Séptimo día en Belmonte.
Alonso me hace una proposición inquietante.
Mayo de 1523.
No estaba dispuesto a que esta vez se me escapara Alonso, así que en cuanto Cata concluyó su inesperado relato tomé por el brazo a mi amigo y nos encerrarnos en mi cuarto.
—Creo que me debes una explicación, Alonso. Quiero que me lo cuentes todo, muy clarito y por su orden, empezando por el principio. Casi me dejo la vida por algo que desconozco y que me da la impresión de que no te es ajeno.
—Trataré de hacerlo, pero te advierto que quizás te convenga mantenerte en la ignorancia.
—Permíteme que sea yo quien decida sobre este pequeño detalle que me puede llevar a una muerte definitiva. No quisiera abusar de la providencia, así que explícate.
—Te habrás percatado de que a alguien se le ha metido en la cabeza que estás en una conjura —comenzó diciendo mi colega—. A veces los espías tiran por lo más fácil y tú pareces el sospechoso perfecto. Por fortuna, parece que nadie me atribuye a mi tanta importancia. Me consideran insignificante.
—Por el interrogatorio que me hicieron deduzco algo más: que en tu conjura aparece don Fernando, el hermano del emperador, o hay quien invoca su nombre y que participa en ella Íñigo López de Mendoza y quizás su padre el duque del Infantado y otros nobles —observé.
—Jaime, ha llegado el momento en que debes tomar una decisión, así que pondré las cartas boca arriba como me pides. Tú lo has querido. En efecto, hay en marcha una operación para liberar al emperador de la penosa gobernación de España, de forma que pueda concentrar sus esfuerzos al imperio universal, confiando el reino a su hermano Fernando —explicó—. Esto es todo lo que debes saber si decides permanecer al margen, por tu propio bien y por el de nuestra misión. Si, por el contrario, decides tomar parte en la conjura, te participaré todo lo que sé.
La alternativa estaba clara. Era razonable y resultaba acuciante, pero me pilló desprevenido. Fui perseguido sin conocimiento de causa, y salvé la vida por milagro, y ahora se me abría la posibilidad de perderla por mis propios méritos.
—Alonso, ¿a mi edad? Yo ya no estoy para otra guerra ¡y por otro Fernando! —exclamé—. Hace veinte años estuvimos al borde de la guerra civil y ahora que acabamos de salir de la de las comunidades me propones que me meta en otra. ¿Es que este país no puede vivir en paz? Esta vez prefiero quedarme de puro cronista…
—Te comprendo, te comprendo muy bien, y yo mismo me he hecho la misma reflexión, pero qué quieres que te diga, amigo, lo de las comunidades se ha soldado en falso pues el emperador sigue ciego respecto a España, y uno tiene su orgullo. A mí no me torea el flamenco.
—No obstante, Alonso, que no me has dejado terminar, me gustaría seguir esta historia con la mayor proximidad posible, aunque ello represente un riesgo.
—Por interés puramente profesional, supongo —sugirió Alonso con sorna.
—Ese es mi trabajo. Por lo menos sabré por qué me matan. Supongo que cuando te perdiste con don Íñigo fue para conspirar.
—Supones bien, Jaime —admitió Alonso.
—¿Contáis seriamente con el infante don Fernando o es una suposición? ¿O un deseo?
—Sabemos que no le desagrada la idea, pero no hay un compromiso firme por su parte. A nosotros nos toca organizar las cosas de forma que el infante se pronuncie y que doña Juana decida apoyar a su hijo. Ella es la reina legítima mientras viva.
—Recuerda, Alonso, que ya hubo una oportunidad cuando murió su abuelo, Fernando el Católico. Entonces un nutrido grupo de gente principal encabezado por el ayo del infante, Pedro Núñez de Guzmán, y su maestro fray Álvaro Osorio, obispo de Astorga, intentó quitar a Cisneros de la regencia y proclamar al infante como gobernador general del reino.
El enfrentamiento entre ambos hermanos se remontaba a mucho tiempo atrás. Me permito poner al paciente lector en algunos antecedentes, que pudieran ayudarle a seguir los acontecimientos que narro:
El infante había nacido en Alcalá de Henares en marzo de 1503, en ausencia de su padre, Felipe el Hermoso, que le conocería tres años después, en 1506, y por unos pocos meses, pues murió en septiembre del mismo año. La reina Isabel, su abuela, se había ocupado en su último año de vida de que se le educara a la española, buscando un ayo de confianza que le impartió las primeras lecciones en el castillo de Arévalo, y Fernando el Católico depositó en el recién nacido sus esperanzas sucesorias, las mismas que alimentaba su abuelo paterno Maximiliano de que estuviera disponible para heredar el imperio, pues, como solía decir «más valen dos príncipes que uno».
Fernando y Carlos no se conocieron hasta el 11 de noviembre de 1517, en la vallisoletana población de Mojados, pero se sabían rivales desde muy pequeños. Durante el breve reinado de Felipe el Hermoso, los flamencos que le acompañaron a España se percataron, cuando murió Felipe, de que su segundo hijo podía ser reconocido como rey, poniendo en peligro sus cargos y rapiñas, así que tramaron raptarle y ponerlo a buen recaudo en Flandes. Pretendían, con engaños, llevar al infante, que residía entonces en Simancas al cuidado de la madre del almirante de Castilla, al castillo de la ciudad gobernado por un castellano flamenquista y de allí trasladarlo a Bruselas, intento que frustró Pedro Núñez de Guzmán, el ayo del niño, quien confió la criatura, que tenía entonces tres años, a su preceptor, el obispo de Catania, Diego Ramírez de Guzmán, quien le llevó en sus brazos a Valladolid, de donde ya habían salido tropas a buscar al infante por orden del Consejo de Castilla, y lo puso a seguro en las casas de la Chancillería.
Año y medio después, en enero de 1508, los dos hermanos fueron utilizados, Carlos por Juana y Fernando por el Rey Católico, como moneda de cambio. Mientras vivió Felipe, Juana se había negado bravamente a ceder sus derechos de reina propietaria de Castilla, prefiriendo a su padre en la gobernación del reino para evitar que los flamencos se hicieran con todo pero, muerto su esposo, se había resistido a entregar al reino a su padre y a sus aragoneses, especialmente herida por el matrimonio de Fernando el Católico con Germana de Foix, con quien podía tener un hijo que separaría quizás para siempre ambos reinos.
En enero de 1508 Juana reclama a su primogénito Carlos, de ocho años, para que nadie reine en nombre del heredero; el Rey Católico reacciona apoderándose de su nieto tocayo y se lo lleva a Andalucía, advirtiendo que puede hacerle sucesor. Ambas criaturas se habían convertido en prendas inocentes de la lucha por el poder.
Cuando Fernando consolida su autoridad en Castilla, se lleva a todos lados a su nieto para que aprenda el oficio de rey, le introduce en los consejos, en las audiencias de los embajadores y en todas las ceremonias donde el niño, muy despierto, empieza a interesarse por los asuntos del reino. Fernando le llega a poner en su testamento como heredero suyo, pero ya al pie de la muerte, con gran pesar y con lágrimas en los ojos, lo cambia para reconocer a Carlos, confiándole a la protección de Cisneros como regente hasta que Carlos cumpla la mayoría de edad, pues Fernando, que solo tenía a la sazón doce años, podía ser manipulado por la nobleza, como ocurriera en tiempos anteriores a los Reyes Católicos.
Muerto el Católico el 23 de enero de 1516, los partidarios del infante Fernando, entre los que se encontraban su ayo, Pedro Núñez de Guzmán y su preceptor, fray Alvaro Osorio, obispo de Astorga, tratan de impugnar la regencia de Cisneros, poniendo a Fernando de gobernador general del reino, invocando el primer testamento del monarca y asegurando que el último era una falsificación.
A primeros de septiembre del año siguiente, 1517, Carlos, que había cumplido diecisiete años, escribe a los gobernadores del reino, los cardenales Cisneros y Adriano de Utrecht, ordenándoles que separen a su hermano Fernando, que paraba entonces en Aranda, de la compañía de su ayo, su preceptor y su caballerizo, Suero del Águila, entre otros servidores del infante, y que pusieran al frente de su casa al marqués de Aguilar, a lo que el infante se resiste provocando la sorpresa de Cisneros por la energía demostrada por Fernando, que a la sazón solo tenía catorce años. El rey envió otra carta a su hermano en la que combinaba las buenas palabras y promesas con reproches y amenazas apenas veladas.
Se alzaron entonces los comuneros con la participación de partidarios del infante, lo que aumentó los recelos del emperador respecto a su hermano aunque este no participara en la rebelión ni animara a nadie a sumarse a ella. El 27 de mayo de 1521 el emperador acudiría a Linz a la boda del infante Fernando con Ana, hermana del rey Luis de Hungría. Un año después, el 24 de mayo de 1522, Carlos partió para España, donde el ambiente volvía a espesarse.
—Ciertamente el pueblo y la nobleza adoran a don Fernando y es posible que les movilizara su solo nombre —expresé a Alonso mis dudas—. Le quieren tanto como odian a los consejeros flamencos y alemanes del emperador, pero falta que el infante se decida y que el rey, que es muy enérgico, no corte por lo sano. El muchacho ingenuo de antaño es hoy el hombre reservado, sereno, de mirada penetrante y gesto de soberana gravedad que ha acuñado la divisa «Plus Ultra».
—Pues tendrá que ganarse el afecto de sus súbditos españoles —concluyó Alonso—. Si no es así, no irá demasiado lejos con su «Plus Ultra». Mientras tanto, me voy a echar una buena siesta, que siempre me ha servido para decidir lo mejor. Te dejo descansar, Jaime, que yo todavía tengo que ultimar algunos detalles de mi narración de mañana y evacuar algunas consultas sobre el tema del que hemos hablado.
Había gran expectación para escuchar a mi colega. El almuerzo había sido esta vez bastante sobrio, y Alonso tuvo tiempo para explayarse.
—Querido Alonso —le introdujo don Juan Manuel—, es tu turno. Creo que nos hablarás del cardenal Cisneros, a quien serviste fielmente, y de su actitud ante el pleito que nos ocupa.
—Pondré todo mi afán en ello, pero antes de nada deseo advertiros, admirables señoras, que mi relato puede resultaros demasiado impresionante.
—No te preocupes, Alonso, que a estas alturas ya no nos asusta nada —le tranquilizó doña Catalina.
—Bien, pues deberéis situaros en Toledo, en marzo de 1505, tres meses y medio después de la muerte de Isabel la Católica…
Transcribo, siempre con auxilio de los escribanos, la narración que hiciera Alonso de Torrelaguna en el castillo palacio de los señores de Belmonte de Campos, pero antes debo poneros en antecedentes sobre algunos detalles de la vida de Alonso y de su familia, sobre todo en lo que a las relaciones con el cardenal, que Dios tendrá en la gloria, se refiere. Los padres de Alonso eran labradores ricos de Torrelaguna, un pueblo pegado a Guadalajara donde nació en 1436 y fue bautizado Cisneros con el nombre de Gonzalo. Más tarde lo cambiaría por el de Francisco, por devoción al fundador de la orden que lleva su nombre, en la que había ingresado de joven, para perplejidad general, pues Cisneros iniciaba entonces una carrera eclesial mucho más prometedora que la que ofrecían los franciscanos, pero no había nada que pudieran hacer su familia, sus amigos ni sus protectores, y ni siquiera su primer valedor, el cardenal Mendoza.
Al joven Cisneros le dio por el misticismo y la vida apartada del mundo, y nadie pudo impedirlo. Sin embargo, Mendoza, el Gran Cardenal, que le había ido aupando hacia cargos muy provechosos, no se dio por vencido y le recomendó a la reina, quien le hizo su confesor, a la muerte de aquel. Isabel la Católica le consiguió la silla que este ocupaba con tanto boato, la de Toledo. Cisneros se ocupó de la carrera de Alonso en quien descubrió rapidez de juicio, buena pluma, ganas de prosperar y una predisposición absoluta a servirle. Nombrado arzobispo, se lo llevó a Toledo, donde le proporcionó un salario gene roso que Alonso se ganaba bien; ajeno al estamento eclesial, su avispado paisano le tenía puntualmente informado de las intrigas de los altos cargos catedralicios que conspiraban contra él, un simple fraile franciscano, que amenazaba con acabar con sus expolios, su vida muelle y hasta con sus queridas.
Alonso puso al servicio del arzobispo su experiencia como cronista de pliegos sueltos que había cultivado en Madrid, una villa en rápido crecimiento situada a unas diez leguas de Torrelaguna, famosa por un alcázar al que eran muy aficionados los reyes. El arzobispo ayudó a su paisano para que estableciera una imprenta en Toledo, de la que salían los pliegos que redactaba Alonso cuando se producía algún acontecimiento sonado y las «relaciones de avisos», que tenían una periodicidad variable, pero que Alonso no dejaba espaciar más de dos meses, intentando que tuviera periodicidad más o menos mensual. Las relaciones de avisos mostraban una miscelánea de sucesos: los acontecimientos de la corte, las campañas del Gran Capitán en Italia, lo que se decía y hacía en la sede pontificia, pero también los crímenes más sonados así como curiosidades de las ferias más frecuentadas. Alonso se había ganado la confianza del arzobispo que le hizo auxiliar para todo, un auxiliar que le resultaría de un valor inestimable al ser ajeno a las jerarquías del cabildo, que trataban de hacerle la vida imposible al arzobispo. Creo que con estas palabras el paciente lector está en condiciones de seguir el relato que hiciera mi amigo en el castillo de don Juan Manuel:
De cómo Alonso de Torrelaguna nos puso al corriente de la
conversación mantenida con el cardenal Cisneros en Toledo,
en marzo del año de gracia de 1505 y de como actuó la Inquisición
según los propósitos de Fernando el Católico.
Me encontraba esperando en la antesala del gran hombre, que me recibió en cuanto terminó de redactar un despacho pidiendo ayuda para su gran proyecto: la Universidad de Alcalá de Henares, a la que se había aplicado, junto con la evangelización de los moros granadinos, a los que conminó a la conversión forzosa durante la última década, desde 1495, recién nombrado arzobispo, hasta el presente año de 1505.
El arzobispo, próximo a cumplir setenta años, estaba impaciente para que se empezaran a impartir clases lo antes posible, «Todo se irá al garete si me muero antes —solía decir, y añadía—: Aunque siento deciros que no está entre mis intenciones inmediatas acelerar tan seguro acontecimiento, se hará la voluntad de Dios».
Entré en el despacho del primado de España, quien apenas me dejó besarle la mano. El santo y paciente varón estaba impaciente por recibir noticias, así que no se perdió en divagaciones.
—Adelante, Alonso. ¿Cómo te fue por Segovia?
—De eso quería hablaros, excelencia reverendísima.
—Las formalidades nunca sobran, querido Alonso, y más en los tiempos que corren, pero ya sabes que prefiero que me llames fray Francisco.
Yo sabía que no era falsa humildad la de este hombre que dormía en una tabla de madera y que se negó a trocar la cogulla franciscana por el manto de púrpura. Fray Francisco parecía un intruso en la magnificencia del palacio episcopal de la primera sede de España, y desde luego por tal era tenido por los miembros del cabildo. El arzobispo recorría los caminos por su propio pie en sus múltiples desplazamientos de inspección a iglesias y conventos donde se aplicaba a la difícil tarea de expulsar a las amantes de los monjes, con especial celo a las de los franciscanos, y a los amantes de las monjas. Tanta exhibición de ascetismo había irritado profundamente a Alejandro VI, el Borja valenciano, que se sentía aludido por su vida disipada, quien pidió a la reina Isabel que llamara al orden a Cisneros y le obligara a vivir con el boato propio de su dignidad.
—¿Cómo encontraste al rey, Alonso?
—De eso quería hablaros, reverendísimo fray Francisco.
—Por favor, Alonso, ni tanta formalidad ni tanta sorna.
—Perdón…, pero ya sabéis que me cuesta tratar al hombre más importante de España como a un simple fraile.
—Bien, hijo mío, vete acostumbrando. Cuéntame. ¿Cómo encontraste a don Fernando?
—En plena forma, afectado por la muerte de su esposa, pero solo lo justo…
—Por favor, Alonso, un poco de respeto.
—Perdón, fray Francisco, pero siempre soy sincero con vos, y la verdad es que vi al rey demasiado repuesto de su dolor. Parece que don Fernando hace de tripas corazón porque así lo exige la absorbente tarea que ha emprendido.
Intercambiamos unas sonrisas cómplices y se hizo uno de los largos y fecundos silencios a los que nos tenía acostumbrados el arzobispo, al que siguieron unas palabras pronunciadas como para sí mismo que enlazaban con mi atrevido comentario.
…La absorbente tarea de mantenerse en el poder, pero para ello necesita apoyarse en otros poderes y, como dices, Alonso, ese no es trabajo fácil.
—En efecto, fray Francisco, los nobles le tienen muchas ganas, pues han perdido autoridad con los Reyes Católicos. Por cierto, el rey me tanteó sobre vuestra posición en la batalla política que se avecina, si es que la batalla política no termina en guerra caliente.
—¿Y qué le dijiste, amigo Alonso?
—Le dije algo parecido a un «sí, pero», un «quizás» y un «depende».
—Muy bien hecho. —El arzobispo esbozó una sonrisa de irónica aprobación—. ¿Y cómo reaccionó nuestro Rey Católico?
—Ofreciéndoos el oro y el moro.
—Pues notable es ello partiendo de alguien tan tacaño. Debe de apreciarme mucho. Le dirías, supongo, que no me interesan ni el oro ni el moro.
—Le conocéis bien, señor. Quería disponer de vos cobrándose vuestro agradecimiento.
—Es cierto que me dieron la silla de primado contra la opinión de todos, incluida la mía, que ni pedí ni deseé semejante responsabilidad. En todo caso mi agradecimiento sería para la reina, a cuyo empeño no pude negarme.
—Le hice notar que el agradecimiento no sería suficiente para decidiros y me dijo una frase que recuerdo letra por letra: «¿Contribuiría en algo, mi querido Alonso, si le hacéis llegar mi promesa de que pronto será cardenal, el cardenal de España?».
—Edad ya tengo, Alonso. Bueno, bueno… eso es ponerse en razones. No me tienta la vanidad, pero aprecio, humildemente, que puedo aportar algo al gobierno de la cristiandad y a la causa del papa Julio, que todavía no ha tenido tiempo de foguearse. Veo a Roma algo descarriada.
—Me dijo que el vicario de Cristo no podía negarle vuestra púrpura al Rey Católico. ¿Puedo preguntaros qué partido apoyaréis?
—El del bien del reino.
Comprendí que el arzobispo, que se mesaba la barba pensativo, no me daría una respuesta clara. En lugar de ello me devolvió la pregunta.
—¿Cómo lo ves tú, amigo Alonso?
—Me horroriza que nos mande el flamenco, quien para conseguir el trono se aliará con lo peor de nuestro pasado. Como nos descuidemos, volverá el derecho de pernada sin que importe mucho que él sea humanista. Como veis, no entro en cuestiones de legitimidades ni de derechos sino en lo que es mejor para el pueblo.
—Dices bien, eso es lo primero. Los reyes son para el pueblo y no el pueblo para los reyes. Ya veremos, ya veremos… ¿Vas a escribir algo sobre esto?
—Mi pluma es vuestra, fray Francisco —le ofrecí—, y no escribiré nada que pueda comprometeros.
—Úsala según te dicte tu conciencia.
—Si tengo vuestra licencia apoyaría la empresa de don Fernando.
—La tienes, pero no te excedas, no te excedas, Alonso, que los excesos pueden ser más dañinos que los defectos.
Abandoné el palacio arzobispal, paseando morosamente por los pasillos, recreándome en los tapices y en las pinturas y saliendo por el arco que servía de pasadizo desde el palacio a la catedral que había sido edificado por orden de Mendoza, el gran cardenal, el antecesor y padrino de Cisneros. Había quedado en verme con mi primo Ángel, auxiliar de la Santa Inquisición, pero la mañana era hermosa y Toledo invitaba al paseo por sus estrechas calles llenas de animación. Husmeé un buen rato por las tiendas de los artesanos y me detuve en la de Carlos, un librero culto y un buen encuadernador que me había hecho un prodigioso trabajo con la colección de mis pliegos sueltos. Carlos me hizo pasar a la trastienda y me mostró con grandes precauciones los últimos libros recibidos de contrabando. Centré mi atención en El gobierno tiránico del papa de Guillermo de Ockham, un filósofo del siglo XIII a quien admiraba por su claridad y atrevimiento, un buen cristiano inglés que había luchado denodadamente contra los abusos de los papas, sus pretensiones de mandar sobre los príncipes y contra la forma en que gobernaban los estados pontificios como príncipes despóticos y denunciado su vida disoluta. Tras el obligado regateo llegué a un acuerdo sobre el precio y me llevé el volumen, bien envuelto y protegido, agarrándolo con fuerza y delicadeza como si se tratara de una frágil doncella.
Era casi el mediodía cuando llegué a las dependencias de la Santa Inquisición, donde trabajaba mi primo Ángel. La Suprema se había ido extendiendo por la ciudad en edificios de distinto tamaño y condiciones, pues se le había quedado corto, por el inmenso celo inquisitorial, el gran edificio principal anexo a la iglesia de San Vicente que ocupaba inicialmente. Mi primo se había instalado en una casa sombría y poco impresionante en el que se afanaban, seleccionando denuncias y archivando expedientes, media docena de personas a las órdenes del tercer inquisidor.
En el edificio principal vivían y trabajaban los dos primeros, el presidente y el segundo inquisidor. Al tercero se le buscó una casa próxima cuyo alquiler era pagado por el Santo Oficio. En este edificio cumplía Ángel su menester, en el que disfrutaba de alta consideración aunque no fuera fraile dominico, la orden que prácticamente monopolizaba el temible tribunal. A los reos, que en este momento superaban el centenar, se les había apiñado en dos plantas en el centro del edificio central de San Vicente, tan apiñados que no se les podía mantener incomunicados en celdas individuales, tal como exigían los mandatos de la Suprema, lo que era una fuente de preocupación para el alcaide, responsable de su vigilancia, que vivía en el recinto. Mi primo salió a mi encuentro bromeando como siempre. Ángel era un inquisidor alegre y despreocupado.
—¿Qué es eso? ¿Me traes algún libro para alimentar nuestras insaciables hogueras?
—No os falta carne. Arde peor que el papel, pero los heréticos alaridos resultan más excitantes.
—Gracias a nuestro celo, pero también al de tu santo patrón, nuestro querido arzobispo, a quien le gusta más la tea que a mí el vino. Le da igual que sean herejes o libros, que en esto último Cisneros no tiene rival; quemó veinte mil volúmenes valiosísimos, bellísimos y muy antiguos, algunos encuadernados en oro y plata, confiscados con divino celo de los palacios nazaríes.
—Algunos se salvaron de la quema…
—Sí, unos cuantos tratados de medicina, que en esta materia los moros están muy avanzados.
—Algo habrá que agradecer también a nuestro inquisidor general, el incansable fray Diego Deza.
—Aquí nos parece un poco blando —lamentó mi primo.
—Comparado con su antecesor, Torquemada, desde luego —observé.
—O con el inquisidor de Córdoba, Lucero, ese hombre de Dios que ha pasado por el fuego a miles de herejes, brujas, blasfemos, falsos conversos y pervertidos de la carne, reos del pecado más atroz.
—Sí, es difícil de superar la santa aplicación de Lucero, que bien se ha ganado el título de Tenebrero.
—Pero no te engañes, Alonso, que aquí no se quema a nadie sin el permiso de nuestro querido arzobispo fray Francisco Jiménez de Cisneros, ni Deza ni san Deza. Te veo algo tibio, querido primo.
—Dios me libre, apreciado Ángel, que siempre he valorado tu santo tribunal en lo que vale.
—Ten cuidado que puedes ser acusado de hacer mofa de la Santa Inquisición y quien aquí entra…
—Pierde toda esperanza, un cartel que el Dante sitúa en el dintel del infierno. ¿Qué os ocupa ahora en esta santa casa, Ángel.
—Nebrija.
—¿Qué ha hecho el creador de nuestra gramática, nuestro humanista más respetado?
—Pues justamente eso: pretende aplicar la gramática a la Biblia.
—¡Que temeridad! —exclamé con sorna—. No hay nada más subversivo que la gramática.
—Se ha empeñado en que leamos la Biblia tal como está escrita cotejando las versiones latinas con las de los griegos y, en caso de duda, con las del arameo.
—¡Intolerable! Y naturalmente Deza, nuestro sabio inquisidor general, ha puesto el grito en el cielo.
—Con muy buen criterio, no podía ignorar las denuncias que hemos recibido acusándole de impiedad.
—Me imagino de dónde parten tales denuncias.
—Ya sabes que las denuncias al Santo Oficio son secretas.
—Pues me malicio que en este caso no parten de la conciencia escrupulosa de buenos católicos sino de querellas por competencias de distintos cuerpos profesionales. Seguro que han salido de la Universidad de Salamanca donde los teólogos disputan un territorio que consideran de su exclusiva competencia a los gramáticos, a los historiadores, a los retóricos y a otros letrados.
—Es posible. Ya te digo que el asunto está muy enrevesado.
—¿Y qué vais a hacer, quemarle con su gramática?
—No es tan fácil —admitió—. Elio Antonio de Nebrija ejerce una gran influencia en la corte, así que lo que ha hecho Deza es confiscar sus papeles y solicitar la autorización real para iniciar un procedimiento.
—Y Nebrija, ¿qué hace?
—El muy soberbio se ha dirigido a Cisneros para que le devuelvan sus papeles e intervenga a favor de su supuesto derecho a investigar.
—¿Y en qué posición está el arzobispo?
—Eso lo podrás averiguar tú mejor que yo. Hasta ahora no ha dicho ni pío.
—Bien, dejemos este tema y dime qué quieres de mí. Querías verme, ¿no es así?
—Sí, pero hablemos en otra parte. Tomemos algo en el mesón y cuando te cuente lo que voy a relatarte no me regatearás el pago de la cuenta.
Alonso hizo una pausa, miró a las Catalinas
y les pidió permiso para transcribirnos la espeluznante
historia que le refirió su primo el inquisidor
en aquel mes de marzo de 1505.
La historia que me contó mi primo Ángel en una taberna toledana fue descrita por este en pocas palabras, pero a la víctima debió de parecerle la eternidad del infierno. Voy a contárosla tal como ocurrió, aún cuando no deje en buen lugar a Fernando el Católico, a quien Jaime y yo servimos lealmente. Esperemos que tú, señor de Belmonte, hagas lo mismo cuando te refieras a prácticas similares a las que procediste en pro de los intereses de Felipe el Hermoso. Me refiero a la detención y tormento de Conchillos. Déjame continuar sin interrumpirme, como hemos acordado, que ya te tocará a ti contar tu versión del tormento infligido al secretario de Fernando el Católico. Yo lo cuento tal como me lo transmitió el ayudante de inquisidor Ángel de la Torre, quien fue testigo e instigador de los interrogatorios que se hicieron a Miguel de la Vega, espía a tu servicio, Juan Manuel y al de Andrea del Burgo y Filiberto de Vere, embajadores de Felipe el Hermoso ante los Reyes Católicos.
Era muy avanzada la noche cuando Miguel llegó a su casa. De la Vega, había tenido un día agotador redactando un amplio informe que Del Burgo deseaba enviar de inmediato a Bruselas. Miguel era puntilloso en sus escritos y se preciaba de ser exacto y claro, le gustaba transitar directamente de la idea a la palabra y de la palabra a la idea, sin circunloquios ni florituras.
El informe que le había ocupado todo el día era más largo de lo que el secretario consideraba conveniente, pero las circunstancias excepcionales por las que atravesaba Castilla lo hacían inevitable. Andrea del Burgo hizo pocas rectificaciones al borrador, pero Miguel tenía que proceder al cifrado del documento de acuerdo con el sistema criptográfico acordado con Juan Manuel, una tarea tediosa pero imprescindible que Miguel prefirió emprender en su casa. Terminó el cifrado muy tarde, y tras quemar la versión en claro y esconder la cifrada en una bota se metió en la cama con la esperanza de dormir algunas horas. Debía levantarse al canto del gallo para hacer llegar cuanto antes la misiva al mensajero que la llevaría con la mayor premura a Bruselas.
Miguel trató de conciliar el sueño recurriendo a todos los recursos que se le ocurrían, pero la experiencia le enseñó que al sueño no se le podía apremiar, que vendría cuando le viniera en gana. Sin embargo, Miguel persistía en aplicar sus trucos porque al menos le daba la sensación de hacer algo reduciendo la sensación de impotencia. En algún momento percibió un soporcillo con un alivio que pronto fue trocándose en zozobra ante un peligro inminente pero indefinido. Miguel albergaba vagos pero aterradores temores de contraer enfermedades terribles, y soñaba con frecuencia con que le atrapaba la peste. Otras noches se veía desnudo, acurrucado junto a una fría pared, esperando la llegada de la mortal guadaña. En otra de sus pesadillas recurrentes, unos personajes atrabiliarios con capucha le conducían al cadalso, despertando Miguel sobresaltado en el momento en que el verdugo le ajustaba la soga.
La pesadilla de la noche de autos no era muy diferente, a sus oídos llegaba el golpeteo de un martillo sobre los clavos de un patíbulo que levantaban en la vecina plaza de Zocodover. A los martillazos siguieron voces que sonaban como mazazos en el profundo silencio de la noche toledana. Algo le dijo que aquella pesadilla transcurría en la realidad. Miguel no entendía las palabras, pero sabía que representaban un serio peligro. Se despabiló en el acto, se caló una bata de lana, abrió de un golpe la puerta del cuarto y bajo las escaleras. Ahora podía escuchar y ver cómo su criada Mariana explicaba a los intrusos que su señor, un señor de mucha categoría, dormía, y se ofreció a darle el recado que ellos quisieran, pues seguro que don Miguel lo atendería diligentemente por la mañana. Pero Miguel ya estaba en el zaguán, algo tranquilizado al identificar a los intrusos como guardias. El que mandaba el cuarteto se dirigió a él cortésmente.
—¿Señor don Miguel de la Vega?
—En efecto, estáis hablando con él. Supongo que dispondréis de poderosas razones para irrumpir en mi domicilio en mitad de la noche.
—Señor don Miguel, lamentándolo mucho le informo a vuestra merced que queda detenido por orden del Santo Oficio.
Era lo único que no entraba en las conjeturas del diplomático. En los contados segundos que había empleado en ponerse la bata y bajar las escaleras desde el principal le habían pasado por la cabeza algunas suposiciones, pero ni por lo más remoto esperaba una visita de la Santa Inquisición. El Santo Oficio nunca había entrado en sus pesadillas, pues como cristiano viejo con limpieza de sangre acreditable por lo menos en tres generaciones, no se le ocurría qué podía ser objeto de su interés.
—Señor guardia, tengo la impresión de que aquí ha habido un error. ¿Sabe usted quién soy yo?
—Según usted mismo ha reconocido, su gracia es don Miguel de la Vega.
—¿Y sabe su gracia cuál es mi menester en la corte?
—Ni lo sé ni me importa, me limito a cumplir las órdenes de la Santa Inquisición.
—Pues sabed que formo parte de la embajada del archiduque de Austria, que pronto será proclamado rey de Castilla.
—Le agradezco la información, don Miguel, pero eso no cambia mis órdenes, y mis órdenes son que lleve a vuestra merced, con el mayor respeto pero sin dilación alguna, a las oficinas del Santo Oficio.
—Supongo que el respeto incluye que pueda vestirme decentemente.
—Por supuesto, don Miguel, siempre que proceda a ello a la mayor brevedad. Manuel, acompaña a don Miguel a su habitación.
—No necesito ayuda para vestirme, señor guardia.
—Lo siento, señor de la Vega, son las instrucciones que he recibido.
En muy pocos minutos llegaron a la sede de la Inquisición, y Miguel fue introducido de inmediato en una celda colectiva.
—Otro desventurado que llega. —Miguel no pudo ver a quién le daba tan singular bienvenida, aunque la voz le indicaba que era persona educada y afable.
—Pues lo que faltaba, si siguen echándonos presos, la asfixia nos librará de la hoguera. —Ahora Miguel ya no se encontraba tan seguro de que la recepción fuera amable.
—Callaos por una vez. —La voz del guardián se impuso instantáneamente en aquel alboroto—. Os traigo un compañero de fatigas, es un caballero, así que tratadlo como es debido. —Y dirigiéndose a Miguel—: No es la compañía que hubierais elegido, pero pronto los echareis de menos. Al fin y al cabo, compañía son; habéis tenido suerte de que la abundancia de herejes provoque la escasez de celdas individuales.
Cuando Miguel se familiarizó con la oscuridad, escrutó de un vistazo la dimensión de la celda, unos diez pies por cuatro con una ventana que daba a un pasillo oscuro, y pudo contar cinco bultos con apariencia humana. Tardó algo más en distinguir las facciones de cada uno y en adivinar su condición social, no del todo baja. En realidad solo uno, evidentemente campesino, parecía ganarse la vida trabajando con sus manos. Los otros parecían gente con estudios de oficios más o menos distinguidos.
—Sed bienvenido, don…
—Miguel de la Vega, para serviros
—Mi nombre es Benito, Benito de la Cueva, abogado en ejercicio, escritor en mis ratos libres, natural de Talavera, doctorado en Salamanca, casado con una noble dama y padre de cinco hijos, para lo que pueda serviros.
Miguel percibió en aquel hombre la seguridad del acostumbrado a mandar. Se notaba a la legua que Benito de la Cueva ejercía cierta autoridad en aquella caverna. Había que ver cómo los hombres se jerarquizan instintivamente en cualquier circunstancia por penosa que fuere. Los otros cuatro, compañeros a la fuerza, no dirían ni una palabra hasta que don Benito acabara su interrogatorio.
—Miguel de la Vega es vuestra gracia… ¿podernos saber cuál ha sido vuestra desgracia?
—La verdad es que no tengo la menor idea, señor de la Cueva.
Estalló una carcajada general que Benito, compasivo, cortó con un gesto.
—Aquí, don Miguel, todos somos amigos. Es posible que no sean los compañeros que vuestra merced o yo elegiríamos en otras circunstancias pero puede que sean los últimos de los que podamos disfrutar. Sed, pues, franco con nosotros; quizás sea esta la última oportunidad que se os ofrezca de abrir vuestra alma sin temor de que vuestras palabras se utilicen para perderos. Vuestra historia nos ayudará a amenizar la espera y espantar el miedo.
—Creedme que no sé por qué me han traído aquí. Ha debido de ser una confusión.
—Quizás os anime que confesemos primero nosotros nuestros pecados, los horrendos crímenes de los que se nos acusa. Yo, Benito de la Cueva, soy judío converso como estos dos compañeros, Jerónimo y Baltasar, «marranos», para entendernos. A los tres se nos acusa de que nuestra conversión fue falsa, que somos cristianos externos y judíos secretos, que vamos a misa para disimular pero que en la intimidad seguimos practicando nuestros rezos y observando nuestras ancestrales costumbres.
¿Y es verdad?
—En lo de los rezos, no, pero sí en lo de nuestras ancestrales costumbres, que eso no es cosa de religión ni hay por qué modificar.
—Si Dios no lo remedia y Cisneros no se apiada, eso significa que seremos quemados vivos… —interrumpió Jerónimo, un hombre joven, de pelo largo y rubio, de ademanes pausados.
—Os presento a nuestro amigo Jerónimo, un buen médico a pesar de su juventud, quien os llevará a la tumba, como sus colegas pero os alegrará la espera y solo os cobrará la voluntad.
—En el mejor de los casos —siguió Jerónimo—, si nuestro arrepentimiento es sincero, y de paso denunciamos a hebreos recalcitran tes, podremos aspirar a que el verdugo nos rompa el cuello antes de que nuestros cuerpos se abrasen como malas hierbas.
—En el peor de los casos —añadió Baltasar, el tercer «marrano»—, si el inquisidor observa en nosotros sombras de arrogancia nos meterán en un molde de yeso para que nos doremos a fuego lento como un lechazo.
Miguel no era un enemigo acérrimo de la Inquisición, aunque deploraba ciertos excesos por otro lado justificables ante la trascendental tarea de salvar las almas y evitar la propagación de la herejía. Al menos el Santo Oficio es un procedimiento reglado, sometido a unas leyes, lo que podría evitar que la plebe ignorante y fanática se tomara la justicia por su mano sin la menor garantía para el desgraciado a quien se le supusiera hereje o a los odiados judíos, fueran o no conversos. El sentimiento antisemita era tan profundo que no se salvaría ni uno. Los hebreos, asesinos de Cristo y, lo que es peor, de corazón tan duro y de cabeza tan cerrada como para no aceptarlo como el Mesías, al que seguían esperando, irritaban a la buena gente del pueblo. Tampoco ayudaba ver que los cristocidas desempeñaran los mejores puestos en la corte, los oficios más regalados y los menesteres más odiosos, como la recaudación de impuestos o los préstamos usurarios. Los Reyes Católicos se valieron de judíos conversos, a los que confiaron puestos delicados, pero también confiaron en que la Inquisición, introducida por ellos en España, hiciera su trabajo sin contemplaciones en pro de conseguir un solo reino con una sola confesión religiosa.
—Desde la calumnia sobre el Niño de la Guardia, estamos bien perdidos. —Benito había abandonado su tono ligero al referirse a aquel suceso que afectó a su tocayo y amigo, un cardador ambulante simpático amigo de las juergas y de la poesía.
El silencio que siguió fue helador. Aquella historia, la del Niño de la Guardia, sucedida hacía quince años, estremeció a los humanistas de toda Europa, y ponía los pelos de punta a Miguel. Era una horripilante muestra de hasta donde podía llegar un ser humano cuando le atizaban los bajos instintos. En junio de 1490 había sido detenido en Astorga un converso natural de La Guardia, localidad próxima a Toledo, llamado Benito García, acusado de judaizar; Benito reconoció su crimen y, tras ser sometido a tormento, delató a la familia Franco, de Tembleque. Llevados todos a la cárcel de Segovia, Yucé Franco, igualmente atormentado, contó que su hermano Alonso le había dicho que en un Viernes Santo él y dos hermanos habían crucificado a un niño a la manera que los judíos crucificaron a Jesucristo. Después de un proceso que duró algo más de un año, el 16 de noviembre de 1491 se celebró un auto de fe en Ávila y todos fueron quemados vivos. Benito y Yucé habían contado como un hecho verídico los bulos que se habían extendido al calor de la lumbre de que los hebreos crucificaban niños en sus ceremonias.
Hacía furor El Alboraique, un panfleto inspirado por Torquemada en el que a los judíos conversos se les comparaba con el caballo de Mahoma de este nombre, un ser híbrido con boca de lobo, cara de caballo, ojos de hombre, orejas de perro, cuerpo de buey, cola de culebra y cuatro patas diferentes: de águila, de caballo con herradura, de león y de hombre. Según el opúsculo los marranos eran serpientes que distribuían el veneno de la herejía por todo el reino. La boca de lobo simbolizaba la mentira y la hipocresía, y con la pata que tenía la herradura pisoteaban a los cristianos.
—Los otros dos invitados de esta casa, Alfredo y Mariano… bueno ellos mismos os dirán lo que les pasa —retomó la palabra Benito, ansioso de recuperar un ambiente menos tenebroso, y dirigiéndose al primero le invitó a hablar.
—Los que van a morir te saludan, gentil visitante. Soy Alfredo para serviros, boticario, alquimista y brujo.
—Aseguran que tiene tratos con el diablo —terció Benito—, pero deben de ser tratos poco productivos… por lo menos hasta que convierta el plomo en oro. De momento no tiene dónde caerse muerto. En el fondo tiene suerte, pues le dan habitación y comida gratis y le aplicarán gratuitamente el tormento y gratis le quemarán sin regatear la leña, no como a mí que me han confiscado todos mis bienes para pagar los gastos de mi purificación. Como veis, no solo queman brujas vascas sino también brujos de Toledo.
—No soy vasco sino de Seseña. No tengo hijos y estoy un poco amancebado, si es que uno tiene que decirlo todo.
—Tienes que decirlo, Alfredo; hay que decirlo todo para que nuestro huésped nos conozca y disfrute de nuestra hospitalidad con conocimiento de causa. Cuéntale tu vida a don Miguel de la Vega.
—Pues poco más hay que decir, que, como dice Benito, se me acusa de tener tratos con el diablo.
—Por lo menos tendrás un amigo en el infierno.
—No sé si allí te agradecerán los servicios prestados —concluyó Benito—. Bueno, Mariano, te toca a ti.
—Yo soy de Villarreal, y trabajador de la tierra, y estoy aquí por una herejía menor. Me encerraron porque traté de convencer a una hermosa dama de que fornicar no es pecado, y mi hermosa dama se lo dijo a su confesor y su confesor le obligó a denunciarme como hereje.
—Pero ¿te la beneficiaste o no? —inquirió Benito mientras los demás presos tensaban sus oídos.
—Eso es lo de menos; no se me acusa de fornicar sino de hereje.
—O sea que te la beneficiaste. Felicito tu caballeresca discreción. La herejía no está en fornicar, que todos lo hacemos, sino en sostener que no es pecado. Te recomiendo que leas el Manual de inquisidores, escrito por fray Nicolás Aymeric, que es la guía que siguen los de este santo oficio. Recomendaba el buen padre que se aplicara el tormento a los «deshonestos y aficionados a las mujeres que se persuaden fácilmente de que no es pecado la simple fornicación». Tu herejía tiene muchos precedentes. Son numerosos los herejes que han tratado este asunto con distintos matices.
—Me gustaría saber en qué secta he llegado a caer por decir lo que decimos todos cuando vamos a lo que vamos.
—Como te digo, hay muchos partidarios de esta teoría de la que yo mismo me confieso adepto, o más bien adicto —continuó Benito—. Algunos han llegado a florituras admirables. Entre los primeros hay que reconocer a los adamitas que imitan la desnudez del padre Adán, reuniéndose en pelotas hombres y mujeres para hacer sus oraciones en común y proclamar su amor a Cristo. Un hereje muy celebrado fue Almarico, que sostenía que ni la fornicación ni el adulterio son pecados si el contacto carnal se hace con caridad. También tuvo sus adeptos la secta de los que afirman que el beso de la mujer, que la naturaleza no necesita para nada, es pecado mortal, pero que el acto carnal no lo es porque lo dicta la naturaleza. Bien, amigo Miguel, creo que ha llegado el momento de confesaros. ¿No querréis que pensemos que sois un «familiar»? Yo no lo creo. No veo en vos doblez ni el fanatismo de los familiares, esos que se ofrecen voluntarios para detectar herejes y ayudar a los inquisidores en su tarea, pero los demás no sé qué pensarán.
—Si fuera un «familiar», traería bien preparada una buena herejía que confesaros —replicó don Miguel—. De verdad que me honra vuestra franqueza y agradezco vuestra gentil acogida, pero creedme que no tengo la menor idea de qué es lo que hago en los calabozos de la Santa Inquisición.
—De la Santísima. Mal os irá si empezáis rebajándole la categoría —advirtió Mariano.
—Es Santísima como la Trinidad —apostilló Benito—. Venga, yo os ayudaré y además os puede servir de ensayo para los interrogatorios. Seguiremos el método de fray Nicolás Aymeric, maestro de inquisidores y de Tomás de Torquemada, el primer supremo inquisidor español, que Dios tenga donde no estorbe más. Veamos, marrano no sois, pues si lo fuerais nada de lo que digo os sorprendería, y tampoco tenéis pinta de mahometano. Me sospecho que con vos tendré que orientarme por el camino de la opinión que tanto delinque últimamente, ¿sois acaso humanista?
—Lo soy, don Benito, pero no creo que haya llegado hasta ahí la Inquisición.
—Oficialmente no, pero es un terreno muy resbaladizo y fronterizo con la herejía. Bien, escrutemos vuestro pensamiento, pues lo mismo sois hereje sin saberlo. Veamos, pues, hijo mío: ¿no seréis menandrino?
—¿Qué es eso? —preguntó De la Vega.
—Que sois discípulo de Menandro, el mago discípulo de Simón, que sostenía que el mundo no había sido creado por Dios sino por los ángeles —explicó Benito.
—No, señor inquisidor, creo que fue Dios el único creador.
¿Sois acaso basilidiano? Ya veo que tampoco sabéis que fue Basílides quien negó que Cristo padeciera en la cruz, pues como Dios no podía sufrir. ¿Quizás gnóstico, cátaro, albigense o prisciliano, herejías que no terminan de erradicarse a pesar de que fueron el objetivo inicial de la primera inquisición, la del siglo xirr? Tampoco. ¿No serás artotyrita, de los que toman la comunión con pan, queso y vino, ni acuariano que la toman con agua, o severiano, de los que excluyen el vino en la comunión? Veo que no es ese vuestro caso, ¿tampoco maniqueo ni arriano? Tampoco. Sois un hereje un poco retorcido, amigo Miguel, quizás un antidicomarita o heluidiano, de los que sostienen que la Virgen volvió con su esposo José cuando nació Cristo e hizo vida marital normal.
—Dios me libre de semejante atrocidad —exclamó Miguel.
—Bien, sigamos, pero me lo ponéis muy difícil. ¿Parteniano acaso? —continuó enumerando Benito.
—¿Quiénes son esos?
—Unos que afirman que nuestras partes pudendas no las hizo Dios sino el diablo.
—Pues vaya por Dios.
—¿Pelagiano, nestoriano? Quizás alguna herejía más moderna como la de los que piensan que hay dos Iglesias: una carnal, presa de las riquezas, abundante de delitos, manchada de crímenes, la Iglesia del papa, y otra Iglesia espiritual, frugal, virtuosa, y pobre.
—Hombre, ahí me habéis pillado. —Miguel soltó la carcajada.
—Pues no es para reíros. No os quemarán por eso, pero pueden condenaron a pasar toda la vida en la cárcel o a galeras.
—¿Así están las cosas?
—Hay mucho miedo, don Miguel. Después de los últimos papas y en especial de los escándalos de nuestro paisano, Alejandro VI, se mascan vientos de rebeldía generales que el papa actual, Julio II, tan combativo, quiere arrancar de raíz.
—Supongo que en Roma me quemarían pero ¿creéis que eso importa tanto a nuestros inquisidores? —preguntó Miguel.
—La verdad es que tenéis razón, pero pretendo preveniros por si no encuentran otra cosa a la que agarrarse —le advirtió Benito—. Salvo que… en fin, si es cosa de política, todo es posible. No ignoráis los propósitos políticos que aconsejaron a los Reyes Católicos a crear la nueva Inquisición española, así que si entramos en ese terreno, que Dios os pille confesados.
Miguel de la Vega estaba desconcertado en extremo. Por más que le daba vueltas a la cabeza no lograba hacerse una idea de cuál era la causa de su detención. «Esa —le había explicado Benito— es la táctica utilizada por el Santo Oficio junto con la negativa a dar el nombre del posible denunciante. Pocos son los que aguantan semejante incertidumbre sin derrumbarse». Miguel trató de no pensar más en ello, pero su imaginación trabajaba sin permiso evocando la tortura y la muerte a fuego lento, metido en el molde de yeso o bien por el sencillo procedimiento de echar en la hoguera ramas verdes. Pasaba revista a las posibles preguntas que le formularían los inquisidores, y se imaginaba respondiendo con la mayor elocuencia, pero su estado de ánimo oscilaba, y pasaba de imaginarse arrogantes protestas apelando a su condición diplomática o respuestas irónicas, de fina ironía que mostrara su condición superior, a rebajarse arrodillándose pidiendo misericordia. Aquel día se le hizo muy largo, y se prometía una noche toledana. El cansancio producido por la tensión le permitió algunos momentos de sopor o quizás de sueño, aunque Miguel no dejó de percibir en todo momento su penosa situación. Echaba de menos hasta las pesadillas más aterradoras, de las que despertaba aliviado. Finalmente debió de quedarse dormido, pues se sobresaltó cuando le sacudieron un hombro y un guardián le indicó que tendría el honor de ocupar una celda para él solo. Parecía que los inquisidores habían considerado finalmente su alta posición diplomática.
La esperanza le llevó rápidamente a la decepción. Miguel fue llevado a una habitación sucia, muy sucia, fétida, húmeda, fría y oscura. El diplomático procuraba no descomponer la fetidez ambiente en olores identificables, aunque era evidente el predominio del orín, el hedor a excrementos, a sudor y a vómitos. Despertado bruscamente cuando acababa de conciliar el sueño tiritaba de frío y ansiedad, pero no se había dejado hundir en la desesperación. Por el contrario, la dignidad herida le mantenía erguido, acariciando la idea de que se trataba de un error, de una lamentable confusión de identidades, un error que alguien pagaría caro. Al entrar en aquel cuarto infecto, el diplomático no veía nada, pero, poco a poco, cuando sus ojos se acoplaron a la oscuridad, constató que no podía ver nada porque no había nada que ver. Cuatro paredes enyesadas que rezumaban humedad, un suelo terroso y nada más, ni ventana ni claraboya, ni cama, ni estera para tumbarse, ni una pequeña banqueta donde sentarse. Solo un agujero en una esquina para hacer sus necesidades.
Miguel se repetía para sí mismo, una y otra vez, las palabras con las que expresaría su protesta, pero pasaba el tiempo, un tiempo que era incapaz de medir pues no había referencia a la que agarrarse ni persona a la que dirigirse. Trató de instalarse en su indignación para sostener su dignidad, pero la indignación se le iba agotando y apenas ofrecía consistencia para agarrarse a ella. Solo le quedaba el miedo y la pena de sí mismo. ¿Y si se habían olvidado de él? ¿Y si le habían metido en un cuarto olvidado donde acabaría sus días muerto de hambre, de sed, de frío y de desesperación? ¿Cuándo empezaría a inquietarse su patrón, el embajador Andrea del Burgo, de su prolongada e injustificable ausencia? Probablemente el embajador de Felipe el Hermoso no se inquietaría hasta que pasara una semana o diez días. Miguel tenía que ir a Burgos, donde esperaría al correo especial, al que haría entrega de su informe secreto, que podía demorarse días por cualquier motivo y luego la vuelta, cuya duración era igualmente variable. Estaba próxima la primavera, pero el invierno había sido gélido y parecía invadir la siguiente estación con sus rigores.
El embajador conocía las dificultades de aquel viaje por caminos embarrados donde su secretario estaría expuesto al asalto de ladrones, pues cabalgaría sin escolta alguna para no llamar la atención, disfrazado de buhonero. ¿Y después de una semana o diez días podía tener la seguridad de ser encontrado? ¿Cómo se le iba a ocurrir a Andrea que su ayudante estaba encerrado en las mazmorras del Santo Oficio? Y aun sabiéndolo, ¿podría hacer algo para liberarle? La Santa Inquisición mantenía en secreto los nombres de los detenidos hasta que eran sentenciados e incluidos en un auto de fe que tendría lugar ante todo el pueblo cristiano en la plaza de Zocodover, y entonces ya nadie podría hacer nada.
Se veía irremediablemente atado sobre un hato de leña, esperando que el verdugo aplicara la antorcha; se veía chamuscándose y gritando, pero sin ser oído, sofocados sus alaridos por los cantos gregorianos y las imprecaciones de la multitud que disfrutaría pidiendo el fuego lento. Ser simplemente abrasado les parecería a aquellos simples un castigo muy leve para el pecado cometido.
Pero ¿qué había hecho él? Había pecado, ciertamente, y lo había hecho reiteradamente contra el sexto mandamiento, pero eso no era asunto de la Inquisición, pues él nunca había tratado de convencer a manceba alguna de que la feliz coyunda no era pecado, a no ser que…, no, no podía ser…, era imposible, había que desechar aquella idea de plano, no podía ser que alguien le hubiera denunciado por hechos sucedidos hacía tantos años y que no tuvieron notoriedad alguna, pecados de juventud, producto de inclinaciones inmaduras, que habían sido confesados, penitenciados y absueltos. Se interrumpió en sus reflexiones al oír pasos que se aproximaban. Su corazón latió con fuerza y la esperanza renació en él. Se descorrió un cerrojo y la puerta se abrió deslumbrando al prisionero al tiempo que una voz amistosa que, cuando el preso pudo ver con claridad, le pareció la de un hombre de unos cuarenta años de ademán tranquilo y rostro afable. Se identificó como alguacil del Santo Oficio, Miguel se sintió esperanzado.
—Creo, señor alguacil, que he sido víctima de una tremenda equivocación. Soy un diplomático en misión especial, buen cristiano y persona de bien, observante de todos los mandamientos. Creo que se me deben disculpas…
—Es posible, don Miguel. Ahora tendrá ocasión de explicarse ante una persona con autoridad para escucharle.
—¿Adónde me lleva usted, señor alguacil? Yo explicaré con sumo gusto todo lo que deseen, pero insisto en que merezco una explicación. ¿Adónde me lleva usted? Dígamelo por favor, por amor de Dios.
—No se excite, hijo mío, vamos a la sala de interrogatorios donde vuestra merced tendrá ocasión de descargar la conciencia y aclarar lo que estime pertinente.
Estaba claro que aquel hombre no creía ni una sola de sus protestas de inocencia, acostumbrado como estaba a que todos los reos se declararan inocentes. Su experiencia le enseñaba que muy pocos quedaban libres de polvo y paja.
—Mi conciencia, señor oficial, me pertenece a mí, y la descargo con mi santo confesor.
—Bien, bien, pero todo ayuda, los señores inquisidores tienen un tiento divino para penetrar hasta en los más recónditos pliegues de la conciencia, hasta una zona que vos no podríais alcanzar sin ayuda. Veréis lo reparado que os encontraréis cuando hayáis abierto vuestra alma.
Por lo menos aquel oficial le trataba de vos y de vuestra merced; podría parecer sarcástico pero Miguel pensó que lo decía sin doble intención. Parecía convencido de que no podía haber oficio más noble ni tarea más sagrada que extirpar la herejía y enmendar al hereje, sin saña, pero con todo rigor, con amor cristiano, por el bien del desviado. Mi primo me informaría de que el alguacil no era mala gente, apreciaba que desde que trabajaba para la Santa Inquisición de Toledo las sentencias se habían dictado con proporcionalidad al crimen, con compasión para los sufrimientos corporales y con cristiana caridad, de forma que el desviado comprendiera que el tormento y las llamas valían la pena para salvar el alma del infierno eterno. En su opinión solo los recalcitrantes en el error habían sido relajados al brazo de la justicia ordinaria y quemados en la plaza de Zocodover.
El alguacil, me explicó mi primo Ángel, había sido contratado al tiempo de ser nombrado inquisidor general fray Diego Deza, y Deza no era lo mismo que Torquemada, su antecesor, un hombre de gran mérito, pero que había extremado el rigor para que todos entendieran que el nuevo tribunal no podía tomarse a broma. A fray Tomás de Torquemada le había correspondido la alta responsabilidad de poner en marcha la Inquisición por encargo de los reyes, autorizados en 1478 por la bula Exigit sinceras devotionis affectus, firmada por el papa Sixto IV, a nombrar a los inquisidores según su criterio, Torquemada había cumplido su cometido, pero cometió algunos excesos, lo que es comprensible y disculpable pues los judíos mataron a sus hermanos, aunque no fue por motivos religiosos sino por un asunto relacionado con las lindes de una finca. También se excedió en el celo al incumplir la promesa que hiciera de perdonar a quien se inculpara, siempre que denunciara a otros herejes. El alguacil admitió amablemente que se habían cometido unos pocos excesos por la necesidad de que el pueblo y sobre todo los judíos falsamente conversos comprendieran que ahora las cosas iban en serio y no como en tiempos de la inquisición tradicional que funcionaba muy relajadamente bajo la autoridad del papa.
Miguel escuchaba tales explicaciones como si siguiera soñando debatiéndose entre la realidad y la pesadilla. El alguacil tenía ganas de hablar y explicó las últimas hazañas de la Inquisición toledana, en 1501, tres años antes. Habían tenido lugar tres autos de fe: el primero de ellos el celebrado el lunes de carnaval, 22 de febrero de 1501 en la plaza de Zocodover, en el que sacaron a quemar a treinta y ocho hombres, naturales de Herrera de la Mancha y de la Puebla de Alcocer, a pesar de que todos ellos habían sido reconciliados. El segundo, consumado también en la plaza de Zocodover, tuvo lugar al día siguiente 23 de febrero y fue más fecundo: se sacaron a quemar a sesenta y siete mujeres. Por último, el martes de Pasión, el treinta de marzo del mismo año de 1501 y en el mismo lugar, se sacaron a quemar a seis hombres y tres mujeres naturales de la ciudad de Toledo.
Miguel quería formular algunas preguntas al amable oficial, pero habían llegado a la sala de interrogatorios y el alguacil le informó de que tenía que dejarle, así que se limitó a expresar un ruego:
—Señor, ¿podría rogarle que informara a mi superior, don Andrea del Burgo, de mi situación?
El alguacil sonrió sin sorna, pesaroso de la ignorancia de aquel señor a quien se le suponía más cultura, y apenado también de no poder complacerle como hubiera deseado:
—Lo siento mucho, don Miguel, pero esa es una información que no podernos proporcionar, las normas del Santo Oficio lo impiden taxativamente, pero no debéis preocuparos, que todo se sabrá a su debido tiempo.
Miguel apreció que la sala de interrogatorio estuviera limpia y pudo calibrar la hora por la inclinación del sol, algo más del mediodía; le habían arrancado de su domicilio y llevado a San Vicente hacia las cuatro de la madrugada del lunes. Había pasado un día y media noche en la celda de Benito y la otra media en la hedionda mazmorra, lo que quería decir que solo había pasado treinta y dos horas en el infierno, un día largo de horas y eterno de impresiones, el más largo de su vida.
Se sintió algo mejor al situarse en el tiempo y apreció la blancura resplandeciente del hábito blanco, impecablemente planchado, del padre dominico que presidiría el interrogatorio, a quien calculó una edad próxima a la cincuentena. También comprobó, aunque con menos aprecio, la severidad de su mirada. Le acompañaba el ayudante y el escribano, sentado ante una pequeña mesa en la que podía verse el recado de escribir: tres plumas bien cortadas, un tintero que se había llenado con tiento para que no rezumara ni una gota y un secante aplicado a un molde de madera con una abrazadera brillante por el uso y adaptado a la mano del escribiente. Si la mirada del dominico era severa la voz le pareció heladora.
—El reo puede sentarse.
En ese momento don Juan Manuel interrumpió el relato de mi colega.
—Alonso, veo que tu interesante narración se alarga, así que si te parece podríamos dejarla aquí y la continuamos en otro momento. Hoy tendremos el honor de recibir al obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca, a quien he rogado intervenga en nuestra sesión del lunes, pues, como recordaréis, el obispo desempeñó un papel importante como enviado de Fernando el Católico a Bruselas en febrero de 1505, cuando era obispo de Palencia, un viaje que hizo en compañía de Conchillos y de nuestro buen cronista Jaime. Nos hará su relato el próximo lunes. Hoy sábado y mañana domingo concelebrará la santa misa con Villaescusa, nuestro amigo el obispo de Cuenca, y administrará la penitencia para quien lo desee. No obstante, quien quiera aprovechar el domingo para romper con la monotonía y visitar la comarca está, naturalmente, en el derecho de hacerlo, pues mi castillo no es la Inquisición que con tanto colorido y pasión ha descrito Alonso.
Y eso fue lo que hicimos, romper la monotonía. Lo que no podía imaginar nuestro anfitrión, ni entonces yo mismo, es como utilizaríamos nuestra libertad Alonso, yo y otra buena gente.