Segundo día en Belmonte
Mayo de 1523.
Habíamos convenido que los demás almuerzos serían de trabajo y que por tanto debían ser más sobrios. Doña Catalina decidió con buen criterio no estar presente en ellos, aunque se reservaba el derecho de acudir a alguno, marchándose antes de que se iniciara el turno de intervenciones de la sobremesa. Para mi desolación esta norma afectaba también a la hija, quien de pronto había desaparecido siendo inútiles mis intentos de encontrarla sin despertar las sospechas de su severo padre.
Fue este, como anfitrión y maestro de ceremonias, quien tomó la palabra en primer lugar en cuanto los camareros retiraron los platos y colocaron bajo la estrecha vigilancia del escanciador las copas azuladas de fino cristal, que eran más adecuadas que las de plata pues, como es sabido, si alguien echara veneno en aquellas el vidrio se rompería en el acto. No faltaba ninguno de los licores más apreciados en el carrito de plata que el escanciador puso a nuestra disposición: reconocí el Lacrima Christi, un moscatel italiano aceptable, el vino de Chipre muy apreciado desde tiempos de los faraones como acompañamiento ideal para los postres, el licor de rosas traído de Rodas, el resolí de azucenas, licores de frutas como el limoncillo, el narancello y el mandarinato, así como el de menta en sus modalidades verde y blanca. Yo opté por el licor de menta que me fue servido generosamente por el escanciador, quien, enfundado en guantes blancos impolutos, comprobó el buqué asumiendo el riesgo del veneno que, como he dicho, corría torrencialmente por Castilla.
—Creo que han quedado claras las reglas del juego. Estimo que, en aras del buen orden y comprensión del relato, debe tomar hoy la palabra nuestro cronista amigo, Jaime de Garcillán. Jaime, tienes la palabra —comenzó el señor de Belmonte.
—Con mucho gusto, don Juan Manuel, voy a empezar mi relato en el momento y el modo en que fui reclutado por el rey don Fernando el Católico. Trataré de narrar aquellos acontecimientos tal como se produjeron, y me esforzaré en reproducir las palabras tal como se pronunciaron.
Y eso es lo que hice, a grandes rasgos, aunque con algunas salvedades. No obstante, solo tú, desconocido pero imparcial lector, a quien ya considero un amigo, tendrás un relato verídico y sin restricciones de aquel encuentro y de las circunstancias en que se produjo.
Proporciono algunos datos de mi insignificante vida que el lector puede saltarse sin remordimiento alguno
Antes me permitiré confiarte ciertos aspectos de mi vida, que quizás te ayuden a comprender mi actuación en los avatares en los que participé. Si es que tienes curiosidad por mi vida, si no es así puedes saltarte todo esto sin remordimiento alguno, pues no te perderás ningún acontecimiento importante.
Nací el 6 de enero de 1469 en Garcillán, a tres leguas de Segovia, hijo de una acomodada familia de judíos conversos que me cristianaron en la iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz. Mi padre, devoto del apóstol Santiago, de quien recibió el nombre, quería ponerme bajo su advocación, y mi madre, nacida en Barcelona, accedió a ello, pero rogó a mi padre que me bautizaran como Jaime, que era como en su tierra gustaban referirse al apóstol que predicó en España. Mi padre, Santiago de Garcillán, tenía algunas tierras en el pueblo, pero su principal ocupación era el comercio. Había fundado junto a su hermano Julián un negocio de exportación de lanas, con sede en la vecina Segovia, con almacenes en Burgos y Bilbao y con corresponsales en París y Bruselas. Su ilusión era que su primogénito aprendiera el oficio desde niño, pero mi madre se empecinó en que debería iniciar cuanto antes la carrera eclesiástica. Finalmente, ambos se pusieron de acuerdo en un punto medio: me haría bachiller en Salamanca y después ya veríamos si Dios me reclamaba para el sacerdocio.
Y en efecto, me hice bachiller, pero, al conseguir el título, Dios no me había dado la más mínima señal. Mi madre insistía en su propósito, asegurándome que probablemente Nuestro Señor me había mandado mensajes que yo no había sido capaz de percibir, pero ante mi firme negativa al sacerdocio, y gracias al apoyo de mi padre, cursé los estudios de las leyes. Mi progenitor se mostró feliz, pues un letrado sería útil para su negocio, así que me dotó con una buena bolsa para asentarme dignamente en Salamanca en casa de un primo suyo, un próspero ganadero.
Lo que ninguno de ellos pudo imaginar es que terminaría dedicándome al noble, pero precario, oficio de las letras. Mi madre, la pobre, evitó con su muerte prematura ver la lamentable deriva profesional de su hijo, y mi padre, aunque lamentaba que no me dedicara al negocio familiar, se resignó a verme volar por mi cuenta, y yo le recompensé defendiendo ante los tribunales sus intereses frente a los ovejeros, así como sus reclamaciones por los abusos de ciertos oficiales de la Mesta. Por otro lado, mis conocimientos de idiomas le ayudaron, como el lector comprobará más adelante.
Antes de dirigirme a Salamanca tuve dos experiencias que en parte marcaron mi vida. Tenía yo diez años cuando los Reyes Católicos pasaron unos días en Garcillán instalados en la casa de los Porres, ricos hidalgos amigos de mi padre. Un día en el que estaba yo jugando en casa de los Porres con su hijo Gerardo, se presentó en la sala de juegos la reina, quien se interesó por nuestros conocimientos. Gerardo le recitó sin titubear unos párrafos del Evangelio según san Mateo, en los que mi amigo había edificado su ley particular, la del mínimo esfuerzo: «No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (…) ¿Por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan, ni hilan. (…) Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal».
La reina seguía la disertación de mi amigo sonriente y cuando terminó aplaudió complacida. Después se puso algo seria: «Los Evangelios son la palabra de Dios, pero Mateo escribió otros versículos más adecuados para las obligaciones de tu edad. Gerardo ¿qué quieres ser cuando seas mayor?». La respuesta fue igualmente rápida: «Quiero ser hijo pródigo».
La reina ya no pudo reprimir la risa y se dirigió a mí para pedirme una muestra de mis conocimientos. «Yo, señora, recitaré si os parece el romance de la perdición de España». «Me parece bien —me animó la reina—, no debemos olvidar que aún quedan territorios en poder del infiel». Así que recité el romance con extraordinaria seriedad:
Las huestes de Don Rodrigo
desmayaban y huían
cuando en la octava batalla
Sus enemigos vencían…
«Por lo que veo, Jaime, te gusta la guerra —me interrumpió la reina». «No, señora —expliqué con viveza—, lo que me gusta es contarla». «O mejor cantarla —me sugirió divertida—. Tú, Jaime —vaticinó Isabel—, serás un buen cronista. Vaya, vaya con los niños de Garcillán». La reina nos dio unos caramelos y se marchó sonriendo. Creo que fue entonces cuando yo, sin saber muy bien qué era ser cronista, decidí que eso es lo que sería de mayor, aunque no se si me ilusionaba más la escritura de los hechos heroicos o la impresión que me produjo que me dirigiera la palabra la reina de Castilla. Al llegar a casa conté con la mayor excitación lo que me había ocurrido y la profecía de la reina, lo que fue muy celebrado por mis padres, pero ninguno se tomó en serio semejante ocurrencia.
El segundo suceso que marcó mi infancia sucedió tres años después cuando, ya muy cumplidos los trece, me enamoré perdidamente de Gabriela, la hija del cura de Garcillán. Fue un amor puro y cristalino que se inició en la iglesia de la Exaltación. Gabriela debía de tener mi edad o quizás un año más. Había jugado con ella de pequeño, pero en los últimos años se había hecho una mujer, para mí la más bella del universo y, desgraciadamente, la más distante, la más inaccesible, a pesar de los escasos límites del pueblo. La misa del domingo era mi única oportunidad y acudir a ella era lo único que entonces me interesaba. Pasaba yo entonces por un ataque de misticismo en el que unía en mis devociones a Cristo y a mi dama, pasando por la Virgen y el Espíritu Santo. Durante la misa no le quitaba el ojo, enviándole miradas de cordero degollado, pero a la salida apenas me atrevía a saludarla, mientras enrojecía de oreja a oreja. Sin embargo, un buen día mis oraciones a la Virgen, a la que expresé mis virginales intenciones y le prometí un buen cirio por su bendita intervención, fueron escuchadas, y ella me puso a tiro a mi idolatrada Gabriela.
Fue la víspera de las fiestas del pueblo. El párroco, su padre, don Sancho, había organizado en la iglesia una representación de la Danza de la Muerte. La iglesia de la Exaltación de la Cruz estaba de bote en bote y los vecinos habían bebido lo justo en estas fiestas. Yo no había dejado de seguir con la mirada al objeto de mi adoración particular, que se había situado en las últimas filas. Me pareció que me devolvía la mirada con gesto que interpreté como una invitación. Esta vez me armé de valor y me acerqué empujando sin contemplaciones a los parroquianos. Gabriela me sonrió y yo me pegué a ella protegido por la densa multitud. Gabriela dejó caer la mano y yo la rocé con el dorso de la mía y, al ver que no la retiraba, la cogí provocando un terremoto en mi corazón, que saltaba de mi pecho. La muchacha apretó mi mano durante unos segundos y después dibujó una sonrisa divina y me la devolvió suavemente, pero seguimos codo con codo toda la representación.
El auto no era precisamente un canto a la vida. La Muerte, un personaje representado por Basilisa, la concubina del cura, arrastraba a la danza siniestra al rey, a los nobles, a jueces, letrados y hasta al mismo papa, afeando a todos sus conductas, las caídas pertinaces en la lujuria, la avaricia y demás pecados capitales. Cuando Gabriela me soltó la mano, la Muerte había sacado a bailar al papa, representado por don Sancho, que se arrastraba ante la Muerte, rogándole que le diera unos años más de vida:
¡Oh, Muerte!, no vengas con tanto furor;
aplaca tu ira; ten mas sufrimiento:
mira que es grande mi merescimiento,
de muy alta estima mi estado y valor;
no muestres conmigo tan grande rigor;
que tengo en la tierra muy gran señorío.
Pero la Muerte, implacable, ponía al santo padre en su sitio:
Muy poco te excusa tan gran desvarío
el golpe mortal de mi pasador.
Sin mas resistencia sabrás, sin mentir,
aunque tu estado a todos hoy sobre,
muy breve serás igual con el pobre,
en solo este paso que llaman morir.
El papa se arrastraba lloroso y con propósitos de enmienda:
Déjame un poco, si quiés mi vivir;
Muerte, no vengas tan arrebatada,
para que enmiende la vida pasada.
Muerte, no puede ser, digo; conmigo has de ir.
Pero el juicio de la Muerte, la esposa de don Sancho, el buen cura de la Exaltación de Cristo, era inapelable:
No puede ser, digo; conmigo has de ir.
En cuanto concluyó el auto sacramental, los parroquianos se pusieron a bailar como locos en la iglesia, en actitud poco contrita. A lo mejor porque el espectáculo de la muerte les había recordado la alegría de vivir. Yo deseaba abrir mi corazón a Gabriela, ahora que ella me había indicado que mis anhelos eran correspondidos, pero la muchacha salió corriendo de la iglesia y yo me quedé como un tonto, parado en la puerta mirando cómo se alejaba y sin atreverme a correr tras ella. Yo cavilaba febrilmente recorriendo el pueblo, rumiando una explicación y concluí que aquella huida significaba confusión y quizás vergüenza. Aquella noche no encontré a Gabriela entre los corros que se habían formado en la plaza, donde los vecinos de Garcillán empinaban el codo y bailaban como descosidos; esperé con el alma en vilo, desojándome vivo cada vez que un vecino se dirigía a la plaza, hasta que esta se vació y solo entonces volví a mi casa, destrozado pero exultante. Estaba decidido: mi vida sería para Gabriela como Melibea fue para Calixto y Eloísa para Abelardo.
Al día siguiente, domingo, llegué a la iglesia media hora antes del comienzo de la misa. Mi intención era expresar con palabras a mi adorada lo que nuestras manos unidas se habían declarado la tarde anterior, pero Gabriela llegó acompañada por su padre, que había descendido de la categoría papal a la de simple cura de pueblo y su madre Basilisa que seguía teniendo el semblante de la muerte que tan divinamente había representado. Don Sancho me saludó llanamente como siempre, pero Basilisa me miró de arriba abajo con desdén, farfullando unas palabras ininteligibles, mientras tomaba a la hija por el brazo y la metía en la iglesia. Gabriela y yo solo pudimos intercambiar una mirada, aunque cargada de sentimiento.
Durante la misa me situé lo más cerca que pude de ella, sin perder ni uno solo de sus gestos. Estaba junto a su madre en la primera fila, y yo había conseguido situarme en la quinta, hacia el lado del Evangelio, la primera posición disponible tras los miembros de la cofradía de la Exaltación, que tenían derecho a las sillas preferentes. No obstante la distancia, me esforzaba en enviar a la bella Gabriela dardos enamorados con la mirada, en la esperanza de que los captara y los devolviera con gentil disimulo. Y, en efecto, en un momento sublime noté que me miraba con el mayor disimulo, girando ligeramente la cabeza hacia la izquierda, con tanto sigilo que pronto me percaté de que no me miraba a mí, sino a mi amigo Gerardo, que, como hidalgo que era, ocupaba con su familia la primera fila, la misma en la que se sentaba mi amada. También me miró a mí, pero yo, muy dolido, supuse que lo hacía para completar su maniobra de distracción, dándome un clavo ardiendo donde agarrar mi esperanza. Y así estuve durante toda la ceremonia, pasando de la desesperación a la esperanza y cavilando explicaciones para el comportamiento de la muchacha y rumiando un encuentro en el que se las exigiría a ella.
Quien me dio las explicaciones, con extremada crudeza, fue Gerardo durante la romería que siguió a la misa solemne, cuando yo le reproché su innoble conducta, que califiqué de traición al amigo. Gerardo me miró con incredulidad divertida: «Pero ¿no te has percatado, querido Jaime, que Gabriela es un poco puta?». Me quedé atónito y el insistió: «Perdona, Jaime, rectifico: no es un poco puta, es muy puta, es un putón desorejado a la mayor gloria del puterío universal». «Pero ¿entonces, tú…? —balbuceé—, no la quieres…». «La quiero para lo que quiero —me aclaró—. Su madre, una mala pécora, está trabajando a mi familia para que me case con ella, y a ella tampoco le importaría, pues, modestia aparte, no creo que encuentre un partido mejor. Creo que le gusto, pero disfruta colectando admiradores como tú, que tampoco tienes mala familia, aunque no puedes compararla con la mía que no tiene ni una gota de sangre hebrea. Mira, Jaime, te voy a quitar a Gabriela de la cabeza de una sola vez. He quedado en verla luego, a la caída de la tarde, en el pajar del Pascualillo, que está en la trashumancia. No tienes más que mirar por la ventana…».
No era Gerardo un fantasmón, pero aun así me resistía a creerle. Así que llegado el momento de la cita nos acercamos al pajar, y ya iba yo a situarme junto al ventanuco para contemplar la escena prometida cuando ambos, Gerardo y yo, oímos voces, risas y jadeos. Mi amigo aceleró el paso y yo le seguí intrigado. Gerardo dio un empujón a la puerta y contemplamos a la bella y pura Gabriela sin bragas y con las faldas levantadas revolcándose con Bernabé, el carnicero, que había tirado sus calzones al rincón. Mi Gabriela nos miraba sin parar de reírse a carcajadas y gritando: «Bernabé, enséñales a los señoritos tu instrumento». Yo palidecí, sin poder pronunciar palabra y corrí a vomitar, pero Gerardo se despachó a gusto con todos los sinónimos de puta que le vinieron in mente, muchos de ellos desconocidos para mí, pero cuyo significado era manifiesto. Empezó con «sucia barragana» y fue añadiendo en arbitraria combinación erudita y grosera: «asquerosa buscona», «viciosa vomitiva», «cortesana de las cloacas», «meretriz de tres al cuarto», «zorrona de los rastrojos», «buscona del carajo», «calienta pollas», «coño barato», «lame prepucios»… concluyendo con un sonoro «putón de los putones de Garcillán».
Al día siguiente, antes del alba, clavé en la puerta de la iglesia de la Exaltación de la Cruz un pasquín con el siguiente mensaje: «Sepan los vecinos de Garcillán que ya no tienen necesidad de desplazarse a Segovia para pecar dignamente contra el sexto mandamiento. El señor cura de esta parroquia y su amancebada Basilisa han puesto a disposición del pueblo a su hija Gabriela, la más viciosa de las prostitutas de Castilla… y la más barata. Más información sobre turnos, tarifas y suplementos por servicios complementarios en la sacristía. Firmado: un garcillanés honrado».
Este acontecimiento marcaría mi carácter, como el de las palabras de la reina, e iluminaría mi profesión, mejor diría mi pasión. El primero me hizo ver que Dios e Isabel me llamaban al oficio de cronista y el segundo, la decepción de Gabriela que, en pocas horas, se transformó ante mis ojos de virtuosa dama a viciosa meretriz, me llevó a desconfiar de las mujeres, y sobre todo, a dudar de mi propio criterio. Más tarde me convencería de que fue la duda sobre las apariencias, y la inconsistencia de mis juicios a priori, la lección principal de aquella historia, más que la condena de la mujer en general por un caso bien particular. Pero lo cierto es que a partir de entonces traté a las mujeres de otra forma y siempre me quedó la duda sobre la sinceridad de sus afectos.
Aquella experiencia me sirvió también de lección para juzgar más cautamente los hechos sobre los que escribía, y la calidad de los personajes con quienes trataba. Desde entonces transformé el dicho popular «Piensa mal y acertarás» por uno todavía más cínico: «Piensa mal y aún te quedarás corto». Quizás aquella experiencia me marcó más de lo que yo mismo admitía, quizás se truncara con ella mi fe en la armonía universal… pero, en fin, ya está bien de filosofías baratas, así que retomo el relato principal.
El aviso que clavé en la iglesia, un grito de mi alma desgarrada, no estaba firmado, pero éramos pocos los que sabíamos leer y escribir, y solo a mi amigo y a mí se nos había visto rondando a Gabriela, así que su madre, la Muerte del auto sacramental, no tuvo duda alguna: no podía haberla entre Gerardo el hidalgo y Jaime el infame judío. Mis padres tampoco la tuvieron cuando don Sancho acudió a mi casa armado con una escopeta, así que me escondieron, y en lo más profundo de la noche tomamos dos caballos y emprendimos viaje a Salamanca, unos días antes de que tuviera que personarme en la universidad.
Salamanca me marcó de forma diferente. En las clases no se admitían mujeres, pero junto al río descubrí a la mujer en toda su desnudez y satisfice mi curiosidad y mis ansias con profesionales del amor venal. En Salamanca hice buenos amigos, adversarios de categoría, conocí a profesores sabios y a merluzos de tomo y lomo, pero sobre todo afiné la curiosidad, instrumento básico para mi futura profesión.
Allí conocí a Juan del Encina, gloria de nuestras letras, entre otros personajes, pero me llamó especialmente la atención Pedro Mártir de Anglería, capellán de la reina Isabel, con quien, pasado el tiempo, trabé sincera amistad. Ya entonces me percaté de la talla política del italiano. Había impartido Mártir una conferencia que nos pareció tediosa, así que los estudiantes pateamos el suelo y procedimos a general abucheo, pero el italiano reaccionó presto, abandonó sus notas y nos habló con la naturalidad con que hablan los amigos, en términos sencillos pero elocuentes. El pateo se transformó en entusiasmo hasta el extremo de que paseamos a Mártir en hombros por toda la ciudad.
No tengo mucho que contar de mis diez años de estudiante en Salamanca, donde no destaqué ni por empollón ni por follonero. Cuando volví a Garcillán con los títulos de bachiller y de licenciado en leyes debajo del brazo, mis paisanos me recibieron bien y ni siquiera el cura párroco me hizo reproche alguno. Él era el primero que no quería remover el pasado, pues bastante vergüenza pasaba con que su hija Gabriela, mi primer amor, ejerciera de puta en Segovia. Yo también me instalé en esta próspera ciudad, pues Garcillán se me quedaba corto para mis ambiciones.
Cuando se inicia mi aventura política, a la muerte de Isabel la Católica, yo ya había cumplido treinta y cinco años, y tenía una figura, que, quiero creer, ha cambiado poco en el día de hoy, con cincuenta y cuatro años bien cumplidos. De casi dos varas de estatura, que ya está bien. Hay quien cree que soy aún más alto por mi caminar erguido, como si estirara los hombros y la cabeza, o tal vez por mi mirada desafiante, sobre la que el curioso lector no debiera llamarse a engaño: es un desafío falso que tiene más de defensivo que de altanero y en el que es fácil percibir un atisbo de sorna, de ironía sobre mi propia persona, como si confiara a quien se me cruza por la calle: «De alguna forma tengo que impresionarte; los que no poseemos riquezas tenemos que valernos de apariencias». Pero no te precipites en sacar conclusiones, lector cómplice, pues mi mirada también desprende una advertencia: «¡Ojo, que no se me escapa una! ¡Ojo que te tengo bien calado, que cuando tú vas, yo he ido y he vuelto!». Debo reconocer también que mi mirada se caldeaba y se caldea, aunque algo se ha enfriado con los años, cuando me cruzo con una mujer, dama o plebeya, fea o hermosa. Una de las pocas cosas que sabe a estas alturas el hipotético lector es que me gustan las feas, pero eso es una verdad a medias. Lo que pasa es que muchas de las que así son calificadas no lo son para mí que tengo un ojo avezado para la belleza oculta en hembras de apariencia poco afortunada.
En conjunto ofrezco el aspecto tranquilizador del médico o del abogado, de quien sabe lo que hay que hacer en cada momento y lo que debe decir cuando el paciente muere o los tribunales desestiman un caso. No apabullo a nadie, pero tampoco propicio un acercamiento fácil ni un trato confianzudo. Moreno de cara y rubio pajizo de cabellera, luzco una pelambrera larga aunque un tanto retranqueada hasta el territorio de una frente amplia y limpia que pudiera indicar claridad de juicio, pero que no es más que promesa de calvicie. Añadiré que me sale fácil y sincera la sonrisa, siempre a flor de unos labios carnosos que dibujan una boca no pequeña con dentadura preparada para su función, que mi nariz es suavemente aguileña, las orejas, proporcionadas, el cuello largo y que modulo la voz que raramente levanto.
En cuanto al retrato del alma, que pudiera interesar más al insaciable lector, puede este contar con un testigo imparcial, el reverendo padre Pedro Mártir de Anglería, que me hizo un traje a la medida como pronto se comprobará.
Narración que yo, Jaime de Garcillán,
hice en la primera jornada en el castillo de Belmonte
en la que expongo como me reclutó Fernando el Católico
a finales del año de gracia de 1523.
Estaba yo a la sazón meditando en La Arcadia, una taberna pegada al acueducto, cuando se dirigió a mí Pedro Mártir de Anglería, interrumpiendo mis profundas reflexiones.
—Sabía que te encontraría aquí, mi buen amigo Jaime, el de Garcillán… —me dijo, propinándome un caluroso abrazo.
—¿Dónde sino, don Pedro? Aquí o en la imprenta.
—O en casa de la Hilaria.
—Aquí dan buen vino sin bautizar, y en la Hilaria se puede disfrutar de las bautizadas y de las moras más complacientes, pero reparad que es demasiado tarde para la imprenta y demasiado pronto para la Hilaria. Es siempre un placer hablar con su reverencia, pero ¿puedo preguntarle a que debo tan alto honor?
Pedro Mártir de Anglería, italiano, de las mejores familias del comercio, listo, bien leído, bien escribido, buen escribidor y bien introducido en la corte, conocía a la perfección Segovia y mis costumbres, de forma que me encontró al tercer intento tabernario.
—¿A qué debo tan alto honor? ¿No le importa a su reverencia que le vean en semejante tugurio charlando con un pecador empedernido? ¿No sufre con ello vuestra proverbial prudencia? —insistí modesto.
—Todos somos pecadores, querido Jaime, Dios me libre de los hipócritas que van de justos. Ya sabes, hijo, que me honro con tu amistad, aunque no nos tratemos lo que deberíamos.
—Me honra su reverencia.
Y, en efecto, me sentía honrado.
—Quería invitarte a almorzar si no te importa compartir la mesa con este humilde siervo de Dios, y si es que todavía no has comido.
—¿Quién, en su sano juicio rechazaría el convite del campeón de la buena mesa? Toda España sabe que vencisteis al capellán mayor de la reina doña Juana en singular combate, ocho platos contra siete y los vinos más generosos. Aunque hubiera almorzado, os acompañaría gustoso para disfrutar de la mejor mesa y de la más amena sobremesa que podría encontrarse en Castilla.
—No exageres, Jaime, el combate con Villaescusa solo fue de boquilla; fue hace muchos años, en el 92, recién conquistada Granada para la cristiandad…
—De la que su reverencia fue tan ameno cronista, pero desde entonces se sigue contando la anécdota como si acabara de suceder —apostillé—. Las buenas historias permanecen.
—Lo hice para bajarle los humos a Diego Ramírez de Villaescusa, que acababa de ser nombrado por nuestros Reyes Católicos deán de Granada, el primer deán del nuevo reino, así como provisor de Jaén. Estaba próximo a obispar, y nos miraba con desprecio a la gente común —explicó.
—No tan común, don Pedro… —rebatí.
—No sabes cómo lamenté aquella carta tan imprudente. Le hicieron obispo de Málaga y capellán mayor de la princesa doña Juana de Castilla, y vaya si se hinchó.
—Capellán mayor de nuestra futura reina, a quien Dios dé buen tino.
—Bueno, Jaime, de eso y de otras cosas hablaremos durante el almuerzo, que ya nos espera. No serán siete platos, pero te aseguro que no saldrás desfallecido.
Puestos a inflarse, Mártir no se quedaba atrás. Doce años mayor que yo, había escalado rápidamente en la corte, donde ejerció de capellán de la reina Isabel hasta su llorada muerte, ahora hacía un mes. Había nacido en el Milanesado, bautizado con el nombre de Pietro Martire d'Angheira y educado en Roma, donde frecuentó el círculo de moda, el de los humanistas.
Mártir fue descubierto como hombre de gran formación y notable ingenio por Don Íñigo López de Mendoza, de la muy poderosa familia de los Mendoza, segundo conde de Tendilla, sobrino del cardenal Mendoza y nieto del marqués de Santillana, a quien Mártir conoció cuando el conde representó a los Reyes Católicos en Roma. «El gran Tendilla», como se le conocía, había jugado un papel de primer orden en la conquista de Granada. Nadie mejor para introducir a Mártir en la corte. Mártir se ganó el reconocimiento general en 1501 cuando el rey Fernando le envió como embajador ante el sultán de Egipto donde consiguió salvar la vida de muchos cristianos. Se había hecho famoso por sus cartas a los nobles y señores principales, en las que narraba con notable agudeza y amenidad los sucesos de la corte, y por un libro escrito en latín, Decadas de Orbe Novo, que ofrecía mil anécdotas chocantes de las cosas que acontecían en el mundo descubierto por Cristóbal Colón.
Yo era consciente de la inmensa distancia que me separaba de aquel caballero, maestro de la nobleza, a cuyos hijos enseñaba un buen latín y las obras de los griegos y romanos y que deambulaba por los mejores castillos y por la corte itinerante de los reyes como Pedro por su casa.
No tardamos más de media hora en llegar desde el acueducto romano hasta el conjunto formado por la catedral, donde se había coronado a Isabel 1 de Castilla en 1474, y el alcázar donde Andrés Cabrera, marqués de Moya por la gracia de aquella, decidió con sus armas que la corona se asentara firmemente en su testa. El frío y las ganas de comer nos marcaban el paso sin permitirnos más palabras que las que exigía la mera cortesía, para cedernos el paso mutuamente o a otros viandantes.
Segovia había superado entonces los cuarenta mil habitantes, formidable crecimiento motivado por el desarrollo industrial generado por el establecimiento en esta ciudad de la corte de Enrique IV y por los desvelos de este por ella, una devoción que no se extendía al resto del reino, del que el monarca se desinteresaba, pues con las rentas e impuestos que le proporcionaba Segovia tenía más que suficiente, y si necesitaba más, acuñaba moneda, que para eso había construido una de las pocas troqueladoras que funcionaban en Castilla.
Murió aquel rey en diciembre de 1474 rodeado de escaso respeto pero de mucho agradecimiento por parte de los segovianos, que reconocían los grandes adelantos que le debían.
A su muerte, Segovia siguió manteniendo su poderío gracias a Isabel, que amaba a esta ciudad donde se casó y donde fuera proclamada reina. Yo había escrito un opúsculo sobre aquellos acontecimientos que se produjeron cinco años antes de mi nacimiento, recogiendo los recuerdos de mi familia y de los vecinos. Aún no se había enfriado el cadáver de Enrique IV cuando Isabel, su hermanastra, entró en acción. No contaba con más apoyos que el arzobispo Carrillo y Cabrera, el gobernador del alcázar. Enrique muere en Madrid en la noche del 11 al 12 de diciembre de 1474 e inmediatamente Isabel le rinde homenaje y ordena mil misas. Al día siguiente, 13 de diciembre, emprende la marcha desde el alcázar, sin esperar a Fernando, el marido, que estaba en Zaragoza, ni al obispo Carrillo, ni negocia el apoyo de los nobles. El pueblo segoviano contempla boquiabierto a aquella mujer de veinticuatro años, ni fea ni guapa, tirando a gordita, pero bien gallarda, vistiendo toda de blanco exhibiendo una espada desenvainada como signo de poder, escoltada por la guarnición del alcázar y precedida por los músicos que van engarzando himnos de combate. La gente sigue alegre a la comitiva en aquel día de santa Lucía hasta la plaza mayor y aplaude asombrada la proclamación que de sí hace como reina de Castilla.
Los Reyes Católicos volvieron con frecuencia a la ciudad, aunque prefirieron que su corte fuera itinerante, concediendo el privilegio de acogerla a Burgos, Valladolid, Toledo, Toro, Zamora, Madrid… pero Segovia fue siempre para ellos algo especial, nunca olvidarían la casa que los vizcondes de Altamira les prestaran para su boda.
Entrábamos ya, don Pedro y yo, en las Huertas del Obispo junto al río Eresma, el objetivo final de nuestra marcha, donde Mártir había conseguido un alojamiento aceptable al pie del alcázar, en unas casas del obispado, gracias al titular del mismo, su amigo Juan Ruiz de Medina, que falleció poco después. Ambos habían oficiado juntos las primeras misas en honor de la reina fallecida, las primeras de las mil que se oficiarían en Segovia.
Un criado nos abrió la puerta y nos condujo directamente al comedor desde donde llegaban olores prometedores.
Yo había disfrutado de buenos banquetes ofrecidos por potentados, pero me había sentado a pocas mesas tan elegantes como aquella. Se había generalizado en los banquetes de la nobleza el uso de la cuchara y del cuchillo de oro o plata, pero era la primera vez que tenía que vérmelas con un tenedor, una recientísima innovación veneciana que pocos sabían manejar. Tampoco eran frecuentes las copas transparentes de cristal procedentes de la ciudad de los canales.
—Tomás, obsequia a don Jaime con el mejor vino que tengamos, que venimos algo fríos y no conviene enfrentarse con el lechazo con el estómago encogido.
—Les sacaré una jarrita del que le envió la hermana Margarita, seguro que don Jaime y su reverencia entrarán pronto en calor.
—Le haremos los mejores honores, Tomás, cómo recuerdo a nuestra hermana en Cristo que en paz descanse… pero antes de entrar en comunión con ella quizás convenga probar un vino generoso para entrar en calor. ¿Nos queda algo del que nos mandaron de Jerez…?
—Algo queda, don Pedro.
Al poco volvió el criado portando con la solemnidad debida a una venerada reliquia una venerable botella de vidrio. El criado puso un dedo de vino en una copa cristalina, y mi anfitrión disfrutó con mi expresión admirativa.
—¿Cristal de Venecia?
—Así es, de Murano concretamente. Me permito algunos recuerdos de mi tierra y de mi infancia que son también un recordatorio de la grandeza divina. Esta copa es un milagro de Dios…
—Con la colaboración del esfuerzo y maestría de los sopladores de vuestra tierra.
—Es un milagro en colaboración de ambos, ¿no es un prodigio que de la fusión del barro salga esta maravilla?
—¿Milagro o magia?
—Mi profesión me inclina a considerarlo un milagro.
Estallaron en un dúo de carcajadas que se iniciaron y terminaron simultáneamente con la precisión de un concierto bien ensayado. Ambos queríamos crear un ambiente festivo y ligero, pero ninguno olvidábamos que estábamos allí para tratar de graves asuntos. Forzamos los gestos de amistad y de liviana alegría, pero nos tanteábamos con las palabras sin dejar de mirarnos a hurtadillas, tratando de encontrar el tono adecuado para aquel singular almuerzo. No se me escapaba que Mártir buscaba el momento de plantearme la almendra del asunto mientras yo trataba de disimular la excitación que me embargaba. No me intimidaba mi anfitrión, uno de los personajes más encumbrados de la corte como he dicho, pero me halagaba estar sentado a su mesa.
Traté de adivinar lo que el capellán de la reina Isabel y servidor fiel del rey don Fernando iba a proponerme dispuesto a prescindir en aquella ocasión de mi lema, «lo primero es el dinero», y cobrárselo en el futuro cuando necesitara del apoyo del poderoso señor, pero, por otro lado, temía comprometerme demasiado con uno de los bandos que empezaban a perfilarse, pues no se me ocultaba que la lucha que se barruntaba entre fernandinos y felipistas podía ser letal si uno no se sumaba al bando triunfador. Como Julio César, me hubiera gustado esperar el desarrollo de la contienda y acudir presuroso en socorro del vencedor.
Mártir tocó la campanilla y apareció Tomás antes de que se extinguiera el último tintineo.
—Ahora sí es el momento de pasar a los platos y a los vinos de nuestra hermana, que en paz descanse a la vera del Señor.
—Pues voy arreando.
La entrada de Tomás con el primer plato parecía abrir un nuevo acto de aquella obra teatral que aún no sabía si entraría en la comedia o en la tragedia o si empezaría con risas y acabaría con llantos, como en la tragicomedia de Calixto y Melibea.
—A ver qué te parece este vino, Jaime
Tomás había retirado la copa que acogió al venerable jerez, y escanció un líquido rojo cardenalicio en otra copa de cristal transparente más ancha y más baja como la figura del criado. La elevé reverente, la bendije, la moví dibujando círculos en el mantel, la acerqué a mi nariz con parsimonia, alabé su indescriptible fragancia, volví a recrearme con su aroma y paladeé con delectación. No lo sabía identificar, pero no era el segoviano de Coca, recio y honrado, con quien este humilde cronista había trabado amistad tras una relación larga y profunda, ni tampoco parecía ser el vecino de Madrigal. También había que excluir el de Toro, fácil de reconocer a la vista por su oscuro color rubí y al gusto por su bravura, del que se decía: «Tomando vino de Toro, más que comer, devoro».
Aquel sabor no me era familiar, no parecía disponer del toque que da el Duero y sus afluentes a los caldos de Medina, Cigales, Tordesillas, Ayllón o de Alaejos; me daba en nariz que era levantino. ¿De dónde sería sor Margarita proveedora de tan divino manjar?
—No le des más vueltas que ya tendrás ocasión de darlas cuando le rindamos los debidos honores. Es un priorato catalán que guardaba para una buena ocasión. Me envió unas cuantas botellas la madre Margarita Rajadell, abadesa del monasterio de Santa Clara, de obediencia franciscana, una mujer de armas tomar que se opuso a la reforma decretada por los reyes, a que se pusieran rejas y se extremaran las normas de clausura. La madre Margarita, un alma libre, sabía disfrutar de la vida; era muy generosa con sus amigos y partidaria de introducir reformas en el sexto mandamiento y suprimir la gula de la lista de los pecados.
Tomás puso sobre la mesa los entremeses fríos con predominio del jamón ibérico como símbolo de que aquella era casa de cristianos viejos, y Mártir elevó su copa de tinto del Priorato e hizo un brindis con el que pretendía entrar en materia:
—Brindo por la memoria de la mejor reina que hemos tenido, por la paz y grandeza de Castilla y por quien mejor puede asegurarlas, por el rey don Fernando.
—Y por doña Juana 1 —añadí yo.
—Y por doña Juana, ciertamente, para que inspire su reinado en la sabiduría y en la gran experiencia de su augusto padre.
La primera botella cayó con los aperitivos, Tomás ya había procedido a abrir la segunda con tiempo suficiente para la oxigenación de un vino tan potente. Acto seguido entró con una sopera de porcelana y saboreamos un caldo de gallina que nos entonó definitivamente. El criado había echado un nuevo tronco de encina en la chimenea y empezamos a experimentar un calor propicio a las confidencias mientras Tomás recogía las tazas y colocaba sobre la mesa sendos platos de codornices con alubias y abría otro tinto cardenalicio con el que empezaba a familiarizarme con un agradecimiento tan auténtico que prometí iniciar una campaña por la canonización de la madre Margarita. Fue el momento elegido por Mártir para entrar en la almendra del asunto, aunque aún procedió a un educado circunloquio.
—¿Qué escribes ahora, Jaime?
—Preparo una historia de la reina Isabel.
—Mucha tela es esa.
—Y tanto, su reinado ha sido mi vida, yo nací en el 69, el año de su azarosa boda con don Fernando, que entonces solo era rey de Sicilia, aunque heredero del trono de Aragón que ocupaba su padre Juan II, quien no hacía gran cosa para morirse.
—El año en que tú naciste, querido Jaime, nació mi paisano Nicolás Maquiavelo, un gran patriota a quien conocí en Florencia cuando empezó a trabajar al servicio de los Doce, el gobierno de la República. Es el segundo secretario de asuntos exteriores, pero sobre él cae todo el peso de la Chancillería a pesar de su juventud. Cuánto daría yo y muchos príncipes por hacernos con el cuadernito en el que apunta todo lo que observa en sus misiones diplomáticas.
—Creo que Maquiavelo admira profundamente a nuestro rey, no me sorprendería que algún día escriba un libro en el que le proponga como modelo de estadista.
—No creo que ello complaciera a don Fernando; sí, es cierto, le admira, pero no precisamente por su bondad sino por su supuesta hipocresía, porque, según Nicolás, nuestro rey logra grandes conquistas poniendo por delante a Cristo y la religión, pero en realidad desconoce la fe, la piedad y las reglas morales. Yo creo que el verdadero modelo de mi paisano es César Borgia, el hijo del papa Alejandro VI.
—Es más paisano mío que vuestro, su verdadero apellido es Borja como el de su padre, de los Borja de Valencia. ¿Puedo encontrar aquí algún libro de Maquiavelo?
—Nicolás me regaló un ejemplar de su Discurso sobre la corte de Pisa, dedicado con alabanzas inmerecidas a mi humilde persona, que está a tu disposición si juras devolvérmelo, más que nada por la dedicatoria. Desde entonces habrá escrito algo más. Tiene facilidad para la letra y para la diplomacia; viaja y se fija mucho.
—Lo mío no es un libro propiamente dicho. Eso os lo dejo a Maquiavelo y a vos que escribís en extenso y en profundo. Yo no paso de ser un plumífero ligero que se limita a pergeñar un opúsculo para consumo inmediato de mis suscriptores, para leer y tirar.
—Y para que sea leído en la plaza —añadió Mártir—. Ya quisiera yo que mis cartas alcanzaran la difusión de tus pliegos sueltos. Dime, Jaime, ¿cuentas en tú opúsculo con detalle toda la fructífera vida de nuestra gran reina?
—No, ello me llevaría años, y además no creo estar preparado para hacerlo, que Isabel fue demasiada reina para un libro de circunstancias. Inicio mi pliego, naturalmente, con un breve recordatorio de su vida, pero me centro en sus últimos días.
—No te será fácil describir semejante calvario, el rosario de desgracias que esta excelsa mujer ha sufrido desde la muerte de su queridísimo hijo Juan, que era la esperanza del reino y con quien tuve una relación muy estrecha. Luego murieron los más propincuos para sucederla: el príncipe Alfonso y la princesa Isabel, con quienes ahora podrá reunirse en la gloria.
—Me ocupo sobre todo de la preocupación de la reina durante sus últimos días de vida por el futuro del reino y las capacidades de su hija para regirlo —afirmé—. En fin, me extiendo en lo cristianamente que sufrió su larga agonía: su penosa enfermedad, la hidropesía que hinchó su cuerpo y que no la dejaba moverse, a esta mujer que no había quien la parara durante tantos años de varonil ajetreo.
—He sido testigo y confidente de sus sufrimientos y de su entereza. Hablarás, naturalmente, de su testamento.
—Naturalmente, es un texto admirable donde reafirma sus ideales y esperanzas, en el que formula prudentes recomendaciones y por el que confía los negocios del reino a una trinidad que no sé si será santa: Juana, Felipe y Fernando, hija, yerno y esposo, aunque santa tendría que ser para que esta fórmula funcione. No será ni monarquía ni república ni aristocracia coronada o republicana.
—Asistí a la lectura de su testamento —interrumpió Mártir—. En el último momento la reina incluyó una cláusula que traerá cola por la que confía a su esposo la gobernación del reino si Juana no puede o no quiere ocuparse de ello. Si eso se cumple, no debes temer por lo que llamas trinidad de poder; quien reinará será Fernando con la plena aquiescencia de Juana, la reina propietaria.
—Os olvidáis de su esposo Felipe —repliqué.
—Conozco bien al archiduque, conde de Flandes y Príncipe de Asturias, que, en efecto, es de hermosa planta y notable ambición, pero a quien le falta carácter; es muy influenciable y está mal influido —señaló Mártir—. El archiduque solo ve por los ojos de don Juan Manuel, y no puede decirse que al señor de Belmonte, que pretende que corre sangre real por sus venas, le falte carácter ni le sobren escrúpulos.
—Sospecho que los cronistas vamos a tener mucha materia pero, a lo que íbamos… me da la impresión, don Pedro, de que sabéis algo más de lo que nos ha llegado al vulgo sobre la cláusula de la que me hablabais antes.
Le animé a seguir con tan interesante historia derrochando muestras de admiración hacia la fuente de la que manaba valiosísima información de primera mano sobre unos acontecimientos que, intuía, marcarían un antes y un después en la historia de España. Mártir había sido testigo de la solemne lectura de la última voluntad de la reina y, probablemente, esta habría requerido la opinión de su capellán.
—En aquel solemne momento —relató Mártir—, al pie de la cama real, solo estábamos el cardenal Cisneros, su albacea testamentario, su querido esposo Fernando y este humilde servidor.
Habíamos dado buena cuenta de las codornices estofadas y de la quinta botella del glorioso priorato. Ahora teníamos que abordar un doradito cordero lechal asado en su jugo auxiliados por la sexta botella. Don Pedro arrastró la silla hacia atrás, y adiviné que estaba disfrutando por anticipado de la primicia que me iba a donar; a alguien de su perspicacia no se le podía escapar que me podía comprar con información tanto o mejor que con dinero. Los efectos del vino se hacían notar, no estábamos ebrios, pues habíamos bebido con calma y sobre un sólido colchón de embutidos y codornices, pero se había creado un ambiente propicio para la confianza, y yo percibía las ganas que Mártir tenía de hablar para que yo pudiera hacerme una idea más precisa de hasta qué punto mandaba en la corte.
—Jaime, lo que te voy a confiar es alto secreto. Tienes que jurarme que quedará entre nosotros.
—Que me condene si falto a mi palabra; hablad con toda confianza, don Pedro.
—Por la salud de vuestra alma y por la de mi cuerpo mantened la boca cerrada. Si te lo cuento, es porque creo que contribuirá a que te hagas una idea de todas las implicaciones del caso —me advirtió—. Aquella cláusula que introdujo la reina en el último momento en su testamento, ya en la antesala del juicio de Dios, tendría consecuencias que no se le ocultaban a la moribunda. Representaba la entrega del poder real a su esposo y la incapacitación de su hija, que es la que tenía el derecho a la corona según las leyes de la monarquía.
—Pero eso no era una novedad —señalé—. Isabel había hecho aprobar a las Cortes una ley por la que se mandaba que si cuando llegara la hora de su muerte la reina Juana no volvía a Castilla o no estaba en condiciones de reinar o dispuesta a ello, gobernaría como regente Fernando, su padre.
—Pues ahí estaba el intríngulis, que Fernando contaba con ello, y sin embargo, su esposa, a la hora de la muerte, parecía haber cambiado de opinión y nombraba a su hija Juana sucesora sin limitaciones y sin mención alguna para su querido esposo. Imagínate la decepción del rey.
Era vox populi que el aragonés nunca había aceptado de buena gana que Isabel no le reconociera como rey de Castilla de pleno derecho, y que se resignó a su condición de consorte tal como se desprendía de la fórmula elegida que proclamaba reina a Isabel y reconocía a Fernando simplemente como «legítimo esposo», una obviedad irrelevante. Isabel no pudo o no quiso proclamarle rey efectivo en vida, quizás consciente del odio acumulado por los nobles por el autoritarismo de su esposo o bien al constatar la antipatía que en la corte se había generado contra los aragoneses que ocupaban demasiados cargos, en opinión generalizada entre los castellanos. Pudieron contar estas razones, pero no creo que fueran decisivas para una mujer de tanta energía. Quizás la verdadera razón residiera en que no quería renunciar a dictar la última palabra en los asuntos del reino si llegara el caso de una discrepancia profunda con su esposo.
Así que cuando fue coronada, a pesar de que ya estaba casada y a pesar de que Fernando, el hijo de Juan II de Aragón, había asentado su corona valerosamente, se hizo proclamar reina negando a su esposo la condición de rey efectivo. Después, Fernando, sobre cuyos hombros había caído todo el peso de la guerra contra el partido de Juana de Trastámara, la Beltraneja y del esposo de esta, Alfonso V, rey de Portugal, pareció conformarse con el acuerdo de Segovia de 1475, en el que se le especificaron por escrito amplias atribuciones pero no la condición de rey de Castilla.
En la práctica, ambos reinaron casi siempre de común acuerdo y, salvo en algunas empresas que ella consideraba irrenunciables, en la duda se inclinaba por la decisión de su esposo, a quien reconocía una astucia y una prudencia que a veces ella se saltaba en aras de lo que su corazón le pedía «para mayor gloria de Dios y de Castilla», como solía proclamar. Sin embargo, era muy celosa respecto a que se reconociera su papel predominante, temiendo que la gente mirara al matrimonio como era natural, con el hombre mandando y la esposa en un segundo plano. La reina se enfadó mucho con el cronista Pérez del Pulgar porque, en determinado hecho de guerra, destacó la figura del rey, y le advirtió severamente que en adelante los pusiera siempre en el mismo plano. Del Pulgar se vengó con humor: cuando nació la infanta Juana inició su crónica con las siguientes palabras: «Don Fernando y doña Isabel han parido una hermosa niña…».
—Me puedo imaginar la cólera del rey, la indignación que iría por dentro, pues don Fernando no ha expresado nunca cólera, ni siquiera destemplanza, cuando comprobó que su esposa no le daba la gobernación del reino —apuntó don Pedro Mártir.
—Sí, la indignación iría por dentro, que es más frío que un infierno de hielo…
—No tanto. Si le conocieras mejor verías que es apasionado pero sabe contenerse, nunca le he oído una palabra más alta que otra, pero, como te decía, la reina redactó su testamento sin mención alguna, más allá de la formula habitual, a su compañero de tantas fatigas.
—¿Y qué hizo el rey?
—Ahí está la cosa. Cuando la reina le entregó el borrador del testamento, se encerró en su cámara y estuvo muchas horas sin salir de ella, se sumió en un silencio que solo rompía con monosílabos cuando su segundo secretario, Lope de Conchillos, pedía instrucciones sobre algún asunto que no admitía espera; dejó de aparecer por la alcoba donde la reina padecía los ataques más dolorosos, expresando su opinión con su espantosa ausencia que Isabel aguantaba peor que la propia agonía.
—Que creo fue terrible.
—Sus últimos cien días fueron horrorosos, la hidropesía le hacía beber toda la noche y todo el día y se fue hinchando y perdiendo todas las fuerzas.
—¿Y qué hacía la reina? ¿No le mandó llamar?, interrumpí, incrédulo ante la crueldad del esposo en aquellos decisivos momentos en que la esposa se enfrentaba a la muerte.
—La reina le enviaba recados acuciantes de que volviera junto a su lecho, pero él se excusaba alegando que se encontraba enfermo, que sufría unas tercianas, nada demasiado grave.
—Unas miserables tercianas que se curan con una canción como dicen en Garcillán, en mi pueblo las tercianas se curan tirando sal hacia la espalda y cantando: «Buenos días, señor Salomón,/ tercianas traigo, tercianas son/ aquí las dejo ¡quede usted con Dios!».
—¡Qué obsesión tiene el pueblo con Salomón! La reina temía que padeciera algo grave y que la engañaran los médicos para no atormentarla más, pero la realidad es lo que te digo, el rey estaba simplemente rabioso.
—¿Y cuánto duró aquel plante?
—Prácticamente los cien días de agonía que padeció la reina, hasta que comprendió la naturaleza de la enfermedad de su esposo, y viendo que se le iba la vida cedió y mandó introducir la famosa cláusula por la que entregaba la regencia a Fernando hasta que su nieto Carlos alcanzara la mayoría de edad, en el caso de que Juana se hallara ausente, o no pudiera o no quisiera gobernar. En cuanto se la hizo llegar a su esposo, este se repuso milagrosamente y acudió cariñoso al lecho donde agonizaba su esposa. A los tres días la reina entregaba su alma a Dios.
—¡Qué cuajo el de nuestro soberano!
—Querido Jaime, los reyes no son como nosotros, son de otra raza. Te recuerdo que lo que te he contado es secreto de estado, pues si se conociera podría ser utilizado por nuestros enemigos contra la causa de don Fernando.
—Yo no tengo más enemigos que mis acreedores, monseñor —admití.
—De eso quería hablarte. Nuestros enemigos son los extranjeros que quieren imponerse en Castilla, acabar con nuestras costumbres y nuestras leyes y arramplar con todo. Te recuerdo otra cláusula del testamento de nuestra querida reina, que prohíbe que los cargos se encomienden a extranjeros. Mira, Jaime, nuestros enemigos ya afilan sus espadas para sangrarnos y para embarcarnos en guerras que no son las nuestras, y no dudarán en exprimirnos hasta el último maravedí.
—En una palabra, nuestro enemigo es el archiduque Felipe de Austria, el Hermoso.
—Puedes poner más nombres, y en primer lugar el de don Juan Manuel, que no es precisamente hermoso ni flamenco sino más bien enano y castellano de Belmonte de Campos, pero, como suele ocurrir con los traidores, es el más cruel; añade al padre del Hermoso, Maximiliano I de Austria, rey de los romanos y cabeza del Sacro imperio Romano Germánico.
—Tres mentiras y media —dije, sin percatarme de que lo había dicho en voz alta.
—¿Qué murmuras, Jaime? —preguntó.
—Perdón, don Pedro, que interrumpiera vuestro discurso, es que me salió el pensamiento a la boca; me ocurre con frecuencia. Siga, por favor, monseñor —le insté.
—¿De dónde viene lo de las tres mentiras y media? —quiso saber.
—Porque ni es sacro, ni es un verdadero imperio ni es romano. La medio mentira viene de que de momento es germánico, pero mañana Dios dirá, pues el papa, su representante en la tierra, que es el que tiene que coronarle emperador, podrá poner el título en subasta, que en Roma, como sabéis, todo se negocia. Hasta ahora ha sido ostentado por austriacos pero andan ahora tras él, según me cuentan, Luis XII de Francia y Enrique VIII de Inglaterra, el esposo de Catalina, la queridísima hermana de nuestra reina Juana.
—Pues no te preocupes, Jaime, las tres mentiras y media han dado a luz a la nación alemana, que es como empiezan a nombrarla los vasallos de Maximiliano, que quiere ser un emperador de verdad, no solo un símbolo, uniendo bajo su cetro y la idea imperial a los pequeños estados alemanes, y en ello imita a nuestros reyes, aunque debo decir que aquí lo que pudo ser la nación española está a punto de saltar por los aires —explicó don Pedro—. Sospecho que en la nación alemana que emerge, el papa tiene poco que decir, salvo en los asuntos puramente religiosos, naturalmente… y no en todos, pues en Alemania escandaliza la forma con que se entiende en Roma el Evangelio. Apunta también en la lista de enemigos, querido Jaime, a Luis XII, rey de Francia, nuestro eterno rival. No puedes permanecer neutral en esta batalla en la que Castilla se juega su destino.
—Pero, don Pedro, ¿qué puedo hacer yo contra tan altos señores? Tratad de haceros con el apoyo de la Iglesia, de los nobles, de las órdenes militares y de los ricoshombres, pero ¿de qué os puede servir Jaime de Garcillán que bastante tiene con lograr comer caliente cada día?
—Hablando de comer, ya veo que has liquidado el lechazo hasta los huesos. Supongo que habrás dejado sitio en tu admirable estómago para la vaca que prepara Pietro, mi cocinero, con tanto primor.
—No sé si me entrará la vaca entera pero probemos, que como dice el célebre villancico que canta mi amigo y compañero de la Universidad de Salamanca, Juan del Encina: «Hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos que mañana ayunaremos».
Un campanillazo y Tomás apareció con más vino.
—No te rebajes de ese modo —retomó su discurso el reverendo Mártir—, que don Fernando cree más en la propaganda que en los cañones, y tú tienes prestigio; llegas con tus crónicas a mucha gente, y no solo a los nobles y letrados que me honran, debo reconocer que con cierta satisfacción, suscribiéndose a mis epístolas. Mi labor también puede ser de cierta utilidad, pero el rey quiere llegar con su verdad hasta el último de sus súbditos, a los habitantes de las ciudades y a los que cultivan el campo en los más alejados rincones de esta tierra. Los castellanos, y yo me incluyo entre vosotros, no somos siervos. Todos somos hidalgos y gente libre, y nuestra opinión cuenta.
—¿El rey Fernando sabe de mi humilde existencia? —me sorprendí.
—Se la hemos hecho notar y ha insistido en pedirte ayuda. ¡Ah!, por cierto, aunque ello no tiene tanta importancia está dispuesto a retribuirla generosamente.
—¿Con agradecimientos, con rezos o quizás con bulas?
—No seas impertinente, Jaime, con buenos maravedíes.
no terne su reverencia que me venda al mejor postor?
—Te conozco más de lo que tú te crees. Un hombre que se atiene fielmente como haces tú al mandamiento «lo primero es el dinero» tiene que tener palabra, y uno puede estar razonablemente seguro de tu fidelidad siempre que cuente con una buena bolsa.
—Me conoce bien su reverencia; Jaime está siempre al servicio del mejor postor —admití—, pero se atiene a una regla moral que nunca ha traicionado: si recibe otra oferta más crecida, se lo hace notar noblemente al primer cliente por si decide mejorar o igualar la oferta, y si este no lo hace, le aclara sin tapujos que acuda a otra puerta en la seguridad de que Jaime guardará celosamente los secretos confiados; jamás hace doble juego.
—Te conozco, en efecto, y tengo debilidad por ti —reconoció don Pedro—, amigo de mil oficios y habilidades no siempre confesables, buscavidas, aventurero de la pluma y de lo que se tercie pero de cuya palabra puede uno fiarse porque es, más que virtud, poderosa herramienta.
—O si su reverencia quiere, un reclamo para el negocio como pudiera serlo el cuidado atuendo para el letrado o el perfume para la cortesana —bromeé.
—En definitiva, nos fiamos de ti, pues podemos ofrecerte una buena bolsa y quizás, si las cosas salen como deben salir, podrías encontrarte con una distinción nobiliaria.
—No prometáis más de la cuenta, don Pedro. ¿Me veis como marqués de Garcillán?, ¿o como conde del arrabal?, ¿o como señor de las putas de San Martín? Me conformo con la plata siempre que podamos concretar algo más. ¿Qué pasa si me niego?
—Hubiera preferido que no formularas esa pregunta, que no es propia de una persona tan inteligente como tú. A fuer de viejo zorro te resumo la cuestión: te ha tocado, Jaime, te ha señalado el dedo del destino, y no tienes la menor oportunidad de contemporizar. Yo comprendo que hubieras preferido permanecer al margen, pero una vez que don Fernando se ha fijado en ti, solo te queda tomar partido por él o contra él. Así ve el rey las cosas; es de suaves formas, nunca tiene prisa, pero antes o después ajusta cuentas.
—Bueno, y está lo de la plata —apostillé.
—Lo primero siempre es el dinero, ¿no es así, Jaime? ¿Quieres un poco más de vino?
—¿No tenéis algo más fuerte?
—Vas a probar mi segundo milagro, un vaso de buen aguardiente que inventamos los italianos hace dos siglos, pero que reconozco se ha perfeccionado hasta lo sublime en algunos monasterios castellanos. Este que vas a saborear procede del monasterio de Guadalupe. Debo aceptar que los jerónimos saben hacer bien las cosas.
—Son genios de las finanzas. Donde ponen el ojo crece la riqueza, y dominan la propaganda como nadie en esta tierra de Dios. No me lo toméis a mal, don Pedro, pero ¿tenéis por casualidad un Pedro Ximénez?
—Por casualidad no, por veneración, habéis elegido bien, creo que llegaremos a hacer grandes cosas juntos.
En ese momento, Tomás irrumpió en la sala y dijo unas palabras al oído de su señor, quien me anunció misterioso:
—Jaime, vamos a tener una visita importante.
En el dintel de la puerta se destacaba la figura de un hombre pequeño, achaparrado, nervioso, con la mirada baja, hombros encogidos, mirada huidiza y desconfiada, calvo y aparentemente insignificante, pero que desprendía un olor que yo percibía al instante, el del hombre acostumbrado a ser obedecido al instante.
—Don Lope, tengo el gusto de presentaros a don Jaime de Garcillán, ilustre cronista que he reclutado para nuestra causa. Jaime, me cabe el honor de presentarte al excelentísimo señor Lope de Conchillos, secretario de nuestro señor el Rey Católico.
Esta es, lector amigo, la exposición que hice en el castillo de Belmonte que transcribo tal como fue y recogieron fielmente los escribanos del señor del castillo de la que solo omití algún pequeño detalle que pudiera perjudicar mi reputación, pero ni siquiera silencié las duras palabras que Mártir dedicara a don Juan Manuel.
Donde se expresan dudas sobre Cata.
Belmonte, mayo de 1523.
Al terminar mi relato se hizo un silencio profundo que rompió el señor de Belmonte:
—Muchas gracias, amigo Jaime, estamos impresionados con el fondo y con la forma de lo narrado y, desde luego, por tu sinceridad. Has puesto el listón tan alto que nos obliga mucho a los demás y a mí el primero, pues me corresponde intervenir mañana para relataros lo que ocurría en aquellos momentos en el palacio de los archiduques en Bruselas. Por hoy ya tenemos bastante, y ahora, si os parece bien, os invito a escuchar un concierto en el gran salón para el que he traído a músicos y cantores de mérito.
La verdad es que, aun siendo adicto a la música, el concierto me interesaba menos que la posibilidad de encontrarme a solas con Cata; no fue a solas pero, al menos, pude verla en el gran salón de música en compañía de su madre. Tras dirigir sentidos elogios a ambas, que se habían vestido con certera picardía para la ocasión, logré apartar a Cata con el pretexto de enseñarle unos papeles, y pudimos sentarnos a resguardo de oídos indiscretos. No perdí el tiempo en circunloquios.
—¿Dónde te has metido, Cata, que no he conseguido dar contigo?
—En un lugar inaccesible para ti, por si persistes en la idea de raptarme.
—Déjate de bromas, Cata, que están pasando aquí cosas muy extrañas.
—¿Te ha atacado acaso el espíritu del infante don Juan Manuel?
—No son los muertos los que me preocupan sino los vivos, es alguien muy vivo aunque un tanto torpe quien ha penetrado en mi cámara y ha registrado mi equipaje.
Cata se puso seria, y me pareció captar un gesto de sobresalto reprimido inmediatamente. No me dio la sensación de que le sorprendiera totalmente la noticia, aunque escenificara un gesto de preocupada incredulidad.
—¿Has echado en falta algo? Los criados de mi padre son de absoluta confianza y nunca se les ha sorprendido robando, pero no puede una poner la mano en el fuego por nadie.
—No tenía nada de valor a no ser mis escritos, Cata.
—¿Te falta alguno?
—A simple vista no he echado en falta ninguno. La verdad es que no puedo entender qué es lo que pueden buscar, tu padre ya tiene mi diario…
—Insinúas que el registro lo ha ordenado mi padre.
—¿Quién si no? Si los criados son tan honrados y fieles, tendrá que ser el amo…
—Mi padre es como es, Jaime, pero no creo que rompa su hospitalidad, que para él es sagrada —se indignó.
—A no ser que lo crea necesario —apostillé.
—Necesario, ¿para qué?, ¿o para quién? No lo sé Jaime. Trataré de averiguar algo, pero ahora debernos callarnos, que han llegado los músicos. No llamemos la atención.
Por mucho que me doliera, y a riesgo de ser injusto, no podía estar seguro de Cata. Es verdad que me ayudó cuando su padre me perseguía en Flandes, pero entonces era una jovencita de diecisiete años embobada conmigo, y ahora, diecinueve años después, se había hecho una mujer madura y casada a la que debía suponer que comulgaba con los propósitos e intereses de su padre que eran los de la familia, los suyos y los de sus hijos. No obstante, no me arrepentía de haberle informado del registro, pues en el peor de los casos no me perjudicaría que su padre supiera que yo me había percatado de ello. Habían llegado los cantores y los músicos con sus vihuelas, y doña Catalina de Rojas nos explicaba lo que estábamos a punto de escuchar:
—Me he atrevido a seleccionar unas obras de dos buenos amigos nuestros: Josquin des Prés y Pierre de la Rue, recientemente fallecido, ambos amigos de mi esposo y músicos de nuestro llorado Felipe el Hermoso y de nuestro emperador. Después escucharemos, si os parece, unos poemas antiguos que, creo, nos siguen gustando a todos, empezando por Vive Leda si podrás y La bella malmaridada del inolvidable poeta del siglo pasado Juan Rodríguez de Padrón, de los que nuestros poetas de hoy se han apropiado haciendo meritorias variantes. Seguiremos con Las tristes lágrimas mías y otras canciones de amor menos tristes.
Es chocante el gusto de la gente por escuchar siempre las mismas canciones, aunque las cubran con nuevos ropajes. Zapata y yo habíamos editado pliegos sueltos de La bella malmaridada y de otras canciones inspiradas por el mismo tema que tuvieron gran aceptación al ser recitadas por los ciegos que contratamos. Gustaba mucho aquella que empezaba: «Soy garridica y pierdo razón por mal maridada», en la que la bella dama casada con un marido que no merecía se que jaba de que este «nunca un besillo me dio con virtud/ en todos los días de mi juventud/ que fui desposada».
Seguirnos reverentes las notas de Josquin des Prés y de Pierre de la Rue, y nos dispusimos a disfrutar de lo lindo con las canciones populares de toda la vida. Conocía las letras perfectamente, pero aun así el corazón saltó en mi pecho al oír los versos de la mal maridada. ¿Los habría seleccionado doña Catalina por indicación de mi Cata? Yo miraba a esta de reojo mientras me parecía sentir disimuladas miradas de los demás y la no mirada igualmente intencionada de Cata:
Tú lloras por malcasada,
yo porque te conocí
si has de tener amado
señora, tomes a mí.
Después, el grupo musical contratado por los señores de Belmonte nos ofreció otras canciones famosas: A las armas, moriscote, A quién contaré mis quejas, Adonde tienes las mientes, Amor loco, amor loco, Cuitas, afán sin medida, De vos y de mí quejoso, Dónde estás que no te veo, Las tristes lágrimas mías, No hallo a mis males culpa, Rosa fresca, rosa fresca, Tiempo bueno, tiempo bueno, Vos tenéis mi corazón y alguna más que ahora no recuerdo. La chimenea había consumido todo un bosque, y los criados habían repuesto decenas de grandes velas cuando terminó la velada y se inició una animada procesión a nuestras respectivas habitaciones, sin que pudiera cruzar con Cata más palabras.