Noveno día en Belmonte.
Durante el cual Cata me confía el
vidrioso asunto del robo perpretado a la reina Juana
Mayo de 1523.
Don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos y presidente de la junta de Indias, se levantó, nos agradeció la paciencia, nos bendijo, se despidió de doña Catalina y de su hija, y montó en el coche camino de su diócesis. De nada sirvió que le rogáramos que nos acompañara algunos días más. Alegó que no le sobraba un minuto, pues tenía muchos asuntos que arreglar antes de entregar su alma a Dios.
En cuanto se disipó el polvo del cortejo episcopal me las arreglé para encontrarme a solas con Cata. Fui directamente al grano.
—Tendrías la infinita bondad, Catalina Manuel y de Rojas, de confiar a tu viejo amigo que tanto te quiere, cuáles son tus manejos, ¿cuál de tus caras es la verdadera?
—La que tú tan bien conoces, la de una chica de su tiempo poco agraciada, pero que sufre el empedernido vicio de pensar con la cabeza y, lo que es peor, de actuar en consecuencia.
—Baja a la tierra, Cata, y dime por qué actuaste conmigo de forma tan sospechosa.
—¿Sospechosa dices? Si, para mi desgracia, soy diáfana como el cristal.
—¿Por qué has dejado que sospechara que me vigilabas por orden de tu padre?
—En realidad, te servía de escudo.
—¿Y eso?
—De no haberle prometido vigilarte, mi padre hubiera encargado la tarea a un esbirro menos escrupuloso; ya le conoces.
—Pero ¿por qué no me advertiste?
—Porque disimulas aún peor que yo y te hubieras traicionado y, además, no quería poner en evidencia a mi padre que tiene su propia política.
—Entonces ¿por qué has cambiado ahora tan de repente?
—Decidí hacerlo cuando te secuestraron.
—Y estuvieron a punto de matarme. ¿No me digas que tu padre es ajeno al vil secuestro al que fui sometido?
—Es posible que no fuera del todo ajeno, pero, tranquilo, Jaime, que aunque sufra tu vanidad créeme que no te hubiera matado. Tengo su promesa de que mientras estés en su casa no te pasará nada. Por lo demás, no estoy seguro de que mi padre participara en esa fechoría, aunque sí lo estoy de que si hubiera tenido constancia de ello no habría consentido que te mataran.
—Pues trasmítele mi agradecimiento, pero ¿no crees que el asunto podía írsele de la mano? No dudo que Manuel solicitara piedad para mí, pero cuando está en juego la conservación del poder se impone siempre el partido de los implacables, de los que no se andan con delicadezas.
—Mira, Jaime, si he de decirte la verdad yo tampoco las tenía todas conmigo cuando desapareciste. Me tranquilizó el respeto que sienten por mi padre, pero, por si acaso, puse el asunto en conocimiento de Alonso.
—¿Fuiste tú quien le avisó? —pregunté ansioso.
—Así fue, querido tonto, pero no saques conclusiones precipitadas.
Cata me hizo un breve discurso político: Carlos 1 tenía que cambiar de política, pero no había que cambiarle a él, ni por Fernando ni por la reina Juana. El reino necesitaba calma, y después de la guerra de las comunidades y de las germanías lo que había que hacer era convencer al emperador de que viviera en España, de que trasladara aquí su corte, de que aprendiera español y de que se rodeara de españoles. Confiaba Cata en el buen consejo de nuestro común amigo Erasmo de Rotterdam, quien había dedicado a Carlos, cuando este tenía solo quince años, la Institutio principis christiani, y a quien el emperador, que le tenía en gran estima, había traído ahora con él. No estaba pues metida en ninguna conspiración, aunque no pudo negarse a propiciar un encuentro del obispo de Cuenca con la reina. Comprendía que había sido un paso peligroso que no entendería su padre si llegaba a enterarse, pero era algo que debía a la pobre reina, quien tendría que decir la última palabra sobre la propuesta que le transmitirían el prelado y Alonso, un paso tan peligroso como mi participación en el asunto, aunque tratara de justificarla por mi condición de cronista.
—¿Puedes ser tan maravillosa como para contarme lo que te dijo Juana sobre los ladrones de sus joyas?
—No tienes arreglo, Jaime, siempre serás un empedernido cronista.
—Te juro que te guardaré el secreto el tiempo que sea necesario, hasta que tú misma me autorices a contarlo.
—No me darás palabra de cronista.
—Palabra del amigo que más te quiere.
—Quizás te lo cuente, pues Juana no me ha exigido silencio. Es más, creo que desea que se sepa, aunque no de su propia boca.
—Entonces el quizás sobra.
—El quizás depende de un trueque. Te lo cuento si me confiesas todo lo concerniente a tus relaciones con tu monja, que en la tarde de toros bien que te escurriste.
Aceptado el trato, Cata me transmitió lo que le había confiado la reina:
—Catalina, me están robando, empezaron llevándose un collar, un anillo o un colgante, confiando en que como loca que soy, no me enteraría, pero ahora lo hacen a manos llenas: cofres enteros, las más valiosas joyas que me regaló mi querido esposo, perlas, brazaletes, diademas, vestidos… un verdadero expolio.
—Pero ¿quién se atreve?
—Al principio pensé que eran los criados, como me ocurrió al principio de mi encierro, cuando unos sirvientes soeces me trataron como a un animal. Se burlaron de mí y me robaron aunque cosas de no mucho valor: paños, peines y ungüentos. Me quejé de ello a mi confesor y los criados infieles fueron despedidos y castigados a penas de azotes. No se supo nada de aquello; se tapó para evitar el escándalo. Después me quitaron al jefe de mi casa y pusieron a un alma de la caridad que me mejoró algo la vida. Me dejaba acudir al convento de Santa Clara y alguna otra libertad, hasta que pusieron a este, a Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y a su esposa, que espero ardan en el infierno por toda la eternidad.
—¿Y quién os roba ahora? —insistí.
—Catalina, no seas inocente. Los robos de esta cuantía no pueden perpetrarse sin la autorización, por lo menos la autorización, de los marqueses de Denia.
—¿Y por qué no los ha denunciado su alteza?
Se hizo uno de sus silencios que conocemos, que culminó en un ataque de lágrimas que me conmovió hasta lo más hondo.
—¿A quién voy a denunciar, inocente alma de Dios? ¿A mi hijo Carlos? Es mi hijo y me rompe el alma reconocerlo, el ladrón.
Ya no había forma de contenerla. Percatada de que le robaban, Juana pidió explicaciones a un criado del que siempre había estado complacida quien confesó que todo era cosa de los Denia. Juana se lanzó debajo de la cama, donde tenía un cofre con sus objetos preferidos. Se tranquilizó al comprobar su peso, lo abrió y lo encontró lleno de ladrillos. Hecha una fiera, llamó ladrona a la marquesa de Denia, quien, enfurecida, la informó, insolente, de que recibía orden del emperador en persona, que le había dicho que ella ya no necesitaba esas joyas y que serían una dote maravillosa para la infanta Catalina, la hija póstuma que vivía con ella en Tordesillas y que se preparaba para casarse con Juan III rey de Portugal.
—Yo le hubiera regalado gustosa a mi querida hija Catalina, la única alegría que he tenido en mi prisión, todo lo que ella quisiera y más, pero no soporto que me robaran las joyas —me confesó la reina—. Pero eso no fue lo peor —añadió llorosa—, completada regiamente la dote de Catalina, su hermano, el emperador, mi hijo, mandó a los Denia que le dieran a él cuanto vieran de valor en mi casa, y autorizó a los marqueses a quedarse con lo que su discreción les aconsejara. Todo mi oro y mi plata lo fundió Carlos sin cuidarse de lo que tenía para mí un valor que no se compra con dinero, como las joyas que me regalara mi madre.
—¿Y no se quejó su alteza ante su hijo? —le pregunté.
—Cuando me visitó me llevé una gran alegría. Ten en cuenta que tardó diecisiete años en venir a mi casa. Me alegré mucho de verle tan majestuoso y le colmé de besos y bendiciones.
—¿Y no le dijo nada su alteza?
—Me quejé dulcemente, pero mis palabras fueron amargas: «Bien está que me hayáis quitado el reino, pero no esperaba que me arrebatarais también mis joyas».
En este punto, querido Jaime, la reina me despidió con un gesto, cayendo otra vez en la sima del silencio. A la salida, el criado que había facilitado nuestra entrevista me dio cuenta detallada de aquel expolio: «Se están llevando todo —me dijo apenado el buen hombre como si las joyas fueran de su propiedad—: Piedras preciosas, colgantes, collares, gargantillas, cruces, cadenas de oro, cinturones, anillos, pulseras, alfileres para el sombrero, medallones, camafeos, botones, lazadas, platería, libros, manuscritos iluminados, pinturas, tapices y todo lo que pueda imaginarse vuestra merced».
El fiel criado me hizo un verdadero inventario del tesoro de la reina, sin ocultar el juicio que le merecían la infanta Catalina y su hermano el emperador: «Catalina —precisó el criado con la pulcritud de un notario— ha elegido las joyas más queridas por mi señora: el joyel del penacho con diamantes, el joyel del jesús con cuarenta diamantes, trece rubíes y perlas colgantes, el de la estrella, un rubí y diamantes con tres grandes perlas, el joyel del avestruz con un gran rubí, el del corazón, una esmeralda y una perla colgante unidas a una cadena de oro con representaciones de las cinco llagas de Cristo, el joyel de las flores, el de oro de unas hojicas, un gran rubí con siete perlas que su marido le regaló cuando nació su hijo Fernando, una gargantilla compuesta de treinta y cuatro eslabones de oro en forma de A, inicial de la casa de Austria, otra joya en forma de P, la inicial de su esposo en francés, Philippe, engarzada con seis diamantes y una perla, una cruz de san Andrés de cinco diamantes que era de la madre de su esposo y que este regaló a mi señora en el año nuevo de 1497, un gran diamante punta con tres perlas colgantes en forma de garbanzo y muchas otras maravillas que tan buenos recuerdos traen a la reina». Eso es todo, insaciable cronista.
Donde me veo obligado a confesar a Cata
cómo conocí a Inés en 1504 y hasta dónde
llegó mi intimidad con la monja.
Ahora me tocaba a mí satisfacer la curiosidad lo que, la verdad, no me apetecía gran cosa.
—¿Por dónde íbamos?
—Me explicabas en el pinarillo, adonde astutamente me arrastraste, que fornicabas con Inés por exigencias de tu trabajo, porque era una fuente privilegiada de información.
—Un resumen un poco tendencioso el tuyo. Es verdad que unía lo útil con lo agradable, el ocio con el negocio, pero también te dije que la tomé afición hasta el punto que llegué a temer que acabara con mi dulce soltería.
—A pesar de que es más fea que Vulcano.
—Puede ser más fea que Vulcano y que Plutón juntos, pero no es una arpía, y lo de fea ya te dije que es relativo.
—Déjate de evasivas; me dijiste que Inés no era simplemente fea, ni muy fea, sino que era fea con avaricia, fea de solemnidad, fea con ostentación.
—Lo cierto y verdad es que no me sentí muy impresionado cuando la vi por primera vez. Me la presentó la madre superiora en una ocasión en que la visité para recabar cierta información. La gobernanta del convento, la reverenda madre Teresa, que ya había superado los cuarenta y cinco años, me acogía siempre con mucho calor y un punto de divertida complicidad que no se recataba en extender a lo escabroso.
—Creo que la conozco. Es una monja de noble ascendencia, buena educación, especialmente en latín y humanidades, y de un vitalismo arrollador.
—Con lo que yo me he quedado es con sus superiores curvas, que la habilitaban como inagotable madre de leche, así como con sus redondeles inferiores a las que solo se podría objetar cierta sobreabundancia.
—Eres un cerdo, ¿es que no puedes verle su lado espiritual?
—Sus curvas eran lo más espiritual que tenía.
—Eres incorregible.
—Sor Teresa disfruta de la vida, y esa es la forma más sublime de adorar al Creador. Come con apetito de todo, y es mucho lo que le regalan nobles, ricoshombres, sacerdotes, obispos, letrados y demás visitantes, gentes que encuentran en ella buenos consejos, relaciones discretas y una atención refinada. Nunca le faltan los cochinillos más delicados, los más tiernos corderitos, las gallinas más apetitosas y todo tipo de caza, además de buenos vinos de las más variadas procedencias.
—Admiro su espiritualidad, tan sublime como conveniente.
—Domina el arte de que todo visitante se considere el mejor atendido. Cuida de todos los detalles del convento, la abundancia de flores renovadas a diario, suelos relucientes, manteles delicados y lo que más agradecen las monjas: selecciona a los confesores más comprensivos, a ser posible jóvenes, y algo que el convento valora especialmente: que las hermanas puedan elegir confesor y por tanto rechazarlo si no se muestra comprensivo, un privilegio que se niega en otros conventos y contra el que el movimiento reformista en el que estaba empeñado Cisneros objetaba seriamente. Ya verían lo que les duraba la buena vida, me confesó Dominga, la hermana portera, pero mientras dura, vida y dulzura…
—Pero, Jaime, ¿de quién te enamoraste de Inés o de su superiora? —preguntó Cata—. Te cuesta entrar en materia, te escurres como una sabandija para no hablarme de tu amante.
—Ahora iba. Yo estaba convencido de que la superiora sabía lo nuestro, pero nunca se permitió transgredir las buenas formas. Siempre que yo visitaba a Inés preguntaba previamente por la superiora. Un día me dijo: «Debo reconocer que has elegido con sabiduría por la sabiduría… Inés es nuestra perla más preciada». Eran elogios algo envenenados, cargados de retintín, como si dijera: «Algo tenía que tener esta pobre mujer. Dios Nuestro Señor es misericordioso hasta en sus chapuzas, hasta en las obras que le salen mal».
—Pero para ti era la gloria divina.
—Reconozco que yo la contemplaba de otra forma, con aprecio de sus cualidades culturales, ciertamente, pero también con un deseo escasamente espiritual, un apremiante deseo lujurioso. En mi primer golpe de vista había contemplado a Inés de la misma forma que su superiora y sus compañeras. Para ser más exacto debería decir que no la vi; no percibí en ella más que un acompañamiento, una sombra oculta tras la fuerte personalidad de la madre Teresa, pero a los pocos minutos me obnubiló su sonrisa acogedora y su risa franca que de golpe reducían a cero las distancias. Más tarde abandoné el eclecticismo y dejé de decirme: «Es fea pero interesante» para concluir: «es interesante de puro fea, su fealdad me excitaba como no lo conseguiría la más bella y acicalada de las damas más deseadas de la corte».
—Muchas gracias.
—Las que tú tienes, querida, que son incomparables con las de Inés. Te hablo de una época pasada, mucho antes de que tuviera la ventura o desventura de conocerte. Inés era la segunda jerarquía del convento, pues su cargo exigía la organización de la vida de una comunidad de una cincuentena de monjas, de los agricultores que atienden el huerto, de los jardineros, panaderos, así como de la atención de los pobres. Inés se ocupaba con buen tino de encauzar las peticiones de limosnas, de gastar con prudencia y de anotar cuidadosamente todos los gastos, un oficio que solía llevar en otros conventos a la prepotencia y hasta a la crueldad. En cambio sor Inés aplicaba la dulzura de su verbo y de su voz, incluso cuando se veía obligada a regañar y castigar.
—¿Por qué no vas al grano? ¿Cuándo y cómo te la llevaste a la cama?
—Paciencia, Cata, me has pedido que te cuente desde el Ángelus hasta el Ite misa est.
—Me armaré de paciencia, pero no te vayas por las ramas. ¿Cuándo y cómo te la llevaste a la cama?
—Tardé algún tiempo desde que troqué mi admiración por sus virtudes, la agudeza y el ingenio de sus juicios, la amenidad de su conversación y de sus ocurrencias por un deseo que llegó a ser apremiante, contra lo que yo esperaba en una persona de tan pocos atractivos físicos. Me costó avanzar en la conquista de esta monja que, pensaba, debía ser más accesible por necesitada.
—Pobrecilla.
—Empecé a pasar por el convento cada vez con más frecuencia, intercambiando información con la superiora. Más adelante me las ingenié para verme con ella a solas invocando distintos pretextos: una traducción del latín al castellano o del castellano al latín o la aclaración de un detalle relacionado con la historia eclesiástica de Segovia que debería servirme para documentar un opúsculo.
—¿Y ella no se percataba de nada? Me extraña porque las mujeres las cazamos al vuelo.
—Reconozco que pronto no tuve la necesidad de buscar pretextos al coincidir ambos en que disfrutábamos conversando.
—Y entonces se produjo el hecho…
—Cata, paciencia, un momento importante fue cuando Inés accedió a prestarse a un ruego que le había hecho insistentemente, que me presentara a Mencía de Lemos, la célebre amante del cardenal Mendoza que se escondía en el anonimato y había adoptado el nombre de Fuencisla, la hermana Fuencisla, Fuencis para el convento, quien después de mucho deambular tras la muerte del cardenal, en 1493, fue acogida por la madre Teresa con amor y mucho respeto para quien tanto había amado. Fuencis había hecho gran amistad con Inés y aunque no le gustaba divulgar su pasado, tampoco lo consideraba motivo para avergonzarse. Simplemente no quería dar pábulo a la malicia de quien se acercaba a ella en busca de detalles escabrosos sobre el cardenal, un personaje muy poderoso a quien llamaban «el tercer rey de España». Fuencis había hecho muchas confidencias a su amiga Inés, y no se hizo de rogar cuando esta la puso en antecedentes sobre mí. Aquel día era domingo y, tras cumplir las obligaciones religiosas, disfrutaban ambas de mucho tiempo libre. Cuando llegué aquella tarde festiva, ya estaban esperándome junto a una acogedora chimenea plateresca donde ardían troncos de encina perfectamente cortados y cuidadosamente colocados en tres montones en razón de su grosor.
—Reconozco que la historia es interesante, pero me da la impresión de que vas a seguir el ardid de Las mil y una noches, y jamás me explicarás cómo fue que te la llevaste a la cama y que pasó, pero sigue, me interesa lo que me cuentas de la amante del Gran Cardenal.
—Todo tiene relación Cata; estoy confesándome contigo como si fuera mi confesión general. Cuando termine verás como esta historia de Fuencis tiene que ver con el hecho de que me la llevara a la cama, como tú dices con escasa discreción femenina.
—Que así sea.
—Inés me presentó a Fuencis. Yo tomé su mano entre las mías e hice una ligera inclinación de cabeza. Era una mujer pequeña que a pesar de su edad, yo la estimé en unos sesenta años, aunque bien podían ser más, conservaba un algo de frescura infantil. «Señora», le dije, «conocerla es para mí un honor inesperado y un gran placer». «Siéntate, Jaime», me invitó sonriente, «y no te pongas demasiado formal. Inés me ha puesto en antecedentes pero no los necesitaba. Solo de verte una sabe que está hablando con gente de bien».
—Que Dios le guarde la vista —apuntó Cata.
—¿Sigo o no sigo?
—Continúa, por favor.
—«Me gustaría dejar claro», advirtió Fuencis, «que no quisiera que escribas mis historias, por lo menos hasta que yo entregue mi alma al Señor. Desgraciadamente, mi esposo, don Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal, ya fue llamado y descansa en paz desde hace nueve años». «Le doy mi palabra, señora», aseguré.
—La pobre no conoce a ningún cronista —interrumpió Cata.
—Yo me limité a rogarle que reconsiderara su decisión pues, muerto ya el cardenal, sería conveniente que se fueran sabiendo algunas cosas de su postrero amor.
—Pero no coló —acotó implacable Cata.
—Pues no. Me dijo: «No creo que sea necesario ni conveniente, y habría gente que sufriría con ello. Yo ya estoy colmada con su recuerdo. Era un hombre muy hermoso; supongo que habéis visto alguno de los retratos que mandó hacer».
—En efecto, era un hombre hermoso, pero sobre todo impresionante, de los que subyugan por su fuerza expresiva —interrumpió de nuevo Cata—. Yo he visto un retrato en su palacio de Guadalajara y reconozco que me hechizaron sus ojos vivos, penetrantes, negros. La nariz, aguileña, demasiado aguileña para mi gusto, no era hermosa pero impresionaba; lo que más me atrajo fue su boca, sus labios gordezuelos que parecían creados para besar.
—Bueno, Cata, ya está bien… ¿Te interesa lo que nos decía su amante o no?
—Adelante —me calmó, riendo—. Tranquilo, Jaime, que el cardenal ya no es de este mundo.
—Bien, prosigo, Cata, como te decía, Fuencis recreaba en su memoria al gran hombre de su vida: «Fui su último amor verdadero», nos dijo con orgullo, «quien animó los postreros años de su vida».
—Pero ella no fue su última amante —precisó Cata—. La última fue Inés de Tovar con quien el cardenal procreó otro hijo, Juan Hurtado de Mendoza.
—Así es, Cata, y Mencía, Fuencisla para el convento, no lo ocultaba, pero no le daba la menor importancia. La llamó «putilla» y siguió con su historia. «Fue el Gran Cardenal, el tercer rey de España, mi rey y señor», continuó rememorando en voz alta Fuencis, «un hombre muy hombre, muy amoroso, muy culto, muy humano, muy piadoso, muy generoso, muy gran político, muy gran obispo, muy gran cardenal y muy amante de sus tres hijos, los dos míos y los de la putilla, de los que nunca se avergonzó. A veces se los llevaba para que le acompañaran en sus despachos con nuestros reyes, y un día presentó a la reina Isabel a nuestros hijos Rodrigo y Diego con estas palabras: «Estos son mis pecados». «Y la reina ¿no se escandalizó?», le pregunté sorprendido, pues nadie ignora la severidad de Isabel la Católica en estos asuntos.
»—La reina —me aclaró Fuencis— era muy comprensiva para los pecados de los hombres. A Isabel, que no era tan mojigata como se la presenta, aquello le hizo tanta gracia que siempre se refería a nuestros hijos como "los bellos pecados del cardenal". Isabel no tuvo tanta paciencia con las amantes de su esposo, esa es la verdad. Hace dos o tres años murió Beatriz de Bobadilla, la más viciosa de las amantes de Fernando, estoy segura que doña Isabel la mandó envenenar.
»—¿No será nuestra paisana la Beatriz de Bobadilla —interrumpió Inés—, la esposa de don Andrés Cabrera, marquesa de Moya?
»—No, parece que era sobrina de esta —aclaró Fuencis—. La marquesa que, en efecto, todavía vive, fue su mejor amiga y la que conspiró con detalles truculentos de intrigas y espionajes para que Isabel se sentara en el trono.
»—Así es —tercié yo—, Isabel, a quien Dios tenga en la gloria ha revisado en su testamento muchos títulos, gajes y canonjías, y ha respetado expresamente los de los marqueses de Moya, reconociendo explícitamente sus muchos méritos.
»—Pero volvamos al cardenal. —Fuencis recuperó el hilo—. Era un hombre maravilloso. Yo conservo un poema que me dedicó que revela su amor por mí y por la vida…
»—¿Lo conserváis? —dijimos Inés y yo, muy excitados, casi gritando.
»—Lo conservo en mi memoria ¿Realmente os interesa escucharlo?».
»Y ante nuestros ruegos lo recitó:
Dama, mi muy gran querer
en tanto grado me toca,
que no me puedo valer:
mi vivir por se apoca.
Apócase mi vivir
por amar demasiado
no me aprovecha el servir
ni me aprovecha el cuidado;
voime del todo a perder.
La vida mía se apoca,
esto causa mi querer
que en tanto grado toca.
»—Precioso —le dije—, amaba muy tiernamente el cardenal. Me recuerda el estilo de su padre el marqués de Santillana.
»—Y el de su abuelo, el almirante Diego Hurtado de Mendoza —añadió Fuencis entusiasta—, y el de su bisabuelo, Pedro González de Mendoza, quien, como mi cardenal, se prendó de una monja, a la que dedicó bellas canciones:
Menga, muy cara me cuestas
non te lo puedo negar;
con el mi zurrón a cuestas
tú me faces madrugar;
Ando por valles y cuestas
que sol no me das vagar
por a min non te acuestas
nin te quieres allegar.
Menga, tras aquella peña,
allí nos vamos a casar;
do el agua se despeña,
allí fagamos yantar.
»—Una gran familia la de los Mendoza —reconocí—, unos señores muy cultos y muy poetas, aunque no todos tan buenos como el marqués de Santillana, el padre de vuestro esposo, vuestro suegro, hermana Fuencisla.
»Y ahí acabó todo, curiosa Cata, la amante del gran cardenal me prometió seguir con su historia y se despidió alegando que debía retirarse a rezar sus oraciones».
—Supongo, Jaime, que ahora empezará lo bueno —afirmó Cata, expectante.
—Así es. Inés y yo acompañamos a sor Fuencisla a sus aposentos y volvimos prestos al saloncito de la chimenea, y allí mantuvimos la siguiente conversación:
»—¿Jaime, qué te ha parecido nuestra hermana amante?
»—Maravillosa… cómo envidio al cardenal, Inés.
»—Ellos no son como nosotros, Jaime.
»—Pero cuánto daría porque tú me amaras como ama ella.
»—Te quiero en Cristo, Jaime.
»—Ya, ya… pero no me parece un triángulo decoroso.
»—No digas barbaridades.
»—La barbaridad es que me tengas como me tienes sin que yo pueda tenerte de ninguna manera. Aprende del cardenal… de los cardenales y de los obispos, que aquí todos los que se precian tienen novia formal y todos los hijos que Dios les da. Ahí tienes a los Fonseca, que parece que se transmiten la silla de padres a hijos. Novia tiene el de Sevilla, y es tradición en los de Toledo, hasta que ha llegado Cisneros, que prefiere joder con el látigo.
»—Sigues barbarizando… precisamente fray Francisco de Cisneros está empeñado en poner algo de orden en la gran bacanal eclesiástica. Se las ha puesto tiesas hasta al propio rey.
»—¿Y qué me dices del papa valenciano, que fornicaba hasta con su hija Lucrecia?
»—Ya te digo, Jaime, ellos son diferentes.
»—Pues en esto del amor no lo parecen. Apiádate de mí, Inés, aunque solo sea por mi constancia y por lo que sufro. ¿No está entre las obras de misericordia socorrer al doliente? ¿No te apiadas de mí, que he caído tan bajo hasta tener que invocar a la autoridad eclesiástica para que me abras tu puerta?
»—¿Por qué no cambiamos de asunto, querido Jaime, mi pobre menesteroso? Me parece que tienes algo que decirme, ¿no es así?
»Una vez más, Inés había descubierto mi excitación de cronista, mi necesidad imperiosa de contarle lo que seguro que le impresionaría; mi oficio ofrece tantas novedades… Inés tocó su campanilla y apareció presurosa, demasiado presurosa, la hermana Aldonza.
»—Hermana, me asombra tu celeridad, no es necesario correr tanto, ¿o acaso estabas con la oreja pegada en la puerta?
»—Por Dios, sor Inés, cómo se os ocurre. Simplemente me acercaba por si necesitabais algo.
»—Rogad a la madre superiora si nos puede enviar algo bueno de beber, y recuérdale que Jaime entiende lo suyo, y tráenos más velas.
»—Ahora mismo, sor Inés; seguro que la madre superiora disfrutará eligiendo lo mejor tratándose de don Jaime, y no se preocupen, que afuera no se oye nada.
»En cuanto cerró la puerta ambos nos echamos a reír como locos.
»—Cuéntame, Jaime, que seguro me traes una buena historia. ¡Si casi estás temblando de ganas de contármela!
»—Inés —me levanté con gesto de fingida arrogancia—, tienes el honor de hablar con un agente del rey don Fernando el Católico.
»Inés se levantó con la misma pompa e hizo una muy respetuosa reverencia.
»—Contadme, don Jaime, vuestras confidencias serán guardadas aunque me torturen los esbirros de Torquemada, que en paz descanse.
»—Torquemada ha muerto pero los esbirros nunca mueren.
»—¿Qué es eso de agente del rey Fernando? ¿Hablas en serio?
»—Sí. Hasta ahora he sido testigo de los grandes negocios de estado, pero ahora tengo la oportunidad de participar en ellos, aunque, la verdad es que el riesgo es alto.
»—Cuídate, Jaime. —Inés expresaba una preocupación que me pareció sincera y que quizás fuera más allá de la amistad—. Que ya sabes que los poderosos no son como nosotros y que no les importa pasar por encima de nuestros cadáveres.
»—Aunque solo sea por ver la cara de angustia que has puesto merece la pena…
»—Jaime, no dudes de que te quiero.
»—En Cristo.
»—Y algo por mi cuenta.
»Fue el momento que aprovechó Aldonza para dar unos golpecitos en la puerta.
»—La madre os envía su mejor vino con el deseo de que lo disfruten a su salud y a la mayor gloria de Dios nuestro Señor, y aquí os traigo velas en cantidad suficiente para velar toda la noche.
»—Está bien, Aldonza. Dile a la madre que Jaime y yo agradecemos el detalle, que lo disfrutaremos como dones del Señor, y que rezaremos por ella en cada trago.
»En cuanto Aldonza cerró la puerta, una acción que acometió con un cuidado lleno de intención, le conté todos los detalles del almuerzo con Mártir, que tú ya conoces, con la sensación de que esta vez la hermana Inés compartiría conmigo un amor menos fraternal.
»—¿Qué piensas, Inés? ¿Qué es lo que te preocupa?
»—Nada, realmente nada serio…
»—Pero algo te preocupa…
»—Se avecinan tiempos peligrosos, Jaime.
»—No te asustes, Inés, sé cuidarme.
»—Pues cuídate mucho, y no te destaques demasiado, que al que se destaca, estaca.
»—Mañana tendré la oportunidad de hablar con el rey Fernando.
»—Muy emocionante, pero no te fíes de nadie. Procura mantenerte en un segundo plano, no te dejes deslumbrar. Y cuéntamelo todo, desde el principio al fin, sin omitir nada.
»—¡Haré historia! —exclamé con sorna, y en efecto aquella noche hice historia con Inés».
—Al fin llegamos al meollo. ¿Cómo fue? —intervino Cata de nuevo.
—¿Estás segura de que quieres detalles?
—No te dejes ninguno, puedes empezar por los más sórdidos.
—Pues tú te lo has buscado. Aquel día hice descubrimientos decisivos, empezando por la forma de desnudar a una monja. Arrebatados los hábitos, no podía separar la vista de sus tetitas, minúsculas pero coronadas por grandes pezones negros a los que se aplicaron con fruición mis ojos, mis índices y pulgares, mis labios y mis dientes, y porque no tenía más a mano. Su saliente culito no fue una sorpresa, pero sí una gran satisfacción, aunque esa no fue mi mayor sorpresa. Esperaba una lucha esforzada hasta hacer caer las mil barricadas en las que se iría refugiando el pudor de Inés, virgen y monja, pero de pronto me encontré con que la lengua de la monja virgen me llegaba al esófago. Me desnudaba a zarpazos, me tumbaba y se tiraba sobre mí con un apremio como yo no había conocido ni podía adivinar en un ser contemplativo.
Cata hizo un silencio profundo que me movió a arrepentirme de tanto naturalismo pero tras el tenso silencio vino una tempestad de risas que casi la llevan a la convulsión definitiva.
—¿Y tú qué decías?
—La miraba y le decía una y otra vez: ¡pero qué fea eres chiquilla! Y cuánto más se lo decía más me excitaba.
—No me lo puedo creer. ¿Y qué pasó cuando Inés recuperó la calma? ¿No se sintió avergonzada?
—En absoluto. Me miraba arrobada, pensando quizás en la urgencia de una nueva sesión.
—¿Y tú, Jaime, qué sentiste?
—Yo di de nuevo las más sinceras gracias a Dios y las seguí dando cuando abandoné el convento, justo cuando se iniciaban los rezos de maitines a los que acudió Inés con puntualidad religiosa.
De cómo Alonso retomó la historia de Miguel de la Vega,
espía de don Juan Manuel, de que forma fue interrogado en 1505
por la Inquisición y de lo que en realidad esta pretendía.
Le tocaba exponer a Alonso. Los invitados de don Juan Manuel en el castillo de Belmonte estábamos sobre ascuas, pues habíamos dejado al pobre Miguel de la Vega bajo las férulas de la Santa Inquisición, Alonso de Torrelaguna nos recordó que la Suprema había iniciado el interrogatorio del enviado de De Veré y de don Juan Manuel. Esto fue lo que nos contó, insaciable lector:
—El reo puede sentarse —ordenó el inquisidor.
Miguel permaneció de pie, y replicó con la humildad que le aconsejaba la prudencia, reprimiendo el tono que exigía su indignación.
—Señor inquisidor, he sido víctima de un error o de una conspiración. Juro por Dios Nuestro Señor y por la Santísima Trinidad que soy inocente y que disfruto de la protección que me atribuye mi misión diplomática.
—Sentaos, por favor. Todo ello se verá aquí, y si ha habido falsa denuncia será corregida y corregido con toda severidad el denunciante. En cuanto a vuestra inmunidad diplomática, debo recordaros que no os protege a vos sino a vuestro honorable señor De Vere.
Miguel se sentó, sorprendido de que el dominico conociera su condición, por lo que, dedujo, no era probable que se hubiera producido una confusión de identidades.
—¿Puedo pediros, señor inquisidor, que se informe a mi señor de la situación en que me encuentro?
—Lo lamento mucho, pero, como probablemente sabéis, esa es una materia reservada. El Santo Oficio no proporciona los nombres de los reos por su propio bien, para velar por su fama en caso de que se demuestre su inocencia. Solo hacemos públicos los nombres de los condenados.
—¿Puedo preguntaros al menos de qué se me acusa? —replicó Miguel con un pronto de exasperación.
—Tampoco procede, no se informa al reo de los delitos por los que se le procesa… es el procesado quien debe acusarse como primer paso para su rehabilitación. Vos conocéis mejor que nadie el nefando pecado que…
—Mis pecados son míos —interrumpió imprudentemente—, y no atañen al Santo Oficio sino a mi conciencia y a Dios, y todos ellos han sido confesados y perdonados por el Altísimo. ¿No me podéis decir quién me ha denunciado con tanta falsedad?
—Sabéis sobradamente que no se puede revelar el nombre del denunciante, he tenido mucha paciencia con vos contestando a todas vuestras preguntas, incluso a las impertinentes. Ahora sois vos quien tenéis que contestar las nuestras.
Miguel fue requerido a jurar sobre la santa Biblia a decir la verdad, toda la verdad y solo la verdad sobre todo lo que le fuera preguntado y sobre aquello que, sin serle preguntado, resultaría relevante para la causa y empezó el interrogatorio.
—¿Cómo os llamáis?
—Lo sabe muy bien su reverencia.
—La insolencia es mala consejera. Os aseguro que muy pronto se os habrán bajado los humos.
—Perdone, su reverencia, pero he observado que sabíais de mi trabajo y he deducido que tampoco se os ocultaba mi nombre. Me llamo Miguel de la Vega y soy el secretario de Andrea del Burgo y de Filiberto de Vere, embajadores de Felipe el Hermoso.
—¿Edad?
—Cuarenta y cinco años.
—¿Dónde nacisteis?
—En Burgos.
—¿Dónde recibisteis el bautismo?
—En la santa iglesia catedral.
—¿Cuál es vuestro estado civil?
—Viudo.
—¿Cómo se llamaba vuestra esposa?
—Beatriz.
—¿Cuándo murió?
—Hace dos años.
—¿Recibió los sagrados sacramentos?
—Todos ellos, y con gran devoción.
—¿Tenéis hijos?
—Dios no nos dio esa gracia.
—¿Vuestros padres eran judíos?
—No, señor.
—¿Alguno de vuestros abuelos fue judío?
—No, mi noble estirpe es de cristianos viejos y cumplidores estrictos de lo que manda Nuestro Señor Jesucristo según la doctrina de la Santa Madre Iglesia.
—Ahora es el momento en que debéis darnos los nombres de las personas que pueden descaros algún mal. Pensadlo bien, pues si alguna de las personas que señaláis os ha denunciado, podría ser útil para vuestra defensa.
Miguel se quedó pensativo un buen rato como le aconsejaba el dominico pero no se le ocurría nadie que quisiera perjudicarle hasta ese extremo. Había tenido roces profesionales, producto de envidias, pero nada importante, y además sus posibles adversarios, todos de poca monta, vivían en la corte de Bruselas. El tiempo que llevaba en Toledo lo había aplicado a su trabajo y no frecuentó más que a sus jefes, Andrea del Burgo y Filiberto de Vere. Ocasionalmente acudía a un burdel en la morería, pero no recordaba discusión ni bronca alguna. Tampoco recordaba enemigos de los tiempos en que vivió en Burgos como letrado de los Reyes Católicos.
—Lo siento, pero no se me ocurre nadie que me quiera mal.
—Pues quizás debería pensar vuestra merced en alguien que le quiera demasiado. Confesad vuestro pecado, hombre, y liberaos de tan tremenda carga.
—Siento tener que reiterar, y ruego que no se lo torne a mal, señor inquisidor, que mis pecados han sido todos confesados, y son algo que solo atañen a Dios Nuestro Señor y a mi conciencia, y Dios Nuestro Señor me ha absuelto en su infinita misericordia.
—No os voy a preguntar por vuestros pecados ni sobre vuestras confesiones, que en efecto es un negocio entre vos y nuestro Señor, sino por vuestras inclinaciones…
—¿Qué queréis decir?
—Decídmelo vos.
—Con todos los respetos para su reverencia, no tengo nada que decir porque no tengo nada de qué acusarme.
El inquisidor, según me contó mi primo, sabía perfectamente lo que pasaba por la mente del reo, que se había vuelto del color de la pared, ocurría siempre igual. Llegaba el momento crucial en el que el reo comprendía que al fin había salido aquello que ocultaba en lo más recóndito del alma, que de tanto ocultárselo se pensaba desaparecido. La experiencia del Santo Oficio sobre nuestra pecadora carne le permitía ir sobre seguro. El inquisidor observaba la perplejidad del acusado, quien se negaría a aceptar que alguien se hubiera remontado en su investigación hasta un periodo de su juventud en que se había sentido inclinado al vicio nefando con un muchacho de su edad. No podía creer que alguien escudriñara tan lejos en el tiempo, casi veinte años, y se hubiera enterado de un hecho semejante. Sin embargo, el reo recobró el color, dispuesto a negar la inquisitoria. Iba a ser más duro de pelar de lo que el inquisidor suponía.
—Señor de la Vega, seguro que recordáis vuestra monstruosa inclinación. No es algo que se olvide.
—No tengo más inclinación que la de ser un buen cristiano y un leal servidor del estado y de quien muy pronto será coronado como soberano.
—¿Cuándo fue la primera vez que sentisteis la carcoma de la sodomía?
—Jamás. Como sabéis, he estado casado.
—Eso no tiene nada que ver.
Mi primo me informó de que habían obtenido en poco tiempo un informe muy completo sobre Miguel de la Vega. Gracias a la colaboración de «los familiares» pudieron rastrearle desde la juventud. Localizaron a un prestigioso letrado muy respetado en Burgos con quien Miguel había mantenido una relación íntima pero breve. Ambos dejaron de verse por mutuo acuerdo prometiéndose luchar contra semejante aberración demoníaca. Después, Miguel se casó con Beatriz de Sota, y aquel matrimonio debió apartarle al menos durante algún tiempo del vicio, pero no fue un matrimonio feliz, y entre los vecinos se extendieron sospechas de que De la Vega era algo raro. Muerta su esposa, frecuentó amistades masculinas y por una de ellas sintió una atracción que creía correspondida, pero que ni uno ni otro quisieron admitir. Aquella «relación especial» —confesaría más tarde Miguel— había tenido lugar en Flandes, donde no alcanzaba la larga mano inquisitorial. ¿Cómo era posible que la Inquisición toledana le procesara por ello?
—¿Cuándo y con quién habéis pecado? Si confesáis, la condena será más suave dentro de lo posible, dada la gravedad del pecado. ¿Sabéis que os arriesgáis a la hoguera?
—No, no lo sabía. Pensé que la Santa inquisición solo se ocupaba de los judíos retractos y de la herejía.
—Ese fue el origen del Santo Oficio, pero ahora nuestra competencia se ha extendido a ciertas prácticas aberrantes porque solo pueden proceder de pactos con el Malo o de herejías que las justifican. Os ruego encarecidamente que confeséis vuestra culpa, y quizás obtengáis misericordia y un castigo más liviano.
—No puedo confesar lo que no he hecho, señor inquisidor. Sería una ofensa para el Santo Tribunal.
—Bien, vos lo habéis querido. Escribano, ¿habéis tomado la declaración del reo?
—Sí, fray Antonio, de la A a la Z.
—¿No tenéis ninguna duda que el reo deba aclarar como cuestión previa?
—Ninguna duda, reverendo padre; todo está en orden.
—Bien, señor de la Vega, he hecho lo que he podido por vos como manda la caridad cristiana. Ahora me veo obligado a confiaros a las manos de quien os sentiréis más inclinados a confesar. Creedme que lamento vuestra tozudez. Pásese a la Cuestión de Tormento.
Fray Antonio se levantó con lentitud majestuosa y abandonó la sala dejando a Miguel sumido en el mayor espanto. Acto seguido, entraron dos guardias que se pusieron a las órdenes de mi primo Ángel, el auxiliar de inquisidor, que había presenciado silencioso y aburrido las preguntas de ritual y las respuestas previsibles en la primera fase del procedimiento. La sala de tormento estaba anexa a la de interrogatorio. Era de grandes dimensiones y escasa iluminación, solo la que llegaba del exterior matizada por cuatro claraboyas.
—¡Desnudaos! —le ordenó el oficial.
—¿Qué decís?
—Que os desnudéis ahora mismo o estos guardias procederán a ello con menos melindres.
Miguel empezó a desnudarse lentamente, dejando caer lágrimas de autocompasión. Tiritaba de frío pero solo sentía vergüenza y humillación.
—Señor de la Vega —le conminó mi primo Ángel—, habéis perdido la oportunidad que os ofreció el bondadoso fray Antonio. En in¡dilatada experiencia no me he topado con nadie que no haya cantado lo hecho y lo imaginado, incluso más de lo que hiciere o imaginara. Echad una ojeada a las herramientas de las que vamos a tener que valernos para auxiliar a vuestra memoria y a ese ser que lleváis dentro que os está pidiendo a gritos confesión.
Mi primo Ángel fue instruyendo al pobre Miguel, con el orgullo de un buen artesano, las virtualidades de sus instrumentos disuasorios, un muestrario variado y aterrador de herramientas concebidas para provocar el mayor dolor.
—Se las enseñaré según el orden de aplicación. Empezaremos, si no importa a vuestra merced, por la garrucha, que tiene la belleza de la sencillez. Como ve, su señoría, es una simple cuerda con la que ataré una mano junto a la otra con los brazos hacia atrás. Luego le colgaré con esta soga y le izaré lentamente hasta el techo, entonces le soltaré cuidándome de que sus pies no toquen el suelo. La sacudida será notable. Si en ese momento no confiesa vuestra merced, en la siguiente elevación mejoraré el efecto atando esa pieza de hierro a sus pies. La verdad es que yo soy partidario de la variación que es más amena, ya me comprenderéis, así que no insistiremos con la garrocha más de dos caídas para pasar al potro que no necesita mayor explicación. Es un clásico. ¿Os gusta lo clásico, don Miguel? Yo lo prefiero a lo moderno, si me lo permite vuestra merced, aunque el potro es en cierta manera moderno, si lo comparamos con el viejo descoyuntamiento por dos o cuatro caballos. Está basado en el mismo principio, pero en horizontal y más limpio, pues se puede graduar y evitar el penoso espectáculo de los miembros separados del tronco, ¿no creéis? Estiramos poco a poco el cuerpo por los brazos y por los pies y vamos graduando el tiempo que sea preciso. Aplicado con moderación sería aconsejable para elevar la estatura, aunque reconozco que el ruido de los huesos al dislocarse es algo molesto, pero pasemos a otra bella herramienta. Observad qué elegante es la horquilla, que será vuestra tercera experiencia. Es un simple hierro con ambas puntas afiladas unido a una argolla. El hierro lo colocaremos entre la garganta y el esternón manteniéndole la barbilla en la máxima tensión. Yo no soy muy partidario, pues tienta al suicidio, que es el peor de los pecados, quizás con la excepción del que vos practicáis, pero es cuestión de opiniones. Al menos el vuestro puede penitenciarse mientras que en el suicidio… en fin, órdenes son órdenes.
Mi primo estaba sorprendido de la entereza del diplomático. Muchos se habrían derrumbado ante la simple enumeración del tormento que se les prometía, pero Miguel, a pesar de que estaba lívido, se mantenía todavía entero. Quizás, entendía él, porque habría contemplado la actuación de colegas flamencos, y sabía de las técnicas de atemorizar. Muy a su pesar tendría que pasar a la acción pues, sin el debido temor, no se conseguiría la información que necesitaba. No obstante, siguió describiendo tormentos un poco más.
—Esa mesa alargada, don Miguel, es para inmovilizarle y aplicarle el tormento del agua pero dudo que su resistencia le permita que lleguemos tan lejos. Si así fuera, que veo que su merced es bien tozudo, aún podemos valernos de otros instrumentos que están a vuestra vista: el cepo que, aunque no debiera decirlo, no es recomendable en su caso, ya que nos obligaría a exponerle a los fieles, inmovilizado de pies y manos, para que los piadosos cristianos le tiraran piedras, agua sucia y heces y le increparan con soeces insultos. Creo que sería más conveniente para su señoría y el prestigio de la embajada en la que trabaja mantener este asunto entre nosotros, procediendo en todo caso a la aplicación del látigo. En la estantería de la izquierda puede vuestra merced admirar el cinturón de san Erasmo, que fue aplicado al santo sin que profiriera una queja, las botas aplastapiernas, el aplastapulgares y las uñas de gato. En la pared de enfrente le espera ansiosa la doncella de hierro, una singular escultura, es otro clásico. Como ve su señoría, se abre como un baúl, o un ataúd si lo prefiere contemplar así. Le meteríamos dentro y cerraríamos después. Habrá observado vuestra merced que dentro hay unos cuantos clavos por lo que el abrazo de la doncella no será muy dulce…
Mi primo había terminado de exponer su programa de festejos y el reo no reaccionaba, así que procedió a la acción.
—Empezaremos por la garrucha si no os parece mal —dijo Ángel con su habitual tono alegre y desenvuelto, pero admirado de que su exposición no hubiera sido suficiente para que el preso se rindiera. Fue arrastrado a la mesa de la garrucha, le ataron las manos, le colgaron pero no le precipitaron contra el suelo. Le dejaron colgado y los guardias y Ángel salieron de la sala, vigilándole este a través de una mirilla. Mi primo me explicó, como quien expresa su facilidad para los acertijos, que podía adivinar los pensamientos del torturado que, si no era un héroe o un mártir, haría cualquier cosa para no ser sometido al siguiente ingenio, el muy tradicional tormento del potro. Era el momento para que irrumpiera Patricio, un compañero, como ángel de la compasión. Patricio, un maestro en la materia, se combinaba bien con Ángel, formando una pareja en la que mi primo representaba el papel de torturador cruel y él se desempeñaba admirablemente con el de funcionario bondadoso.
Patricio irrumpió en la sala de suplicio acompañado de dos guardias a los que les ordenó que le liberaran en el acto y le trajeran las ropas, Miguel rompió en lágrimas espasmódicas e incontenibles al encontrarse finalmente con un alma caritativa.
—Señor de la Vega, siento lo que estáis sufriendo con unas torturas que no deberían aplicarse a gente como vos. —Patricio hizo una seña a los guardias para que se esfumaran y se dirigió a Miguel en tono cómplice—: Nosotros dos, señor de la Vega, tenemos que entendernos pues ambos somos humanistas y estamos por la libertad de conciencia. Ambos somos inteligentes y no creo que tengamos madera de mártires. Habéis sido muy valiente manteniendo vuestra inocencia, pero, creedme, nadie resiste a la tortura manejada por ese esbirro. Nosotros debemos ayudarnos como vos lo haríais conmigo, ¿podemos tutearnos?
Miguel no daba crédito a sus oídos.
—Por favor. ¿Puedo saber cuál es vuestra gracia?
—Soy Patricio, letrado del Santo Oficio, pero ante todo un ser humano, un humanista, un devoto de Erasmo de Rotterdam.
—Buen amigo mío, por cierto.
¿No ves como nos entendemos? La sodomía es un mal asunto, como el animalismo y es castigada duramente. Hasta hace poco se castraba a los sodomitas y después se les colgaba por los pies hasta que morían de muerte lenta y dolorosa. Don Fernando el Católico, en su proverbial misericordia, ha eliminado la castración, limitando la pena a la hoguera, aunque mantiene la confiscación de bienes, pero no temas, que yo puedo salvarte de la hoguera, de la confiscación y del estigma y hacer que se reconozca el error y hasta que se os pidan disculpas.
Miguel volvió al llanto alegre de la vida. Mi primo pensaba que hubiera besado al letrado si no temiera que se interpretara como prueba definitiva del nefando pecado del que se le acusaba con el agravante de hacerlo con un oficial de la Inquisición.
—No se os oculta, don Miguel —continuó Patricio—, que la Inquisición española está al servicio del rey. Si se persigue a los judíos retractos, a los herejes y a los musulmanes, no es por la victoria de la fe sino por la unidad del reino y por el dominio total de Fernando el Católico, así que para hacértelo corto y que pronto puedas volver a casa te lo diré bien claro, amigo, si ayudáis a don Fernando, él te salvará.
—Bendito sea Dios. ¿Y qué puedo hacer yo…?
—Bendito sea Dios y el rey don Fernando el Católico. Escucha, Miguel, lo de la sodomía, siendo un crimen horrendo, podemos olvidarlo si nos ayudas a evitar la perdición de Castilla.
—Bendito sea Dios y bendita sea la Virgen Santísima, con gusto haré lo que me pidas, amigo. Jamás olvidaré lo que haces por mí y que espero corresponder algún día. ¿En qué puedo servirte, Patricio?
—Sirviendo lealmente a nuestro rey don Fernando, a sus hijos doña Juana y don Felipe, los futuros reyes y a don Carlos su heredero.
—Es lo que estoy haciendo de la mejor manera que sé.
—No lo dudo. Te pido que colabores en tan noble tarea, que ayudes a tu país contra la mala gente que rodea al archiduque, contra quienes desprecian nuestras costumbres y nuestra forma de gobernarnos, contra esos bárbaros codiciosos que ya se han repartido riquezas y cargos, y eso que aún no han salido de Flandes…
—Esa es también mi causa. Supongo que sabes que hay cortesanos flamencos que desprecian a la Santa Inquisición y que pretenden reducirla y aflojarla.
—Ya te digo, no hay que darles cuartel.
—Yo solo tengo palabras para agradecerte a ti y al Santo Oficio lo que habéis hecho por mí. Os habéis portado muy bien, más de lo que este miserable pecador merece.
—No es para tanto, Miguel…
—¿Qué puedo hacer por la causa?
—Simplemente, que me informes de algunos detalles de tu misión.
—Lo que sea, estoy seguro de que lo que te diga será bien utilizado.
—Por supuesto, nadie te puede pedir que te abrases por un secreto que no debe ser secreto para nosotros. No hay secretos para la Santa Inquisición, no lo olvides, pero el Santo Oficio necesita de tu discreción. Ni una palabra a nadie y menos a Andrea del Burgo.
—Antes la muerte —afirmó De la Vega.
—Veo que nos entendemos… empecemos por descifrar esta carta que hemos encontrado en una de tus hermosas botas flamencas.
He contado esta historia sangrándome el alma, y ahora espero que nuestro anfitrión narre con la misma precisión cómo mandó detener y torturar a Lope de Conchillos, secretario y enviado de Fernando el Católico a la corte del archiduque.
—Eso será mañana, querido amigo, y estoy seguro de que será a vuestra absoluta satisfacción.