Quinto día en Belmonte.
Donde los nobles comentan los noviazgos del emperador,
las peripecias de su hermano Fernando y otros asuntos de actualidad.
Mayo de 1523.
No se había fijado una hora determinada para el desayuno, pero allí estábamos casi todos en el espacioso comedor de don Juan Manuel, incluidas doña Catalina y Cata. Faltaban las demás mujeres, necesitadas de más tiempo para vestirse y acicalarse. Tampoco aparecieron Alonso de Torrelaguna, mi colega, ni Íñigo López de Mendoza, heredero del duque del Infantado, ausencias que solo me sorprendieron levemente.
—La fiesta fue maravillosa, y quedasteis todos muy bien en valor y en maestría, pero ¿no os parece una fiesta cruel? —Doña Catalina se dirigió a todos pero miraba al prelado.
—Tienes razón, Catalina —afirmó el obispo.
—Pues me pareció que su reverencia disfrutaba de lo lindo —observó el duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, provocando risitas en la concurrencia—. En algún momento pensé que os ibais a lanzar al ruedo.
—Los clérigos no debemos lancear, pero podemos asistir como espectadores y evitar crueldades innecesarias —se defendió el prelado—. Reconozco que hay división de opiniones en la Iglesia, y de hecho, tanto Alejandro VI como Julio II fueron taurinos entusiastas.
—No así nuestro querido pontífice, Adriano, quien, por cierto, me han dicho que se encuentra enfermo, muy enfermo —añadió doña Catalina con sentido pesar.
—Eso he oído. En la santa misa que oficié ayer en la capilla rogué a Dios Nuestro Señor que conforte su ánimo. Ha sido un papa humilde, culto y piadoso, un santo y un sabio.
—Y para nosotros una verdadera bendición, pues como preceptor que fue de nuestro rey y emperador, por primera vez en mucho tiempo el imperio y Roma han sido una sola cosa —apoyó don Juan Manuel—, y su regencia de España, cuando el emperador tuvo que ocuparse de los asuntos alemanes, fue un ejemplo de templanza, a pesar de que el pobre tuvo que desempeñar una tarea bien difícil, la de sofocar la rebelión comunera. Sufrió aquí una impopularidad que no merecía, pues los castellanos no entendieron la ausencia del emperador ni que dejara los asuntos del reino en manos de un extranjero. Desgraciadamente, su pontificado ha sido demasiado corto, poco más de año y medio, pero las decisiones del Espíritu Santo son inescrutables, propongo que recemos una oración en su memoria, ¿no te parece, Diego?
—Pensaba hacerlo ahora en la bendición de los alimentos que vamos a tomar —asintió el obispo.
Nos pusimos en pie, y don Diego Ramírez de Villaescusa pronunció una bella elegía, que elogiamos vivamente cuando nos volvimos a sentar y nos enfrentamos con un despliegue de alimentos que desmentía que aquello fuera un desayuno y no el banquete de Orazio Bagnasco, todo un alarde de repostería con apetitosos pasteles rellenos con carne y huevo, empanadillas, galletas, una volatería que había sido marinada durante cuarenta y ocho horas con vino mezclado con la sangre del animal al final de la cocción, fruta confitada, queso curado y requesón fresco, jamón, mortadela, etc.
—Creo que quien también está en las últimas es nuestro cardenal Bernardino López de Carvajal y Sande —añadí yo, cuando se terminaron los elogios a Adriano de Utrecht.
—A quien Dios tiene mucho que perdonar —comentó el obispo de Cuenca, Diego Ramírez de Villaescusa.
¿No es sorprendente esta coincidencia en el lugar y casi en la hora de la muerte, pues me temo que no hay remedio para Adriano, entre el papa y quien fuera antipapa?
—Un antipapa temporal —matizó el obispo.
—Un momento —saltó el duque del Infantado—. Permitidme que salga en defensa de mi familia, que cuidó de su carrera. Fue un sabio y mereció ser papa, y lo hubiera sido si mi padre, el cardenal Mendoza, que consiguió que Alejandro VI le hiciera cardenal, no hubiera muerto.
—Perdona, Diego —replicó el prelado—, yo no niego los méritos del cardenal Bernardino pero reconocerás que pecó de soberbia. Esperaba ser ungido por la tiara cuando murió Alejandro VI y eligieron a Pío III, y volvió a alimentar esperanzas cuando murió este tres meses después de acceder al pontificado, y no lo consiguió porque no encontró el apoyo de Fernando el Católico. A consecuencia de ello se volvió contra el papa Julio y contra Fernando, de quien había sido embajador en Roma, y se entregó a Luis XII de Francia. Su soberbia llegó al extremo de convocar un concilio cismático en Pisa.
—Porque el papa Julio II, a quien Dios perdone su ambición, crímenes y vida licenciosa, se negaba a convocar un concilio que era necesario, pues no soportaba restricciones a su gobierno tiránico. —La indignación de Mendoza se elevaba por momentos—. No obstante, aunque Julio le excomulgó, como hacía con todos los que contrariaban su voluntad cesárea, León X recibió a Bernardino en la Iglesia como al hijo pródigo y le devolvió sus sedes episcopales.
—Todas menos Sigüenza, que era la más rica. Bernardino López de Carvajal fue un gran teólogo y un magnífico rector de Salamanca, pero hacerse antipapa es demasiado. En el concilio que convocó, sin estar legitimado para ello, más bien un conciliábulo ilegal, fue elegido papa por los cardenales rebeldes, y ostentó nombre y número de papa, Martín VI, aunque la denominación papal no cuajó y la gente le llamaba en la calle «papa Bernardino».
—Nuestro patrocinado tenía sus razones, y León X pudo apreciarlo. El cardenal Carvajal fue nombrado obispo de Ostia y decano del Colegio Cardenalicio. Sirvió a siete papas y fue de una ayuda valiosísima para Adriano, a quien se le recibió de uñas en Roma como «papa bárbaro» por no ser italiano.
El teína parecía agotado, y doña Catalina nos introdujo en el terreno de las novedades profanas.
—Bueno, ya tenemos en España a nuestro joven rey que ha cumplido veintitrés años, una edad sobrada para casarse que es la primera obligación de un monarca.
—De momento, para irse entrenando, ha procreado dos hijas, una con Germana, la viuda de su abuelo Fernando a la que ha puesto de nombre Isabel, aunque no la ha reconocido, y otra con Margarita van Gest, una dama muy atractiva a la que ha bautizado como Margarita de Parma que acaba de cumplir un añito. —El comentario del embajador Fuensalida me pareció un poco cáustico.
—¿Sabe alguien si nuestro monarca ha aprendido algo de español? —preguntó Benavente, siguiendo el tono de la conversación.
—Parece que algo le ha enseñado Gattinara —comentó el embajador—, el italiano que enseña al emperador las cosas de España, pero no lo suficiente, y no es que sea torpe, es que muestra un manifiesto desinterés por nuestra sagrada lengua. Si los Reyes Católicos levantaran la cabeza o, sin ir más lejos, Nebrija, que nos dejó el año pasado, y que Dios tendrá en su gracia mal que le pese a la Inquisición…, Nebrija, como digo, que había convencido a la reina Isabel de que el español debería ser el compañero de nuestro imperio como lo fue el latín del romano…
—Es otro el imperio que quiere construir Carlos, un imperio universal como lo fue el de Roma, pero cristiano —exclamó, pomposo, don Juan Manuel—. Y exageras, embajador, en lo que concierne a su desinterés por nuestra lengua y nuestro país; don Carlos se maneja bien en español, pero el imperio es su destino.
—Pues como no sea con la lengua alemana o con el flamenco, aunque me dicen las malas lenguas que don Carlos no habla alemán y que en flamenco solo conversa con su caballo. —Villaescusa apoyó la deriva que parecía trazar el embajador.
—Como bien sabes, Diego, el emperador sabe menos alemán que español; su lengua es el francés, que es la que mamó de su padre. En eso don Felipe fue implacable y bien que lo lamentó y lo lamentaba Juana, que se expresaba maravillosamente en francés y que no consiguió convencer a su esposo para que aprendiera también la lengua de sus futuros súbditos.
—Don Felipe —apunté yo— era partidario de que sus súbditos aprendieran su idioma.
—En todo caso, don Carlos se ha aplicado con el español desde que se lo reclamaron en las Cortes de Valladolid de 1518.
—Lo hizo como una concesión a los procuradores, pero no como una obligación, la de aprender la lengua de sus súbditos —insistí yo.
—Todo este lío se lo debemos a la decadencia del latín —se lamentó el obispo de Cuenca.
—El latín —corroboró Fuensalida— hizo a Roma, o viceversa, pero desgraciadamente este maravilloso idioma se ha quedado para los cultos, los cultos de la Iglesia y los hombres sabios, pero ya no crece, así que morirá.
—El emperador quiere unir a toda Europa bajo el denominador común del cristianismo —contraatacó el señor de Belmonte con acritud—, y eso es lo que importa.
—Bajo el cristianismo pero sin el papa, pues Carlos tiene que hacer un imperio con católicos y luteranos, que son estos los que predominan en los estados alemanes —replicó el prelado.
—Son las cosas que le mete en la cabeza Gattinara: el imperio universal y todas esas bobadas, y luego el italiano tuvo que mendigar en las Cortes de La Coruña y ahora en las de Valladolid para que el emperador pueda pagar unas migajas de prestigio alemán, pero ¡qué imperio es ese!, una pléyade de pequeños estados alemanes sin unión y sin voluntad de gastarse un ducado. Menudo imperio de… bueno… ya sabéis de qué. Lo que le ha metido en la cabeza Gattinara es edificar el gran imperio universal para lucimiento de los Habsburgo, sufragado por los pecheros españoles. —El embajador estaba exaltado.
—Ay, Gutierre, el emperador no solo escucha al doctor Gattinara; también atiende a Mota, que recomienda una idea española del imperio. —Don Juan Manuel estaba francamente molesto—. De hecho, queridos amigos, fue el doctor Mota quien escribió el discurso en el que Carlos proclamaba su idea imperial.
—Mi querido hermano en Cristo, Pedro Ruiz de la Mota, obispo de Badajoz, más adicto a las cosas del césar que a las de Dios, dicho sea con todos los respetos, un despechado de Fernando que se pasó a las filas del Hermoso y medró en Flandes —comentó el obispo de Cuenca, a quien no parecía entusiasmarle el colega.
—Pues Mota sostiene esta tesis —siguió con falsa paciencia el señor de Belmonte—, que es la que ha asumido oficialmente don Carlos, tal como la expuso en las Cortes de la Coruña de 1520…
—Algo tenía que decir para halagar a los procuradores y llevarse el dinero. Mota hacía el sermón y Gattinara pasaba el cepillo —cortó el embajador Fuensalida.
—Si me permites continuar, embajador…, estaba diciendo que Mota, el obispo de Badajoz, defiende ante el emperador la idea de un imperio con sello español. Dice que mientras las demás provincias romanas daban tributos, Hispania proporcionaba emperadores, y que de la misma forma ahora le ha dado al mundo un emperador que garantizará la Paz Universal como Roma garantizara la Pax Romana. El doctor Mota se refirió a Carlos como «rey de reyes», y concluyó su bello discurso de introducción al que pronunciaría el rey con unas palabras que deberían esculpirse en piedra con letras de oro: «Ahora vino el imperio a buscar emperador a España, y nuestro rey de España es hecho, por la gracia de Dios, rey de los romanos y emperador del mundo».
—¡Que ilusión!, un emperador como en Amadís de Gaula y en Tirant lo Blanc —comentó Cata, sosteniendo la irritada mirada de su padre.
—Me han dicho que Gattinara es un hombre de gran mérito —intervino el marqués de Villena.
Tenía razón el marqués. Mercurino Arborio Gattinara, piamontés de la pequeña nobleza con formación militar y jurídica, a la sazón con cincuenta y seis años de edad, servidor que había sido del emperador Maximiliano 1 hasta su muerte en 1519, se movió bien en Castilla desde 1510 para asegurar los derechos de Carlos, y fue quien preparó la elección de este por los príncipes alemanes como emperador. Desde 1518 era canciller y tuvo una intervención decisiva para que las Cortes castellanas reunidas en La Coruña aprobaran los subsidios que necesitaba el monarca, servicios que este recompensó generosamente.
—Pues no le va a la zaga mi sobrino político Francisco de los Cobos, y si no al tiempo… —presumió el duque del Infantado.
—Por cierto, ¿cómo le van las cosas al joven matrimonio? —se interesó doña Catalina—. Bueno, joven por parte de esposa.
—Menos sorna, Catalina, que nos conocemos…
—No es sorna, Infantado, que tu sobrina, María de Mendoza, acaba de cumplir catorce años y Cobos era un solterón de cuarenta. He calificado de joven al matrimonio porque este se produjo hace solo un año y porque la media de edad entre los cónyuges es solo de veintidós años.
—No sé si hablas en serio, Catalina.
—No te enfades, que sé que se llevan bien a pesar de la diferencia de edad y, desde luego, Cobos tiene un carrerón por delante.
—No es porque yo lo diga, pero es el mejor asesor en cuestiones españolas del emperador, que, como sabéis, le acaba de nombrar consejero real. Mi sobrina está embarazada y me ha prometido que si nace hijo le pondrá mi nombre.
—Enhorabuena, Diego.
—La vida está llena de paradojas. —El marqués de Villena parecía salir de su abstracción—. Aquí tenemos a Carlos de Gante, que se ha criado en Flandes y que habla español con dificultad, y en cambio, su hermano Fernando, que nació en Castilla, que fue educado por los Reyes Católicos y que no sabe alemán, tendrá que gobernar Austria.
El comentario de Villena, musitado como si su pensamiento hubiera tornado voz provocó una fuerte impresión. El marqués había tocado un tema tabú y se hizo un espeso silencio que rompió Cata.
—Este país no tiene suerte con las dinastías reales. Un pueblo de tan fuerte personalidad y con una historia tan singular no ha podido mantener una monarquía propia. La gran esperanza fue el prínci pe Juan, el único hijo varón de los Reyes Católicos, un joven apuesto y adornado de grandes cualidades, educado desde la cuna para ser rey de España, y que se lo llevó la muerte en plena juventud.
—El infante Fernando, que recibió el nombre del Católico y no por casualidad, podía haber sido la solución, y de hecho, este le declaró heredero en su primer testamento, que luego rectificó, pues nadie como Fernando el Católico detectaba la fina línea que separa lo deseable de lo posible. —El de Villena seguía pensando en voz alta.
—¡Ay, don Fernando! —exclamó Cata, procurando eludir la mirada asesina de su progenitor.
—Seamos serios y no juguemos a aprendices de brujo —zanjó nuestro anfitrión—. No olvidemos que el rey Carlos, el primero de este nombre en la monarquía española, ha unido los reinos de España, que el egoísmo de Fernando hubiera desbaratado si hubiera prosperado el hijo que tuvo con Germana de Foix.
En ese momento hicieron su fastuosa aparición las señoras, y don Juan Manuel, que había ido enrojeciendo hasta las proximidades del estallido, respiró aliviado. Yo me quedé boquiabierto, pues no había tenido muchas ocasiones de asistir a tanta elegancia. Los vestidos de las mujeres de nuestra tierra tendían al negro, como el de los trajes de los varones, pero la duquesa del Infantado, la condesa y duquesa de Benavente y la marquesa de Villena lucían trajes de vivos colores, entre los que predominaba el rojo, el escarlata y el oro. La única que iba de oscuro era doña Catalina. Competían las tres damas en anillos, collares y brazaletes, y nos inundaron de una mezcla de olores que mareaba.
El desayuno había terminado, y los señores de Belmonte fueron despidiendo a sus nobles invitados, que regresaban al castillo de Torremormojón con promesas mutuas de amistad eterna y de encontrarse pronto de nuevo en uno u otro castillo. El duque del Infantado no se refirió a la ausencia de su hijo, y al no verle preocupado por ello nadie osó preguntarle al respecto.
Estábamos estragados por el fuerte desayuno, así que el almuerzo fue ligero, aunque sabroso y regado abundantemente por el vino de las orillas del Duero. Terminado el ágape tomó la palabra don Juan Manuel.
—Bien, volvamos a nuestro trabajo. ¿Sabe alguien qué le ha pasado a nuestro cronista Alonso? ¿Sabes tú algo de tu colega, Jaime?
—No sé nada, don Juan Manuel. Pero no os preocupéis, que Alonso es así.
—Bien, ya aparecerá en algún momento. Jaime, hoy te corresponde a ti la exposición. Nos habías dejado cuando te reclutó don Fernando por medio de Pedro Mártir y del secretario del rey, Lope de Conchillos.
—En efecto, al día siguiente de la cena que me preparó Mártir me recibió don Fernando, a mí y a otros cronistas, debo decirlo, en el convento de Santa Cruz la Real de Segovia…
Narración que yo, Jaime de Garcillán,
hice en la quinta jornada en el castillo de Belmonte,
en la que cuento las instrucciones
que recibí de Fernando el Católico
a finales del año de gracia de 1504.
El que sigue, improbable lector, sin embargo, amigo, fue en esencia mi relato de aquellos acontecimientos que, debo recordar, se produjeron en diciembre de 1504, recién fallecida la reina Isabel. Solo eludí en mi exposición ciertos detalles escabrosos y alguna conversación íntima que no oculto al hipotético lector futuro, al que he prometido confesarme sin protegerme por secreto alguno.
Nadie me había dicho que me encontraría en palacio no solo con Pedro Mártir sino también con los más ilustres cronistas del reino. Cuando llegué, algo zumbado tras una agitada noche de loca pasión con la monja Inés, ya llevaban aquellos señores un buen rato charlando en la antesala principal del aposento regio del convento de Santa Cruz la Real, un armonioso monasterio de dominicos fundado a principios del siglo XIII y reconstruido por los Reyes Católicos para con memorar la Concordia de Segovia, la que definió, al poco de casarse, los papeles que corresponderían a cada uno de los cónyuges en la gobernación del reino.
Admiré una vez más la portada plateresca del monasterio concebida por el genio de Juan Guas y la hermosa puerta que ahora cruzaba. Yo había hecho buenas migas con este arquitecto, al que se conocía como el Francés. Nació en Francia, de padres bretones, pero toda su carrera transcurrió en Castilla donde se estableció su padre, el cantero Pedro Guas. Juan Guas, el arquitecto predilecto de los reyes, había fallecido hacía entonces diez años, pero había dejado en esta ciudad imperecederos testimonios de su genio. Compaginó su trabajo principal como maestro de obras de la catedral con el de la capilla mayor del monasterio del Parral, una sabia combinación de elementos decorativos y arquitectónicos, y con el del claustro de la cartuja del Paular.
Sin embargo, lo que le dio más fama fue el convento franciscano de San Juan de los Reyes, edificado en Toledo por encargo de la Reina Católica para conmemorar la victoria de Toro en la guerra civil contra su sobrina Juana la Beltraneja. También era muy apreciado el palacio del Infantado de Guadalajara, la galería del castillo de los Mendoza en el real de Manzanares, el colegio de San Gregorio de Valladolid, la hospedería real de Guadalupe y tantas otras obras magistrales.
Mártir se adelantó a recibirme acompañado de Lope de Conchillos.
—Bienvenido, Jaime. Ya conoces a don Lope, secretario del rey nuestro señor, su mano derecha.
—No os excedáis, don Pedro, soy solo un ayudante. El secretario de todo derecho es Almazán, que cumple misiones de mi señor fuera de Segovia.
—Hazme caso, Jaime, aunque Conchillos no tenga todavía el título en su cofre, es la persona en quien confía nuestro rey para los asuntos más delicados, el guardián de sus secretos. ¿Qué significa si no secretario?
—Es un gran honor —incliné levemente la cabeza ante aquel hombre pequeño que escuchaba con forzada modestia los elogios de Pedro Mártir.
—Pedro me ha hablado mucho y muy bueno de ti y su alteza tiene un gran interés en conocerte. ¿Has tenido ocasión de conocer a nuestro querido monarca?
—Le conozco por sus obras, como todo el mundo, pero nunca tuve el honor de hablar con su alteza —admití.
—En unos minutos nos recibirá —afirmó Conchillos.
—¿Alguna advertencia, don Lope? ¿Debo observar algún protocolo especial? —pregunté—. He tenido trato con nobles y obispos, pero nunca con el rey.
—No te preocupes, que su alteza es un verdadero señor, y te lo pondrá fácil. Es un hombre grande, y como todos los verdaderamente grandes, sencillo. Simplemente te recomiendo que no le dirijas la palabra hasta que él no te dé pie… tranquilo que en unos minutos te encontrarás como en casa.
—La verdad es que no puedo entender qué pinto yo entre gente tan principal… Mártir, Gonzalo de Ayora, Marineo Sículo, Fernández de Oviedo…
—No te hagas de menos —replicó don Lope—, que el rey nuestro señor aprecia a las personas por lo que valen, por sus méritos y no por sus títulos, algunos muy discutibles, y que salvo honrosas excepciones no expresan mérito alguno de quienes los ostentan sino, en todo caso, el de los que se hicieron acreedores del título. Entre nosotros, don Fernando está perfectamente informado de tu destreza en la divulgación de sucesos entre el pueblo llano, y ello es lo que ahora le preocupa.
—Espero no defraudarle.
—Ahora te presentaré a estos personajes que tanto te impresionan.
—El impresionado soy yo —apuntó Pedro Mártir—, Lope, nunca te había oído hablar tanto. Nuestro Lope prefiere la acción a las palabras.
Lope de Conchillos, adjunto a la secretaría personal de don Fernando V de Castilla y II de Aragón, era pequeño y nervioso, siempre ajetreado, como si quisiera hacer más cosas de una vez de lo que puede un hombre, aunque sea de Calatayud. Yo simpatizaba de entrada con este judío converso como mi padre, que eso une mucho frente al odio y la envidia de la aristocracia y del pueblo y la suspicacia de la Inquisición. Yo sufría los inconvenientes de no poder acreditar limpieza de sangre hasta por lo menos la tercera generación, un certificado del que disfrutarían mis hipotéticos y altamente improbables nietos. Lope era judío en primera generación y, para colmo, aragonés, lo que concitaba el odio de la gente principal. Ser aragonés, y encima judío, aunque fuera converso, se tomaba como una provocación. Los Reyes Católicos eran respetados porque impusieron la ley y el orden, pero los castellanos no dejaban de murmurar entre dientes, lamentando que confiaran los cargos más importantes a judíos. Había sido muy criticado el caso del rico obispo de Palencia, Alonso de Burgos, judío converso ya fallecido, que llegó a ser confesor de la reina Isabel y que se permitía cierto desparpajo al respecto y que rezaba el avemaría con la siguiente letra: «Santa María, madre de Dios y parienta nuestra…». También se comentaba de este singular obispo que, cuando hizo su entrada en Palencia para tomar posesión del obispado, caminaba con un rabino a su derecha y un musulmán a la izquierda y que cedió el paso al primero justificándolo en que representaba a «la ley que ya pasó». Yo era de la opinión de Fernando del Pulgar, que sostenía que el problema reside en que los cristianos viejos son tan malos cristianos como los nuevos son tan buenos judíos.
Lope no perdía tiempo ni derrochaba energías en lamentarse. Prefería administrar con habilidad, pero sin escrúpulos, el arte de hacerse temer tal como recomendaba en Florencia su colega Nicolás Maquiavelo, un humilde burócrata que dominaba los mecanismos del poder. Maquiavelo, a quien tendría ocasión de conocer más adelante, reconocía que era bueno y loable que los príncipes fueran queridos pero que era más seguro que fueran temidos. Lope —como me confiaría más tarde— estaba convencido de que en el fondo Nicolás era un infeliz, un pobre hombre vanidoso y servil que no había sabido aplicar su perspicacia a enriquecerse. En cambio Lope de Conchillos, nacido en Calatayud, había explotado la proximidad al poder, haciéndose con una fortuna considerable, en España y en las Indias. Era sobrino del secretario oficial y valido de don Fernando, Miguel Pérez de Almazán, noble, caballero de Santiago y aragonés de pro, tan de pro que ya había conseguido el compromiso de ser enterrado en la basílica del Pilar de Zaragoza en un mausoleo para el que trabajaban día y noche los mejores canteros. Almazán había proporcionado a su sobrino en 1500, el último año del siglo, un modesto cargo en la Secretaría Real, y lo demás, el hacerse con la confianza del rey y su prodigiosa ascensión, fue mérito propio.
Decía Arquímedes que con una palanca movería el mundo y, en efecto, la antesala de don Fernando era la palanca con la que el astuto bilbilitano movía lo que mueve el mundo, el dinero. Lope se hizo valer ante su señor por su arte para anticiparse a sus deseos y allanarle las dificultades para satisfacerlos, liberándole de los detalles sórdidos de la gobernación que a veces exigía que alguien se manchara de sangre. Los pocos días que habían transcurrido desde la muerte de la reina Isabel fueron suficientes para convertirle en el hombre de confianza del monarca, su hombre para todo, para los asuntos de estado en los que la moral no contaba para don Fernando y para ciertas tareas privadas no muy confesables en un viudo reciente.
Pedro Mártir tomó por el brazo al secretario, y ambos se introdujeron en el despacho del rey, quizás para ultimar detalles sobre la audiencia que tendría lugar en breve. En ese momento me di la vuelta, sobresaltado por un amistoso golpecito en la espalda. Yo, absorto en la conversación con Conchillos, no había reparado a primera vista en la presencia de Lorenzo Galíndez de Carvajal, un extremeño de Plasencia a quien yo, tres años mayor, había conocido en la Universidad de Salamanca donde compartimos las clases de leyes. Lorenzo, un muchacho estudioso y buena gente, conocido entre los estudiantes y los profesores como «el hijo del cura», parecía haber nacido para el derecho. Lo de hijo del cura era exacto, pues mi amigo era el fruto de un arcediano, un viceobispo para entendernos, y de una dama noble, pero era hijo legítimo, gracia que habían conseguido del papa sus influyentes padres tal como habían sido legitimados los hijos del cardenal Mendoza, como se permitía reiterar el extremeño.
—¡Benditos los ojos…!
—¡Lorenzo! ¡Qué alegría! ¿Qué ha sido de ti, compañero y sin embargo amigo?
—Bueno, no me va nada mal, ya sabrás que me hicieron consejero de la corona…
—Lo sabía y me alegré mucho por ti y por todos nosotros.
—No puedo quejarme. Ahora estoy trabajando en un encarguito que me hicieron los reyes: nada menos que la recopilación de todas las leyes de Castilla y de Aragón en un Código único. La reina Isabel insistió en ello y pidió a su esposo que no se abandonara a su muerte, y en ello estaba cuando me llamó don Lope. Mucho me sospecho que tendré que aplazar la tarea por asuntos más urgentes.
—¿Quién iba a imaginarse que nos veríamos en estas circunstancias?
—Las circunstancias bien lo merecen. —Lorenzo bajó la voz—. Aquí puede armarse la de Dios, Jaime. La nobleza ha visto su oportunidad y ya afila sus espadas porque le tienen ganas a don Fernando, así que hay que cerrar filas en torno a él si no queremos que restablezcan el derecho de pernada.
Me entró la risa al comprobar que Lorenzo seguía, como en la universidad, ilustrando la verdad con un poco de exageración. El derecho de pernada, el que tenían los nobles de reservarse el primer coito con las jóvenes esposas de sus súbditos, no había desaparecido totalmente, pero había caído en desuso, y estaba mal visto. Los señores lo habían transformado en un simple y casto beso a la novia al tiempo que hacían a los esposos un regalito o al menos les dedicaban unas palabras cariñosas.
—Si, tú ríete…, pero yo conozco a esta gente. Tenemos que afilar la pluma al servicio del rey si no queremos la vuelta a la anarquía de Enrique y a la horca y el cuchillo feudal. Ahora estoy escribiendo justamente un opúsculo sobre el reinado de Enrique IV, y parece increíble cómo se puede caer tan bajo.
—No creo que el flamenco renuncie a sus derechos.
—Los derechos son de doña Juana, la reina propietaria, pero es dudosa su capacidad o su interés por tan alta tarea. Isabel lo vio y dejó a su esposo la gobernación del reino en caso de que la hija no pudiera o no quisiera ocuparse de ello.
—Muy a su pesar.
—Escucha, Jaime, no es este el momento, pero si te parece nos vernos en otra ocasión, arreglamos el reino y el mundo y recordamos los viejos tiempos de Salamanca ¿Conoces a todos estos?
—Conozco a Mártir y al siciliano, a Lucio Marineo Sículo, nuestro maestro de literatura griega y latina, y desde luego, sé de los grandes méritos de don Gonzalo Fernández de Oviedo como cronista de Indias.
—Es un gran cronista, quizás el más sincero, pero Mártir es el más importante y el más listo, no pierdas de vista tampoco al maestro, al siciliano Lucio Marineo, que ha hecho una buena carrera desde que le conocimos —me informó—. Es capellán del rey y, como Mártir, maestro de los hijos de la nobleza además de cronista oficial. Ha publicado un Elogio de España que ha complacido mucho al rey, y es que es, como Mártir, más castellano que italiano.
—De Gonzalo de Ayora sé que es cordobés y he oído hablar de sus hechos de guerra —afirmé.
—Mas valía decir de sus dichos de guerra —me corrigió Lorenzo—. Si le oyes parece que él es el gran estratega de las campañas de Italia y que el Gran Capitán, su paisano, no es más que un simple ayudante suyo.
—A quien no conozco es a ese que no deja de mirarme. ¿Sabes quién es?
—Ni idea; tiene pinta de paniaguado.
Se abrió la puerta y apareció en la antesala real Lope de Conchillos y Pedro Mártir de Anglería. Lope rompió el silencio expectante con su voz gangosa e imperativa:
—Su alteza el Rey Católico don Fernando nos recibirá en un instante. Aunque todos sabéis cómo comportaros en una audiencia, me permito recordaros algunos extremos: en primer lugar que no debéis hablar con su alteza hasta que él se dirija a alguno de vosotros y, en segundo que no es esta la ocasión de distraer a su alteza con otras cuestiones que no se refieran al tema que nos ocupa y del que ya se os ha informado y desde luego nada de reclamaciones personales. ¿Lo entiendes, Gonzalo?
Todos reían, no sabía yo por qué, pero Lorenzo me apuntó a la oreja: «Gonzalo de Ayora es el que más trinca y el que más se que ja, siempre está reclamando atrasos y la reparación de supuestas afrentas y deudas históricas».
—Las reclamaciones me las hacéis llegar a mí por escrito que yo me ocuparé de diligenciarlas; os alegrará saber que para la operación que preparamos tengo disponible una buena bolsa, nadie se quedará insatisfecho, salvo Ayora, naturalmente.
Nuevas risas, incluida, aunque un poco menos espontánea, la de Ayora.
—Y, por supuesto —interrumpió Conchillos—, no olvidéis el estado en que se encuentra su alteza por la pérdida de su queridísima esposa.
El secretario encabezó la procesión de los grandes de la pluma, que penetramos con la solemnidad requerida en el despacho del rey más grande de la cristiandad, una sala, por cierto, no muy espaciosa.
—Pasad, pasad, amigos, y tornad asiento…
El rey hablaba en voz baja, pausada, modulada cuidadosamente, subrayando la importancia que había que dar a cada una de sus palabras. Aparentaba más edad de la que en realidad tenía. En marzo cumpliría los cincuenta y tres años. Siempre fue muy moreno y seguía siéndolo, pero su pelo, antaño tan negro como su piel, evolucionaba hacia el gris; las arrugas habían profundizado y se le habían encogido algo los hombros a pesar de sus evidentes esfuerzos por elevarlos; los ojos habían cambiado poco con el paso de los años, miraban con melancolía, pero seguían siendo inquisitivos como los de un águila al acecho.
Don Fernando nos saludó uno a uno, expresándonos agradecimiento e interesándose por la salud y por las tareas que nos ocupaban. Se emocionó al saludar con un fuerte abrazo a Pedro Mártir, a quien confió de forma casi inaudible: «Se nos fue nuestra gran reina, Pedro, qué gran pérdida». El siguiente abrazo fue para el Sículo, a quien rogó que rezara por Isabel. «He mandado cantar mil misas en Segovia», le confió de forma más audible. Antes de despedirle, le formuló un encargo: «Sículo, me gustaría que aceptaras un trabajo que es para mí una obligación filial: una buena biografía de mi padre el rey Juan II de Aragón, ¿podrás hacerlo?». Sículo estaba encantado, el rey Juan, de vida tan accidentada, tendría una buena biografía; él podía hacerla mejor que nadie. Fernando le dedicó la mejor de sus sonrisas y se dirigió a Gonzalo Fernández Oviedo para quien había preparado otra tarea: «Quiero que nos veamos en Toro, donde espero que las Cortes aseguren el futuro de Castilla. Allí hablaremos con calma de un proyecto monumental que solo tú puedes abordar con éxito, la historia de todos los reyes de España». A punto estuvo Gonzalo de besar el suelo que pisaba su señor.
Saludó después a Lorenzo Galíndez de Carvajal: «No abandones el Código Unificado que te pidió la reina Isabel, pero déjalo descansar un poco, quizás sea más oportuno que te dediques ahora a escribir una buena historia de nuestro reinado, del reinado de los Reyes Católicos». «Será una gran historia, señor, un espejo para las generaciones venideras», contestó abrumado el ilustre consejero real. Al llegar a Gonzalo de Ayora cambió de tono y le preguntó con cierta sorna por sus nuevas ideas de estrategia militar que Gonzalo quería retomar de los aguerridos soldados suizos, pero le interrumpió enseguida para hacerle una propuesta que sabía iba a entusiasmar a aquel súbdito versátil y algo atolondrado pero útil en aquellos momentos en los que no se podía prescindir de nadie: «Quiero que me organices una buena guardia de alabarderos disciplinados, bien uniformados e instruidos y a ser posible de buena talla, pero ya hablaremos en otra ocasión del asunto». «Mi deseo es siempre servirle lo mejor que sé. Me pongo ya manos a la obra», contestó entusiasmado el soldado cordobés.
El rey se acercó a mí, vaciló un momento, solo un momento, mientras me daba la mano a besar, y acto seguido me habló como a un hijo: «Ya me han hablado Mártir y Conchillos de ti, y muy bien. Me dicen que tu pluma llega a todos los rincones del reino. Vas a tener que extremar tus habilidades…». «Señor —repliqué inclinando ligeramente la cabeza, solo lo justo para no pecar de descortés—, mi pluma está al servicio de vuestra alteza, pero quizás el bueno de Mártir haya exagerado un poco». «Ya veremos, ya veremos… —y añadió en un susurro—: Jaime, todos estos señores son muy buenos cronistas y sus crónicas llegan a donde llegan, a quienes tienen las armas, las almas y el dinero, a los nobles, al alto clero, a los ricoshombres, a los letrados, alcaldes, magistrados y demás que formarán el primer frente de lucha contra el extranjero. Sin ellos estamos perdidos, pero la opinión de la gente del común termina decidiendo tarde o temprano, y no hay quien se sustraiga a ella, y a esta gente es a la que llegas tú con tus pliegos, tus relaciones de avisos y tus púlpitos populares. Me han dicho que son millones los que escuchan tus crónicas en las plazas de los pueblos, en las fiestas y en las ferias, y eso es lo que necesitamos. Ellos, los del pueblo llano, tienen derecho a saber lo que pasa y lo que les espera si reina el borgoñón. Necesito que amplíes tu aparato de propaganda; no regatees gastos. Conchillos está prevenido de todo, y te suministrará lo necesario».
Los demás se habían alejado unos pasos, y se dedicaron a estudiar las paredes y escrutar los detalles del rico artesonado, muy conscientes de que el rey estaba poniendo toda su alma en aquella charla con el recién llegado, el menos importante pero quizás el más útil.
Al último en saludar fue al misterioso personaje que tanto me miraba en la antesala, y que no había pronunciado hasta ahora una palabra. Conchillos apuntó al rey: «Es Alonso de Torrelaguna, colega de Jaime, fecundo cronista de pliegos sueltos con imprenta en Toledo y protegido de Cisneros, nuestro santo primado». «Espero que podamos conocernos mejor y que los toledanos sepan de nuestros propósitos —le confió el rey—. Transmite mis más sinceros parabienes a fray Francisco de Cisneros. Préstale atención y aprenderás mucho de ese santo varón, conviene que actúes de acuerdo con Jaime. El sabe lo que hay que hacer y te suministrará los fondos necesarios».
El rey se dirigió a continuación a todos:
—Recemos una oración por nuestra reina que desde el cielo nos observa y vela por nosotros. —Los siete confabulados inclinamos la cabeza devotamente hasta que el rey tomó de nuevo la palabra—: Sentaos, sentaos todos y escuchadme, que no os entretendré mucho aunque esta reunión de los señores de la pluma será histórica. Había pensado en convocaros en el real palacio de San Martín para subrayar la solemnidad del acontecimiento, pero no habría podido. Allí he pasado muchas horas de felicidad con la reina, y me hubiera ahogado de tristeza, así que os he rogado que vinierais al de Santa Cruz el Real, menos dotado para solemnidades pero más práctico. A buen entendedor con pocas palabras basta. La muerte de la reina Isabel, querida y llorada por todos, no aplaza las ambiciones de los señores de horca y cuchillo sino todo lo contrario. Nunca han podido tragar que Isabel y yo edificáramos un reino justo y poderoso regido por la ley y no por su capricho. No hace falta que os recuerde el estado calamitoso del reino en los tiempos de Juan II y de Enrique IV. Isabel y yo hemos impuesto la ley y el orden. Nos hemos rodeado de gente de mérito, aunque no tuviera más títulos que los del mérito, todo ello sin humillar a la nobleza, a quien se le concedió el honor de servir a la monarquía de todos en las grandes tareas de estado, pero no era eso lo que querían los nobles, y ahora han visto la ocasión de volver a lo de antes, a mandar y sangrar a la gente en un estado débil y sin proyecto, y creedme que lo digo con todo el dolor de mi alma: han encontrado para esta siniestra tarea a un pelele, a Felipe, mi yerno, que con tal de hacerse con las riquezas de Castilla desbaratará lo que hemos hecho hasta situar a las Españas en el primer lugar del mundo. Vuestra tarea será importante pero también justa y legítima, pues, como bien sabéis, la reina Isabel me confió en su testamento la gobernación del reino en nombre de nuestra queridísima hija Juana que, me duele decirlo, no está en condiciones de reinar ni quiere hacerlo. Cronistas del reino que me honráis con vuestro apoyo, vuestra pluma será mi mejor arma. Ojalá la tinta haga innecesarias las picas, los cañones y el derramamiento de sangre. Tened la seguridad de que todos seréis retribuidos con justicia como yo la tengo de que vuestra mejor retribución será el reconocimiento del reino, el agradecimiento del pueblo y de las generaciones venideras. Pero tranquilizaos, además de mis agradecimientos y el contento divino, recibiréis buenos maravedíes, como os habrá adelantado Conchillos. Consultad con él, pues yo estaré harto ocupado en nuestro gran proyecto, pero si estimáis necesario hablar conmigo mis puertas estarán siempre abiertas colmo abierto está mi corazón. Dios os lo premie. ¿Queréis hacerme alguna pregunta?
—Señor —rompí el hielo—. ¿Cómo hemos de tratar a vuestra augusta hija, la reina Juana?
—Como la verdadera reina propietaria de Castilla, que está secuestrada y maltratada por su esposo Felipe, que quiere usurpar sus derechos.
—Pero ¿debernos hablar de su incapacidad?
—De momento, no. Hay que mover a lástima a nuestra buena gente, pero no por su indisposición, que espero sea pasajera, sino por el estado de miseria en que la tiene su indigno esposo, y hay que resaltar su heroica lucha para no ceder los derechos que son suyos y de los castellanos al borgoñón y a sus validos, que vienen a esquilmarnos y a conculcar nuestras leyes y costumbres.
—Señor —tomó la palabra Ayora—, ¿puedo preguntaros con qué apoyos contáis?
—Con la gracia de Dios nuestro señor, con la ayuda de quienes buscan la verdad y anhelan la paz y la justicia, con el sostén de mis fieles súbditos, con el de la voluntad de la reina Isabel 1 de Castilla que nos mira desde el cielo y, lo que es más importante: con el fervoroso deseo de doña Juana de que su amado padre se ocupe de la gobernación del reino.
—Son apoyos notables, ciertamente, mi señor, pero quizás fuera necesario contar adicionalmente con algunos regimientos. Os preguntaba, señor, por vuestros aliados con armas. ¿Contáis con los nobles, las órdenes militares, con los obispos mejor armados…?
—Debo reconocer que ciertos nobles manifiestamente innobles están con el borgoñón pero contamos con la fidelidad a carta cabal del duque de Alba.
—Alteza —terció Alonso—, ¿habéis recibido seguridades de Cisneros? No se os oculta que el arzobispo de Toledo dispone de notable influencia en las alturas así como de un poderoso ejército.
—No las he recibido de forma explícita, pero tengo pocas dudas al respecto, ha sido confesor de la reina hasta la muerte de mi querida esposa. Fue ella quien le promovió a la silla primada, saltando por encima de la opinión general, que no entendía que eligiéramos a un pobre fraile para ocupar la silla episcopal más rica de la cristiandad.
—Perdonad señor por mi insistencia pues ya sabéis lo que debo al arzobispo, pero también le conozco, y no creo que el agradecimiento sea suficiente para decidirle…
—¿Contribuiría en algo, mi querido Alonso, si le haces llegar mi promesa de que pronto será cardenal, el cardenal de España?
—Mi señor Cisneros es incorruptible, pero creo que esta noticia podría aclarar sus dudas. No obstante, con Cisneros no puede uno estar seguro. Al final apoyará a quien más posibilidades tenga, no por oportunismo, entiéndame su alteza, sino por su obsesión por el mantenimiento del orden a toda costa.
—Dile lo de la púrpura, un favor que el papa no puede negarme, y recuérdale que ese muchacho no está en condiciones de garantizar la paz ni el orden, que el pueblo está por el Rey Católico. ¿Alguna pregunta más, mis queridos inquisidores?
—Solo una, por mi parte y espero, señor, que no la toméis a mal —intervine.
—Adelante, Jaime, adelante, dispara sin miedo.
—¿Está su alteza absolutamente seguro de que la reina doña Juana se pondrá de vuestra parte y no de la de su esposo don Felipe?
—Completamente seguro.
Se hizo el silencio. Los siete plumas y plumillas de Castilla fuertemente impresionados desfilamos hacia la calle. Me despedí de mi amigo Lorenzo, el ilustre profesor de Salamanca y salí a la luminosa calle segoviana tomando del brazo a mi colega toledano.
—¿Alonso era tu gracia, no es así? Vamos a tomarnos unos vinos a la Hilaria, y allí nos coordinaremos gratamente como manda el rey más poderoso de la tierra.
—Vamos pues, querido colega, y charlemos de lo divino y lo humano con un buen vaso de vino en la mano, amigo Jaime, que creo que el de la Hilaria se deja beber.
Nos alejamos con paso rápido del palacio de Santa Cruz la Real, no sin que antes echara una última mirada al tímpano de la portada presidida por las figuras de Isabel y Fernando, troqueladas en piedra granítica, arrodillados ante Dios, pero majestuosos ante los hombres, como los delegados de Dios en la tierra, que expresaba, aún con más elocuencia que la charla que acabábamos de mantener con el Católico, el perspicaz sentido de la propaganda de Isabel y Fernando.
Era un hermoso día soleado de invierno que invitaba a un lento caminar, pero la excitación que el recibimiento del rey nos había producido, y quizás el apetito que ambos sentíamos, aceleraba nuestro paso como si nos persiguiera el inquisidor. Apenas intercambiamos un par de frases antes de llegar al mesón, donde fuimos recibidos calurosamente por la Hilaria, una mujer fornida y de risa contagiosa que me cuidaba con más mimo que a su marido. Le presenté a mi colega, con quien simpatizó en el acto. Alonso caía bien a todo el mundo por la espontaneidad de su risa que prodigaba sin tasa, por su gracioso desaliño y porque contagiaba su buen humor. Con treinta años entre pecho y espalda, y aunque algo desgarbado, mantenía la figura con la frescura de un doncel. Sus padres, labradores ricos de Torrelaguna, eran amigos de toda la vida de los Jiménez, procedentes de Cisneros, un pequeño pueblo situado a unas cinco leguas de Palencia, hidalgos de gran orgullo y magro patrimonio, pero que contaban con una riqueza que valía más que una mina de oro: su hijo Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo y primado de España.
—¿Os traigo un par de moritas? —ofreció la Hilaria en cuanto empezamos a empinar el codo.
—Luego, quizás —sonrió Alonso—. Me da la impresión de que mi amigo Jaime y yo tenemos hoy más ganas de charlar que de fornicar.
—Cada cosa en su momento, desde luego. Me cuidaré de que no os falte de nada. ¿Qué os pongo para comer? Bueno, ya me ocupo yo. Mejor será que no carguéis vuestras mentes privilegiadas con estas minucias. Os pondré una buena mesa, que ya sabes, Jaime, que de aquí no se marcha nadie con hambre ni con sed ni indebidamente cubiertas sus necesidades viriles.
La Hilaria se alejó presurosa y servicial, y puso en marcha el operativo restaurador. Su hija Felisilla, una chiquilla de doce años recién cumplidos, colocó una jarra sobre la mesa o, mejor dicho, golpeó con ella la mesa en un mensaje inequívoco de orgullo de la casa fácil de descifrar: «Aquí tenéis una cosa buena que no encontraréis en cualquier parte». Nos acomodamos y propuse un brindis:
—Alcemos la copa para bautizar nuestro ingreso en el círculo de los siete caballeros del Rey Católico.
—Y para que no nos pase nada —completó Alonso de Torrelaguna.
—Y para que no nos pase nada —corroboré.
Al poco llegó la Hilaria con platos sencillos, pero cocinados con amor: el popular cocido en el que no regateó los trozos de carne y unas paletillas de cordero.
—¿Qué te ha parecido nuestra ceremonia, Jaime?
—Espléndida —admití—. No sé si eres consciente, querido Alonso, del privilegio que se nos ha concedido… ¡Qué actuación la del gran zorro! En fin, colega, estamos metidos de hoz y coz en una cruzada sin moros ni tierras de infieles que conquistar, que ya las ha conquistado todas el Católico.
—Sin moros, pero esperemos que con indulgencias…
—Y maravedíes… —apostillé—. No sé si habrá indulgencia para nosotros si gana Felipe el Hermoso. El pérfido don Juan Manuel nos echará a los perros o nos mandará alancear, que el Hermoso es un flamenco muy aficionado a los toros. ¿Cuánto crees que sacaremos de esto, Alonso?
—Deberíamos ponernos de acuerdo antes de hablar con Conchillos —propuso Alonso—. El gran zorro es más avaro que Creso, pero se juega demasiado para regatear con nosotros, Mártir me ha asegurado que no se discutirán los gajes.
—Debemos dejar las cosas claras con don Lope: una buena bolsa para empezar y un empleo fijo.
—Sobre todo el fijo, Jaime. Me he enterado de lo que gana Ayora: ochenta mil maravedíes al año; cincuenta mil para él y treinta mil para dos escribanos, y encima se queja. Los riesgos son ahora considerables.
—El Católico cuenta con Alba, que es incondicional, y con el almirante de Castilla, que no lo es tanto. También le apoyan Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, pero de ese no me fío un pelo, así como Gutierre López, comendador mayor de Calatrava, Antonio de Fonseca y Hernando de Vega. ¿Por quién crees que se decidirá tu paisano el primado, que tiene miles de lanzas? —pregunté.
—Además de su autoridad espiritual, no es fácil saberlo, pero espero que fray Francisco se incline por Fernando —me confió.
—No sé si será suficiente para luchar contra los nobles, que en su mayoría están con Felipe, aunque algunos contemporizan.
—En efecto, tenemos, querido Jaime, formidables enemigos, que el rey ha pasado por alto: en primer lugar a Manrique, duque de Nájera, seguido de Diego Pacheco, marqués de Villena, agraviado por algunos señoríos, que según afirma, le quitaron los reyes. Le guardan inquina Estúñiga, duque de Béjar, que apoyó a la Beltraneja contra Isabel en la guerra civil, cuya derrota aún no han tragado. Son unos pájaros, Jaime. A Pimentel, el conde de Benavente, y ese personaje pintoresco que pretende ser el nuevo Cid, el marqués del Cenete, hijo del cardenal Mendoza, un fantoche del que te puedo contar anécdotas sabrosas y nada más y nada menos que a los Medina Sidonia.
—Te olvidas del más importante, colega, de don Juan Manuel —señalé—, tan zorro como el Católico, el valido del Hermoso.
—No se me olvida, como tampoco que Luis XII, el astuto rey francés, podría aprovechar la oportunidad para entrar en Castilla. Al fin y al cabo el Hermoso es su vasallo como duque de Borgoña.
—Si contamos las lanzas y cañones, el patrón está perdido —observé—, pero el Católico tiene armas no menos temibles: experiencia, conocimiento de sus súbditos, mano izquierda, maestría en las promesas y dureza en el castigo, menguados escrúpulos y, sobre todo, el enorme respeto de su hija Juana, la legítima heredera.
—¿Qué sabes del archiduque, Jaime? ¿También tendrá virtudes, además de la hermosura? —quiso saber Alonso.
—Solo le he visto una vez —admití, cuando vino a Castilla para ser proclamado Príncipe de Asturias, sobre lo que escribí un pliego. El físico es realmente atractivo, pero no tanto como dicen. Dispone de hermosos y tiernos ojos, pero la dentadura está un poco estragada; su andar no es muy elegante, porque no encaja bien la chueca de la rodilla y con frecuencia se le sale, pero el archiduque, que está acostumbrado, se arrima a una pared y él mismo la vuelve a meter en su lugar. ¿Qué te puedo decir más?, que su cara es roja, lo que le da aspecto de salud, pero también pudiera ser de apoplejía; las manos son bellas, largas y blancas, las uñas muy cuidadas.
—Vale, vale, Jaime, que no voy a pedirle su mano —me interrumpió mi colega—. Me refería a su carácter, a sus habilidades…
—Dicen que es diestro en todas las armas, así con la ballesta como con la escopeta; que cabalga bien; que disfruta con todos los juegos y pasatiempos, sobre todo con la pelota; que es gran montero y cazador de volatería; que tiene buen carácter y enseguida se le pasa el enojo. Pero, basta ya de política, y vayamos al encuentro de las moras de la Hilaria. Se las traen de Granada los Fajardo.
—¿Son limpias?
—De cuerpo y de alma, Alonso. La Hilaria siempre dispone de buen género. Todas sus chicas abrazaron la fe verdadera, y abrazan lo que haga falta. Han renunciado a Alá, pero no a las buenas costumbres nazaríes, y se bañan y se perfuman todos los días.
—La verdad es que hubiera disfrutado más sodomizando a la infiel.
—No te preocupes, que siguen siendo algo infieles. Su cristianismo es de conveniencia, como el de los judíos. Yo, la verdad, las prefiero monjas.
—¿Tú no eras un poco judío?
—Soy cristiano nuevo —admití—, hijo de judío converso, pero ¿eso qué tiene que ver? Anoche pasé una noche inolvidable con una monja extraordinaria.
—¿Lozana, de firmes tetas? —preguntó.
—Más fea que el demonio y de tetas un tanto menguadas, pero es una fea maravillosa que me ha abierto el cielo. ¿Tú estás casado, colega?
—Casado y bien casado.
—¿Y qué pasa, es que no te atiende debidamente tu esposa?
—Por el contrario, es una real hembra nada melindrosa, pero no hay toro para una sola vaca —confesó—. Cuando vuelva a verla estaré mucho más cariñoso, pero, compréndeme, no es de cristianos hacer ascos a lo que Dios nos ofrece. Bendigamos pues los alimentos que vamos a tomar, y mañana llevaré un buen regalo a mi buena esposa, que me espera amorosamente en Toledo. Ya tendrás ocasión de conocerla si me prometes que no aplicarás tus encantos a seducirla. Ya sabes lo que decía el Arcipreste de Talavera en El Corbacho, que en estas cosas no hay amigo seguro.
—Llamemos pues a la Hilaria, que con sus mozas no hay complicaciones ni más inconvenientes que el precio, pero no se pasará en la minuta, que es buena cristiana. Hoy comamos y bebamos y holguemos, que mañana ayunaremos… como decía don Carnal a doña Cuaresma.
—Jaime, he disfrutado mucho con tu compañía. No haré ascos a las putas, pero en realidad disfruto más hablando con los amigos.
—¿No serás maricón?
—No, tranquilo, no me ha dado por ahí y además ese comercio carnal se ha puesto difícil. Ahora son objeto de la Inquisición. Es increíble, como si no hubiera habido maricones desde que Dios creó el mundo y lo pobló con hombres, mujeres y de lo otro. La Biblia no es severa con ellos y los griegos antiguos, tan cultos, no se avergonzaban en absoluto de ello. Platón compuso un hermoso canto del amor entre hombres, una afición que Sócrates también practicaba.
—Las mujeres son para un ratillo, pero qué ratillo… Bueno, vayamos con las moras de la Hilaria, que empezamos a desbarrar, de la minuta me ocupo yo.
—A cuenta del Rey Católico, vamos con ellas, judío.
De como busco a Alonso y me raptan.
Belmonte, 1523.
El lector amigo comprenderá que en mi narración del castillo de Belmonte omitiera esta última parte, la de mi charla con Alonso que no era relevante para la reconstrucción de la historia. Mi parlamento se limitó a la audiencia con el rey don Fernando, que pareció interesar a todos los contertulios, y que provocó en don Juan Manuel asentimientos de cabeza y alguna sonrisa de reconocimiento del arte del adversario.
—Muy bien, Jaime, has hecho relato muy vivo y has descrito fielmente a don Fernando. Mañana debería intervenir Alonso, si es que logramos dar con él.
—De eso quería hablarte. Me gustaría hacer algunas averiguaciones en el pueblo —solicité.
—Me parece bien. Daré instrucciones de que te proporcionen un caballo. Estoy ansioso por saber qué le ha podido pasar a nuestro amigo.
—No es del todo inusual. A mi amigo le da de vez en cuando el pronto y desaparece, pero voy a asegurarme de que no le ha pasado nada.
—Ve en buena hora, Jaime, antes de que caiga la noche.
Y eso hice. Monté un rocín de buena estampa y de apariencia tranquila y me dirigí al pueblo, donde me informaron de que Mendoza y un acompañante que respondía a las señas de mi colega se habían dirigido en el coche del primero por el camino que va hacia Torremormojón. Supuse que mi amigo habría acompañado a Íñigo López de Mendoza al castillo de los Benavente para algún menester que empezaba a adivinar, así que partí veloz para comprobarlo. Apenas había recorrido una legua cuando en un recodo del camino me salieron al paso cinco espadachines.
—No tan deprisa, cronista.
—Parece que sabéis quien soy. ¿Puedo saber cuál es vuestra gracia y qué pretendéis?
—A su debido tiempo. Ahora, si apreciáis vuestra vida, haréis bien en acompañarnos sin preguntas, que sois vos quien tendréis que contestar las que le haga quien las tiene que hacer.