en esta casa y le cortó su hermoso pelo rubio hasta la base del cráneo. Felipe abofeteó a su esposa con rabia y la castigó como más le dolía, abandonando su lecho durante meses hasta que las circunstancias políticas aconsejaron un nuevo embarazo. Ahora, en Benavente, a finales de junio de 1506, había llegado el momento de preñarla de nuevo, pero Juana necesitaba explicaciones.

—¿Qué ha pasado en Villafáfila?

—Pues lo que tenía que haber pasado hace tiempo, que tu padre y tu esposo se han puesto de acuerdo.

—A costa mía, claro está.

—Para nuestro bien, el tuyo, el mío, el de tu padre y el de nuestros reinos. Juana, tienes que entenderlo y no empecinarte en lo que no puede ser. Te ruego encarecidamente querida esposa, por lo que más quieras, que no hagas un escándalo en las Cortes de Mucientes.

El obispo de Cuenca nos cuenta el encargo que le hiciera doña Juana

en junio de 1506 y lo caro que pagó su lealtad a la reina.

Belmonte, mayo de 1523.

Cata había terminado su relato, y requirió al obispo que la relevara, explicando los acontecimientos que sucedieron poco antes, cuando Villaescusa había desempeñado un papel importante y muy desgraciado. El prelado no se hizo de rogar:

Yo me acercaba al cortejo que acompañaría a los príncipes hasta Mucientes, a unos pasos de Valladolid, obligando a mi montura a un galope contenido que realzara mi alta condición sin que se adivinara la ansiedad que me embargaba. Felipe no se atrevería ahora, delante de toda aquella gente, a impedir a don Diego Ramírez de Villaescusa, capellán de la pareja y confesor de la reina, que se acercara a ella para despedirse, pero debía adoptar las maneras de quien quiere únicamente intercambiar corteses frases convencionales. Mi temor de que Juana se mostrara ansiosa se desvaneció pronto; en tono de charla intrascendente, marcando la sonrisa pero cuidando de que solo le escuchara yo, su confesor, entró al grano con la mayor naturalidad cuando pensó que nadie podía oirla:

—Don Diego, necesito Dios y ayuda.

—Todo es posible para Nuestro Señor, pero no creo que sean tan graves los pecados de su alteza, aunque no seré yo quien descuide mis deberes como ministro de Dios y servidor vuestro. En fin, señora, en los negocios del Señor toda premura es poca y aquí está vuestro fiel capellán que ha venido desempedrando los caminos para que su alteza recupere la gracia divina si menester fuera entre el polvo del camino.

—Gracias, Diego, pero no me urge la confesión, que mis pecados pueden esperar y son viejos conocidos de vuestra reverencia: la soberbia, la ira, algo de gula y una lujuria insatisfecha, no precisamente por mi voluntad…

—Qué cosas decís, alteza… el ayuntamiento carnal no debe llevar aparejado placer alguno sino la convicción de que se cumple religiosamente el mandato divino. Vuestra alteza ha cumplido con Dios a plena satisfacción, procreando cinco hermosos y fuertes hijos, y lo ha hecho con suma facilidad. Los ha dado al mundo jugando y riendo como la Virgen María.

—Y entre ellos dos hermosos varones, Carlos y Fernando, con los que he cumplido con los grandes objetivos de mi esposo y de nuestros reinos.

—Son grandes promesas para Castilla y para el Imperio, ciertamente.

—Por cierto, Diego, ¿cómo están sus buenos hijos…?

—Señora…

—Por el clero no será que se acabe el mundo, que no hay cura sin moza o mozas ni obispo sin hijos a los que luego hay que dejar bien colocados… La Iglesia no sufriría las incertidumbres en la sucesión que sufrimos los reyes si se pasaran de padres a hijos tiaras y mitras.

—Señora, la gente exagera…

No era la primera vez que doña Juana sacaba a colación el tema para turbarme, aunque yo sabía que me profesaba devoción, dijera lo que dijera Felipe con aquella historia de que me tenía comprado y que se desmentía con mi mera presencia. Yo fui, como sabéis, uno de los pocos que la había seguido a la corte de Bruselas en 1496, donde bendije la boda un 12 de octubre, cuarto aniversario del descubrimiento de un Nuevo Mundo para los Reyes Católicos. El matrimonio había tenido lugar por poderes, y yo oficié la ceremonia, hacía justamente una década. Desde entonces me mantuve cerca de ella, en Bruselas, en Gante, en Brujas y ahora en Castilla, como confesor y capellán, a pesar de que fui nombrado por el papa, y los buenos oficios de la reina, obispo de Málaga.

La reina sabía que yo me encontraba indefenso ante su broma sobre la fecundidad eclesiástica, que no se refería a la de las buenas obras precisamente. No podía negar lo que decía Juana y comentaba el pueblo entre risas obscenas cuando el papa Alejandro tenía un hijo cardenal y se acostaba con su hija, Lucrecia Borgia, y cuando todo un ejército de curas y frailes casados se resistían a los intentos de reforma promovidos por Francisco Jiménez de Cisneros, obispo de Toledo y primado de España, así que atajé en cuanto pude la deriva que estaba tomando la conversación que, desde luego, no justificaba la urgencia con la que había sido requerido a su presencia.

—Señora, parece que tenía vuestra alteza prisa en verme y no sabemos el tiempo que nos dejarán hablar. ¿A qué debo el honor?

—A la necesidad de salvar a Castilla, León, Granada, las indias y el mundo entero, Diego…

—Mucho salvamento es ese, si me permite su alteza la broma.

—Diego, me habéis probado sobradamente vuestra lealtad durante estos diez años. Fuiste el único hombro en que pude apoyarme en mi infortunio, aunque a veces el hombro se escurriera un tanto.

—Señora…

—No interrumpáis, que, como bien decís, pudiera ocurrir que nos interrumpieran a ambos antes de que pueda pediros lo que os voy a pedir, a rogar, Diego…

—Como queráis, mi señora. Estoy como siempre a vuestras órdenes.

—Bien, bien, no lo dudo y por ello te voy a encomendar una misión arriesgada: quiero que vayas al encuentro de mi padre y le entregues esta carta. Hazlo a matacaballo, pero ahora ten la bondad de apearte, y acércate más a mí, como para darme la absolución.

Doña Juana bajó del caballo y se postró devotamente, haciéndome entrega de la comprometedora misiva que disimuladamente oculté entre mis ropas.

—Hay que darse prisa, Diego, pues mi padre sale mañana para Zaragoza sin planes para volver a Castilla y, como te he dicho, está en juego la felicidad del reino.

—Perdonadme, vuestra alteza, si os hago una pregunta: ¿tan importante es esta carta que debo llevarla de mi propia mano?

—Es vital, Diego. Léela y sabrás de su importancia y gravedad. Los sabuesos de Manuel no se atreverán a poner sus pecadoras manos en los sagrados hábitos de su reverencia.

—Don Juan es capaz de eso y de mucho más…, pero parto presto a cumplir con mi misión.

—Dios te lo premie, Diego.

Me alejé contrito con una misiva que me pesaba como una losa. Alguien que no viviera lo que yo había vivido en Bruselas hubiera pensado que el dramático encargo de la reina era producto de los delirios de su atormentada cabeza, pero no podía ignorar de lo que eran capaces don Felipe y su valido porque había sido testigo de las torturas infligidas a Conchillos y a otros que habían osado auxiliar a doña Juana, así que volví grupas y me alejé espoleando a mi caballo sin piedad.

Tardé un tiempo en buscar el lugar más insospechado de mi persona y de mi jumento hasta que me decidí a esconder la carta junto a mis partes pudendas, en lo más hondo de mis calzones. Nadie parecía perseguirme, así que me pareció que podía cabalgar con dignidad episcopal por la fértil vega donde confluye el Esla con sus afluentes el Órbigo y el Tera. Echaba de menos mi pueblo, Villaescusa de Haro, en la Cuenca manchega, a más de trescientas leguas de allí y, aunque en mi peregrinar tras la corte pocas veces me había encontrado tan a gusto como en aquel triángulo fluvial, deseaba vivamente volver a mi pueblo, para el que tenía grandes planes. Anhelaba cambiar la mitra de Málaga, tan lejana, casi un obispado simbólico, por la de Cuenca, y soñaba con construir allí, con las rentas del rico obispado y la ayuda del trono, al que había servido esforzadamente, una universidad que se pareciera a la de Salamanca.

En aquel punto mi razón llamó al orden a mi fantasía, sabedor de que Francisco Jiménez de Cisneros, con quien me unía sincera amistad de la que podía valerme, siempre que no tropezara con sus intereses, no me ayudaría en mi empeño, pues este chocaba con su propósito de sacar adelante su propia universidad, la de Alcalá de Henares, broche de oro para su fama.

Algo apremiante me sacó de mis ensoñaciones: divisé una mancha en El Portazgo que solo podía ser la formada por gente de armas. Aflojé las riendas del caballo y consideré si no debiera dar la vuelta a mi montura y huir a galope en busca de un refugio seguro en sagrado, pero deseché la idea, confiando en que nadie se atrevería a avasallar al capellán real. El sol ofrecía, al ocultarse, un cuadro de una belleza sublime que completaba el hermoso castillo, un espectáculo que cada tarde me hacía llorar. Poco a poco la mancha dejó de ser mancha para concretarse en una masa amenazante de odiosos soldados suizos y alemanes, y comprendí que yo era su objetivo, lo que únicamente podía significar que mi charla con la reina no había pasado desapercibida y que don Juan tenía espías hasta en los testículos de los caballos.

Ya no podía dar marcha atrás, así que opté por erguir mi cuerpo, componiendo una figura de autoridad. No tuve dificultad en distinguir a don Juan Manuel, a pesar de su escasa estatura, tal era su imponente autoridad. El valido apuntó un gesto de reverencia hacia mi persona sin apearse del caballo, en un ademán que no ocultaba la mofa:

—Creo que su reverencia tiene algo para mí.

—Su excelencia se equivoca…

—Su reverencia debería hacer memoria, me refiero a cierta carta escrita por la reina.

—Insisto en que no tengo nada para su excelencia y sí algo de prisa, don Juan. Dejadme libre el paso, si os place.

—¿Debe vuestra reverencia atender alguna necesidad pastoral, un cristiano que corregir, una extremaunción que administrar o le espera un viejo moro al que bautizar, como el que cristianó en Flandes?

—No olvide su excelencia, que así se burla de mí, que aquel viejo musulmán al que vuestra excelencia se refiere fue apadrinado por el rey-archiduque y que desde entonces tal moro cristianado atiende al bendito nombre de Felipe.

—Jamás osaría burlarme de una conversión ni de su tarea episcopal, pero observo que no contesta su reverencia a mis preguntas de forma directa, como Cristo nos enseña. Comprendo que no le sea dado mentir, pero tampoco es bueno para su salud conspirar contra los reyes. Le aconsejo, pues, que, sin más dilación, que no conviene ni a su reverencia ni al primer servidor del rey, me entregue la carta que le ha confiado la reina, nuestra señora a quien Dios guarde.

—Si prefiere que sea directo, don Juan, le diré que lo que la reina haya confiado a su humilde servidor es algo que solo concierne a la reina, así que le aconsejo que se lo solicite a su alteza.

—Su reverencia va a lamentar que yo también sea directo. Me veo en la obligación de rogarle que se apee de su jumento. ¡Prendedle!

No necesité torturar mi imaginación para comprender que aquella esgrima dialéctica había tocado a su fin y que ahora comenzaría una diferente en la que solo se esgrimirían espadas, ninguna de ellas mía. Yo, que no soy un héroe y menos un santo, pero tampoco un villano, tendría que reaccionar como un héroe y como un mártir, una gloria que en mi humildad nunca hubiera deseado merecer.

Me apeé del caballo pálido como un muerto, pero con digna lentitud, me sacudí la sotana, entrelacé las manos como los mártires en las pinturas de Hans Holbein el Viejo y tuve que aceptar que tenía miedo, pero no tanto como para reprimir la indignación que me embargaba. Aun conociendo a don Juan Manuel, nunca hubiera podido imaginar que este hombre sin escrúpulos ni temor de Dios podría hacer con un ministro de Dios lo que suponía que haría.

—Que Dios le perdone porque no sabe lo que hace profiriéndome semejante ultraje. Está visto que desde la muerte de la reina Isabel aquí solo medran los desalmados, mientras la gente de bien no tiene nada que hacer.

—Déjese de rezos y de murmuraciones y no me haga su reverencia hablar.

—¿Qué quiere decir vuestra merced?

—Que no se haga el virtuoso, que su reverencia no ignora que yo le compré en Flandes para que traicionara a Juana y a su poco virtuoso padre. ¿O es que no se acuerda de aquellas doscientas setenta y siete libras anuales que le entregaba? En Flandes se llevan las cuentas al día y por fortuna para su reverencia, Flandes, que no es Roma, sí paga traidores.

—Solo me pagasteis una parte de lo que se me debía, aunque debo reconocer que tuve suerte, pues otra gente del servicio de la reina no vio un mal maravedí. No me hable de virtudes vuestra excelencia, que perpetró la mayor traición que sufrió nunca el rey don Fernando, quien le había distinguido, enviándole de embajador a la corte de Borgoña, y que lejos de agradecérselo, vuestra excelencia se portó con la princesa de Castilla con una crueldad ante la que hubieran dudado los criminales más endurecidos.

—Con su inestimable colaboración, monseñor… Desahóguese don Diego, pero nada de eso cambiará el hecho de que le soborné como a otros fieles vasallos de los reyes de Castilla, y si yo os soborné es porque erais sobornable, pero ¡qué le voy a decir que no sepa, si hasta la reina Isabel desconfiaba de su reverencia!

—Es otra de sus calumnias miserables.

—A pesar de los apoyos que le dispensó fray Hernando de Talavera, su confesor, la reina veía de lejos, y siempre encontró en su reverencia algo que le repelía.

—Miente el bellaco…

—De mí se pueden decir muchas cosas pero no que no haya sido claro. He dedicado todas mis fuerzas y mi limitada sabiduría a Felipe 1, rey legítimo de Castilla, y he rechazado las ofertas del viejo zorro que usurpa el trono, y a eso le llamo yo lealtad.

—No rechazó las embajadas que le proporcionó el viejo zorro, como vos decís.

—Me ofreció la embajada ante el emperador Maximiliano o que volviese a España para cargarme de honores y privanzas, y, al no con seguir nada de mí, el muy taimado intentó ganarme con atractivas promesas a mi esposa. A don Fernando le dejé muy claro y por escrito que ya no era servidor suyo y que renunciaba a la pensión que me enviaba, así que todo quedó aclarado.

—En resumen, habéis preferido la privanza de un príncipe mozo…

—¿… a las promesas de un viejo astuto? En efecto. ¿No os parece que os habéis equivocado de bando por las prisas en cobrar sus servicios? Tanto Isabel como Fernando, monta tanto, sabían de la desmedida ambición de vuestra reverencia y os pagaron con el obispado de Astorga, que parece que le pareció poco a vuestra reverencia, pues le veo de obispo de Málaga. Venga, vaya desnudándose o le tendrá que desnudar mi gente con menos miramientos. Desahóguese de esas pesadas vestiduras, monseñor, que deben de ser tan molestas en el ardiente verano de estas tierras.

—Le aviso, don Juan, que ultrajar a un pastor de la Iglesia tiene pena de excomunión.

—Desnúdese su reverencia, y no se preocupe porque pueda ofender su castidad, que tengo cuerpos más jóvenes y hermosos para mi concupiscencia que su carnosidad cebada con cuarenta años de buena vida.

—Ahora se manifiesta su excelencia como el rufián que es, aunque se cubra con finas sedas. No dude de que será excomulgado.

—Desnúdese o saque la carta de donde la esconda, y no se inquiete vuestra reverencia por mi alma, pues yo pertenezco a la casta de los no excomulgables, sobre todo ahora que Fernando se retira a Zaragoza. El papa jamás excomulgará a los fieles servidores de los príncipes cristianos, y menos al primer servidor del muy poderoso rey de Castilla.

—Pues consume su atropello, vuestra excelencia, que yo no me quitaré ni siquiera la capa.

Don Juan Manuel apenas necesitó un movimiento de cejas para que dos soldados alemanes me fueran despojando pieza a pieza de mi atuendo. Me arrancaron la capa, doblándola cuidadosamente, queriendo aparentar burlonamente una extremada cortesía. Después me de sabrocharon meticulosamente cada botón de la sotana dejándome en camisa y pantalón. Luego me despojaron de la camisa e hicieron una pausa concediéndome el favor de bajarme yo mismo el pantalón, pero permanecí impávido, aunque sin poder impedir que lágrimas de impotencia se deslizaran por mi rostro mientras me sentaban sobre una piedra y me sacaban los pantalones.

—Monseñor —se disculpó un soldado alemán de los pocos que se habían tomado la molestia de aprender algo de español—, me veo obligado a dejarle a su reverencia como vino al mundo.

Aguanté la última humillación cuando el soldado me bajó los calzones y cayó al suelo la carta.

—Bien —comentó sarcástico don Juan Manuel—. Aquí está la misiva inexistente y que bien podemos decir que nunca existió. Ahora vamos al castillo para que el rey decida sobre el destino de su reverencia, a quien no auguro mucho recorrido.

Me ayudaron a subir a mi montura y me colocaron en medio del pelotón. Marchando cabizbajo y rojo de ira, rumiando un deseo del que me arrepiento como humilde servidor de Dios, me sentía como Jesucristo montado en un pollino y escarnecido por la corona de espinas entre las burlas del populacho, lejos de disfrutar de aquella hermosa puesta del sol que me recordaba cada día la gloria de Dios.

Me honro en haber suavizado los rigores de la Santa Inquisición, pero en aquellos momentos clamaba a Dios para que castigara al sacrílego, aunque tuviera que volver al frente de la Suprema el mismísimo fray Tomás de Torquemada, quemador de diez mil herejes, y al que habían removido de su cargo hacía dos años en beneficio de mi buen amigo fray Diego de Deza, también dominico, pero buena gente. Me imaginaba al borde del orgasmo a Manuel, enano prepotente, clamar clemencia en una hoguera que no necesitaría mucha leña dada su menguada estatura. Perdóname, Juan Manuel, pero hemos prometido decir la verdad, toda la verdad y solo la verdad, y eso es lo que mi alma alimentaba en aquellos momentos.

Así terminó el obispo su dramática narración, que produjo en nosotros fuerte impresión, y que dejó al señor de Belmonte sin palabras y blanco como el papel. Finalmente se levantó y, dándole un fuerte abrazo al obispo, le dijo: «Diego, no me enorgullezco de la humillación a la que te sometí, y te pido perdón por ello, pero la política es muy cruel y entonces tanto tú como yo pensábamos que hacíamos lo mejor por el reino». Y el obispo con un nudo en la garganta no dijo nada, pero asintió gravemente sosteniéndole el abrazo.

Cata pidió permiso para intervenir de nuevo, a lo que don Juan Manuel asintió sin apenas levantar la cabeza.

Cata toma de nuevo la palabra para contarnos

mas confidencias que le hiciera Juana en julio de 1506,

cuando las Cortes de Mucientes.

El hombre propone y Dios dispone, aunque sea mi querido padre quien propone. Lo que pasó en las Cortes de Mucientes, concluidas en Valladolid, es historia, pero yo tuve una vez más el privilegio de las confidencias de la reina.

Juana no dijo una palabra, pero estaba decidida a dar a su esposo una buena lección que no olvidara nunca, cuando el 7 de julio se reunieran en Mucientes para decidir sobre su capacidad para reinar, pero no podía colegir en aquel momento que ese «nunca» solo alcanzaría a tres meses; los tres meses que le quedaban de vida.

Doña Juana —según me contó su esclava— saltó de la cama con ganas aquel amanecer del 7 de julio del año 1506 después de la venida de Cristo. Desde su ventana, en lo alto del severo castillo, contemplaba el campo de Castilla luminoso, bravo, alfombrado de trigo, viñas y olivas; aquel páramo donde las vides y los pinos formaban tímidas manchas verdes sobre la tierra parda y roja. ¡Cuán diferente era la falda de Mucientes del húmedo y brumoso paisaje flamenco, con el que nunca había hecho las paces!

Juana recorrió con la mirada las cuevas rupestres, vivienda y bodegas del vino que su esposo había disfrutado sin contención. Felipe jamás se contenía en sus placeres, que prolongaba todo lo posible, confiando los negocios del reino a don Juan Manuel. Ella no era como su madre, que llevaba la política en la sangre, pero tampoco se esperaba que lo hiciera. Era la reina propietaria, pero solo para que gobernaran en su nombre. Lo natural sería que se ocupara Felipe, que tanto había luchado por hacerse con Castilla, con sus honores y con sus dineros, pero a su bello esposo le aburrían soberanamente las tediosas tareas de gobierno. Juana ya no albergaba esperanzas de que Felipe se comportara como Fernando, que había nacido para la política. Nunca alcanzaría el guapo borgoñón con quien se había casado, por acertadísima decisión de sus amados padres, las dotes de su padre, pero entendía Juana que debería tomarse algunas molestias que bien merecían sus amados súbditos. Si al menos supiera elegir mejor a sus validos. Pero nunca prescindiría del muy taimado Juan Manuel, el gran pervertidor de Felipe, que se había convertido en el verdadero propietario de Castilla, insaciable de poder y de riquezas, y a quien no le temblaba la mano en el asesinato del adversario y en la usurpación de fincas.

Juana quiso apartar de su mente al odioso valido, y se entretuvo en buscar algún orden en el laberinto de las calles de teja envejecida que desembocaban en la plazuela del corrillo, una constelación caprichosa encaramada en severa pendiente en la falda del monte bajo donde descienden los Torozos. Destacaba la casa de los Noriegas, la ermita de San Miguel y por encima de todo, como un faro, las obras de la iglesia de San Pedro, que prometía grandeza de espacio y de arte, según prometió el conde de Rivadavia, señor de aquellas tierras. Rivadavia había cedido a los reales esposos, para su aposento en aquella semana de julio, su modesto castillo de sesenta varas de frente por socientos doce de fondo, que mandara edificar Alfonso XI en el siglo XIV.

Juana se tomó su tiempo. Pensaba mejor en el tocador. El agua azulada de la bañera desprendía olor a romero y en ella flotaba una rosa recién abierta. La buena de Isabel, su esclava más devota, había querido solemnizar con aquella flor el fin de su rebeldía, que Juana mostraba con la abstinencia de lavado, peinado, acicalado y vestido.

—Hoy toca arreglarse, como reina e hija de quien soy.

—Alabado sea Dios, señora mía. No habrá procurador que se resista a vuestra belleza, ni a vuestra majestad.

—Me sobraría con que Felipe me viera.

—Su alteza debería reparar en su tesoro, en lugar de andar…

—¿En lugar de qué, Isabel?

—Nada, señora.

—Vamos, Isabel, cuéntame… ¿Anoche también…?

—Señora, yo no sé nada de fijo. La gente habla más de lo que ve y a veces a tontas y a locas.

—Así es, chiquilla, que por algo Dios nos ha dado una sola boca y el doble de ojos y orejas. Más valdría que vieran, oyeran y callaran. ¿Qué dicen que pasó anoche? ¿Puteó de nuevo don Felipe?

—Señora, yo no sé nada de fijo. Ya sabe su alteza que antes me tiro al foso que ocultarle algo. Esta esclava solo ha recibido de su alteza la mayor consideración desde que me sacaron de Granada, ya hace más de diez años. Podría haberme tocado sirvienta de mala señora… o barragana de viejo verde.

—Condiciones no te faltan…

—Señora…

—Es broma, Isabel… Aunque apostura no te falta. No me lo tomes a mal. Ya sabes que no veo en ti a una esclava, y menos desde que abrazaste la fe del único Dios verdadero, y el nombre de mi madre, la mejor madre que se puede tener. Dime qué has oído por ahí. ¿Se atrevió su alteza a putear bajo mi techo?

—No, señora, que no se atrevió a tanto. Yo solo sé de fijo que anoche salió con don Juan Manuel y ese alemán, que Dios confunda, y que volvieron al alba. Parece que tuvieron juerga en las cuevas del pueblo.

—Sí, con buen vino viejo de Cigales y malas mujeres jóvenes de Mucientes. Dejémoslo estar, que hoy no debo enredarme en esas miserias. Hoy haremos historia, Isabel, prepárame el vestido negro y cerrado de las grandes ceremonias.

—¿No sería mejor aquel escarlata que se puso en Brujas, y que provocó su primer embarazo?

—Ya vendrán tiempos más livianos, Isabel. Hoy necesito impresionar a los procuradores, y no para llevármelos a la cama, sino para que sostengan en mis sienes la corona, aunque sea de espinas. Se lo debo a mi madre. Que ella vea desde el cielo que la obedezco, y que me perdone. Yo la llevé a la tumba…

—Señora, no se zahiera con tanta saña e injusticia. La reina, mi madrina, murió en un triste día de noviembre de 1504, que nunca olvidaré, bendiciendo a todos sus súbditos y en especial a su hija Juana. La reina Isabel, que está en la gloria, murió por los pesares que le ocasionó la muerte de Juan, el hermano de su alteza y heredero de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia…

—Basta, Isabel. La muerte de Juan fue un dolor para todos que sigue sangrándome, pero yo también clavé a la reina Isabel, mi madre, mi propio puñal en su corazón con mis gritos, insultos y actos de rebeldía.

Todos estuvisteis presentes en Mucientes y en Valladolid y recordareis perfectamente la magnificencia con que se presentó la reina ante los eclesiásticos, los nobles y los procuradores. Si quieres, padre, prosigo pero…

—Gracias, hija, en efecto, todos estuvimos presentes en aquella ocasión, así que lo mejor es que lo relate para la historia nuestro cronista.

Cuento la apoteosis de Juana en las

Cortes de Mucientes de julio de 1506.

Todos habíamos estado allí en los solemnes actos que se celebraron, aunque yo disfruté como nadie, pero, naturalmente, como mis invisibles lectores pueden dar fe, describí los acontecimientos con toda la neutralidad que me fue posible.

A la nobleza la tenía bien agarrada el señor de Belmonte, con las excepciones del duque de Alba, del condestable Bernardino Fernández de Velasco, yerno de Fernando el Católico, y del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez primo hermano del Rey Católico, las grandes potestades del reino tras el rey y del duque de Nájera. El condestable se había reunido con los procuradores de las ciudades y les animó a cumplir con el mandato recibido, que era el reconocimiento de Juana como reina, y su negativa a considerarla loca. Los procuradores eran conscientes de que, una vez que don Fernando había abandonado la partida, el poder efectivo estaba en manos de don Felipe y sus lansquenete, apoyados por los ejércitos nobiliarios. La opinión de aquellos estaba dividida entre quienes estaban dispuestos a reconocer a doña Juana, cumpliendo estrictamente la voluntad de sus electores, como reclamaban Pedro López de Padilla, procurador por Toledo y los vizcaínos, y aquellos que optaban por pedir un aplazamiento de las Cortes, para solicitar a las ciudades un nuevo mandato. El condestable se reunió con ellos y zanjó la cuestión: «¡Procuradores de Castilla, cumplid con vuestra obligación!», les arengó. López de Padilla, fernandista de pro, tomó la palabra interpretando el sentir de los reunidos: «Señor, nosotros no podemos tomar esa decisión si no estamos encabezados por un noble». «¿Os valgo yo?», preguntó el condestable y la cuestión quedó zanjada. Sin embargo, la mayoría de los procuradores se curó en salud enviando propios, que debían cabalgar a matacaballo, a sus respectivos lares, informando que jurarían a Juana como estaba mandado, pero solicitando permiso para incluir a Felipe como consorte. Los vizcaínos, así como Pedro López de Padilla, no necesitaron estas cautelas y, cuando los veloces mensajeros de los restantes procuradores llegaron a Mucientes, traían órdenes estrictas de obedecer a la reina y solo a la reina.

Don Juan Manuel había asegurado a don Felipe que lo tenía todo controlado, y este estaba tranquilo, después de una conservación con la reina en la que ella le prometió que ambos serían jurados conjuntamente, así que el archiduque convocó a los procuradores, quienes se reunieron inmediatamente en el salón del castillo consagrado a los grandes acontecimientos. Cuando los reyes entraron en la sala, los procuradores se pusieron en pie e inclinaron sus cabezas, y entonces Felipe casi se cayó al suelo al ver que Juana se separaba de él y se dirigía directamente a la asamblea.

—Señores procuradores, ¿sabéis quién soy?

Se hizo un murmullo de aprobación roto por López de Padilla, el representante toledano, quien gritó:

—Sois Juana I, reina propietaria de Castilla, y nosotros vuestros muy leales súbditos.

—Señores procuradores, representantes de las ciudades de Castilla —continuó la reina con la mayor solemnidad—, ¿me reconocéis como a vuestra reina?

—¡Sí, señora! —El grito fue unánime.

—¿Me reconocéis como la reina única de Castilla, a la única a la que debéis acatamiento como heredera de mi madre, la reina Isabel que está en la gloria?

¡Sí, señora! —repitieron al tiempo que hincaban las rodillas.

—¿Reconocéis y acatáis al príncipe Carlos, mi hijo, como legítimo sucesor mío?

—¡Lo reconocernos y acatarnos!

—¡Levantaos! Estad seguros de que yo defenderé vuestros derechos y que todos los cargos de Castilla serán confiados a castellanos.

—¡Viva la reina Juana!

El grito salido de todas las gargantas había sido vigoroso y unánime, y se repitió una y otra vez mientras Juana, vestida de negro hasta los pies, con unos capirotes puestos en la cabeza que le cubrían el rostro, visiblemente embarazada, abandonaba la estancia con la majestad con la que había entrado.

Los flamencos estaban aterrados, al percatarse de que Juana no había hecho la menor referencia a su esposo, y había prometido desposeerles de todos los cargos. Inmediatamente se reunieron con don Felipe, quien trató de tranquilizarles, aunque su rostro pálido mostraba su decepción.

—Amigos, la partida no ha concluido. Las sesiones continuarán en Valladolid, donde estoy seguro de que los nobles apoyarán nuestra causa y, lo que es más importante, se pronunciará por mi derecho el cardenal Cisneros. Mientras tanto, trataré de convencer a la reina.

—Yo seguiré con lo mío, señor, con el palo y la zanahoria.

—Promete y amenaza, mi querido Juan. Amenaza sin piedad, que tiempo habrá para ajustar cuentas.

—De momento, voy a recoger firmas entre los nobles, exigiendo la incapacitación de la reina. En este negocio podernos contar con la adhesión más firme del duque del Infantado, de Alburquerque, de Béjar, de Villena, de Benavente…

—Adelante, pues, Juan, no pierdas un minuto, que es mucho lo que ganarás. Nunca olvidaré tu lealtad, querido amigo.

El archiduque no se atrevió a tratar el asunto con su esposa, pues pensaba que, dada su exaltación, podía empeorar las cosas. Había abandonado la idea de incapacitarla, para lo que ahora no contaba ni siquiera con la aprobación de los nobles. Se conformaba con que las Cortes de Valladolid le reconocieran como rey consorte, contando con que, sabiendo la inapetencia de la reina por los asuntos de estado, él sería quien realmente gobernaría Castilla. También Fernando había conseguido reinar siendo rey consorte, a pesar de la fuerte personalidad de su esposa. Así que decidió enviarle a Juana, por medio de un grupito de procuradores, un cuestionario con tres preguntas, que eran sendas propuestas, que podían interpretarse también como condiciones para la paz matrimonial e institucional:

1.ª). ¿Está su alteza decidida a gobernar el reino?

2.ª). ¿Está su alteza dispuesta a reinar conjuntamente con su esposo?

3.ª). ¿Vestirá su alteza a la usanza española y está dispuesta a ser acompañada de las damas que exige su alta condición, renunciando a su actual retiro y apartamiento?

La respuesta demostró la sagacidad de doña Juana. Contestó a las dos primeras preguntas con una sola respuesta: «No me parece honesto, ni conveniente, que el reino sea regido por flamencos. Tampoco es razonable, ni es costumbre que la mujer de un flamenco gobierne sobre su marido, por lo que hubiera preferido que fuera mi padre, el rey don Fernando, quien rigiera Castilla hasta la mayoría de edad de mi hijo, el príncipe Carlos». A la tercera pregunta contestó: «Nada me es más grato que vestir a la española, pero no consentiré la presencia de damiselas en las cercanías de mi querido esposo».

Al día siguiente, los reyes partieron para Valladolid, donde se instalaron en el palacio de los marqueses de Astorga, don Alvaro Pérez Osorio y doña Isabel Sarmiento, que es, avisado lector, el actual palacio de los condes de Benavente, pues ambas familias, la de los Osorio y las de los Pimentel se unirían por medio del matrimonio de sus hijos. La entrada de los reyes en la ciudad fue apoteósica. Las calles estaban engalanadas con las enseñas reales, que apenas podían verse por la multitud que expresaba su entusiasmo y por los músicos que hacían sonar acordes triunfales. La reina había decidido caminar bajo un palio de tela blanca con adornos de terciopelo negro, con el rostro semioculto por un fino velo. Caminaron, sin pararse, hasta la iglesia mayor, donde la reina y el rey se apearon de sus cabalgaduras y Juana descubrió su rostro, mientras la multitud apiñada en la iglesia se postraba de rodillas. Las Cortes decidieron rápidamente el conflicto planteado, gracias a la energía del almirante de Castilla, y se extendió por la ciudad y el reino la grata nueva de la paz alcanzada en un acuerdo, en el que todos cedieron algo: la reina fue considerada cuerda y preparada para gobernar, y el rey recibió los parabienes como legítimo esposo de la reina propietaria.

A los pocos días los esposos emprendieron viaje a Tudela de Duero, al haberse manifestado la peste en la ciudad. Don Felipe quería, además, mostrar su agradecimiento a su valido acompañándole con sus lansquenetes, para desalojar a los marqueses de Moya del alcázar de Segovia, que el nuevo rey había prometido a don Juan Manuel.

Abandonamos el comedor en silenciosa procesión encabezada por madre e hija, seguidas por Fuensalida y por mí, dejando al señor de Belmonte y al obispo de Cuenca en íntima conversación.

Cata me avisa de un nuevo peligro.

Castillo de Belmonte, mayo de 1523.

Me pareció percibir, cuando salíamos del comedor, que Cata me hacía una seña que indicaba su deseo de hablar conmigo, y que coincidía con el mío de contarle mi conversación con Alonso. Me dirigí, como en otras ocasiones, a la frondosa parra del jardín, rechazando la biblioteca, otro de nuestros puntos de encuentro, por la posibilidad de que el embajador, el obispo o don Juan Manuel aparecieran en ella. Cata llegó con grave semblante y un camarero con limonada.

—Una sesión impresionante, Cata.

—Sí, y muy aclaratoria…, pero no es de eso de lo que quería hablarte.

—¿Pasa algo grave?

—Mucho, Jaime.

Cata estaba seriamente preocupada, y miraba a un lado y a otro como temiendo un mal encuentro.

—¿Qué pasa, Cata? No me tengas en ascuas. ¿Qué ha ocurrido ahora?

—Jaime, lo mejor es que nos separemos, que no quiero que nos vean, y estemos atentos a que mi padre abandone el castillo. Entonces podemos dar un paseo y hablar con tranquilidad.

—Bien, yo me quedaré aquí para que los criados no observen nada raro.

—De acuerdo, yo esperaré a que mi padre salga del comedor para darle un beso de despedida y desearle un buen viaje.

—Me asustas, Cata.

—Resérvate para luego, cuando don Juan Manuel se marche y yo pueda contarte las últimas novedades.

—Yo también tengo cosas que relatarte.

—Pues tanto mejor, hasta pronto, amigo.

Aquel «amigo» un tanto distante, me dio mala espina, y me dejó rumiando a qué novedades podría referirse Cata, de lo que solo lograba deducir un hecho incontrovertible: no eran buenas.

Don Juan Manuel abandonó su castillo en el coche de respeto que había traído de Flandes, un moderno vehículo de cuatro caballos de origen húngaro, de los que se veían pocos en Castilla. Estaba adornado el coche del señor de Belmonte en ambas portezuelas por sendos escudos de su casa; el coche de don Juan Manuel causaba general admiración por su elegante diseño y comodidad, un formidable avance respecto a las tradicionales carrozas, en cuanto se perdió de vista, salí al portón, donde esperaba Cata.

—Paseemos un poco, Jaime.

—¿Qué pasa, Cata? ¿Adónde va tu padre?

—Lo que pasa es que mi padre se ha enterado de todo, lo que no debería sorprenderte a estas alturas.

—No me sorprende en absoluto, pero ¿qué es «todo»?

—Mi padre no es tonto, y no se tragó el objeto de tu viaje a Valladolid, ni las noticias tranquilizadoras pero difusas que le diste sobre nuestro amigo Alonso, así que ha indagado con los métodos que ya conoces, y ha averiguado la conspiración de los nobles en el palacio de los Benavente, lo que ha excitado su celo de fiel servidor del rey.

—¿Le ha excitado tan noble celo o más bien que él fuera excluido de la conjura?

—Ambas cosas.

—¿Y cómo se ha enterado?

—Pues eso es justamente lo más grave, Jaime. A mi padre le ha venido con el cuento don Cosme, el alegre verdugo andaluz que atormentó al pobre Conchillos en la prisión de Villaborda.

—¿Qué hace aquí ese hombre? ¿A qué ha venido en realidad?

—Mi padre se lo trajo de Flandes, así que lleva viviendo en el castillo diecisiete años, y no hace falta que me preguntes de qué se ocupa.

—¿Y cómo se ha enterado don Cosme?

—También te lo puedes imaginar, aplicando sus eficaces técnicas de tormento y una absoluta falta de escrúpulos y de piedad. Don Cosme vive, y vive bien, de inquietar a mi padre con supuestas amenazas a su persona, y a sus intereses. Paga con generosidad, de la caja de mi padre naturalmente, las delaciones, y tiene sometido a vigilancia a nuestros criados y a los que no son nuestros criados.

—Como yo, y supongo que alguien ha delatado a mi paloma mensajera…

—En efecto, y tu paloma mensajera no ha podido soportar la parrilla y ha cantado como un jilguero asustado cuando su carne apestaba a paloma asada.

—Pero tu criado, de quien ni siquiera sé su nombre, no sabía nada, o al menos eso es lo que me dijo.

—Pues parece que sabía más de lo que decía o de lo que él pensaba que sabía, pobrecillo —admitió Cata—. No hay quien resista los tormentos de don Cosme, que ya no se limita a supervisar los castigos, como en Villaborda, sino que con frecuencia se pone él mismo con las manos a la masa como si cada día necesitara placeres más fuertes. ¡Cómo disfruta el andaluz, el muy animal!

—Pobre hombre. ¿Y qué podemos hacer por él? ¿Qué puedo hacer yo que tengo mucha culpa de su desgracia?

—No te culpes, Jaime, más de la cuenta, que no es tuya la culpa, y es poco lo que puedes hacer —me tranquilizó.

—Pues yo precisamente quería contarte mi última visita a Villarramiel, que realicé tras un recado que me hizo llegar el desgraciado mensajero.

—Pues lo mejor es que no me digas nada, Jaime. Las cosas se están agravando hasta un extremo en el que yo tengo que tomar partido, y solo puede ser el de mi padre. Ya conoces mis opiniones, pero, en última instancia, pertenezco a una familia y, en esta última instancia, cuando llega la hora de la verdad, que a todos nos llega, debo apoyar a mi padre, que es el que vela por engrandecimiento de nuestro apellido, y eso me afecta a mí, a mi esposo, a mis hijos, a mis hermanos y a los hijos de mis hijos y de mis hermanos. Es un deber para los Manuel de hoy y de los que vengan, así que no me cuentes nada más, pues no quisiera verme en la obligación de traicionarte. El mantener esta conversación está en el límite de lo que mi lealtad puede permitirme.

—¿Y no puedes hacer algo para liberar a… ese hombre? —pregunté, angustiado.

—Se llama Casto. Lo único que quizás pueda hacer por él es evitar que le ahorquen, porque ya sabes que mi padre tiene competencia para hacerlo.

—¿Puedes librarme a mí también del tormento?

—Lo intentaré, Jaime, que no sé si tú resistirías gran cosa —dijo Cata, sonriendo por primera vez.

—Por supuesto que no. Yo me rendiría en el acto —admití.

—Fuera bromas, Jaime, mi padre no llevará su inquina hasta ese extremo. Eres su invitado, y por tanto intocable.

—Pero en cuanto salga del castillo…

—En cuanto salgas ya puedes buscar refugio en las entrañas de la tierra, y Alonso, el pobre Alonso, debería arreglar las cosas con Dios porque no encontrará amparo en esta tierra.

—¿Puedes decirme al menos a dónde ha ido tu padre?

—Ha partido para Valladolid, pero no me ha dicho más que lo que te he contado, que había descubierto una terrible conjura contra el rey y cómo la había descubierto. Lo mismo se dirige al castillo de Benavente a intercambiar unas palabras con el conde antes de dirigirse al rey, que está en Valladolid, para contarle lo que sabe y ponerse a su servicio, o bien se dirige primero al palacio de don Carlos antes de prevenir al conde, pero estoy seguro de que visitará al uno y al otro.

Cata me despidió con un lacónico «cuídate», y yo seguí caminando solo por el entorno del castillo rumiando sobre lo que podría saber don Juan Manuel y cuáles serían sus siguientes pasos. El mío estaba claro: galopar hasta Villarramiel para avisar a mi amigo Alonso.