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A tumba abierta con Fernando el Católico

Donde relato la interesante conversación

que mantuve con Fernando el Católico en 1505.

Belmonte, 1523.

Pasé dos días a cuerpo de rey en el palacio vallisoletano de los Benavente donde Alonso y yo pergeñamos los escritos a los que nos habíamos comprometido. Íñigo López de Mendoza y Pimentel, conde de Saldaña y primogénito del duque del Infantado, se ocupó de que se imprimieran y se distribuyeran entre nobles, eclesiásticos y plebeyos y yo, no sin cierta pereza, regresé al castillo de Belmonte de Campos. Don Juan Manuel, Catalina y Cata, advertidos por sus centinelas de mi llegada, me esperaban en la puerta. Todos ellos, incluido don Juan Manuel, que parecía sincero, me expresaron su alegría por verme de nuevo.

—¿Qué es de nuestro amigo Alonso? —preguntó don Juan Manuel en cuanto terminó la efusiva bienvenida.

—Está muy bien, don Juan, le hice notar vuestra preocupación y me transmitió su agradecimiento por ello, pero me pidió que os dijera que lo mejor es que de momento continúe escondido hasta que se aclaren los malentendidos.

—Naturalmente, no me podrás decir dónde se encuentra.

—Creo que lo comprendéis perfectamente.

—Bueno, lo importante es que esté bien y que no haga tonterías, que las cosas andan muy revueltas desde que don Carlos convocó las Cortes.

—Me aseguró que sería prudente, pero que convenía mantenerse apartado y no comprometeros con su presencia.

—Muy delicado, tu amigo Alonso. Descansa ahora un poco que tendrás que preparar tu relato. Si necesitas algo estoy en mi despacho.

Me quedé un rato más con las Catalinas, que querían sacarme algo más de mi viaje, que yo resolví con vaguedades, y subí a mi cámara, donde me aseé un poco y escribí un esquema de mi próxima intervención, referida a mi regreso a España tras la persecución a que fui sometido por quien ahora era mi anfitrión, en la primavera de 1505. No había pasado media hora cuando entró Cata, a la que recibí, materialmente, con los brazos abiertos. Esta vez no eludió ni el abrazo ni un beso que, por mi parte, no hubiera terminado nunca, pero al que puso fin Cata notablemente agitada.

—Y ahora cuéntame, Jaime, y ya sabes que conmigo no te valen las evasivas.

Así que le conté todo, absolutamente todo, tras hacerle jurar que guardaría el secreto. Quizás no debiera haberlo hecho, pero ya sabéis cómo son estas cosas, queridos lectores. Como es natural, intenté aprovecharme de la situación para proceder a una mayor intimidad pero, de pronto, a Cata le entraron las prisas y las preocupaciones por si alguien nos sorprendía y me separó algo tensa.

—Al final te estás involucrando a fondo, Jaime. No tienes remedio.

—Solo como cronista.

—Ya…

Y con ese «ya» escéptico abandonó mi alcoba como espiritada. Miró en la galería a derecha e izquierda, y al comprobar que no había moros en la costa, se lanzó escaleras abajo sin volver la vista atrás.

El almuerzo transcurrió en un clima más cordial, y tras responder vagamente a las preguntas sobre Alonso, comencé mi narración, a la que esta vez asistieron, muy atentas ambas Catalinas:

El tiempo nos fue propicio y El Azul de Cortés, una carraca de quinientas toneladas, llegó a Bilbao en trece días, tras una travesía placentera que yo aproveché para pasar a limpio las notas que había tomado sobre lo vivido en aquellas intensas jornadas flamencas, que ya podría calificar de históricas. Tampoco me faltó tiempo para charlar e intercambiar noticias con el capitán, Delson, y con José Miguel More, el segundo de a bordo, con quienes hice amistad imperecedera, aunque no los he vuelto a ver desde entonces. Hay que ver la de amigos eternos que vamos dejando por los caminos.

Cuando desembarcamos en el puerto bilbaíno me esperaba mi tío, quien recibió los envíos de Thierse, que más tarde transportaríamos hasta Burgos, donde mi familia disponía de un almacén de distribución. Pasamos el día en Bilbao y tras dar gracias a Dios en la pequeña y armoniosa catedral gótica dedicada a Santiago, disfrutamos de una sana y abundante comida y de una cena frugal, durante las que di cumplida cuenta de las novedades del negocio flamenco. A la mañana siguiente partíamos para Burgos, donde mi tío debía pasar unos días en el negocio. Yo me fui a la mayor velocidad posible y con la alegría que el lector puede imaginar hacia Segovia, mi casa, pero antes tuve que asistir a misa con mi tío en la bellísima catedral de Burgos. Mi tío, cristiano nuevo, como he dicho, y comerciante de pro, no perdía ocasión de que se le viera expresar su devoción. Llegué a Segovia al atardecer. No tardé más de una hora en deshacer el equipaje y asearme e, inmediatamente, me dirigí al palacio de Santa Cruz donde, según me había informado mi tío, Fernando el Católico se había instalado cuando finalizaron las sesiones de las Cortes de Toro.

El primer secretario del rey, Almazán, me recibió en el acto e inquirió, impaciente, noticias.

—Veo, Jaime, que vienes solo. ¿Qué ha sido de mi sobrino?

—No traigo buenas noticias, señor.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Lope?

—El señor Conchillos está encerrado en la cárcel de Villaborda, y yo me he escapado por los pelos.

Le proporcioné los pormenores de mi misión: la carta que firmó Juana reconociendo los derechos del rey Fernando, la desgraciada actuación de Ferreira y la interceptación de la comprometedora misiva, el encierro y tortura de Conchillos; el aislamiento total al que se había sometido a doña Juana; la proclamación de don Felipe y doña Juana en Santa Gúdula como reyes de Castilla, León, Granada, etc.; el pacto de Hagenau, por el que, según me había informado Erasmo, el archiduque y su padre, el emperador Maximiliano, habían conseguido el apoyo para su causa del rey de Francia, Luis XII, y el de Juan de Albret consorte de Navarra; la beligerancia de don Juan Manuel y su próximo viaje a Castilla para conseguir el apoyo de nobles, obispos, órdenes militares y de todo aquel que tuviera algún mando.

Almazán permaneció un buen rato en silencio asimilando el torrente de información que le traía, después abandonó su sillón de un salto y, sin mediar explicación alguna, se dirigió al despacho de Fernando el Católico, del que volvió enseguida.

—Jaime, el rey quiere verte.

Seguí al secretario hasta el despacho en el que fuera recibido hacía solo unos meses, que me parecían una eternidad. Fernando estaba de pie, de espaldas a la chimenea, yo eché la rodilla al suelo, pero el rey me levantó y me dio un fuerte abrazo.

—Levántate, Jaime, y cuéntame todo con mucha calma.

Cuando terminé de relatarle los acontecimientos que había adelantado a su secretario, el rey me pidió detalles sobre la situación de Conchillos, e inmediatamente centró la conversación en su hija.

—Señor, siento decir a su alteza que doña Juana se encuentra en una situación penosa. La reina de Castilla está desesperada por la indigna condición en que se la tiene, aislada como una leprosa, con guardias en la puerta día y noche —le informé.

—Es intolerable, y no lo toleraré… Dime, Jaime, ¿qué dijo cuando Lope le puso la carta a la firma? —quiso saber el rey.

—Que solo vos debierais gobernar Castilla, como quiso su madre y desea ella… Doña Juana acababa de conocer la noticia de la muerte de la reina Isabel, y estaba muy afectada y llena de remordimientos por su comportamiento durante los últimos días que pasó con sus altezas. «Que Dios me perdone de la puñalada que clavé en mi madre en aquel aciago día en que decidí que no esperaría un día mas sin viajar a Flandes para reunirme con mi esposo», dijo cuando Conchillos le pasó la carta y añadió pesarosa: «El arcángel debería haberme cortado la lengua con su espada de fuego para que no le dijera aquellas cosas tan terribles… Yo misma debería habérmela arrancado con los dientes».

—Fueron momentos muy duros, y a la reina, ya enferma, le costaba separarse de su hija.

—Después de aquella confesión nos dijo con voz enérgica: «Soy propietaria del reino de Castilla y Felipe es mi esposo legítimo, pero solo yo soy la reina propietaria… Hasta que la herede nuestro hijo Carlos, si Dios quiere… Mientras tanto lo más conveniente es que gobierne estos reinos mi padre, el más sabio de los hombres».

—Es una gran mujer mi Juana, la reina… Por lo que me cuenta Almazán, la carta fue interceptada por Juan Manuel, el villano, el desagradecido, el gran traidor, el ser más taimado con quien me he topado.

—La carta fue, en efecto, destruida —afirmé—, y lo que es peor, el archiduque le hizo firmar otra en la que doña Juana afirma que Felipe, su querido esposo, es el único rey legítimo.

—Seguro que es una falsificación. Mi hija nunca escribiría eso.

—Esa carta, señor, ha sido enviada al señor de Vere, su embajador ante su alteza…

—Me imagino cuál será el destino de esa misiva —interrumpió el rey.

—Yo también, señor. De Vere y don Juan Manuel la utilizarán contra vos.

—Contra mí y contra Castilla —añadió don Fernando—. Los nobles conspiran para volver a la anarquía de Enrique IV, cuando ellos hacían y deshacían a su antojo… Y luego está la conspiración de Hagenau. Felipe es un buen muchacho, pero ese Manuel merece la horca… y mi hija Juana, la reina más poderosa de la cristiandad, no puede hacer nada… si levantara la cabeza Isabel…

—Señor, la reina dio rienda suelta a su indignación. En cuanto la encerraron mandó llamar al príncipe de Frenoy, su carcelero, y le insultó, le amenazó, le abofeteó y le juró que le mandaría ahorcar.

—Esa es mi Juana, pero ¿qué puede hacer la pobre? No obstante, Jaime, la partida no ha concluido —advirtió el rey—. Ahora, lo más importante es que el reino esté bien informado del peligro que nos viene encima. Es la hora de escribir… De lo demás me ocupo yo, todavía dispongo de fuertes apoyos. Cuento con Cisneros, con el duque de Alba, con el condestable, con el almirante, con las órdenes militares, además de con los concejos de las ciudades, que se tirarán al fuego como en Numancia antes de caer en manos de los rebeldes.

—Habrá que ocuparse del rey de Francia —apuntó el secretario—; parece que se nos amontona el trabajo alteza, justo ahora que hasta el Gran Capitán se muestra levantisco.

—Contestaremos enérgicamente, pero con calma. De lo del rey Luis, mi enemigo preferido, me ocupo yo. —El rey se rio para sus adentros, un gesto que me indicó que el monarca guardaba en la manga una carta decisiva, pero su alteza no dejó traslucir nada. Almazán trató de que soltara prenda, tirándole de la lengua a su manera.

—Señor, me permito aconsejaros que actuéis con la mayor cautela con el francés, pues está muy escamado con vos…

—¿Y eso?

—Me cuenta nuestro embajador lo quejoso que está el rey de Francia con vos. Asegura que su alteza le ha engañado dos veces.

—¡Miente Luis como un bellaco! ¡Miente! ¡No le he engañado dos veces! ¡Le he engañado tres! —exclamó el rey con sorna.

Cuando se desvanecieron nuestras carcajadas, el rey impartió al secretario instrucciones precisas:

—Almazán, ocúpate de que el Gran Capitán regrese cuanto antes a Castilla. Hazle notar que quiero retribuirle sus servicios como merece, y en cuanto toque Castilla le pones a la sombra. En el fondo le haremos un gran favor, pues el papa julio ha dado órdenes de envenenarle, ya que considera Nápoles como cosa suya.

—Todo sea por Dios… —apoyó Almazán—. Gonzalo se ha crecido demasiado, pero debe entender que los reyes nacen, no se hacen, y que el exceso de éxito es sumamente peligroso. El exceso es siempre malo, incluso en la virtud.

—Tenemos que evitarle dos tentaciones: que le dé por coronarse rey de Nápoles y que se olvide de que ese reino es de Aragón y no de Castilla, por mucho que sean los castellanos quienes lo conquistaron y lo sostienen, siempre bajo mi dirección, no debe olvidarlo. Hay que ponerse en lo peor: imagínate que Felipe gana la partida y yo pierdo Castilla. ¿No crees que entonces Gonzalo podría entregar Nápoles al archiduque?

—Su alteza no perderá Castilla —afirmó el secretario con vehemencia.

—Almazán, ya sabes mi teoría: hay que prever la hipótesis más probable pero también la más peligrosa, por improbable que parezca. ¿Quién me dice a mí que el Gran Capitán me obedece en mi condición de Fernando II de Aragón o como Fernando V de Castilla? Hay que sacarle cuanto antes de Nápoles, pero con la mayor discreción, que el Gran Capitán no tiene un pelo de tonto. Ofrécele el título de maestre de la Orden de Santiago. Ante eso no podrá resistirse.

En efecto, querido lector, Gonzalo Fernández de Córdoba no tenía un pelo de tonto y no mordió el anzuelo. Dio largas al rey y se quedó en Nápoles. El Católico intentó entonces entrarle por lo penal, exigiéndole que diera cuentas de sus gastos en espera de procesarle por ladrón, a lo que Gonzalo contestó con unas cuentas estrafalarias: «Ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas, destruidas con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias, diez mil ducados en guantes perfumados para preservar las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos, cien millones por mi paciencia en escuchar que el rey pedía cuentas a quien le ha regalado un reino, etcétera».

—Tenéis razón como siempre, alteza, que todo sea por Dios, por Castilla y por el justo cumplimiento del deber —corroboró el secretario, añadiendo—: Hay otra cosa que quería decir a su alteza y que conviene conozca nuestro amigo Jaime. Gracias a nuestro cronista Alonso, el colega de Jaime y fiel servidor de Cisneros y de su alteza, y gracias a su primo Ángel, auxiliar de la Santa Inquisición, que ha colaborado como siempre al servicio de su alteza, ha llegado hasta nosotros un informe cifrado que quería enviar de De Vere al archiduque.

—No hace falta que me digas como lo habéis conseguido, Almazán, al grano…

—Al grano voy, alteza; recordaréis que Fuensalida, vuestro embajador en Bruselas, nos recomendó que apretáramos a De Vere…

—No hace falta que me des detalles, Almazán. ¿Es interesante el documento intervenido por la Santa Inquisición en el ejercicio de sus deberes de lealtad con el reino? —se impacientó el rey.

—Muy interesante, señor, sobre todo cuando lo hemos descifrado. Tenemos la lista de los conspiradores a sueldo del archiduque y de lo que don Juan Manuel les está ofreciendo gracias a Miguel de la Vega, el ayudante de De Vere.

—Sin nombres, Almazán, sin nombres… Los conspiradores son los que pensábamos, supongo.

—Y algunos más, alteza, a quienes suponíamos fieles.

—La fidelidad es un estado transitorio que tiene que ver con la retribución obtenida y las expectativas que se conciben. Algunos nobles y clérigos ven un futuro más claro con el archiduque, por su juventud, pero pueden llevarse una sorpresa. Hay que ayudar a la Providencia con una sabia combinación de premios y castigos.

—Tiene razón Maquiavelo —me permití intercalar—, para mantener la paz, el príncipe debe asegurarse el amor de los súbditos, o su temor, y recomienda esto último como más seguro.

—Nicolás es un pequeño hombre de gran mérito que merecería un puesto más importante en Florencia. Deberíamos reclutarle. Me han dicho que prepara un libro con recomendaciones para los príncipes en el que me ha tomado como modelo, lo que no estoy seguro que se corresponda con mi fama de Rey Católico.

—Yo creo, señor, que os honra —añadí—. No en vano vuestro lema es «Tanto monta», o sea que tanto da, que lo de menos son los procedimientos para conseguir la cristiana empresa a la que estáis entregado. Es lo que sostiene el florentino.

—No os olvidéis del yugo y la cuerda con nudo gordiano de mi escudo que he tomado en préstamo a Alejandro Magno —señaló don Fernando—. Tanto monta cortar el nudo con la espada como deshacerlo pacientemente con los dedos. La forma adecuada depende de las circunstancias. Sin embargo, hay algo que no entiende el pequeño Nicolás. Más importante que el amor siempre limitado del pueblo y que el temor a menudo insuficiente y volátil, es el debido equilibrio, una balanza en la que pesen por igual la satisfacción del rey y la felicidad del reino. Solo así son durables rey y reino —y dirigiéndose al secretario—: Pero, hablando de cristiana empresa, escribe a Francisco de Rojas, nuestro embajador en Roma, para que consiga del papa Julio lo que nos debe: un capelo cardenalicio para Cisneros, y si es posible, otro para Juan Rodríguez de Fonseca; desde que murió Mendoza, Castilla cuenta con pocos cardenales de gran visión, y eso es intolerable en el reino del Rey Católico.

—Procederé inmediatamente, alteza, ambos lo merecen ciertamente.

—Ah, otra cosa, Almazán, Filiberto de Vere se está poniendo pesado pidiéndome que interceda ante el papa para conseguirle el capelo, reforzando así la petición que ha hecho Felipe al pontífice. Dile a nuestro embajador que lo pida oficialmente, pero que haga todo lo posible para que no se lo den, ¿entendido? Que se valga de los buenos oficios del cardenal de Salerno, que nos es favorable.

—¿Deseáis mandar algo más, alteza? —preguntó el secretario.

—Sí, que Rojas reclame a su santidad el diezmo de cruzada, que para eso nos estamos batiendo contra el Islam en África y, ya de paso y lo más finamente posible, decidle que le transmita mi respetuoso deseo de que no se meta en el manejo de nuestra Santa Inquisición, que eso es cosa nuestra, y que está sabia y santamente dirigida, y que no malmeta en nuestros asuntos de Nápoles. Tú sabrás la forma de decirlo finamente.

—Con la dulzura y humildad acostumbrada, alteza.

—Tampoco te pases con la humildad, que este pontífice solo entiende el lenguaje del soborno y de la amenaza —le advirtió el rey.

—Difícil me lo ponéis —se quejó Almazán—, pero haré lo que pueda, señor. Ya son muchos años los que estoy a vuestro servicio y algo he aprendido.

—Pues aplícalo con diligencia, y tú, Jaime, ¡a escribir!, que Castilla tiene derecho a saber la verdad. No te dejes nada en el tintero, y no hace falta que rebajes un ápice la maldad de Juan Manuel y la idiotez y frivolidad del Hermoso, y carga las tintas sobre la crueldad con que trata a Juana y las estrecheces de la prisión en la que tiene recluida a su esposa.

—Todo mi aparejo de propaganda está a vuestro servicio, señor, pero necesitaré algún dinero… —pedí.

—Almazán te proveerá de lo necesario. No te lo gastes en putas, que me dicen que eres muy aficionado.

—Exageran, señor…

—Yo nunca he hecho ascos a una buena manceba y ni siquiera a una mala. A mis cincuenta y dos años tengo el apetito bien abierto y ¿quién sabe, quién sabe…?, lo mismo pronto os doy una noticia sensacional.

Fernando lo dijo de forma enigmática mientras se levantaba dando por terminada la audiencia.

—Espero, señor, que perdonéis mi indiscreción, pero por ahí se habla de que su alteza podría casarse con Juana, la Beltraneja.

—¡Qué barbaridad! ¡Si es mi sobrina! ¿Y con qué objeto haría yo semejante dislate?

—Perdonad señor mi atrevimiento al comentaros los cotilleos de la calle, a los que no doy ningún crédito —me disculpé—. Dicen, señor, que de esa forma podría su alteza reivindicar por derecho propio el reino de Castilla, ya que no se conforma con ser simple gobernador por voluntad de la reina Isabel.

—¡Qué barbaridad! Con lo que yo he luchado contra la Beltraneja en apoyo de mi llorada Isabel, la legítima soberana, como para ahora proclamar que la Beltraneja era la legítima reina y nosotros los usurpadores. Dejémosla en paz en su recogimiento del convento de Coimbra, donde por cierto se las da de reina legítima de Castilla y tiene montada una corte que es puro teatro. —El rey estaba indignado de verdad—. Solo faltaba —insistió— que ahora, veinticinco años después de ganar a su gente en la batalla de Toro, proclamara su legitimidad y la ilegitimidad de Isabel y mía. ¡Hasta ahí no llega mi imaginación ni el retorcimiento de que algunos me acusan! En lo que aciertan los insidiosos es en que yo, que he sido rey soberano de Cas tilla, no me conformo a verme reducido a simple gobernador por debajo de otro rey. Pero, por lo demás, desbarran…

—Os reitero mis disculpas, alteza…

—No te preocupes, Jaime, que no tengo por costumbre castigar al mensajero de malas noticias…, pero si se ha llegado a decir que pienso casarme con mi nieta, la hija del rey Manuel de Portugal, todo sale del malvado Juan Manuel, así que a lo dicho, Jaime, a llevar la verdad a todos los pueblos de España.

—Gracias, señor, por vuestra confianza —murmuré, atascándome con las palabras—. Siempre a vuestras reales órdenes, y que Dios nos ayude en nuestra noble empresa.

—La ayuda de Dios hay que trabajársela, querido cronista. Escribe tus pliegos y asegúrate de que se lean en todas las ferias y pueblos del reino.

—Perded cuidado, Señor.

Así acabó la audiencia. Yo estaba maravillado de la confianza con que me distinguía el poderoso monarca, y me marché exultante, aunque pronto me asaltaron negros presagios. Estaba anocheciendo, pero no quería volver a la soledad de mi casa, y era tarde para personarme en el convento de Inés, así que me dirigí a la Hilaria, donde cenaría en condiciones y yacería con Pura, mora lozana con quien uniría lo útil a lo agradable, pues estaba siempre bien informada, tanto como la hermana Inés, quizás porque ambas bebían en las mismas fuentes, las de gente principal que pasaba con notable frecuencia del convento al lupanar.

Lo que sigue es solo para tus ojos, atento lector, pues, como comprenderás, no era para contarlo en una mesa tan ilustre. Al día siguiente, ya avanzada la mañana, armado de un hermoso ramo de rosas, me dirigí al convento de Inés donde la hermana portera me recibió con alborozo.

—¿A quién queremos ver hoy? ¿A la hermana Inés o a la madre superiora? —me preguntó con picardía.

—A ti, hermana… a la muy gentil hermana portera…

—Un día os tomaré la palabra —contestó con una sonora carcajada—. De momento llamaremos a la madre superiora, que se alegrará mucho de veros. —Al toque de campanilla se acercó una monja a la que ordenó que avisara a la reverenda madre Teresa, y volviéndose hacia mí con expresión de experta vendedora de reses que calibra el material me dijo—: Os encuentro muy bien, Jaime, quizás algo más delgado y con alguna arruga de preocupación…

—Cuando uno vive intensamente, sor Dominga, uno envejece rápidamente, pero esta es la vida que quiero vivir.

—En cambio, aquí nunca pasa nada; la placidez es nuestra regla, aunque a una le gustaría un poco más de animación.

Enseguida volvió la hermana mensajera, que me rogó la acompañara al despacho de la superiora, a quien encontré tan alegre como siempre, quizás con algún kilo de más, aunque distribuido sabiamente.

—Pasa, Jaime, descastado. ¡Cómo nos castigas con tan largas ausencias! Tienes a nuestra Inés que no duerme y a mí… bueno, no hablemos de esta ilusa incurable. Muchas gracias por tus hermosas rosas.

—Sé que os sobran las flores…

—Pero no tus flores… Siéntate que pronto vendrá Inés, a la que ya he anunciado la buena nueva. Tómate un vasito de vino y particípanos tu aventura flamenca.

—Con mucho gusto, pero me tenéis que pagar con buena información castellana, que estoy ansioso de noticias.

—Aquí viene Inés, tan rápida como el diosecillo del amor.

Había llegado, en efecto, marcando el paso como si desfilara con los tercios del Gran Capitán. Lo que siguió, perdóname, curioso y malicioso lector, un caballero no puede contárselo a nadie, es solo para mi memoria.

Don Juan Manuel cuenta como fue el encuentro

entre el joven león y el viejo zorro en junio de 1506.

Era el turno de don Juan Manuel, quien tomó la palabra con la solemnidad de quien solo le preocupa obtener un juicio benévolo de la posteridad y de su familia, el de su esposa y el de su hija allí presentes. La sesión transcurrió con normalidad, e incluso el señor de Belmonte se mostró especialmente amable, quizás demasiado amable, pero me pareció que disimulara una profunda preocupación. Este fue su relato de los hechos que, como el lector verá, sería interrumpido por su hija Cata con la aportación de un testimonio que, hasta el momento, había guardado para su coleto.

Don Juan Manuel tragó saliva, y, abortando un gesto de irritación, se expresó de la siguiente forma:

Ahora, el impaciente era yo, que había reclamado calma al archiduque, pero empezaba a temer que se nos pasara el arroz pues, un año después de la muerte de Isabel, todavía estábamos en Flandes, dejando el campo al arbitrio de don Fernando. Yo había agitado el patio castellano para que Felipe, mi señor, cosechara el fruto maduro del poder. Remití cartas a los nobles que suponía predispuestos a adoptar el partido fernandino, ofreciéndoles valiosas recompensas, y las respuestas habían sido, en general, positivas, pero ellos me urgían que los reyes legítimos se personaran cuanto antes en Castilla, pues, me hacían notar, se arriesgaban a severas represalias por parte de Fernando.

Subrayaban que la opinión se estaba volviendo contra el Católico desde que se supo su compromiso con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, pero los cronistas más prestigiosos y los editores de relaciones de sucesos pagados por Fernando habían contraatacado hábilmente, advirtiendo, con el mayor dramatismo, de los males que se esperaban del extranjero, al tiempo que trataban de justificar el matrimonio del rey de Aragón en razón de los intereses internacionales del reino, al que él había tenido que sacrificar hasta lo más sagrado: la lealtad a la promesa que hiciera a su difunta esposa.

Debo reconocer que una vez más el viejo zorro nos había ganado por la mano, ganándose en una jugada maestra a nuestro más firme aliado, el rey Luis de Francia, que, lamento tener que admitirlo, se fiaba más del astuto Fernando que de mi joven señor. El Católico envió a Blois, donde residía Luis XII, a fray Juan de Enguera, y llegaron a un acuerdo: Fernando se casaría inmediatamente por poderes en el castillo de Blois con Germana. Si de este matrimonio nacía un hijo, este heredaría Nápoles, el objetivo eterno de Luis, y si no había hijo, Luis se quedaba con el reino napolitano. Fernando indemnizaría por los bienes confiscados a los barones francófilos derrotados una y otra vez por el Gran Capitán, y entregaría a Luis quinientos mil ducados pagaderos en diez años, todo ello a cambio de que Luis ayudara a Fernando contra el archiduque y su hijo, Felipe el Hermoso. Meses después, en marzo de 1506, se celebraría la solemne ceremonia matrimonial previa a la consumación del acto conyugal en Valladolid, en el mismo lugar donde Fernando se había casado con Isabel, lo que provocó la indignación del pueblo, pero una vez más Fernando actuó con doblez: llamó a un notario para que levantase acta y a tres testigos aragoneses, y mandó que quedara constancia fehaciente de que se casaba por razones políticas, sin que pensase renunciar a sus derechos sobre Nápoles, de tal modo que cuando él falleciera, ese reino no pasaría a manos de Germana, sino que le sucedería el príncipe que ostentara la corona de Aragón. Una vez más el viejo zorro engañaba al infeliz rey de Francia.

Pero retomo el hilo. Antes de esto, Filiberto de Vere, el enviado de Felipe a la corte del Católico, había ganado tiempo firmando la Concordia de Salamanca, el 24 de noviembre de 1505, que, de momento, un año después de la muerte de Isabel, había evitado males irreversibles, un acuerdo que yo denunciaría en cuanto llegáramos a Castilla. Filiberto había conseguido que se reconociera a Felipe como rey propietario junto a su esposa, y no mero consorte, así como la aceptación del príncipe Carlos como heredero indiscutible, aunque tuvo que tragar con la continuidad del aragonés como administrador perpetuo. Ya que no había forma de disolver la Santísima Trinidad de Castilla, acordaron cómo hacerla funcionar en el día a día: en la redacción de los documentos oficiales, en la forma de hacer los pregones, en el nombramiento de altos cargos, etcétera. Las rentas de Castilla, León, Granada, Canarias e indias se repartirían a partes iguales entre Fernando y el matrimonio archiducal, se requeriría la licencia conjunta de Fernando y de Felipe para la imposición de nuevos tributos y tasas extraordinarias, nombrarían a partes iguales los cargos de la corona y se señalaba que si Fernando tuviera un hijo varón no tendría derecho alguno de sucesión en los reinos de Castilla. Finalmente se elegían como garantes del tratado a los reyes de Portugal y de Inglaterra, al emperador Maximiliano y al papa y se remitían las capitulaciones a la Santa Sede para constancia de toda la cristiandad.

Ya no se podía dilatar el viaje, y procedimos a ello en un tiempo inusualmente rápido para el movimiento de toda una corte y de los dos mil lansquenetes, las tropas de élite prestadas por el padre del archiduque. El 26 de abril de 1506 desembarcamos en La Coruña, lejos de Vizcaya, donde habíamos acordado con Fernando el Católico que lo haríamos; yo convencí al archiduque de que no era conveniente un encuentro inmediato con su suegro, pues antes había que disuadirle de cualquier acción hostil, y para ello necesitaba que se concretaran los apoyos de la nobleza que yo había comprometido.

El Católico se encontraba en aquel momento en Torquemada, a cinco leguas de Palencia, y cuando supo la noticia del desembarco de los príncipes y de nuestros lansquenetes montó en cólera. A partir de entonces el Católico y el Hermoso se enzarzarían en una curiosa danza, en una combinación de desplazamientos a distintas ciudades motivados por el deseo de Felipe, siempre guiado por mí, de aplazar el encuentro personal con Fernando y de este por conseguirlo cuanto antes. Los cuarteles no se alejaban, pues había que guardar las apariencias y facilitar las conversaciones de los intermediarios, pero los movimientos eran tan lentos y meditados como los de una partida de ajedrez que, innecesario es decirlo, manejaba yo a la perfección, provocando las envidias de Del Burgo y De Vere, mis adversarios en el bando del archiduque, que, sobornados por Fernando, trataron inútilmente de enemistarme con aquel.

La danza se definió por los siguientes movimientos: Felipe llega a La Coruña, Fernando está en Torquemada; este avanza a Astorga y Felipe se desplaza a Santiago de Compostela; Fernando alcanza Villafranca del Bierzo y La Bañeza mientras el archiduque se dirige a Verín; Fernando entra en Rionegro, Felipe lo hace en Puebla de Sanabria y Fernando en Asturianos; y es a mitad de camino entre Puebla y Asturianos, en la alquería del Remesal, donde se produce el primer encuentro seguido de otro en Villafáfila a pocas leguas de Benavente.

Ya me ocupé yo de quitar toda solemnidad al acuerdo. No se escenificó una firma de ambos en el marco majestuoso de una catedral o un palacio, en una ceremonia a la que asistieran los grandes del reino que inmortalizarían los mejores pintores y cantarían los trovadores. Nada de eso. Me ocupé de que Fernando firmara en Villafáfila el 27 de junio y que Felipe lo confirmara en Benavente el 28.

Fue allí, en Benavente, donde asentarnos nuestros reales, al tiempo que Fernando partía con el rabo entre las piernas, aunque forrado de promesas de riquezas, hacia Zaragoza, donde le esperaba su joven esposa Germana de Foix.

Durante este baile por la geografía española, que duró tres meses, puedo decir, aunque sufra mi modestia, que jugué mis cartas de manera magistral, lo que tenía no poco mérito, teniendo como adversario al más astuto de los reyes, quien no tenía la suerte de contar con un Juan Manuel pero que lo suplía con su extraordinaria habilidad. No debéis extrañaros de que Fernando dedicara sus mayores esfuerzos a sobornarme con todo tipo de promesas para mi engrandecimiento y el de mi familia, pero yo le tenía muy calado: él prometía lo que no estaba en su mano, y Felipe concedía de lo suyo, una diferencia notable.

Desde el primer día del desembarco en La Coruña, yo había logrado reunir a la flor y nata de la nobleza castellana, al conde de Benavente, al conde de Lemos, al duque de Nájera, al marqués de Villena, al duque de Medina Sidonia y a todos los que yo venía «trabajando» desde Bruselas, mientras que en el cuartel del Católico se sucedían las deserciones entre las que se contaba gente de su propia familia y la de sus paniaguados. Y no lo digo por decir, pues se pasó a nuestro bando su yerno Bernardo Fernández de Velasco, condestable de Castilla, casado con la hija bastarda del rey, Juana de Aragón, así como Garcilaso de la Vega, padre de nuestro ilustre poeta, que tanto le debía a Fernando quien, entre otras mercedes, le había confiado el cargo de comendador de la Orden de Santiago, y hasta el mismísimo Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo y primado de España, que era incondicional suyo, aunque debo decir que el arzobispo cambiaba de bando con facilidad.

Solo podía contar don Fernando con la lealtad perruna del duque de Alba. Quizás venga a cuento recordar en este punto lo que dijera este duque cuando se encontró con el condestable: «Dígote que no pensé que tenías honra, hasta ahora que te la veo perder». A lo que este replicó riéndose: «¿Queréis que sea un traidor como vos? Eso no lo verán nunca vuestros ojos». Nos quedaba únicamente un adversario, y ese temible enemigo era nada menos que Juana, la esposa de Felipe el Hermoso. Entre ambos se reñiría en Benavente una batalla incruenta pero de tremendo dramatismo.

El conde de Benavente había alojado a la pareja real con refinado lujo. Las cámaras eran amplias y luminosas, abiertas a los campos por sendas ventanas donde se armonizaba lo gótico y lo moderno en un estilo nuevo al que la posteridad dará un nombre que hoy no se nos ocurre. Las camas, con dosel y cortinillas que medían casi el doble que las tradicionales de Castilla, fueron encargadas por el conde según el estilo que había llegado a estas tierras desde Inglaterra, gracias a Catalina de Lancaster, la primera Princesa de Asturias, a quien debemos tanto las «camas de campo» como el ganado de raza merina.

Los jóvenes reyes agradecían al conde de Benavente, la gentileza de preparar, a sus expensas y bajo su personal supervisión, el castillo recién reconstruido, tan hermoso que no envidiaba al de Bruselas. De esta forma, el aposentador real no precisó acogerse a la ley que disponía la expropiación temporal a los vecinos de los objetos necesarios para acomodo de la corte itinerante. A Felipe y Juana no les gustaba aquel expediente por dos razones de peso: en primer lugar, porque provocaba el disgusto del vecindario, no siempre entusiasta con el honor que se le dispensaba, y en segundo término, porque los muebles prestados solían ser un horror y, al proceder de distintos propietarios de gustos variados y discutibles, les hacían sentirse en almoneda.

El castillo había sido una vieja fortaleza hasta que, a fines del siglo XII, Juan Alonso de Pimentel, noble portugués, lo reconstruyó cuando Enrique III le hizo entrega de la villa. En él pasaron días felices los Reyes Católicos en 1486, en aquellos viejos y buenos tiempos en que toda Castilla se movilizaba para arrebatar a los moros el reino de Granada, último bastión del que disfrutaban en la península. El castillo de Benavente es sólido y hermoso: un cuadrado perfecto con ángulos definidos por cuatro robustas torres y rodeado por un profundo foso; una construcción del gótico tardío con una hermosa vista de la vega del río Órbigo. Franqueadas sus puertas, se entra en un hermoso patio donde se aprecian los dorados artesonados moriscos y unas columnas de mármol veteado del interior. Hasta los sótanos son de admirar por sus bien planeadas bóvedas y arcos y por la amplitud y la sabia distribución de cuadras, molinos, almacenes y depósitos de agua, un laberinto que desemboca en una larga galería en rampa que lleva al Órbigo donde abrevan los caballos.

Juana se encontraba a gusto en ese castillo, que no es comparable con este humilde palacio de Belmonte, que se honra con vuestra presencia, pero se barruntaba tormenta, como me avisó un criado que yo había puesto al servicio de Juana pero que, como podéis suponer, me servía a mí.

—Padre —interrumpió Cata—, es muy interesante lo que estáis contando, pero, si me lo permitís, yo puedo ofreceros una visión directa de lo que en aquellos momentos pasaba por la cabeza de Juana, pues tuve el honor de recibir las confidencias de la reina y de su esclava Isabel, ¿me perdonáis la interrupción?

—La reina siempre os distinguió con su estima y en Benavente fuiste para ella un gran consuelo. Por mi parte no hay inconveniente, pero te sugiero que aplaces tu historia hasta la sesión de mañana, que hoy se nos ha hecho muy tarde y quiero que tengas tiempo para explayarte a gusto. Adivino que el asunto lo merece.

Parto de Belmonte a Villarramiel, donde Alonso me cuenta

la reunión mantenida por él y representantes de la sociedad secreta

con un enviado del infante don Fernando.

Mayo de 1523.

Me hubiera gustado charlar con Cata, pero su padre la cogió del brazo y se fueron juntos hacia las habitaciones de este, probablemente para obtener de su hija un anticipo de lo que debería relatarnos al día siguiente y, estoy convencido, para asegurarse de que el relato no le perjudicaría. Salí del comedor despacio, absorto en mis pensamientos de los que me sacó una voz en falsete que denotaba urgencia y gravedad.

—Don Jaime, don Jaime, disimule…

Era la voz del criado enlace de Alonso, quien pasó de largo tras saludarme ceremoniosamente. Comprendí que tenía que encontrar un pretexto para dirigirme a él.

—¡Mozo! —le llamé—, llévame un vaso de limonada al jardín, por favor.

—Ahora mismo, señor.

Cuando me abordó el criado me dirigía a la biblioteca, pero no sabía si habría alguien en ella, así que giré rumbo al jardín, que había visto vacío al salir del comedor, y me senté bajo la frondosa parra testigo de mis sueños y fantasías, donde había mantenido gratas conversaciones con Cata y con Alonso. El criado apareció con una bandeja que sostenía una jarra con limonada, un vaso grande y un pañito inmaculado.

—Don Jaime, me han enviado un recado de Villarramiel. Don Alonso ruega a vuestra merced que se acerque por allí cuanto antes.

—Muchas gracias, amigo. ¿Pasa algo?

—Solo sé lo que le he dicho, señor… y así debe ser, cuanto menos sepa yo mejor podré serviros a vos.

Cabalgué a uña de caballo hasta Villarramiel, donde procedí a lo acordado con Liberto, que dio resultado inmediato con la presencia de mi amigo Alonso, que no disimulaba su excitación.

—Jaime, esto se mueve.

—Espero que sea en la buena dirección.

—Puedes estar seguro. Estamos haciendo historia, Jaime. Demos un paseo, y te cuento los últimos acontecimientos.

Alonso estaba exaltado, y no era para menos: el vástago del Infantado, Liberto, Séneca y Castellano, tres representantes de la Sociedad que se presentaban con nombres supuestos, y él mismo, que no podía evitar presentarse como lo que era, se habían reunido en un lugar que no consideró necesario informarme con un enviado del infante don Fernando, el hermano del rey emperador, que se había identificado como Leal. Había sido Íñigo, el duquesito del Infantado, quien había arreglado el desplazamiento y quien fiaba de la autenticidad de las credenciales y de la hombría de bien del enviado de don Fernando mientras que Alonso había logrado reunir a los tres representantes de la Sociedad: Liberto por Villarramiel, Séneca por Salamanca y Castellano por Valladolid, empeñando su palabra sobre la idoneidad de todos ellos.

Íñigo rompió el hielo de aquel encuentro, que se iniciaba bajo el signo de la desconfianza, presentando a Leal como un castellano de pura cepa, enemigo acérrimo de la plaga flamenca, y alabando la disposición de la gente de la Sociedad a morir por don Fernando. A continuación tomó la palabra Íñigo.

—Ante todo, querido Leal, trasladad nuestra adhesión más sincera al infante don Fernando, a quien todos deseamos salud y éxito.

—Se los transmitiré, querido conde. No creo que tengáis dudas sobre los servicios que he prestado al infante y los riesgos que he asumido frente al emperador.

—Ninguna duda, Leal. Yo fui testigo de un episodio que lo demuestra en un momento en que el emperador tomó medidas contra su hermano…

—No sigáis —le detuvo Leal—. Aquello pertenece al reino del pasado, y ahora vivimos otros tiempos. Queridos amigos, os aseguro que al infante don Fernando y a su esposa Ana, princesa de Bohemia y Hungría, les hubiera gustado estar aquí, con todos vosotros, y agradeceros en persona vuestra adhesión y vuestra valentía, pero ya sabéis que el emperador les vigila estrechamente. No desconocéis cómo fue sacado el infante Fernando de Castilla, mejor debería decir expulsado por Carlos, instigado por Chiévres, ese sapo hinchado de soberbia y avaricia, que advirtió al emperador de la enorme popularidad de su hermano y que se ocupó de aislar a don Fernando en el palacio de Bruselas. No se os oculta tampoco que don Carlos sospecha que su hermano tuvo que ver con los comuneros. Mi señor no hubiera llegado muy lejos aunque hubiera logrado burlar la estrecha vigilancia a la que está sometido.

—Lo comprendemos, Leal —dijo Séneca insidioso—. Tampoco se nos oculta que el emperador ha utilizado el palo, o mejor la jaula de oro y el oropel.

—¿Pero qué queréis? —se indignó Leal—. ¿Un muerto de hambre para rey de España? Lo que dices es cierto como lo es, amigo Séneca, que al casarse con la princesa Ana de Bohemia y Hungría, Fernando está llamado a llevar la corona de estos reinos. Debo decir también que el emperador asistió a la boda e hizo valiosos regalos al matrimonio. Precisamente por ello comprenderéis que don Fernando actúe con suma prudencia. Todos debemos proceder con suma prudencia.

—Pero debernos actuar, supongo —terció Castellano irritado.

—Para eso estoy aquí, para informarme e informar al archiduque quien, podéis estar seguros, no dudaría un momento en renunciar a media Europa para reinar con sus queridos súbditos españoles, pero entenderéis que no debe actuar a tontas y a locas. ¿Cuáles son vuestros planes?

Ni Alonso ni yo dudábamos de la españolidad de don Fernando, aunque sí de su disposición a cambiar un imperio por un proyecto, a jugárselo todo a una carta. Podía darse con un canto en los dientes por haber salido ileso de su ambigua actitud respecto a la rebelión comunera.

Para colmo, cuando las tropas del emperador sofocaron la rebelión en Villalar, muchos nobles y ricoshombres que la habían apoyado fueron a rendir pleitesía a don Fernando y permanecieron a su lado.

Se entenderá perfectamente que las relaciones entre ambos hermanos podían ser corteses, pero no fraternales.

El enviado del archiduque había preguntado por los planes de la conjura, y fue don Íñigo quien tomó la palabra tras extenderse en alabanzas a don Fernando, con quien había tenido relación, como Leal bien sabía.

—Te voy a ser sincero, amigo mío. Los aquí presentes, que representamos a nobles, regidores de ciudades y amigos de la Sociedad de la que te he hablado, hemos combinado esfuerzos para que el emperador cambie de política, aprenda castellano, viva en España, se rodee de españoles y se olvide de quimeras imperiales. Las Cortes de Valladolid son una ocasión propicia para conseguirlo. No estamos en una sublevación contra don Carlos para traer a su hermano, pero si el emperador no cede, es probable que se produzca una sublevación y un cambio de monarca. Queremos saber si podemos contar con el infante si los acontecimientos evolucionan gravemente.

—¿Cuáles son vuestras armas, Íñigo?

—Las de la nobleza y el pueblo juntos, y esperamos que se unan algunos obispos, una combinación invencible.

—Ya no queda tiempo para obtener una respuesta de mi señor, pero creo interpretar su pensamiento por lo que el infante y yo hemos platicado estos días: el infante de España no alienta la insurgencia contra su querido hermano, pero en el caso en que vuestro proyecto sea un éxito podéis pedirle que acepte la corona de Castilla, que yo creo aceptará honradísimo.

—Una actitud muy prudente —comentó don Íñigo.

—Una actitud que nos sirve de poco —se indignó Liberto, con la aquiescencia de Séneca y Castellano.

—Deberíais reconsiderarlo —rogó el cachorro del Infantado—. Si la guerra de los comuneros fracasó, fue porque Juana no aceptó ser reina efectiva, a pesar de que los comuneros tenían entonces ganada la batalla. La perdieron por la firme negativa de la reina, pero eso no ocurrirá ahora. Hay que comprender que don Fernando no quiera aparecer en este momento, pues no puede calibrar la seriedad de nuestro intento, ni nuestras fuerzas, ni si el pueblo finalmente lo apoyará después del escarmiento de las comunidades. Todavía cuelgan cabezas de las horcas.

—Mucho me temo que en este negocio volverá a ser el pueblo quien se juegue la cabeza —comentó taciturno Liberto—, mientras los nobles sacan tajada.

—Eso es injusto —saltó el conde de Saldaña—, pues tú bien sabes que nobles y obispos hemos pagado un alto tributo de sangre en la rebelión de las comunidades. Algunos han sido degollados, y somos no pocos quienes, gracias a Dios, conservamos la vida, pero perseguidos y castigados. Te recuerdo que María Pacheco sigue exiliada en Portugal, lo mismo que Pedro Lasso y tantos otros.

—Eso es verdad, Íñigo. —Alonso trató de conciliar ambas posturas—. Pero tienes que entender las reticencias de mis amigos, que están bien fundadas, pues muchos nobles fueron a lo suyo en las comunidades, y cuando lo obtuvieron dejaron en la picota a la gente del pueblo.

—Bien —terció conciliador Séneca—, quizás podamos llegar a un acuerdo si mis compañeros ven la cosa como yo. Aceptaríamos como suficiente la promesa que hacéis en nombre del infante siempre que este se comprometiera, en caso de que ganemos la partida, no solo a dejarse coronar gentilmente sino a proceder a ciertos cambios en la gobernación de Castilla.

—Como por ejemplo… —se interesó Leal.

—Como, por ejemplo —enumeró Séneca—, que su gobierno no sea absoluto, que cuando no hay límites se acaba en tiranía; como, por ejemplo, que se reúnan las Cortes una vez al año y no solo cuando el rey necesite dinero; como, por ejemplo, que se rebaje el tren de vida en la corte con la consiguiente bajada de impuestos; como, por ejemplo, que la Inquisición se limite a perseguir la herejía y, por supuesto, que acepte los requerimientos que haremos a don Carlos en Valladolid, que son los que ya os habrá contado don Íñigo: no se votarán subsidios antes de que el rey acepte las peticiones de Cortes, los procuradores tendrán plena libertad de voto sin que se condicione su credencial, que se nos libere a los ciudadanos de alojar gratis a la corte cuando esta se desplace a nuestras ciudades, etcétera.

Liberto y Castellanos aplaudieron con calor las condiciones expuestas por Séneca, y alabaron su elocuencia, que recordaba al sabio del que tomó el nombre. La respuesta de Leal enfrió el ambiente.

—Estoy seguro de que el rey Fernando simpatizaría con los requerimientos de sus súbditos, pero, honradamente, no creo que acepte menoscabos a sus potestades. Probablemente conceda gustoso ciertas gracias, y no dudo de que mostrará generosidad y buen corazón, pero no aceptará imposiciones.

—No es mucho lo que promete —resumió Liberto el sentir de sus compañeros.

—No nos precipitemos amigos —intervino Íñigo, que no daba por perdida la partida—. Lo mejor es que nos reunamos de nuevo y discutamos entre nosotros la situación antes de darle una respuesta definitiva al enviado de don Fernando.

En eso quedamos, nos volvimos a reunir sin la presencia de Leal y, tras una viva discusión de los de la Sociedad con don Íñigo, llegamos a un acuerdo de mínimos: No se perdía nada contando con la hipotética y condicionada carta que nos ofrecía el infante, pues, en el peor de los casos, habríamos conseguido lo que solicitábamos a su hermano Carlos —gobierno castellano para los castellanos—, aunque era improbable que don Fernando, a pesar de que su carácter era muy distinto al de su hermano, cediera una sola de sus prerrogativas regias. Así se lo transmitió el conde de Saldaña a Leal.

—Yo conozco a Fernando —dije cuando Alonso terminó su relato—, y conociéndole es difícil no quererle. Es muy simpático.

Y me extendí en detalles sobre su persona que te resumo a ti, querido lector: Tiene una cara agradable que refleja un alma noble, sonríe con facilidad ganándose a todo el mundo con su gracia y sencillez. Es ingenioso y agudo y de buena cabeza. Dios le ha dado una gran memoria, que le ha permitido dominar siete idiomas y le ha dotado de buen discernimiento, pero no es un sabidillo de biblioteca. Disfruta con la caza, la equitación, los torneos, los toros, los juegos de cañas, y en general, con todas las fiestas. Es muy completo este Fernando, que físicamente se parece mucho a su abuelo, aunque delgado y castaño, algo pálido, pero saludable y con la barbilla saliente de los Habsburgo, a pesar de que le encaja bien la mandíbula a diferencia de su hermano, que la tiene desencajada, no pudiendo cerrar bien la boca siempre expuesto a tragarse las pesadas moscas castellanas; se parece Fernando aún más a su abuelo materno en el talante y en la astucia, pero le supera en lo moral, pues es sincero y piadoso de verdad. Odia la mentira, cultiva el arte, pinta cuadros con destreza, esculpe esculturas más que pasables y es ingenioso en las artes de la fundición del metal con las que es capaz de fabricar armas de buena factura. Es echado para adelante, osado, valiente, aunque no destaque por su fortaleza física.

—Pues prepara su panegírico, querido Jaime. —Mi amigo parecía burlarse de mi retrato.

—Eso te lo dejo a ti, Alonso, que estás dedicado a su causa con una pasión que, debo reconocerte, me sorprende. ¿No irás a ingresar en la Sociedad?

—No me gustan las sociedades secretas, pero me fío más de su protección que de la de los nobles.

—¿Incluido el del Infantado?

—Incluido. Íñigo es un buen muchacho, pero ya veremos como reacciona cuando las cosas se pongan duras.

—Ten cuidado, Alonso, que los nobles pueden volverse atrás, pero los francmasones pueden ir demasiado adelante.

—Lo tendré en cuenta, Jaime, cuídate y manda recuerdos a Cata.

Alonso me recordó que seguía vigente el sistema que habíamos acordado para ponernos en contacto. Nos propinamos un fuerte abrazo, más fuerte que nunca, un abrazo aprensivo y premonitorio, y partí para Belmonte de Campos.