11

Conchillos, atormentado

Décimo día en Belmonte.

Alonso me introduce en una sociedad secreta.

Mayo de 1523.

Te apetece dar un paseo por el pueblo?

Me encontraba pesado tras el almuerzo y adormecido por el efecto del borgoña y de las copas de jerez tomadas en la sobremesa mientras escuchaba la narración de Alonso, pero noté en el tono con que este me formuló la pregunta que mi amigo necesitaba hablar conmigo por algún asunto grave. Montarnos en sendos corceles que don Juan Manuel puso a nuestra disposición y salimos del castillo, procurando que pareciera que no íbamos a ningún sitio concreto, un simple paseo para romper la monotonía.

—Jaime, iremos muy despacio hasta el pueblo, y desde allí galoparemos como si nos fuera la vida hasta Villarramiel.

—¿Para qué necesitarnos pasar por el pueblo?

—Nos vigilan, Jaime, estoy seguro, y desde la almena del castillo se puede ver toda la llanura de la Tierra de Campos. Nos perderán de vista cuando nos metamos en las calles del pueblo y, al cabo de un rato, emprenderemos el camino, a ser posible en compañía de algún viajante.

—Misterioso estás, amigo. ¿Qué se nos ha perdido en Villarramiel, tierra de excelente cecina por cierto?

—Y de buenos peleteros —añadió Alonso—. Iremos a ver a un buen maestro peletero y buen amigo mío que me ha dejado un recado de que me reúna con él con premura.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Por un procedimiento que tenemos acordado.

Descabalgamos junto al mesón donde nos tomamos unas cervezas. Todas las orejas del local, exactamente dieciséis, se orientaron hacia nosotros, así que hablamos del tiempo y de los rumores de boda del emperador, hasta que las orejas volvieron a su lugar habitual. Cuando el nivel de ruido lo permitió, Alonso me explicó someramente el objeto de la expedición. Nos esperaba un amigo que nos daría determinada información que afectaba a Alonso, y con quien yo debería establecer un procedimiento para mantenernos en contacto.

—¿Y eso? —pregunté inquieto.

—Yo tengo que desaparecer algún tiempo, pero no te preocupes que mi amigo te tendrá informado de mis andanzas.

—¿Qué ocurre, Alonso?

—Es evidente que ya han comprobado que tú no tienes que ver con lo que les preocupa, así que vendrán a por mí.

—¿Es una deducción o tienes constancia de ello?

—Mi amigo el peletero villarramielense así parece creerlo.

—Pero ¿qué tienes tú que ver con ese hombre? No dejas de sorprenderme, Alonso.

Me indicó con la mirada que me callara y salimos del local. Estábamos ya en el cementerio, en el límite del pueblo, cuando contestó mi pregunta.

—Ambos pertenecemos a una sociedad secreta.

—Si es tan secreta, no me podrás decir gran cosa.

—En efecto. Tenemos que confiar en el peletero, del que no sabrás su nombre, aunque él sí tiene que conocer el tuyo, pues tendrá que hacerte llegar noticias mías.

—Y de tus conspiraciones fernandinas, ¿es que no te fías del duquesito del Infantado?

—Don Diego es un gran tipo, pero es un noble y la nobleza irá a lo suyo y, llegado el caso, te dejará en la estacada. Me fío más de la gente del pueblo, de la gente del pueblo seria y comprometida, aunque sé que, en última instancia, sin la dirección de un noble o un obispo no podremos hacer nada.

—¿Y la gente del pueblo se va a arriesgar a la horca por don Fernando?

—Todos los comuneros lo hicieron.

—Sí, pero tras la amnistía no creo que los que se hayan salvado de la horca tengan demasiado empeño en buscar otra oportunidad por servir al hermano del emperador… —le recordé.

—La sociedad de la que te hablo va mucho más lejos y no se conformará con cambiar a Carlos por Fernando, a un rey por su hermano; podemos hacer un camino junto a los fernandistas, pero lo que buscamos es que el pueblo pueda decir algo en el gobierno, ya que solo la gente del pueblo paga las alcabalas.

—Una bella utopía.

—Una bella utopía que se realizó en tiempo de los griegos y de los romanos, y que rige, bien es verdad que intermitentemente, en Florencia, en Venecia, en Pisa… —completó mi colega.

—Más o menos, Alonso.

—Las cosas humanas no son perfectas, pero hay que intentarlo, que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza, y espera más de nosotros.

—Aristóteles decía que el gobierno del pueblo degenera en demagogia.

—Sí, y que el gobierno de uno termina en tiranía —me rebatió.

—Habrá que buscar un término medio.

—Como en Florencia en los buenos tiempos, el gobierno de los que saben, pero elegidos por la gente del pueblo, que elige pero no es elegida.

—Me parece que me estoy perdiendo, Alonso —reconocí—. A mí esto me parece peligroso. Puede ser hermoso en su inicio, como tantas acciones nobles, pero nadie sabe cómo acabará, quizás engendrando males mayores de los que se querían remediar.

—No seas cenizo, Jaime, no hay nada que valga la pena que no represente un coste y un peligro.

Nos habíamos parado al borde del camino en espera de compañía. En ese momento nos alcanzó un buhonero a quien acompañaban, en sendas mulas bien cargadas, su mujer y su hijo.

—Buenas tardes nos dé Dios.

—Muy buenas las tengan ustedes.

—¿Que van, a Castil de Vela?

—Un poco más lejos, a Villarramiel.

—Nosotros nos quedamos en Castil de Vela y mañana seguiremos para Villarramiel.

—¿Qué es lo que venden?

—De todo un poco, y ustedes ¿qué venden? Si no es mucho preguntar. —El buhonero se rio de su ocurrencia.

—Nosotros no vendemos, compramos.

—Pues no se irán sin comprarnos algo. Tenemos naipes que dan el pego, no veis con qué facilidad se pegan unas cartas a otras, camisas de once varas, chica, nabo, gorras para gorrones, cajas destempladas, casacas vueltas para donde sopla el viento, pildorazas doradas y cuanto podáis necesitar.

Seguimos con los buhoneros hasta Castil de Vela donde, tras despedirnos y confiar en que nos encontraríamos en el futuro, salimos a galope tendido a Villarramiel, de la que nos separaban apenas dos leguas. Descabalgamos al llegar a la ermita y nos sentamos en un banco de piedra a la espera de nuestro misterioso visitante. Agucé los oídos en espera de alguna caballería, pero solo me llegaba el canto de los pájaros, el balar de las ovejas y las ramas que el viento movía suavemente. Nuestro hombre surgió de entre los árboles como Moisés de la nube.

—Bienvenidos a Villarramiel, tierra libre de Castilla. Paseemos un poco Alonso y… compañía —nos saludó.

—La compañía se llama Jaime de Garcillán, para serviros —me presenté sin esperar a que lo hiciera Alonso.

—Bienvenido, Jaime, hermano, a mí podéis llamarme como deseéis, pues ya os habrá dicho Alonso que cuanto menos sepáis de mí, mejor para todos, para vos, para don Alonso y para la causa.

—Te podemos llamar Liberto ya que hablas de esta tierra libre de Villarramiel —sugirió Alonso—. Precisamente hablábamos en el camino de las formas de gobierno, y le decía a mi amigo Jaime que había ejemplos en los que el pueblo se gobernaba a sí mismo. Yo le hablaba de Florencia de los buenos tiempos cuando los Medici no dominaban el cotarro y de las repúblicas de Venecia y Pisa.

—También lo podéis decir, en cierta manera, de este pueblo. Aquí no hemos consentido más señores que nosotros mismos, todos somos pecheros del rey y todos pechamos por igual, aquí no hay ni nobles ni hidalgos ni castillos ni blasones ni horcas señoriales, solo buenos cristianos de behetría, lo que quiere decir, que elegimos por señor a quien queramos o no elegimos a ninguno que es lo que hemos hecho. Somos industriosos, serios y trajinantes que aprovechamos de la oveja hasta el balido y que vendemos lanas, pieles y tejidos a medio mundo. Los Reyes Católicos nos concedieron el privilegio de que el título de «maestro» que nuestros gremios dan para el tratamiento de la piel de los corderos rija para todo el reino.

—Villarramiel, Florencia, Venecia y Pisa… solo necesitáis un Maquiavelo.

—No te lo tomes a broma, Jaime, que es cosa seria. Todo el pueblo se levantó como en Fuenteovejuna cuando la gente de Carlos V quiso someternos al vasallaje del señorío —añadió Alonso.

—Nos alzamos todos a una con los comuneros sin que se atrevieran a colgar a nadie —matizó Liberto—, pues no les quedaba más alternativa que matarnos a todos, y nos volveremos a levantar si alguien pretende socavar nuestras libertades, pero vamos a lo nuestro, que lo mejor es que cada mochuelo se vaya a su olivo. Caminemos hasta la iglesia de Santa María y si nos encontramos con alguien os presentaré como comerciantes.

—No andas muy equivocado, pues mi familia se dedica a la exportación de lana a media Europa —observé.

—Pues mejor que mejor. Más vale camuflarse en el paisaje que esconderse.

Liberto, que probablemente no sabía ni leer ni escribir, era un estratega que podía parangonarse con Escipión el Africano o, al menos, con el Gran Capitán, el andaluz, moreno, muy moreno, bajito muy bajito, delgado sin ser esquelético, musculoso, de rasgos corta dos como a cuchilladas, cejas pobladas que hunden ojos muy vivos. Era rápido y reflexivo, parco en palabras, pero nacido para pronunciar la última en los asuntos más graves; estaba dotado de autoridad natural. Sin turbación aparente ante nosotros, gente de corte, vestido de menestral, con las manos negras de tinte que los más minuciosos lavados no podían borrar, nos impartía instrucciones sin el menor titubeo.

—Alonso, te están buscando, así que lo mejor es que desaparezcas un tiempo, hasta el momento decisivo —recomendó Liberto—. Lo tengo todo organizado. La confusión que padecieron con tu amigo Jaime ya no ha lugar. Tú, Jaime, tampoco estás muy seguro, pero de momento te protegen los Manuel. En cuanto salgas del castillo tendrás que buscarte la vida por tu cuenta.

—Perdona que te lo pregunte, Liberto, pero…

—¿Que cómo lo sé? En la Sociedad sabemos muchas cosas. Hay gente nuestra en todas partes.

Ya se veía la torre mudéjar de Santa María y pronto pudimos admirar su portada.

Os gustará nuestra iglesia —explicó Liberto—. Merece la pena que os detengáis ante la imagen de san Antonio de Padua, de Alejo de Vahía. Algunos le consideran antiguo, gótico, pero para mí es un clásico, que no es lo mismo que antiguo.

—No, desde luego. Creo que Alejo era de origen alemán —comenté yo.

—Es posible. Fue un hombre misterioso, pero para nosotros es el maestro de Tierra de Campos. Fue un genio a quien tuve el honor de tratar cuando vivía en Becerril de Campos.

—En Valladolid —le recordé— también dejó obras admirables, el colegio de Santa Cruz, la iglesia de Santiago…

—Pero sobre todo en Tierra de Campos —replicó con aspereza Liberto, que no aceptaba que su tierra fuera segunda en nada.

—Pues entonces más vale no hablar de la sillería del coro de la catedral de Oviedo.

—De Oviedo puedes decir lo que quieras, pero no me atosigues con Valladolid. Como mucho, háblame de Palencia.

—Amigo Liberto, yo no soy ni de Valladolid ni de Palencia. Soy de Segovia, y a mucha honra, pero hablábamos antes de nuestra precaria situación y de la Sociedad. Algo más me podrás decir… —le pedí.

—Te dije que tú tampoco estás libre, a pesar de que ya se ha aclarado que no estás o que no estabas metido en ninguna conjura.

—Ni estaba ni lo estoy.

—Pues no ha pasado desapercibida vuestra visita a Tordesillas, y hay quien se ha alarmado un poco.

—Fuimos testigos del expolio que se está haciendo a la reina.

—De momento estáis a salvo, pues está implicada gente muy principal, y no querrán escándalos, pero ten por seguro que lo mismo que la Sociedad sabe lo vuestro, a estas alturas ya está perfectamente informado de todo don Juan Manuel. Te repito, te salvará la hospitalidad que te ha dispensado y que te acompañara su hija, pero en cuanto abandones el castillo, ya puedes meterte debajo de la tierra —me aconsejó.

Alonso y Liberto me hablaron de la Sociedad sin que en realidad me revelaran nada.

—Mira, Jaime —me aclaró Liberto—, hemos aprendido de la revuelta de las comunidades y conocemos a los nobles mejor que antes. Iban a lo suyo, a obtener ventajas en el tumulto, y a los plebeyos nos dejaron con el culo al aire. A partir de ahora nos organizaremos de otra manera y, como te he dicho, en Villarramiel, tierra de behetría, sabemos valernos por nosotros mismos.

—¿Qué es la Sociedad?

—Solo te puedo decir una cosa, cronista curioso.

—¿Bien?

—Que es secreta.

—¿Una sociedad secreta como la masonería o los Rosacruz?

—Jaime, no seas absurdo —zanjó Alonso—, si es secreta es porque es secreta, así que es inútil que preguntes sobre ella. Ya te ha dicho Liberto todo lo que te podía decir. Por favor no insistas.

—Bueno, hombre, no te sulfures que me hago cargo.

Me daban miedo las sociedades secretas, incubadoras de fanatismos delirantes que proliferaban por Europa, y que siguen proliferando, aunque sí era partidario de las cofradías de ayuda mutua que se enfrentaban con los excesos nobiliarios y que no disgustaban en el fondo al poder real. En Europa estaban tomando cuerpo organizaciones internacionalistas como la francmasonería, de la que se tiene constancia fidedigna en Regensburgo, en 1459, pero su antecedente inmediato fue la Sociedad de los Hermanos de San Juan, edificadores de la catedral de Estrasburgo, que diez años antes acuñaron como emblema el compás, la regla y la escuadra propios del oficio, y que se organizaban por categorías profesionales, desde el aprendiz hasta el arquitecto.

En realidad, sociedades secretas ha habido siempre. ¿Qué eran si no los gnósticos, los maniqueos, los templarios y priscilianistas que siguen siendo perseguidos todavía hoy en día? La propia francmasonería parece que se remonta a los tiempos oscuros, iniciándose en los albañiles francos, los franc-macons, que le darían nombre y acuñarían un dialecto propio, gestos para reconocerse entre sí, y una organización secreta con distintos grados de iniciación.

El tema me interesaba, pero en aquel momento me preocupaba que Alonso cayera en sus manos, aunque reconocía que probablemente no tenía otra alternativa en la que escudarse.

—Vete tranquilo, Jaime. —Liberto, o como se llamara aquel hombre, había adivinado mi temor—. Vete en paz, pero no bajes la guardia. Te tendremos informado sobre Alonso por medio de un criado del castillo.

¿Y como sabré que no es una trampa?

—Utilizará el nombre con que me habéis bautizado que, de momento solo usaré para hablar con Alonso y contigo; quién sabe si algún día lo podré utilizar a las claras; me gusta el nombre. Ahora nadie más puede saberlo, y si necesitas mi protección no tienes más que venir a Villarramiel y preguntar por mí.

—Pero ¿no hemos quedado en que nadie te conoce aquí por ese nombre?

—Así es, pero si alguien pregunta en el pueblo por Liberto o por el moro Muza, yo me enteraré, no te quepa la menor duda.

Todo aquello era muy misterioso, pero pensándolo bien tenía la lógica de la supervivencia, el instinto más poderoso del reino animal.

—¿Otra vez ha volado el pájaro?

Don Juan Manuel lo dijo desabrido, mirándome con severidad.

—Ya te dije, Juan Manuel, que Alonso es así. Aparece y desaparece como las aguas del Guadiana.

—Pues me parece un comportamiento intolerable. ¿No te ha dicho a ti nada?

—No, no lo veo desde ayer.

—Bien, pues que sirvan la mesa.

Don Juan Manuel estaba malhumorado, y no creo que fuera solo por la desaparición de Alonso. Sospeché que le habían informado de nuestra expedición a Tordesillas, lo que era fácil de deducir por las ceñudas miradas que nos disparaba como ballestas a Villaescusa y a mí. En esta ocasión no nos acompañaban las Catalinas, que hubieran creado un clima más agradable y propiciado moderación en las formas. El pobre embajador no sabía qué estaba pasando, pero como buen diplomático percibía que algo ocurría y que él estaba fuera de juego, algo lamentable para cualquiera, pero intolerable para un diplomático. En cuanto el prelado bendijo la mesa, el embajador no pudo contenerse.

—Me da la impresión de que estoy en Babia —dijo repasándonos uno a uno.

—No es mal sitio Babia, un paradisíaco lugar para la caza, refugio de reyes —comentó Villaescusa con sorna—. Seguro que en León hace más fresco que en Belmonte.

¿No va a decirme nadie lo que pasa?

El embajador inquirió con la mirada a don Juan Manuel, que la sostuvo sin pestañear, y sin que se moviera una arruga de la cara, me miró a mí, pero mis ojos estaban fijos en los entremeses. Fue el obispo el que en tono ligero, como quien satisface la curiosidad de un niño, tomó la palabra.

—No tiene importancia, Gutierre. Creo yo que nuestro anfitrión está molesto porque el domingo no nos quedamos a escuchar la misa del obispo Fonseca y nos fuimos a Tordesillas a interesarnos por la salud de la reina.

—Me sorprendió que no me dijerais nada —intervino don Juan Manuel.

—No te enfades, Juan. Nos diste libertad para hacer lo que nos apeteciese, y eso es lo que nos apetecía. —El prelado empleó su tono de voz más inocente.

—A mí también me hubiera gustado acompañaros. —El embajador se sumó al resentimiento del anfitrión.

—Una comitiva tan amplia se habría interpretado mal. Hubiera parecido una conspiración, y además nos temíamos que no nos dejarían verla, pues ya sabéis que los marqueses de Denia son muy severos en su custodia. Hubiera sido un poco insensato embarcaros en un largo viaje con tan escasas expectativas. A Jaime y a mí nos apetecía cambiar de aires y visitar el convento de Santa Clara.

Yo estaba convencido de que don Juan Manuel estaba minuciosamente informado de quiénes habíamos participado en aquel viaje, y que el obispo mentía o al menos no decía toda la verdad, pero no podía saber nada sobre el contenido de nuestras conversaciones con la reina, aunque no pararía hasta descubrirlo, por cualquier medio a su alcance.

—Los marqueses de Denia cumplen muy puntillosamente la difícil misión que se les ha encomendado; no permiten que la reina reciba visitas para no conturbarla.

—Eso me recuerda a otro personaje que hacía lo mismo en Bruselas alegando idénticos motivos —se vengó el embajador.

—Bueno, de eso vas a hablar en la sobremesa, ¿no es así, Gutierre? Como comenté ayer, el embajador nos hablará de sus intrigas y de las de Conchillos para forzar la voluntad de la reina.

—No es exactamente eso lo que voy a contar sino de cómo cumplí el mandato del rey don Fernando cerca de su hija, tarea difícil porque un tal don Juan Manuel, su cancerbero, la tenía encerrada a cal y canto.

—Bueno, dilo como quieras, embajador, que es tu derecho. Yo creo que ya que estarnos en ello no hay necesidad de esperar a la sobremesa. Dispara ya, Fuensalida.

Y así fue, amigo lector, como don Gutierre Gómez de Fuensalida, embajador de Fernando en la corte del archiduque Felipe de Habsburgo, expuso sus recuerdos:

El embajador Fuensalida se refiere a su afán y al de Conchillos

para que Juana haga lo que su padre quiere.

Sucedió en Bruselas en el año de gracia de 1505.

El obispo Fonseca había intentado infructuosamente mantener una conversación privada con doña Juana tras la audiencia real, así que aceptó aliviado poner el delicado asunto en mis manos y en las de Conchillos. En todo caso, Fonseca no era el hombre adecuado para esta misión, pues Juana le odiaba. No le perdonaba que intentara retenerla en Castilla tras ser proclamada Princesa de Asturias; Juana se negó a obedecer a su madre, que trataba de retenerla en el castillo de la Mota, e intentó fugarse a Flandes, para donde ya había partido su esposo, cuando llegó una carta de Felipe requiriéndola. Se enfrentó desabridamente con su madre, y pretendió partir sin más dilación, pero el obispo Fonseca mandó alzar el puente levadizo y ordenó que no le proporcionaran cabalgadura, lo que no arredró a Juana que intentó hacer el camino a pie. Se lanzó contra la verja, sacudió los barrotes, amenazó con ahorcar a Fonseca cuando fuera reina, paseó a medio vestir por las torres y almenas y, por la noche de aquel frío mes de noviembre se negó a cobijarse y tuvieron que hacer una hoguera junto al portón, de donde no consiguieron llevársela.

Conchillos intentó dejarme fuera del asunto, como me confesaría más tarde, alegando que don Fernando desconfiaba de mí al no parecerle que me mostrara muy diligente en su encargo de proteger los derechos de Juana frente a los manejos de su esposo. Me acusaba el Rey Católico de que no había sido capaz de entregar a su hija Juana la carta en la que la informaba de la enfermedad de su madre. Le urgía que viniera a Castilla y la advertía que no permitiera que Felipe viajara solo, dejándola a ella en Flandes, sea cual fuere el pretexto que adujera.

Ambos, Conchillos y yo acordamos contar también con la colaboración de Villaescusa, a pesar de que Fernando también desconfiaba de él. El Católico, desconfiado por naturaleza —«piensa mal y te quedarás corto» era su regla—, sospechaba que su yerno tenía medio comprado a nuestro amigo el ilustre prelado, Conchillos estaba seguro de poder contar con él, pues al fin y al cabo Villaescusa debía su carrera a los Reyes Católicos y a su hija Juana. Los primeros le nombraron capellán mayor de la princesa y esta le llevó con ella a Flandes y le consiguió el nombramiento de deán de Sevilla, una etapa propicia para su carrera episcopal. No podíamos permitirnos despreciar ninguna ayuda, pues no iba a ser fácil conseguir apoyos en el entorno de la archiduquesa. No sabíamos en quien confiar a ciencia cierta, pues don Felipe había comprado a casi todos los servidores de su esposa y a esta la había dejado sin una libra con la que pudiera ganar adhesiones. El archiduque había dado instrucciones a los administradores de palacio de que retuvieran la asignación a la que tenía derecho su esposa como archiduquesa, y de acuerdo con lo tratado en las estipulaciones matrimoniales. De vez en cuando le regalaba una valiosa joya o le proporcionaba dinero de bolsillo para que hiciera sus caridades, que eran observadas minuciosamente por los espías, pero Juana no podía contar con una cantidad fija y suficiente con la que estimular el celo de sus criados.

Tendríamos que desconfiar de los castellanos que quedaban en la corte flamenca, especialmente los que atendían a la casa —«el hotel», según la terminología borgoñona— de don Felipe, que eran los más antiespañoles: me refiero a Diego de Guevara, el trinchante que, tengo que reconocerlo, cortaba la carne con singular esmero, ascendido a maitre d'hótel, aquí lo llamaríamos mayordomo; a su hermano Pedro, encargado de servir el pan en la mesa; a Juan de Alvarado, ascendido a trinchante tras la promoción de Diego a maitre d'hótel; Fernando de Lucena, maitre de requetes, un cargo muy importante, responsable de altas funciones judiciales y administrativas; el médico Lope de la Guardia y el trompeta Juan de Castilla.

Como dijo el sábado el obispo de Burgos, en aquel viaje el dinero no constituiría problema alguno. Cuando, tras la audiencia con el archiduque, el valet se acercó a la cámara de Conchillos para asegurarse de que él y Jaime de Garcillán se encontraban bien instalados y para proporcionarles detalles sobre los usos de palacio, el primero le entregó un ducado de oro, trescientos setenta y cinco maravedíes, que fue recibido sin remilgo alguno por el criado. El valet se ofreció al generoso señor para todo lo que pudiera antojársele, y el generoso señor utilizó el ofrecimiento de inmediato, pidiéndole que con la mayor discreción me rogara que tuviera la bondad de acercarme a su cuarto, justificando el secreto en la conveniencia de evitar suspicacias entre los demás caballeros castellanos.

A los pocos minutos llamaba yo a la puerta de Conchillos, el audaz secretario de don Fernando. Tras propinarnos nuevos abrazos y expresarnos los más vehementes parabienes, Lope atacó el asunto directamente.

—Don Gutierre, estoy convencido de que sois fiel a don Fernando y que me ayudareis en la misión que me ha encomendado. Es vital que nos veamos a solas con doña Juana. ¿Me podéis ayudar?

—Ya sabréis por el obispo Fonseca que no es tarea fácil. El archiduque la tiene encerrada a cal y canto y su puerta vigilada día y noche, con especial cuidado de que ningún español se acerque a ella.

—Sé que os arriesgáis mucho, y en circunstancias normales no os lo pediría, pero estamos en unos momentos decisivos, y os tengo que solicitar, en nombre del verdadero rey, que me ayudéis en el intento. No os oculto que don Fernando está molesto con vos porque estima que no os mostrasteis muy diligente cuando os pidió que entregarais a la princesa un recado suyo informándola de la enfermedad de su madre. Ahora que Isabel ha muerto, el rey espera de vos una muestra más clara de adhesión.

—El rey no debe tener duda alguna de mi fidelidad. Soy su embajador y puede ordenarme lo que estime conveniente, pero no le oculto, amigo Conchillos, la dificultad de la tarea, pues cualquier intento de entrar en la cámara de doña Juana es puesto en conocimiento de don Juan Manuel, y Dios nos libre de caer en manos de este hombre.

—Don Gutierre, ahora os hablo como amigo. No os interesa desencadenar la cólera de don Fernando. Hay momentos en que el mayor riesgo es no arriesgarse. Don Juan Manuel no se atreverá a poner la mano sobre el embajador del Rey Católico, y el rey os recompensará con generosidad. Supongo que se podrá sobornar a sus guardianes; no os preocupéis por el dinero.

Le miraba y cavilaba en silencio, temiendo que mi rostro mostrara la sensación que me embargaba, algo parecido al miedo a la peste.

—Quizá podamos hacer algo, Lope. Me he enterado que mañana saldrá para Tréveris el valido para una misión de cuyo objetivo aún no he podido enterarme, pero que me enteraré, no alberguéis ninguna duda. Es una buena ocasión para romper el cerco. Doña Juana acostumbra a echarse una siesta tras el almuerzo y durante ese tiempo se reduce la vigilancia. Creo que en ese momento me será posible facilitaros la entrada repartiendo algunas libras y prevenir a su alteza de vuestra visita por medio de una esclava de confianza. Ahora, Lope, es conveniente que me marche para no generar sospechas.

—Espero vuestras noticias, embajador. Ha llegado el momento de la acción.

—Sí, esperemos que no sea también el de la pasión.

Me expresé con el aplomo de un hombre de acción pero, traspasada la puerta, caminé encorvado y cansino como burro viejo a quien encaloman una pesada carga. Lo que no sé a ciencia cierta es cómo consiguió nuestro amigo el obispo Villaescusa eludir semejante compromiso. Quizás ahora nos lo quieras decir.

El obispo Villaescusa continúa la narración

donde la había dejado el embajador Fuensalida.

Los hechos sucedieron en Bruselas en 1505.

Don Diego Ramírez de Villaescusa había seguido la narración de Fuensalida con gestos de asentimiento.

—No tengo inconveniente. Recuerdo aquel día como si fuera hoy.

Y esto fue, lector curioso, lo que nos transmitió el prelado:

—Cuando te marchaste tú, Gutierre, Conchillos requirió mi presencia por medio del servicial valet al que has aludido, lo que hice con discreción y celeridad.

—Me han informado, querido Lope, de que me necesitabais para un asunto de suma gravedad —le dije, tras saludar amablemente al segundo secretario de su alteza el rey don Fernando.

—Así es, don Diego, para un asunto grave y urgente. Perdonad que no haya acudido yo a vuestros aposentos, pero comprenderéis que era más arriesgado. Se trata del futuro de la reina Juana, de Castilla y de cuantos servimos a don Fernando.

—Decidme, don Lope, como puedo servir a tan noble causa.

Conchillos me explicó la operación que preparaba, y como hiciera con el embajador, me insinuó las suspicacias de don Fernando sobre mi lealtad.

—No dudéis, Conchillos de mi adhesión al rey ni de mi disposición a servirle a costa de mi vida si preciso fuera.

—Quisiera, monseñor, que nos acompañarais a Fuensalida, a Jaime de Garcillán y a mí para hacer llegar a doña Juana los deseos de su padre.

¿No os parece demasiada gente para una misión tan secreta? Podéis contar conmigo para todo, pero creo que deberíamos actuar con más discreción. Cuanta menos gente mejor. Semejante procesión llamaría la atención de aquí a Roma. Mi sincera opinión es que deberíais acudir Fuensalida y vos. Vos, querido Lope, no tendréis más remedio que asumir un gran riesgo, pues ello está en la naturaleza de vuestra misión, y el archiduque no podría hacer nada contra quien está protegido por su condición de embajador, pero yo asumiría un riesgo inútil por muy obispo de Málaga que sea, que eso a don Juan Manuel le trae al pairo, y es poco lo que yo puedo aportar. Puedo servir mejor a don Fernando y a la causa de la reina quedando momentáneamente al margen y aconsejando a esta como capellán suyo que soy.

Conchillos se me quedó mirando con extremada suspicacia. No debía estar muy seguro de si le estaba dando un buen consejo, si trataba de escapar de aquello con buenas palabras o si me burlaba de él. Yo mantuve su mirada con expresión de sincera entrega y el secretario pareció convencido.

—Bien, reverendísima…, quizás tengáis razón.

—Me alegro que lo entendáis, y me permito aconsejaros que por las mismas razones dejéis fuera al cronista, que puede serviros mejor ganándose la confianza de don Felipe, a quien cae en gracia.

—No le gustará quedarse fuera, pues ya sabéis cómo son los cronistas. Daría un brazo por contarlo.

—Pero se arriesga a entregar también la cabeza. Con vos, con el secretario de don Fernando, no creo que el archiduque se atreva a tanto.

Conchillos pareció convencerse también de esto, y quedamos tan amigos. Eso es todo Gutierre; eso es todo, queridos amigos.

Y Gutierre retomó su relato:

El embajador Fuensalida recupera el uso de la palabra

y cuenta la azarosa visita clandestina

a la reina Juana en Bruselas en el año 1505.

Habíamos quedado Conchillos y yo en que este se excusara de asistir al almuerzo al que le habían invitado los españoles destinados a la casa de los archiduques, alegando que debía escribir, con la ayuda del cronista, el memorando de la audiencia real recién celebrada con Felipe, por lo que no tenía tiempo para participar en un ágape como los acostumbrados en palacio que se demoraban demasiado, todos se mostraron comprensivos, y el valet de mesa les sirvió un ligero almuerzo en el aposento del secretario.

Os podéis imaginar mi excitación y mi miedo superiores a los de Conchillos, pues yo no era tan insensato… o tan valiente. Tuve que movilizar todos mis recursos y poner al cobro los favores que había acumulado durante mi permanencia en Flandes, sembrar unas cuantas libras entre una servidumbre adicta al dinero pero de la que no te podías fiar demasiado, sobre todo si podían acreditar méritos ante don Juan Manuel, y que no dudarían en traicionarme si el valido de Felipe les apretaba un poco las clavijas.

Subí las escaleras de piedra del palacio con agilidad felina en medio de un silencio que era buena señal, pero que me hacía temer que mis pasos, mi agitada respiración y los latidos de mi corazón no pasaran desapercibidos. Ya en la puerta de Conchillos, miré a un lado y a otro de la larga galería sin apreciar señales de vida y apenas rocé con mis nudillos la puerta. Esta se abrió al instante.

Fueron momentos tremendos para ambos. La espera se le hizo a Conchillos, según me confesó, interminable, a pesar de los esfuerzos de Jaime de Garcillán por sacar a colación temas amenos de conversación que aflojaran la tensión. Don Lope paseaba a lo largo y a lo ancho de la cámara, elevando la vista al artístico reloj situado en la repisa de la chimenea y bajándola nervioso para escrutar el de bolsillo, un reloj de cobre bañado en oro en forma ovalada que le había traído de Ginebra un comerciante al que el secretario había favorecido, una muy curiosa novedad de la que muy pocos podían disponer. Midió por enésima vez su alcoba y el gabinete adjunto cuando su oído, que Lope tenía concentrado en el más leve sonido exterior, indiferente a la charla de Jaime, percibió, como si fueran cañonazos, los golpecillos que alguien daba a la puerta. Don Lope se lanzó sobre ella antes de que Jaime, que se había levantado deferente, diera un solo paso. Conchillos me invitó a entrar en la sala, a lo que yo me negué nervioso.

—Vamos, don Lope, que ya está todo organizado para que nos reciba la reina.

Nos dirigimos como gatos a la cámara de doña Juana, donde la esclava Isabel nos franqueó la puerta sin necesidad de llamar, cerrándola rápida y silenciosamente a nuestras espaldas, y nos condujo a una salita donde la futura reina parecía concentrada en la lectura. Doña Juana levantó la cabeza al vernos entrar y dejó el libro en una pequeña mesa camilla. Creo recordar que se trataba de Claros varones de Castilla de Fernando del Pulgar, el gran cronista. Pusimos una rodilla en tierra, inclinando respetuosamente la cabeza, pero la reina nos hizo levantar.

—Sentaos —nos pidió con tono apesadumbrado.

—Señora —empezó don Lope su discurso—, deseo expresaros mi más sincero pesar por la muerte de nuestra querida reina, vuestra madre, pero también madre amantísima de todos nosotros, sus fieles súbditos.

—Todos la lloramos y más que la lloraremos en estos tiempos que se avecinan.

Y la reina rompió en un llanto incontenible. Cuando se repuso un poco dio pábulo a su arrepentimiento.

—Me porté mal con ella. No puedo olvidar el daño que le hice en los últimos días que estuve a su lado. Que Dios me perdone por la puñalada que clavé en mi madre aquel aciago día en que decidí que no esperaría un día más sin viajar a Flandes para reunirme con mi esposo. Me reprochó mi madre, la gran reina Isabel, que me hubiera enfrentado a ella con palabras de tanto desacatamiento y tan fuera de lo que hija debe decir a madre, que si ella no viera la disposición en que yo estaba ella no las sufriera de ninguna de las maneras. Recuerdo exactamente cada una de aquellas palabras. Sé por sus médicos que aquellas discusiones dejaron a la reina, mi madre, con severas fiebres y grandes dolores de pecho. Corría el mes de diciembre de 1502, y yo estaba embarazada de Fernando. Felipe se había vuelto a Flandes contra la voluntad mía y de mis padres. Yo quería ir tras él sin demora, a pesar de lo inconveniente que era en aquellos momentos. Mis padres habían prometido dejarme marchar después de pasado un tiempo del alumbramiento, pero pasó el tiempo y no me dejaban salir, y es que Castilla estaba en guerra con Francia. En junio de 1503, estando yo en el castillo de la Mota, ya no pude más, que Dios sabe que pierdo el oremus y la vergüenza por el sinvergüenza de mi esposo. Es tan hermoso y tan seductor cuando quiere serlo… Desde que le conocí acabó mi libre albedrío. Intenté escaparme sin éxito y hasta marzo de 1504 no me dejaron mis padres salir para reunirme con mi esposo. Mi madre era también de armas tomar y parecía olvidar que yo estaba casada. Ahora comprendo que ella esperaba la muerte y que no quería separarse de mí en aquellos momentos. Que Dios me perdone. —Juana musitó una oración por su madre y se dirigió a nosotros en un arranque decidido—: Ha llegado el momento de reaccionar. Felipe será siempre mi amor pero no puedo vender a mis súbditos a estos desalmados que no van a dejar en Castilla ni una gallina a salvo. Soy propietaria del reino de Castilla y Felipe es mi esposo legítimo, pero solo yo soy la reina propietaria… Hasta que la herede nuestro hijo Carlos, si Dios quiere… Mientras tanto lo más conveniente es que gobierne estos reinos mi padre, el más sabio de los hombres.

Acto seguido se dirigió a Conchillos:

—Quiero que le digas al rey, mi padre y señor, que aquí me tratan con indignidad y que llegaron al extremo en su deslealtad de ocultarme la enfermedad de mi madre. Si hubiera conocido su gravedad, habría partido para Medina del Campo en el acto. Para colmo, han tenido la desfachatez de ocultarme su muerte el tiempo que han querido. No pude rezar por ella cuando todos menos yo conocían la triste nueva. Nadie se tomó la molestia de informar a su hija y heredera —reiteró la reina, clavándome su mirada cargada de intención y resentimiento.

Yo bajé la cabeza y balbuceé una disculpa.

—Señora, don Felipe nos rogó que no informáramos a su alteza de estos hechos para no perjudicar su embarazo.

—¡Mentira, mentira podrida y asquerosa! Yo paro hijos como tú protocolos y disculpas. ¿O tengo que recordarte que parí a Carlos en Gante de pie en un retrete y después me incorporé a la fiesta como si tal cosa? Mi esposo miente como un bellaco. Lo que no quería Felipe es que al enterarme de la noticia me personara inmediatamente en Medina del Campo.

Tenía que admitir que su facilidad para el parto era proverbial, y la acreditó desde el nacimiento de su primogénita Leonor nacida en noviembre de 1498, a los dos años de matrimonio. Consolidó su fama en el parto del segundo hijo y primer varón, don Carlos, a quien la archiduquesa parió aquel dichoso 24 de febrero de 1500 en un pequeño retrete del palacio de Gante. Una facilidad que los maliciosos atribuyeron a sus prisas por vigilar a su esposo en la fiesta que entonces se celebraba. Un año después, tuvo a Isabel y descansó dos años, hasta que en marzo de 1503 naciera en Alcalá de Henares el cuarto hijo del fecundo matrimonio y segundo varón, Fernando. Y ahora esperaba el quinto, sin que mostrara molestia alguna.

Conchillos me observaba violento, consciente de mi humillación, que no podía disimular a pesar de mi larga práctica en el arte del disimulo diplomático. Comprendimos que la reina necesitaba dar rienda suelta a su dolor y quejarse sin rebozo de las humillaciones recibidas, y Conchillos era la persona adecuada, al no estar contaminado por los sobornos o las amenazas del valido. La reina se estaba sacando del alma un agravio largamente alimentado contra su esposo y, debo decirlo, contra mi persona. Quizás mi presencia había sido un error.

—No sé de quién puedo fiarme —continuó como hablando para sí misma—. No me está permitido ni gobernar mi propia casa.

Juana se explayó, rememorando las vejaciones sufridas. No solo no cobraba ni un escudo como duquesa de Borgoña sino que ni siquiera podía usar su propia dote, de la que se había incautado su esposo. El contrato matrimonial estipulaba que recibiría una asignación anual de veinte mil escudos —unas treinta y tres mil libras— para «el mantenimiento de su persona y casa», pero el duque-archiduque ordenó a la Cámara de Cuentas de Lille y a la Tesorería General que suspendieran toda entrega a la princesa. Los Reyes Católicos, advertidos de ello, enviaron a Pedro Ruiz de la Mota para que aclarara la cuestión con Felipe, una misión que fracasó estrepitosamente, aun cuando el enviado disponía de una buena bolsa para sobornar funcionarios flamencos. En el arte de sobornar y contrasobornar, don Juan Manuel no tenía igual. Fray Tomás de Matienzo, a quien los Reyes Católicos habían enviado como confesor de Juana, remitió cartas dramáticas a los reyes y protestó enérgicamente ante el archiduque, pero sus quejas cesaron cuando don Juan Manuel le puso en nómina.

—Para que os hagáis una idea de cómo me trata el archiduque y lo tacaño que se muestra conmigo, basta con que os diga que cuando parí a la infanta Leonor, empleé el poco dinero que obtuve de aquí y de allá, pues de vez en cuando el archiduque me compensaba con algún regalo o con un sobre con unas pocas libras para mis gastos, y lo apliqué a los que el nacimiento de una criatura trae consigo: pagar a la nodriza, a la niñera, a las doncellas y demás criados, etcétera. Pues bien, el archiduque se negó a retribuirme estos gastos.

—Tenéis toda la razón —apunté obsequioso.

—El archiduque —continuó Juana haciéndome caso omiso— le explicó a Matienzo con el mayor descaro: «A esta, que es solo hija, páguela la archiduquesa los gastos, que ya pagaré yo cuando Dios nos dé un hijo varón». Y, en efecto, cuando nació Carlos mi gentil esposo me colmó de obsequios. Recuerdo que Felipe preparó mi parto como si estuviera seguro de que sería varón, como así fue. Quería que naciera en Gante y se ocupó de que nos trasladáramos aquel mes de diciembre de 1499 desde Bruselas en dos carruajes tapizados con seda y terciopelo negros; desempeñó algunas joyas y una caja de oro para exhibirlas en aquella ocasión, y dos monjes de la abadía de Anchín me trajeron un anillo que la Virgen María había llevado puesto mientras daba a luz a Cristo. Cuando comprobó que era niño me regaló una rica esmeralda incrustada en una rosa blanca, que le costó cuatrocientas libras y, como recordarás, se celebraron las mejores fiestas nunca vistas, con grandes luminarias, fuegos artificiales, juegos de moros y cristianos y todo lo que se nos ocurrió sin regatear un céntimo. Sí, entonces se mostró generoso, pero después no me dejó ni un maravedí del que pudiera disponer libremente, ni siquiera de lo que era mío, ni de las sesenta mil libras que me asignaron; quería que pidiera dinero a mis padres como si fuera un estudiante de Salamanca.

—Aquel 24 de febrero de 1500 fue un gran día para todos. —Por fin vi una oportunidad de justificarme—. Su alteza alumbró un heredero para Borgoña, para Castilla y para el Sacro Imperio Romano. Yo trabajé entonces para que la casa de su alteza alcanzara mayor esplendor y vuestra alteza mayor protagonismo, pero debo decir que su alteza me paró los pies.

—Tienes razón, Gutierre. Yo, pobre de mí, pensaba que podría conseguir lo mismo con amor, y lo hubiera conseguido. En la intimidad Felipe aceptaba lo que yo le proponía, pero luego venía su valido de entonces, Francois de Busleyden, el arzobispo de Besancon que en paz descanse, que era muy antiespañol, y el archiduque cambiaba de opinión o no osaba contradecirle. Mi esposo, como sabéis, es muy manejable; antaño por el arzobispo y su acólito Filiberto de Vere y hogaño por Manuel.

Yo había explicado sin rodeos a los Reyes Católicos hasta dónde llegaba la increíble subordinación del archiduque ante el obispo: «Este señor —les escribía en referencia a aquel— no sabe comer si el arzobispo de Besancon no le dice que coma; y es tan dueño de él que yo nunca había visto un religioso que osara tanto dominio de su señor». Yo alababa a Juana en mi carta porque a pesar de su poca edad mostraba tanta cordura, y arremetía contra el arzobispo Busleyden y contra monseñor de Vere a los que acusaba de estar entregados a los vicios de garganta: glotonería, borracherías, fanfarronadas y difamaciones.

—No obstante —retomó el hilo Juana—, yo lo hubiera soportado todo hasta que mi esposo empezó a bajar las faldas a todas las damas con que se cruzaba. Seguiría contándoos mis desgracias, pero debemos proceder a cumplir con nuestro deber pues en cualquier momento podemos ser interrumpidos. ¿Qué desea mi querido padre? Sea lo que fuere su hija obedecerá en el acto.

—Señora, ya conocéis el testamento de la reina Isabel.

—No tengo la menor idea…

—Aquí tenéis una copia que he traído para vos, pero en aras a la brevedad os resumo la cláusula que nos afecta en estos momentos: la reina proclama que sois vos la reina titular y propietaria del reino, pero añade que si su alteza no desea asumir la pesada carga del gobierno, sea el rey Fernando, vuestro padre, quien lo haga en nombre vuestro, la reina propietaria, y siempre con vuestra real aquiescencia.

—Veo que mi madre, la reina, interpretó mis deseos mejor que yo misma. Mi padre, que ha gobernado prudentemente el reino en los últimos treinta años, y que lo ha engrandecido hasta convertirlo en el más poderoso del orbe, es el más apropiado para gobernar el reino. Sería un desastre que todo el poder recayera en mi esposo, pues serían los flamencos y no los castellanos los que ocuparían los puestos y prebendas, y nuestros fueros y costumbres se verían arrumbados, pasados por el rodillo germánico. Yo amo a mi esposo a pesar de todos sus desaires, pero no hasta el extremo de que se pierda Castilla. En fin, vayamos a nuestro negocio: ¿qué quiere mi padre que escriba?

—Señora, me he permitido traer la carta escrita para facilitar la tarea —afirmó Conchillos.

—Acabemos pues cuanto antes.

Juana la leyó detenidamente y puso su nombre con gesto decidido.

—Solo una cosa más, alteza, si me permitís el atrevimiento…

—Dime, Conchillos, ¿qué más puedo hacer por vosotros?

—No se os ocultará el peligro que corremos al llevar esta carta con nosotros. ¿No sería posible que vuestra alteza se la hiciera llegar a don Fernando por medio de alguien de confianza?

—No pedís poca cosa. Veamos, veamos… mi copero Miguel de Ferrara, gentilhombre de mi casa, debe partir pronto para Castilla.

—¿Confiáis en él, señora?

—Hasta ahora no tengo motivos de queja, pero nadie está seguro estando Manuel al acecho. ¿Se os ocurre otro modo? En todo caso, lo consultaré con Sebastián de Olano, mi secretario.

Ante el silencio general, Juana guardó la carta en su corpiño, y nos dio a besar la mano dando por concluida la entrevista.

Tenía razón la reina: nadie estaba seguro con don Juan Manuel al acecho, y menos Lope de Conchillos, que sufriría en sus carnes las torturas infligidas por aquel hasta volverle loco. Desde entonces no levantó cabeza; quedó tocado hasta la muerte. El resto de mi narración no es más que el recuerdo de lo que me contara el segundo secretario de Fernando el Católico. Espero que don Juan Manuel pueda completarla. El pobre Conchillos me confesó su vía crucis, que apenas pudo concluir con un nudo en la garganta.

Donde habían metido al secretario no merecía ni el nombre de celda, acaso el de inmundo agujero. Le despojaron de sus vestiduras salvo de una camisa que de nada servía para protegerle del frío y de la humedad, le arrebataron su joya más preciada, el reloj de bolsillo, aunque de nada le hubiera servido en aquella oscuridad. Se preguntaba el secretario dónde había estado el fallo. Doña Juana había prometido confiar la comprometedora carta a Miguel de Ferrara, en quien la futura reina confiaba, que se encaminaría directamente a Castilla. ¿Se habría arrepentido Juana de su maniobra, entregando la comprometida misiva a su esposo en uno de esos momentos en que aquella perdía el oremus? ¿La habría traicionado su copero, haciendo méritos con don Felipe? ¿Habría algún espía de don Juan Manuel oculto en la cámara de Juana cuando se reunieron con ella Gómez de Fuensalida y él?

Don Lope estiraba la camisa, se abrazaba el pecho y daba saltitos en un intento inútil de luchar contra el frío. La cortedad del agujero le impedía calentarse andando de un lado para otro. Contra el miedo nada podía hacer. Rezaba y blasfemaba alternativamente. Se decía: «Dios no puede abandonarme», y acto seguido: «Bien que puede hacerlo. ¿Dónde está Dios cuando se le necesita?», reprochándose a continuación su desconfianza sacrílega que, sin duda, sería castigada. Trató de hacer un pacto con Dios: pagaría mil misas, renunciaría a comer carne durante un año; contendría la lujuria… ¿No sería más práctico pactar con el diablo? Quizás la solución sería hacerlo con don Juan Manuel y el Hermoso. Por él no quedaría, que eso de las fidelidades debía tener un límite. Finalmente, don Lope, desesperado, rompió a llorar como un niño. Había alcanzado el piadoso sopor de la impotencia cuando alguien descorrió el cerrojo de la mazmorra. Don Lope se levantó de un salto.

—Tenga la bondad de seguirme, señor Conchillos. —La voz del carcelero era descaradamente irónica—. Se le espera en la sala del homenaje. Bienvenido al castillo de Villaborda.

Recorrieron interminables pasillos iluminados por antorchas antes de que a don Lope se le invitara a pasar a la «sala del homenaje». No necesitó el invitado percatarse de la naturaleza de aquel homenaje al comprobar que no faltaban instrumentos de tortura.

—Supongo que estaréis familiarizados con estas herramientas. —El carcelero se expresaba en un castellano con fuerte acento andaluz—. No obstante, don Lope, podrá observar su excelencia el refinamiento del material de que disponemos y pronto notaréis que el verdugo, el respetable señor Bandana, a su servicio, es un verdadero experto en el delicado arte del tormento.

—Pero, pero… —balbuceó el secretario de Fernando el Católico—, todo esto es innecesario, preguntad lo que queráis que no quedará pregunta sin respuesta.

—Así lo imagino, don Lope, pero el reglamento es el reglamento. No se impaciente vuestra merced, que cada cosa lleva su tiempo. No obstante, vuestra buena voluntad merece que el señor Bandana no extreme su rigor profesional. Le descoyuntaremos solo un poquito.

Conchillos cayó al suelo pálido como un muerto, pero la privación duró poco, hasta que Bandana le echara encima un cubo de agua fría.

—Vamos, don Lope, no se nos rinda tan pronto, le voy a hacer un gran favor: elija usted mismo el instrumento más de su gusto. Veamos el catálogo. Ya conocéis el potro, muy preferido en estas tierras y muy familiar en vuestra inquisición. Si lo elegís, mantengo mi promesa de descoyuntaros muy poquito. Creo que podemos excluir el aplastacabezas, demasiado definitivo para mi gusto. Primero se aplastaría vuestra hermosa dentadura. Después la mandíbula y, finalmente, el cerebro se escurriría por la cavidad de vuestros ojos, un poco bárbaro a mi modo de entender este respetable oficio.

Las palabras del andaluz llegaban a Conchillos desde un remoto lugar de su cerebro. Se negaba a escucharlas con la ilusa esperanza de que de esta forma eludiría la tortura.

—Pietro Barbi, como papa Pablo II, también llamado el Hermoso, como nuestro rey —añadió didáctico el verdugo andaluz—, nos ha dejado un buen legado de torturas. Él era muy partidario del toro de Falaris, que podríamos aplicar a vuestra señoría en recuerdo de nuestra patria tan aficionada a los toros. Yo, sinceramente, prefiero el potro pero eso va en gustos. Ya sabéis cómo funciona el toro de Falaris, muy usado por el Santo Oficio. Quizás prefiráis un exótico procedimiento chino, asombroso por su sencillez y eficacia. Mirad esa rata de la jaula inofensiva hasta que se la enloquece. Habréis observado que la jaula tiene una puerta en la parte inferior. Lo mejor es que vos mismo comprobéis su ingenio. Vamos a ver. Pongamos la jaula sobre vuestra tripa, que por cierto parece un poco abultada. Deberíais cui daros un poco. Ahora veréis como se transforma este roedor cuando le apliquemos la antorcha y abramos la portezuela inferior, y la pobre ratita, que no tiene otra salida, se abra paso excavando un túnel a través de vuestro abultado abdomen.

—¡No! —El grito de Conchillos fue espantoso—. No, no, no, señor guardia, quitadme a este bicho… os diré todo lo que queráis saber y os daré lo que queráis.

—Bien, bien, don Lope, entiendo vuestra aprensión. Yo tampoco simpatizo con estos bichos. Quizás sea mejor la doncella de hierro. Es ese bello ataúd de meritoria artesanía que veis a vuestra izquierda, una doncella acogedora y cruel que os abrazará como una fiera cuando cierre la artística puerta, y clavará en vuestra merced sus garfios por donde más habéis pecado, don Lope.

Le parecía mentira, pero ahora don Lope prestaba al andaluz la mayor atención. Había pasado del horror absoluto al pragmatismo horrorizado valorando las alternativas que le ofrecía el amable verdugo.

—Veo, don Lope, que no os disgusta del todo la doncella de hierro. Si la elegís os echaré una mano y dirigiré los pinchos hacia donde no quede comprometida vuestra estirpe.

—Os agradezco en el alma vuestra amabilidad, don…

—Don Cosme para serviros, natural de Sevilla. Sigamos con nuestra tarea, supongo que despreciaréis el tormento del agua, que es una vulgaridad. Se trata de meter un embudo en vuestra garganta y echar agua hasta que reventéis. Si por lo menos echáramos vino… pero me lo tienen prohibido. Lo que más se lleva por estas tierras flamencas y en las alemanas es la rueda, cuyos efectos menores son como los del potro, el descoyuntamiento, y los mayores la ruptura de un brazo o de una pierna. El desenlace final es que cuando mi amigo Bandana acaba la tarea, se os deja en la rueda a la intemperie para que los buitres y otros animales os saquen los ojos y todo lo aprovechable de vuestro abundante cuerpo. No, no os soliviantéis, que no haremos con vos nada definitivo. No me parecen propios de vuestra dignidad el uso de utensilios vulgares como la sierra, los alicates o el hacha. Tenéis que ir tomando una decisión, ya que si no lo hacéis, me vería forzado a adaptarla en vuestro nombre, y no estoy seguro de acertar. El péndulo no está mal. Bandana os colgaría con cuidado, sin colocaros pesas en los pies, caritativamente.

—Me pongo en vuestras compasivas manos, don Cosme, lo que vos queráis.

—Es una gran responsabilidad pero agradezco la confianza, lo mejor es el péndulo. Vamos, Bandana, proceded a ello con la máxima consideración para nuestro invitado.

Conchillos no pudo contener las lágrimas. Cuando irrumpió en la sala don Juan Manuel, don Cosme le había atado las manos a la espalda y le había colgado durante un tiempo que era incapaz de calibrar. Tenía la convicción de que en cualquier momento caería su tronco al suelo dejándose los brazos en el techo. Rezó con más fervor que nunca y maldijo como jamás había maldecido, pasando sin solución de continuidad a las lágrimas. Cosme había salido de la sala y Bandana, que no debía de saber una palabra de español le miraba indiferente, quizás con desprecio por su poco aguante, cuando entró en la sala don Juan Manuel. Conchillos lo acogió como al divino salvador, arreciando en lágrimas de sincero agradecimiento. Aquí termina mi historia. Lo que siguió está más acreditado Juan para contarlo, pues él fue el actor principal junto al pobre Conchillos.

Así fue como don Juan Manuel, señor de Belmonte,

justificó el tormento infligido a Conchillos.

Nuestro anfitrión había escuchado atenta y condescendientemente.

—Queridos amigos, hay que felicitar a nuestro embajador por la impresionante narración que nos ha regalado, que no osaré contradecir en ningún extremo. Por el contrario, continuaré el relato donde Fuensalida lo ha dejado, con más conocimiento de causa que nuestro bienintencionado embajador, ya que su información es de segunda mano, y yo, como él ha señalado, fui actor de aquellos lamentables hechos. Sin embargo, antes de tomar el hilo de la historia, me gustaría hacer algunas consideraciones morales que me justifican.

A todos los que estamos en torno a esta mesa nos horroriza el tormento, y a todos, creo yo, nos gustaría que no fuera necesario. El sábado escuchábamos la narración que nos hiciera Alonso, quien describió, con honradez admirable por afectar a un familiar suyo, cómo fue atormentado mi amigo y colaborador Miguel de la Vega. Me compadecí entonces para mis adentros por el sufrimiento de mi amigo, pero no por ello condené el trabajo de la Santa Inquisición, como no condeno el que practica la justicia ordinaria. Negar esto es negar a Dios Nuestro Señor, que ha creado el purgatorio y el infierno, donde se infligen a los pecadores torturas más refinadas de las que yo ordené administrar.

Conchillos salió de Villaborda, un poco más loco de lo que estaba pero salió, pero del infierno, queridos amigos, no se sale y no hay un solo segundo en el que el pecador no sea sometido a los tormentos más horribles. Yo autoricé, en efecto, que se atormentara a Conchillos, pero lo hice para evitar males mayores, que en aquel momento podían llegar hasta la guerra civil. Quien tiene la responsabilidad de gobernar no merece seguir en su puesto si le tiembla la mano ante la tortura o la ejecución del delincuente y si tiene una conciencia bien formada no debe temer el más mínimo desasosiego. El gobernante debe unir al conocimiento de las leyes la aritmética elemental, es decir, asegurarse de que mata a menos de los que salva o puede salvar.

Tras este exordio, nuestro anfitrión retornó tranquilamente la historia donde Fuensalida la había dejado.

El «verdugo andaluz» como le ha llamado el embajador excesivamente, y que podéis conocer si lo deseáis, pues realiza menesteres en el castillo, había anunciado mi presencia al atribulado Lope con cierto dramatismo:

—Don Lope, ahora todo depende de vos, tenéis una ilustre visita. Os recomiendo que no le impacientéis, que es hombre de poco aguante.

En ese momento irrumpí en la sala del homenaje exhibiendo una cálida sonrisa.

—Bien, Conchillos, veo que se os trata con esmero.

—Don Juan Manuel, beso sus manos. ¿En qué puedo serviros? Estoy a vuestra completa disposición y a la de don Felipe. Mi bondadoso señor, decidirse lo que queréis saber y responderé en el acto.

—Poca cosa don Lope, Miguel de Ferrara ha cumplido con su deber entregándonos la traicionera carta que con vuestras malas artes hicierais que firmara la reina.

—Ha sido una gran equivocación, don Juan Manuel, ahora lo veo. Solo os ruego que en vuestro justo juicio tengáis en cuenta mis buenas intenciones. Nada deseo más que el buen entendimiento de la familia real…

Entonces me torné la molestia de informar al secretario de lo que había pasado, Miguel de Ferrara estaba abrumado por la responsabilidad indeseada que le había caído encima. La reina no le había informado del contenido de la carta que debería llevar a su padre, pero le había insistido en su exigencia de secreto, advirtiéndole de la posibilidad de que yo interceptara su camino. Ferrara trató de eludirme, pues no ignoraba que leo la cara de los hombres más curtidos, pero decidió desviarse del camino para saludar al archiduque, que se encontraba en Tréveris.

Me imagino al pobre diablo aragonés tratando de quedar bien con todos, con doña Juana y con su esposo, pero lo suficientemente astuto para en el caso en que no pudiera contentar a todos hacerlo con don Felipe. Además, ¿quién le aseguraba que doña Juana no hubiera cavilado alguna locura? ¿Quién le garantizaba que en un arrebato de amor no se lo confesará todo a su esposo, quedando el copero a los pies de los caballos? Hay que andarse con pies de plomo en estos tiempos que corren, si uno no quiere que sea su cabeza la que caiga bajo el filo de la espada, así que don Miguel pide audiencia a Felipe, le informa de que desea despedirse de él, pues parte para Castilla, y se ofrece para cualquier servicio que el futuro rey de Castilla desee, y como el que no quiere la cosa le dice al archiduque que precisamente es portador de una carta de doña Juana a su padre por si desea escribir alguna posdata. Felipe se la arrebata y monta en cólera. «Esto, señor Ferrara, es traición». El aragonés palidece, y jura que no sabía su contenido como prueba su buena fe al entregársela. Felipe se muerde los labios y sigue gritando palabras de traición, pero finalmente tranquiliza al demudado mensajero: «Está bien, Ferrara, admito vuestra buena voluntad. Marchad en paz para Castilla, y no digáis a nadie nada sobre este negocio». Acto seguido el archiduque ordena que se detenga a Conchillos, que se le someta a tormento y que se averigüen todos los detalles sobre la conspiración de su suegro.

Don Juan Manuel cambió el tono distante y adoptó el cínico y arrogante que yo tanto odiaba. Felipe no se quedaría descontento. Conchillos cantó todo lo que sabía y lo que se imaginaba, las decisiones tomadas por Fernando, sus planes, los apoyos conseguidos entre la nobleza, los sobornos a los cronistas y proporcionó la lista de los cortesanos de Flandes que habían sido comprados por el Católico.

—Creo que he cumplido a vuestra plena satisfacción, don Juan —suspiró finalmente el infeliz.

—Ciertamente, Conchillos, has cumplido con tu obligación.

—¿Y ahora? Podré volver a casa, supongo.

—La verdad, Conchillos, eso no es tan fácil. El rey Felipe está muy irritado contigo. Tengo que encontrar el mejor momento para obtener clemencia, pero tu tormento ha terminado, así que lo mejor es que consideres Villaborda como tu casa. Recibirás ropa, comida, buen trato y asistencia religiosa, que es lo más importante para un hombre tan piadoso como tú. Ya veremos lo que Dios y don Felipe deciden.