9

Misión secreta

Octavo día en Belmonte.

Donde cuento la visita que hicimos

a la reina Juana, encerrada en Tordesillas.

Mayo de 1523.

Aún no había salido el sol cuando Alonso interrumpió mi inquieto sueño golpeando con discreción pero con firmeza en la puerta.

—Vamos, Jaime, que no podemos perder tiempo.

—¿Qué ocurre? —farfullé somnoliento.

—Vístete rápido que la reina nos espera.

Me lavé un poco la cara, me vestí y bajé las escaleras de dos en dos, Alonso me cogió en volandas y saltarnos al coche de Villaescusa, donde nos esperaban el obispo y Cata.

—¡A Tordesillas! —gritó el prelado al conductor, y dirigiéndose a mí—: No te ofendas, Jaime, pero debo decirte que estás aquí por el empeño de tu amigo Alonso, que yo no era muy partidario de que nos acompañaras en esta peligrosa misión. Sé que eres discreto, como demostraste en Bruselas en los tiempos difíciles, pero no tienes más interés en este asunto de hoy que el del cronista, un compromiso escaso.

—He convencido a don Diego de que semejante compromiso exige mucho, y de que no nos traicionarías ni en el tormento del potro —aclaró Alonso.

—Hombre, no sé si llegaría a tanto, que ya sé lo que es la tortura de la que tan oportunamente me salvaste —repliqué.

—No se puede pedir tanto, en efecto —corroboró el prelado—. Catalina nos explicará en qué consiste la operación que ha urdido.

Más que sorprendido me encontraba estupefacto y muy satisfecho, pues despejaba mis sospechas sobre Cata, que, por cierto, había contribuido a alimentar Alonso. Cata, como ya he explicado, estuvo considerada por Juana, desde los tiempos de la corte borgoñona, como una de las pocas personas en las que podía confiar, y había continuado visitándola cuando le fue posible, a pesar del fuerte aislamiento de la pobre reina, que, sin dejar de serlo, había sido condenada a prisión perpetua, primero por su esposo en Flandes, después por su padre cuando este recuperó la gobernación del reino, y ahora por su hijo Carlos. Cata se valía de un criado fiel de la reina y de su condición de hija de don Juan Manuel, de su primer carcelero.

El camino era recto y ancho y el cochero eficiente, de modo que en cinco horas llegamos a Tordesillas. Ocultamos el coche en el patio de un clérigo amigo de don Diego, y anduvimos hasta el palacio prisión de doña Juana, Cata dio los golpes convenidos y el criado nos abrió la puerta tras comprobar nuestra identidad por la mirilla.

—Pasen, señores; la reina les espera en la capilla.

Las malas lenguas decían que la reina se había abandonado, que comía en el suelo como un perro, que no rezaba sus oraciones y que ni se lavaba ni se vestía como debiera. Pura maldad o cálculo político para justificar la cruel prisión a la que era sometida. Juana, a sus cuarenta y cuatro años de edad, seguía siendo hermosa, y nos recibió con la majestad debida, Cata nos presentó a Alonso y a mí y, tras demostrar que recordaba mi estancia en Bruselas, nos rogó que tomáramos asiento.

—¿Cómo está, su alteza? —se adelantó el obispo Villaescusa, a quien Juana besó la mano distraída.

—Como puedes ver, Diego, protegida contra mí misma y apartada de mis queridos súbditos y de la humanidad, santificándome con el silencio y apartando de mí la tentación de la blasfemia.

—¡Qué cosas dice, su alteza! —exclamó Diego Ramírez de Villaescusa, dibujando la señal de la cruz con la mano.

Juana ordenó que nos prepararan unos refrescos y nos pidió que la informáramos de lo que pasaba más allá de los muros del palacio. Si su presencia nos sorprendió por su majestad, sus comentarios nos demostraron que su inteligencia seguía despierta, dijeran lo que dijeran.

—Bien, querida Catalina —dijo cuando concluimos nuestro informe—, al parecer deseáis proponerme algo. Me alegro que todavía haya en Castilla gente que estime que puedo ser de alguna utilidad.

—Señora, yo soy solo una mensajera. Quien os expondrá el asunto que nos trae es Alonso de Torrelaguna.

—Pues adelante, Alonso. Hoy podemos hablar con cierta tranquilidad, pues mis carceleros, los marqueses de Denia, están en Valladolid, y los ladrones han hecho una pausa, o es que ya han arramplado con todo.

—¡¿Qué?! —gritamos los cuatro al unísono, temiendo que la reina había caído en uno de sus momentos de ausencia.

—De eso hablaremos más tarde, si tenemos tiempo. Ahora exponedme vuestro propósito.

—Gracias, señora. Como su alteza podrá colegir cuando escuche las nuevas que traemos, el reino está en peligro.

—¿Cómo es posible, reinando mi hijo Carlos, el emperador, el monarca más poderoso de la tierra?

—Pues quizás por ello, señora. Es tal la grandeza del emperador, su hijo, que no se ocupa de España, cuyos asuntos confía a flamencos y alemanes.

—No obstante, algo parece que ha cambiado desde la batalla de Villalar. Es posible que mi hijo comprenda ahora mejor a sus súbditos de Castilla, Aragón y Navarra, ¿no es así?

—No suficientemente, señora. Es verdad que don Carlos lleva un año residiendo en España, pero España sigue sin entrar en él, aunque al menos ha tenido el buen sentido de confiar algunos cargos a castellanos y aragoneses. Pero siguen mandando Chiévres, Gattinara y compañía.

—Mi madre dispuso en su testamento que todos los cargos deberían desempeñarlos los nacidos en el reino, y así debió ser.

—Como el infante Fernando, que nació en Alcalá de Henares y que ha sido educado en España.

—Mi querido hijo Fernando, el preferido de mi padre. ¿Qué queréis de mí?

—Como sabéis, señora, son muchos los que tanto en Castilla como en Aragón desean coronar al infante don Fernando. —Alonso fue directamente al grano.

—Aquí no me entero de nada, amigo Alonso —repuso la reina.

Alonso pensó que doña Juana conocía de sobra lo que pasaba y que quería ganar tiempo. No obstante, la puso en antecedentes de la cuestión minuciosamente, mientras todos escrutábamos la expresión de la reina, entre enigmática y burlona. Alonso, mi colega, repasó los detalles que el lector ya conoce sobre las exigencias de las Cortes de Castilla y de Aragón de que Fernando no saliera de Castilla, y de la diligencia con que actuó Chiévres para remitir al infante a Bruselas, de forma, había dicho Chiévres, que «si en algún tiempo algunos caballeros se amotinasen en España no tuviesen al infante don Fernando por cabeza».

—¿No me iréis a proponer otra rebelión como la de las comunidades, o como la de las germanías sofocadas con tanta sangre? Supongo que los descontentos estarán escarmentados. Yo debo reconocer que con los comuneros disfruté de dos meses de libertad y de sincero reconocimiento como reina propietaria de Castilla, pero como sabéis me negué a estampar la firma que legitimaría sus propósitos.

—Su alteza actuó con suma prudencia.

—Era gente bien intencionada, pero sin los pies en el suelo. ¿De qué se trata ahora? ¿Qué puede hacer por vosotros esta pobre prisionera?

—No es su alteza quien debe hacer algo por nosotros sino nosotros por su alteza.

—No soy propietaria ni de mis joyas.

Con un rictus de amargura la reina parecía volver a la historia de los ladrones.

—¿Acaso os han robado, señora?

—Me están robando a manos llenas. Me están dejando en bragas.

Le rogamos que se explicara, pero Juana se sumió en uno de sus largos silencios. Pero salió de él adoptando el semblante de quien debe tratar asuntos de estado.

—Hablabais de hacer algo por mí —nos instó la reina a continuar.

—Por vos y por el reino. Quisiéramos libraros de vuestra prisión y que reinarais junto a vuestro hijo Fernando —propuso Alonso.

¿Y eso cómo se hace?

—Con decisión e inteligencia, señora.

—Yo no puedo alentar rebeliones contra el emperador, aunque bien sabe Dios que mejor sería que Carlos fuera rey de Alemania y Fernando de España. He dado reyes sanos para medio mundo, pero en el parto se acababa mi potestad.

—Señora —resumió el obispo Villaescusa solemnemente—, no podemos pediros que autoricéis nuestra sagrada misión, aunque sabemos que simpatizáis con la idea de que Castilla sea para los castellanos, pero deseábamos que estuviera informada su alteza, pues no queremos dar un paso sin el conocimiento de nuestra reina y señora.

—Benditos seáis, pero os ruego que no me metáis en tan graves asuntos. No tengo cabeza para tanto.

Y la reina se sumió en su mundo, del que solo bajó cuando Cata le preguntó:

—¿Desea su alteza explicarnos lo de los robos?

—Es una lamentable historia que solo te contaré a ti, querida Catalina, cuando se marchen estos señores.

Era una despedida en toda regla, y el obispo, Alonso y yo nos pusimos en pie, besamos la real mano y abandonamos la estancia con las mismas precauciones que habíamos observado en nuestra entrada. Cata nos rogó que la esperáramos en el coche.

El lunes oímos la misa que concelebraron los dos obispos, Juan Rodríguez de Fonseca y Diego Ramírez de Villaescusa. A don Juan se le veía muy enfermo, con la huella de la muerte en su rostro, en su voz y en sus andares. Me sorprendió que en tan penosa situación hubiera aceptado desplazarse desde Burgos, su rica diócesis, hasta Belmonte.

Pidió disculpas al anfitrión porque apenas probó bocado explicando que su estómago se resistía a los alimentos. Nos dio cuenta pormenorizada de sus dolencias, que sufría con resignación cristiana, y nos dijo que en cuanto volviera a Burgos procedería a dictar testamento. No sé si sería por su enfermedad o por alguna otra razón, el prelado me pareció más humano de lo habitual. De él había dicho fray Antonio de Guevara: «Dicen de vos que sois macizo cristiano pero obispo desabrido», y no le faltaba razón, aunque más impertinencias merecía Guevara por su impenitente costumbre de leer la plana a todo el mundo con ínfulas de superioridad insoportables.

—He accedido con mucho gusto, Juan Manuel, a tu invitación pues en este trance en que me encuentro, a punto de dar cuenta de mis actos a Nuestro Señor, será de provecho para mi alma examinar mi conciencia recordando aquellos tiempos que vivimos juntos y que cambiaron los destinos del reino. No obstante, no creo que pueda aportar gran cosa a vuestra historia.

—Te agradezco el gesto, pero yo te veo con buena salud, querido amigo —le animó cortésmente don Juan Manuel—. Ten la seguridad de que tus recuerdos son preciosos para nosotros.

—Gracias, amigo. Pero no te engañes, Juan, que estoy en las últimas. No me quejo, pues ya he cumplido setenta y dos años, y es la voluntad del Señor que le dé cuentas. El Señor ha sido bondadoso conmigo y no me negará el don de una buena muerte.

Ciertamente, me permito recordarte lector ausente, que el Señor había sido, en efecto, en extremo bondadoso con Juan Rodríguez de Fonseca. Por si no te acuerdas del ilustre obispo y gran político, te proporciono algunos detalles. Nació en Toro, era de familia noble, fue educado como yo en Salamanca, donde cursó el bachillerato en artes bajo la dirección de Nebrija. La familia tomó partido por Isabel en la guerra civil. Los Reyes Católicos le engrandecieron y le facilitaron pingües negocios. Adoptó el partido de Fernando frente a Felipe pero, muerto este, el emperador le otorgó su confianza convirtiéndole en uno de los más poderosos del reino. Ahora comparte el obispado de Burgos con la presidencia de la junta de Indias.

Me escandalizaban su ostentación y derroche, así como su altanería, pero aplaudí sus rnecenazgos en beneficio de los artistas y sus obras de caridad, como la dotación generosa que hiciera al hospital toresano y otras obras de beneficencia en Burgos. En la catedral de esta ciudad costeó la escalera Dorada y la puerta de Pellejería, joya plateresca concebida por Francisco de Colonia en la que el obispo no resistió la vanidosa tentación de aparecer en majestuosa actitud orante.

Esto fue lo que nos dijo don Juan Rodríguez de Fonseca,

obispo de Burgos, en el castillo de Belmonte de Campos

sobre la misión que desempeñó en Bruselas, en febrero de 1505

a favor de Fernando el Católico.

—Debo hacerte una advertencia, Juan Manuel. Mi relato será completo y sincero, lo que quiere decir que en algún momento pudieras sentirte ofendido, aunque bien sabe Dios que no quisiera ofenderte.

—No te preocupes por eso, que en nuestras sesiones hablarnos todos como si fuéramos libres, claro y alto, pero sin rencor, practicando la santa virtud de la humildad de la que nadie está aquí sobrado, hay que reconocerlo humildemente.

Aclarados estos extremos, el ilustre obispo inició su narración con voz al principio casi inaudible, que fue tomando fuerza a la medida en que le calentaban los acontecimientos que rememoraba. Este fue su relato que, como siempre, transmito fielmente a mis desconocidos lectores y a pesar de todo amigos:

Me acuerdo como si fuera ayer de aquel 11 de febrero del año 1505 después de Nuestro Señor Jesucristo, día en que nos pusimos en marcha camino de Bruselas Lope de Conchillos, el cronista aquí presente y yo, que a la sazón había dejado el obispado de Córdoba para desempeñar el de Palencia. A los espías de don Juan Manuel, también aquí presente gracias a Dios, no les había pasado desapercibida la rápida cabalgada de un obispo, dos señores de gran porte y una pareja de hombretones que solo podían ser soldados aunque no portaran uniforme. Al traspasar la frontera con Francia, los soldados del archiduque estaban perfectamente prevenidos. Comprobada nuestra identidad, recibimos sendos salvoconductos que nos evitarían molestias hasta Bruselas.

Nos habíamos puesto en camino el 11 de febrero cuando todavía estaban reunidas las Cortes de Toro. Don Fernando le había proporcionado a Lope de Conchillos cien mil maravedíes, cinco veces más de lo que el segundo secretario del rey cobraba en un año, una apreciable cantidad que debió de provocar en don Fernando, tan tacaño como sabio, abundantes sudores, y que indicaba con más elocuencia que las palabras la importancia que el monarca atribuía a la misión. No debíamos regatear gastos para llegar a Bruselas, donde en aquellos días residían los archiduques, lo antes posible, y por ello la escolta se limitaría a dos soldados que el rey eligió personalmente en razón de sus probadas lealtad, fortaleza física y conocimiento de la ruta.

El objetivo estaba claro pero no era sencillo: tranquilizar al archiduque sobre las intenciones del Rey Católico antes de que a aquel se le ocurriera una imprudencia, pedirle que viniera a España cuanto antes y sondear sus intenciones. Don Fernando, como no ignoráis, me había destacado en otras misiones delicadas en el ámbito internacional, pero esta era, con mucho, la más delicada. Tal como me había advertido el rey, debía procurar que Juana expresara su voluntad de obedecer las disposiciones maternas y facilitara con su expreso consentimiento la gobernación del reino por su padre.

Debía hablar con Juana en privado, lo que exigía cubrir una distancia mayor de la que separaba Medina del Campo de Bruselas. Si no encontraba una forma correcta de abordarla, Conchillos debía intentarlo a su modo. Conchillos, que desgraciadamente ya no está entre nosotros, quien asumiría los riesgos de una visita clandestina, podría tantear también al embajador en Bruselas, Gutierre Gómez de Fuensalida, igualmente entre nosotros, para quien llevaba una carta personal del rey.

Conchillos se ofrecería al príncipe-archiduque como secretario y le expresaría su fervorosa disposición a permanecer en Bruselas hasta que la real pareja saliera para Castilla. Debía pegarse a Felipe como si fuera su sombra y la de don Juan Manuel, y mantener al Rey Católico permanentemente informado de todos sus movimientos. Se ocuparía igualmente de acompañar a doña Juana siempre que le fuera posible, cuidando de no despertar suspicacias en el valido. No era una misión imposible, pues don Lope ya había actuado de secretario del archiduque cuando este y su esposa viajaron a Castilla para ser reconocidos como Príncipes de Asturias a la muerte del príncipe Miguel de la Paz.

La comitiva —recordó el prelado— podía ver ahora las esbeltas torres de la colegiata de Santa Gúdula, la mayor iglesia de Bruselas, a la que solo le faltaba un prelado para alcanzar la categoría de catedral. Los tres viajeros —un servidor, el secretario y el cronista— estábamos muy satisfechos por el escaso tiempo consumido en la hazaña. La parte española del recorrido había sido la más dura: escalarnos montañas abruptas, cabalgamos sobre caminos de hielo y fango, sufrimos ventiscas heladoras y granizos como huevos hasta llegar a la fértil llanura francesa. A partir de allí y con la excepción de un rodeo provocado por la rotura de un puente sobre el río Garona en las proximidades de Burdeos pudimos llegar sin más trabas que las originadas por la niebla y las lluvias persistentes hasta la frontera flamenca.

Nos encontrábamos a una galopada de Bruselas, pero decidimos descansar a poca distancia de la ciudad, para presentarnos al día siguiente en ella, frescos y aseados de cuerpo y con la mente despierta. La recepción fue más calurosa de lo que nos maliciábamos. Nos esperaba junto a la portería Balduino de Lannoy, señor de Molembaix, primer mayordomo, que allí era designado como grand maítre d'hótel, quien nos precedió hasta la «gran sala» situada a la derecha del patio, donde nos esperaba Juan Manuel, que besó mi mano, abrazó a Lope como a un hermano, y se mostró complacido cuando este le presentó a Jaime de Garcillán, y explicó la influencia que este ejercía con sus crónicas. Juan Manuel y Balduino se demoraron unos minutos en la grandiosa sala para que los castellanos nos empapáramos de su riqueza, del buen trabajo del artesonado y de los grandes tapices en los que aparecía don Felipe en actitud mayestática. Era propaganda, pero del mejor arte. No en vano trabajaban para el archiduque los más reputados pintores y heraldistas, Pieter van Coninxloo y Jacob van Laethem. Este último había acompañado a los archiduques en el viaje a Castilla en 1502, dejando constancia para la historia de la exaltación de estos al principado de Asturias. Pronto volvería a acompañarlos, esta vez para ser reconocidos como reyes.

El archiduque aparecía a nuestros ávidos ojos con una facha envidiable en el retrato de cuerpo entero que pintara Laethem. Su figura ocupaba un extremo del bello retablo, y en la otra esquina doña Juana irradiaba majestad y una belleza seductora. Aquí se celebraban las ceremonias más solemnes. En el otro lado del patio se abría una hermosa capilla a la que pasamos a continuación ante mi insistencia. Me arrodillé ante aquella versión en miniatura de las grandes iglesias del gótico flamígero, por devoción, por admiración, por resaltar mi dignidad episcopal y para mostrar de forma fehaciente que las urgencias debían supeditarse a las devociones. Y si de paso ponía nervioso a Juan Manuel, tanto mejor, pero este sonreía impertérrito; quien se comía las uñas era Balduino, deseoso de acabar cuanto antes la ceremonia.

Cuando lograron arrancarme de mis rezos, nuestros cicerones nos mostraron las dependencias de palacio, dejando fuera del recorrido la cámara de doña Juana. Don Juan Manuel disfrutaba mostrándonos el lujo de la corte, deteniéndose en los cuadros y esculturas de mayor mérito, con certeras explicaciones sobre las obras y los artistas que los crearon, que, se complació en resaltar, contaban con generosas asignaciones del príncipe Felipe. Finalizado el recorrido, irrumpimos en una sala de grandes dimensiones donde nos esperaban los pocos españoles que aún permanecían en Flandes.

De los cientos de ayudantes castellanos que acompañaron a Juana desde que se casara con Felipe en el verano de 1496 solo quedaban treinta. Para colmo, la dama de compañía de la archiduquesa, Ana de Beaumont, emparentada por vía bastarda con ella, partiría inmediatamente para Castilla para casarse con Juan Hurtado de Mendoza, hijo del Gran Cardenal. Juana se lo había desaconsejado vivamente pues don Juan, que había logrado la anulación de su primer matrimonio con Mencía de la Vega Sandoval, le parecía un tarambana, pero Ana estaba muy decidida.

Juana podía contar, hasta cierto punto, con el embajador que había enviado su padre, Gutierre Gómez de Fuensalida, pero solo hasta cierto punto, pues le exasperaban sus modos excesivamente circunspectos en los que ella creía notar cierta cobardía. En el terreno religioso no estaba desasistida, pero su madre le había enviado al fraile dominico Tomás de Matienzo a mayor abundamiento, pues estimaba con toda razón, que la salvación de su alma era el negocio principal, pero Juana sospechaba que su madre le enviaba a Matienzo en calidad de espía, en lo que tampoco le faltaba razón. La reina Isabel quería saber si era verdad lo que se decía sobre el temperamento desquiciado de su hija pero el archiduque supo utilizar a fray Tomás para justificar el aislamiento a que la tenía sometida.

En realidad de quien más se fiaba Juana era de sus esclavas moriscas: Isabel, María de Reina, Inés de Asia, y las Ribera, otra Inés, María y la hija de esta, Francisca. A pesar de todos sus esfuerzos, el archiduque no consiguió separar a su esposa de sus esclavas preferidas, Juana se aferró a ellas como una posesa, y llegó a amenazar con suicidarse si se las apartaba de su lado.

Los demás servidores habían regresado a Castilla molestos porque se les relegara a los puestos más oscuros, no se les pagaran los salarios prometidos y porque su precariedad lindaba con el hambre. Felipe separó con toda intención a los castellanos de su esposa y los sustituyó por flamencos, sobornando a los pocos españoles a los que no pudo sustituir.

La conversación con los españoles destacados en Bruselas fue muy animada. Estaban ansiosos de novedades de la patria y, de forma muy sentida, sobre los últimos días de la reina Isabel. Jaime de Garcillán y Conchillos trataron de satisfacer su curiosidad, mientras yo hacía un aparte con el embajador Fuensalida, a quien informé de la misión que traíamos entre manos y lo que don Fernando esperaba de él.

«Pronto estaremos todos en nuestra tierra», cortó Manuel, expresando el sentir general, y dio por concluido el emocionado encuentro, indicando que necesitábamos descansar unas horas antes de ser recibidos «por el rey». El valido, al que se unió el embajador Fuensalida, nos condujo a la cámara del sommelier de corps, quien nos acompañaría a las habitaciones que ocuparíamos durante los días de permanencia en palacio. Enfilamos por un largo pasillo ornamentado con cuadros de caza y Juan Manuel hizo una pausa en su lento caminar para que contempláramos desde una ventana el panorama.

—¿Qué os parece? Nada que ver con nuestra Castilla…

—Parece que hay mucha riqueza —reconocí, sin mostrar más que una leve admiración.

—Flandes es la tierra más rica de Europa, pero su gente no está muy dispuesta a defenderla con las armas. Como buenos comerciantes prefieren comprar soldados antes que enviar a sus hijos a la guerra.

—Ya sabéis que en Castilla pasa lo contrario. Primero la honra y la grandeza, y se come lo que se puede y cuando se puede —repliqué.

—Los que pueden. Aquí la tierra es fértil; está todo más repartido, y la gente parece que ha nacido para el comercio, que lo consideran, benditos sean, un oficio noble. ¿Qué se dice en la corte, monseñor?

—Hay mucho temor, como es natural, pues ha concluido un periodo de treinta años con un gobierno fuerte y nos enfrentamos a lo desconocido…

—Pronto acabaremos con esos temores.

El aposentador, que allí llaman sommelier de corps, se adelantó hacia nosotros, y hechas las debidas presentaciones e intercambiadas las cortesías de rigor se hizo cargo de nosotros, y nos rogó que no dudáramos en pedirle lo que necesitáramos y en expresarle directamente cualquier queja si observábamos deficiencias en el servicio. Veníamos con frío, así que agradecimos que las habitaciones estuvieran bien caldeadas, gracias a sendas chimeneas de buen tiro y notable elegancia. Los flamencos cuidaban los detalles y contaban con buenos artesanos, que habían imprimido al acogedor hogar un fastuoso frontal con una chimenea de campana de inspiración gótica.

La mañana era fría pero luminosa, y en cuanto descorrimos las cortinas de terciopelo, el sol acudió generoso en auxilio de nuestros sufrientes huesos. Fuimos, además, surtidos de una buena provisión de velas, para prender cuando se gastaran las que adornaban un juego de candelabros cincelados por un reputado artista italiano. En definitiva, nos habían distinguido con aposentos destinados a huéspedes muy principales, como era natural.

Al otro lado del pasillo se encontraban unas habitaciones más modestas pero cómodas, destinadas a los criados de los huéspedes de tronío, que fueron ocupadas por los dos soldados que nos acompañaban y que nos servían de buen grado; estaban contentos y agradecidos por el buen trato que les dispensamos y los dineros que Conchillos les proporcionó en concepto de viático, el doble de las dietas y gajes acostumbrados.

Me cambié de ropa sin perder un minuto, consciente de que seríamos llamados a la audiencia con don Felipe en cualquier momento, y, en efecto, al poco tiempo el aposentador golpeó con los nudillos mi puerta.

—Monseñor, le ruego que me acompañe a la sala de audiencias. Su alteza les recibirá enseguida.

En la antesala nos esperaban don Juan Manuel y el embajador Fuensalida. El primero nos rogó que esperáramos unos minutos. No pasaron de treinta, que era lo mínimo prescrito por el estricto protocolo borgoñón para marcar el debido respeto a la majestad. Un tiempo que Manuel amenizó dirigiendo hábilmente la conversación, centrándola en las tópicas comparaciones sobre la vida en las cortes de Castilla y en los palacios de Borgoña, no sin antes hacerme los debidos cumplidos de los que parecía excluir a Conchillos, a Jaime de Garcillán y al embajador Fuensalida.

—No se me ocultan, monseñor, vuestros muchos méritos y servicios al trono, ni la alta estima en que os tienen nuestros reyes. No olvido que fuisteis vos quien trató de las bodas de los hijos de nuestros queridos Reyes Católicos, de doña Margarita con el príncipe Juan, que en paz descanse, y el de mi señor Felipe de Austria y Príncipe de Asturias con mi señora doña Juana.

—Y de la infanta Catalina de Aragón con Arturo, el Príncipe de Gales, parece que soy un buen casamentero.

—Lo reconozco gustoso, monseñor. Podéis enorgulleceros de vuestra maestría y tacto, que es proverbial. Por cierto, os felicito por vuestro recién estrenado obispado de Palencia y por el trabajo que hacéis en la gobernación de las Indias. Al parecer lleváis a raya a Cristóbal Colón, ese terrible pesado que solo sabe hablar del dinero que se le debe y que pretende el monopolio sobre todo lo que concierne al Nuevo Mundo.

—Sois un adulador insuperable, don Juan Manuel. También de vos se puede hacer un justo panegírico, que no en vano corre sangre de rey por vuestras venas.

—De reyes, en plural, monseñor… Así es. Me honro en descender en línea directa del infante don Juan Manuel, sobrino de Alfonso X, nuestro rey sabio, y nieto de Fernando III el rey santo. Y me honro de Constanza, hija del infante, mi glorioso antepasado, que se casó con el rey Alfonso XI. Quizá no sepáis que desciendo también de los emperadores alemanes y bizantinos.

—Conozco vuestro árbol genealógico. Se os ha olvidado en vuestra modestia decir que vuestra hermana Marina, que en paz descanse, casó con Balduino, bastardo de Borgoña, tío abuelo de nuestro señor don Felipe, que pronto será Felipe 1 de Castilla.

—Es un honor que exige mucho, como su reverencia sabe; nobleza obliga.

—El infante don Juan Manuel es mi poeta y narrador preferido. Su Conde Lucanor me acompaña allá donde voy, o mejor debería decir allí donde me llevan. Sus sabios ejemplos me han servido para resolver espinosas cuestiones. Era noble, leal y, al parecer, sumamente rico; de él decían que podía cabalgar un día entero en cualquier dirección con la seguridad de que encontraría un castillo suyo con todo preparado para atenderle, incluida una mesa bien puesta y un fuego prendido.

—Os aseguro, monseñor, que de aquellos dineros no ha llegado hasta mí ni un maravedí, y tengo que ganarme la vida con mis servicios, primero a don Fernando y ahora a don Felipe. Ya quisiera yo contar con la riqueza de vuestra diócesis.

—Como la iglesia no tiene más hijos que los del espíritu…

—La Iglesia no, pero sus obispos no se recatan en dar a Dios hijos de la carne.

—No se queje vuestra merced, que ya recibirá sabrosas rentas del señorío de Belmonte de Campos.

—Magras rentas son esas, monseñor, para mantener la grandeza de mi casa y el bienestar de mi buena esposa doña Catalina de Rojas y de mi numerosa parentela, escasamente acostumbrados a las penurias del servidor del estado. Os sorprendería la de cosas que tengo que pagar de mi bolsillo para mantener la dignidad del cargo y el prestigio de la cosa pública.

—Pues buen castillo gótico que habéis construido en Belmonte de Campos, en mi diócesis…

—¿Qué noticias traéis de Castilla, su reverencia? —cortó Manuel molesto con el rumbo de la conversación.

—Castilla entera llora desconsoladamente la muerte de la reina Isabel.

—¿Ha sufrido mucho nuestra querida soberana?

—Dios la ha probado para la santidad con una larga y dolorosa agonía, pero ella ha superado la prueba con la misma entereza y dignidad con que supo ser cristiana y reina —afirmé—. Estoy seguro de que el papa la elevará a los altares con más merecimiento que otros santos o al menos tantos como los más santos, como vuestro antecesor Fernando III o como el rey san Luis de los Franceses de gloriosa memoria.

—Salvando a san Fernando y a san Luis, este último tan próximo a Castilla como a Francia, nuestra Isabel gana en santidad a muchos reyes que fueron canonizados: Margarita de Escocia, Enrique de Hungría, Isabel de Hungría, Isabel de Portugal.

—Habrá observado su reverencia que llevamos dos siglos sin reyes santos en esta época impía, y a lo más que podemos aspirar es a que el papa otorgue distinciones menores como la concedida a Luis XII de Francia, Cristianísimo Rey, y las conferidas a Fernando e Isabel como Reyes Católicos.

—No son títulos menores, don Juan Manuel. Os olvidáis de san Casimiro, rey de Hungría, muerto hace solo veinte o veintiún años…

—Desterrado… —me corrigió don Juan Manuel.

—Desterrado y vuelto a Polonia de donde era príncipe.

—Dejemos a los reyes santos en el cielo y hablemos de los Católicos. ¿Cómo se encuentra don Fernando? —cortó de nuevo don Juan Manuel, aburrido del regio santoral.

—Os podéis imaginar, ni come ni duerme ni quiere ocuparse de más asuntos que los del cumplimiento puntual de las voluntades de su querida esposa.

—Recemos una oración por su alma, monseñor, aunque es tan excelsa reina quien debe rezar por nosotros y por Castilla.

—Recemos, don Juan Manuel.

—Recemos, pero para dentro, pues ya nos espera su alteza.

La audiencia fue formal pero cordial. Expresé las condolencias de Fernando y las mías a la hija y al yerno de la reina Isabel, así como el deseo de aquel de que ambos, e insistí mucho en lo de «ambos», se dirigieran a Castilla para ser reconocidos como soberanos. Juana pidió, entre llantos incontenibles, detalles sobre los últimos días de su madre, que Conchillos y yo proporcionamos con cautela suavizando los aspectos más dolorosos, pero Juana no podía contener las lágrimas, dando rienda suelta a vehementes lamentaciones por haber abandonado a la madre enferma y pronunciado duras palabras contra ella cuando esta intentó en vano retener algún tiempo más a su hija, que ardía en deseos de reunirse con su esposo en Flandes. Habíamos sido advertidos de que Juana, que sufría un embarazo que le estaba dando más molestias de las acostumbradas en los anteriores, se retiraría a sus aposentos tras saludarles. A una seña de su esposo la futura reina disculpó su presencia.

Nos pusimos en pie e inclinamos la cabeza respetuosamente mientras Juana abandonó la sala. Cumplido el ceremonial, entré a la cuestión que me había llevado a Flandes, y lo hice con claridad meridiana. Don Juan Manuel se sentó a la derecha del archiduque y Fuensalida, Conchillos, Garcillán y yo ocupamos sendas sillas situadas frente a la ilustre pareja, a menos de una vara de distancia. El conde-archiduque y príncipe me indicó con un gesto que podía dirigirle la palabra.

—Alteza, tengo el gusto de entregaros la carta que os envía mi señor el rey don Fernando.

—La leeré con todo detenimiento, pero ruego a vuestra reverencia que tenga la bondad de resumírmela.

—Con mucho gusto, señor. El rey don Fernando les desea que se encuentren bien y que…

—Al grano, por favor, mi reverendísimo amigo.

—Pues, con la venia de su alteza, voy al grano. El grano es que el rey don Fernando os insta a que emprendáis viaje a la mayor brevedad para que doña Juana sea proclamada reina en persona y vos reconocido como su legítimo esposo por las Cortes de Castilla y León. Me manda que les informe también a sus altezas que ha convocado Cortes en Toro, que ya estaban previstas por la reina, que Dios acoja en su gloria, y que se han adelantado para proceder a la solemne proclamación de vuestras altezas por la urgencia que todos tenemos para que no se produzcan vacíos de poder que pudieran desencadenar indeseables tumultos como los que sufrió Castilla tras la muerte de Enrique IV.

—¿Puedo preguntaros con qué autoridad se han convocado las Cortes de Toro?

—Las ha reunido el rey don Fernando en nombre de la reina Juana y con la autoridad que le confiere el testamento de Isabel 1, que le confía la gobernación del reino en nombre de doña Juana y de vos, su legítimo esposo.

—Si lo he entendido bien, mi querido suegro pretende que Juana y yo reinemos y él gobierne y mande.

—En efecto, eso resumiría perfectamente la cuestión.

—Parece que don Fernando ha redescubierto el dogma de la Santísima Trinidad. ¿No os parece, Manuel?

El aludido esbozó una sonrisa cómplice y se sintió invitado a expresar el punto de vista de su señor.

—El rey don Felipe estima que el monarca de Aragón se ha extralimitado al convocar unas Cortes que solo pueden reunir los legítimos sucesores de la reina Isabel, que Dios tenga en la gloria, ni a él ni a mí nos consta que sus altezas los reyes don Felipe y doña Juana las hayan convocado, ni juntos ni separados. Debe usted transmitir al rey de Aragón que sus altezas agradecen las buenas intenciones que le inspiran, pero que no pueden aceptar como válidas las Cortes de Toro ni, por tanto, la fórmula trinitaria que han adoptado, pues un reino no puede gobernarse con misterios sino con una autoridad única, la de un solo rey verdadero, el rey Felipe, el primero de Castilla.

Manuel se quedó muy satisfecho con su discurso, y su señor le dedicó un gesto de reconocimiento mientras Conchillos y el de Garcillán se miraban espantados y don Gutierre se fijaba atentamente en los artesonados del techo. Fueron solo unos segundos de silencio, pero tan tensos que nos parecieron eternos. Yo me esforzaba por mantenerme impávido ante la arrogancia del señor de Belmonte, y cuando rompí el silencio lo hice con tono algo desabrido aunque con palabras medidas que dirigí al pretendiente, cuidando que ni siquiera una ráfaga de su mirada se escapara en dirección del valido, como si por arte diabólico se hubiera desvanecido en el aire, como si al negarle la palabra le suprimiera de la escena.

—Señor, transmitiré gustoso al rey de Aragón y regente gobernador de Castilla lo que su alteza me indique. No obstante me permito llamar su atención sobre uno de los extremos de la carta que le he entregado: la reina propietaria será su alteza doña Juana, primera de Castilla, cuando jure ante las Cortes de los distintos territorios que le integran el respeto a sus viejos fueros. En lo que a vos respecta, su alteza tendrá el reconocimiento, el respeto y los honores que le corresponden como esposo legítimo de la reina, como rey consorte y no porque lo diga yo, vuestro humilde servidor, ni porque lo ordene mi señor que en estos días de luto ha asumido la alta responsabilidad de la gobernación del reino, sino porque así lo mandan las viejas ordenanzas que, como sabéis, dio forma definitiva nuestro rey don Alfonso. No se os oculta, alteza, que ni siquiera es necesario remontarse a nuestro rey sabio, de imperecedera memoria, pues los Reyes Católicos son un buen ejemplo de ello. Solo Isabel era la reina propietaria de Castilla, y Fernando, su querido esposo, el rey regente. Si no fuera así, ahora no tendríamos esta discusión, pues don Fernando sería el rey indubitable tras la muerte de su esposa, doña Isabel 1 de Castilla.

Felipe hizo una seña al valido para que me replicara adecuadamente, don Juan Manuel habló muy calmadamente, haciendo ostentación de una paciencia infinita.

—Con todos los respetos, señor obispo, nadie discute el buen derecho de doña Juana, pero comprenderéis que dadas las dolorosas circunstancias que concurren en ella, sobre las que no debemos extendernos, la reina no puede ni desea reinar, y es a su esposo a quien le corresponde el título de rey, de hecho y de derecho.

Os olvidáis —ahora yo miraba con cierta irritación al valido— del testamento de la reina Isabel, que indica taxativamente que si la princesa Juana no puede o no quiere ejercer sus altas funciones, será su padre quien se ocupe de ello.

—Vamos, vamos, su reverencia. —Don Juan Manuel hablaba con suavidad condescendiente mientras miraba de reojo a su dueño que le seguía divertido—. Acabáis de defender con notable elocuencia que la sucesión de los reinos se hace de acuerdo con las viejas leyes y con lo que nuestro sabio rey Alfonso decretó en Las siete partidas; no ignoráis que ningún monarca puede cambiar el orden sucesorio. Ni siquiera la Reina Católica puede hacer semejante milagro, pero seamos sensatos y busquemos fórmulas para un arreglo amistoso que nos evite otra guerra civil. Es propósito de su alteza encontrarse con su suegro, el rey de Aragón, para prevenir lo mejor para la salud de la reina Juana y para recibir sus experimentados consejos, así como la garantía que su alteza Felipe 1 le dará de que será bien compensado en los derechos económicos y territoriales que tuviera adquiridos, todo ello con la condición de que a la mayor brevedad regrese a Zaragoza que allí ya posee un gran reino.

—Le transmitiré puntualmente su propuesta. Solo me queda informarle a su alteza —nuevamente me dirigí con la mirada al pretendiente— de un extremo que no aparece en la carta que le he entregado y que el regente gobernador me encareció que le dijera informalmente. Su alteza el rey don Fernando les ruega a sus altezas que viajen cuanto antes a Castilla para proceder a una sucesión ordenada, pero me ruega que les añada que deben hacer el viaje juntos, y que deje suficientemente clara su firme determinación de no aceptar bajo ninguna excusa ni pretexto, ni de enfermedad ni de embarazo, son frases suyas y no de este pobre mensajero, que acudáis solo dejando en Flandes a doña Juana. Es lo mismo que exigió a su alteza la anterior vez que llegaron a España para ser proclamados Príncipes de Asturias.

—Con la ligera diferencia —estalló el archiduque— de que entonces éramos Príncipes de Asturias y ahora somos reyes y no recibimos órdenes de nadie, ni siquiera de mi querido suegro, el rey de Aragón. Decidle que no le necesito para ser reconocido rey de mis reinos.

En ese momento, el autoproclamado rey de Castilla y León saltó de la silla dando por terminada la audiencia. Mientras el archiduque nos acompañaba a la puerta, tomó del brazo a Jaime de Garcillán y le dijo en voz alta para nuestros oídos: «Amigo cronista, don Juan Manuel te proporcionará todo lo que precises para confeccionar una buena crónica de las ceremonias que se celebraron los pasados días 14 y 15 de enero en Santa Gúdula: un solemne réquiem por la reina Isabel y nuestra proclamación como reyes de Castilla y León. Prepárate para escribir la mejor crónica de tu vida. Espero que todos disfrutéis de una buena estancia en Flandes, y no dudéis en acudir a don Juan Manuel si tenéis necesidad de cualquier cosa que esté en nuestra mano proveeros, pero no olvidéis que este condado es muy rico, pero su administración muy estricta».