Primera jornada en el castillo de Belmonte
Mayo de 1523.
Me desperté sobresaltado por un formidable estruendo; me lancé a la ventana y solo pude ver una nube de polvo. Me pareció una unidad de los tercios del Gran Capitán. Diez soldados abrían paso a una caravana integrada por ocho coches de servicio y dos que lucían sendos escudos señoriales. Los coches de cuatro ruedas tirados por cuatro caballos son un invento formidable que iban sustituyendo a las carrozas poco a poco. Se inventaron en Hungría donde los llamaban kocksimy. El primer coche que llegó a Castilla lo trajo de Flandes en 1497 Margarita de Austria, cuando vino para casarse con el príncipe Juan, el hijo de los Reyes Católicos, y causó gran sensación. Tenían la ventaja sobre las carrozas de que la caja descansaba sobre unas correas que mejoraban la suspensión, y que el eje delantero era giratorio.
Una decena de mílites cerraba el cortejo. A la puerta levadiza del castillo esperaban en perfecta formación los soldados del señor de Belmonte, en uniforme de gala. Bajé corriendo los escalones espabilándome en el acto, aunque el cuerpo me decía que necesitaba dormir más.
—Buenos días, Jaime, ¿has descansado bien? —El saludo de don Juan Manuel era cordial, pero me pareció observar en el tono, o en la mirada, una leve sorna, o quizás era producto de mi imaginación o de mi memoria, pues le conocía lo suficiente para saber que, aunque era muy directo en sus expresiones y en sus actos, nunca procedía con verdadera sencillez.
—Perfectamente, pero poco. Lo de ayer fue una paliza que ya no puedo llevar como antes. A usted le veo muy descansado.
—Por favor, Jaime, te ruego que mientras permanezcas en mi castillo tengas la bondad de tutearme.
—Es un gran honor…
—Jaime —me interrumpió interpretando un tono severo—, tú y yo tenemos que hablar seriamente. Me he visto obligado a leer tu diario y hay cosas que conviene que aclaremos.
—No tendrías ese cuidado si no me lo hubieras interceptado.
—Era necesario, Jaime, de ello te daré cumplida explicación que entenderás perfectamente.
—Lo que no puedo entender es que tú y el marqués de Moya, que os disputasteis el alcázar de Segovia a sangre y fuego, estéis ahora en tan buena componenda.
—Pues es bien sencillo, Jaime. Los Reyes Católicos le concedieron la alcaidía a los Cabrera Bobadilla, y cuando reinó don Felipe me la confió legítimamente a mí. Cuando, muerto Felipe, volvió Fernando a la gobernación del reino, pretendió entregársela de nuevo a los Cabrera, y ahí es donde me opuse yo a sangre y fuego, como tú dices y, debo reconocerlo, ganaron los Cabrera.
—Perdona, pero lo de «legítimamente» es discutible puesto que los Reyes Católicos le habían entregado la fortaleza a los Cabrera de por vida.
—De por vida por el momento —señaló don Juan Manuel—, que para los reyes no hay derechos retroactivos. Antes se enfrentaban dos legitimidades, pero ahora las cosas son distintas. Falleció don Andrés, el primer marqués de Moya, y murieron Felipe y Fernando, así que lo sensato era buscar un acuerdo. Los Cabrera se han quedado con el alcázar y yo he sido justamente indemnizado, y ahora reina entre nosotros una gran amistad, como suele ocurrir cuando cuesta trabarla.
—Y parece que la prenda es la humilde persona de un servidor.
—No te preocupes, que si eres sensato solo sacarás de esta ocasión beneficios. Bien, ya está aquí el cortejo y tengo que hacer los honores a mis invitados. Debes saber que te he rogado a ti y a estos señores que vengáis a mi casa para que aclaremos malentendidos, pero hay cosas que tendremos que reservarnos para nosotros dos.
Tras los toques de bienvenida de ordenanza, el señor de Belmonte se acercó al pie de uno de los coches de donde salieron los dos invitados que identifiqué en el acto: el reverendísimo señor don Diego Ramírez de Villaescusa, obispo de Cuenca, capellán de la reina, etcétera, etcétera, y el excelentísimo señor don Gutierre Gómez de Fuensalida, comendador de la Membrilla, señor de Alhaurín de la Torre, gobernador de Málaga, consejero de estado de los Reyes Católicos y embajador permanente que fue de Fernando el Católico en Inglaterra, Flandes y Alemania.
Curioso elenco el que nos habíamos reunido por la gracia de don Juan Manuel, un verdadero milagro, pues todos los presentes habíamos sido enemigos a muerte del anfitrión. Es verdad que las circunstancias habían cambiado y que la muerte arregla muchos asuntos, y ahora reinaba en España y en medio mundo don Carlos, que sería primero de este nombre en España cuando muriera su madre Juana 1 de Castilla y que era, desde que cumpliera diecinueve años, «rey de los romanos», paso previo a ser coronado por el papa como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Es asombroso el empeño de los pontífices por asumir el Imperio Romano, que tantos mártires envió a los cielos. Jesús nació y predicó la salvación de los hombres en una colonia romana, fue ejecutado una vez que el gobernador romano se inhibió a favor de las autoridades locales, los jueces judíos, que le aplicaron la pena máxima establecida para la subversión, y Roma persiguió a los cristianos en todo el imperio por atentar a la unidad religiosa con graves consecuencias políticas.
La clave de la afición papal por el Imperio Romano podía residir en Constantino, el emperador que se convirtió al cristianismo en el siglo IV y dio un inmenso poder a la Iglesia. Los papas basaban la legitimidad de su poder temporal, incluido el dominio directo de los estados, en un supuesto documento de Constantino que atribuía a la Iglesia el mando supremo y la posesión de todas las riquezas del imperio. El documento existía, pero era una bella falsificación, como habían demostrado investigadores imparciales como Guillermo de Ockham y Lorenzo Valla, entre otros.
Yo confieso al redactar estos recuerdos, en los que me he propuesto abrir mi corazón sin ocultar nada que soy cristiano, pero no comulgo con la Iglesia imperial, con su ostentación, riquezas y corrupción. Creo que hay que dar a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar, aunque tampoco soy «cesarista» a ultranza. Desde Constantino se observa un equilibrio inestable entre el poder del papa y el de los reyes. Estos se legitiman ante sus pueblos en nombre de Dios y a Dios lo administran en Roma. Los reyes necesitan la bendición del papa y este se vale de las espadas de aquellos, para sus cruzadas, pero también y, sobre todo, para extender sus posesiones temporales, pero los primeros niegan que por el hecho de que el papa sea la primera autoridad religiosa tenga derecho a ejercer autoridad alguna en sus territorios, más allá de lo referente a la fe y a la cadena de mando eclesiástico y solo hasta cierto punto, como lo demuestra que no se nombrara un solo obispo en España sin la aceptación de los Reyes Católicos. De hecho, los nombraban estos, y la firma del papa no era más que una formalidad. Lo mismo ocurrió con la Santa Inquisición, que estaba al servicio de Isabel y de Fernando.
Para terminar con esta confesión de mis creencias, debo decir que no soy luterano aunque creo, con mi admirado amigo Erasmo de Rotterdam, que la Iglesia necesita una reforma de arriba abajo pues hace tiempo que ha dejado de seguir los mandatos de Cristo. Una vez que me he definido ante mis desconocidos lectores del futuro si es que estas páginas llegan a manos de alguien, vuelvo al tronco de mi historia.
Juana, en cuya locura nunca he creído, sería reina propietaria mientras viviera, pero, recluida en Tordesillas por orden de su hijo, solo se le reconocía un poder pasivo por decirlo así. Todos los decretos se firmaban en su nombre, pero sin que ella tuviera la menor noción sobre ellos. Carlos había dado un golpe de estado como sus abuelos maternos, Isabel y Fernando, aunque de diferente naturaleza. No suplantó al sucesor legítimo como hiciera Isabel con su sobrina la Beltraneja, pero no podía ser rey aunque ejerciera de tal hasta la muerte de su madre, Juana 1, pues jamás se decretó su locura ni fue inhabilitada.
Había pues dos reyes en Castilla, una reina y un rey, pero Carlos exigió la prioridad en los honores, apelando a su título de emperador. No creo ser yo el único a quien irritaba la fórmula impuesta por este en ceremonias y documentos oficiales: «Carlos, emperador romano electo por la gracia de Dios; Juana, reina de Castilla por la gracia de Dios, y el mismo Carlos, rey de Castilla por la misma gracia de Dios…». Me pareció que Dios había hecho una gracia, muy discutible, aunque reconozco que no me atreví a proferir en público un juicio que me podría llevar a la hoguera.
En Castilla, León, Granada, Aragón y un largo etcétera no había más rey que don Carlos, que cuando nos reunirnos en Belmonte había cumplido veintitrés años; tanto los vivos allí presentes como los que habían pasado a mejor vida, si es que ello es posible, el padre y el abuelo del emperador, Felipe el Hermoso y Fernando el Católico, solo se pusieron de acuerdo en el reconocimiento de don Carlos, aunque don Fernando, que era muy largo, acarició la idea de hacer rey al hermano de aquel que llevaba su nombre y que se había educado en Castilla, pero tuvo que renunciar a este proyecto para evitar males mayores.
En cuanto a los que estábamos reunidos en Belmonte, todos acatábamos al emperador. Diego Ramírez de Villaescusa lo había bautizado, Fuensalida lo apadrinó y lo sostuvo en sus brazos cuando la criatura recibió las aguas del bautismo, Juan Manuel vigiló la educación del infante impartida por su preceptor Adriano de Utrecht, nuestro querido papa. La mayor prueba a la que tuvo que enfrentarse el joven césar fue la rebelión de los comuneros a la que procedieron en nombre de la reina Juana, pero esta encarnizada guerra civil había acabado con la victoria del emperador en la batalla de Villalar.
El tiempo, como cavilaba antes, lo cura todo y allí estábamos Villaescusa, Fuensalida, mi colega Alonso y yo disfrutando de la hospitalidad del adversario, haciendo memoria y contrastando experiencias, lo que probaba que el trato del adversario podía trocarse en algo parecido a la amistad si hay nobleza e inteligencia por ambas partes.
Don Juan Manuel había interrumpido el contacto tanto con el obispo como con el diplomático desde la muerte del Hermoso en el otoño de 1506, hacía ahora diecisiete años. Mi colega Alonso de Torrelaguna solo había cultivado tratos con Villaescusa durante el ejercicio de los obispados sucesivos de este, primero el de Málaga, después el de Astorga y ahora el de Cuenca, debido a las relaciones que don Diego mantenía con Cisneros, a la sazón arzobispo de Toledo por la gracia de los Reyes Católicos. Al presentar a Alonso a los demás invitados, resalté precisamente la gran amistad que cultivó con su paisano Cisneros, que era la mejor forma de introducirle entre aquellos poderosos señores que, estaba seguro, se interesarían por los últimos días del cardenal regente de España.
Tras la recepción oficial, los himnos de bienvenida y las salutaciones acostumbradas, rendimos cortesía a doña Catalina de Rojas, la esposa de don Juan Manuel, que nos acogió con cordialidad y señorío de gran dama, pero yo buscaba con la mirada a su hija Cata, algo distraído de todo lo demás mientras formábamos un círculo en torno al señor del castillo.
—Como veis, estamos de obras, pero las he interrumpido durante vuestra estancia para evitaros molestias. Si os parece, os mostraré mi modesto castillo mientras las Catalinas, mi esposa y mi hija, disponen lo necesario para el almuerzo y para vuestra comodidad.
—Creo que es más modesto el dueño que el castillo —apuntó el obispo—. No lo imaginaba tan grande ni tan armonioso.
—No es la modestia la virtud que destaca en mi persona —reconoció el anfitrión—. Me halaga su ilustrísima, pero no le oculto que este castillo es mi gloria, y no lo cambiaría ni por el palacio de Bruselas, que tan bien conoces, ni por el de Benavente, donde hay de todo, hasta leones, tigres y paquidermos. Es impresionante lo bien que se conserva nuestro prelado a sus sesenta y cuatro años. ¿Has pactado acaso con el diablo, querido Diego?
En efecto, Diego Ramírez de Villaescusa seguía siendo hermoso, tocaba por la rama paterna al noble linaje de los Arellano, uno de los cuales fue señor de Cameros, y por parte de madre enlazaba con la muy noble familia de los Villaescusa. El prelado combinaba en sus justos términos la autoridad, la elegancia y la amabilidad, mostrando un atento interés por la gente, que no podía ser totalmente fingido. Alto y bien compuesto, esbelto de cuerpo, semblante risueño y mirada inteligente, me recordaba el retrato de un cardenal innominado que pintara el genial Rafael y al que los críticos de arte y los cronistas tratamos de poner nombre: ¿Antonio Granvela? ¿Bendidello Suardi? Pero Rafael se limitaba a sonreír enigmáticamente. Nuestro Villaescusa no era cardenal, lo que no podía achacárselo a desidia propia, pues había removido Toledo, Bruselas y Roma sin conseguí
—No hay nada, Juan Manuel, que se agradezca más que el elogio del adversario. También tú aguantas el tipo a pesar de tus muchas maldades —replicó el religioso.
—Que Dios te conserve la vista…
—Hombre, a tu edad no vas a crecer. Tu discreta estatura nunca desmereció tu apabullante presencia y autoridad natural, y todo ello se ha acrecentado con el tiempo; aunque tu cabello blanquee, el genio es el de siempre.
—Mi mujer dice que a mi edad los que tuvimos genio vivo nos volvemos cascarrabias, pero, querido Diego, por favor, lo de adversario ya no tiene sentido, al menos por mi parte —repuso don Juan Manuel.
—Mi condición pastoral me impide ser adversario de nadie, todos somos hermanos en Cristo.
—Tampoco se conserva mal Gutierre, nuestro incansable embajador. —Don Juan Manuel no pensaba dejar a nadie sin su ración de halagos. El embajador Fuensalida había sido su bestia negra durante el bienio en el que transcurre mi historia.
El elogio que el castellano hiciera del obispo me pareció justificado, pero el dedicado al embajador no tenía base alguna. A don Gutierre Gómez de Fuensalida, de tan noble ascendencia por padre y madre como la del obispo, se le veía cascado. Era de los pocos supervivientes de la guerra de sucesión desencadenada a la muerte de Enrique IV, cuando era comendador de Haro, en la que tomó partido por la causa de Isabel, desde el momento en que la hermanastra del rey muerto elevó la espada en forma de cruz como símbolo de asunción del poder. Ahora, cuando nos reunimos en el castillo de Belmonte, don Gutierre era gobernador de Málaga, a cuya conquista de los moros él y su suegro don Sancho contribuyeron con mérito. Quizás su decadencia física se debiera a la reciente muerte de su esposa, María de Arróniz Pacheco. Nunca me había gustado Fuensalida, siempre tan estirado, aunque reconocía en él un diplomático de primera, desafortunado, quizás, por exceso de arrogancia, si bien, para ser justos, no hay que atribuir su altanería a presunción personal sino a la forma en la que el diplomático entendía que resaltaría la grandeza y poderío de su rey. Fue trece años embajador, desde 1496 hasta 1509, primero en Alemania, luego en Inglaterra, en Flandes y de nuevo en Inglaterra; inicialmente al servicio de los Reyes Católicos y, muerta la reina Isabel, a las órdenes de Fernando./
—La torre del homenaje es impresionante, don Juan Manuel —admiró mi colega Alonso.
—Pues empecemos por ella, muchacho.
Nos condujo por una bella, pero incómoda, escalera de caracol, de estilo mallorquín, hasta el tercer piso. Superada una estrecha puerta gótica, subimos una planta más, donde hicimos una pausa que nos permitió sosegar la respiración y admirar la bóveda de crucería antes de pasar, todavía sudorosos, a la plataforma superior de la torre. Calculé que su superficie era muy grande, poco frecuente en las torres que conocía. Las cuatro torrecillas que la enmarcaban estaban unidas por almenas decoradas con bolas que me recordaban el castillo de Turégano. Las gárgolas representaban águilas y tenían una función más ornamental que práctica, pues los verdaderos desagües estaban situados más abajo del muro, en forma de cañones.
Los criados nos habían preparado unos refrescos. El mío lo bebí lentamente mientras contemplaba desde aquella atalaya un amplio panorama castellano. En primer plano toda la extensión del pueblo con la iglesia en el centro, más allá un mar de trigo, y a la lejanía, dos pueblos clavados por sendos castillos como banderas en el mapa de una batalla: la silueta cuadrada del de Montealegre y la torre circular de la fortaleza de Torremormojón, en lo alto de un elevado promontorio en las estribaciones de los montes Torozos.
—El castillo de Torremormojón, la estrella de Tierra de Campos —explicó don Juan, acercándose a mí al observar que yo fijaba en él mi atención—, es de los Benavente. El conde está haciendo obras, pero no por novedad ni apariencia sino por los desperfectos infligidos por los comuneros.
—¿Qué pasó allí? —me interesé en el acto.
—Hace dos años —explicó complacido mi anfitrión, elevando la voz para participar a todos la historia—, sufrió los embates de Padilla y del obispo de Zamora, Antonio de Acuña, que debo reconocer que es medio familia mía al descender por otras ramas del infante don Juan Manuel. Los comuneros arrasaron el pueblo y perjudicaron el castillo, ahora, Benavente lo está restaurando con buen tino.
—Un prelado muy singular, ese Acuña, obispo de Zamora… obispo e hijo de obispo, bien conocerá el oficio. Los comuneros le llegaron a hacer arzobispo de Toledo y primado de España… —Estaba claro que al embajador Fuensalida le habían asaltado recuerdos no muy felices.
—En las guerras civiles ocurren las mayores aberraciones. Conocí al padre de Acuña, el obispo de Jaén, Luis de Acuña y Osorio, que en paz descanse, y a su madre, Aldonza de Guzmán —terció el prelado de Cuenca, Villaescusa—, todos de muy buena familia de cristianos viejos y, en efecto, descendientes del infante don Juan Manuel y por tanto del rey Fernando el Santo.
—No lo dudo —aclaró con retranca el señor de Belmonte—. Tengo un grato recuerdo de don Luis de Acuña y Osorio que, como os decía, es de la familia al casarse con María Manuel. Era un hombre recto hasta el extremo de oponerse, aunque sin éxito, a que los Reyes Católicos otorgaran a su hijo, y él lo conocería bien, el cargo de capellán real. Ambos, don Luis, que en paz descanse, y yo, acompañarnos a doña Juana a Flandes para la boda, y en este viaje murió don Luis. Fue en 1496… ¡Cómo pasa el tiempo…!
Aproveché para recitar unos versos que venían al pelo:
—«Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte/ tan callando»./
—Todos sabemos de memoria los admirables versos de Jorge Manrique, las coplas a la muerte de su padre, el maestro don Rodrigo, maestre de Santiago —me cortó el anfitrión.
—Pero a veces lo olvidarnos —apostilló el obispo, saliendo en mi socorro—. Conocí a don Luis, tenía entonces de concubina a Isabel Losada, toda una beldad, muy noble familia, en efecto.
—Dios le ha librado de ver a su hijo, el obispo de Zamora, al borde del patíbulo, una pena. Yo le apreciaba, pues desde muy joven se alistó en el bando de don Felipe. Tú, querido Villaescusa, te has salvado por los pelos, que también trascendió tu fama de comunero. —Don Juan miró con malicia al prelado de Cuenca.
—Gracias a tus esfuerzos por divulgarlo y a los del duque de Sessa, tu sucesor en la embajada de Roma, a quien Dios confunda. Al emperador le consta mi acendrada lealtad. Él sabe que yo no soy comunero y que simplemente intervine de buena fe para zanjar el conflicto por medio de un arreglo pacífico. Y tú deberías saber que fui yo quien proporcionó buenos consejos al emperador para ser un buen rey, y que fue don Carlos quien me hizo obispo de Cuenca.
—Ya sé de las cartas con que le abrumas. Ahora resulta que tú, el fernandista más acérrimo, te nos has vuelto flamenco, pero no removamos estas cosas, que eres mi invitado, y agradecido estoy de que hayas aceptado compartir estos días con nosotros; perdona el exabrupto.
—No tiene importancia, Juan. Yo también me tragaré algunos agravios tuyos y de tu gente en aras al negocio que nos ocupa.
—¿De qué agravios hablas?
—Del último, aunque no es el más grave, no han pasado ni tres meses. Tú y Sessa recomendasteis a don Carlos que me obligara a abandonar Roma para recluirme en Cuenca.
—Sessa y yo cometimos el imperdonable pecado de recordar a nuestro rey, al césar Carlos, que estabas en Roma sin su permiso, abandonando al rebaño, y ello le irritó justamente, pues está empeñado en que se acaben los absentismos episcopales y que cada obispo viva al frente de su grey, como debe ser.
—Fue algo más que un recordatorio… —refunfuñó el obispo.
—Nos limitamos a sugerir al césar que embargara las rentas del obispado del que siempre estabas ausente con uno u otro pretexto, unas rentas anuales que, si no me equivoco, ascienden a más de diez mil ducados —explicó el anfitrión.
—Una sugerencia que tuvo un efecto inmediato.
—Deberías agradecerme que velara porque los rebaños de Dios recuperaran a tan buen pastor.
—Pues te lo agradezco en el alma en nombre del rebaño y del pastor… pero, gracias a tu exceso de celo, sacrificaste la santa misión sobre la que llevaba porfiando mucho tiempo, y gastado mi hacienda —replicó el obispo.
—Ya sé, el capelo cardenalicio.
—En efecto, desde la muerte de Cisneros, que Dios tendrá en la gloria, todo va a parar a los extranjeros. El arzobispo de Toledo y primado de España es el flamenco Guillermo de Croy, sobrino de Chiévres; se hizo cardenal y se dio el obispado de Tortosa al flamenco francófilo Joannes Sauvage, a quien Dios tenga en la Gloria —enumeró el prelado—. Y es porque nadie se ha ocupado de presionar en Roma para acreditar nuestros derechos, y no creo que se te escape lo importante que es tener cardenales españoles que influyan en Roma y se manejen para la elección de papas que nos favorezcan.
—No tenías la menor posibilidad, querido Diego, que si la hubieras tenido habrías recibido la autorización imperial, como la tuvieron por sugerencia mía los obispos de León y de Ávila —le indicó don Juan Manuel.
—Tus paniaguados.
—Firmemos la paz, Diego, y apliquémonos a nuestro excelente propósito. Vamos a escribir la historia verdadera, y la historia no se escribe a gusto de todos. Por mi parte no te guardo rencor.
—Yo te perdono de todo corazón, y también perdono a Fuensalida…
—¿De qué me tienes que perdonar? ¿De cumplir fielmente las misiones que el rey me confió en Inglaterra, Flandes y Alemania…? —intervino el aludido.
—Dejemos ese asunto, Gutierre, que fuiste el más intrigante contra mi humilde persona y la del desgraciado rey Felipe —terció el anfitrión.
—Más vale dejarlo en este punto, pues lo de intrigante es obligado en un buen embajador, pero no es comparable a tu traición —replicó Fuensalida.
—Llamas traición a cumplir puntualmente con mi señor —apostilló don Juan Manuel.
—Cambiaste de señor por tu conveniencia, traicionando a quien te había nombrado embajador en Bruselas. —Fuensalida no se contuvo—: ¿O es que no te acuerdas de lo que entonces me dijiste, cuando afeé tu conducta? Yo sí lo recuerdo, palabra por palabra: me decías con la mayor desfachatez que el rey don Fernando era poco para ti, y que había que comer del uno y del otro, y que si no te daban lo tuyo en Castilla, lo tomarías en Flandes hasta que llegando a Castilla dispusieras de su tesoro. Me dijiste que en los tiempos de paz pocos son los que ganan, y me aconsejaste que me aprovechara de los tiempos revueltos, que es donde se hacen las grandes fortunas.
—Contén tu lengua hasta que podamos repasar todos estos asuntos con calma y yo haré lo propio —le ordenó don Juan Manuel—. Convendrás conmigo en que don Fernando era un avaro incapaz de soltar un maravedí a quien le servía bien. ¿Sabes cuánto me pagó don Felipe para que desobedeciera la orden del Católico de que volviera a Castilla? Doce mil ducados. Él sí era un señor. Ya hablaremos a su debido tiempo, pero que sepas que tengo copias de las cartas que mandabas sobre mí a Fernando, las cuales te perjudicarían. Aplacemos pues nuestra disputa, y sellemos la paz con un buen ágape y la degustación de unos vinos que tenía reservados para una gran ocasión, y no creo que la encontremos mejor. Bajemos al comedor, que las Catalinas estarán impacientes y pronto nos mandarán a la guardia.
En el camino, el señor de Belmonte satisfizo nuestra curiosidad sobre su señorío.
—La villa la compró mi padre, el primer señor de Belmonte, en 1458. Tenía mi buen padre afición por la arquitectura, y disfrutó haciendo reformas, pero el pobre solo pudo gozarla cinco años. Yo la tengo desde 1463 y estoy reformando algunas cosas, aunque reconozco que no me ha llamado Dios por este bello arte. Afortunadamente cuento con la pericia de Juan de Badajoz.
—¿El Mozo? —inquirió el embajador Fuensalida.
—El mismo.
—Es un genio, el Mozo.
—Cierto, certísimo, un genio caprichoso e insufrible a quien entusiasma fabricar arcos hasta en los sótanos, y en cambio, no se molesta en las pequeñas reformas que nos hacen la vida más cómoda, a las que no considera dignas de su genio; ya sabemos cómo son los artistas. La verdad es que ha proyectado un torreón que dará al castillo una apostura sublime. Luego os mostraré los planos si tenéis curiosidad en echarles un vistazo.
Todos expresamos con solidario cinismo el vivo deseo de admirar aquellos planos, aunque lo que verdaderamente nos urgía era alabar los platos que, a buen seguro, tendrían dispuestos las castellanas. La perspicacia de don Juan Manuel se mostró una vez más llevándonos sin más explicaciones al comedor.
Bajamos con toda la rapidez que nos autorizaba la buena crianza hasta una gran sala coronada por un artesonado mudéjar y amueblada al estilo flamenco. También era flamenco un gran tapiz que cubría la pared que enfrentaba a la chimenea de estilo isabelino. En los otros dos muros lucían pinturas de buena factura. En un lado colgaban los retratos de los esposos, que parecían mirarnos con ironía, y en el de enfrente llamaba la atención un hermoso paisaje flamenco salido del taller de Joachin Patinir, a quien había conocido en Bruselas. Las ventanas se abrían al claustro del que recibíamos el alivio de una ligera e intermitente brisa, aunque cuando se abrieron las botellas de vino, el calor dejó de tener importancia.
Las Catalinas, madre e hija, habían preparado una mesa en forma de U con siete cubiertos, tres en cada lado y uno en la parte estrecha de la mesa, entre ambas filas lugar de honor que el señor de Belmonte cedió al obispo. Ahora, viendo al prelado con toda su majestad a la cabecera de la mesa, me reafirmé en mi idea inicial de que Rafael bien podía haberse inspirado en el obispo de Cuenca para pintar su hermoso retrato de un cardenal desconocido.
Don Juan Manuel se colocó en el centro del lado que miraba al paisaje y al claustro, sentando a su derecha al embajador Fuensalida y situándome a mí a su izquierda. El lado opuesto, el que miraba a los retratos de los anfitriones, estaba presidido por doña Catalina, flanqueada por mi colega Alonso a su diestra y su hija Cata a su izquierda.
Me quedé mirando a ambas, procurando disimular mi insistencia. Mi muy malvada Cata se había puesto un vestido rojo inspirado en el de la reina Juana, según el retrato de bodas que le hiciera Juan de Flandes, con aquel escote que en la reina moderaba sus pechos, pero que en el de Catalina Manuel, mi inaccesible Cata, insinuaba el misterio de lo indefinido. La verdad es que, puesto a evocar retratos, trataba de imaginármela como a la Flora de Tiziano que había contemplado en Florencia, quien no lucía escote, pero dejaba caer la camisa de dormir que transparentaba lo que no mostraba abiertamente. Me excitaba más la fina seda adherida milagrosamente al pecho derecho, que me parecía temblante, que el desafío del seno izquierdo descubierto hasta donde el pezón frenaba provisionalmente la inevitable caída de la camisa, probablemente hasta un segundo después de que el artista dejara los pinceles. La Flora de Tiziano se parecía mucho a las Lucrecias de otros pintores italianos que, probablemente, utilizaban la misma modelo.
Podía imaginarme a Cata de mil formas, pero allí estaba en carne mortal, con su rubio pelo suelto en desafío a las reglas sociales y hasta jurídicas, que exigían pudorosa cobertura por respeto al esposo, el barón de Aysel. Pero bien sabía yo que Cata no aceptaba que el respeto llegara a la sumisión, por lo menos hasta el extremo de ocultar su envidiable melena que caía por debajo de sus pecosos hombros. Había eliminado su pequeña estatura subiéndose sobre unos chapines con un alza de casi un palmo de corcho, unos zapatos que habían sido estigmatizados, como el pelo descubierto, por las leyes que exigían modestia a las mujeres y que evitaran alardes de lujo. Yo creo que Cata, más que provocarme, se estaba burlando de mí, pues solo podía proceder de la ironía una aparición tan impropia de su sencillez habitual.
Se veía, sin embargo, que Catalina de Rojas, su noble madre, no había escatimado detalle alguno para presentarse como se esperaba de una gran dama, sin por ello dejar de insinuar con su maquillaje, pero sobre todo con su conversación y ademanes, que todavía podía seducir. Allí estaba ante sus invitados en plan Catalina de Castilla, con un vestido escarlata propio de una reina, con escote en pico matizado por una gargantilla de oro, cintura subida hasta donde se iniciaban sus poderosos senos, que quedaban resaltados al tiempo que dejaban sin definición de la verdadera cintura hacia abajo. La dama se tocaba el cabello, que había sido rojo y que ahora evolucionaba hacia el gris, con un ligero gorrillo negro de lana en enjambre.
Después de lavarnos las manos con agua de rosas, el obispo bendijo la mesa con la que debió ser la más breve de las bendiciones de su repertorio, la que haría un cura loco, y, con la misma presteza, siete criados se colocaron detrás de cada uno de nosotros y nos presentaron el primer plato, una sopa que olía a gloria, cubierto con sendos copetes de plata destinados a conservarla caliente.
—Es para mí un gran atrevimiento sentar a mi humilde mesa a su reverencia, pues sus ágapes son famosos en el mundo entero. —Catalina dijo esto sonriendo a Villaescusa con un ligero toque de ironía.
—Por favor, señora, no merezco tan extremado elogio. ¿O era una crítica? En todo caso os ruego que prescindáis del tratamiento.
—No, por Dios, no es una crítica. Es que la fama de tu refinada hospitalidad ha llegado hasta este humilde castillo. En realidad, está en los papeles. Según pude leer en un pliego de gran difusión, os batisteis en un singular combate gastronómico con Pedro Mártir…
—Me temo que quien escribió aquel suelto fue vuestro humilde servidor —aclaré un poco corrido mientras imploraba con la mirada el perdón del obispo y antiguo compañero de fatigas.
—Ya sé a lo que te refieres, Catalina. Fue una trastada que me hizo el cronista que nos honra con su presencia. ¿Quieres referirlo, Jaime? Seguro que lo recuerdas mejor que yo. O al menos lo contarás con más gracia.
—Yo me limité a publicar una carta que envió mi excelente amigo Pedro Mártir a mi muy admirado obispo aquí presente —admití—. Mártir estaba mosqueado porque estimaba que Villaescusa no le daba la importancia que se merecía, y un buen día le escribió una carta bastante impertinente: «Sé por experiencia —escribía— que eres un gran anfitrión; lo vi cuando pasé por Jaén y tú, como vicario, me invitaste en el coro a un banquete de siete platos». Y Mártir lanzaba un reto: «Yo tengo un cocinero que sabe preparar ocho; mis criados te servirán vinos generosos mejores que los tuyos. Dime si estás dispuesto para la pelea…».
—¿Y aceptó su reverencia tan sabroso duelo? —insistió Catalina.
—No hubo ocasión de ello ni creo que el propósito de don Pedro, un personaje de gran ingenio, debo reconocer, fuera lucirse con un banquete —explicó el prelado—. Jaime ha tenido la discreción antinatura en un cronista de silenciar algún párrafo más ofensivo. Lo que quería reprocharme el italiano es que no me viera con él con más frecuencia, lo que atribuía a mi soberbia por los altos cargos que me habían concedido los reyes. Sobre todo rabiaba por mi nombramiento de capellán mayor de la princesa doña Juana, hoy nuestra reina propietaria, a quien Dios dé larga vida.
—Parece que la reina no necesita de tus rezos. —Cata no podía oír mentar a la reina sin saltar como una tigresa—. Quizás tenga la cabeza averiada, o eso pretenden los que abusan de ella, pero ya ha enterrado a los que la tacharon de loca y a punto estuvieron de volverla loca de verdad. Juana es muy lista y un genio de supervivencia; dispone de una naturaleza envidiable… Pero prosigue con tu historia, por favor.
—Ya hablaremos de Juana, querida baronesa —repliqué—. Yo no estoy tan seguro sobre su cabeza; a veces me parece el colmo de la sensatez y otras…, pero contestando a tu pregunta, Catalina, aquella carta del descarado humanista concluía así: «Saldré de nuevo a alta mar, si tú no te dignas venir conmigo a las manos por pereza o por temor, o tal vez porque con tanto valimiento te has inflado demasiado…».
La carcajada fue general, aunque doña Catalina viendo que al obispo no le hacía maldita la gracia, dio un ligero giro a la conversación.
—No deseo medirme ni con Mártir ni contigo que sois personajes de gran mundo. Os he preparado un almuerzo sencillo, pero que espero sea de vuestro gusto.
Admiraba a Catalina por buenas razones, y no era la menor que tuviera que soportar a su esposo, enano de soberbia insoportable. Era una dama de gran punto que dominaba el arte de la discreción, un don muy necesario para suavizar los desaires que su esposo repartía por doquier. Catalina de Rojas solo tenía la debilidad de dirigirse al mundo como Catalina de Castilla, en razón de un árbol genealógico que pretendía remontarse hasta Fernán González, el primer conde independiente de Castilla, o más atrás. Ella sostenía con firmeza que la estirpe de los Rojas procedentes de la villa de la que tornaron apellido era de las más antiguas y nobles de Castilla.
Más joven que su esposo, a quien había dado nueve hijos, era toda una real hembra. Algo más alta que su marido, con quien se había casado medio siglo antes, estaba observando, ahora que las veía juntas a la mesa, cierto parecido con su hija Cata, no tan afortunada en el físico, pero que había sacado de su madre el pelo sedoso, la ironía de la mirada y una elegancia inimitable en los andares. Ambas desconocían, sin embargo, de dónde procedían las pecas de Cata ni su nariz un poco más crecida de lo que la moda mandaba, pero que a mí me hechizaba. De Cata me comería hasta sus mocos, bendita sea.
—Esta sopa está buenísima, Catalina. —El obispo expresó entusiasmado el sentir general refrendado por la velocidad con que las cucharas irrumpían en el plato, primero con cierta contención y después con escaso respeto a la etiqueta.
—Como veis, hemos empezado por una sopa con higadillos asados amenizada con pimienta y azafrán.
—Muy amenizada, ciertamente, yo diría que divertida —se lanzó Alonso.
—Un expresivo cuadro de olores y colores bien combinados —añadió el embajador.
—Un elixir divino —sumó el obispo.
—Una polifonía de Juan del Encina —aporté yo, en homenaje al genial compositor y dramaturgo que acababa de volver de Roma al parecer para quedarse en España definitivamente.
Me unía con este genio polifacético, dramaturgo y poeta, sincera amistad, aunque algunas de sus obras las consideraba un poco blandas, demasiado complacientes con la nobleza, pero no podía reprochárselo, pues Juan del Encina había servido en su juventud al duque de Alba, y fue en su palacio donde representó sus primeras obras.
—Es solo una sopa, queridos amigos —resumió con falsa modestia la anfitriona, dedicándonos una mirada de amable ironía que parecía su especialidad.
—Las sopas de mi madre tienen fama universal… —Cata iba a decir algo más, pero su padre le hizo un gesto para que se callara, al tiempo que se ponía en pie solemnemente, enarbolando una botella como si fuera un trofeo.
—El vino que me he permitido elegir para la ocasión es un borgoña que me suministran desde Bruselas, que todavía tiene uno amigos en Flandes —explicó el anfitrión—. Para la cena probaremos, si os parece, un caldo toscano insuperable de Montepulciano. Espero un juicio sincero sobre ambos, si tenéis la bondad.
—In vino veritas —recordó Alonso, que hasta ahí llegaba su latín, aunque no mucho más lejos.
Doña Catalina de Rojas, perfecta anfitriona, daba entrada en la conversación a cada uno y ahora me señaló a mí.
—Creo, Jaime, que has hablado en la torre sobre el obispo Acuña, el comunero más peligroso. ¿Has escrito algo sobre él?
—Mi colega ha redactado un pliego que ha tenido gran aceptación. —Pasé la bola al de Torrelaguna.
—En efecto, señora, fue un pliego de ocho páginas que causó sensación, del que hice dos mil copias y fue leído en todas las ferias de Castilla y en algunas de Aragón, Valencia y Navarra. Yo creo que lo escucharon más de un millón de personas.
—¿Tendrás la bondad de resumirla para una pobre castellana que no sale de Belmonte?
—Con mucho gusto, señora.
—Recuerda, Alonso, que hemos acordado tutearnos.
—Me cuesta hacerlo doña Catalina pero lo intentaré. El obispo de Zamora es uno de los personajes más singulares y misteriosos que he conocido.
Se hizo un respetuoso silencio al abrirse la puerta por donde entraron los siete camareros con sendos platos sobre la palma de la mano situada por encima de sus cabezas, marcando el paso al militar estilo.
—Empezamos por las aves. Os he preparado unas codornices a las uvas, y después os traerán unos pichones rellenos, que espero sean de vuestro agrado, de ahí pasaremos a platos de más fundamento. Perdona, Alonso, la interrupción —se disculpó doña Catalina.
—Os decía que el obispo Acuña es el personaje que más me ha impresionado —comenzó de nuevo Alonso—. Tiene el don de la autoridad y de la organización y un arte excepcional para exaltar a sus tropas con una elocuencia que ya quisiera Demóstenes. Podría haber sido un Gran Capitán como don Gonzalo Fernández de Córdoba si las circunstancias le hubieran llevado por la milicia, aunque en cierta manera estuvo cerca de ella desde que, muy jovencito, entró en la Orden Militar de Calatrava. Es un hombre de vida desorbitada y de pasiones formidables, no todas lícitas.
—No te escandalizarás por eso, que aquí todos los obispos están amancebados con respetables damas. Amancebados por la Iglesia —ironizó la castellana.
—No exageres, Catalina, que algunos nos mantenemos célibes —intervino el obispo.
—No, si la fornicación no es el peor pecado de nuestros obispos —señaló la anfitriona—. No se les puede condenar después del mal ejemplo dado por todos los papas que en la Iglesia han sido desde que tengo uso de razón. Peor que la lujuria es la avaricia, la envidia, el corazón cerrado a la misericordia…
—De alguno de estos pecados puede acusarse nuestro casto obispo —se inmiscuyó don Juan Manuel.
—Disculpad a mi esposo que es incapaz de morderse la lengua ni siquiera cuando más necesario es, que no hay deber mas sagrado que el de la hospitalidad.
—Disculpa, Catalina, y tú también, Diego, lo dije sin mala intención.
—Si te referías a la avaricia…
—Dejémoslo, Diego, que ya lo hemos hablado antes… —zanjó el señor de Belmonte.
—No, es que soy yo quien te pide, quien os pide a todos que me dejéis explicarme —repuso el prelado—. Sé que tengo fama de avaro, de insaciable con el dinero, pero, en realidad, solo reclamo lo que me corresponde en justicia. Acabo de conseguir que don Carlos, nuestro señor, me repare una injusticia, pero aún me deben mucho. Ha ordenado que me paguen los atrasos, algunas partidas que se me debía como capellán de la reina, un complemento de sueldo que el contador mayor se negó a abonarme por orden de Cisneros cuando murió el rey don Fernando, que Dios tenga en la gloria, pues el cardenal aseguraba que fue una gratificación personal de Fernando que caducaba al morir este. Reconozco que mi obispado de Cuenca me da diez mil ducados al año y que recibo una justa retribución como capellán de la reina, pero aún se me adeuda dinero de cuando fui presidente de la Chancillería de Valladolid. Nada que no me haya ganado con el sudor de mi frente.
—¿Y qué haces con tanto oro, Diego? —ironizó Cata.
—Muchas, grandes y buenas obras, baronesa. Pretendo edificar una universidad en Cuenca a la que quiero darle el mayor lustre y esplendor. No será como la de Salamanca, pero pudiera parangonarse con la de Alcalá. Cisneros frenó mi proyecto para que todos los esfuerzos se concentraron en su Complutense, pero ahora nada me impide reemprender mi obra…
—Algo quedará también para la familia, que son muchos los maravedíes que amontonas. —Parecía como si el señor de Belmonte quisiera prolongar el tema suscitado por su hija. Ya había comprobado en otras ocasiones que este hombre pensaba que todo el mundo había atesorado más dinero que él y con muchos menos méritos.
—Ya sabes, Juan Manuel, que tengo dos sobrinos que proteger y ayudar para que perpetúen la gloria de nuestro noble apellido. Les he comprado sendos pueblos en Granada, Líjar y Cóbdar, de grandes comarcas, donde fundarán un mayorazgo con permiso del rey, y espero conseguirles un título.
—Una noble aspiración y un gran desprendimiento, porque supongo que para ti no queda nada —remachó el castellano.
—Mis sobrinos me pasan los dos tercios de los diezmos que ellos perciben por mi generosidad… y algunas cosillas más. Creo que es justo.
—Vas dejando un rastro de olor a santidad por donde transitas, reverendo amigo. Mientras recibes la llamita de los mártires, dejemos a nuestro amigo Alonso, el de Torrelaguna, que termine con tu colega, el obispo de Zamora. Con su historia, quiero decir.
—Concluyo pues la historia, con el permiso de todos —volvió a retomar su discurso Alonso—. Con veintinueve años apenas cumplidos se desplaza Acuña a Roma donde medra gracias a un pariente con muy buena mano con el papa. Pero diez años después, hablamos de 1492, el papa le excomulga, lo que no impide que los Reyes Católicos le tomen como capellán, y eso que no solo se opone Roma sino su propio padre, el obispo de Jaén. Acuña no fue nada agradecido con don Fernando, que le había defendido contra viento y marea, y se pasó al bando del Hermoso.
—Al bando de don Felipe 1 de Castilla, León, etcétera, etcétera, el único rey legítimo —puntualizó don Juan.
—Un reinado más corto que sus etcéteras —ironizó Alonso—. Pero con vuestro permiso continúo con mi historia, aunque de ella sabe mucho Villaescusa.
—De sus tiempos de comunero —insistió insidioso don Juan Manuel.
—Volvemos a empezar… —El obispo estaba a punto de montar en cólera.
—Por favor, Diego, no hagas caso a mi esposo. Sigue, Alonso, por favor, que a este paso…
—Termino rápido. En 1506 el papa Julio II, un pontífice más guerrero que pontífice, nombra a Acuña, un alma gemela, más soldado que religioso, obispo de Zamora. Bien sabéis lo primero que hace nuestro hombre.
—Yo no lo sé, pues en este tiempo no estaba en España, pero supongo que cualquier barbaridad —aventuró el embajador Fuensalida.
—Tampoco yo lo recuerdo, Alonso.
—Pues, señores, moviliza a las tropas del obispado, recluta mercenarios y se dirige a la fortaleza de Fermoselle de la que toma posesión.
—¿Y así queda la cosa? —Catalina estaba en verdad muy interesada por el personaje.
—Envían, señora, al juez Ronquillo a detenerle pero el obispo le secuestra.
—Muy expeditivo…
—Y un tanto veleta. Creo que lo que sigue es conocido por todos, pues ha aparecido en todas las crónicas: siete años después, muerto el Hermoso, ofrece sus servicios a don Fernando, a quien acompaña, como sabéis, en la conquista de Navarra, y pasados otros siete años consigue el favor del emperador. Un año después, en 1520, se pasa a los comuneros de Toledo a las órdenes de Pedro Lasso de la Vega, el hermano mayor de nuestro genial poeta Garcilaso, pero pronto se independiza y se convierte en un jefe por el que están dispuestos a dar la vida los campesinos y el bajo clero, y emprende la guerra contra el emperador y la nobleza en nombre del pueblo y de los derechos castellanos frente a la usurpación de flamencos y alemanes.
—Querido amigo, te veo un poco sesgado… —advirtió nuestro anfitrión.
—No me sorprendería, Juan Manuel, que tuvieras otra visión de lo sucedido pero los hechos son tozudos.
—Los hechos sí, pero las exégesis pueden deformarlos.
—La interpretación es libre, que cada cual se quede con la visión que mejor le cuadre. Con todos los respetos, Juan Manuel, veo dificil que tu noble perspectiva y la de un plumífero que no tiene donde caerse muerto puedan acercarse gran cosa.
—Continúa, Alonso, y no te dejes impresionar en exceso por los dictámenes de mi señor padre. —Cata juntó las manos implorando con este gesto el perdón paterno.
—No es fácil no impresionarse con tu ilustre padre, baronesa. Para haceros corta esta parte de la historia, por lo demás bastante conocida, solo me queda decir que en enero de 1521 el intrépido obispo toma Magaz de Pisuerga con sus voluntarios, la mayoría curas; en febrero se hace con Frómista, donde deja trincheras bien asentadas, y en marzo aparece en Alcalá de Henares, Madrid, Ocaña y recala en Toledo, donde los comuneros convencen a los miembros del cabildo de la catedral para que le nombren arzobispo de Toledo y primado de España.
—Le convencen con buenos argumentos, supongo —interrumpió sarcástico Juan Manuel.
—¡Impresionante! —La exclamación le salió del alma a doña Catalina.
—Entonces nuestro héroe se presentó a María, la esposa del cabecilla Juan Pacheco, de quien, como sabéis, tomó su apellido aunque nunca dejó de ser una Mendoza de la cabeza a los pies.
—La musa de la resistencia comunera y la cabecilla de la comunidad toledana… —apuntó Cata.
—Doña María López de Mendoza, de la más rancia nobleza castellana, querido Alonso…, que las cosas no son tan sencillas. —Me pareció que don Juan Manuel aprovechaba la ocasión para cuestionar las interpretaciones simplistas de mi colega.
—Bien, voy terminando, señores: en abril las tropas del emperador incendian Mora de cabo a rabo y Antonio Acuña moviliza a todos los hombres de quince a sesenta años, destruye Villaseca de la Sagra y persigue al ejército imperial que se encuentra en Illescas, pero no logra vencerlo.
—Un angelito, el buen obispo… —glosó Cata, siempre crítica con el clero.
Todos conocíamos la historia, pero no con tanto detalle como nos la ofrecía Alonso que había estudiado el personaje a fondo, así que le escuchábamos sin perder ripio. Pronto se vengaría Carlos V. Una semana después de los hechos relatados por mi colega, vence en la batalla de Villalar, decapita a Padilla, Bravo y Maldonado y saca a los comuneros de debajo de las piedras, materialmente hablando, pues se habían escondido en las cuevas más inaccesibles; pero Acuña no podía ser decapitado por su condición de obispo así que el césar se ha limitado a encerrarlo en el castillo de Simancas. Su historia personal no ha terminado, pero la Historia con mayúsculas ha pasado página. Se ha acabado su tiempo.
—Muy bien contado, querido Alonso —aplaudió doña Catalina—. Pero tú, querido embajador, no has abierto la boca y seguro que tendrás historias que contar.
—He abierto mi boca para lo más importante: hacer justicia a tu sopa y ahora lo hago para agradecerte las codornices a las uvas y los pichones rellenos y a Juan Manuel este prodigioso vino de Borgoña. Ni siquiera tu tocaya, nuestra Catalina de Aragón, y el rey Enrique VIII me atendieron tan bien cuando me invitaban a cenar en la Torre de Londres. Eran los tiempos de profundo amor de la real pareja, desgraciadamente olvidados por este monarca caprichoso que se ha encandilado de una puta. Ningún rey podría ser tan afortunado teniendo a Catalina que, aun siendo la hija menor de los Reyes Católicos, es la que más se parece a su madre, que Dios guarde, que es valiente, leal y cultivadora de todas las lenguas conocidas.
—Me halagas, embajador y rindes un justo homenaje a mi tocaya, a quien he tenido la suerte y el honor de conocer, pero con ello no cumples —advirtió doña Catalina—. No me levantaré de la mesa hasta que nos cuentes algo sabroso.
—Cumpliré con mi deber, Catalina, pero antes deberías confiarnos cómo te sientes por ser madre de obispo.
—Siempre quise ser madre de obispo ya que no pude ser hija de uno…
—¡Catalina!
—No te alborotes, Juan. En fin, no me quejo de mi padre, don Diego de Rojas, señor de Pozas, ni de ti, querido esposo y señor, con quien ya llevo viviendo felizmente cincuenta años. Fuera de bromas, estoy muy complacida por mí y por los leoneses, que les ha caído del cielo un obispo santo, mi buen hijo Pedro.
—Es un obispado histórico. ¿Sabes cómo está de rentas? —preguntó el obispo.
—Eres incorregible, Diego… —aprovechó el señor de Belmonte para encizañar de nuevo, pero su esposa no le dejó continuar.
—Querido Gutierre, me quedé muy apenada por la muerte de María, tu admirable esposa.
—Sé que os queríais de veras; me hablaba con frecuencia de tu ingenio y de tu bondad —admitió tristemente el embajador—. He pasado seis años sin ella y no me siento vivir. Habríamos celebrado nuestras bodas de oro hace tres años.
En ese momento irrumpieron de nuevo los siete camareros que pusieron ante nuestras narices sendos platos. Sin que percibiéramos señal alguna, levantaron simultáneamente con diestra mano las tapas de plata con un gesto de homenaje a la criatura que yacía en ellos.
—Creo que será bienvenido este pato salvaje a la naranja al estilo florentino —informó doña Catalina como el que no quiere la cosa.
La anfitriona dio una palmada y entró con gran pompa el trinchante que cortó el pato con profesional destreza.
—¿Queréis acabar con nosotros? —preguntó el obispo, relamiéndose—. Espero que con esto finalicemos, si es que el gentil pato no acaba con nosotros. Parece que os habéis tomado al pie de la letra superar el banquete que di a Pedro Mártir.
—No te preocupes, Diego, que no será para tanto, solo nos queda probar una espalda de carnero asado al gusto francés y unos postres variados entre los que me he permitido incluir un queso de Flandes verde y picante sumergido en el jugo de hierbas aromáticas. ¡Ah!, y preparaos para recibir una pequeña sorpresa.
Volvió a entrar el trinchante de punta en blanco con sus utensilios brillantes; juntos los pies y con leve inclinación ante cada comensal, diseccionó el animal con precisión de cirujano. Cuando dimos cuenta del carnero, aparecieron en la sala dos camareros que colocaron tres platos en la mesa, uno en el centro junto al obispo y los otros dos uno a la izquierda y el otro a la derecha de la mesa según se miraba desde la perspectiva del prelado. Al levantar ceremoniosamente el copete, aparecieron unas pelotitas coloradas del tamaño de las aceitunas. Catalina se demoró unos segundos para crear el clímax adecuado a nuestra intriga antes de explicarnos.
—Esta es la sorpresa prometida. Es la última novedad de las Indias que nos ha enviado Hernán Cortés desde Méjico; los aztecas lo llaman «tomate».
—Se parecen a la belladona. ¿No serán venenosos? —sugirió Fuensalida.
—No te preocupes, embajador —tranquilizó Cata, y creí percibir que me dirigía un guiño malicioso—, que si así fuera ya estaríamos todos muertos, y ya ves que en esta casa de mis admirables padres disfrutamos de buena salud. Los tomates tienen propiedades muy saludables. Ayudan a la digestión y producen buena sangre.
En ese punto don Juan Manuel dio unos golpecitos con su cuchara en la copa y reclamó la atención general.
—Ante todo, quiero agradeceros que hayáis aceptado mi invitación habiéndoos explicado tan poco.
—No tienes que explicar nada, Juan. Tus platos merecen una peregrinación desde el fin del mundo —aduló el obispo—. Catalina, puedo decirte que has ganado en el terreno de la calidad el singular combate gastronómico que trabé con Pedro Mártir, extenso en platos, pero no tan excelentes como los que nos has premiado hoy. Hubieras ganado sin duda una competición con el mismísimo Lúculo.
—Gracias, Diego, pero ahora hablo en serio —interrumpió el señor de Belmonte—. Hora es de contaros todos los detalles de mi plan, que por otro lado es bien sencillo. Mi propuesta es que juntos hagamos la historia, que recordemos los acontecimientos que compartimos desde frentes opuestos. Cada uno tenemos recuerdos, pero son parciales y no siempre certeros. Mirad, yo ya estoy mayor y reconozco que lo que más me interesa es cómo me verán las gentes cuando haya muerto. Mi idea es que confrontemos la visión que cada uno tenemos desde bandos contrarios de forma que se complete el cuadro y que podamos ofrecer a nuestros descendientes la verdad de unos acontecimientos sin parangón en la Historia.
—Nada menos que la verdad, don Juan, menuda tarea —comentó el embajador Fuensalida.
Al menos algo que se le parezca. Han pasado ya diecisiete años desde la muerte de don Felipe, que Dios tendrá en la gloria, y España y el mundo han cambiado tanto… La única que sigue en su sitio es doña Juana, tan débil, tan trastornada y que nos va a enterrar a todos.
—Así es, sobre ella han corrido ríos de tinta, solo con lo que yo he escrito se podrían empapelar todos los mares —me permití recordar.
—Todos hemos hablado mucho, quizás demasiado. Creo que podemos recordar aquellos momentos en los que se jugó el destino de España. Dotaremos a la posteridad la historia verídica de unos años tremendos, cuando no solo nos arriesgábamos a una cruenta guerra civil sino también a perder una identidad forjada trabajosamente desde tiempo inmemorial y a entrar en un largo periodo de caos e inseguridad de las vidas y de las haciendas. Os convoco, abusando de vuestra bondad y apelando a vuestra responsabilidad a tan grandiosa tarea. Lo que no escribamos nosotros nos lo van a escribir de mala manera, así que creo que nos interesa a todos construir la historia ladrillo a ladrillo y vosotros, Jaime y Alonso, lo sabréis poner en lenguaje sencillo.
—En efecto, la verdad hay que construirla y organizarla —repliqué—. La simple narración de hechos, aun siendo ciertos no constituye la verdad. Alonso y yo aplicaremos gustosos nuestro oficio a tan noble tarea.
—Hemos entrado en el territorio de la metafísica —observó, exagerando el tono de docto filósofo, el obispo de Cuenca—. Solo Dios conoce la verdad.
—Has apuntado, querido obispo, un tema interesante, que nos llevaría, entre otros jardines, nada menos que a la predestinación y es posible que a la hoguera del inquisidor. —El tono ligero de Juan Manuel referido al santo tribunal me irritó.
—El Santo Oficio ya no es lo que era. —El prelado se dirigió a mí, notando mi reacción que yo creía que había pasado desapercibida—. Acaban de nombrar para el delicado puesto de inquisidor a un buen amigo, Alonso Manrique de Lara, noble entre los nobles y escasamente fanático. Es hijo, como sabéis, del maestre de Santiago, Rodrigo Manrique, conde de Paredes.
—Dios nos libre, en todo caso —apostilló Cata, santiguándose.
—Dejemos la filosofía y ciñámonos a la historia que debiera ser maestra de la humanidad. —Don Juan Manuel había utilizado otro tono, percatándose de que la Inquisición no era un tema oportuno en aquel desenfadado ágape.
—¿Cómo organizarás el procedimiento, Juan?
—Os propongo lo siguiente: vamos a pasar juntos quince días y quince noches, quince almuerzos y quince cenas, o algunos más si fuera preciso. Cada almuerzo-sesión tendrá un narrador principal al que no deberíamos interrumpir, salvo para aclarar detalles muy concretos. Lo importante es que las discusiones no impidan un relato fluido y coherente. Cada uno tendrá la ocasión de hacer las precisiones que desee a su debido momento. He contratado a dos escribanos que ayudarán a nuestros cronistas y que darán cuenta puntual de todo lo que se diga en un documento donde firmaremos nuestro acuerdo todos los presentes. Los escribanos harán cinco copias que firmaremos todos y nos llevaremos una cada uno.
—¿Qué uso podernos hacer del documento? —pregunté.
—Bien, ese es un asunto importante, Jaime. Comprendo las ganas que tendrás de darlo a la imprenta y a tu eficaz aparato de difusión oral. Lo que he pensado es que escribamos lo que se diga sin limitaciones, pero cada orador tendrá pleno derecho a decidir lo que se puede publicar ahora, lo que dejamos para más adelante y lo que todos debemos guardar como secreto de confesión.
Todos nos dispersamos en dirección a las habitaciones que nos habían asignado, pues aquella opípara comida merecía una buena siesta. Yo preferí buscar a Cata discretamente, pues tanto ella como su madre habían salido del salón en el momento en que don Juan Manuel nos explicaba las reglas de juego. Teníamos muchas cosas de las que hablar, y quién sabe si se me depararía la oportunidad de disfrutar íntimamente de su compañía como en los inolvidables tiempos de Flandes. Recorrí las estancias del castillo como si fuera un ser incorpóreo, aunque mucho me temía que me delataran los latidos de mi corazón encabritado. Un criado me sobresaltó al preguntarme si podía hacer algo por mí. Le contesté dando más explicaciones que las razonables ante una pregunta que no respondía más que a la cortesía de un criado servicial. Incluso debí de ponerme colorado. Finalmente, decidí que Cata estaría descansando en sus aposentos, que en aquel momento no me atreví a localizar. Ya tendría tiempo para hacerlo sin levantar sospechas, así que decidí recluirme yo también en mi cámara y recuperar algo del sueño que debía a mi cuerpo.
Abrí las cortinas para que entrara luz y pudiera habituarme al cuarto que ocuparía durante quince días. Salvo en el más crudo invierno, acostumbro a dormir desnudo, sobre todo durante la siesta, pero hacía fresco en la habitación y temí un corte de digestión, por lo que decidí cubrirme con una camisa. Saque la llave de mi bolsillo y abrí el baúl que me habían colocado sobre una mesita baja, y me quedé paralizado por el estupor.
Era evidente que alguien lo había registrado. Yo no soy muy ordenado pero conocía muy bien mi desorden y siempre encontraba lo que buscaba a la primera. A primera vista, no eché nada en falta, pero era evidente que alguien había metido sus pecadoras manos en mi equipaje. Alguien demasiado servicial, acostumbrado a doblar la ropa con destreza profesional, instintivamente me había colocado primorosamente mis jubones, el sencillo, sin forros, y el de más presencia, mis dos camisas de holanda, mis medias, prendas que yo había metido de cualquier manera, acuciado por las prisas con las que salí de mi casa segoviana al alba del día anterior.
Procedí entonces a sacar sistemáticamente, extremando la atención cada pieza de mi equipaje: las calzas, el cuello de lechuguilla, la capa de cuello vuelto, los zaragüelles, la prenda íntima que algunos llaman «calzoncillos», comprobando que no me faltaba ninguna prenda de vestir ni artículos para el aseo. En este punto se me pasó la calma al comprobar que no tenía que temer un pequeño hurto de un criado sino algo más serio, algo que afectaría a mi seguridad. Me lancé con un pálpito de miedo al tocho de mis manuscritos que revisé minuciosamente: mis notas de recuerdos, las cartas que recibí y las copias de las que yo había enviado, todo lo relacionado con mis trabajos en preparación o los apuntes que conservaba por su interés permanente. No eché nada en falta, pero empecé a comprender que lo que buscaban el marqués de Moya en el registro que me hiciera en el alcázar de Segovia, y ahora quienquiera que fuera en el castillo de Belmonte, no eran crónicas del pasado sino algo de más palpitante actualidad. Creo que el lector ya ha comprendido que no me siento un héroe, lo que quiere decir que me hubiera rendido en el acto si alguien hubiera requerido mi colaboración con plausible amenaza, pero el problema es que no tenía la menor idea de lo que se esperaba de mí y nadie tenía la franqueza de requerírmelo directamente. Al menos podía estar seguro de algo: quien había ordenado el registro de mi equipaje solo podía ser don Juan Manuel, señor de Belmonte y de Cevico de la Torre, pero una duda me asaltaba, anudándome el estómago: ¿estaba implicada Cata en la conspiración?