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Tarde de toros con la flor de la nobleza

Cuarto día en Belmonte.

Donde Alonso se escabulle con el duquesito del Infantado.

Mayo de 1523.

Alonso y yo teníamos más ganas de comentar lo que habíamos escuchado que de dormir la siesta, así que nos sentamos en el claustro ajardinado a la sombra de una tupida parra. Enseguida acudió un criado que nos ofreció unos refrescos que rechazamos amablemente, solicitando en su lugar unas copas de jerez. Al poco apareció con una botella y unos vasos que dejó sobre la mesa, deseándonos que nos aprovechara.

—¿Qué te ha parecido la disertación del gran hombre, Jaime?

—Sincera, verosímil y valiente. Me ha sorprendido que reconociera sus manejos y ambiciones, y más aún que no ocultara ciertas taras de su patrón.

—Ahora bien puede permitírselo. En cambio ha tergiversado el trato que dio a doña Juana.

—Fue muy cruel, pero nos ha asegurado que lamentaba tener —la encerrada y que lo hacía por su bien, Alonso.

—Menudo cabrón. Lo único que no ha perdido es la soberbia, no ha dejado de darse importancia.

—Es que la tuvo, Alonso. Llegó a manejar a Felipe como le vino en gana, y fue dueño de vidas y haciendas.

—Y consiguió todo lo que se propuso. Fue el primer español que obtuvo el Gran Collar de la Orden del Toisón de Oro, y consiguió algo más productivo que tan alto honor: el cargo de contador mayor de Castilla, lo que le permitió amasar una fortuna; fue, simultáneamente alcaide de Burgos, Segovia, Plasencia, Jaén y Atienza y de otros alcázares.

—Me consuela que tuviera que huir a punta de caballo cuando, muerto el Hermoso, recuperó el poder Fernando —admití.

—Pero con el emperador volvió a caer en gracia —replicó mi colega—. Es miembro del Consejo de Estado, y acaba de dejar una de las embajadas más importantes, la de Roma. Es un ser sin escrúpulos, un intrigante, un maleante.

—Para Alonso, para ya —interrumpí, riendo, pero compartiendo su juicio.

—¿No te imaginas su risa de conejo cuando, según nos ha explicado, le informa al Hermoso de la muerte de la reina Isabel? Iniciaría su parlamento con una sonrisa fugaz que se transformaría en un gesto de fingida gravedad, una mueca impostada de tristeza por la noticia que ansiaba soltar traicionada por el taimado brillo de sus ojos y sus labios fruncidos para no prorrumpir en risa extemporánea.

—Así debió de ser. Con nosotros modula la sonrisa, pero cuando acaparaba el poder parecía la de la hiena, inquietante para los amigos y aterradora para el adversario. En Bruselas vi cómo temblaba un sirviente, blanco como la pared, a quien el valido interrogaba sobre el tiempo que había permanecido en la cámara de doña Juana su confesor; el pobre diablo tartamudeaba tratando de dar una información exacta que el valido recibía con una mueca sarcástica y fría que disuadía al interlocutor de toda simulación.

Me interrumpí con el corazón acelerado y me levanté de un salto unos segundos antes de que pudiera ver con mis propios ojos que Cata se acercaba hacia nosotros. Vestía un traje dorado con adornos en rojo y lucía escote moderado en pico y una cantidad inmoderada de oro. El pelo seguía gozando de esplendorosa libertad sin tocado alguno. Se había maquillado ligeramente resaltando el rojo de sus labios. Llegó precedida por su perfume…, no sé qué perfume sería el suyo, pero era invencible, arrebatador, la envidia de los ángeles…

—Veo que os cuidáis como cardenales —constató sonriente.

—Gracias a la generosidad de vuestro señor padre —condescendió mi amigo en plan cínico.

—Bendita sea tu aparición. Temía que te hubiera raptado tu padre —bromeé.

—No exageres, Jaime, que nos vimos anoche en el inolvidable recital. No diréis que mi padre no cuida a sus invitados.

—Nunca lo diríamos. Precisamente, estábamos compitiendo, Alonso y yo, sobre quién hacía el mejor panegírico de tu padre.

—No mientas, que te vas a condenar. Al menos reconoceréis que el jerez es de primera.

—De primera especial. Al parecer, Cata, vamos a disfrutar de muy selecta compañía.

—Mi padre ha invitado a los toros y a pasar la noche a viejos amigos que están pasando unos días en el castillo de Torremormojón, aquí al lado. Vendrán los del Infantado, los Mendoza de Guadalajara, los Villena, los de Benavente y los de Nájera y Treviño, todos ellos grandes de España.

—¡Vaya cuadrilla! —exclamó Alonso.

—Los grandes conspiradores contra don Fernando —remaché yo.

—¿Quién se acuerda de ello, Jaime? —replicó Cata.

—¡Oh, tiempo, un ungüento divino! —filosofé—. Pero vinimos aquí para recordar. Querida Cata, con todo el respeto y admiración a tu señor padre, que pastoreó y toreó a todos ellos con inigualable maestría, y quitando a los Mendoza, los otros tres merecen el perdón pero no el olvido.

Los Mendoza estuvieron inicialmente divididos entre don Fernando y don Felipe, aunque finalmente casi todos se hicieron felipistas; Diego Hurtado de Mendoza y Luna, tercer duque del Infantado, a quien llaman el Grande, primero apoyó a Fernando y luego al Hermoso, hasta la muerte de este. Su lealtad llegaba hasta donde chocaba con sus propios intereses, mientras que su tío, el segundo conde de Tendilla, el Gran Tendilla, mantuvo eterna fidelidad al Rey Católico, y solía decir de su sobrino que tenía «poco seso».

Y en cuanto a los otros convidados, el marqués de Villena, el duque de Nájera y el conde de Benavente estuvieron a punto de llevarnos a la guerra por acrecentar sus fortunas, ya inconmensurables, y por abrillantar títulos y mantener privilegios de los tiempos oscuros que hoy, afortunadamente, son insostenibles. Los tres estamparon su firma para que Juana fuera declarada loca.

—Ya sabéis lo que el pueblo cantaba —recordó Alonso—: «El duque, el conde y el marqués/ traicioneros son los tres».

—Ahora —añadí yo— el pueblo canta estos versos:

Vienen los lobos hinchados

y las bocas relamiendo

los lomos traen ardiendo

los ojos encarnizados

los pechos tienen sumidos

los ijares regordidos

que no se pueden mover

mas cuando oyen balidos

ligeros saben correr.

—No hace falta que os diga quiénes son los lobos y quiénes somos las ovejas.

—Parece que salváis de la quema a los Mendoza —observó Cata.

—El duque del Infantado también firmó la locura de doña Juana, pero dispone de un buen servicio de propaganda, y el pueblo canta: «Los duques del Infantado/ de la corte son dechado».

—Por cierto, acaban de decirnos que ha muerto el marqués del Cenete y Ayora, el primogénito del cardenal Mendoza —informó Cata—, un personaje de epopeya a quien mi padre quería invitar, ignorante de su defunción, que tuvo lugar recientemente cuando estaba mi padre de embajador en Roma. Cenete merece una canción de gesta como su antepasado el Cid Campeador.

—No lo dudo, aunque quizás fuera más adecuada una tragicomedia disparatada, de las que provocan admiración pero también algo de risa. —Alonso estaba en vena satírica.

—Un buen tema para vuestros pliegos sueltos —sugirió Cata.

Y bien cierto que era, con similares méritos a los acreditados por Acuña, el obispo comunero. El del Cenete no era obispo sino el primero de «los bellos pecados del cardenal», según gracioso mote empleado por Isabel la Católica, que se permitía con don Pedro González de Mendoza una excepción a su rigor en cuestiones de moral. Había sido parido por doña Menda de Lemos, dama venida en el séquito que la futura reina Juana trajo de Portugal para casarse con Enrique IV. Rodrigo, valiente, intrépido, violento y a la vez extremadamente cortés y amable, culto y refinado, como buen hijo de quien era —llegó a juntar más de seiscientos libros en su biblioteca, había decidido que descendía por vía directa del Cid Campeador y tomó en consecuencia el heroico nombre de Rodrigo Díaz de Vivar. Su ilustre padre, que reconocía que su descendencia del Campeador era colateral, animó halagado el empeño del vástago, y le compró un condado en Jadraque, al que denominó condado del Cid. Rodrigo se comportaría heroicamente en la toma de Baza, pieza clave para la conquista de Granada, y los Reyes Católicos le dieron el título de conde del Cid, que ya utilizaba por su cuenta, y marqués del Cenete.

Se casó Rodrigo con Leonor de la Cerda, primogénita del duque de Medinaceli, a quien engañaba sin disimulo. Muerta esta cinco años después de la boda, se instaló Cenete en Italia durante un año, donde el papa Alejandro VI intentó casarle con su hija Lucrecia Borgia, pero Rodrigo se había enamorado locamente en España de María de Fonseca, de quince años de edad, a quien raptó del convento y con quien casó sin los obligados permisos de los padres, los muy poderosos Fonseca, ni el de los reyes. La reina Isabel ordenó que le prendieran, y buscó un marido para María, que se resistió a pesar de las palizas que le propinaron; entonces, el marqués del Cenete se atrevió a acusar a Isabel de inductora de bigamia. Por fin, en 1506, consiguió casarse con María con todas las de la ley, y la llevó a Granada donde edificó el hermoso castillo de la Calahorra.

Ya eran cerca de las cinco, así que Cata, Alonso y yo nos dirigimos a la plaza del pueblo. No tuve que indicarle nada a mi amigo para que adelantara el paso y me permitiera charlar con mi adorado tormento.

—Yo conocí a Rodrigo Díaz de Vivar porque hizo de sus amores causa bélica —expliqué mientras caminábamos a paso lento. Fonseca, el padre de su amada, a quien había desheredado, era un vasallo fiel de don Fernando, así que cuando Rodrigo recuperó la libertad se pasó al bando de Felipe el Hermoso.

—A mí me interesa más como historia de amor. Rodrigo murió de tristeza cuando falleció María, con quien yace para toda la eternidad en una hermosa sepultura en el convento de Santo Domingo de Valencia —y Cata añadió con toda intención—, y lo que más me admira es que por el amor de su María fue capaz de desafiar a todo el reino, de raptar a su enamorada y de volverse contra la mismísima Isabel la Católica.

—A mí lo que me interesa ahora, querida Cata, es que me digas si sabes algo sobre el registro de mi baúl.

—Se lo he preguntado directamente a mi padre y, aunque no me ha contestado directamente, me ha asegurado que no tienes nada que temer.

—No sabes lo que me tranquilizas… Así que no debo temer nada. Si lo dice don Juan Manuel.

Llegamos a la plaza de Belmonte donde se habían instalado unas cercas de madera que evitarían la huida despavorida de los astados y servían de asiento a la afición. Don Juan Manuel había adornado con esmero las tribunas en las que instaló a sus invitados, que exhibían blasones y espadas, perdiendo Alonso y yo la oportunidad de adornarnos con largas plumas de ave como correspondía a nuestro ingrato oficio. Yo me preguntaba qué intención había movido a don Juan Manuel a reunir a los nobles que dos décadas antes había reclutado a favor del Hermoso. Yo los conocía a todos, aunque a respetuosa distancia, pero me saludaron amablemente derrochando sencillez cuando Alonso y yo fuimos presentados por el señor de Belmonte.

—Estoy seguro de que disfrutaremos de una gran corrida pues tenemos buen tiempo y unos toros de la mejor casta, la de la brava ganadería de nuestro buen amigo el duque del Infantado. A mí no me ha llevado Dios por estas artes, aunque he tenido que torear animales muy bravos y de cuernos bien retorcidos —afirmó nuestro anfitrión.

—Ya sabernos los toros que toreaste en tiempos de tanta zozobra —aseguró el duque del Infantado—. Yo prefiero alancear el toro en plaza, como en los buenos tiempos, pero ahora, viejo y gotoso, me tengo que conformar con el cuidado de mi ganadería de Benavente, que supera ya las mil cabezas. Ahora que hablarnos de los tiempos de zozobra, recuerdo las corridas que organicé para don Felipe cuando vino a España para ser proclamado Príncipe de Asturias.

—En todas ellas tuve el honor de acompañarle, y la mayoría las organicé yo —reivindicó el señor de Belmonte—. Recuerdo la impresión que provocó la que montamos, poco antes de partir para Castilla, en Flandes, un lugar poco taurino pero donde estaba de moda todo lo español. Las más memorables corridas fueron las de 1502 en Burgos, durante la primera visita del archiduque a España. Después de un incidente desagradable, pues se nos confundió con un ejército invasor y cerraron la puerta de la ciudad, nos desagraviaron sobradamente y los Príncipes de Asturias desfilaron bajo un palio de oro llevado por dieciocho caballeros vestidos de rojo, mientras el escudero mayor de don Felipe elevaba la espada que simbolizaba sus derechos. En Burgos, ciudad que pretendía ser la cabeza del reino, el condestable Fernández de Velasco obsequió a los príncipes con cinco corridas de toros con el beneplácito de don Fernando ¡Qué poco duraría la concordia entre el suegro y el yerno!

—Pero, al menos, el condestable fue recompensado por los gastos y consiguió la ruano de doña Juana de Aragón, hija bastarda del Rey Católico —apuntó el de Villena.

—La verdad es que todos competisteis en agasajar a don Felipe: el condestable Velasco, el almirante Enríquez, Béjar, Medina Sidonia y todos vosotros Nájera, Villena y Benavente. Todos menos el duque de Alba, que es de una sola idea fija, la lealtad perruna a don Fernando, y que nunca vio con buenos ojos al Hermoso.

—Era fácil de complacer don Felipe —terció don Diego—, a quien le entusiasmaban las corridas de toros y la representación de batallas entre moros y cristianos, a las que ahora solo podía acudir como espectador. Arrojaba el príncipe dulces a la multitud que le aplaudía a rabiar gritando ¡Castilla por Juana y Felipe!

—Yo recuerdo la bravura de tus reses que fueron alanceadas a los pocos meses de la muerte del desgraciado rey, y en su honor, en Benavente —rememoró el marqués de Villena.

—En efecto, en aquella corrida matamos cincuenta hermosos ejemplares de mi ganadería. También fueron memorables las que se celebraron en las fiestas de Medina de Rioseco con toros míos y de Juan Díez de Castro.

—Hay quien dice que esta ganadería es más selecta que la vuestra —intervino insidioso el conde de Benavente—, y quizás más grande, que tiene ochocientas cincuenta cabezas distribuidas en sus dehesas en León, Valladolid y Zamora.

—Quien lo diga y sostenga tendrá que vérselas conmigo en singular torneo. —El del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza, bromeaba pero hasta cierto punto.

A un gesto de don Juan Manuel los músicos lanzaron al aire alegres notas marciales y se inició el paseíllo entre la emoción y el alborozo de los belmontinos, que habían tomado posiciones en la plaza y en los balcones. Los caballeros echaron a suertes el orden de su intervención, que sería el del desfile. A cada caballero seguían sus escuderos y lacayos ricamente ataviados, así como los auxiliares, que se situarían cerca de sus señores para intervenir con sus espadas en caso necesario. Concluido el paseíllo la gente prorrumpió en aplausos al tiempo que el trompetista subrayaba la entrada en la plaza del primer alanceador, don Íñigo López de Mendoza y Pimentel, conde de Saldaña, maduro joven de unos treinta años que sucedería a su padre, que ya había superado la sesentena, como cuarto duque del Infantado.

Don Íñigo irrumpió en la plaza enarbolando una lanza sobre un caballo árabe que sujetaba con firmeza, pues el equino, aun con los ojos vendados, no parecía querer pendencias con el hermano toro, cuyos bramidos oía y cuyo olor le paralizaba. El conde de Saldaña hizo señas a sus escuderos, que le seguían con las espadas desenvainadas, para que se mantuvieran a prudente distancia pues pretendía matar al toro con su destreza y a ser posible de una cuchillada. Montaba a la jineta, de acuerdo con la nueva moda, que había dejado como una antigualla la monta a brida, el jinete erguido sobre estribos largos. El del Infantado se apoyaba en estribos cortos, las piernas dobladas, casi sentado sobre la montura, lo que permitía más libertad de movimiento al caballo y al caballero.

El joven Mendoza logró acercar el corcel al cornudo, que había ido retrocediendo hasta pegar el rabo contra las tablas; el caballero hizo retroceder unos pasos al equino desplazándose ligeramente, de forma que dejara un espacio al toro que avanzó, como el jinete quería, hacia el centro del coso. Se veía que el noble buscaba que el astado se familiarizara con una situación que tanto contrastaba con la paz de la dehesa, pero supuse que también quería demorar la faena concediendo al pueblo un poco más de espectáculo.

Don Íñigo entabló con su adversario un juego de acercamiento y retranqueo como de baile cortesano que dejó al público sorprendido, pues esperaba el oficio habitual, que levantara el toro con la vara y lo echara de espaldas, procediendo a una cuchillada letal. Solo cuando el público dio muestras de impaciencia y se oyeron algunos «¡Mátalo!», el joven Mendoza se decidió a concluir la faena; colocó al jamelgo cara a cara con el bovino, que se arrancó contra la mítica figura formada por caballo y caballero. El conde de Saldaña movió calmadamente la rienda con la mano izquierda, provocando un ligero movimiento del caballo en la misma dirección, y con la mano derecha clavó la vara en el morrillo del astado que cayó fulminado en el acto. El clamor del pueblo expresaba un entusiasmo indescriptible mientras el conde saludaba a doña Catalina y a don Juan Manuel con un gesto de homenaje, y daba la vuelta a la plaza cosechando los aplausos de la afición belmontina.

—¿Conoces la historia de este valiente, Cata? —pregunté.

—Sé que fue comunero.

—Y de los más valerosos. La guerra de las comunidades situó a padre e hijo uno en cada bando, pero hay que reconocer que el padre se portó bien y desterró al hijo a Alcocer para evitar males mayores. La verdad es que don Diego estuvo dudando como hiciera en el pleito de Fernando y Felipe. Esperó hasta ver por qué bando se inclinaba la balanza y, al percibir que la causa comunera no tenía futuro, acudió presuroso en socorro del emperador. Algo tuvo que ver también su enemistad con el obispo comunero Acuña. Sin embargo, fue demente con los comuneros de Guadalajara, y logró que el emperador perdonara a su hijo, quien hace dos años regresó a Guadalajara.

—Íñigo es un gran tipo, os lo digo yo —se metió Alonso en la conversación—. Mientras su padre recibía de Carlos V el Toisón de Oro, Íñigo luchaba por la libertad. Es un humanista, adicto a Erasmo de Rotterdam con simpatías luteranas.

—Ya está en la plaza… —empezó Cata.

—El hijo del marqués Villano —la interrumpí yo, anticipando intencionadamente la información.

—De Villena, Jaime —rectificó Cata riendo.

—¡Qué familia, Dios mío! El primer marqués fue don Juan Pacheco que traicionó a todo el mundo y a algunos varias veces.

Y, en efecto, querido lector, qué familia. Al primero que traicionó fue al condestable Álvaro de Luna, valido de Juan II que le había hecho su ayo. Cuando, muerto el rey Juan, le sucede su hijo Enrique, el marqués le recomienda que corte la cabeza al condestable, cae la cabeza de su protector. El marqués puso su poderío al servicio de Enrique IV contra los nobles, y al servicio de estos contra aquel cuando sus intereses lo aconsejaron.

—Con el rey Enrique llegó a una intimidad antinatura —continué—, lo que, como sabéis, no impidió que traicionara a su señor, apoyando al hermanastro de este, don Alfonso, a quien también traicionó y finalmente envenenó. Lo que buscaba el marqués era poner la corona de Castilla en la cabeza de su hermano Pedro Girón, maestre de Calatrava, casándole con la infanta Isabel, nuestra llorada reina.

—En río revuelto…, pero ¿no exageras un poco, Jaime? Al menos permíteme dudar de la relación antinatura del marqués con el rey, pues aquel ha tenido por lo menos catorce hijos entre legítimos y bastardos.

—¿Y eso, Cata, demuestra algo?

—Al menos que lo natural también le va, y lo del veneno, no sé, Jaime…

—Por los testimonios que he ido recogiendo aquí y allá no me cabe duda de que el marqués asesinó al infante don Alfonso en Cardeñosa, a quien proporcionó una trucha envenenada. Hoy ningún cronista independiente lo discute, Cata.

—En las crónicas se dice que murió de peste.

—En ciertas crónicas oficiales, pero los cronistas cortesanos no pueden cambiar el parte médico que dictamina: «Ninguna señal de pestilencia en él apareció». El marqués se quitó de en medio por tan expeditivo procedimiento a quien estaba llamado a suceder a Enrique IV, dejando el campo libre a su hermano, Pedro Girón, maestre de Calatrava para que casara con la infanta Isabel. Esa es la historia, querida Cata.

—Pero irrumpen, Jaime —Cata se sabía bien aquella historia—, otras ambiciones. Entra en escena una mujer intrépida, Beatriz de Bobadilla, íntima amiga de Isabel, que, me malicio, algo tuvo que ver en que el pretendiente de su amiga la futura reina, Pedro Girón, muriera en extrañas circunstancias cuando avanzaba con un ejército de tres mil hombres para pedir manu militari la mano de la infanta. La Bobadilla fue la celestina de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, una boda concertada contra la voluntad de su hermanastro.

—La voluntad de Enrique, el Impotente, valía entonces poco. Años después —apunté—, moría Enrique en extrañas circunstancias, aunque en esta ocasión no tuvo la culpa Villena sino, al parecer, la hermanastra del rey, la futura Isabel la Católica en colaboración con Beatriz de Bobadilla.

—Realmente el veneno corría rápido por Castilla —comentó Alonso, utilizando una vez más una de sus muletillas preferidas.

Te recuerdo, amigo lector, que el segundo marqués de Villena, que nos distinguía con su presencia en Belmonte, estuvo al principio, como su padre al final de su vida, en el bando de la Beltraneja, pero cuando los Reyes Católicos se consolidaron les sirvió fiel y heroicamente en las guerras de Granada. Al morir la reina Isabel, se ofreció a don Juan Manuel para hacerse cargo del gobierno hasta el tiempo que él pudiera venir a ocuparlo. Menudo pájaro.

El heredero del ducado y señorío de Villena había saltado al ruedo consiguiendo que su caballo exhibiera un elegante paso de baile. El Mendoza se lo había puesto difícil, y el público esperaba algún alarde del noble. El toro que le había tocado en suerte era un ejemplar navarro de bella estampa que demostró su bravura desde el primer momento; escarbó la tierra, se concentró como un tigre y se lanzó contra el caballo al que tiró en tierra; el joven Pacheco dio un formidable salto cayendo de pie a unos pasos del animal, pero también saltó de sus manos la vara. Inmediatamente, su escudero clavó su espada sobre el cornúpeta, pero este, ciego de rabia, se revolvió contra él y el ayudante salió de estampida.

En ese momento, una decena de muchachos del pueblo se acercaron al toro provistos de capas y cuchillos. Don Diego gritaba pidiendo que le dejaran terminar la faena, pero los mozos no escuchaban más que los mugidos del toro, que finalmente cayó muerto. Fue una ejecución popular como la que arrebató la vida al comendador de Fuenteovejuna. El de Escalona siguió protestando hasta que don Juan Manuel le aseguró que tendría otra oportunidad: «No te preocupes, Diego, que yo sé bien lo que es vergüenza torera».

Se oyó el clarín de la trompeta y el redoble de tambores y otro toro saltó a la plaza. Era algo más pequeño que el navarro pero no menos bravo. Don Diego, que había cambiado de caballo, se esforzaba por recobrar la calma, dispuesto a seguir todas las reglas del arte y a no dejar al toro la iniciativa; toro y caballero se medían con la mirada, pero no daban un solo paso. Al cabo de unos minutos que se hicieron eternos, el caballero hizo avanzar un paso a su jumento, que fue la señal para que el toro se lanzara. Don Diego esperó a que su enemigo se acercara y un instante antes del choque hizo desplazarse al caballo dejando al toro desconcertado. El bravo animal se concentró de nuevo pero esta vez el caballero no le dejó espacio para arrancarse. Situó al caballo en paralelo al astado y apoyando todo su peso en el estribo derecho clavó el cuchillo en la res hasta el puño, matándola en el acto. El público aplaudió entusiasmado. El caballero agradeció el homenaje con gentileza, mientras en la tribuna de honor don Diego padre respiraba aliviado y recibía los parabienes de sus amigos.

—El marqués no hubiera podido soportar el ridículo. Llegado el caso se habría lanzado él mismo a la plaza a pesar de su edad —señalé.

Le tocaba el turno al primogénito de Nájera, Antonio Manrique de Lara, que irrumpió en la plaza con orgullo y desdén, con lanza en ristre, gritando: «¡Un toro no me basta!».

—Este de Nájera siempre tiene que destacarse. Es el único que se ha presentado con lanza. Seguro que intenta acuchillar sin piedad a toda la ganadería como hiciera con los comuneros de Nájera, comuneros y no comuneros, pues pasó a cuchillo a cientos de jóvenes najerenses. Para eterno escarmiento, el emperador premió su carnicería y se hospedó en su casa en 1520 y lo mismo ha hecho hace unos meses. —Alonso no podía callarse.

—Toda Nájera se levantó en 1520 contra Carlos V y los comuneros, no se comportaron como monjas clarisas precisamente —templó Cata—. Los rebeldes tomaron el castillo de Malpica y el alcázar y desde allí bombardearon cruelmente la ciudad.

—Nada justifica la salvajada de la venganza subsiguiente. Gracias a que el condestable frenó la orgía de sangre de los Manrique de Lara, si no, no hubiera quedado un najerense vivo —afirmó Alonso.

Se hizo el silencio entre los belmontinos, impresionados por la arrogancia del joven y perplejos por su audacia al saltarse las normas. El toro también parecía sorprendido, y se pegó a la cerca de madera. Manrique de Lara increpó al toro y al ganadero, pero se mantuvo en su sitio reteniendo con firmeza las riendas de su montura. El de Nájera esperó inmóvil hasta que el astado se lanzó contra caballero y caballo, aquel bajó entonces la lanza hasta la altura del morrillo del toro, con la evidente intención de acabar con él de una certera cuchillada, pero en el último momento el caballo se espantó y echó por tierra al jinete, arrastrándole por el polvo, enganchado el pie en el estribo. Un escudero logró hacerse con el control del equino mientras dos auxiliares se acercaban, espada en mano, al toro y empezaron a aparecer mozos con capas y puñales.

—¡A quien se acerque al toro le mato! —gritó el duquesito.

De pie, limpio de polvo y aparentemente recompuesto, Antonio Manrique de Lara, con la lanza en ristre, se fue acercando lentamente a la res que retrocedía al mismo ritmo. Cuando esta notó la cerca en el rabo se lanzó como un león contra el adversario, pero este dio un salto hacia la izquierda y le clavó hasta el puño la lanza. El animal boqueó unos segundos, intentó levantarse y cayó definitivamente. El público aplaudió el inesperado espectáculo y Antonio, desdeñoso, se acercó al anfitrión, le hizo una leve inclinación de cabeza y repitió:

—Un toro no me basta, Manuel.

—Los tengo contados, Antonio. Todos hemos sido testigos de tu valentía, pero con una muestra basta, has alanceado al estilo antiguo, pero quizás hayas inventado el toreo a pie para caballeros. La posteridad recordará tu nombre.

El joven intentó porfiar, pero su padre le reconvenía con la mirada, y el de Lara subió obediente aunque malhumorado a la tribuna.

—¡Que carácter! —exclamé.

—Así son los Nájera —explicó Alonso, que aquella tarde estaba excitadísimo—. Primero la espada y después la razón.

Te recuerdo, paciente lector, que Nájera era una ciudad de realengo, y no hace falta que te diga con qué pasión luchan las ciudades y los pueblos para no caer en manos de un noble. Benavente lo intentó en Valladolid, y tuvo que verse con la firmeza de los vallisoletanos. Pedro Manrique tuvo más fortuna, y se apoderó de Nájera, convirtiéndola sin razón en señorío nobiliario, sin razón pero con sobrada fuerza, amedrentando a los najerenses con la tortura y la horca.

—Sus posesiones son enormes: casi toda La Rioja y muchos señoríos en Palencia, Burgos y Navarra, y se les calcula una renta anual de cuarenta mil ducados, la misma que se atribuye a los Villena. No está mal, pero es algo menos que lo que perciben los del Infantado, que alcanza los cincuenta mil ducados, la mitad de lo que sacan los Benavente y cuatro veces menos que las rentas del arzobispo de Toledo, que no bajan de los doscientos mil ducados al año —explicó Cata, siempre tan precisa.

—Te veo enteradísima —me sorprendí.

—De algo ha de servirme ser hija de quien fue contador mayor de Castilla por la gracia de Felipe 1 el Hermoso, que Dios tenga en la gloria.

—Ya solo nos queda admirar al joven y gallardo Benavente, Antonio Alonso Pimentel de Velasco —anuncié.

—Otra familia de cuidado. —Alonso no estaba dispuesto a salvar a nadie—. Su padre, Alfonso Pimentel, se pasó al Hermoso por resentimientos mezquinos y un plato de lentejas.

—Casi todos los nobles se hicieron felipistas por obtener ganancias o vengar afrentas —recordé yo, aunque era obvio—. Al almirante le dio las propiedades que confiscaron a un rico hereje de Valladolid y la confirmación de su cargo; al duque de Medina Sidonia, a quien Felipe debía dinero, le hizo capitán general de Andalucía.

—¿Me queréis convencer de que en el felipismo de los nobles solo había zafias razones de dinero? —Cata nos hablaba con cierta conmiseración, con la superioridad del maestro respecto al alumno—. No seáis tan simples.

—Ese fue el motivo fundamental, Cata, y el más serio, pues el dinero es algo muy importante, al que tengo un infinito respeto y al que nunca denostaré —contesté enfadado ante tamaña suficiencia—. También había razones más frívolas como el papanatismo de los nobles acerca de la novedad que venía de fuera, una inclinación a la moda de la muy civilizada Borgoña.

—Sí, yo escuché a Benavente, al padre del torero, que «por el septentrión amanece España al sol» —corroboró Alonso—. Hay que reconocer que los rituales borgoñones, la etiqueta de la corte del archiduque, eran irresistibles. Pero lo de Alfonso Pimentel me parece más zafio: se pasó al felipismo para que le dieran el derecho de hacer una feria semanal en Villalón.

—Es algo más que un plato de lentejas, querido Alonso —me permití aclarar—. El Benavente se llevaba un diez por ciento de todo lo que se vendiera, al renunciar la corona a la alcabala. Los condeduques de Benavente sacan más dinero de los impuestos de sus señoríos, de las entrañas de los pecheros, que de lo que rentan sus tierras.

—Y no son pocos los pecheros ni sus tierras. —Cata, siempre con sus precisiones—. Diecisiete mil contribuyentes de Benavente, de Mayorga, de Almansa, de Sanabria, de Villalón, de Castromocho, de Portillo, de Valleluenga, de Viana, de Edroso, Riquera, Otero… Mirad, lo que yo no perdono a Benavente es su cobardía con doña Juana. Firmó en Mucientes su locura, murmurando por lo bajini que lo hizo obligado por Felipe y para no perder vida y hacienda. Dijo exactamente: «de mi voluntad no la firmara ni otorgara, sino porque estaba presente el dicho rey nuestro señor y me lo mandó, y por su acatamiento y reverencia y obediencia porque no me era seguro hacer lo contrario sin peligro para mi persona, mi vida y mi hacienda».

—Insisto, querida Cata, en que la vida y sobre todo la hacienda son cosas muy serias.

—Nunca sé si hablas en serio o en broma, o simplemente te ríes de mí, Jaime.

—Te lo digo muy en serio, Cata, que como dice Maquiavelo, un noble puede soportar la muerte de un hijo, pero no que le quiten el patrimonio, por lo que el florentino recomendaba a los reyes que procedieran con ambas acciones, que mataran al noble y expropiaran sus bienes.

El joven Benavente tendría algo más de veinte años, pero desprendía un aire de mucho mando. Miraba al toro cara a cara, como un general observaría a su adversario momentos antes de entrar en combate. Aunque es improbable que el toro lo viera de la misma forma, no en vano el toreo es una forma de entrenamiento militar de la nobleza al tiempo que un recordatorio de sus hazañas contra los moros. Por desgracia ya no hay moros a los que alancear en heroicos combates, ni heroicos combates, así que a falta de moros, toros.

El astado era negro, de gran envergadura y casta morucha, procedente del Raso del Portillo, en las proximidades del Duero. Me pareció un tanto basto pero sólido, con sus dos varas de alto y probablemente tres de longitud, bragado, difícil de lidiar, como el bovino demostró desde su irrupción en tromba, agresivo como un león, pero Antonio le tenía bien calado, y con un diestro movimiento de las riendas se quitó de en medio, y rápidamente se situó de nuevo en posición de combate. El toro frenó su carrera, mostrando la dureza de sus patas al comprobar mosqueado que no había nada a lo que embestir. Se volvió lentamente, y se quedó como alelado para, acto seguido, como si lo hubiera pensado bien, iniciar una marcha decidida hacia las tablas. Benavente fue acercándose paso a paso reteniendo con firmeza las riendas al caballo que, aunque ciego, sabía que aquella no era la dirección correcta. El jinete se paró a diez varas del bovino, al que afeó su conducta con improperios poco nobles, o decididamente innobles, que el astado no pudo dar por no recibidos, dándose la vuelta y lanzándose sobre el insensato centauro; don Antonio hizo de nuevo la misma maniobra, que no fue muy apreciada por el público, pues empezaba a parecerse a una huida; el toro, nuevamente chasqueado, comenzaba a perder interés por el juego, alejándose del provocador; a Antonio no le pareció muy estético perseguir al huidizo animal así que hizo una seña a sus escuderos, quienes, exhibiendo unas capas de vivos colores, se aproximaron al toro y se lo fueron acercando hasta que se lo pusieron en suerte y, entonces, el jinete tensó todos los músculos y clavó el puñal en el morrillo del animal, que, lanzando sangre a diestro y siniestro, expiró.

Concluido el toreo de los nobles, se inició el turno de los notables plebeyos, empezando por el alcaide de Belmonte y siguiendo por el personal al servicio de los ilustres invitados. Finalmente, llegaría el turno a los aficionados belmontinos, que torearían hasta el anochecer. La solemnidad fue relajándose y aunque siempre hubo nobles en la tribuna, como cortesía con el pueblo, no siempre estaban todos; aparecían y desaparecían de la plaza. Yo aproveché la oportunidad para sugerir a Cata un paseo, que ella aceptó condescendiente. Buscamos con la vista a mi colega, y nos quedamos de una pieza al observar que se alejaba de la plaza cogido del brazo por el heredero del duque del Infantado.

—¿Tú sabías de esa amistad? —me preguntó Cata.

—No tenía la menor idea.

—¿No te parece extraño?

—Mira, Cata, con Alonso me pasa como contigo, que siempre hay algo que se me escapa.

—Pues ya deberías haberme aprendido.

—Eso es imposible.

—¿Qué negocios puede llevar tu amigo con el muy encumbrado Mendoza?

—Quizás tenga que ver con los escritos de Alonso sobre los comuneros.

—Quizás. Jaime, ¿me permites hacerte una pregunta indiscreta?

—Adelante, Cata.

—¿Cómo fue que te enamoraste de sor Inés?

—No es la primera vez que me lo preguntas.

—Sí, pero quizás sea la primera vez que me contestas. ¿No es así, mi galante caballero?

—Ya te dije que lo mío eran las casadas, las monjas y las profesionales del amor; preferentemente monjas y prostitutas, prostitutas de las de verdad, las de las mancebías con sello de los Fajardo, Fajardo Putero le llaman, gente murciana a quien Isabel la Católica diera la concesión in aeternis de todas las casas de putas previo pago de alcabalas para la corona, naturalmente. Las prefiero a las que llaman «damas enamoradas» e incluso a las rameras por libre, las que ponen una rama en la puerta de su casa para que sepamos de su oficio. Con las enamoradas nunca puedes estar seguro de que no te metan en un lío y con las de la rama no lo estás de su higiene, aunque debo reconocer que las moras son muy limpias.

—Jaime, no te he pedido un tratado sobre la prostitución sino la historia de tu monja enamorada pocos meses antes de que tú y yo nos conociéramos en Flandes —se impacientó Cata.

—Las monjas son más baratas, más gratificantes y más agradecidas —continué mi explicación—. Yo me dejaba querer: ellas apreciaban mis buenas maneras, mi erudición, mi amplio conocimiento de las doctrinas y las herejías y, sobre todo, de las novedades de la corte de aquí y de la pontificia que me envía con periodicidad mi corresponsal en Roma.

—Supongo que esas pobrecillas apreciaban tu delicadeza en los prolegómenos del amor bien adobados con citas de Ovidio.

—No olvides mi discreción, tan rigurosa como el secreto de confesión —le recordé—. Yo trataba de asociar el placer con el trabajo, pues aquel convento es una fuente privilegiada de información, y entre las monjas bien informadas estaba, sin lugar a dudas, la muy perspicaz sor Inés, segunda autoridad del convento.

—Bueno, parece que por fin hemos llegado…

—Con Inés, ayudante de la abadesa de Santa Clara, adivinaba un peligro: me había aficionado a ella en particular, lo que podría llevarme de mi afición al género a caer en el caso, que es lo que había evitado cuidadosamente durante toda una vida de soltería militante.

—Oye Jaime, no sé si te has dado cuenta, pero me has llevado tontamente al pinarillo.

—Aquí se está bien, Cata.

—Siempre que dejes quietas tus pecadoras manos, que yo no soy de tus casadas infieles —me advirtió.

—No te pongas así Cata, que mis intenciones son inmejorables.

—De buenas intenciones está empedrado el infierno.

—El infierno es el trato que me das —rebatí.

—Déjate de retóricas y sigue con la historia de tu monja, y no omitas ningún detalle, que se hace tarde —me instó.

—Si quieres la historia larga lo mejor es que lo dejemos para mañana, que yo te prometo que satisfaré tus más maliciosas curiosidades.