Duodécimo día en Belmonte.
Donde el prelado Villaescusa cuenta cómo Juana
montó en cólera en Bruselas en mayo de 1505.
Mayo de 1523.
Don Diego Ramírez de Villaescusa, obispo de Cuenca, que lo era de Palencia y capellán de la reina en los tiempos de Bruselas, tenía la palabra. Había yo sostenido una tensa charla con don Juan Manuel acerca de nuestra visita a la reina y, como el lector sabe, la visita del marqués de Denia me había indispuesto con el señor de Belmonte, así que no reinaba el mejor clima en la mesa, aunque sí un acuerdo tácito de que había que seguir con nuestro propósito, el obispo hizo su discurso como si nada hubiera pasado, si bien se notaba que los invitados de don Juan Manuel ansiábamos acabar con aquello y volver a nuestros respectivos quehaceres.
El obispo retomó la narración donde la había dejado el día anterior el embajador Gómez de Fuensalida. Recuerdo a mis queridos lectores, si es que hay alguien leyéndome, que Felipe había interceptado la carta de Juana a favor de su padre y que Conchillos fue encerrado en Villaborda, y que, torturado, confesó nuestra intervención en lo que don Juan Manuel calificara de «conspiración postal». Esto fue lo que el prelado nos contó:
Conocida nuestra desgracia, me dirigí a la cámara del embajador Fuensalida, a quien encontré sumamente inquieto.
—Parece que se nos ha ido todo al traste —dije abruptamente, sin detenerme en los saludos de rigor.
—¿Cómo están ahora las cosas entre el matrimonio real? —preguntó Fuensalida, por decir algo, pues bien sabía él cómo estaban las cosas.
—Parece que están en luna de miel gracias a que nuestra misión ha sido un completo fracaso.
En efecto, la reina había escrito otra carta en sentido contrario de la primera, y esa sí llegaría con toda seguridad a De Vere, embajador de Felipe en Castilla, y él sabría muy bien qué hacer con ella. La reina justificaba su anterior misiva afirmando que la escribió en un ataque de celos, y añadía que la corona sentará muy bien a la cabeza de su amado esposo.
—Es evidente que Juana no la ha escrito con voluntad propia.
—Por supuesto que no, Gutierre. Se nota quién le ha llevado la mano. La propia reina me ha dicho que fue obligada a escribirla.
—La verdad es que no me fío mucho de esta reconciliación —dijo Fuensalida—, si no, ¿cómo te explicas que don Juan Manuel haya puesto dos guardias en la puerta de Juana bajo la vigilancia directa del príncipe de Chimay y del señor de Frenoy? Ahora la reina está mas aislada que nunca y Felipe está pensando en entrar en Castilla dejándola encerrada aquí, me cuentan mis informadores que Felipe está furioso y que ha dicho: «Cuerda o loca Juana, yo tomaré lo que me pertenece».
—El otro día fui testigo de una escena violenta entre la reina, el príncipe de Chimay y el señor de Frenoy, que nunca ha tenido una reina carceleros tan ilustres —afirmé—. Ya sabes que a mí me dejan entrar en su cámara como confesor que soy de la reina, pero, en cuanto acabo con la confesión o con la misa, me invitan cortés pero firmemente a que abandone la sala. Ese día en que la reina se confesaba conmigo, el único momento en que sus carceleros salían de la sala, la encontré muy turbada, y en cuanto le di la absolución dio un salto de tigresa, tomó una pala de hierro de jardinería, abrió la puerta con furia y se lanzó sobre Chimay y Frenoy. El primero pudo escapar, pero al segundo, más viejo, no le fue posible esquivar el golpe que le asestó en la cabeza. Frenoy se agarraba a la pala y así, forcejeando ambos, la reina dirigiéndose a él y a mí gritaba: «¡Viejo traidor, te voy a matar!». Me interpuse entre ellos, y Frenoy logró escapar, pero la reina atizó con la pala al portero que había acudido a ayudarle y, cogiéndole por los pelos y sacudiéndole, gritaba: «Juro por esta cruz que os mataré a todos!».
¿Y a qué se debía tamaña exaltación? —preguntó Fuensalida.
—No puedo revelar secretos de confesión, pero sí decir que la reina estaba furiosa porque la habían hecho firmar la carta. Se reafirmó en que solo su padre había de gobernar sus reinos y no otro; que nunca Dios querría que le fuese desobediente ni que gobernasen sus reinos bellacos. Me imagino lo que hará De Vere con esa carta, lo que les faltaba a los nobles para volverse contra Fernando.
—Felipe está furioso porque el rey mostró a los nobles la carta que le envió, resaltando con dramatismo la locura de Juana, con la que justificaba el viejo monarca la legitimidad de su gobierno de Castilla, de acuerdo con el testamento de Isabel —explicó el embajador, siempre bien informado.
—Ahora supongo que no hay nada que aplace el viaje de los reyes o de Felipe solo, si es que se atreve, porque Fernando le ha advertido que si va solo le recibirá como a un invasor.
—Sí lo hay, Diego. Hay motivos para el aplazamiento, pues el rey-archiduque no quiere marcharse antes de arreglar su asunto con Egmont, el conde de Güeldres, que en cuando Felipe salga de Bruselas intentará quedarse con todo.
—Así que tendremos guerra, Gutierre.
—En eso está, dice don Felipe, que por muy importante que sea Castilla, lo único verdaderamente suyo es Flandes, de donde es señor natural. Primero rendirá aquí a Egmont, y luego se enfrentará con Fernando en Castilla.
—O sea que podremos tener dos guerras, una aquí y otra en Castilla —concluyó tétrico el obispo.
—Don Felipe ya ha hablado con su padre y trae para acá a los lansquenetes del emperador Maximiliano.
—Ha pedido también auxilio al rey de Francia y al de Navarra —se extendió el embajador—. Felipe, su imperial padre Maximiliano y el navarro Juan de Albret se han reunido con Luis XII en Hagenau y han llegado a un pacto.
—Mucha gente contra un solo señor… —reflexioné yo.
—Es que Fernando es mucho señor, Diego.
—No es la primera vez que Felipe pacta con el francés.
—Ya sabes que el archiduque es francófilo y teme a Fernando más que a un nublado. En efecto, no es la primera vez que el archiduque pacta con el francés. El pasado septiembre, antes de que muriera Isabel, se vieron en el castillo de Blois, donde le gusta residir a Luis XII. Felipe prometió imprudentemente al pequeño Carlos, su hijo que entonces cumplía cuatro años, con Claudia, la hija de Luis, a quienes entregaría el reino de Nápoles, del que el Hermoso no puede disponer, pues es del rey Fernando, todo a cambio de que Luis XII le apoyara para conseguir la corona de Castilla a la muerte de Isabel. Ahora en Hagenau han pactado más de lo mismo. Si Fernando no abandona el poder, Luis XII le atacará en Castilla y en Nápoles.
—¿A cambio de qué? —pregunté yo.
—De Italia, otra vez Italia.
—Entonces, Gutierre, tú no crees que Felipe caiga sobre Castilla inmediatamente.
—Antes tiene que asegurarse de que podrá vencer a Fernando, y no lo tiene tan fácil. Son las Cortes las que deciden, y Fernando es mucho Fernando. Felipe necesita tiempo para ganarse a la nobleza, a los obispos, a las órdenes militares… Juan Manuel tiene que prepararle el terreno.
—Puedes estar seguro, embajador, de que moverá bien los hilos prometiendo mercedes a los nobles hambrientos de poder y riquezas. Parece que Fernando solo cuenta con el duque de Alba, el almirante de castilla, su yerno, y con el cardenal Cisneros hasta cierto punto. Tendremos guerra. —A mí nadie me quitaba aquella premonición.
—A no ser que el Católico emplee a fondo su asombrosa habilidad para conseguir sus propósitos sin derramamiento de sangre —señaló Fuensalida—. Yo, como diplomático, me rindo a su pericia.
—Dios te oiga, Gutierre.
El embajador y yo pasamos a hablar entonces de Conchillos, preguntándonos si podíamos hacer algo para liberarle o aliviar su cautiverio. Fuensalida se mostró algo crítico con la conducta de Lope, que le pareció un tanto atrabiliaria, pero había intercedido con don Felipe sin resultado, así que envió una carta a don Fernando explicándole la situación del infeliz secretario.
—¿Sabes algo de nuestro amigo el cronista? —pregunté al embajador.
—Me han informado de que ha logrado huir.
El obispo de Cuenca se dirigió entonces a mí, rogándome que explicara cuál era mi situación en aquellos momentos, y yo satisfice su curiosidad, sin mencionar, naturalmente, la intervención de Cata, que el lector conoce bien. Esto fue lo que les dije, procurando mentir lo menos posible, aunque lo hiciera por una buena causa. En realidad, más que mentir lo que hice fue no decir toda la verdad. Mi amor por la verdad, con la que has podido contar, querido lector, limita con la conservación de la vida, a la que tengo gran aprecio, y, lo que es más importante, con la protección de Cata. La verdad es un lujo que no siempre está al alcance de los pobres. Este fue mi relato:
Donde narro cómo fui recibido por Erasmo
en Amberes en mayo de 1505.
El humanista se había instalado en un palacete cómodo pero no ostentoso propiedad de los Van de Walle, prósperos comerciantes de vino y azúcar, residentes habituales en Brujas, que tenían un pied á terre en Amberes, donde a los Van de Walle les gustaba alternar con los aristócratas de la moda y la cultura. El palacete contaba con las habitaciones y el servicio justos para atender a los propietarios y a unos pocos invitados. Me abrió la puerta una sirvienta, a quien dije quién era yo y quiénes mis amigos.
—Señor Erasmo —su fuerte vozarrón me llegó nítidamente al zaguán donde esperaba—, un señor que parece español viene a visitarle. Dice que se llama Jaime de Garcillán y que es amigo de Catalina Manuel.
—Gracias, madame Coquiel. —La voz me pareció resignada—. Que pase el caballero español.
El humanista se levantó, dejando en el sillón el libro que estaba leyendo, y me saludó afectuosamente. La admiración que sentía por él me había hecho imaginarlo de gran altura, apuesta figura y gesto enérgico. Nada más lejos del frágil hombrecillo que me alargaba una mano pequeña y casi traslúcida, con incipientes signos de artritis, que se redujo aún más, como si fuera ingrávida, cuando la estreché con la mía.
Menudo de estatura, algo encorvado, cabeza pequeña cubierta por un pelo fino de un rubio desvaído, voz apenas audible, labios prietos y sibilinos, nariz aguileña demasiado puntiaguda, piel amarillenta, daba la impresión de un hombre enfermizo, medroso, hipocondriaco. Sin embargo, sus ojos desmentían la primera impresión; me quedé enganchado en ellos, donde parecía residir la grandeza de este gran hombre: azules, pequeños pero muy vivos, irónicos, burlones y cautelosos, que me parecieron capaces de penetrar en la esencia de todas las cosas.
—Bienvenido, amigo mío, los amigos de Caty son mis amigos —me saludó—. ¿Cómo está nuestra buena amiga?
—Maravillosamente. Catalina os tiene en muy alta estima.
—Es una gran mujer, cosa rara… Me da la impresión, amigo mío, de que te encuentras en un buen apuro. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Catalina —mentí— me ha dicho que quizás pudierais recogerme aquí durante un par de días.
—Caty sabe que puede contar siempre conmigo.
Erasmo hizo sonar una campanilla de plata y en el acto entró madame Coquiel, a quien rogó que me preparara una habitación y que colocara un cubierto más para la cena.
—No lo olvidaré nunca, Erasmo. Espero que pueda corresponder a vuestra hospitalidad en Castilla.
—No es probable que vaya a Castilla, pero te lo agradezco igualmente. Te confieso que no me es grata España.
—¿Puedo preguntaros, maestro, qué estabais leyendo cuando tuve el atrevimiento de asaltar vuestra casa? —dije, señalando el libro que había dejado abierto sobre el sillón.
—Es el Collatio Novi Testamenti de Lorenzo Valla, un humanista italiano del siglo pasado que acabo de descubrir y que me tiene deslumbrado. Te confieso que maldije la interrupción, pues fuera cual fuere mi visitante, no podría competir con Lorenzo Valla, pero tratándose de Caty…
—Siento haberos separado tan abruptamente de Valla, de quien, reconozco, no he leído nada.
—Era un genio, látigo de Aristóteles y de la escolástica de Tomás de Aquino. Fundó la filología como ciencia, y con ella probó la falsedad del documento por el que Constantino, el primer emperador cristiano, donaba al papa Silvestre 1 y sus descendientes la propiedad de los territorios de Italia central, los Estados Pontificios. Su atrevimiento, que negaba la legitimidad de tales posesiones terrenales, provocó la ira del papa Eugenio IV, quien le mandó prender, salvándose el humanista de una muerte segura gracias a la protección del rey Fernando de Aragón y de Nápoles, abuelo de Fernando el Católico, que entonces estaba en malas relaciones con el papa.
—Pues sí que es interesante —admití.
—Un genio entre tantos eruditos que no aportan nada y copiones que aportan novedades insignificantes.
Lo que más apreciaba Erasmo en este palacio era la biblioteca, que contenía unos trescientos volúmenes bien elegidos. El palacete estaba prácticamente cubierto por cuadros salidos de afamados talleres de la ciudad, pero Erasmo no era un entusiasta del arte. Le interesaban más los libros; disfrutaba del jardín, donde le gustaba leer durante las horas en que podía beneficiarse de la luz natural, que aprovechaba al máximo, levantándose antes del alba, pero lo que más agradecía era la discreción de los sirvientes, siempre pendientes de lo que pudiera necesitar el ilustre invitado, pero mostrando el divino don de la invisibilidad.
También apreciaba el humanista que el palacio se encontrara algo alejado de la ruidosa ciudad portuaria, que se había convertido en la más populosa de Europa y en uno de sus más importantes centros comerciales y artísticos. No solo nutría de paños a Castilla, Aragón, Portugal, Navarra, los estados alemanes e italianos, Inglaterra, Suecia, Dinamarca y Francia sino también de arte, artesanía y libros que salían de sus imprentas en latín y en las distintas lenguas vulgares.
Lo que buscaba Erasmo no era vida social sino tranquilidad para avanzar en la nueva edición de su libro de proverbios de la antigüedad clásica. Lo que iba a ser un simple opúsculo se había transformado en una serie abierta, en una cosecha interminable de frases y observaciones de los sabios griegos y romanos, que el humanista entregaba a su editor traducidas y comentadas, y que este ponía a disposición del público por entregas. Le asombraba el éxito obtenido en toda Europa por este librito que había escrito como entretenimiento. También le sorprendió el éxito de sus Coloquios, cuyo origen fue la confección de unos apuntes para que le resultara más amena la lección a un alumno al que impartía clases particulares. Lanzado ya a la fama, había arrasado con el Manual del soldado cristiano, un vademécum para conducirse como Dios manda, con sinceridad y sin formalismos.
«No pienses tú luego —recomendaba— que está la caridad en venir muy continuo a la iglesia, en hincar las rodillas delante de las imágenes de los santos, en encender ante ellos muchas candelas, ni trasdoblar las oraciones muy bien contadas. No digo que es malo esto; mas digo que no tiene Dios tanta necesidad de estas cosas. ¿Sabes a que llama Pablo caridad? Edificar al prójimo con buena vida y ejemplo, con obras de caridad y con palabras de santa doctrina».
—Caty es una persona excepcional, tanto que no parece mujer. Es tan admirable que a punto he estado de cambiar, por ella, el concepto que de ellas tengo.
—Que no es muy bueno, según me dijo Catalina —señalé.
—La mujer es, reconozcámoslo, Jaime, un animal inepto y estúpido, aunque agradable y gracioso.
—Muy agradable y muy gracioso, pero de estúpido no tiene un pelo, ¿no exageráis un poco?
—Probablemente… Desde luego no es el caso de Caty. Un día me tiró un plato a la cabeza porque le recordé que Platón dudaba si había que clasificar a la mujer entre los animales racionales o entre los irracionales. La verdad es que no podemos vivir con ellas, pero tampoco sin ellas.
—Pues los curas deberíais absteneros, que sois una competencia desleal. Al menos deberíais poneros sotana… —lo provoqué.
—Me ha dispensado el papa de llevarla…, pero no te preocupes, que prefiero un buen libro a una mujer, pero en fin, volvamos a lo tuyo. Parece que te encuentras en un pequeño apuro.
—Sí, estoy en un apuro, pero bendito sea el apuro que me ha permitido conocer a la gloria de Europa.
—Siéntate, Jaime, y no exageres, por favor. No soy más que un humilde plumífero que se gana la vida como tú, con la diferencia de que yo me dedico a los clásicos y tú a los modernos. Por lo demás, tenemos un oficio similar, el de la divulgación, la técnica de explicar al vulgo con palabras que pueda entender los asuntos importantes.
—Un oficio peligroso, que me ha obligado a pediros refugio, pero comprendo que antes queráis saber a quién acogéis en vuestra casa: me persigue don Juan Manuel, el valido del archiduque, por estimar que conspiro contra él.
—¿Y conspiras, Jaime?
—No exactamente. He puesto mi pluma al servicio del rey don Fernando, pero ello no debería preocupar a su yerno, el futuro rey de Castilla aunque ya sabéis como están las cosas entre ambos. Sé que sois muy apreciado por don Felipe, y comprenderé que me pongáis de patitas en la calle.
—¿Hasta dónde llega tu implicación? ¿Has escrito algo que ofenda al archiduque?
—No he escrito nada, nada en absoluto, ni a favor ni en contra, aunque me propongo escribir lo que está pasando cuando vuelva a Segovia.
—¿Y cómo se puede condenar lo que no está escrito? Aunque no sé cómo me extraño de estas cosas. Yo también he sufrido persecución por mis intenciones, pero no termino de entender qué es lo que ha provocado las iras de don Juan Manuel.
—Pues que el valido ha detenido a Conchillos, secretario de Fernando, con quien hice el viaje desde Segovia hasta Bruselas, y Conchillos sí conspira, al pobre diablo le han atormentado en Villaborda y se ha exculpado, acusándome a mí —expliqué.
¿Y no prefieres que yo aclare las cosas con el archiduque?
—Os lo agradezco, Erasmo, pero prefiero volver a Castilla. Me dicen que el archiduque es un hombre noble, pero al final hará lo que diga el valido, y este me ha tomado inquina.
—Como quieras, amigo. No tengo inconveniente en acogerte de todo corazón, y no te preocupes, que don Juan Manuel sabe la amistad con que me honra Felipe, y no se atreverá a prenderte en mi casa. Yo solo me trato con los clásicos, con muertos, y no me meto en política.
—Es de verdad un honor, pero no me digáis que solo os tratáis con clásicos. Aunque vuestros proverbios sean la obra que ha traspasado las fronteras, también he tenido ocasión de leer opiniones vuestras que muchos considerarán que no son tan inofensivas como los proverbios.
—Solo ejerzo mi oficio de sacerdote de Dios —afirmó humildemente.
—Yo estoy perseguido por la política, pero creo, maestro, que vivimos tiempos en los que las más encarnizadas batallas políticas son las que se refieren a la Iglesia.
Erasmo soltó una carcajada.
—Veo que ya hemos entrado en materia. Tiempo tendremos para arreglar el mundo cristiano, pero entretanto te ruego que me liberes del tratamiento de vos. Somos de la misma edad; tú eres un cronista de reyes y yo un simple cura escribidor…
—… y un látigo implacable que se atreve hasta con el papa —apostillé.
—No es el papa, este siniestro Julio que arderá en el infierno, lo que más me preocupa, ni la plaga de obispos hedonistas. Son más temibles los frailes a los que he desenmascarado. Esos no me perdonan.
—Se pueden perdonar todas las ofensas, pero no el ridículo, y te has reído a conciencia de todos, incluso de muy sabios teólogos —interrumpí de nuevo, usando el tuteo con sensación de irreverencia.
—Nunca con nombres y apellidos. Lo que no me perdonan es que llame al pan, pan y al vino, vino. Lo que no toleran los pedantes es que explique las cosas que tanto importan con sencillez y que me ría un poco de la retórica vana. Se escandalizan de que me muestre partidario de que la Biblia se traduzca a las lenguas vulgares, de que cada cual rece en su habla y de que lo mismo se haga con la misa, que se conviertan las retahílas de viejas en palabras sentidas y con sentido. Como ves, nuestros oficios son similares, por lo que no debería haber diferencias de condición entre nosotros. Además ambos somos buenos amigos de Caty. Llámame Desiderio, que es el nombre de pila que he adoptado. Así me llama Caty, una chica ciertamente…
—Maravillosa…-No podía evitar completar las frases del roterodamense.
—Bien, bien —rio de nuevo Desiderio, esta vez con cierta indulgencia—, pero antes de estrujarnos las meninges convendría que cenáramos un poco.
—No te puedes imaginar, Desiderio, lo que llevo comido hoy.
—No importa. Como viajero sabrás que hay que comer, beber y mear siempre que tengas oportunidad, y mucho más cuando te persiguen. —Erasmo rio de nuevo.
—Parece que no os tomáis muy en serio mi persecución.
—No vuelvas al «vos», por favor. Claro que me la tomo en serio, pero insisto en que estoy en condiciones de garantizar tu protección. El privado de don Felipe es todopoderoso, pero solo un valido, y el archiduque me estima como a un hermano, no se atreverá a arrancarte de mi custodia.
—Pues bendito seas, Desiderio Erasmo de Rotterdam, soldado de Dios y escudo de pecadores.
—Vamos, pues, a tomar algo, que madame Coquiel ya habrá puesto la mesa. Tienes que contarme muchas cosas.
—Lo haré con gusto, pero tendrás que corresponder sometiéndote también a mi insaciable interrogatorio. No olvides que soy cronista y, sin falsa modestia, de los buenos.
Madame Coquiel, familiar de los Van de Walle, que cuidaba el palacio en ausencia de los dueños, nos había preparado, como había pedido Erasmo, una colación ligera, y pronto volvimos a la biblioteca donde nos acomodamos junto al fuego. Erasmo me acercó un carrito bien surtido de licores.
—En la casa de los Van de Walle nunca faltan los reconstituyentes del espíritu y del cuerpo. Yo necesito vino para calentar mi fría sangre de pez, pero, como ves, hay también otras bebidas saludables, y no falta el jerez.
—Me apunto al vino de mi tierra.
—Bien, Jaime, tendrás que abrir tú el fuego, que ardo en deseos de saborear tu singular aventura.
A ello me dediqué desplegando las habilidades del oficio, Erasmo me escuchaba atentamente, asintiendo de vez en cuando y moviendo la cabeza negativamente en otras ocasiones. Dejé pasar la primera negativa sin comentario, pero la segunda vez que giró la cabeza de derecha a izquierda me callé abruptamente, mirándole suspicaz. No sabía a ciencia cierta si el de Rotterdam dudaba de mi palabra o lamentaba la actuación del narrador. Erasmo no tuvo dificultad para interpretar mi silencio.
—No te ofendas, querido Jaime, que ni dudo de tus palabras ni afeo tu conducta.
—¿Entonces?
—Simplemente que, en algunas cosas, yo tengo otra perspectiva, lo que es natural, pues aunque no me meto en política, podría decir que estamos en distinto bando. Tú estás al servicio de Fernando, y a mí este hombre me merece un respeto relativo.
—Pues es Fernando el Católico, la primera espada de Cristo —repliqué algo sarcástico.
—Es el título que le dio vuestro paisano Alejandro VI, el papa Borgia. Tu rey no me parece el Católico, y, si me apuras, ni siquiera un rey católico. Es más, si me aprietas un poco más, te diré que España no es en realidad un país católico, ni siquiera cristiano. Como te dije antes, no me agrada España. Encuentro en este reino un fondo de judaísmo no asumido, de religiosidad meramente ritual, que me irrita.
—Pues no seré yo quien te apure más, aunque me gustaría que desarrollaras tu tesis. En cambio, admirado Erasmo —le devolví la ironía—, Felipe, además de Hermoso, os parece un santo varón.
—¿Sabéis quién le puso el adjetivo?
—Ni idea.
—Fue en noviembre de 1501, cuando los archiduques pasaron por Francia en su viaje a Castilla para ser proclamados Príncipes de Asturias, naturalmente, los príncipes tuvieron que rendir pleitesía a Luis XII, que se encontraba en su palacio de Blois. Cuando entró Felipe en el salón del trono, y tras hacer tres profundas reverencias que dejaron al rey algo perplejo pero encantado, este exclamó: ¡Voilá un beau prince!
—Precioso. Fernando no os parece católico, pero, insisto, calificáis al Hermoso, al beau prince, con los títulos más preciados.
—Primum vivere…, querido Jaime —sonrió maliciosamente el humanista—, aunque no domines el latín, eso lo entiendes tan bien como yo, y parece que lo practicas mejor.
—Primum vivere deinde filosofare, que decía Aristóteles, hasta ahí llega mi latín. No seré yo quien te lo reproche, que sé que Felipe ha sido muy generoso contigo, por el panegírico que le hiciste para celebrar su triunfal vuelta de España y que leíste sin sonrojarte en su presencia el pasado día de reyes. Te pagó cincuenta libras…
—Esta Caty… —me interrumpió Erasmo— no debería ser tan indiscreta, pero entonces no sería mujer. Si quieres saberlo todo, te diré que a partir de entonces cobro un sabroso subsidio anual.
—Fernando me paga mucho peor. Es un tacaño radical. Insisto, Desiderio, en que no te reprocho nada; faltaría más.
—Mira, Jaime, me gustaría explicarme, lo que exige algo más de borgoña y un poco de paciencia por tu parte.
—Pues adelante, maestro, que una vez que has garantizado mi seguridad de forma tan efectiva y confortable, no tengo prisa. Adivino que esta noche vamos a dormir poco.
—Tenemos toda la eternidad para dormir, querido amigo. Yo nunca duermo más de tres horas. Parece que mi cuerpo, que apenas uso, no necesita más. Disfrutemos de la conversación, que es el más refinado de los placeres, como han entendido los mejores hombres desde Adán y Eva… y nosotros somos humanistas, aunque a veces parezcamos poco humanos, unos seres extraños venidos de otros planetas o de otros tiempos. Mañana, en el barco, quizás no tengas la misma oportunidad de charlar con gente cultivada. No creo que los marinos vascos…
—En eso sí estamos de acuerdo. Ambos somos humanistas, y tú la luz del humanismo —le adulé.
—No me halagues más de la cuenta que ese es mi punto flaco. En lo intelectual, claro está; en las cosas corrientes, en el día a día, en el trato con mis semejantes, soy un pobre hombre como los demás mortales, quizás peor que los demás. Primero te aclararé lo de Felipe y también mi presencia en un palacete como este, a pesar de las críticas que voy esparciendo sobre abades, superioras, arcedianos, obispos, y cardenales, sin salvar al papa por su hedonismo y su amor desmedido a las riquezas.
La verdad es que yo me lo estaba preguntando, pero no me sentía digno de recibir en confesión al gran hombre. Inicié un gesto que expresaba mi pensamiento, pero el roterodamense me cortó en el acto, no necesité decirle que no era yo quién para juzgarle, que no tenía por qué darme explicaciones, y que bastante agradecido me sentía por su hospitalidad, pero mi anfitrión tampoco necesitó más que un gesto para hacerme notar que quería explicarse, que necesitaba hacerlo y que no le contrariaba que su interlocutor, convertido en confesor de emergencia, fuera un extranjero, un castellano aunque de mente abierta. El de Rotterdam debía considerarme un humanista como él, lo que me llenaba de orgullo, como si hubiera ingresado de su mano en la ciudad de los librepensadores.
—Escucha, Jaime —Erasmo inició su confesión general por el principio—. Mi nombre de pila no es Desiderio Erasmo sino Geert Geertsen, o como algunos me llaman Gerrit Gerritszoon que quiere decir Gerardo, hijo de Gerardo. Mi padre era cura y mi madre, su ama de llaves.
El monólogo consumió un paquete de grandes velas de cera. El silencio con que le escuchaba era más que silencio. Tragaba saliva con miedo de interrumpirle y hasta modulaba la respiración. Erasmo dedicó pocas palabras a su familia, de la que intuí se avergonzaba. Su cambio de nombre, que parecía atestiguarlo, me había parecido un tanto retorcido, Guerrit —Gerardo en castellano—, que era el nombre de pila puesto por sus padres, procede de la palabra holandesa Geeren, que significa deseo, que traducido al latín se transformaría en desiderare y en griego en eraomai, así que, mezclando ambas versiones, le dieron el Desiderio Erasmo, al que añadió el lugar más conocido próximo al pueblo en que nació, Rotterdam. El nombre hacía al nuevo hombre, Desiderio quiere decir «deseado», lo que no está nada mal para un humilde seminarista.
Sus padres habían muerto durante una violenta epidemia de peste que se declaró en 1483, cuando Erasmo tenía diecisiete años, y Gerardo no vio que ofendiera a nadie convirtiéndose en Desiderio, el Deseado. Ahora —calculé rápidamente— mi anfitrión tenía treinta y nueve años. A los veintiuno sus tutores, sobre los que mi anfitrión había cubierto un tupido velo, se lo quitaron de encima, ingresándole en el monasterio agustino de Steyn, un frío centro de disciplina agobiante, pero que tenía la mejor biblioteca de los países que integraban el rompecabezas borgoñón. En 1492, con veintiséis años, es ordenado sacerdote y abandona el monasterio de Steyn tras conseguir que el obispo de Cambray, Enrique de Bergen, que proyectaba permanecer algún tiempo en Roma, le reclamara como secretario por sus conocimientos de latín, lo cual le permite codearse con la mejor sociedad. Finalmente el obispo no hizo el viaje, pero su secretario consiguió una beca, escasamente dotada para que estudiara teología en París.
Era tan miserable la bolsa que Erasmo se refería al obispo como su «mecenas al revés». Tuvo que acogerse al régimen de pobres del colegio de Montaigu, en el barrio latino, donde sufrió las mayores penurias, él, que se había acostumbrado a comer a la mesa del obispo y a dormir en sus palacios. Su celda estaba demasiado cerca de las letrinas, y temía que se lo llevara la peste como a sus padres.
Le había quedado de aquel siniestro colegio un recuerdo de suciedad y hambre, de pescado y huevos, con frecuencia podridos, una experiencia sobre la que escribiría en alguno de sus coloquios: «¿Vienes de Montaigu?». «Sin duda el laurel corona tu cabeza». «No, los piojos». Se había jurado acabar con todo aquello cuanto antes. En 1500 se doctora en teología por la Universidad de Turín. Dominaba el latín, lengua común de la clase culta, y el griego, conocido solo por la cultísima. Disponía de una pluma bien cortada, y rompió a escribir. Su primer libro fue el Antibarbari, al que siguieron otros construidos con la técnica socrática del diálogo. El que le dio la fama, situándole en el primer plano entre las celebridades fue el Adagio, un florero de proverbios clásicos que publicó en Francia y del que agotó diez ediciones en cinco años, desde 1500, en que vieron la luz por primera vez, hasta mayo de 1505, la fecha en que tenía lugar esta conversación. Así que decidió seguir cosechando flores griegas y latinas mientras escribía libros más consistentes. Acababa de salir de la imprenta el Manual del soldado cristiano, que le había prometido traducir al castellano su amigo y discípulo el arcediano del Alcor. No le sonrojó constatar que se estaba convirtiendo en el hombre de moda, pero se sonrojó al reconocer que enviaba sus libros a nobles y ricos con dedicatorias en las que les pedía dinero con la mayor elegancia de la que era capaz, así como cartas elogiosas y panegíricos a cambio de lo mismo.
—Es la única forma de sostener mi libertad —admitió el humanista—. Escribo lo que pienso sin casarme con nadie, ni con el papa, ni con el emperador, ni con los reyes, ni con los obispos, y para conseguir esa libertad reparto unas cuantas cartas elogiosas. Créeme que no me mueve la avaricia ni la gula, aunque no estoy seguro de resistir la soberbia. Cuando tengo un poco de dinero me compro libros, y si sobra algo, adquiero ropa y comida.
—Maestro, todos tenemos que mantenernos en un ten con ten, unos más que otros, claro está.
—Para serte totalmente sincero, debo confesarte que mi libertad es más cara que la de otros. Necesito buenas casas bien caldeadas, comida higiénica y buen vino, pues soy débil y propenso a todas las enfermedades. Ya no podría volver al convento, aunque me lo reclaman constantemente.
—Necesitáis libertad y buenos alimentos.
—Lo dices con ironía, pero es la verdad. No muchos alimentos, pero sí sanos, y, por favor, libérame definitivamente del vos que empieza a incomodarme.
—Lo digo, Erasmo, con una cariñosa ironía que me aplico a mí mismo —repliqué—. Es lo que me pasa a mí, aunque mi estómago me permite excesos que rara vez puedo sufragar. Vivo de la pluma, como tú, pero yo no puedo escribir tan bien ni tan sabiamente como tú, ni mucho menos con la libertad con que te expresas, ni me puedo ganar la vida enviando elogios a diestro y siniestro. Vivo completamente al día, aunque hasta ahora no ha habido día en que no haya podido echarme algo a la boca. He leído tu ideal de vida en el Antibarbari: una casa sencilla con árboles donde conversar con los amigos, serenidad y armonía.
—Aún no tengo casa, pero sí amigos que me acogen como puedes ver —admitió—. Bien, Jaime, ya hemos charlado demasiado sobre mi aburrida persona. Háblame de las cosas de Castilla, que son más apasionantes.
—En mi tierra se habla mucho de ti, y no sé si sabes que has entrado hasta en los conventos de monjas de Segovia. Allí, no solo en Segovia, sino en toda España, tienes fervorosos adictos, como mi maestro de Salamanca, Antonio de Nebrija.
—Es muy halagador, pero supongo que en Castilla se hablará de alguna otra cosa más.
Le puse al corriente de lo que estaba pasando, de los prolegómenos de lo que amenazaba con degenerar en una guerra civil como la que entablaran Isabel y Fernando frente a Juana la Beltraneja, como la de Pedro 1 el Cruel contra Enrique de Trastámara y la nobleza.
—Te refieres, supongo, a Pedro 1 de Borgoña —rectificó Erasmo disfrutando de la provocación—. Fue el último rey de la casa de Borgoña, hasta ahora, que tendréis la infinita dicha de disfrutar de un hermoso señor de esta tierra.
—Pero no te olvides, Erasmo, que Pedro 1 de Borgoña murió asesinado —observé.
—Esperemos que el regreso de los de Borgoña a tu nación sea más pacífico, pues Felipe no es cruel sino ilustrado y bondadoso. Sin remontarnos tan lejos, observo una diferencia notable con vuestra última contienda civil, la que entablaron Fernando e Isabel contra Juana a la muerte del padre de esta, Enrique IV. Vuestras guerras civiles se convierten en conflictos internacionales, pero en esta última solo intervino Portugal a favor de la desventurada Juana, aviesamente llamada la Beltraneja. Sin embargo, en la que se avecina, si Dios no lo remedia, se está fraguando una amplia alianza internacional contra Fernando, a quien veo cada día más aislado; Felipe cuenta no solo con Flandes, Austria y Navarra sino también con Francia, que no es moco de pavo.
—¿Qué sabes de esa reunión en Hagenau entre los señores de estos reinos? —pregunté, interesado.
—Que el mes pasado se firmó un tratado en forma que pone a Fernando en mala situación —me informó Erasmo—. Lo han firmado Felipe de Flandes, Maximiliano de Austria, Juan III, consorte de Navarra, y Luis XII, rey de Francia.
—No te fíes de estos compromisos entre reyes, que una firma es anulada por otra firma y un tratado por otro tratado cuando les conviene. El viejo zorro puede tener más mañas que el joven león.
—Algún día tendré que escribir sobre cómo debe comportarse un príncipe cristiano para desmontar las inmorales tesis del florentino.
Y aquí acaba mi historia por hoy, mañana será otro día, queridos amigos.
Del castillo de Belmonte al de los condes de Benavente
en Valladolid, en mayo de 1523.
Una conspiración en toda regla.
Pero todavía pasarían muchas cosas antes de que acabara aquel día. No llevaba ni una hora refugiado en la biblioteca cuando un criado se me acercó con sigilo de conspirador, y me entregó un billete con un guiño de complicidad:
—Don Jaime, de parte de don Alonso.
El criado se marchó sin darme más explicaciones. Abrí la carta, aprensivo, y leí:
Querido Jaime:
Las cosas se mueven. Esta noche tendrá lugar una reunión importante en Valladolid, palacio de los condes de Benavente, que supongo no querrías perderte, sin que ello signifique que renuncies a tu meritoria neutralidad. Ya se te ocurrirá algo que decirle a don Juan Manuel para justificar tu ausencia. Un abrazo de tu colega y sin embargo amigo.
ALONSO
Posdata: No dejes rastros.
Quemé la misiva en la chimenea y me redirigí a la sala de juegos, donde se encontraba don Juan Manuel con las Catalinas, esposa e hija. No me entretuve en preámbulos y les expliqué que creía saber dónde encontrar a Alonso, y que tal como me había pedido don Juan Manuel, quería prevenirle y llamarle a la prudencia. Pasaría, pues, la noche fuera, y vendría al día siguiente cuando me fuera posible.
—Espero que puedas convencerle, Jaime, y que todo termine en paz. ¿Necesitas que te acompañe alguien?
Me salía del alma decirle que sí, que necesitaba a su hija, pero me pareció fuera de lugar, así que agradecí la oferta y le dije que prefería ir solo, los tres me desearon un buen viaje, y salí escopetado en el caballo que me había dejado mi anfitrión, con quien ya tenía gran familiaridad. Me refiero al caballo.
Era un hermoso día, con nubes que no barruntaban lluvia. El campo dorado me hacía sentirme con el alma en paz. Eran las cuatro de la tarde y todavía podía disfrutar de unas horas de luz natural y de tiempo para que se fueran sentando las desordenadas ideas que bullían en mi cabeza. ¿Cómo era posible que Alonso hubiera pasado de perseguido a invitado en el palacio de uno de los nobles más poderosos de Castilla? Con Alonso todo era posible, pero aun así… Solo podía significar que el emperador no tenía suficientemente asentada la corona del reino, y que el partido de su hermano el infante don Fernando tenía algunas posibilidades. También significaba que no se contaba con don Juan Manuel, ni con Villaescusa. No me sorprendía tanto la marginación de Fuensalida, pues sabía que se encontraba en retirada, pero sí la ausencia del obispo de Cuenca, siempre preparado a pesar de sus años para cualquier intriga que pudiera beneficiarle. La convocatoria de las Cortes de Valladolid que Carlos 1 acababa de firmar, que se celebrarían el 10 de julio, podía haber precipitado los acontecimientos.
Durante todo el camino fui dando vueltas a estos interrogantes, que no podía resolver pero que avivaron mi celo profesional. Sin darme cuenta había ido estimulando la velocidad de mi cabalgadura al ritmo de mi excitación. El camino se me había hecho corto y en menos de lo que esperaba me encontraba ante el impresionante palacio que los condes de Benavente habían culminado tras numerosas dificultades; les costó mucho dinero y un alarde de persuasión superar la oposición del vecindario y de los regidores de la ciudad, orgullosos de su condición de realengo, temerosos de que los Pimentel, como los denominaban, quisieran edificar semejante fortaleza con la intención de convertir a Valladolid en feudo suyo.
Conocía la historia: el cuarto conde, don Rodrigo, padre de Alfonso, el actual, había comprado un enorme solar en 1475 por doscientos cuarenta mil maravedíes al noroeste de la ciudad, en la calle del Puente, donde se encontraba la judería, aunque la construcción la inició su hijo en 1516, pero los regidores paralizaron las obras hasta conocer más detalles sobre las intenciones de los Benavente. Estudiados los planos minuciosamente, vieron que los muros no eran tan anchos, ni las troneras ofensivas sino que servían para dar luz a las bodegas y que no era comparable a la casa del almirante de Castilla, de gruesos muros y una torre concebida para la defensa, y sí similar a la de otros palacios de la ciudad. Los regidores autorizaron la continuación de las obras en 1519, con la condición de que no edificara torre, pero, finalmente, el conde edificó un soberbio torreón cuadrado que estaba a mi vista. Impresionaban sus dimensiones, tanto por su perímetro, que, según creía recordar, no bajaría de las noventa varas por ciento treinta, como por la falta de adornos, lo que le daba un aspecto de grandiosa sobriedad. La única concesión a los alardes ornamentales del exterior en los que solían incurrir otros palacios se situaban en la puerta principal, descentrada en la fachada, a la que me dirigía, en la que destacaba el escudo de fajas y conchas. El portero se hizo cargo de mi jumento y mandó aviso para que Alonso bajara a recibirme, lo que hizo en pocos minutos con un abrazo rompehuesos de su especialidad.
—¿Cómo estás, cronista universal? —me saludó.
—Casi tan loco como tú.
—Esto se pone hermoso, Jaime; ya te contaré. Ahora te acompaño para que rindas el debido homenaje al quinto conde y segundo duque de Benavente, el mayor enemigo de don Fernando el Católico, salvando a don Juan Manuel, pero que ahora parece dispuesto a jugar la carta de otro Fernando, el nieto preferido del rey.
—¿Estás seguro, Alonso?
—Con esta gente nunca puedes estarlo, pero el caso es que asume un riesgo no desdeñable como anfitrión de un encuentro que puede hacer historia.
—La historia se hace sobre cabezas cortadas.
—No seas cenizo, Jaime, que esta vez vamos a ganar.
—¿Y cómo estás tú aquí? ¿Y qué hago yo aquí? Que te conste que estoy encantado, pero no somos los invitados perfectos para que se guarden secretos.
—Yo estoy aquí por Íñigo, el heredero del duque del Infantado, que no da un paso sin hablar conmigo, y tú estás aquí porque les he convencido de tu utilidad como virtuoso de la pluma —me explicó—. Lo que más necesitamos son buenas crónicas, algo de agitación y propaganda. Y hay dinero, Jaime, miles de maravedíes.
Jaime me llevó al despacho de don Alfonso, donde le encontramos escribiendo una carta. El conde dejó la pluma de ave en el tintero, y se levantó deferente.
—Bienvenido, Jaime. Veo que te has podido escapar de las garras de don Juan Manuel.
—Parece que no tendrá vela en este entierro —observé.
—En efecto, Jaime, vamos a hacerle el favor de excluirle, pues su participación no sería buena para él ni para nosotros. Manuel tiene mucho linaje pero poco dinero, y el emperador le mantiene.
—No es el caso vuestro, como puede apreciarse.
—Mi linaje es más corto que el suyo. Procede de 1398, cuando Enrique II concedió a la familia los señoríos de Benavente, Villalón y Mayorga. No desciendo de reyes como Manuel, aunque sí de portugueses de tronío, a los que nunca les faltó la plata, y vivo desahogadamente sin necesidad de cargos públicos —me explicó el conde—. Bien, Jaime, prepárate para la cena. El paje de camas te acompañará a tu alcoba y te proporcionará ropa adecuada para la cena, pues comprendo que has tenido que venir a uña de caballo y ligero de equipaje.
—Vengo con lo puesto, conde.
—Espero que te vayas con algo más. El paje y tu amigo Alonso te acompañarán al cuarto que he dispuesto. Hasta pronto.
Mi amigo y yo seguimos al paje hasta mi alcoba, y en cuanto se cerró la puerta urgí a Alonso para que se explicara.
—¿Quiénes somos los nuestros, Alonso?
—La flor y nata de la nobleza y de las ciudades.
—¿Y se puede saber qué queremos?
—Muy sencillo, hacer un frente común para que don Carlos se estrelle en las Cortes. Importunarle con peticiones que no puede conceder, y armarnos de argumentos para pedir la vuelta de Fernando a Castilla.
—Muy sencillo. Oye, ¿y lo sabe don Fernando?
—Lo sabe —afirmó mi colega.
—¿Quién va a estar en la cena de esta noche?
—Ya te he dicho: la flor y nata de la nobleza y algunos procuradores de ciudades.
—Nombres, Alonso, nombres… —solicité, impaciente.
—Lo veremos en la cena. Se que estarán, además de los anfitriones, el hijo del Infantado y los Villena. En cuanto a los procuradores, creo que vendrán al menos los de Valladolid, Palencia y Toledo. Ahora aséate un poco, quítate el polvo de encima, cámbiate de ropa y baja a la biblioteca, que es una de las mejores de España. Allí te espero para enseñarte el castillo.
La biblioteca, de casi doscientos volúmenes, era digna de la mayor admiración. Destacaban los libros bíblicos y de perfeccionamiento cristiano, pero supuse que era por exhibir respetabilidad. Eran otros los títulos que me llamaban como irresistibles cantos de sirenas, los de los clásicos, los de Tito Livio —hojeé un volumen precioso con cerradura de oro de las Décadas— y los de Séneca, que estaban colocados en lugar preferente junto al de Raimundo Lulio, mostrando la predilección del conde, que yo compartía, junto a otros, sobre los que yo no tenía excesivo interés como los de ajedrez, caza y agricultura. Me atrajo poderosamente un manuscrito de El cortesano de Baltasar de Castiglione, enviado por este al conde, su amigo, para recabar su opinión antes de darlo a la imprenta, y naturalmente los libros de Alfonso X, el rey sabio. No faltaban los de caballería, Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula ni La Celestina de Fernando de Rojas, un libro que yo leía y releía constantemente.
Salí de la biblioteca arrastrado por Alonso, empeñado en enseñarme el resto del palacio que, reconozco, era el más grandioso que yo había visto, un palacio verdaderamente real. Admiramos la elegante concepción de los dos patios que confluían en la escalera principal. Visitamos la capilla en la que no se habían regateado oros ni dorados, la armería vigilada a la entrada por una estatua de Hércules, la sala de juegos donde admiré ajedreces antiguos, algunos venidos desde lejanas tierras del islam, el salón de comedias, la botica… pero lo más envidiable, además de los libros, eran las pinturas y esculturas distribuidas entre salas y pasillos: pinturas del Bosco, Rafael, Tiziano, Juan de Flandes, Durero etc. y esculturas de los dos Berruguete, padre e hijo, de los italianos Fancelli y Torrigiano y de otros reputados artistas. Finalmente recalamos en el mirador de la parte trasera, con hermosas vistas al río Pisuerga y a la Huerta del Rey, donde un criado del conde nos rogó que pasáramos al comedor, pues en breve se serviría la cena.
Antes de sentarnos a la mesa y mientras llegaban los invitados que se retrasaban, la condesa nos invitó a tomar una copa de jerez en el jardín, mostrando una sencillez que disimulaba elegantemente el orgullo que sentía. Nos confesó doña Blanca, segunda esposa de Alonso de Pimentel, que dedicaba muchas horas cuidándolo y notables esfuerzos para conseguir que prosperaran las especies más exóticas. En realidad Blanca de Herrera, hija de García González de Herrera, tercer señor de Pedraza de la Sierra, y de María Niño de Portugal, mostraba una sencillez que contrastaba con el orgullo de su esposo. Sin embargo, la condesa no disimuló su satisfacción al mostrarnos una gruta jalonada de esculturas mitológicas y de allí nos encaminarnos al comedor.
Además de a los condes de Benavente y su hijo Antonio Alonso Pimentel de Velasco, conde de Mayorga, conde de Villalón y señor de Herrera, los anfitriones, identifiqué a Íñigo López de Mendoza y Pimentel, primogénito de los duques del Infantado; al marqués de Villena; a los de Nájera y Treviño; todos los nobles que estuvieron en Belmonte de Campos menos don Juan Manuel. Benavente había invitado también a procuradores de Burgos, Madrid, Palencia, Toledo y Valladolid.
Ya estábamos todos sentados en la mesa según el protocolo asignado, y expectantes, pues una silla permanecía vacía. A los pocos minutos apareció el octavo comensal para sorpresa de algunos y satisfacción mía. Llegaba agitado y pidiendo disculpas mi buen amigo y genial poeta Garcilaso de la Vega, hijo del comendador de León del mismo nombre y fernandista de pro.
—Perdonad mi tardanza, pero he tenido que tomar precauciones para que no se me viera entrar al palacio a una reunión, que espero mantengamos secreta. Debo advertiros que mi presencia aquí es comprometida, pues últimamente cultivo al emperador con el buen propósito de que perdone a mi hermano mayor, el comunero, que vive exiliado en Portugal. Si estoy aquí, lo que la prudencia no aconseja, a pesar de mi simpatía con la misión que nos anima, es por recomendación de mi señor, que desea más información antes de comprometerse en un sentido u otro.
—Queda claro que no estás tú aquí, querido Garcilaso —apreció socarrón el anfitrión—, sino la oreja del duque de Alba, don Fadrique Álvarez de Toledo.
—El duque promete discreción absoluta, aunque no oculta que tras su clara adhesión a su primo don Fernando el Católico hasta la muerte de este es ahora servidor leal del emperador.
—¿Tú crees, Garcilaso, que tenernos alguna posibilidad de alistar al duque en nuestro empeño?
—Insisto en que es leal al emperador, quien le acaba de hacer grande de España, pero simpatiza con el fondo de nuestra idea de que Castilla es cosa nuestra. En la medida en que le convenzamos de que no tratamos de dar un golpe de palacio, sino que don Carlos rectifique, quizás podamos contar con él —explicó Garcilaso.
—Creo que todos los que estamos aquí comulgamos con esa idea. ¿Qué hay de lo tuyo, Garcilaso? —preguntó el conde.
—Es bien conocida mi simpatía por el infante don Fernando —admitió el poeta—, de quien mi padre fue camarero mayor, pero mi hermano Pedro está en mis afectos por encima del hermano del emperador, y lo primero es lograr el perdón de este.
—Es una lástima no tener aquí a Pedro Lasso, que se las tuvo tiesas a don Carlos en las Cortes de La Coruña y en las de Santiago, donde tu hermano encabezó el plante de los procuradores de Toledo.
—Bien caro lo está pagando.
La declaración de Garcilaso había introducido el tema principal antes de lo que la etiqueta exigía: esperar por lo menos hasta el segundo plato. La condesa aprovechó la pausa para informarnos de sus planes para la cena.
—Hemos empezado en el jardín con el jerez y los frutos secos y aceitunas de acompañamiento, pues, como recomienda Battista Platina, nunca hay que echar vino sobre el estómago vacío. Seguiremos con un consomé que lo caliente, unas ancas de rana, unos pichones y las codornices con uvas, coq au vin y pato salvaje adornado con naranjas amargas en pequeñas dosis para no cargar demasiado al principio y que podáis llegar indemnes hasta mi especialidad: el faisán, un plato de reyes.
—¿Quién es ese Battista Platina? —pregunté cuando amainó la cascada gastronómica.
—Era un personaje extraordinario, historiador, filósofo, político y gastrónomo —apuntó la condesa—. En realidad no se llamaba Battista ni Platina sino Bartolomeo Sachi. Murió hace medio siglo pero ha dejado una obra inmortal: El libro de la voluptuosidad honesta y de la buena salud o del bienestar. Platina pasará a la historia por este tratado y no por sus bellas narraciones ni por sus ingeniosas filosofías.
—Es entonces como Arnaldo de Vilanova, teólogo y gastrónomo catalán condenado por hereje en el siglo XIII. —Me resarcí de mi ignorancia sobre Platina con un detalle de erudición gastronómica.
—¿Habrá que aceptar la palabra de un hereje? —comentó la condesa—. Las herejías gastronómicas sí deberían estar perseguidas por la Inquisición.
—Nuestro ilustre catalán —añadí— no propuso ningún plato en especial, pero meditó y se expresó con suma elocuencia acerca de los efectos de la comida sobre la salud.
—Estaba a favor, supongo… —La condesa se mostraba feliz de adorar a un nuevo santo.
—Interesa especialmente su afirmación de que el vino tomado moderadamente es el alimento más saludable, la más higiénica de las bebidas, a la que atribuyó los honores de medicina universal.
—Un gran hombre nuestro catalán. Platina recomendaba beber vino de buena calidad, en cantidad moderada, jamás con el estómago vacío y lo prescribía especialmente para quienes os dedicáis al oficio de pensar. ¿Sabíais que un tercio de los platos se preparan con vino?
—El vino es recomendable para todos.
—En fin, sigamos con nuestro programa. Íbamos por el faisán que será el plato príncipe, con permiso del lechazo, que vendrá detrás y que es emblema vallisoletano.
Un murmullo de satisfacción y protestas hipócritas de que era un banquete excesivo interrumpió a la condesa.
—Bien, pasemos entonces a los postres —continuó la anfitriona.
—¿En plural? —preguntó Villena, con gesto de resignación.
—Naturalmente, no os podéis perder la última novedad venida de las Indias, un pastel de chocolate, ni mis torrijas de coco, ni la tarta de manzana con helado de garrapiñados de Valladolid.
—¡Por favor, señora, tened piedad de nosotros! —rogó el del Infantado.
—No os preocupéis, don Íñigo, que lo rebajaremos con una ensalada de frutas y helado de hierbas aromáticas granadinas, una maravilla mora y los sabañones que ayudarán a bajarnos la cena.
—¿Qué es eso? —volví a mostrar la limitación de mis conocimientos.
—Es un batido de yema de huevo con azúcar, con un poco de vino, muy digestivo.
—Podríamos concluir con una mezcla de zumos de naranja y de limón, tal como recomendaba Leonardo da Vinci para cuando se cena un poco fuerte.
—¿También era gastrónomo el famoso pintor? —pregunté escéptico.
—Antes que genial pintor —se apuntó un tanto el señor de Treviño—, y después de genial pintor y de genial arquitecto y de genial astrónomo y de genial ingeniero, fue el inventor del tenedor de tres púas que facilita el trato con los espaguetis.
—Se ve, Treviño, que eres partidario —observó Pimentel.
—En efecto, Leonardo era un genio genial, y perdonad la redundancia.
—Me parece que este hombre está sobrevalorado, al menos como artista. La Gioconda y La última cena son un hallazgo, desde luego, pero pocas más de sus obras pasarán a la posteridad. Tocaba todos los palillos y nadie puede ser un genio en todo: en arquitectura, en escultura, en música, en ingeniería, en astronomía, en anatomía, en mecánica… Vamos, me parece a mí. —La verdad es que me encantaba contrariar a Treviño, y quizás me pasé un poco en mi juicio sobre Leonardo.
—Lo que tú digas, joven. —Treviño me miró con displicencia.
—De los vinos hablará mi esposo. —La condesa cambió de tercio con maestría en el arte de evitar tensiones en su mesa.
—Me he permitido serviros una selección de mis viñas de Peñafiel que no envidian a los vinos más acreditados de España y del mundo.
La euforia era ya incontenible en ese momento mágico previo al ágape. Los placeres esperaban, la boca se llenaba de saliva y la imaginación anticipaba, mejorando el disfrute posterior, que no sería menor, pero como la imaginación no hay nada. Quizás solo disfrutaríamos de un estadio de perfección superior al que anticipábamos cuando los vinos prometidos hubieran hecho su divino efecto. Tras ingerir las ancas de rana, el conde reanudó la conversación, resumiéndonos el objeto de la convocatoria, que no era cenar opíparamente.
—Os he rogado que os dignaseis compartir mi mesa con el ánimo de que nos coordinemos para las Cortes de Valladolid fijando claramente las peticiones que respetuosamente elevaremos a don Carlos… Lo primero sería…
—Lo primero es que nos dirija la palabra en castellano —gritó el procurador por Burgos.
—En eso estamos de acuerdo —aceptó Benavente—, pero yo iba a decir que lo primero que tiene que hacer, además de hablar castellano, es devolver a los flamencos a Flandes y a los alemanes a Alemania y que seamos los castellanos los dueños de los cargos.
—Y que el emperador viva en España —insistió el de Burgos.
—En eso también estamos de acuerdo.
—Y que se deje de aventuras imperiales que pagamos los de siempre —terció el procurador por Toledo, Gutierre de Guevara.
—Ese es el asunto fundamental —apoyó el representante de Valladolid—. ¡Que ya está bien de guerras ajenas a nuestra costa! Este es el asunto central, como digo, pues a lo que viene el emperador es a pedirnos dinero, que es el punto primero de estas Cortes. Eso, señor conde, ya veo que os deja frío, pues vosotros los nobles no pagáis un maravedí. Solo pechamos los villanos.
—Así ha sido siempre, y es natural que así sea, pues los grandes hemos cedido nuestros privilegios ancestrales en beneficio del rey y aportamos los ejércitos cuando los necesita.
—Ejércitos que pagan vuestros vasallos.
—Mira, Valladolid, no vamos a cambiar el orden de las cosas, pero hay asuntos en las que podemos apoyaros. En primer lugar en que las alcabalas sean razonables.
—Y hay que conseguir también —añadió Guevara— que se nos libere de la obligación de prestar posada y ropa a la corte, a toda esa patulea que acompaña al rey.
—Lo que resulta intolerable es que su alteza nos prive de la libertad de voto —apuntó el de Segovia.
—¿Cómo es eso?
—Pretende el rey que nos obliguemos a aceptar el pago de cuatrocientos mil ducados que necesita para luchar contra el francés y contra el turco y, si no lo hacemos, amenaza con quitarnos las credenciales. De hecho, en la carta de acreditación se nos dice que no tenemos más remedio que votar el servicio de impuestos que el rey ha decidido.
—¡Qué barbaridad! —se indignó el del Infantado—. En eso también podemos ponernos de acuerdo, por justicia y dignidad, pero también porque afecta a la constitución de estos reinos, de los que la nobleza debe ser garante.
—Os leo el párrafo infamante: «consentir y otorgar en nombre de esta dicha ciudad y de estos dichos reinos, juntamente con los procuradores de ellos, cualquier servicio o servicios de que sus altezas quisieren ser servidos de esta dicha ciudad y de estos dichos reinos y señoríos si de su parte os fueren pedidos…».
—¡Qué barbaridad! —reiteró don Íñigo.
—¿No sería conveniente plantear una moción para que el infante don Fernando resida en España? —apuntó el de Treviño.
—Creo que todos simpatizamos con el infante, que es de natural sencillo y amistoso, aunque no por ello menos valiente, y lo preferiríamos a este césar que nos ha caído, tan envarado y con la cabeza empecinada en costosas glorias que ni nos van ni nos vienen —dijo el de Burgos.
—En efecto —apoyó el procurador por Madrid—, el infante don Fernando no es tan propicio a las guerras como su hermano, y por tanto nos saldría más barato, pero la realidad es la que es, y Carlos 1 es el rey legítimo, y solo nos queda aceptarlo y conseguir que se respeten nuestras propuestas.
Disfruté mucho en esta cena, tanto por los manjares que nos sirvió la condesa como por la viveza de la conversación y la firmeza de las decisiones que se adoptaron tras un esfuerzo por conciliar las posiciones de nobles y procuradores. La sobremesa se prolongó duran te horas en un clima cordial no exento de vehemencia y concluyó cuando, puestos todos en pie, juramos cumplir los respectivos compromisos.
Los procuradores harían escasas y muy medidas alusiones al infante don Fernando y ninguna a los comuneros, pero se dejarían claros al rey los asuntos en los que las Cortes no cederían, como la plena libertad de voto, el aprendizaje por parte de Carlos 1 del español, su residencia en España, que los cargos solo los ocuparan los súbditos españoles, que se prohibiera la salida de España de los ducados de oro como medida más efectiva que bajará la ley del metal que, sin embargo, no se excluía, a petición del procurador de Madrid, entre otras medidas.
También presionarían con firmeza para que se alterara la minuta del día, y en lugar de empezar votando el servicio de impuestos reclamados por el rey para pasar después a las peticiones de las ciudades, se hiciera al revés como en las Cortes de Aragón. Primero debían satisfacerse las demandas de los ayuntamientos, y solo después se aprobaría el servicio de impuestos extraordinarios. Los procuradores no se dejarían intimidar, contando con que los nobles se situarían en las proximidades de Valladolid con sus tropas con el pretexto de realizar juegos de guerra. Todos nos fuimos muy contentos a la cama, y Alonso y yo acordamos vernos a la mañana siguiente para pergeñar los escritos a los que nos comprometimos: un elogio del infante don Fernando, otro en el que se requeriría al césar que permaneciera en España, nombrara cargos españoles y aprendiera castellano. En ambos se pedía a la ciudadanía que apoyara a sus representantes en las Cortes de julio.