12

Una visita amenazante

Undécimo día en Belmonte.

Refugiado en la biblioteca del castillo, rememoro mis últimos días en

Bruselas en 1505, la persecución a que fui sometido y mi precipitada huida.

Mayo de 1523.

Lo que escribo a continuación es solo para tus ojos, querido lector a quien he prometido no ocultar nada. Espero que sepas apreciar, amigo quizás inexistente, la confianza que deposito en ti y de quien espero comprensión, si es que no puedes aprobar mi conducta.

Don Juan Manuel tenía una visita y yo un problema. Desde mi alcoba observaba inquieto la llegada de un coche con el escudo de los marqueses de Denia, del que descendían don Bernardo de Sandoval y Rojas, segundo marqués de Denia y primer conde de Lerma, y su hijo Luis, los carceleros de doña Juana. Don Juan Manuel les saludó afectuosamente y los tres se dirigieron al despacho del señor de Belmonte. Yo ya había desayunado, y me ocupaba de escribir lo que el lector ha podido leer acerca de la última sesión protagonizada por el embajador don Gutierre Gómez de Fuensalida y contrapuntada por nuestro anfitrión. Entendí que aquella visita tenía que ver con la que nosotros hicimos a la reina, y que tendría consecuencias.

El castillo parecía a esas horas todavía tempranas un remanso de paz pero mi inquietud crecía por momentos. Dejé el recado de escribir y, por hacer algo, me puse a ordenar mi baúl, lo que enseguida me pareció un gesto inútil, pues si era preciso huir tendría que hacerlo a escondidas y sin equipaje, pero seguí guardando minuciosamente mis pertenencias por la necesidad que tenía de hacer algo. ¿Sería conveniente hablar con el obispo Villaescusa? Nada tenía que perder con ello, aunque mucho me temía que no solucionaría nada. Mejor buscar a Cata, pero a aquella hora no era aconsejable dirigirme a sus aposentos, adonde no podría llegar sin ser observado por algún criado o por doña Catalina, su vigilante madre. Quizás lo mejor fuera esperar a que Cata me buscara, pero pensé que ella tendría los mismos motivos para no venir a mi cámara que los que yo consideraba para no acceder a la suya, así que me dirigí a la biblioteca, uno de los lugares de encuentro del castillo al que Cata gustaba retirarse. Bajé las escaleras de dos en dos e irrumpí en la sala como si me fuera la vida en consultar sus volúmenes. Estaba vacía pero me pareció el mejor lugar para esperar… lo que fuera. Eché una ojeada a los libros del señor de Belmonte, donde reconocí los que había admirado en su despacho del palacio bruselense hacía dieciocho años y algunos más que mostraban la curiosidad universal del anfitrión. Me lancé sobre una copia manuscrita de El príncipe de Nicolás Maquiavelo que este había enviado a don Juan Manuel, rogándole que le diera su opinión, y que no hiciera copias del mismo, pues no estaba seguro de si la daría a la imprenta. Empecé a leerlo fascinado, pero no pude pasar de la hermosa aunque pedigüeña dedicatoria a Lorenzo II de Medici, hijo de Lorenzo el Magnífico, a quien Nicolás, caído en desgracia tras la caída de la república y la restauración de los Medici en 1512, pedía protección, tratando de que se olvidara su compromiso con el periodo republicano.

Maquiavelo, que escribió el librito entre col y col, retirado en su finca de San Casciano, era un superviviente como yo y, aunque no podía negarse que amaba la libertad sinceramente, odiaba a los perdedores, y los republicanos, con Soderini a la cabeza, habían perdido la batalla. Maquiavelo consiguió sus propósitos y en 1520, con el cardenal Julio de Medici en el poder, recuperó su antiguo puesto, aunque esta vez al servicio del purpurado tirano.

«Los que desean alcanzar la gracia y favor de un príncipe —iniciaba Maquiavelo la dedicatoria de su pequeño gran libro— acostumbran a ofrendarle aquellas cosas que se reputan por más de su agrado, o en cuya posesión se sabe que él encuentra su mayor gusto. Así, unos regalan caballos; otros, armas; quiénes, telas de oro; cuáles, piedras preciosas u otros objetos dignos de su grandeza. Por mi parte, queriendo presentar a vuestra magnificencia alguna ofrenda o regalo que pudiera demostraros mi rendido acatamiento, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea más cara, ni que tenga en más, que mi conocimiento de los mayores y mejores gobernantes que han existido. Tal conocimiento solo lo he adquirido gracias a una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad, y merced a una continuada lectura de las antiguas historias. Y luego de haber examinado durante mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y meditándolas con seria atención, encerré el resultado de tan profunda y penosa tarea en un reducido volumen, que os remito».

Más allá de mi juicio moral y político yo admiraba y sigo admirando el estilo del florentino, que coincidía con el que yo trataba de aplicar a mis crónicas. «No por ello —proclamaba Maquiavelo— he llenado mi exposición razonada de aquellas prolijas glosas con que se hace ostentación de ciencia, ni la he envuelto en hinchada prosa, ni he recurrido a los demás atractivos con que muchos autores gustan de engalanar lo que han de decir, porque he querido que no haya en ella otra pompa y otro adorno que la verdad de las cosas y la importancia de la materia».

En esto no podía estar más de acuerdo, pero volví a colocar el pequeño libro en su nicho, y seguí ojeando títulos mientras mi espíritu viajaba en el tiempo dieciocho años hasta la primavera de 1505, cuando me encontré por primera vez con Catalina Manuel en el despacho de su padre, el valido de Felipe el Hermoso. Había sido don Juan Manuel quien me había indicado que visitara a su hija para que me informara de la ceremonia de coronación de Felipe y Juana en Santa Gúdula, con cuyos datos debería escribir una crónica.

Cata me hizo un retrato muy vivo de la ceremonia en el despacho de su padre, una sala espaciosa y bien caldeada donde observé que los libros ganaban a los cuadros y tapices, a diferencia de lo que acostumbraba a ver en otros palacios.

—Mi padre los devora.

Me había levantado de la mesa camilla en la que tomara notas y observaba con ojo de experto, y no sin envidia, cada uno de los volúmenes, todos ellos encuadernados con maestría. Cata se puso también en pie, acercándose a mí más de lo estrictamente preciso mientras yo leía los lomos y la lluvia golpeaba en los cristales, tranquila y persistente.

—No falta ni uno solo del infante don Manuel, vuestro ilustre antepasado.

—Por supuesto. Es el orgullo de la casa y el dios particular de mi padre que venera a nuestros antepasados como a dioses —afirmó Cata.

—Una devoción que no pareces compartir —deduje.

—Te equivocas. Admiro al infante, y le querría más si mi padre no me hubiera hecho aprender sus libros como el catecismo. Ahora me interesan otras cosas.

—Comprendo la devoción de tu padre, que quizás se deba más a su vida que a su obra, posiblemente un tanto anticuada en la forma, pero te reconozco que los consejos que ofrece al conde Lucanor su consejero Patronio siguen vigentes, y a mí me han sido útiles, salvando las distancias.

—Dices bien, pero aparte del mérito de sus obras, el infante tenía todo lo que desea mi padre: alcurnia, dinero y poder.

—¿Y mujeres?

—Menos. Con mi madre tiene de sobra —admitió ella.

Ambos soltamos una carcajada mientras yo ojeaba un volumen encuadernado en cuero y oro del Conde Lucanor.

—Vuestro antepasado fue un personaje envidiable: nieto de Fernando 111 el Santo, sobrino de Alfonso X el Sabio…

—Y lo que es más envidiable, su padre, el duque de Villena, se murió pronto y le dejó una inmensa fortuna y muchos títulos.

—Estás de broma.

—Un poco. Mi padre sueña con la época del infante, tiempos de caballeros cuando las batallas se entablaban cuerpo a cuerpo y cuando el valor personal era lo importante. En las de hoy apenas se ve al enemigo y la victoria se obtiene con la artillería y las fortificaciones. Mi tatarabuelo era el primero en la equitación, en la caza y en la esgrima, y, además, sabía latín y escribía divinamente.

Comprendía la admiración de Cata. El infante fue, en efecto, un personaje formidable. A los doce años luchó contra los moros que atacaban desde Granada y Murcia. Ostentaba más poder que el rey; sostenía un ejército permanente de mil caballeros y llegó a acuñar moneda propia. Se casó tres veces y emparejó a sus hijos con la realeza. Tanto poderío provocó la envidia de los reyes. Fernando IV intentó asesinarle, Alfonso XI intentó ganárselo, y le pidió la mano de su hija Constanza, pero el monarca la repudió y la encerró en el castillo de Toro.

—Veo aquí muchos libros de historia y de política —constaté.

—A diferencia de nuestro tatarabuelo, mi padre debe trabajar. Es con la política con lo que se gana la vida y saca provecho de las biografías y de los libros de viajes —me explicó Cata.

—Veamos… Hombre, aquí tenemos las semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán.

Cata y yo nos quitábamos, entusiasmados, los libros de las manos y la palabra de la boca.

—Aquí están los de viajes, mira el de La embajada a Tamorlán, las Andanzas y viajes de Pero Tafur… —enumeré.

—Sin faltar los de caballerías como el inevitable Amadís de Gaula —añadió Cata.

—¿Qué te parece, Cata, si me convidas a un vaso de borgoña para desintoxicarnos de tanta cultura?

—Una sabía idea, que ya va siendo la hora del almuerzo, pero si esperas un poco lo tomamos con mi padre, que está al caer, pues no le parecería bien encontrarme libando con un espía de Fernando.

—No digas eso ni en broma. Pero ¿tu padre no estaba en Cambrai?

—Lo estaba, pero ya ha vuelto. Ha sido un viaje rápido para encontrarse con el emperador antes de que… —Cata se cortó, temiendo cometer una imprudencia.

—Antes de salir para Castilla —completé yo la frase.

—He hablado más de la cuenta.

—Vamos, Cata, que tú y yo tenemos que estar en un mismo bando, en el de Castilla.

—Sí, pero bien sabes que ancha es Castilla…

—Y muy estrechos quienes quieren gobernarla —añadí yo.

—Unos más que otros, amigo Jaime.

—¡Qué fácil era todo cuando tanto montaba Isabel como Fernando!

—El problema es que ahora este quiere montar solo… y mi señor padre hará todo lo posible para descabalgarlo, pues estima que el Católico se ha merecido un buen descanso, y que ahora es el momento del Hermoso.

—Y de doña Juana, ¿no es así?

—Me da mucha pena como la trata el archiduque, pero ¿cómo va a reinar Juana?

—De la mano de su padre Fernando, a quien parece que quieres retirar demasiado pronto.

—Hablemos de otra cosa… —propuso Cata.

—¿De amor?

—De amor. ¿Te espera alguien en Segovia?

—Esperarme, lo que se dice esperarme, no sé bien, pero allí tengo una buena amiga.

—¿Soltera, casada o…? —curioseó.

—Monja. ¿Te escandalizas?

—No, por Dios, a mí medio me tira los tejos Erasmo de Rotterdam, un cura singular. Hemos empezado por los clásicos y no sé dónde terminaremos, aunque la última vez que nos vimos la cosa no terminó muy bien. Los papas dan ejemplo. Alejandro VI, fecundo en hijos de la carne y Julio II, nuestro papa actual, con una hija que por cierto está a punto de casar con un Orsini, y además parece que le da a pelo y a pluma, al menos eso dice Erasmo, que lo considera un anticristo en un opúsculo divertidísimo que está escribiendo, un diálogo entre el papa Julio II y san Pedro, quien a la muerte de aquel le cierra las puertas del cielo por simoniaco, perjuro, ladrón, lujurioso, borracho, sodomita, pederasta y asesino.

—Espero no perdérmelo —afirmé—. El papa julio ha dejado como un santo a nuestro paisano Alejandro VI, Rodrigo Borja, a quien Dios haya perdonado en su infinita misericordia. Parece como si el Espíritu Santo se hubiera tomado unas largas vacaciones.

—No creo que mi buen amigo Erasmo llegue a publicar su diálogo, aunque ya tiene título: Julio II excluido del reino de los cielos. Pero si lo hace, le diré que te haga llegar un ejemplar, previo pago naturalmente. Asegura que las iniciales «PM» de la bandera papal no indican las de «Pontífice Máximo» sino las de «Peste Máxima».

—Pues me han dicho que es un modelo para Maquiavelo, como el hijo de Alejandro VI, César Borgia —añadí yo, aludiendo, un poco picado, a mi amistad con Maquiavelo, ya que Cata presumía de la que cultivaba con Erasmo.

—Y como nuestro rey don Fernando, pero no es lo que se espera de un papa, asegura Erasmo —y dale con Erasmo, pensaba yo molesto—, que nuestro pontífice, un Della Royere como sabes, eligió el nombre de julio II en homenaje a Julio César a quien trata de imitar en todo, en la guerra, en la política y en el amor.

—No me sorprende —admití yo—. Julio César acuñó una máxima inspirada en unos versos de Eurípides: «Si se ha de violar el derecho por el reino/ se ha de violar/ en las demás cosas observa la religión». Como dice Maquiavelo, el fin justifica los medios, y la virtud es para ser observada por los ciudadanos de a pie, pero no por los príncipes que solo deben mirar el bien de sus estados. Con tan altas miras se pueden cometer las mayores tropelías. —Había sido capaz de traer a la discusión al mismísimo César.

—Hay que reconocer que nuestro pontífice Julio es un gran guerrero, un caudillo implacable, pero también un gobernante cruel y un cristiano lamentable.

En realidad Cata se quedaba corta en su juicio. Por conquistar territorios julio no dudó en pasar a cuchillo a mujeres, ancianos y niños; excomulgó a quienes se le oponían, llegando al extremo de excluir de los sacramentos a todos los ciudadanos de las naciones que no se le rendían. Todos los venecianos fueron expulsados de un plumazo del seno de la Iglesia, hasta los niños de pecho.

—Sabes lo que te digo, Cata, que es cierto que ha utilizado la excomunión como un arma para la conquista, pero más vale ser excomulgado que ser pasto de la hoguera como hace nuestra Santa Inquisición.

—En eso estamos de acuerdo, Jaime, y en eso estoy con Felipe, que quiere suprimirla.

—No podrá, pero, en fin, Cata, parece que estamos de acuerdo en algunas cosas. Espero que podamos discutir sobre otras muchas.

—Tú sigue con tus monjas, que yo soy de las que se casan como Dios manda, pero mira qué a tiempo llega mi querido padre para salvarme de tus zalamerías e insinuaciones harto dudosas.

—¿Quieres que te sea sincero, Cata? Dudo que tú y yo intimemos, pues, aunque vales mucho, no me pareces suficientemente fea para mi retorcido gusto. Otro día te lo explicaré más detenidamente, que tu padre ya está aquí con la fusta en la mano.

Don Juan Manuel irrumpió en la sala con la celeridad acostumbrada, sin fusta pero con gesto temible, que Cata debía conocer bien y que a mí me dejó tieso. Apenas se dejó besar por su hija y se dirigió colérico a mi aterrada persona.

—Todavía estás aquí —observó retóricamente con el tono de quien se prepara para atormentarme—. Supongo que ya te sabrás de memoria la consagración de Santa Gúdula.

—Catalina, su amable hija, ha tenido la bondad de contármelo con la viveza de un cuadro de Durero.

—Pues ten cuidado, porque te puedo hacer vivir una experiencia que no olvidarás nunca, la de la prisión de Villaborda.

—¡Padre! —exclamó Cata.

—Tú no te metas en esto —le ordenó a su hija—. Si no puedes callarte, lo mejor es que subas a tu cuarto. Veamos, Jaime. —Ahora el valido había utilizado un tono calmado que me pareció más amenazador—. Ten cuidado en lo que vas a decirme a continuación, pues de ello depende tu libertad, la integridad de tu cuerpo y quizás tu propia vida.

—Por favor, padre, cálmate que Jaime no es enemigo nuestro.

—Eso lo veremos. Todo depende de la sinceridad con que me des cuenta de la conspiración.

—¿De qué conspiración habláis, señor? —pregunté yo, alarmado.

—Mal empezamos. Tengo constancia de que Fuensalida, Conchillos y tú os habéis reunido en secreto con la reina —afirmó don Juan.

—Os juro, señor, que yo no me he reunido en secreto ni con ella, ni con nadie.

—¿Acaso te quedaste fuera de su cámara vigilando mientras los otros conspiraban? Porque si es así tienes la misma culpa. Mírame a los ojos y confiesa cuál ha sido tu participación en la trama.

—¿Pero de qué trama habláis? —me indigné—. No he participado en ninguna trama, señor. No tengo categoría para ello.

—¿Me quieres hacer creer que has venido desde España para dar conversación a Conchillos durante el viaje? Vamos, no me tomes por tonto y cuéntame qué misión os encargó Fernando en Segovia, y ojo con tus juramentos en vano, que además del cuerpo puedes perder el alma de un solo golpe.

—Mi viaje, don Juan Manuel, es puramente profesional y, en parte, de negocios —expliqué—. No os oculto que don Fernando ha tenido la amabilidad de facilitar mi tarea de cronista, y he agradecido la oportunidad que me ofreció Conchillos de acompañarle al centro de la noticia, que está aquí en Bruselas, donde residen los próximos reyes de Castilla, el poder auténtico y legítimo. Conchillos necesitaba de mis conocimientos de idiomas, lo que combinaba bien con la conveniencia de mi familia, que son comerciantes con intereses en Flandes, a quienes les venía al pelo que yo hiciera gestiones con los corresponsales de la casa en Flandes, en Bruselas, Brujas y Gante concretamente. Aquí tenéis mis cartas de recomendación que prueban lo que digo, don Juan Manuel.

—Vamos a ver si podemos entendernos tú y yo —se impacientó don Juan Manuel—. No te voy a pedir que me jures que no has tenido ninguna participación en este asunto, pues poco me va a costar saberlo, porque tengo a Conchillos encerrado, y te aseguro que en pocas horas habrá cantado todas las canciones del Ars Nova y del Ars que esté por venir.

El valido se mesó la barbilla, hizo un silencio y retomó la palabra en tono apaciguado, casi amistoso:

—Jaime, voy a darte un buen consejo, un consejo de padre: deberías mirar por tu futuro. Muerta Isabel comprendo que obedezcas a Fernando, que ha llevado el peso del reino durante treinta años, pero él no representa ahora la experiencia, sino el pasado. No quiero darte lecciones de política, pero debes comprender que en determinadas circunstancias, en los momentos en que la historia exige un cambio, la experiencia no es una ventaja sino un pesado lastre, un equipaje averiado. —El señor de Belmonte se interrumpió de nuevo, carraspeó y prosiguió—: Bueno, la experiencia es un tesoro para los servidores del príncipe y —nuevo carraspeo— sobre todo para su primer consejero, pero no debe ser la primera virtud del príncipe, que bien puede suplir la experiencia con el vigor de su juventud.

El «primer consejero», como se había definido a si mismo titubeó un momento y retomó el hilo de su discurso:

—El futuro es de Felipe, así que te conviene alistarte en el bando vencedor. Lo digo por tu bien, y debo añadirte que prefiero tenerte como amigo, pero debes jurarme, ahora sí te exijo juramento, que a partir de este momento trabajarás para los reyes legítimos.

—Os lo juro, don Juan Manuel. Lo juro por Dios, por la Virgen y por la salvación de mi alma.

—Si lo cumples, no te arrepentirás, y si me traicionas desearás no haber nacido —me advirtió—. Pronto comprobarás que Felipe 1 de Castilla y León es mucho más generoso de lo que ha sido el rey consorte de Castilla, quien quedará reducido a lo que legítimamente le corresponde, la corona de Aragón, que no es poca cosa. Ahora márchate en buena hora para Segovia antes de que me entere de algo que te comprometa irreversiblemente.

Al día siguiente me levanté muy temprano y me puse a hacer el equipaje con más prisas que pausas. Las palabras de don Juan Manuel había que tomarlas en serio y más valía tenerlo todo preparado para la huida. No obstante, dedicaría el día a cumplir los compromisos adquiridos con la familia, visitando a sus corresponsales. Me hubiera gustado despedirme personalmente de Cata, pero no me arriesgué a la ira paterna, así que le dejé un billete procurando que fuera lo más aséptico posible, por si caía en otras manos. «Estimada Cata —escribí—, lamento no poder despedirme de ti en persona, pues tengo que hacer algunas visitas tediosas para el negocio de mi familia antes de partir para Segovia con la celeridad que me aconsejó tu señor padre. Ha sido para mí un placer conoceros a ti y a tu progenitor, un hombre notable a quien auguro un futuro glorioso en la nueva Castilla. Te agradezco las informaciones que me has proporcionado sobre la coronación de nuestros admirables reyes, así como lo que me has enseñado sobre los asuntos de Flandes. Supongo que tu señor padre y tú volveréis pronto a la patria, donde espero conocerte mejor, pues Segovia no está tan distante de Belmonte. He aprendido en este viaje que hay mujeres que valen más que muchos hombres. En espera de tener la ocasión de volver a platicar contigo sobre los importantes temas que dejamos pendientes, reitero mi devoción y agradecimiento a ti y a don Juan Manuel, fiel consejero del rey nuestro señor. Jaime de Garcillán, humilde cronista que besa tus manos».

Estaba pensando en la forma más conveniente de hacer llegar a Cata la carta cuando ella se personó en mi alcoba.

—Veo que te pensabas ir sin despedirte de mí, a la francesa.

—¿Dónde está tu padre? —pregunté con inquietud escasamente heroica y muy poco cortesana.

—No te preocupes, Jaime, que está en Cambrai.

—Me había permitido escribir unos párrafos de despedida.

Cata leyó mi carta mientras yo la contemplaba, apreciando desasosegado y algo ridículo cómo su semblante pasaba de la sonrisa irónica a la carcajada cruel. Al ver mi cara de desolación, dio un paso hacia mí y me rodeó con sus brazos.

Permítame el lector amigo que le exprese mi emoción pero no los detalles de lo que aconteció. La fusión de nuestros cuerpos no fue larga pero sí completa, colmada, exultante, maravillosa, inolvidable, gloriosa; no tengo palabras para describir una experiencia que no he vuelto a sentir con semejante intensidad en mi, por otro lado, gratificante vida galante. Quizás fuera por la sensación de peligro que me embargaba, que dotaba de trascendencia a lo que hubiera sido la consumación de un acto vulgar, tan antiguo como la humanidad, el que consumaron nuestros santos padres Adán y Eva. Cata me había asegurado que su padre estaba en Cambrai, pero podía volver en cualquier momento o podría irrumpir en mi alcoba uno de sus hombres. Mi carta de despedida había provocado la risa de Cata por estimarla demasiado prudente, pero ahora me sentía un héroe que, olvidado el peligro o, mejor dicho, que teniéndolo presente, está dispuesto a asumir lo que viniera, incluida la muerte, por la consagración de aquel acto glorioso que compartimos en sintonía prodigiosa y que nos arrebató hasta el éxtasis. Si el lector no se escandaliza resumiré lo que pensaba entonces: si este placer durara un poco más, ya podría meterse Dios la gloria donde le cupiere. Después, a lo largo de mi ajetreada vida, he llegado a la conclusión de que tan agradable acto estaba algo sobrevalorado, como Leonardo da Vinci.

Cuando logramos desprendernos el uno del otro y en cuanto Cata abandonó radiante mi alcoba, un poco menos virgen que cuando entró, recurrí a los buenos oficios del valet de aposentamiento que me proporcionó un carruaje del diligente servicio de Tassis que me llevaría a la casa Thierse, cliente de mi familia en el negocio textil. Ignoraba yo entonces que Cata, que me había dado la vida, me la salvaría aquel mismo día, previniéndome de la persecución de su padre.

En unas horas me personé en el establecimiento de Thierse que, según pude informarme por el tassista que me llevó a su casa, era uno de los más acreditados de Borgoña. Los corresponsales flamencos de los Garcillán, la familia Thierse, me habían recibido con alegre generosidad. Estábamos metiendo mano a unas sabrosísimas codornices cuando un carruaje paró ante la puerta de los Thierse y hasta nosotros llegó la voz excitada de una mujer que trataba de explicar a un criado que necesitaba hablar con el invitado español. Al poco, entró en la sala el sirviente que nos informó que una tal Catalina Manuel solicitaba hablar con Jaime de Garcillán.

—Es Cata, la hija de don Juan Manuel, el tirano que mencionabas antes —le dije a mi anfitrión—. Por favor, que pase. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Me permitís que me acerque a recibirla?

—Mejor que pase y nos acompañe en la mesa. Recibamos todos a tu amiga como se merece. Dile que pase, Carlos —ordenó al criado—, y pon un servicio más.

Catalina entró acalorada.

—Perdonad mi irrupción intempestiva en vuestra casa señores, pero me trae un asunto de la mayor urgencia.

—Pasad, señora Manuel, y sentaos a la mesa, que aquí todos somos amigos. Mi nombre es Thierse, para serviros. Sentaos, por favor, que aún queda lo principal por servir. ¿Queréis refrescaros antes un poco?

—La verdad es que no me vendría mal.

Pusieron a Cata una palangana y una toallita. Se refrescó un poco la cara y se lavó las manos tratando de adaptarse a la calma que reinaba en la casa.

—Perdonadme, pero es que Jaime corre peligro —afirmó Cata.

—¿Qué ha pasado, Cata?

—Ha pasado de todo, Jaime. Mi padre llegó inesperadamente a palacio hecho un basilisco y entró en tu cuarto con dos guardias para prenderte. Se puso como una fiera cuando comprobó tu ausencia, pero reparó en que tu equipaje permanecía en la cámara y pareció tranquilizarse. Me preguntó si sabía dónde estabas, y le enseñé tu billete de despedida. Jaime, lo más probable es que espere tu regreso, pero no estoy segura de que no se impaciente e irrumpa aquí en cualquier momento, aunque no es probable, pues le horrorizan los escándalos.

—¿Sabes a qué se debe ese cambio tan repentino después de que ayer le jurara fidelidad eterna?

—Me ha dicho que Conchillos ha cantado lo que sabía y más en la prisión de Villaborda, y te ha cargado con las culpas de lo que mi padre llama «conspiración postal». Al pobre Lope le han debido apretar sin piedad, y os ha puesto a caer de un burro a ti, al embajador Fuensalida, a los obispos Fonseca y Villaescusa y a Mújica. Contra el embajador y los obispos no puede hacer nada, así que ha centrado toda su ira en tu persona, en Mújica, maestresala de la reina y en su secretario, Sebastián de Olano, y los ha encerrado a los dos.

Thierse y Gúdula miraban a Cata y me miraban a mí horrorizados por tanto apresamiento, pero sin terminar de entender de qué hablábamos. ¿Qué era eso de la conspiración postal? Así que hice un paréntesis para explicarles lo que pasaba, pidiendo disculpas por arruinar un banquete tan prometedor.

—No te preocupes, Jaime, lo primero es antes —dijo Thierse—. Hay que pensar qué hacemos por tu seguridad, pero ello no es óbice para que demos buena cuenta del faisán. La política es mala cosa. Te has dedicado a un oficio peligroso, pero veamos qué se puede hacer; no te ofrezco dormir en esta casa como sería mi gusto porque es al primer sitio al que acudirán los guardias de Manuel, pero no me faltan amigos. Lo importante es que puedas estar a seguro durante un par de días pues el miércoles zarpa para Castilla, desde Amberes, el barco que he fletado con destino a Bilbao con un envío para tu familia. El capitán es vasco de ley y de palabra, y te ocultará hasta la salida de puerto.

—Te lo agradezco en el alma, Thierse, pero no lo puedo aceptar. No debéis comprometeros hasta ese extremo poniendo en peligro el negocio, así que cuanto menos os impliquéis mejor. Nadie os reprochará que obsequiéis con un buen almuerzo a vuestro corresponsal, y de hecho don Juan Manuel leyó mis cartas de presentación por lo que no hay en esta visita nada sospechoso, pero no debéis ir más allá. Ya me las arreglaré por mi cuenta, que no es la primera vez que sorteo peligros.

—No te ocultaré, amigo Garcillán, que un comerciante como Dios manda prefiere perder la vida antes que su negocio, pero no hay por qué plantear la cosa en términos tan radicales. Entre la espada y la pared siempre es posible un desplazamiento lateral.

—Tienes un buen amigo, Jaime —interrumpió Cata—, pero yo tengo un plan mejor para pasar las dos noches que necesitas. Perdona, Thierse, que no te proporcione más detalles por tu propia seguridad y la de Jaime. En el peor de los casos mi padre no hará nada definitivo contra mí.

—Por lo que me cuentas, tu querido padre puede hacer cantar hasta a las piedras… y yo que hacía antes bromas con Garcillán sobre vuestra Santa Inquisición… —intervino Thierse.

No es culpa de mi padre. Él sirve lealmente a Felipe, y Felipe y Fernando están en una guerra no declarada pero cruel. No podéis imaginar a qué extremos ha llegado el Rey Católico para atraerse a mi padre. Le ha ofrecido de todo: cargos, títulos, dinero… le prometió casarnos, a mí y a mi hermana, con nobles de muy alta alcurnia y promocionar a mis hermanos en la Iglesia y en las órdenes militares.

—Tú puedes casarte con quien quieras sin necesidad de que el rey haga de celestina. Te sobran virtudes y alcurnia —apunté con sincera devoción.

—Gracias, Jaime, no sé si me sobran virtudes, que nunca sobran, pero en lo de la alcurnia tienes razón. Mi padre se lo agradeció a Fernando el Católico, pero tras hacer notar que, tanto él como mi madre, tienen sangre de reyes.

Con estas palabras concluyó la charla y el banquete, no sin que, antes de levantarnos de la mesa, y tras la insistencia de Gúdula, probáramos un sabrosísimo mazapán y una copa de Málaga. Thierse había conseguido dos tassis, uno para Cata que le llevaría a palacio y otro para mí. Cata me confió, cuando los Thierse no podían oírnos, el nombre de quien me acogería: Erasmo de Rotterdam, que en aquel momento pasaba unos días en Amberes en el palacio que un fervoroso protector le había prestado para que pudiera escribiera con calma. Allí esperaría uno o dos días hasta que pudiera abordar el barco, fletado por Thierse y mi familia, que me llevaría a Bilbao. Cata y yo nos despedimos conmovidos tras prometernos amistad hasta la muerte.

—Nos veremos en Medina, Jaime, o quizás en Toledo, o en Burgos.

—O en Segovia…

—Donde Dios quiera, pero nos veremos, te lo prometo. Ahora cuídate y no te preocupes, que Erasmo, flor del humanismo, es un buen tipo, y estoy segura de que congeniareis.

—Hasta siempre, Cata. Nos veremos pronto en Castilla si Dios y la flor del humanismo lo permiten. ¿Cuándo partiréis?

—Te veo algo impaciente y un poco suspicaz con el bueno de Erasmo —dijo con una sonrisa entre irónica y coqueta—. Saldremos en cuanto mi padre haya organizado la expedición, y nos acompañará Álvaro Osorio y los hermanos Pedro y Diego.

—¿Quién es ese Osorio?

—No te preocupes, es el muy respetable maestresala rodeado de obispos por todas partes, sobrino del obispo de León y primo del de Catania.

—Pues para no preocuparse, vaya garantía —repliqué.

Un criado me sacó de mis ensueños flamencos y me devolvió a la realidad de 1523 en el castillo de Belmonte de Campos.

—El señor desea verle. Don Juan le espera en su despacho.

Me esperaban, en realidad, don Juan Manuel, Cata, el marqués de Denia y el hijo mayor de este. Don Juan Manuel no derrochó palabras de bienvenida, pero me presentó a los visitantes con muchos cumplimientos. Observé que el señor del castillo aferraba unos papeles impresos como si fuera a estrangular a alguien, lo que me hizo llevarme la mano a la garganta en un movimiento involuntario.

—Siéntate, Jaime, y escúchame con atención. El marqués está justamente dolido por la irrupción que Catalina, Villaescusa, Alonso y tú hicisteis el domingo sin derecho y sin permiso en el palacio real, y yo estoy ofendido contigo porque, abusando de mi hospitalidad, me has mentido.

—Siento la contrariedad del señor marqués, pero no pudimos pedirle permiso al estar ausente de palacio; en cuanto a vuestra ofensa —había decidido regresar al vos—, carece de fundamento.

—Creo recordar que dijiste —él no se bajaba del tuteo— que no habías podido ver a doña Juana.

—Yo no dije ni pío.

—En efecto, lo dijo don Diego, con quien hablaré más adelante, pero asentiste con tu silencio.

—Si así lo veis os pido disculpas…

—Las disculpas se las debes dar a estos señores que han recibido del rey don Carlos la difícil responsabilidad de cuidar de doña Juana, pero a estas alturas una disculpa no será suficiente. ¿Y tú, Catalina, no tienes nada que decir?

—Lo que tengo que decir no sería del agrado de vuestro visitante, querido padre.

—¿Qué quieres decir, Catalina? —El tono de don Juan Manuel era severo.

—Lo que quiero decir es que estoy indignada y herida por la forma en que estos señores tratan a la reina, nuestra señora, un trato que no darían a un perro.

¡Catalina! Pide perdón en el acto —exclamó su padre.

Cata contestó con silencio rebelde. Yo la miraba con adoración y el marqués y su vástago con estupor. Su padre saltó como un resorte.

—Don Bernardo, os ruego que deis por no pronunciadas las palabras de mi hija. Solo puede disculparla en parte el amor que siente por la reina, a quien todos queremos y respetamos, y me consta que también vos, vuestra esposa y vuestros hijos, y os admiro, pues no es fácil tarea cuidar a la reina en el estado en que se encuentra.

—No lo sabes bien, Juan Manuel —replicó el marqués—, no puedes imaginártelo, aunque nadie como tú podría comprenderlo pues tuvisteis que ocuparos de ella en los tiempos de Flandes. La reina ha empeorado desde entonces, a pesar de los cuidados que le dispensamos mi esposa, mis hijos y yo; unos cuidados que a veces exigen severidad por el bien de la reina.

—Por su propio bien, vuestra hija le pone la mano encima —interrumpió de nuevo Cata, ante el estupor de su padre, mudo de ira.

—¡Cuidad lo que decís! —amenazó el marques, indignado—. No olvidéis que tengo correspondencia a vuelta de correo con el emperador, que es al único a quien tengo que dar cuentas, y no olvidéis que también se las doy de cuantos entorpecen la sagrada misión que don Carlos me confió y que desempeño a su entera satisfacción desde hace cinco años, así que mucho cuidado, doña Catalina.

—Por favor, Bernardo… —Manuel había palidecido.

—También tú deberías tener cuidado, y a ti cronista, que estás ahí callado como un conejo, te advierto que… —El marqués, sin aliento para seguir, hizo esfuerzos visibles por calmarse y recuperar un tono más sosegado—: ¿Qué harías tú, amigo Juan Manuel, si vieras cómo la reina tira contra la pared los barreños con comida que le damos? ¿Qué harías cuando se empeña en comer en el suelo como un animal y cuando maltrata a mi mujer y a mi hija, que la cuidan con cariño filial? ¿Y qué harías, y esto es lo más grave, cuando se niega a asistir a misa y a practicar los deberes religiosos más elementales?

—Es su forma de protestar porque la tratáis como si fuera un animal. —A Cata no la callaba el marqués ni el lucero del alba.

Catalina!

—Padre, estoy casada y soy mayor de edad para que me reprendas como a una niña. No quiero ponerte en mala situación, pero los marqueses de Denia son, son…

Cata prorrumpió en un llanto de indignación que dejó boquiabiertos a los visitantes.

—Juan Manuel, ahora comprenderéis cuál es mi cruz. Yo me limito a cumplir estrictamente las órdenes del emperador, las cumplo religiosamente, y nadie me entiende. Los criados extienden patrañas por Tordesillas y Valladolid, y los rumores llegan hasta el Consejo Real, que es lo último que desea el emperador.

—Lo que el emperador desea es que nos olvidemos de que existe su madre —volvió Cata a la carga.

—No sabes lo que dices, hija.

El marqués y su vástago se pusieron de pie, dirigiendo el primero un gesto amenazante al señor de Belmonte.

—En consideración a nuestra vieja amistad, te aconsejo que controles a tu hija, y yo de ti trataría de enterarme de quién ha escrito esas hojas infamantes que te he traído. Al emperador no le pasará desapercibida tu actitud de servicio o de deservicio.

—Por supuesto, Bernardo, he tenido en mis brazos al emperador cuando nació, y siempre he sido y seré su más fiel servidor.

—Pues haz algo con esos panfletos, que me malicio han podido salir de tu casa.

Los visitantes salieron de la estancia a paso vivo, admirable en un hombre de más de sesenta años que parecía llevar a remolque a su hijo y que obligó a don Juan Manuel, de mayor edad y de estatura más menguada, a correr tras ellos, al tiempo que nos hacia señas de que le esperáramos en su despacho.

¡Esta es mi Cata! —grité entusiasmado en cuanto se cerró la puerta.

—No te creas. Me indigna este hombre, pero lo siento por mi padre, a quien he puesto en un aprieto.

—Alguien tenía que poner los puntos sobre las íes a esos bandidos, aunque la mayor culpa es de don Carlos, que, como has dicho muy bien, está tratando de que nos olvidemos de la reina o, al menos, que nadie dude de su locura, pues, si Juana no está loca, resulta que don Carlos es un usurpador —afirmé.

—Pobre reina —se lamentó Cata—. Salvo unos meses, cuando los comuneros se hicieron con Tordesillas, no la dejaron salir de palacio ni siquiera para visitar la tumba de su querido esposo, que la tenía bien cerca hasta que sus restos fueron trasladados a Granada.

—Y que, como decía la reina, no solo le quita el reino sino sus joyas —apostillé—. ¿Sabes qué son esas hojas, Cata?

—Pronto lo sabremos, pero me temo lo peor.

Al poco irrumpió don Juan Manuel en la sala con la furia de un tornado, enarbolando los temibles papeles, que no había soltado ni para despedir a los marqueses.

—¿Qué sabes de esto, Jaime?

Me había tirado encima unas hojas impresas en las que identifiqué el estilo de Alonso, que referían sistemáticos robos acaecidos en el palacio de Tordesillas. Se especificaban las joyas desaparecidas, según le había contado a Cata el criado que nos introdujo en palacio, pero se añadía alguna más que ella no me había mencionado y que, por tanto, no pude trasladar a Alonso. Mi amigo estaba, pues, bebiendo en más de una fuente. El impreso, donde no constaba el impresor, acusaba a los marqueses de Denia de robo y de maltrato a doña Juana, si bien insinuaba que parte del botín iba a parar a gente «de más arriba», aunque no se mencionaba al emperador.

—No tengo ni idea —dije con seriedad.

Pasé las hojas a Cata quien, tras echarle una ojeada, comentó:

—No dice más que la verdad, padre. Doña Juana misma nos lo hizo saber y luego un criado completó el inventario con precisión de notario, pero veo que quien haya escrito esto ha añadido otras joyas de las que yo no tenía constancia y que, a diferencia de la mayor parte del expolio, no iba dirigida a la dote de la princesa Catalina sino que se las queda el emperador. ¿Te has fijado, Jaime? Aquí se habla de un brazalete de oro con un gran brillante que se ha apropiado «el de más arriba», entre otros caprichos valiosos. A la pobre reina le han cambiado el oro por ladrillos.

—Catalina, supongo que no se te oculta el peligro en que te estás metiendo y en la situación en que colocas a tu padre.

—Lo siento de veras, padre, pero los marqueses de Denia son unos bandidos miserables, y me callo lo que pienso del rey.

Sí, lo mejor es que te calles, y a ti, Jaime, ¿no te suena el estilo del panfleto? Voy a serte muy sincero. Creo que tú no lo has escrito, pero estoy convencido de que ha sido tu amigo Alonso, que por algo no aparece por aquí. Para mí la hospitalidad es religión, pero convendrás conmigo en que también obliga al huésped. Me gustaría que pudiéramos acabar en paz el trabajo que nos hemos propuesto, que va por muy buen camino, pero lo interrumpiremos ahora mismo, Jaime, si te metes en conspiraciones. Puedo simpatizar con quienes advierten al emperador de la necesidad de ocuparse más de Castilla y de que los cargos los ejerzan castellanos, pero de ahí a llamarle ladrón es una desmesura que no ampararé en mi casa.

—Lo comprendo, don Juan Manuel, pero le aseguro que yo no estoy metido en operaciones raras, y que me limito a observar las cosas que pasan y escribir lo que puedo, que no es mucho. Por lo demás, confieso que me gustaría que el rey de España fuera don Fernando, nacido aquí, y que no nos metería en los berenjenales en los que nos ha zambullido el emperador.

—Pues me alegro, Jaime —admitió don Juan Manuel—. Yo trataré de mover mis influencias cerca del emperador para sortear la tempestad, y tú, Catalina, prométeme que te morderás la lengua… o que volverás a Flandes con tu esposo.

—Ya sabes que el barón vendrá la semana que viene al castillo tal como prometió, pero no te preocupes, que mientras esté bajo tu techo no te comprometeré. Me morderé la lengua hasta cortármela antes de ponerte en dificultades.