4

La noticia llega a Flandes: «Ya somos Reyes»

Tercer día en el castillo de Belmonte.

Alonso me avisa del peligro que corro.

Mayo de 1523.

Me costó lo mío, pero finalmente caí en un profundo sueño, interrumpido oportunamente cuando alguien cubierto con una capucha se acercaba a mi cama enarbolando un enorme cuchillo. Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano, aliviado de que la aparición fuera producto de una pesadilla, y me sumí en un sopor vigilante hasta que cantaron los gallos, entonces salté de la cama y me tiré materialmente sobre mi equipaje, pero todo estaba como lo había dejado, así que vacié la jarra de agua en la palangana, me lavé sumariamente, y acudí al comedor con el propósito de desayunarme sin remilgos. En el salón solo estaba Alonso de Torrelaguna y los criados, de lo que me alegré, pues todavía no había tenido ocasión de contar a mi colega mi descubrimiento.

—Buenos días nos dé el Señor, ¿has dormido bien intrépido cronista? —me saludó.

—Buenos días nos dé Dios, Alonso. He dormido tan bien como permitían las circunstancias…

—¿Se puede saber a qué circunstancias te refieres? ¿Qué quieres decir, amigo?

Un criado se acercó diligente. Le pedí huevos, jamón, queso de oveja y una raja de melón, y desapareció con la misma diligencia.

—¿Se puede saber qué te pasa? —insistió Alonso preocupado.

—Ahora te lo cuento, colega, cuando desaparezca ese par de orejas. ¿Qué ha sido de los otros huéspedes?

—Han decidido acompañar a nuestro gentil anfitrión al pueblo para ultimar los detalles de un espectáculo con el que nos obsequiará esta tarde.

—Pero este hombre no para de cavilar distracciones.

—Nos prepara unos toros que serán alanceados por los más nobles caballeros del reino, a quienes al parecer ha invitado don Juan Manuel a pasar unos días en el castillo.

—¿Has visto a las mujeres? —En aquel momento me interesaban poco los toros.

—¿A las mujeres en general o a alguna en particular?

—¿Quieres que te lo pregunte de nuevo o me vas a contestar?

—No te enfades, Jaime, no he visto a tu Cata.

—Es que se me esfuma como un pájaro. Le he preguntado cuál es su habitación, pero me contesta con sarcasmos.

—¿Es que has perdido tus artes para sobornar a los criados?

—No me atrevo, Alonso, que me vigilan.

—Pero ¿qué te pasa, Jaime?, dímelo de una vez.

—Alguien ha registrado mi equipaje.

—Pues yo no he sido, que soy escribidor pobre pero honrado.

—No digas tonterías que el asunto puede ser serio.

—¿Te han robado algo?

—Pues eso es lo preocupante, que no me han robado nada.

—¿Y dónde reside la gravedad del no robo que has padecido?

—En que han revuelto mis papeles.

Alonso abandonó abruptamente el tono de broma.

—Quizás estés equivocado. —Mi colega murmuró algo entre dientes y cambió de tema, me ocultaba algo—. Jaime, si quieres yo puedo hacer indagaciones. Me refiero al paradero de Cata, que no hay criada que se me resista.

—No estaría mal que hicieras algo por tu amigo, pero no te preocupes demasiado que espero ver a Cata esta tarde en los toros.

—Como quieras, pero el saber no ocupa lugar.

—Podríamos dar un paseo por el pueblo, y de paso nos ponemos de acuerdo sobre algunos aspectos de nuestras respectivas narraciones para no contradecirnos.

Todavía podíamos disfrutar del fresco matutino, pero no había una sola nube, así que debíamos prepararnos para un día de fuerte calor. Nos acercamos en primer lugar a la iglesia dedicada a san Pedro, que estaba en obras, como el castillo, y también por la voluntad de don Juan Manuel, que había decidido construir una capilla funeraria donde enterrar a los Manuel. Naturalmente se había ocupado de su construcción Juan de Badajoz, el arquitecto de la familia. Las obras estaban avanzadas y el Mozo había colocado en lugar destacado el escudo del obispo Pedro Manuel, el hijo del señor de Belmonte.

La iglesia de San Pedro, aunque no era la basílica romana del mismo nombre, no estaba exenta de méritos artísticos, pero nos reservamos para verla con más atención en otro momento; ahora nos apetecía pasear un rato, así que pusimos rumbo a la ermita de Santa Marina. Debo confesar que las ermitas me producen una emoción más intensa que las iglesias, y me atrevo a pensar que a Dios le pasa lo mismo, aunque no me ha dicho nada al respecto. Las ermitas, que uno puede encontrar por doquier pero en general en los lugares más recónditos y a veces más inaccesibles, son en su mayor parte obra del pueblo, de la gente sencilla que las ha construido con sus propias manos, a veces creando cofradías para ello y en ocasiones de forma menos organizada. No intervienen en ellas los grandes maestros ni los más afamados canteros, pero sí artesanos más sencillos y trabajadores humildes de la piedra que se aplican a la obra con entusiasmo y sin más retribución que el reconocimiento de sus paisanos.

Rezar se pude rezar en cualquier sitio, así que supongo que a Dios le atosigan y hasta le irritan los grandes templos, los alardes de riqueza y los excesos ceremoniales. En cambio, las pequeñas ermitas, como la de Santa Marina y tantas otras de la Tierra de Campos, se edifican sobre impulsos profundos del alma, los mismos que ha sentido el hombre desde el principio de los tiempos. Las ermitas de hoy son de la misma naturaleza que los altares que en tiempos remotos dedicaban los hombres a honrar a sus muertos.

—¿Qué me ocultas, Alonso?

Lo había preguntado de sopetón al abandonar la ermita e iniciar la vuelta al castillo, y había pillado a Alonso, que se paró en seco, por sorpresa.

—Realmente estás muy extraño, Jaime. ¿A qué viene esa pregunta?

—Me ocultas algo, Alonso. Lo he notado desde que te he dicho que alguien hurgó en mis papeles.

—Son meras aprensiones, Jaime, nada concreto. Es que tengo la sensación de que vivimos en una paz falsa.

—Supongo que no creerás que somos tan importantes como para que los vientos de la historia pasen por nuestras pequeñas cabezas.

—No te olvides de las cabezas de turco, amigo.

—Somos solo cronistas, Alonso.

—Ya sabes lo que hacían en Roma con los mensajeros de malas noticias.

—Mis noticias son de hace veinte años, agua pasada que no mueve molino.

—No te fíes, Jaime, han registrado tu imprenta y tu casa, se han quedado con tu diario y registran tu equipaje. ¿Estás seguro de que tan estrecha vigilancia se deba a las viejas peleas entre el Católico y el Hermoso? ¿No te has parado a pensar que temen algo que pueda pasar en estos días?

—Pero ¿por qué me vigilan a mí? Yo no tengo ni idea de nada que haga peligrar ni al marqués de Moya ni al señor de Belmonte, por cierto, acérrimos enemigos del pasado que ahora estarían en el mismo bando.

—Algo se está tramando, Jaime. ¡Mucho cuidado!

No le saqué nada más, pero sus evasivas me confirmaron que sabía algo inquietante, algo tan peligroso que ni siquiera podía confiar a su amigo y compañero de fatigas. Llegamos al castillo envueltos en un silencio espeso.

—Jaime, no te fíes de nadie. —Alonso había bajado la voz—. Ni siquiera de Cata.

Di un respingo.

—Cata me entregó mi diario para que quitara lo que quisiera antes de pasárselo a su padre como se había comprometido —le informé.

—Lo que demuestra que no es tu diario lo que les interesa.

Cuando llegamos al castillo ya se encontraban en él don Juan Manuel y sus invitados, que nos estaban esperando, así que solo tuve tiempo para tragar saliva y mirar a mi amigo de mala manera. El obispo Villaescusa y don Juan Manuel ocuparon ambas cabeceras de la mesa, el embajador Fuensalida fue colocado a la derecha del obispo y mi colega y yo a la izquierda. No percibía rastro alguno de las Catalinas. Don Juan Manuel tomó la palabra:

—Esteban, el cocinero, a quien deberíais halagar sin tasa, pues se ocupará de nosotros durante estos días de encierro, nos ha preparado un almuerzo de la región, y yo he acordado con el escanciador un vino de Valbuena que tiene su mérito, aunque aún está por descubrir por los que dictan la moda. Cuéntanos Esteban o, mejor dicho, cántanos las excelencias de lo que nos espera.

—Con permiso de los señores, empezaremos con un plato de cocido de la tierra para temperar el estómago. Seguiremos con unos pichones del cielo y unas perdices rojas de entre el cielo y la tierra, y ya que bajamos a esta podríamos saborear si os place un lechazo asado de raza churra, la mejor del mundo, que, como saben vuestras mercedes, no hay que confundir con las de raza merina. La acompañaremos, si les parece a los señores, con una refrescante ensalada. De postre podríamos honrar las deliciosas ofertas de Medina de Rioseco, tierra del almirante de Castilla, los bollos de piñón y unas almendras garrapiñadas de Villafrechós que no tienen igual.

—Nada más sencillo ni más de esta tierra —apuntó complacido el señor de Belmonte.

—Pero ¿no habíamos quedado en comer con sobriedad? —adujo el obispo en tono de resignada protesta.

—Lo comeremos todo con mucha sobriedad, con la mayor sobriedad de que seamos capaces, en honor de vuestra señoría reverendísima. Hoy me he permitido una excepción, ya que solo trabajaremos un poco después del almuerzo, pues debemos bajar al pueblo para disfrutar de los toros y de otras atracciones. Os recuerdo que hoy me toca a mí impartir la lección de historia en la sobremesa de nuestro almuerzo casero.

Narración que hizo Don Juan de lo que aconteció en Bruselas,

en el palacio del archiduque Felipe, en diciembre de 1504.

Belmonte, mayo de 1523.

Y don Juan Manuel habló tal y como lo transcribo a continuación sin más intervención por mi parte que traducir lo coloquial a la dignidad del escrito:

Estamos en los primeros días de diciembre del año 1504 después de Nuestro Señor Jesucristo. Sabíamos en Bruselas que el trágico final era inminente y yo había dado instrucciones a una persona de mi confianza que esperaba el regio óbito en Medina del Campo que en cuanto supiera la triste noticia viniera a matacaballo a informarnos al archiduque y a mí, utilizando los eficaces servicios de Tassis.

El correo había conseguido avanzar a una media de treinta y cuatro leguas por jornada, lo que le había permitido recorrer las trescientas que separan Medina del Campo de Bruselas en menos de diez días. Debo explicaros que el servicio de correos que el archiduque Felipe de Habsburgo había encomendado en 1502 al italiano Francisco de Tassis entre Bruselas y las ciudades castellanas funcionaba razonablemente bien, un servicio de «tassis» habitual cubría veintisiete leguas cada día, por lo que habría empleado por lo menos once jornadas para aquel recorrido, pero dada la urgencia de la misión lo hizo en nueve, una semana antes de que un correo de don Fernando tardara en llevar la noticia a su embajador Gutierre Gómez de Fuensalida.

Yo estaba enterado de la gravedad de la reina por una carta que había enviado Fernando el Católico a su hija por medio de Fuensalida, fechada el 11 de noviembre, que yo intercepté. Tomé buena nota antes de que el correo, que sabía lo que tenía que hacer, se la entregara al embajador con los sellos diestramente restaurados. Fernando prevenía tanto al embajador como a Juana de que, cuando Isabel muriera, aquella debería viajar rápidamente a Castilla para tomar posesión de sus reinos en persona, pero el archiduque y yo decidimos que no era conveniente que Juana recibiera noticia alguna de la enfermedad de su madre ni de las advertencias de su padre, y Felipe convenció a Fuensalida de que no informara a la princesa, pues la fatal noticia podría perjudicar el buen curso de su embarazo. Yo me ocupé de que nadie se fuera de la lengua redoblando el aislamiento al que tuvimos que someter a doña Juana por su propio bien.

En cuanto llegó mi informador me dirigí diligentemente al despacho de don Felipe. El príncipe-archiduque había dado instrucciones de que no se le molestara, y no me fue difícil averiguar el motivo de las mismas cuando llegaron a mis avezados oídos las risas excitadas de su última conquista amorosa. Ahora ya pueden contarse esas cosas que, por otro lado, nadie desconocía en la corte flamenca. Además, nos hemos comprometido a contar toda la verdad, y no seré yo quien rompa el compromiso aunque me perjudique.

Hice un gesto de inteligencia al capitán de la guardia, quien explicó al archiduque la urgencia que el asunto requería, mientras unos pasos femeninos se deslizaban hacia la otra salida de la cámara.

—Parece que tienes prisa, Juan Manuel. Espero que tus nuevas justifiquen la interrupción de mi juego de prendas. —Las palabras de don Felipe pretextaban ligereza pero en el fondo expresaban contrariedad.

—¿Será muy indiscreto preguntaros cuantas prendas habíais cobrado, señor?

—Algo indiscreto sí es; no es de caballeros proporcionar detalles en menoscabo de la fama de una dama. Te disculpo porque tu indiscreta curiosidad responde a una loable preocupación.

—Así es señor. Vuestra satisfacción es de interés público. Dios libre a los súbditos del enfado real.

—Bien, pues para tu satisfacción y para la felicidad de mis súbditos te informo de que tu príncipe avanza de victoria en victoria, pero nada de detalles, Juan Manuel, que un príncipe no debe proporcionarlos ni a su hombre de confianza. Digamos que había cobrado las primeras prendas.

—Espero que me perdonaréis gustoso cuando conozcáis la razón de mi interrupción, mi prisa, señor, es para deciros que ya no sois mi príncipe.

—¿Qué significa eso? —saltó don Felipe—. ¿Has encontrado otro príncipe más adecuado a tu ambición o es que ya no aguantas Bruselas y deseas volver al sol de Castilla como los demás cortesanos que vinieron con la princesa? ¿O acaso vuelves como hijo pródigo a la casa del Católico? ¿Qué te ha ofrecido ahora el muy ladino?

—Significa, señor, que ya no sois mi príncipe sino mi rey y, en efecto, volveré a Castilla pero acompañándoos a vuestra coronación.

Felipe se puso en pie de un salto.

—¿Rey de Castilla? —exclamó con voz apenas audible.

Me arrodillé ante él con una sonrisa que trasmitía a mi señor los mejores augurios, bajé la vista y adopté el debido gesto de gravedad que exigían las circunstancias.

—Señor, tengo que daros la penosa noticia de que ha muerto vuestra augusta suegra, la reina Isabel de Castilla, que Dios tenga en la gloria.

—Dios la tendrá en su gloria. ¡Qué gran mujer! ¿Lo sabe mi esposa?

—No lo sabe nadie aparte de vos; me la ha traído Juan Vélez de Guevara, vuestro fiel informador que ha venido a matacaballo desde Medina del Campo.

—No hace falta que me des detalles sobre tu servicio de espionaje; eso es cosa tuya.

No pude evitar una sonrisa sarcástica, pero me abstuve de comentarios. «Los soberanos —pensaba— tienen una memoria selectiva». Solo habían pasado cuatro años y medio desde que había fallecido el nieto de los Reyes Católicos, Miguel de Paz, cuya muerte le acercaba al trono de Castilla como Príncipe de Asturias. El príncipe Miguel de la Paz de Avís y Trastámara era hijo de Manuel I de Portugal y de Isabel, la hija mayor de los Reyes Católicos y por tanto Princesa de Asturias. Al morir la princesa Isabel como consecuencia del parto, Miguel se convertía en heredero de Castilla y León, de Aragón y de Portugal, Príncipe de Asturias y de Gerona y heredero del mayor imperio de la historia, la última esperanza de los reyes para una sucesión verdaderamente castellana tras el fallecimiento de su queridísimo hijo Juan, educado con el mayor esmero y aplicación para ser un gran rey de España. Juan había fallecido de tuberculosis en 1497 tras engendrar un hijo que nació muerto y el 20 de julio de 1500 murió el príncipe Miguel en Granada, adonde habían ido los reyes para aplastar la rebelión de los musulmanes del último reino moro. La muerte del príncipe Miguel de la Paz, que apenas había cumplido dos años, fue una tragedia para los reyes pero una bendición para su yerno Felipe.

«A la muerte de Miguelito —me había confiado el archiduque—, no habrá un rey más poderoso en el mundo; dueño de Borgoña que soy, heredaré los reinos de Castilla y, a la muerte del emperador Maximiliano, mi padre, el Sacro Imperio Romano Germánico». «Dios —corroboré— ha puesto a su alteza el mundo a sus pies». Yo sabía de la mala salud de Miguelito, así que había enviado a Juan Vélez de Guevara con el encargo de que cuando se produjera el esperado fallecimiento me enviara, sin regatear gastos, un correo del que bajo ningún concepto debían enterarse los Reyes Católicos. La orden se cumplió con diligencia y el correo recorrió las más de quinientas leguas que separan Granada de Bruselas en doce días, casi una semana menos que lo que hubiera invertido el correo real.

Felipe y Juana recibieron juntos al informador, que por cierto, era el trinchante de doña Juana, y, debo decirlo sinceramente, la alegría se impuso sobre la tristeza que nos embargaba. Claro que doña Juana y don Felipe vivían entonces en armonía, y la archiduquesa solo pensaba en colmar las ambiciones de su esposo; pero volvamos a la segunda misión de Vélez de Guevara, trayendo la noticia de la muerte de la reina Isabel.

—Ahora —exclamó el archiduque— es el momento de que recemos fervorosamente una oración por el alma de nuestra querida reina, la más grande que ha tenido Castilla.

Ambos nos arrodillamos y permanecimos unos minutos en silencio. El príncipe-archiduque salió de su abstracción expresando en voz apenas audible:

—Veré cómo se lo digo a mi difícil esposa. Ella amaba de veras a su madre, y ya sabes de su genio exaltado. Pobre Juana… así que reyes de Castilla…

—De Castilla, de León, de Toledo, de Extremadura, de Sevilla, de Córdoba, de Algeciras, de Málaga, de Granada, de Murcia, de Valencia, de Galicia, de Sevilla, de Jaén, de Gibraltar, de Algeciras, de los Algarbes, de las Islas Canarias, de las Indias Occidentales y Orientales, de las Islas y Tierras Firmes del Mar Océano, de Jerusalén y señor de Vizcaya y Molina…

—Y príncipe heredero de Aragón, así como futuro emperador de Alemania…

—Su alteza tendrá que abreviar en sus decretos y en sus cartas con un etcétera.

Pero el futuro rey estaba embalado, y no quería ningún etcétera sino la descripción uno a uno de sus pueblos, y murmuraba lo que tantas veces había soñado despierto.

—Y casaré a nuestro querido hijo Carlos con Claudia, la hija del Valois, lo que estrechará nuestros lazos con Francia. Casando bien a los cuatro hijos sanos que Juana me ha dado, podré conseguir el imperio universal. —Felipe salió de su abstracción—: Solo hay un pequeño inconveniente ¿no es así?

—El pequeño inconveniente no es tan pequeño y tiene nombre. Se llama Fernando, el Gran Rey Católico, el Gran Taimado, vuestro Gran Padrastro, a quien Dios confunda.

A don Felipe le hacía mucha gracia que yo me refiriera al Rey Católico, su suegro, como «padrastro», pero en tan histórica ocasión se tragó la risa. Yo estimaba que aquella ocasión era algo más que histórica; podía ser sublime para mis legítimos intereses. Era el gran momento que acariciaba desde hacía tanto tiempo, el que podría reparar en justicia la postración a la que se me había sometido a pesar de mis evidentes méritos. El tiempo pasaba implacable en la fría corte de Bruselas y yo no veía el momento de mandar en Castilla, el reino más poderoso del mundo.

Había llegado a Flandes como embajador del Rey Católico ante Felipe de Habsburgo, pero tenía legítimos motivos para ponerme a las órdenes de este último. Don Fernando era viejo y prometía para el pasado, mientras que Felipe representaba el futuro, y si yo sabía jugar mis cartas, podría obtener en el último tramo de mi vida el mayor predicamento, asumiendo las duras tareas de gobierno y, por qué no admitirlo, recibir, legítimamente, honores, castillos, fortalezas, ducados y dinero, mucho dinero. Sin falsa modestia, debo admitir que Dios me había dado el fuerte carácter que necesitaba el futuro rey, que por otro lado tenía derecho a dar rienda suelta a sus juveniles impulsos. Me constaba que este muchacho, guapo, fanfarrón, amante de las fiestas, del juego de pelota, de los trofeos de cañas, de los toros, del buen vino y de las bellas mujeres, no tenía carácter para conquistar el poder, y, lo que es más difícil, para conservarlo. Dios nos había unido, y ahora Dios se había llevado a Isabel, el venerable tapón que aplazaba peligrosamente nuestros proyectos.

Había llegado el momento de comunicar noblemente a Fernando que yo, su embajador, abandonaba su servicio y renunciaba a los maravedíes que este me mandaba en cantidad escasa y con manifiesta irregularidad. No me faltaba carácter, ni energía, ni conocimientos, ni experiencia, pero tampoco grandeza en el linaje, yo, Juan Manuel de Villena de la Vega, hijo de Juan Manuel, consejero de Enrique IV y primer señor de Belmonte, esta villa que os acoge, que compró en 1458 y que yo heredé a su triste fallecimiento en 1463 como segundo señor de Belmonte, casado con la muy noble doña Catalina de Castilla en 1477, descendiente de Fernán González, el primer conde independiente de Castilla.

Por mis venas corre sangre real como descendiente directo del infante don Juan Manuel de tan gloriosa memoria, por sus armas y por sus letras. Mi hermana, Marina Manuel de la Cerda, contrajo matrimonio con Balduino, bastardo de Borgoña, a quien Dios se llevó en 1508 y que era señor de Falais, uno de los seis hijos naturales reconocidos por el difunto Felipe III de Borgoña, Felipe el Bueno, de gloriosa memoria. Enlazaba, pues, con los intereses de la casa de Borgoña, pero ante todo soy hijo de Castilla, el futuro reino del archiduque, quien fue apreciando mis servicios progresivamente.

Inicialmente tuve que conformarme con ser la mano izquierda de mi señor, cuya mano diestra era Francois de Busleyden, arzobispo de Besancon, feroz antiespañol que dominaba a don Felipe como solo sabían dominarle ciertos eclesiásticos, pero monseñor había muerto poco antes que la reina Isabel, una muerte que los envidiosos de la corte llegaron a atribuirme sin fundamento alguno. Es verdad que el arzobispo murió en sospechosas circunstancias, pero el veneno corría entonces a sus anchas en todas las cortes europeas.

Tras la muerte de Busleyden, a quien Dios tenga en la gloria, me convertí en el brazo derecho del conde, duque y archiduque Felipe de Habsburgo, al tiempo que se constituía en brazo izquierdo Filiberto de Vere, ayudante que fue del arzobispo. Con el tiempo fui algo más que el brazo derecho de su alteza; me convertí, lo digo sin modestia pero también sin orgullo, en su cabeza. Agradezco vuestra paciencia ante este largo excurso al que me ha transportado mis evocaciones. Os recuerdo que me encontraba en el despacho del archiduque, a quien había informado de la fatal noticia de la muerte de la reina Isabel.

—Bien, ¿qué haremos ahora? —me preguntó el futuro rey de Castilla.

—Tomar una buena copa de vino, señor.

—¿En memoria de mi querida suegra?

—Y de vuestro incomparable padrastro, para que aquella descanse en paz y este no tenga un momento de descanso, y por lo más difícil de todo: por la conquista de vuestra esposa, la reina Juana, que es la llave de Castilla.

—No será fácil —admitió Felipe—. Ella tiene la llave de Castilla, aunque yo poseo la llave de su puerta, y soy quien entretiene sus ansias insaciables, lo que me permite llevarla por donde quiero.

—Sin embargo…

—Hay en efecto un «sin embargo». Pierde por mí el oremus, pero no me rinde Castilla. No tiene maldita la gana de gobernar; su mundo se acaba en mi cama, pero se niega cerrilmente a entregarme el cetro y la corona. Es como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer.

—Reparad, señor, que Castilla es muy celosa de sus costumbres y recela del extranjero, y la reina Juana ha mamado de sus padres el orgullo de castellana —le advertí—. El único sentido que Juana no ha perdido es el de lo que ella considera su obligación para con sus reinos. Además admira o teme sin límites a su padre, y no hará nada que pueda enojarle. Nuestra tarea es larga, alteza. Me permito sugeriros que amarréis a vuestra esposa y saquéis brillo a la bella lengua castellana y, si me lo permitís, yo me ocuparé de todo lo demás.

—Es una mujer insufrible que no termino de entender. En unas cosas muestra un orgullo excesivo y en otras pierde toda dignidad y se arrastra como una perra en celo. Todavía no he tragado el ridículo que pasé por su comportamiento con los reyes de Francia cuando atravesamos ese reino para ser proclamados Príncipes de Asturias —rememoró—. Me dejó en evidencia delante de Luis sin preocuparle un ápice que le debo vasallaje como duque de Borgoña, que es lo único que tenía entonces. Lo demás, la herencia de Castilla y del imperio como archiduque de Austria solo son hermosas promesas.

Yo recordaba con viveza aquella historia, pero preferí ahorrarme un comentario que podría ofender a mi señor; solía permitirme hablar con claridad, pero no me atreví a decir que en aquella ocasión Juana había dejado en muy buen lugar el pabellón de Castilla, y que mi señor don Felipe fue más servil de lo necesario con Luis XII.

Los archiduques entraron en Francia el 16 de noviembre de 1501, desoyendo los consejos de los Reyes Católicos de que lo hicieran por mar, pues Castilla estaba a punto de entrar en guerra con el país vecino. Felipe disfrutó de lo lindo con la recepción que le hiciera el preboste de París con interminables banquetes y bailes en los que alternó con bellas damas. Juana, molesta, emprendió viaje, acompañada del obispo de Córdoba, hacia Blois donde en aquel momento residían los reyes de Francia, Luis XII y Ana de Bretaña.

Felipe permaneció cuatro días más en París, y alcanzó a su esposa a la entrada de Blois, aguantando la cólera de Juana con paciencia. Lo último que quería era un desplante delante de Luis. De acuerdo con el ceremonial, Felipe hizo dos reverencias ante el monarca mientras Juana solo practicó una marcando la igualdad entre ambos. Al día siguiente acompañó a la reina Ana a misa. Hacia el final de la ceremonia, esta se dirigió a Juana y le alargó un sobre con dinero: «Toma querida, para que hagas una donación a la iglesia, según costumbre». En efecto, los reyes solían proceder a este gesto como una deferencia para sus vasallos. La costumbre implicaba la aceptación de un vasallaje que Juana no estaba dispuesta a admitir, así que le devolvió el sobre: «Señora —explicó—, le agradezco el gesto, pero yo doy mis propias limosnas». Terminada la misa, la reina se levantó e invitó con un gesto a Juana para que salieran juntas, pero esta le indicó con la mirada que se quedaría allí un rato más, entregada a sus oraciones mostrando así su completa autonomía. Ana se marchó furiosa. Era una mujer inteligente, sencilla y atenta con su pueblo, pero de mucho carácter y con el orgullo de haber sido dos veces reina de Francia. Se había casado en primeras nupcias con el rey Carlos VIII; cuando murió este, su sucesor, Luis de Orleans, primo de aquel, se enamoró perdidamente de ella y se casaron; ambas mujeres podían haber simpatizado, pues se encontraban en situaciones similares. Ana quería preservar la independencia de Bretaña frente a las pretensiones de su marido de forma similar a la lucha que mantenía su invitada frente a su esposo en lo que a Castilla se refiere, pero el orgullo de los reinos eclipsa los sentimientos particulares.

Felipe trató de restablecer el buen clima con el rey francés, aceptando la bolsa con monedas que le ofreciera Luis en otra misa, lo que extendió el malestar entre el séquito castellano.

Restableció Felipe la concordia por el momento, pues unos días después Juana hizo un alarde de españolidad que a mí me pareció excesivo. Tras una cena formal en el ala del grandioso castillo que los reyes habían cedido a los archiduques, organizó una fiesta española por todo lo alto. Apareció vestida en tela de oro al modo de la corte castellana, cargada de joyas, y animó un baile al estilo de nuestra tierra que duró hasta el amanecer. Ante la incomodidad creciente de sus anfitriones, Felipe decidió que había que marcharse cuanto antes. Así lo hicimos, y en enero de 1502 entramos en Vizcaya, donde nos esperaba un comité de recepción enviado por los Reyes Católicos, que llevó a los esposos a Toledo donde serían proclamados por las Cortes Príncipes de Asturias, herederos de la corona de Castilla. Me temo que otra vez me he extendido en exceso en mis recuerdos, pero lo he creído conveniente porque ilustran la personalidad de doña Juana. Volvamos al despacho del archiduque.

—¿Qué es todo lo demás? —Don Felipe me miraba receloso.

—¿Perdón?

—Me has dicho que yo dome a Juana y que tú harás todo lo demás; esta noche yacerá en mi lecho, y dada su puntualidad gestante, no me sorprendería que a la vuelta del verano asistamos al parto de nuestro quinto hijo. Quizás consiga ablandarla, ya que controlarla es imposible, pero ¿qué piensas hacer tu para activar las cosas de Castilla?

—Información, alteza, ante todo recibir toda la información relevante —afirmé—. Inmediatamente saldrán mis agentes para que nos informen de las intenciones de Fernando y del ambiente que se está viviendo en el reino.

—¿Y después?

—Después ya se verá.

—Ya sé que improvisas bien, pero algo habrás pensado.

—Pienso mejor con un poco de vino.

—Es verdad, las noticias no sientan bien a palo seco. Elige tú mismo.

—Hay que rendirse a los encantos de los vinos de nuestra querida Borgoña, ¿no os parece? Deberíamos llevarnos una buena selección de ellos a vuestro nuevo reino —propuse—. No faltan en Castilla los buenos caldos, pero son de calidad irregular. Vuestros viticultores han conseguido calidades perfectamente predecibles.

El archiduque agitó una campanilla de plata y casi instantáneamente entró en la sala el valet de copas, a quien instruyó sobre el vino más adecuado para el gran brindis de su vida.

La Historia excita y agota. Después de un día histórico y en vísperas de una jornada gloriosa, me apetecía algo de humana privacidad, una buena cena compartida con mi hija Catalina, la mayor entre nueve vástagos que mi esposa Catalina me dio y que yo mantenía entonces. Confieso que echaba de menos a mi mujer, pero me había rendido a la evidencia de que para ella el mundo acababa en los con fines de Castilla y Aragón. En realidad, su mundo se limitaba a la comarca de Belmonte y como mucho al perímetro de la tierra de Campos. No hubo forma de sacarla de allí a pesar de mis insistentes ruegos y amenazas, ni siquiera cuando le insinué que buscaría refugio en las faldas de la primera flamenca de buen ver que se pusiera en mi camino. Catalina, con quien llevo medio siglo de feliz matrimonio y entonces había alcanzado la treintena, se burlaba de mis amenazas: «¿Pero quién va a querer dormir con un enano, calvo, anciano y malhumorado como tú?», y añadía para terminar de fastidiarme: «Brillante papel ibas a hacer a tus años; compadezco a la dama flamenca que tuviera la desgracia de caer en tus manos». Yo solía replicarle con viveza y buen humor, recordándole que enano, calvo y arrugado había sembrado en Catalina, sin el menor amago de resistencia por su parte, nueve hermosos y sanos cachorros.

Me encontraba solo con más frecuencia de la deseada, aun cuando no soy de natural expansivo y sé disfrutar de la soledad que me permite la lectura y garabatear poemas. Por lo demás, el ejercicio del poder me absorbía plenamente y me proporcionaba un placer de más intensidad que el venéreo, en el que, salvo algunas escaramuzas que se contaban con los dedos de una mano, me reconocía en franca retirada. Sin embargo, echaba de menos la acogida del hogar, una familia que me esperara con impaciencia, pendiente de que yo, el gran hombre de la casa, me explayara relatando los grandes acontecimientos a los que asistía y los dichos y actitudes de los cortesanos. En definitiva, echaba en falta que la familia percibiera la suprema autoridad que en estas tierras lejanas todos me reconocían. A veces me sorprendía imaginando las frases que pronunciaría al llegar al hogar que reflejarían mi poderío con naturalidad, sin petulancia ni falsa modestia.

Me consolaba con que pronto estaría de vuelta a la vera del nuevo rey, creando una nueva corte en un sitio fijo en lugar de ir de un lado para otro como hicieron sus suegros. Quizás Burgos fuera la mejor solución, aunque mejor sería establecerse en Valladolid, más cerca de este señorío.

Aquel día de diciembre, que había empezado con tan buen pie, a lo que contribuyó sin duda que amaneciera inusualmente soleado, aquel día que me trajo tan buenas noticias y promesas, terminaría de la forma más grata: compartiendo una buena mesa con mi querida hija y asombrándola con las buenas nuevas que traía.

Catalina se me lanzó al cuello en cuanto asomé la cabeza con tal impulso que a punto estuvo de derribarme.

—¿Cómo le ha ido a mi gran hombre? ¿A cuántos ha mandado mi señor hoy a la horca?

Me la quité de encima, disimulando la satisfacción que me producía el recibimiento filial y me cuidé de componer el rostro de forma que aquel torbellino inteligente se percatara de que traía grandes novedades, pero Catalina no se percató. Había pasado en unos segundos de su habitual alegría ruidosa a una grave solemnidad.

—Padre, he pasado la velada con doña Juana. No hay derecho; la pobre mujer está sufriendo lo indecible con los desaires de su esposo. Ahora el archiduque se ha fugado a la otra ala de palacio para fornicar a calzón quitado con sus putillas.

—¡Catalina, te prohíbo que hables como un cochero! —exclamé, con indignación—. No es así como se expresa una dama y menos ante su padre. No es esa la educación que te hemos dado ni lo que has visto en tu casa. Catalina, te lo digo muy en serio, y espero no verme obligado a repetírtelo. Te exijo el mayor de los respetos para la mano que nos da de comer y nos aloja en su casa como a su propia familia. Su alteza es…

—Un animal… —me interrumpió—. Tu señor debería mostrar un respeto y ciertas atenciones el tiempo en que ella está embarazada. Supongo que el hijo que lleva en sus entrañas es también suyo, padre. Perdona si te he ofendido, pero no puedo soportar que humille a doña Juana, que también es nuestra señora.

—Catalina, insisto en que no es leal decir esas cosas en su casa, y te ruego que no olvides que nuestro futuro depende de él más de lo que puedas sospechar, nuestro destino está ligado a su alteza, Felipe 1 nuevo rey de Castilla y León.

—¡Qué dices!

—Lo que oyes, ya te había dado a entender que traía importantes noticias, pero tú ni oyes ni entiendes cuando te entra la furia.

—¿Felipe, rey? —repitió incrédula.

—Y tu padre, virrey, el brazo y la cabeza del rey —añadí, dibujando un mandoble en el aire.

—¿Pero qué ha pasado, padre? —Mi hija estaba ahora muy excitada.

—Ha pasado que volvemos a casa; ha pasado que ha muerto Isabel 1 de Castilla, la Reina Católica, nuestra querida reina Isabel —rematé, expresando la debida condolencia.

—¿Cuándo ha sido eso, padre? —preguntó muy afectada por la muerte de la gran reina, que siempre había mostrado por ella el mayor cariño.

—El 29 de noviembre en Medina del Campo.

—Qué mala noticia. Ay, pobres de nosotros, es una desgracia que no entiendo cómo te la tomas tan a la ligera después de las muestras de aprecio que recibiste, padre, a veces no te comprendo, ha sido una reina admirable, insustituible…

—Pero se ha muerto, y será cabalmente sustituida por Felipe I de Castilla. No me alegro de su muerte, aunque tampoco es para santificarla. Fue siempre a lo suyo, y no tuvo escrúpulos cuando algo contrariaba sus proyectos. Dadle tiempo a Felipe y verás grandes hazañas.

—En la cama, supongo.

—¡Catalina!

—¿Y Juana no cuenta? Supongo que será ella la reina propietaria, Juana I de Castilla.

—No hay duda, pero Juana no está en condiciones de gobernar, ni siquiera puede gobernar su cabeza ni otras partes de su gentil persona. Solo tiene una pasión, y la lleva hasta extremos que la degradan.

—Yo la veo muy inteligente… y muy enamorada —señaló.

—Está trastornada, Catalina, no te engañes —la contradije.

—¿Quién no estaría trastornada con el trato que le da su esposo? ¿Quién aguantaría encerrada como un ladrón, espiada, alejada de sus amigos, humillada…? ¿Qué pasará ahora, padre mío? ¿Qué dice el rey don Fernando? ¿Qué está pasando en Castilla? ¿Qué haremos nosotros?

Catalina había disfrutado en Flandes pero comprendía que había llegado la hora del regreso. Estaba excitada por los acontecimientos que allí se producirían.

—Perdona mi pronto, padre mío. Si te parece daré instrucciones a vuestro camarero para que nos prepare una auténtica cena a la española, aunque podemos admitir la intromisión de un tinto de esta tierra.

—Ya he sugerido al rey que el borgoña no debe faltarnos en Castilla, sin que ello signifique despreciar a los buenos vinos de nuestra tierra, como el de San Martín de Valdeiglesias, los milagrosos vinos del santo, los de La Rioja, los de Valladolid, los de Aragón, los de…

Al toque de la campanilla entró en la sala el valet servant, Héctor de Barbosa, con el gesto bien aprendido de sumisión eficiente.

—Héctor, hoy cenaremos más que de costumbre. ¿Podrías prepararnos algo al estilo de nuestra tierra?

—Encantado, señora, que últimamente los señores comen muy parcamente, sobre todo su señor padre que parece alimentarse del aire. Podríamos empezar con algo de fruta para limpiar el estómago. Tenemos peras y manzanas de la huerta de palacio que no están mal y naranjas de Valencia. Después les puedo ofrecer una bandejita del paté que hacemos en palacio. Seguiríamos con un mirrauste de aves: tórtolas, perdices y unos cortes de gallina y pavo, a no ser que prefieran una gallina entera.

—Con unos cortes será suficiente, ¿no crees padre?

—Más que suficiente.

—Podemos continuar, señores, con un lechoncillo, una pierna de carnero y algo de vaca preparada como mandaba Ruperto de Nola, cortada muy fina, como cepillada, que lo hace muy bien Juan Vélez, nuestro insuperable trinchante…

—Para ya, Héctor, que me va a dar algo —interrumpí, estragado ante el mero anuncio del ágape.

—No se preocupe, vuestra merced, que será todo tan tierno que no se sentirá pesado, pruebe al menos un poco de cada plato. Bien, si con esto tienen bastante, no insisto. Naturalmente habrá que concluir con una sinfonía de dulces al estilo de Gante en compañía de nuestros turrones y mazapanes. No es una cena totalmente española pero se parece mucho.

—Bien, firmemos la gran alianza gastronómica de Borgoña y Castilla. Dejemos a Borgoña el privilegio de los vinos, que sean tintos, naturalmente, aunque reconozco que aquí hacen buenos blancos.

—Por supuesto, señor; una última cosa, ¿necesitareis a los músicos?

—No vendrían mal unos villancicos —atajó Cata—, que estamos ya en las Navidades.

—Y algún romance —apuntó Manuel suavemente—. Dadas las circunstancias, sería oportuno el de la Tragedia Trovada, que se hizo a la muerte del príncipe Juan.

—Es lo más propio; pronto estarán aquí los músicos con buenas canciones, que lo disfruten los señores.

El valet hizo la más rendida de las reverencias y salió de la sala.

—Ahora, querida Catalina, mientras nos preparan esta ligera cena hispano-flamenca, puedes contarme con detalle tu velada con la reina Juana, y tranquiliza tus bondadosos sentimientos; he tenido una charla con don Felipe y le he convencido de que extreme sus mimos con ella.

—Con el debido respeto, querido padre, el archiduque es un hipócrita redomado.

—Como tu admirado Fernando. Por lo menos Felipe no ha prodigado los bastardos, mientras que tu Rey Católico no ha dejado moza sin tocar. ¿Es que acaso no sufrió su esposa Isabel?

—Sois todos iguales, hombres… —comentó Catalina, poniendo la más maliciosa de las caras—. Al menos don Fernando ha engendrado un obispo.

Recordaréis amigos, que aquel hecho sobre el que ironizaba mi hija no provocó entonces el menor escándalo, entre otras cosas porque don Fernando estaba a la sazón soltero y encandilado con Aldonza Roig Iborre. Creo recordar que tampoco chocó demasiado que al bastardo Alfonsito, que en paz descanse, le hiciera obispo al cumplir los cinco años.

—La pobre Isabel, que Dios tendrá en la gloria —volvió Catalina a la carga—, fue un ejemplo de comprensión, y acogió a todos los hijos del sinvergüenza de su marido como si fueran suyos. De buena manera iba a aceptar Juana los bastardos de Felipe. Ni mi madre los tuyos; tú, querido padre, has cumplido suficientemente. Ahora si te parece podríamos jugar una partida de ajedrez, que no es bueno acostarse sin reposar la cena.

—Me parece bien, Catalina, que el ajedrez es el rey de los juegos y el juego de los reyes.

—Y tú, mi buen padre, no ignoras que el rey Fernando lo juega divinamente.

—Ya he previsto sus jugadas, y quizás le cante jaque antes de que tenga tiempo de desarrollar sus fichas.

Voy a explicaros algo más respecto a mi hija Catalina, que nos acompaña estos días. Es una mujer de su tiempo, moderna pero con una inclinación infrecuente en las jóvenes de hoy hacia la lectura y la reflexión. Maneja un latín aceptable que aprendió de Beatriz Galindo, la Latina, y que ha enriquecido por su cuenta leyendo a los clásicos. Disfruta especialmente con Cicerón, a quien considera un genio de la política, juicio que comparto. Como filósofo se inclina por Aristóteles entre los griegos y Séneca entre los romanos; de los historiadores confía en Plinio y Plutarco; sus preferidos, no obstante, son los poetas, sobre todo los amatorios, entre los que se lleva la palma por su naturalidad Ovidio, que canta el amor con una pasión arrebatadora, y muy cerca de él, Horacio, que evoca un amor más tranquilo, así como Virgilio, tanto su lírica como su épica.

El latín de mi hija está a la altura del que maneja doña Juana, que gustaba de su compañía tanto como parecía disgustarle yo, debo reconocerlo, a quien culpaba de su aislamiento que, como os he dicho, era imprescindible por su propio bien, por su salud y por su dignidad. Habla también mi hija un francés fluido, aprendido en Castilla y pulido durante su estancia en Borgoña, donde llevaba viviendo casi un año paliando mi soledad. Yo la introduje en un ambiente estimulante donde alternaban nobles, humanistas, artistas y ricos burgueses de gustos refinados. Catalina apreció entusiasmada que le presentara a Erasmo de Rotterdam, a quien yo tenía en nómina, suministrándole una buena bolsa anual, así que no me costó que aceptara cenar con nosotros a pesar de la resistencia del humanista a la vida social. Enseguida hicieron buenas migas. Catalina le escuchaba siempre embobada, lo que halagaba a Erasmo, un sabio a quien no era fácil halagar.

El de Rotterdam nos anticipó algunas ideas que estaba madurando y que quizás algún día, según nos confesó, se atrevería a dar a la imprenta. «Vivimos en un mundo de locos —nos explicó un día en que se quedó a cenar con nosotros—, un mundo estúpido en el que solo prosperan los tontos, así que merece la pena hacer una guía para manejarse entre la estulticia». Catalina le escuchaba boquiabierta, sobre todo cuando Erasmo se extendió en detalles peligrosos permitiéndose incluir entre los estultos a príncipes, reyes, clérigos, obispos y cardenales. Ni Catalina ni yo imaginábamos al gran humanista, un pensador sistemático y profundo, escribiendo un libro lúdico y satírico que, sin duda le atraería la enemistad de los más poderosos. Era un proyecto peligroso que podría llevarle a la prisión o a la muerte, y que provocó en Catalina una admiración que yo no podía compartir.

Y esto es todo por hoy, queridos amigos. Son ahora las dos de la tarde, y los toros nos esperan a las cinco, así que aún tenemos tiempo para echarnos una buena siesta.