Sexto día en Belmonte.
Al fin descubro por qué me persiguen
Mayo de 1523.
No logré sacarles una palabra más en todo el camino. Se colocaron dos a mi derecha, dos a mi izquierda y un quinto detrás de mí, y no encontré ninguna posibilidad de huir sin arriesgarme a que sus espadas me traspasaran. Quizás otro más valiente que yo lo habría intentado pero ya sabéis que pienso demasiado en las consecuencias de mis actos y, lo que es peor, tiendo a considerar la peor de las posibilidades como la que tiene más probabilidades de confirmarse. Mis guardianes, evidentemente espadachines contratados para esta misión, se debían de sentir muy seguros, pues no tomaron elementales precauciones para no ser vistos ni apuraron el paso en ningún momento. Cabalgábamos despacio como si fuéramos de romería, y amenizaban el viaje con canciones populares, letras bucólicas que contrastaban con mis negros pensamientos.
Arrojóme las naranjitas,
con los ramos del blanco azahar;
arrojómelas y arrojóselas
y volviómelas a arrojar.
Mis temores se hicieron tenebrosos cuando abandonamos el camino real, adentrándonos por una senda que nos obligaba a marchar en columna de a uno, y me puse a cantar para mis adentros:
Dentro en el vergel
moriré.
Dentro en el rosal
matarme han.
—Ya estamos en casa —dijo uno de ellos, interrumpiendo mi desesperada canción, y en efecto podía divisarse como a una legua una casamata de lamentable apariencia. Cuando llegamos a ella, el que acababa de hablar, desmontó el primero, sacó de su faltriquera una pesada llave de hierro, abrió la puerta y me invitó a pasar con cortesía burlona.
—Es sencilla, pero espero que le guste. Póngase cómodo cronista, que no tardará en llegar quien tiene que llegar.
Aquel hombre o era muy discreto o era gallego. Aquel que tenía que preguntarme, que era quien tenía que llegar, no debía de tener nombre, pero debía de ser importante, por el respeto que le mostraba el facineroso aun en su ausencia.
En realidad, la casamata, aunque no muy grande y con la cal decaída, no estaba tan mal. Al porche le faltaban tejas, pero seguía dando sombra en un rincón. Al traspasar la puerta de madera con cuarterones, vieja de muchos años pero completa, se encontraba uno en la habitación principal que servía de comedor y de cocina amueblada con una sólida mesa de nogal, cuatro sillas, una tinaja para el agua y un bargueño con herrajes de hierro bien trabajados y una bella cerradura que indicaban que su dueño no era un muerto de hambre; a la derecha observé una chimenea sencilla en la que destacaban dos morillos de bronce sobre los que colocar la olla. La ventana trasera que tenía frente a mí daba a una pequeña huerta que no estaba en producción pero que todavía no había sido devorada por la maleza. A la izquierda de la sala principal una puerta que estaba abierta dejaba ver una cama amplia coronada por un cabecero que era un yugo de los que llevan los bueyes en día de fiesta grande. Pegada a la casa había un corral sin animales; en definitiva, pude apreciar que la casa estaba habitable, no habitada pero tampoco abandonada, y me preguntaba con el corazón encogido para qué usos siniestros la dedicaban.
Mis aprehensores me indicaron con una mirada que me sentara mientras uno de ellos prendía candiles y otro encendía la chimenea. Pronto oí la llegada de un jinete. Me puse en pie de un salto, pero me sentaron de un empujón que hizo tambalear la silla. El recién llegado, persona de calidad, se dirigió a la pandilla con gesto de contrariedad.
—Espero que hayas tratado a mi invitado con respeto y cortesía.
—Por supuesto, señor, tal como su merced nos ordenó.
—Encantado de conocerte, Jaime. Espero que disculpes el expediente del que me he valido para esta entrevista, pero me urgía hacerlo, pues el asunto que me ocupa no admite demora.
—¿Es mucho pediros, rogaros… que digáis qué queréis de mí y quién sois vos?
—Por favor, tutéame, si tienes la bondad, pronto seremos amigos o… estarás muerto, pero, de momento, seamos amigos, así que me presento gustoso: mi nombre es Diego Camacho. Soy oficial del emperador y tengo licencia para mataros o recompensaros sin más juicio que el de mi criterio. A mí me gustan las cosas claras, pero no debemos preocuparnos, pues todo saldrá bien; al fin y al cabo tú decides.
—Aclaradas las cosas, don Diego, lo mejor será que guarde en el trato las distancias. ¿Qué queréis de mí, oficial? Podéis estar seguro de que no tengo madera de mártir. El problema es que vos penséis que yo tengo algo que en realidad no tengo; ese sí sería un problema. Con la misma franqueza con que me estáis honrando os haré una confidencia. Hace unos días pasé por un trance similar en Segovia. El alcaide me tuvo encerrado una noche buscando algo que no me dijo, secretos que no poseo.
—Se me ha informado de ello, pero ahora no vamos a andarnos por las ramas; vayamos al grano.
—Pues entonces estoy salvado.
—No sabes cuánto me alegraría de que este penoso asunto concluyera ya. Ponte cómodo, Jaime, y libera tu conciencia. Dime cuándo se producirá el golpe de palacio, cuál es la estrategia de la operación, quiénes son los inspiradores, los cabecillas, los cómplices, mejor dicho, escríbelo, ahora te traerán recado de escribir, así cuanto antes te pongas a ello antes terminaremos. Práctica no te falta, que eres buen cronista, así que escribe ordenadamente, no te dejes nada en el tintero y en cuanto concluyas el cuento nos vamos cada uno a su casa y Dios a la de todos.
—Pues entonces estoy perdido —dije con el rostro del color de la cal—, porque no conozco más conspiraciones que las que se produjeron hace veinte años y en las que me vi obligado a participar, os lo juro, señor Camacho, por Dios y la salvación de mi alma.
—Veo que no eres tan inteligente como creía, no sé si te ha entrado en la cabeza que de aquí no saldrás sin contarlo todo. La muerte no es lo peor que te pasará si no colaboras contando toda la verdad y solo la verdad, sin olvidarte de un nombre, de una fecha o de un lugar —me amenazó.
—¿No podré convenceros de ningún modo? Cuánto me gustaría complaceros, señor oficial… ¿de qué conspiración me habláis?, ¿de qué golpe de estado?
—Siento que mi buena voluntad se estrella en tu tozudez —dijo Camacho, e hizo una seña a los esbirros.
Había empezado mi tortura. Me sacaron de la casa, me metieron en el corral y llenaron el pilón con agua del pozo. No era difícil imaginar lo que vendría a continuación; dos de los verdugos me acercaron al pilón, uno me sujetó los brazos con fuerza y los mantuvo pegados a mi espalda, Camacho hizo un gesto, y me metieron la cabeza en el agua, manteniendo con un brazo de hierro mi nariz contra el fondo del pilón. Aguanté la respiración, esperando que aquella primera inmersión fuera breve, simplemente conminatoria, pero me equivocaba. Aquellos bestias querían ahogarme. Tenía la sensación de haberme tragado toda el agua del pilón cuando me sacaron la cabeza con la brusquedad con que la metieron. Estaba aturdido y apenas podía ver, pero pude escuchar la voz de Camacho que parecía sinceramente apesadumbrado:
—Espero que ahora que te has refrescado un poco se hayan aclarado tus ideas. Empieza tu relato por donde quieras. Acepta, Jaime, la experiencia de un curtido soldado. No merece la pena que te dejes matar por nadie. Sea quien fuera el ganador, te aseguro, Jaime, que los nobles harán sus componendas, y no se ocuparán un ápice de gente como tú o como yo.
—Por Dios, Camacho, créame que no sé de qué me estáis hablando.
—No me dejas más salida que bautizarte de nuevo.
Y me bautizaron una y otra vez durante un tiempo eterno, el tiempo del infierno. Finalmente me arrastraron hecho un guiñapo hasta el interior de la casa. El oficial parecía sinceramente preocupado por mi tozudez y molesto por tener que administrarme la muerte. Me sentaron junto a la chimenea y Camacho me ofreció un vaso de vino.
—Créeme, Jaime, que bien que me gustaría encontrar una solución para este asunto, pero no está en mis manos. Cumplo órdenes como supongo que te pasa a ti. Te admiro y te respeto, Jaime; reconozco que yo me habría rendido hace mucho, quizás antes del bautizo. Admiro tu valor pero no tu inteligencia, ¿a quién puedes servir muerto, Jaime?
—Habláis a un convencido, pero desgraciadamente no puedo comprar la vida con algo de lo que no tengo la menor idea.
—Me gustaría creerte, pero mis informes son taxativos. Reconozco que don Íñigo puede estar orgulloso de sus hombres.
—¿Qué Íñigo? —pregunté, asombrado.
—¿Quién va a ser? Tu general en jefe, don Íñigo López de Mendoza, el heredero de la familia más encumbrada de España.
—Os equivocáis, don Diego, pero si es eso lo que queréis que diga, no tengo inconveniente.
—Ya está bien de disimulos. Respeto, Jaime, tu valor y lamento no poder traerte un sacerdote que encomiende tu alma a Dios, pero ya sabes que en caso de extrema necesidad basta con un sincero acto de contrición. Siento no poderte proporcionar una comida digna como acostumbra a hacer tu jefe a los súbditos que ahorca. Me han dicho que les da una comida opípara, y que el duque del Infantado, su padre, le acompaña cristianamente en semejante trance. Aquí solo disponemos de unos arenques y un vino de escaso mérito, pero los compartiré gustoso contigo.
—¿Cómo me matarás?
—Con mucho sentimiento, y perdona Jaime por esta broma de mal gusto. Tengo que ajusticiarte como me han ordenado, dignamente, con un golpe de ballesta que espero sea certero. Tienes una hora para ponerte en paz con Dios y, Él lo quiera, para contarme lo que sin duda sabes.
No sé el tiempo que pasé en este trance en el que realmente me hice a mí mismo una confesión general, un recordatorio minucioso de mi existencia y de la ironía de una muerte por no escribir lo que podría ser la gran narración de mi vida, morir por no saber lo que pasa es, en el fondo, un castigo merecido para el cronista popular que soy. Me salvé por los pelos cuando conspiraba de veras y me clavarán una flecha en la más absoluta inocencia.
No sé el tiempo que pasé en esa angustia hasta que llegaron a mis oídos el galopar de caballos, quizás, veinte, treinta, quinientos, que evidentemente sabían a dónde iban. En ese momento, los cinco espadachines y don Diego salieron como alma que lleva al diablo hacia sus rocines. Yo, incapaz de soportar tantas emociones, me quedé privado de conocimiento, y cuando volví en mí me encontré con la cara sonriente de Alonso rodeado por unos soldados primorosamente uniformados.
—Jaime, solo se muere una vez, y no es esta.
Solo se muere una vez, pero yo había resucitado más de una, y os aseguro que es una sensación maravillosa. No sentía odio y ni siquiera rencor contra Camacho y sus rufianes, o al menos no era lo que predominaba en mi alma. Por el contrario, me embargaba un amor universal a todo lo creado, incluida la humanidad en su conjunto. El regreso al castillo fue un camino de iniciación en un nuevo estado, en el que los árboles difuminados por la oscuridad, el canto de los pájaros nocturnos, las estrellas que brillaban más que nunca, y mil detalles que antes me habían pasado desapercibidos cobraban vida, como si se reiniciara la creación. Tenía muchas preguntas que hacer a mi amigo y a mí mismo, pero todo ello podía esperar. Ahora respiraba hondo y reprimía las ganas de gritar un himno de alegría.
—¿Cómo estás, Jaime? —me preguntó Alonso, que observaba inquieto mi semblante.
—Bien, muy bien, maravillosamente bien. Supongo, Alonso, que me debes una explicación.
—Y la tendrás, amigo.
Mi colega señaló a nuestros acompañantes con un gesto elocuente. Lo que tenía que decirme debía dirigirse solo a mis oídos, así que había que esperar a que estuviéramos solos. Llegamos al castillo en noche cerrada pero nos esperaba la familia Manuel al completo.
—¿Qué os ha pasado? —preguntó ansioso don Juan Manuel—. Al ver que tardabas, indagué en el pueblo y me dijeron que saliste hacia Torremormojón pero no he logrado dar contigo.
Me pareció que Cata, preocupada, miraba con recelo a su padre, pero pudo ser una impresión sin fundamento.
—Hemos tenido suerte —explicó Alonso—. Me encontraba charlando con don Íñigo en su castillo, cuando un paje nos informó de que se hablaba en el pueblo de un suceso en el camino de Belmonte, al parecer un secuestro. Me dio mala espina, pues yo también me había sentido espiado, y me surgió el pensamiento de que tanto yo como mi colega Jaime estábamos amenazados, no me preguntéis por qué, pero ya en la tarde de toros pude apreciar síntomas de que se cernía sobre nosotros el peligro, sobre todo desde que Jaime me confió que alguien, quizás un criado infiel pagado por Dios sabe quién, había registrado su equipaje. Así que le participé mi inquietud a don Íñigo, quien me proporcionó diez hombres de confianza, y salí a averiguar lo que estaba pasando. Me dirigía hacia Belmonte cuando el contino del duque que mandaba la guardia me llamó la atención de que salía humo de una casa que en su día albergaba a un alguacil de la Santa Hermandad, pero que hacía tiempo que estaba abandonada, pues al desaparecer los asaltantes de los caminos en aquella zona, aquel puesto avanzado había perdido sentido y bastaba con el juzgado del pueblo. Así que nos dirigimos a la casa y vimos como una cuadrilla de facinerosos salía a galope tendido. Cuando entramos descubrimos al pobre Jaime más muerto que vivo.
No sé si la explicación de mi amigo convenció a don Juan Manuel, pero no le hizo más preguntas, centrando su atención en el relato que esperaba de mí, que proporcioné con todo detalle ante el estupor general y la evidente inquietud de Cata, que nos miraba a mí, a Alonso y a su padre con estupor.
—¿Quieres comer algo? —me preguntó la castellana.
—Muchas gracias, doña Catalina, pero no me entraría ni una miga de pan. Mis raptores me dieron unos arenques que temí que fueran mi última cena.
—Ahora lo que necesitas es descansar.
—Me preocupa lo del registro, Jaime. —Don Juan Manuel se mesaba la barbilla—. ¿Has echado en falta algo?
—Nada. Alguien debe de creer que tengo algo que os aseguro que no poseo, y no sabes lo que lo lamento, pues debe de ser muy valioso…
—Averiguaré lo que ha pasado. Mis criados son de toda confianza, pero nunca se sabe…
Me costó conciliar el sueño, pero cuando caí en brazos de Morfeo dormí sin interrupción hasta el mediodía. Me levanté como un hombre nuevo, me aseé, me puse un sayo de terciopelo, camisa blanca de lino, calzas amarillas y botas negras, a las que saqué un brillo luminoso, y bajé al salón donde me esperaban todos: los tres Manuel, el embajador y el obispo. Tuve que explicar de nuevo, a requerimiento de estos últimos, mi aventura y pasamos al comedor. Al almuerzo acudieron también doña Catalina y Cata que habían decidido ponerse de lo más elegante: doña Catalina con traje verde oscuro y Cata con el que me gustaba, con escote al estilo del retrato que Juan de Flandes hiciera a doña Juana. El obispo de Cuenca bendijo la mesa y dio gracias a Dios por el buen final de mi secuestro. A continuación tomó la palabra el señor de Belmonte.
—Hoy tendremos un almuerzo especial en homenaje a nuestros dos cronistas desaparecidos y felizmente reencontrados; Catalina, ponnos los dientes largos.
—Os los pondrá Ruperto de Nola, que escribió el mejor libro de cocina que jamás se ha escrito, un catalán genial que fue cocinero de Alfonso el Magnánimo y cocinero mayor del rey Alfonso, quinto de Aragón y primero de Nápoles, autor de un libro escrito en catalán, el Llibre de Coch, que nuestro genial cocinero Esteban y yo hemos estudiado a fondo. Puedo decir que lo hemos devorado, masticándolo con devoción, así que, para dar el homenaje debido a nuestro resucitado, ha preparado una gallina armada que es una maravilla. Es una receta relativamente sencilla para la que solo se necesitan una buena gallina, harina y huevos y mucho arte en la cocción. Os llamo la atención sobre la piel crujiente que es realmente digna de adoración.
Doña Catalina había cumplido la sugerencia de su esposo, y todos estábamos ya tragando saliva, pero la castellana nos señaló con la mano que había más.
—Después, Esteban ha preparado, siguiendo las instrucciones de Ruperto, un cabrito relleno que os hará chupar los dedos.
—¿Y de qué está relleno? —preguntó ávido el obispo.
—El envoltorio son las faldas del cabrito y el relleno es de las propias asaduras del animal, cocinadas aparte, acompañadas de un buen pedazo de tocino cortado en trocitos muy pequeños, un poco de pan rallado, otro poco de queso también rallado, algo de perejil, unos huevos con su yema y su clara bien revueltos, unas salsas muy finas que son secreto de Esteban, azafrán, pues el conjunto debe ser amarillo, y con todo ello armoniosamente mezclado se sofríe el cabrito, aunque también puede hacerse con un carnero.
—Yo asumo la responsabilidad del vino, que será mi mejor borgoña, el que tengo para las grandes ocasiones —proclamó rumboso don Juan Manuel.
La comida transcurrió entre la alegría y la euforia. Finalizado el inolvidable ágape, las Catalinas nos pidieron permiso para quedarse a la sesión histórica, a lo que accedimos de buena gana. Las damas se habían enganchado con nuestra historia. Don Juan Manuel tomó la palabra y dijo lo que puede leer a continuación el lector, a quien recuerdo por si lo ha olvidado que debe situarse en los primeros días de enero del año de gracia de 1505 después de Nuestro Señor Jesucristo:
Relato que hizo don Juan Manuel de los planes que trazó en Bruselas,
en enero de 1505, para entregar Castilla a Felipe el Hermoso.
Belmonte, 1523.
No perdí un minuto cuando mis espías me informaron de las últimas noticias de Castilla. Tras reiterar mis órdenes de que se extremara el aislamiento de Juana, irrumpí en la cámara del archiduque a quien encontré midiendo la estancia a grandes zancadas.
—Os esperaba, Juan Manuel. ¿Has conseguido informes fiables de Castilla?
—En efecto, su alteza gasta muchas libras para ser debidamente informado, y puedo ofrecerle un buen cuadro de la situación.
—Seguro que traes también un buen programa de actos debajo del brazo.
—En realidad, he cavilado un plan de ataque que someto a la aprobación de su alteza. Debemos ganar por la mano a vuestro padrastro, que ya ha puesto en marcha el suyo. El viejo zorro no pierde un minuto. Como os decía, señor, estamos al tanto de sus arteras maniobras.
—¿Qué está tramando mi querido suegro?
—Lo primero que ha hecho es poner a punto un formidable aparato de propaganda…
—Pero ¿está reuniendo ejércitos?
—No parece, no hemos percibido movimientos que nos indiquen que esté reclutando tropas salvo las de la pluma, pero os aconsejo, señor, que no restéis importancia a la propaganda. Un regimiento de plumillas bien organizado vale más que mil lanceros, como dicen los chinos: «El arte de la guerra consiste en ganar destruyendo al enemigo desde dentro».
—Como quieras, Juan, pero tengo más confianza en las armas —afirmó don Felipe—. Llegaré a Castilla con un ejército como nunca se ha visto. Quiero encontrarme con mis súbditos cuanto antes, y deseo hacerlo bien pertrechado.
—¿Y qué haréis con el duque de Güeldres? —me interesé.
—Tendré que hacer las paces por el momento, una tregua digna, pues hoy por hoy Borgoña es mi único patrimonio, aunque, la verdad sea dicha, si me hago con Castilla me importa un pepino el piojoso de Egmont.
En 1492, las provincias de Flandes, Artois, Brabante, Limburgo, Namur, Luxemburgo, Henao, Holanda y Zelanda, habían reconocido al archiduque Felipe como legítimo soberano del ducado de Borgoña, un título heredado por este a la muerte prematura de su madre —la duquesa María de Borgoña, hija única de Carlos el Temerario, primera esposa de Maximiliano I— de una caída de caballo en 1482, cuando Felipe tenía cuatro años. Los condados de Güeldres y Zutphen quedaron bajo la soberanía de Carlos de Egmont mientras las provincias de Lieja, Utrecht, Frisia y Groninga conservaron su independencia. Carlos de Egmont, duque de Güeldres, y Felipe el Hermoso se estaban disputando en aquellos momentos el dominio de las provincias aún autónomas.
—Os recomiendo calma, señor —le pedí—. Sería menester que antes de que entrarais en España me adelantara yo para pactar con los grandes del reino, que, según mis noticias, están más que dispuestos a ayudar a su alteza a cambio de ciertas compensaciones. Saben que con Fernando no tienen nada que hacer.
—No obstante no hay nada como un ejército propio —insistió.
—De acuerdo, alteza, pero necesitaréis tiempo para reclutarlo y dinero con que pagarlo —le advertí—; sería más apropiado contar con ejércitos castellanos a los que apoyarían nuestros soldados, pues, de no hacerlo así, parecería una invasión y tendríamos a todos en contra. Los castellanos somos gente orgullosa y el pueblo tiene la moral muy crecida. Hay que reconocer que los Reyes Católicos lograron elevar un reino sumido en el caos y la desmoralización con Enrique IV, un rey despreciado que no veía más allá de Segovia, a primera potencia del mundo. Si se sienten invadidos cerrarán filas como una piña en torno a Fernando.
—Tenéis razón, como siempre, así que cada uno a lo suyo: tú a reclutar nobles y yo un ejército.
—¿Puedo preguntaros, alteza, de dónde lo vais a sacar? No sobran los soldados en esta tierra donde la gente vive demasiado bien para alistarse. Habría que recurrir a los suizos que, después de los tercios del Gran Capitán, son los mejores del mundo, los más profesionales, y siempre cumplen su contrato, lo que no está asegurado con otros mercenarios.
—Recurriré a mi padre, el emperador Maximiliano.
—Que siempre está a la cuarta pregunta, debo recordarle a su alteza —me atreví a sugerir.
—¿Qué es eso de la cuarta pregunta, Juan?
—Es un dicho español que procede de los usos judiciales. Al iniciar un proceso, el juez hace cuatro preguntas a los imputados: ¿Tenemos salud? ¿Tenemos ingenio? ¿Tenemos amores? La cuarta pregunta es: ¿Tenemos dinero? —le expliqué.
—Es verdad que mi padre está siempre a la cuarta pregunta —reconoció Felipe, encantado con una expresión que utilizaría a partir de entonces con frecuencia—, pero Castilla es muy apetecible para el emperador, pues arranca allí una nueva dinastía y él es la cabeza. Seguro que me prestará cuatro o cinco mil de sus valerosos lansquenetes en honor de los Habsburgo. Del dinero no hay que preocuparse, que lo sacaremos de las arcas de Castilla, que tendrá que alimentar y hospedar a los soldados garantes de su seguridad y de su honor.
—Dios os oiga, alteza. Como vos decís, cada uno a lo suyo, y lo mío es proponeros un plan de ataque invencible.
—Adelante, Juan.
—Ante todo, alteza, hay que anunciar al orbe entero que sois el rey de Castilla.
—Vas bien, muy bien.
—El segundo paso ya os lo he comentado: conseguir el apoyo de nobles, órdenes militares, obispos y ricoshombres para vuestra sagrada causa.
—Mostraros en eso extremadamente generoso, que paga Castilla. ¿Y cuál es el tercero?
—El tercero es el más importante: que os reconciliéis con vuestra esposa, la reina propietaria; tratadla con el mayor mimo hasta que las Cortes de los pueblos, ciudades y señoríos la incapaciten por su evidente insania y os reconozcan como único rey.
—Difícil tarea esa —reconoció don Felipe—; la reina está intratable desde que, por respeto a su embarazo, he alejado mi lecho del suyo. No había quien la aguantara cuando la tenía sobre mi techo, me imaginaba en un coito continuo que ya quisiera yo, y golpeaba frenéticamente el suelo, mi techo, con lo que encontraba a mano sin dejar de gritar como una posesa.
—Pues me permito insistir, señor; os recomiendo una reconciliación en forma si queréis que Juana no os traicione con su padre.
—A este hay que bloquearle como sea. Me asegurabas que le tienes vigilado…
—En efecto, sé que el padrastro de su alteza ha convocado Cortes en Toro para el próximo día 11. Pretende que le proclamen regente en nombre de su hija, invocando el testamento de su esposa, que así lo establece si ella no está en condiciones de reinar —le expliqué.
—El muy canalla… si la reina no pudiera reinar, y aunque pudiera hacerlo, el rey soy yo.
—Así es, señor, pero vuestro padrastro consiguió que Isabel hiciera un añadido en su testamento tres días antes de morir por el que dispone que si su hija no está en condiciones de reinar será el padre quien lo haga en nombre de Juana y no vos, su legítimo marido.
—Tendrá que pasar por encima de mi cadáver. Ni siquiera la reina Isabel podía cambiar el orden de sucesión de la corona, ni el orden natural de las cosas. El rey soy yo, el esposo, y no el padre. Eso está claro en las viejas leyes.
—Ciertamente, señor —admití.
—Además, las Cortes solo puede convocarlas la reina de Castilla y no el viudo de la reina muerta ni el padre de la reina viva. ¿Con qué autoridad se han convocado las de Toro?
—Vuestro padrastro ha tenido la desfachatez de reunirlas en nombre de ambas reinas, de la muerta y de la viva, de Juana a quien reconoce la propiedad de Castilla. Sostiene que las Cortes las había con vocado en vida la reina Isabel para poner al día muchas normas de Alfonso X que, según los reyes, habían quedado anticuadas.
—¡Que desfachatez! Y supongo que entre esas normas nuevas aparecerá una que establezca que a partir de Isabel tendrá preferencia el marido de la reina fallecida sobre la hija.
—No se atreverá a tanto. Fernando es más sutil que todo eso.
—Pero se ha atrevido a suplantar a Juana en la convocatoria —señaló.
—Ha falsificado la firma lo mismo que él y el arzobispo Carrillo amañaron la dispensa papal que le permitió casarse con su prima Isabel. Muchos años después de casarse consiguieron la verdadera autorización papal. Mucho me malicio que ahora quieran hacer lo mismo. Falsifican la firma de Juana a la espera de que pronto conseguirán que esta la autentifique.
—¡Qué desfachatez! —exclamó Felipe—. Pues habrá que estar muy atento porque pudiera enviar a alguien a arrancar la firma de mi esposa.
—Estaremos muy atentos, alteza.
—¿Os han informado sobre lo que votarán los procuradores en Toro?
—Lo sabemos al detalle —revelé—. Lo que atañe a vuestro negocio es básicamente lo que os he dicho: se reconocerá a Juana como reina propietaria y a vos como su legítimo esposo, pero sin poder alguno, como rey consorte. Fernando el Católico gobernará el reino hasta que vuestro hijo Carlos alcance la mayoría de edad y herede los reinos de Castilla y los de Aragón. También me informan que Fernando aprovechará la oportunidad para que los procuradores incapaciten a Juana.
—Pues vaya panorama.
—¿Sabéis el último rumor que corre por Castilla? Pues que Fernando está en tratos para casarse con su sobrina Juana. ¿Os dais cuenta?, con la princesa que sus propagandistas motejaron Beltraneja, negando así su legitimidad al insinuar que era hija de Beltrán de la Cueva y no del rey Enrique. Después de luchar en una cruenta guerra civil para imponer a su esposa Isabel, ahora quiere hacerse rey de Castilla casándose con Juana, lo que significa que los treinta años en que han reinado los Reyes Católicos son el producto de una usurpación.
—La madre que lo parió.
—En el fondo nos vendría bien que fuera cierto, y si no lo es, conviene que vaya corriendo la noticia —repliqué—. Isabel le ha dado la gobernación del reino a condición de que no se volviera a casar. Se lo hizo jurar en su lecho de muerte. Si se casa demostrará su falsedad y que el reino le importa un pepino. Decídselo a doña Juana. Pues si el rey se volviera a casar y tuviera un hijo varón, ella no sería reina de Aragón, ni por supuesto vos tampoco, ni vuestro hijo Carlos.
—¡Que todo el reino vea su doblez! La gente no le perdonaría que se volviera a casar cuando aún no se ha enfriado el cadáver de nuestra venerada reina, su esposa. Además se frustraría la unidad de España, que fue el gran sueño de Isabel.
—Vuestro padrastro ha sembrado el reino de bastardos, pero no sé yo si a su edad podrá seguir engendrando, aunque nunca se sabe porque ¡a saber que pacto ha hecho con el diablo! En todo caso, esa será mi gran arma propagandística. Tenemos que reaccionar como el rayo en todos los frentes. Hay que declarar nulas, con fecha de hoy mismo, las Cortes de Toro y proclamar rey a su alteza a la mayor brevedad, la semana próxima mejor que la otra, aquí en Bruselas, rey legítimo de Castilla, León, Granada, etcétera, etcétera.
—Pues andando. Organiza un esplendoroso ceremonial en Santa Gúdula y asegúrame las más entusiastas adhesiones populares. No regatees gastos. Quiero la apoteosis en Santa Gúdula; atajaremos con los hechos consumados y disiparemos de raíz toda sombra de duda.
—Tenéis razón, alteza, como dice un refrán castellano: «cuando te den la cabrilla, ven pronto con la soguilla».
—Tampoco está mal ese dicho. Apliquémonos el cuento y ese que dice: «El muerto al hoyo y el vivo al bollo».
—Señor, veo que os adaptáis rápidamente a la filosofía de vuestros súbditos. Tendréis vuestra apoteosis, alteza. Pero antes convendría encargar una misa solemne en sufragio de Isabel 1 de Castilla y decretar luto en la corte hasta el momento de vuestra proclamación.
—Hágase, paz a los muertos y guerra al muy vivo, a Fernando el usurpador, el mal llamado Rey Católico. Te deseo una buena noche como yo me la prometo en buena compañía. Por lo que dices tendré que abstenerme en los próximos días de toda relación carnal como si se hubiera adelantado la Cuaresma.
—Que la disfrutéis señor, como merece vuestra alteza —le deseé.
Abandoné la estancia contento y sonriente; estaba cansado pero feliz, o mejor dicho, felizmente cansado, y me lancé a paso ligero por pasillos y escaleras hasta alcanzar mis aposentos privados, situados en la planta alta, eran hermosos los verdes campos de Flandes, Gante y Brujas, ciudades de cuento y Bruselas, una gran urbe, pero confieso que estaba cansándome de los refinados palacios y del verde paisaje, que eran engullidos como por boca del lobo a la hora en que en Belmonte comenzaba la siesta. Echaba de menos mi castillo recién restaurado, el dorado y luminoso paisaje de la Tierra de Campos y el olor a cereales que llegaba a mi ventana como el sol, a raudales. No encontraba la hora de llegar a Castilla, pero ahora debía ocuparme de las solemnes ceremonias aludidas, el réquiem por Isabel y la proclamación unilateral de Felipe y Juana como reyes de Castilla. Era un golpe de efecto que sorteaba la legalidad, pues la proclamación solo podían hacerla las Cortes tras el juramento de los reyes de las viejas leyes, de los fueros y de las costumbres, pero tenía la virtud de subrayar nuestra firme determinación, un mensaje necesario para la moral de los nobles que se habían pasado y que se pasarían a nuestro bando.
La brillante ceremonia se celebraría en dos actos: el 14 de enero tendría lugar el solemne réquiem por Isabel la Católica y el día siguiente el luto sería sustituido por la alegría de la proclamación real. Nunca se vio tanto esplendor en Santa Gúdula; nunca se prendieron tantas velas ni se lucieron tan bellos candelabros, ni se derrochó tanto incienso, ni los cantos fueron tan vibrantes, ni se contaron tantos asistentes ilustres. Yo había hecho un buen trabajo y el ampuloso ceremonial borgoñón hizo el resto. Llegué muy pronto a la iglesia, una colegiata dedicada a la santa patrona de Bruselas donde se celebraban las más solemnes ceremonias de la corte, pero ya se había concentrado una multitud bulliciosa que esperaba a las puertas la llegada del cortejo real. Era un gentío heterogéneo en el que distinguí dos grupos: el de los entendidos y el de los simples curiosos. El primero, el de los entendidos, lo dividí en dos categorías: la pequeña nobleza que parecía expresar su derecho a ser invitada a los actos reservados de la ceremonia por un lado, y la gente acomodada, los comerciantes que proveían de mercancías y los profesionales que ejercían distintos servicios a la corte, que marcarían su superioridad mencionando en voz alta, para que lo oyeran los simples curiosos, los nombres de los ilustres miembros de la corte que irían entrando en la colegiata así como detalles y anécdotas que les relacionara con ellos.
Salí a la puerta para recibir a los nuevos reyes cuando el alboroto había crecido, indicando, antes que las trompetas y tambores, que el cortejo se aproximaba. Yo me había cuidado de que se resaltara el protagonismo absoluto de Felipe. Era él quien encabezaba la procesión montado sobre un caballo jerezano ricamente enjaezado tras las banderas de su casa, precedido por la banda de música. La futura reina aparecía como de prestado tras un espacio vacío, entre el embajador de su padre, Gutierre Gómez de Fuensalida, y el maestresala de la archiduquesa, Martín de Mújica. Un paso detrás la vizcondesa de Turnes mostraba el velo de Juana.
Un toque de trompeta indicó que Felipe entraba en la colegiata, cabeza alta, cuerpo estirado, paso majestuoso y mirada altiva. El futuro rey se dirigió a la capilla real donde fue recibido, rodilla en tierra, en medio de un silencio que resaltó la solemnidad del acontecimiento, por la gran nobleza y el alto clero. Un grupo de pobres y oficiales del pueblo, vestidos para la ocasión, portaban antorchas adornadas con el nuevo escudo dibujado para el nuevo reino en el que destacaban el castillo, el león y la granada junto a los emblemas del conde, duque y archiduque que estaba a punto de alcanzar la dignidad real. Yo había dado órdenes de distribuir cinco mil copias del nuevo emblema para que fueran colocadas en las fachadas por donde pasaría el cortejo, y había empapelado con ellas la colegiata. Cuando Felipe y Juana se encontraron en el altar, el oficial de armas pronunció la fórmula de ritual enumerando los títulos del primero.
—¡Felipe de Habsburgo, archiduque de Austria, caballero de la Orden del Toisón de Oro, duque de Borgoña, Brabante, Limburgo y Luxemburgo; conde de Flandes, Habsburgo, Henao, Holanda, Zelanda, Tirol y Artois; y señor de Amberes y Malinas! Señor, tengo el honor de despojaros de la capucha de luto por la muerte de la reina Isabel, la primera de Castilla.
El silencio se hizo aún más denso, quizás porque muchos contenían la respiración. El oficial de armas quitó la capucha de Felipe y la colocó en el altar. A continuación tomó de este la espada que simbolizaba el poder y se la entregó al futuro rey, que la tomó por la punta en forma de cruz.
—Señor, tengo el alto honor de entregaros la espada, símbolo de la justicia y de vuestra suprema autoridad como rey legítimo de Castilla, León, Granada, Las Indias…
Terminada la enumeración de los nuevos reinos, sonaron las trompetas y las campanas en alegre diálogo que subrayaba la gloria de Felipe, el nuevo rey, mientras la reina, que no había tenido más papel que su presencia en el altar junto al esposo, dejaba caer una lágrima. En ese momento, los oficiales de armas se despojaron del viejo escudo para colocarse el nuevo, el que incluía a Castilla, León y Granada salteado con pinturas de ángeles, tal como yo había dispuesto. Debo reconocer que estaba encantado del resultado. Confieso que me gusta santa Gúdula, y simpatizo con la santa de la que recibió el nombre, una muchacha tan noble, tan rica, tan burguesita, tan bondadosa, tan saludable, nacida y muerta felizmente en su acogedor hogar, transportada al cielo en el siglo séptimo de Nuestro Señor y venerada desde entonces por sus compatriotas. Era hija de Pipino el Viejo y de santa Iludega, y fue amadrinada por santa Gertrudis; así cualquiera, a los altares sin pasar por la gloria del martirio. El único ataque que recibió Gúdula del demonio fue un tanto cómico. Como la santita madrugaba para rezar antes del alba en la capilla de San Salvador, Satanás se puso furioso al verla tan devota, y de un soplo le apagó la vela que iluminaba el camino. Gúdula, que no dudaba de la identidad del autor de la maldad, se arrodilló en el barro encomendándose a Dios y en el acto el cirio volvió a encenderse.
Me quedé absorto ante la imagen de la santa, arrodillada elevando su velita mientras el diablo rabiaba a sus pies, según podía seguir en las bellas vidrieras de la colegiata. Quienes sufrieron martirio, siglos después, fueron unos judíos, por andarse con tonterías con unas hostias consagradas, un milagro que atribuían a la santa local. Resulta que un banquero hebreo, Jonatás, consiguió por medio de un judío falsamente converso, Juan de Louvain, hacerse con un copón con varias hostias consagradas. Jonatás las profanó en compañía de otros de la raza deicida, pero debió de correr la voz del sacrilegio, y el hebreo fue asesinado poco después. Así que la viuda se vengó entregando las hostias a ocho fanáticos de Israel. Los sacrílegos se reunieron el viernes santo de 1370, colocaron las sagradas formas en una mesa, y al apuñalarlas con saña, las hostias manaron sangre. Aterrados, los asesinos de Cristo entregaron las hostias a una judía con el encargo de que las hiciera llegar a un rabino de gran autoridad que vivía en Colonia. Lo que los sacrílegos no sabían es que la mujer se había convertido en secreto a la verdadera fe, así que la buena cristiana las entregó al párroco de Nuestra Señora de la Chapelle para que hiciera lo que procediera. Denunciados, los judíos fueron detenidos y torturados con la destreza de los buenos profesionales, de forma y modo que confesaron cobardemente su crimen y fueron ejecutados para ejemplo general. Aquellas hostias permanecían ahora a la vista del público en Santa Gúdula, en una custodia de oro y diamantes con filigranas que me producían la mayor admiración.
Este era el marco incomparable en que fueron coronados Felipe 1 y Juana 1 como monarcas de los reinos de Castilla, los nuevos Reyes Católicos, a unas trescientas leguas de Burgos, Valladolid o Segovia donde, como muy bien sabía yo, debería procederse a la verdadera coronación. Pero ese sería otro problema del que me ocuparía a su debido tiempo. La ceremonia religiosa había terminado, y ahora comenzaban las grandes celebraciones populares para las que ni el archiduque ni el alcalde de Bruselas regatearon gastos. Los bruselenses se comerían miles de vacas, acabarían con los depósitos de cerveza y bailarían hasta el amanecer en una fiesta inolvidable que difícilmente sería superada en esplendor.
En palacio, el maestresala había preparado una fiesta más refinada para los invitados a la ceremonia: cien platos de exquisitos y variados manjares, buen vino y un baile que transcurriría hasta el alba, todo ello animado por música en cuyo repertorio el maestre había tenido la deferencia de que predominaran las canciones españolas. Yo me senté en la mesa de Felipe y Juana, donde también tomaría asiento mi colega en el gobierno de Flandes, Filiberto de Vere. También fueron sentados a la misma el embajador Gómez de Fuensalida, el maestresala de la reina, Martín de Mújica y su capellán el obispo Villaescusa, Erasmo de Rotterdam y Catalina Manuel, mi hija, que se sentaron juntos, y la vizcondesa de Furnes. En la mesa de honor predominaban los varones, pero las mujeres tenían una digna representación. El nuevo rey inició la charla tal como mandaba la etiqueta, y lo hizo dirigiéndose al más ilustre de los invitados, a Erasmo de Rotterdam.
—Erasmo, hermano, ¿qué te ha parecido la ceremonia?
—Muy hermosa, señor. Como le decía a mi buena amiga Caty, Castilla está de enhorabuena. Dios le ha otorgado el mejor de los regalos, unos soberanos jóvenes, justos y bondadosos, un rey ilustrado y una reina santa.
—¿Y qué os decía nuestra joven amiga? —quiso saber Felipe.
A Catalina le ardía la cara observando la expectación despertada por la respuesta del humanista.
—Catalina se mostraba de acuerdo en ello, y tuvo la delicadeza de resaltar también las virtudes de la difunta reina Isabel y de la fecunda treintena de los Reyes Católicos. —La respuesta había sido circunspecta y yo respiré aliviado.
—Así lo entendemos todos. La muchacha tiene razón —terció Felipe, sin dejar de mirar al famoso humanista, en indicación de que continuara con su capítulo de elogios.
—Creo, alteza, que ya conocéis mi opinión sobre vuestras altezas —dijo Erasmo.
—En efecto, y os agradezco mucho vuestros panegíricos, pues siempre decís lo que pensáis, aunque os genere inconvenientes. Os agradecí especialmente vuestros elogios a la reina el día de la Epifanía…
—Aunque sufra vuestra modestia, me permito recordar ante vuestros invitados, en este día solemne, lo que dije sobre vuestras altezas: «No fue más casta que ella Penélope, ni Claudia más religiosa, ni Cornelia la madre de los Gracos, más noble, ni más feliz Lampido de Lacedemonia, ni más amante del marido que Aliestos, ni más discreta y obediente Turia Emilia, ni más fiel Porcia o Sulpicia, ni más generosa Zenobia, Niobe más fecunda. Ya feliz parida cuatro veces, tan moza aún, a ti, tan mozo, te hizo padre de una prole hermosísima, otras tantas veces. Con el tierno vástago que nos dio, renovó la alegría de España y de Alemania, y a nosotros, con el alumbramiento de un nuevo príncipe, nos dio ocasión para plausibles regocijos. ¿Qué cosa hay tan saludable para el imperio, tan indicada para soldar la concordia de los reinos, para estrechar con solidísimos lazos la paz del mundo que la fecundidad de los buenos príncipes?».
Yo miraba al de Rotterdam con cierta sorna, pues fui yo quien había metido al más ilustre de los sabios en la nómina del archiduque, pero Felipe le escuchaba sin sombra alguna de ironía mientras Catalina le miraba reprobadora. ¿No fue así, hija? Ella me confesó cuando concluyó la ceremonia que Erasmo estaba perdiendo altura a sus ojos implacables. Era entonces muy joven para aceptar tan desorbitados halagos.
Don Juan Manuel dio de esta forma entrada a Catalina, lo que no estaba previsto en nuestras reglas.
Inesperada intervención de Cata, quien nos confió la charla
que mantuvo en Bruselas con Erasmo de Rotterdam en 1505.
—Tienes razón padre. Me preguntaba si debería reconsiderar el alto juicio que me había hecho sobre el ilustre agustino. Cuando le pregunté por su proyecto de sátira, se mostró vago y un tanto molesto mientras mi furia crecía. Le acosé con saña, con la vehemencia de quien ha confiado ciegamente en una persona en cuya defensa se dejaría matar; me sentía defraudada, y así se lo dije al gran hombre con vehemencia juvenil:
—De pronto todo el mundo estulto y corrupto se ha hecho bueno para ti —le recriminé—. El papa, los cardenales, la curia romana y el clero en general se han convertido de repente al primer cristianismo, al de los apóstoles y han abandonado la relajación de costumbres. De la noche a la mañana se han caído del caballo como san Pablo desprendiéndose de la avaricia, de la lujuria y de la soberbia y han compartido la capa con los pobres como san Martín, o ha cambiado el mundo más de lo que puedo apreciar o el que ha cambiado eres tú.
El disparo dio en el blanco. El gran humanista no había sentido nunca una necesidad más imperativa de justificarse, ni siquiera ante su protector, el obispo de Cambray, que le liberó del horrible monasterio agustino, ni ante el general de su orden que le permitió seguir en libertad cuando el obispo prescindió de sus servicios, ni ante el emperador Maximiliano. Odiaba defraudar a su compañera de mesa, una castellana ingenua en su idealismo, a quien se había esforzado en cultivar su admiración y con la que había llegado a confidencias que no se permitía con nadie. Visiblemente afectado por la decepción que notaba en mí, trató de justificarse:
—Comprendo, querida Caty, tu juvenil impaciencia y tu ansia admirable por cambiar el mundo, pero no se gana nada derribando los pilares de la autoridad, que bastante carcomidos están ya. Más vale el orden de los corruptos, y me refiero sobre todo a la iglesia, desde el papa hasta el último clérigo, que el rigor de los fanáticos, que justifica todas las tropelías y que lleva al desorden más espantoso, como el que provocó Savonarola en Florencia. El orden mundial en el que hemos vivido durante siglos se derrumba, pero ahora lo primero es luchar para que no se imponga la barbarie, como cuando los bárbaros acabaron con el Imperio Romano. La civilización terminó imponiendo su razón superior, pero tuvieron que pasar siglos de oscuridad, de los que ahora empezamos a despertar.
—Pero tú, maestro, el más respetado de los sabios, puedes hacer mucho para cambiar este mundo en lugar de compadrear con los poderosos —repliqué, cortando su excusatio.
—No tan aína, muchacha, no tan deprisa, no seas injusta —contrarreplicó el maestro impaciente—. Es verdad que no condeno a nadie en particular, pero también lo es que he rechazado todas las ofertas que me han hecho los grandes de esta tierra. Todos me halagan y me ofrecen el oro y el moro para que resida en sus cortes, desde vuestros Reyes Católicos hasta el emperador y el papa. Te aseguro que es más difícil rechazar el halago que soportar la persecución y afrontar la muerte. Mis escritos son claros, y predico con el ejemplo, pero permíteme, castellana brava, que me muestre implacable con la maldad y la estulticia y me guarde de señalar con el dedo a los malos y a los tontos.
—Te lo permito, pero me gustaría que tú también te permitieras no señalar con el dedo para colmar de elogios a los poderosos concretos como acabas de hacer —le recriminé.
—Que Dios te conserve la inocencia.