De Segovia al castillo de Don Juan Manuel
en Belmonte del Campo
Mayo de 1523.
Nos apresaron a mi socio Zapata y a mí, sin tomarse la molestia del sigilo, con ostentación y algo de recochineo, diez guardias con alabarda y espada que venían marcando el paso con castrense apostura desde el alcázar hasta la imprenta como si fueran a por Juan Bravo, el caudillo comunero, decapitado dos años antes tras la derrota de Villalar. Una decena de adultos y un centenar de niños seguían al cortejo, inesperado espectáculo gratuito muy de agradecer una vez terminadas las fiestas de la Fuencisla, nuestra santa patrona.
El grupo lo mandaba el teniente Roca con quien yo había compartido días antes unos vasos de vino peleón mientras esperábamos turno para beneficiarnos a las putas que la Hilaria nos había apartado con buen ojo y amable consideración. Recuerdo que el teniente me expresó su preferencia por las cristianas y yo le confesé mi afición a las moras granadinas que albergaba la Hilaria y ahí acabó la diatriba. Fue tal el alboroto del desfile que los soldados no tuvieron ocasión de golpear la puerta con enérgica autoridad, lo que evidentemente les disgustó. Se lo debían a su público.
—¿Don Jaime de Garcillán? —La voz del curtido veterano me pareció de una solemnidad ensayada, le conocía lo suficiente para advertir que no era Roca ducho en solemnidades, bastante esfuerzo hacía para no tutearme.
—El mismo, teniente.
—Y usted supongo que es…
—Antonio Zapata, teniente. ¿En qué podemos servirle?
—Tenemos que registrar la imprenta y llevarles presos al alcázar.
—Veo que ya habéis decidido apresarnos antes de saber si el registro será productivo.
—Esas son mis órdenes, don Jaime, pero no se preocupe que encontraremos algo; siempre lo encontramos.
—¿Puedo saber quién es el responsable de esta tropelía?
—No creo.
—¿Cómo que no cree, teniente?
—Quiero decir que no puedo decírselo, me he expresado mal: seguro que puede saberlo… en cuanto escarbe en su conciencia o, a falta de esta, en su memoria.
—Sin faltar, teniente, que todos tenemos conciencia aunque Dios no ha repartido la vergüenza a partes iguales. Tenemos derecho a saber de qué se nos acusa y a qué debemos el honor de que nos detengan soldados de la guarnición del alcázar y no los mangas verdes de la Santa Hermandad.
—Lo primero lo sabréis cuando acabemos el registro y lo segundo cuando os llevemos al alcázar.
—Esto es un secuestro, teniente.
—Yo estoy tan apenado como tú —Roca había bajado la voz con el tuteo—, a alguien has debido de ofender con tus crónicas.
—¿Y entonces a qué viene el registro? Bastaba con denunciarme a la Santa Hermandad.
—Yo no sé nada, Jaime, pero se me ocurre que quizás alguien esté interesado en que no se publique algo. Ejerces un oficio más peligroso que el mío, querido amigo. La Santa Hermandad está para los pobres, para los crímenes vulgares, para los asesinatos y robos en los caminos, pero prevenir y corregir los delitos de imprenta corresponde a gente más esclarecida.
—Pues si tienes ocasión, agradécele a ese «alguien» desconocido en mi nombre y en el de mi colega Antonio su preocupación por nuestra salud. Es una obra de misericordia prevenirnos del delito o algo peor, del pecado.
—Más vale prevenir que curar, en efecto. Veo que empiezas a tomarte las cosas con filosofía, Jaime. Encorajinándote solo empeoras tu situación.
—¿Buscas algo concreto, Roca?, quizás yo pueda ayudarte.
—Mis órdenes son llevarme todos los escritos que encuentre y a vosotros con ellos.
—¿Todo en un solo paquete? Pues lo que vas a encontrar te lo puedo anticipar ahora mismo, y así nos podremos ir todos a casa.
Roca celebró mi rasgo de humor.
—O mejor a la de la Hilaria, pero no es mala idea que me digas lo que tienes aquí escondido y acabamos cuanto antes este penoso trámite.
—Lo que tengo, bien a la vista está: un pliego sobre la vida ejemplar de la reina Juana; otro que es un homenaje al cardenal Cisneros que escribí a su muerte con profundo sentimiento; una necrología de Cristóbal Colón, a quien no se le ha reconocido todo su mérito; una monografía sobre la rebelión de las comunidades de Castilla y las germanías de Valencia; un trabajo sobre Juan Bravo y Segovia; una biografía escrita por mi colega Alonso sobre Antonio de Acuña, el obispo comunero justamente encarcelado; un discurso sobre la azarosa vida de Alejandro VI, el papa Borja; y sendos opúsculos sobre las batallas del emperador don Carlos, a quien Dios dé larga vida y acreciente sus reinos. Está todo bien ordenado en el almacén.
—Entre tanta floritura se esconde el veneno, cronista. Bueno, tengo que dejaros, instalaos cómodamente en esta que es vuestra casa, que yo tengo que seguir con mi trabajo. Jaime, te aseguro que mientras estés en mis manos todo irá bien…
—¿Y cuando nos sueltes, Javier?
El teniente Roca me dio la espalda con un encogimiento de hombros algo siniestro. No era yo persona que me amedrentara a la pri mera de cambio, pero sí a la segunda, no necesitaba llegar a la tercera. Alguien temía que se publicara algo comprometedor, pero por más vueltas que le daba no lograba colegir de qué asunto se trataba, ni a quién podría afectar. Yo había sido testigo y actor secundario de la guerra sucia que enzarzó a Fernando el Católico contra Felipe el Hermoso por el mero hecho de hacerse con el poder, pero estábamos en el año de gracia de 1523 después de Nuestro Señor Jesucristo y habían pasado dieciséis desde que se gestaron aquellos hechos que tuvieron a Castilla en vilo. Ambos personajes criaban malvas, y ahora reinaba felizmente el emperador Carlos V, nieto del primero e hijo del segundo. Más reciente estaba la rebelión comunera que el emperador había aplastado, no sin ímprobos esfuerzos, hacía un par de años, y había que reconocer que aquello todavía quemaba. Mis simpatías estaban con aquellos valientes sublevados contra el rodillo flamenco que imponía sus leyes, se repartían los cargos y honores y esquilmaban el tesoro público que salía de nuestras entrañas. Ya no se encontraba en Castilla un solo «ducado de a dos», la codiciada moneda de los Reyes Católicos, en una cara Isabel y Fernando y en la otra los escudos de ambos reinos unidos por sus personas, el de Castilla y el de Aragón. Guillermo de Croy, señor de Chiévres, favorito del emperador, se había llevado a Flandes todas las que había podido acaparar, lo que dio pie a que el pueblo acuñara un dicho que corrió como la mala moneda: «Guardaos "ducado de a dos" que el señor de Chiévres no dio con vos». Yo había incluido esta copla en mi pliego, pero todo el mundo la conocía y cantaba, y además, el señor de Chiévres había muerto de una caída del caballo, hacía dos años. No fui en mi crónica más lejos de lo que podía permitirme, pues alguna experiencia tiene uno de los límites del oficio.
Antonio estaba aún más preocupado que yo, no tanto por miedo al tormento como a la incautación de la imprenta. Al fin y al cabo, el taller era suyo y le había costado lo suyo, mientras que yo solo aportaba mi ligera pluma de ave y ciertas relaciones, todo ello muy volátil y de valor relativo, pero la imprenta era un verdadero bien que le había costado a Zapata la mitad de su hacienda.
Me había asociado con Antonio Zapata y nunca me arrepentí de ello. Era de familia noble, descendiente directo de Juan Zapata, cope ro de Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica, a quien llamaban el Arriesgado por su acendrado valor y a quien le hubiera querido yo ver en los avatares de la política. Mi socio era un apasionado de las artes gráficas, cuyos secretos dominaba, pero lo que yo más apreciaba en él era su bondad y sencillez. Entre los dos fabricábamos pliegos sueltos y relaciones de avisos con los que dábamos cumplida cuenta a la humanidad de los hechos más notables que acaecían, de los autos de fe más escalofriantes y de los rumores más sabrosos que corrían por la corte.
Yo había empezado a escribir mis crónicas a mano, a veces con la ayuda de escribanos, y las enviaba por correo a mis suscriptores, la mayoría nobles y prósperos mercaderes. Sé de un exportador de lana, del gremio al que pertenece mi familia, que después de leerlas hacía copias que remitía a sus corresponsales en Bruselas, Londres y París. Un día conocí a Zapata, famoso por su maestría en el arte de la prensa, una novedad en la que Segovia había sido pionera gracias al obispo de la diócesis, Juan Arias Dávila, que la introdujo tres años antes de que me nacieran. El ilustre obispo, judío convertido, había traído de Roma, para que regentara el taller, al gran artesano alemán Juan Párix, quien hizo una buena escuela en los tres años que permaneció en Segovia. Después se trasladó a Toulouse, donde pagaban mejor sus habilidades. De aquella imprenta segoviana salió el primer libro impreso en España, el Sinodal de Aguilafuente.
Antonio Zapata había sido el aprendiz predilecto de Párix y, apoyado por la venta de una tierra heredada y por un Mendoza que le adelantó los primeros maravedíes para el funcionamiento durante el primer año, se había instalado por su cuenta tras conseguir de su protector las debidas licencias para imprimir libros religiosos y profanos. Mi socio había escarmentado en testa ajena, la de Sebastián Jaramillo, que a punto estuvo de perder la vida por imprimir sin las debidas licencias. Salvó este la cabeza gracias al coraje de Agustina, su mujer, pero perdió su hermoso taller, que fue confiscado en el acto.
Habíamos congeniado a primera vista, quizás porque ambos compartíamos el gusto por la buena comida, el vino y las mujeres granadinas, las más expertas en el amor. Ambos apreciábamos los valores eternos: macizas de caderas, pechos altivos y traseros en atril, pero a mí me atraían también, a veces de forma irresistible, mujeres feas y muy feas para el juicio general que, me parecía, ocultaban excitantes secretos. Me pregunto si sabe alguien a ciencia cierta qué es la belleza. Los sabios llevan milenios discutiéndolo sin encontrar una explicación convincente.
Antonio y yo coincidíamos también en que la mancebía de la Hilaria era la mejor y la más acogedora de Castilla, León, Aragón, Portugal y quizás del resto de la cristiandad. Allí se nos recibía como a duques, nos daban prioridad cuando llegaba género nuevo y, sobre todo, nos fiaban.
Supongo que Zapata encontraba en mí un ingenio del que siempre he dudado. Apreciaba mis relaciones con gente principal, y eso podía aceptarlo, así como mi habilidad para obtener noticias con naturalidad sin que el informador apenas se percatara. Mi arte consistía en orientar la conversación en la dirección deseada e intervenir lo menos posible; al cabo de un tiempo mi interlocutor se olvidaba de mi presencia y solo se escuchaba a sí mismo.
Nuestra asociación se trabó un día en que yo había conseguido una buena bolsa de Garcilaso, comendador mayor de León y padre del gran poeta. Antonio y yo nos dimos un homenaje de diez platos regado por un vino admirable que me había regalado el conde de Benavente, agradecido por unos versos que compuse para que se luciera en una justa poética. En la euforia de la sobremesa Zapata, que hasta el momento se dedicaba a la impresión libresca, me había propuesto matrimoniar mi pluma con sus tipos de plomo para dar a luz y mandar por el mundo pliegos sueltos y relaciones de avisos a un precio razonable. Una vez pagados los gastos, los beneficios se repartirían por igual entre ambos con una prima para quien consiguiera suscripciones.
Gracias a esta sociedad multipliqué mi clientela fija, que había iniciado con veinte manuscritos, a más de trescientos impresos. Más adelante, el genio comercial de mi socio nos permitió multiplicar los lectores y los ingresos, limitando la impresión de libros a los que teníamos vendidos de antemano como la Biblia en latín vulgar de san Jerónimo —la Vulgata—, La Celestina de Fernando de Rojas, el Libro del buen amor del Arcipreste de Hita, los Diálogos amenos de Pietro Arentino, el Decamerón de Boccaccio. En definitiva: Biblia y erotismo. A ambos nos encantaba El Aretino y recitábamos de memoria el soneto que empezaba con el cuarteto:
Amémonos sin tasa ni medida
puesto que para amar hemos nacido
adora mi gorrión cual yo tu nido
pues sin ellos ¿valdría algo la vida?
Y que terminaba con el terceto:
Y pues calla ama y también ¡castigo!
Calla y méteme hasta los pendones
Jueces de amor y del amor testigo.
Hay que ver lo que han cambiado las cosas desde que a Johannes Gutenberg se le ocurriera imprimir con tipos móviles. Antes, un buen manuscrito podía costar como un caballo mientras que ahora un libro impreso se puede comprar por el precio de una camisa. Más adelante llegaríamos a un acuerdo con el pregonero, Miguel Aguilar, para que leyera mis crónicas en las ferias. Aguilar nos pagaba cien maravedíes y él obtenía doscientos pasando la gorrilla a los oyentes, menos cultos que mis suscriptores pero no menos curiosos. Pronto extendimos el negocio a otros pueblos de la diócesis segoviana y enseguida penetramos en las de Burgos, Valladolid y Toledo, entre otras. En algunas plazas seguíamos valiéndonos del pregonero, pero en las de Medina, Sepúlveda y Cuenca trabamos contacto con las cofradías culturales, una novedad que había traído de Flandes el emperador, integradas por poetas, actores y otros artistas y artesanos de mucha vocación que recibieron entusiasmados nuestra oferta: leerían las noticias de los hechos más notables del reino y del mundo y la recaudación se repartiría a partes iguales. Mis crónicas se convirtieron en la atracción más apreciada, dicho sea con la debida modestia.
Ahora, todo ese tinglado que habíamos montado Antonio y yo con tanto esfuerzo peligraba como nuestra libertad, y quizás nuestra vida. Los soldados de Roca cargaron todo el material que encontraron, y a Antonio y a mí nos metieron en otro coche custodiado por dos alabarderos y vigilado personalmente por el teniente. En unos minutos atravesamos las puertas del alcázar y nos condujeron a los sótanos, donde nos separaron.
Mi calabozo era minúsculo, oscuro y húmedo, pero no peor que otros de los que había disfrutado en mi azarosa vida.
Cuando mi vista se adaptó a la oscuridad, identifiqué un desvencijado y estrecho camastro cubierto por una manta mugrienta que ocupaba las tres cuartas partes del habitáculo; en la pared se distinguían churretes de humedad que algún día darían lugar a estalactitas y una argolla como las que se usan para atar los caballos pero que allí tendría una función inquietante. Al ser los techos altos y el suelo un cuadrado de escasa superficie, me daba la sensación de que me encontraba en el fondo de un pozo, sepultado a la espera de una muerte lenta de la que las crónicas no darían noticia. ¡Puerco oficio este mío que ni siquiera me da derecho a necrológica! Arriba, casi tocando la techumbre, lucía levemente una claraboya en la que reflejaba, cuando los ojos se acostumbraban, las hachas destinadas a iluminar el pasillo de trecho en trecho.
No era, como decía antes, la primera vez que me detenían, pero nunca me había sentido tan dejado de la mano de Dios. Mi mente trabajaba febrilmente buscando una causa para semejante atropello a la que pudiera replicar en los interrogatorios. Bien pensado, ninguno de los pliegos secuestrados podía inquietar a nadie, pero vete tú a saber lo que uno ha podido escribir en un momento de enajenación creyéndose libre. Era posible que en el opúsculo sobre los comuneros que pergeñamos entre mi colega Alonso de Torrelaguna y yo mismo se nos hubieran escapado atisbos de simpatía. Estaba seguro de que habíamos aplicado la asepsia de buenos cirujanos, pero yo no era el juez más imparcial de mi trabajo, y grande era el riesgo de caer en manos de un Torquemada. Me preocupaban las pinceladas que Alonso había dado sobre el obispo de Zamora, Antonio de Acuña, el más salvaje de los comuneros; pero, bien pensado, a pesar de la simpatía que despertaba en mi amigo aquel ser descomunal y atrabiliario, el obispo no quedaba como un santo varón.
Una vez ejecutados los cabecillas y huida María Pacheco, viuda de Padilla, confiaba en que Carlos V, que había decretado una amnistía general, no removiera el vidrioso asunto. Los españoles vivían en paz, sin más guerras que las exteriores, las que emprendía, infatigable, el emperador contra el rey de Francia, Francisco 1, su enemigo más constante, ahora enzarzados en el solar italiano. Todo era posible, pero nada me parecía verosímil. Concluida la lista de los enemigos, pasé a la de los amigos de los que podría esperar protección, y comprobé animado que no eran pocos: Diego Ramírez de Villaescusa, capellán mayor de la reina Juana y obispo de Cuenca; Gutierre Gómez de Fuensalida, el que fuera embajador en la corte de Felipe el Hermoso y la princesa Juana, cuando aquel solo era archiduque y aspirante a la corona de Castilla, que habían sostenido a Carlos en la pila bautismal. Me debía algún favor el duque de Alba, don Fadrique, primo por parte de madre de Fernando el Católico, pero que apoyó al emperador contra los comuneros y le acompañó en sus empresas militares en Alemania, Flandes e Italia. Me preciaba también de la amistad con Pedro Mártir de Anglería y con Lucio Marineo, el siciliano, todos ellos humanistas influyentes en la corte, y llegado el caso podría valerme del gran Erasmo de Rotterdam, a quien el emperador había invitado a integrarse en su corte. La contienda parecía, pues, equilibrada si es que, naturalmente, alguien se enteraba de que estaba encerrado en aquella sucia mazmorra.
Agotado finalmente de cavilar y por el miedo, caí traspuesto en un duermevela interrumpido por el descorrer de un cerrojo y la irrupción en mi celda de dos soldados con picas.
—Don Jaime, el alcaide le recibirá inmediatamente.
El tono ceremonioso del esbirro me desconcertó; no sabía si interpretarlo como el reconocimiento de un error o como escarnio; solo se me ocurrió preguntarle si era de día o de noche.
—De la noche hacia el día —me contestó, cabalístico, el rústico filósofo.
Ni pregunté nada más ni me dijeron una palabra, pero crecía mi esperanza. Si quisieran acabar conmigo no me llevarían ceremoniosamente a la presencia del alcaide, el marqués de Moya, la verdadera autoridad de Segovia de la que era su señor natural. Subí a saltitos desde el sótano hasta la planta baja, donde constaté que, en efecto, la oscuridad de la noche empezaba a aclararse y donde me abandonó el soldado filósofo y se hizo cargo de mi un edecán que me condujo a presencia del alcaide, don Pedro Pérez de Cabrera y Bobadilla, marqués de Moya y conde de Chinchón.
—Pasa, Jaime, siéntete como en casa, ¿te apetece algo de comer? ¿No? Como quieras, vamos al grano entonces, Jaime, que de nada sirve dar largas a las cosas, de ti depende que este desagradable asunto se termine ahora mismo o que…
La pausa amenazaba más que las palabras a pesar del tuteo autoritario que no pedía reciprocidad, pero el ambiente había cambiado como de la noche al día. Me gustaba aquella sala donde había libros de verdad, muchos de ellos coleccionados por el primer marqués de Moya, don Andrés, casado con Beatriz de Bobadilla, a los que me había encomendado Conchillos, el segundo secretario del rey Fernando, para una misión que tenía más que ver con el espionaje que con mi oficio de escribidor. Eran los personajes más influyentes en la corte de los Reyes Católicos, y con justicia, pues fueron ellos los que dieron el trono a Isabel, por quien tomaron partido frente al de doña Juana, la mal llamada Beltraneja.
De Conchillos hablaré mucho en estas memorias: era un personaje sin límites ni escrúpulos, pero leal a su señor con una fidelidad que no se paraba en barras. Todos los medios eran para él lícitos ante una buena causa como consideraba la del rey Fernando. He conocido a muchos como él, tanto en el bando del Católico como en el del Hermoso. Lope de Conchillos y don Juan Manuel —no consigo quitarle el don ni siquiera ahora que me confieso a tumba abierta— eran dos caras de la misma moneda. Ambos eran gente de los de «No se preocupe, señor, que eso se lo arreglo yo» en el que «eso» podía significar el soborno, la calumnia, el robo, el secuestro o el asesinato. Conchillos manejaba la bolsa negra de don Fernando y me daba cien maravedíes cada vez que en mis pliegos adjetivaba a doña Juana, que seguía presentándose como reina legítima en su refugio portugués, como la Beltraneja, atribuyendo su paternidad a Beltrán de la Cueva, favorito de Enrique IV.
La coronación de Isabel 1 fue un golpe de estado organizado por Andrés Cabrera, el abuelo de mi carcelero. Si se hubiera impedido reinar a los hijos adulterinos hace tiempo que no tendríamos monarquía. Como muy bien sabemos los segovianos, pues Segovia fue el centro de su reinado, a don Enrique IV le gustaban los mancebos, pero también las doncellas. Quizás fuera un poco sodomita y un tanto libertino, pero no impotente como difundía el Católico; en todo caso, no le apetecía copular con la reina. El de Isabel y Fernando fue un golpe de palacio, pero salió bien, que es lo que cuenta; los Reyes Católicos han dado la vuelta a este país como un guante y han creado un estado eficaz en el que la autoridad real es respetada. Concluida la guerra civil en la batalla de Toro, que condujo magistralmente el rey don Fernando contra «los beltranejos» y el rey de Portugal, nadie discutió los derechos de Isabel. Seamos sinceros, la legitimidad no la da la legalidad sino el éxito.
Conocía yo el alcázar como mi casa, todas las dependencias menos los calabozos, y recordaba perfectamente la biblioteca en la que me encontraba, que me había mostrado con orgullo de bibliófila doña Beatriz, intrépida mujer que se había jugado la vida por su amiga Isabel y por conseguir que el matrimonio con Fernando se hiciera realidad, pues la oposición al aragonés era muy fuerte por parte del rey Enrique y de los nobles castellanos. Doña Beatriz llegó a disfrazarse de buhonera para que los novios pergeñaran su estrategia, y los Reyes Católicos colmaron de bienes y honores al matrimonio, incluida la alcaidía vitalicia del alcázar de donde fueron despojados violentamente por don Juan Manuel durante el breve reinado de Felipe el Hermoso y que, muerto este, recuperaron los marqueses de Moya en un largo y cruento asalto.
Me habían invitado los marqueses en invierno, y entonces pude disfrutar de la chimenea que se conservaba intacta desde tiempo inmemorial. Ahora, mes de mayo, la estancia estaba fresca pero no húmeda y a través de los ventanales empezaba a vislumbrar jirones rojizos precursores del amanecer que me caldeaban el ánimo, pero todavía no podía leer los títulos de los lomos; pronto entraría el sol a raudales.
—Pregunte vuestra merced, que en lo que esté en mi mano será vuestra señoría servido.
—Todo está en tu mano, Jaime, o mejor dicho en tu boca. —El alcaide encantado de su ingenio se había puesto en pie en actitud mayestática y verbo conminatorio—. Contesta clara y brevemente con la claridad y brevedad con que yo te pregunto y como Cristo nos enseña. Primero: ¿en qué conspiración estás metido? Si me contestas como Dios manda habremos terminado antes de empezar.
—Mi respuesta no puede ser más clara ni más breve: en ninguna, soy un humilde cronista que hace su trabajo decentemente, con el mayor respeto para todos y para la verdad.
—Envidiable actitud pero respuesta equivocada. Te vuelvo a preguntar por si no lo has entendido: ¿en qué y con quién estás conspirando en este momento?
Mi mente trabajaba vertiginosa, estaba claro que el alcaide no se refería a mis escritos y que alguien le había venido con cuentos.
—Señor, no soy un héroe, créame vuestra merced, que al llegar a este punto, si estuviera metido en alguna intriga lo confesaría en el acto.
—Confesarás, Jaime, confesarás, no me cabe duda; nadie ha resistido al tormento de esta casa gracias a nuestros oficiales, gente avezada que ha tenido en la Santa Inquisición un buen aprendizaje.
—Le juro, señor, que no sé de qué me está hablando.
El alcaide dio un salto y salió a la antesala y al cabo de unos minutos entró con unos ejemplares de mis pliegos y un semblante más amistoso.
—Vayamos por partes, querido amigo. Aprecio tu trabajo y en general no encuentro motivos de censura; sin embargo, este pliego sobre los comuneros no puede ser más inoportuno, y no se te ocultará, Jaime, que aquí, en Segovia, las brasas queman todavía bajo las cenizas, pues apenas han pasado dos años desde que sofocarnos la rebelión y desde que tuvimos la penosa obligación de hacer justicia y ejecutar a Juan Bravo, un hombre valeroso pero equivocado.
—Lo comprendo señor alcaide, yo fui testigo de la heroicidad con que los Cabrera defendieron esta fortaleza, durante casi un año, del asalto comunero. Eran muy pocos pero muy valerosos los que tuvieron que enfrentarse con la multitud enfurecida. —Seguí aplicando descaradamente la lisonja, un arma siempre efectiva si se sabe manejar.
—Enfurecida pero incompetente, que lo único que consiguió tras casi un año de ataques infructuosos fue cargarse nuestra hermosa catedral.
—Hay que reconocer, don Pedro —añadí, haciendo como que me esforzaba en reprimir la devoción para no herir su modestia—, que vencidos los insurrectos, la mayoría gente de la canalla, fue su admirable padre muy piadoso al ahorcar solo a una veintena.
—Los veinte de más prestigio, a quienes habría sido un crimen dejar con vida, pues a ellos les cabía más culpa que a la masa inculta. Para decir toda la verdad hay que añadir a la cuenta cuarenta revoltosos que fueron condenados al destierro, pero es verdad lo que dices.
La rebelión de los comuneros, debo reconocerlo a pesar de las simpatías que he expresado, fue una terrible guerra civil con atrocidades por ambas partes. Como recordarán mis atentos lectores, al rey Carlos no le tembló la mano en la represión, pero aceptó los ruegos de los segovianos para que los tres gobernadores del reino que aquí se personaron, el cardenal Adriano de Utrecht, hoy papa Adriano VI, el condestable Íñigo de Velasco y el almirante don Fadrique Enríquez, actuaran con cierta clemencia.
—La casi totalidad del pueblo que seguía a los cabecillas rebeldes, debo reconocerlo, da ahora gracias a Dios y a don Carlos por la paz y el orden de que disfrutamos —continuó el alcaide—. Comprenderás, Jaime, que más vale no remover el asunto con tu pliego, así que lo mejor es que no sea distribuido.
—Sabia decisión que enmienda mi torpeza.
—Me alegro de que estés de acuerdo, cronista, pero este no es el motivo de que te encuentres aquí.
El alcaide movió las cejas y un edecán se acercó con unos papeles que reconocí aterrado: ¡era mi diario personal!
—¿Sabes qué es esto, Jaime? —El alcaide había bajado la voz hasta el susurro.
—Sí, señor alcaide. Son mis recuerdos personales sobre unos hechos en los que tuve una modesta participación y que ya son agua pasada.
—Siento mucho entrar en tu intimidad, pero debo cuidar la salud pública, y ello me obliga a extremar la vigilancia.
—Con el debido respeto, señor alcaide, estos acontecimientos sucedieron hace casi dos décadas, y sus protagonistas, el rey don Fernando el Católico y el rey-archiduque don Felipe el Hermoso están muertos. Hoy reina, para felicidad del reino y beneficio de la cristiandad, don Carlos, el rey nuestro y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
—No todos han muerto, Jaime, sigue viva nuestra reina Juana, a quien Dios guarde muchos años y sobre la que escribes cosas sumamente indiscretas, y otros personajes con quienes te cebas cruelmente. No con simples anécdotas, que ya no mueven molino, sino hechos muy graves: asesinatos, secuestros, robos y violencias de todo tipo.
—Son para mi recuerdo personal, don Pedro —interrumpí con demasiada viveza.
—Nadie puede garantizar que unos papeles privados no se divulguen. Las hojas tienen alas… insisto. No solo vive nuestra querida reina, a quien Dios dé larga vida, sino otros personajes importantes de los que cuentas cosas inconfesables. Mira, Jaime, valoro tus buenas intenciones y lamento que mi gente haya tenido que registrar tu domicilio, pero esa es mi responsabilidad. Una persona de mi confianza me ha advertido que pretendías publicar algunas cosas que podrían afectar al sosiego del reino y, dicho sea entre nosotros, me han asegurado que estás conchabado con alguien para que ciertos cargos cambien de manos. Por suerte, tienes buenos amigos que te avalan, y yo mismo creo en tu honradez, así que si me juras que no estás actuando por cuenta de alguien que…
—Se lo juro, señor alcaide.
—Te creo, Jaime, te creo, y te pido disculpas por los rigores del calabozo. Te debo una reparación y te prometo que buscaré la mejor ocasión para que disfrutes de la hospitalidad del alcázar, que es de todos los segovianos.
Hasta ese momento había conseguido mantener el tipo con más o menos dignidad. Ya he dicho que no soy un héroe sino, quizás, todo lo contrario, un antihéroe, uno de esos personajes de pueblo que ridiculizan en el teatro dando el contrapunto al valiente galán. Debo deciros que, cuando el alcaide me amenazaba, el miedo atenazaba mis intestinos, pero podía afrontarlo, aunque temblara por dentro. Incluso pude mantener mi autoestima cuando le adulaba pues obedecía a la ley de la supervivencia, el más poderoso de nuestros instintos, y yo he aprendido en mi dilatada experiencia a calibrar las fuerzas del adversario, pero ahora que el alcaide me dedicaba palabras amables me vine abajo sin poder evitar el llanto. Don Pedro me dio unas palmaditas e impartió instrucciones a un edecán para que me trajera una palangana con agua fresca.
—Quizás te venga bien despejarte un poco.
Me lavé las manos, me refresqué la cara, sequé las lágrimas y me sentí algo mejor, aunque sabía que no me recuperaría fácilmente de semejante humillación. El alcaide era un cabrón, pero me entraron ganas de besarle como a un padre. Me reconciliaba conmigo mismo tratando de convencerme de que lo mismo que mi padre me había dado la vida, el alcaide me había hecho la gracia de no arrebatármela. Sentí alivio pero no las tenía todas conmigo. ¿Qué me tendría reservado el taimado alcaide? Había aceptado con demasiada rapidez mis explicaciones, quizás porque había considerado más eficaz cambiar de táctica y darme hilo para perderme. Tendría que permanecer más vigilante que nunca.
—Y ahora, Jaime —me dijo el marqués escrutando mi rostro—, aclaradas las cosas entre nosotros te reservo una sorpresa: en mi despacho te espera alguien que te quiere: Catalina, la hija de mi buen amigo don Juan Manuel, que ha intercedido encarecidamente por ti y con quien puedes hablar con absoluta tranquilidad en mi despacho. Estás libre, querido Jaime, y sería un honor para mí que os quedarais a comer Catalina Manuel y tú un almuerzo algo más sabroso que el que te sirvieron en la celda.
Reiteré al alcaide mi más sincero agradecimiento por la palangana, pues por nada del mundo me presentaría ante Cata en el lamentable estado en que me encontraba, pero rechacé cortésmente el almuerzo. La presencia de Catalina Manuel hacía caracolear mi corazón como si girara locamente en el vacío. Al parecer tenía que agradecer su intervención en mi favor, pero me preguntaba si no formaría parte de la trama. Su padre, don Juan Manuel de Villena de la Vega, señor de Belmonte y de Cevico de la Torre, era capaz de eso y de mucho más, tal como constaba en mi diario tan convenientemente interceptado por el alcaide y que Cata sabía que lo mantenía al día. Sin embargo, me agarraba a otra tesis: don Juan Manuel habría pedido a su amigo el alcaide mi detención, y su hija se había adelantado para advertirme. Ojalá fuera así. Reiteré mi agradecimiento al alcaide y le seguí a su despacho. Cata se levantó de un salto y vino a mi encuentro mientras don Pedro, discretamente, cerraba por fuera la puerta.
Catalina, mi Cata, había cambiado poco a pesar del paso de los años y de dos embarazos. Seguía delgada, más delgada de lo que exigía el canon, pero sus ojos no habían perdido un ápice de un brillo que indicaba curiosidad y amable ironía, y su voz, la dulce cadencia de sus palabras, que es lo que primero me sedujo en ella, no había cambiado en absoluto.
—¡Mi querido Jaime de Garcillán!
—¡Mi admirada Catalina Manuel! Estás tan maravillosamente fea como siempre.
—Recuerdo que me decías que no era lo suficientemente horrible para tu depravado gusto.
—De eso han pasado dieciocho años, ahora no te pondría objeción alguna; estás verdaderamente hermosa.
—Yo también me alegro de verte, tan tieso y sonriente como siempre y eso que ya debes de tener cincuenta años, ¿no?
—Gracias, Cata, pero son cincuenta y cuatro bien cumplidos; los tuyos no los pregunto, que las mujeres contáis de otra forma.
—Ya he vivido treinta y cinco, que no tengo secretos para ti.
—¡Qué alegría más inesperada! Aunque, en realidad, no sé si debo alegrarme o echar a correr. ¿Debo atribuirte mi prisión o agradecerte la libertad?
—Jaime, querido, que soy Cata. Aguanta la autocompasión, que a nada conduce como no sea a la degradación más miserable. Yo soy Cata y no mi querido padre. Espero que todavía aprecies la diferencia.
—Pero supongo que te envía tu querido padre.
—En eso aciertas, don Juan Manuel instó tu prisión cuando le dijeron que ibas a publicar una historia inquietante, pero luego me envió a rescatarte.
—El muy…
—Lo que quieras decir de mi padre, se lo dices a él, que te invita a pasar unos días con nosotros en Belmonte de Campos para un raro proyecto que se le ha metido entre ceja y ceja. Te adelanto que pretende recoger y contrastar nuestros recuerdos para la posteridad, los suyos, los tuyos, los míos, los del embajador Fuensalida y los del obispo de Cuenca, don Diego Ramírez de Villaescusa. Te ofrece la posibilidad de escribir la mejor crónica de tu vida.
—Pero antes me aclara las ideas con el tormento.
—No podía arriesgarse a que te precipitaras contando cosas que pudieran tener una explicación que quizás se te escapara.
—Por lo que veo no te inquietaba mucho que me sometieran al potro.
—Mi padre me prometió que no te pasaría nada y me consta que rogó al alcaide que no te tocaran un pelo, que se limitara a asustarte un poco, ya sabes que mi padre es implacable en lo que considera su deber, pero nunca faltó a su palabra.
—Pues muchas gracias a ambos por situarme al borde de la locura sin tocarme un pelo, pero pasemos a otras cosas, ¿cómo le va a tu ilustre esposo, el señor de Aysel?
—Está en Flandes, disfrutando de unos días sin mí; es un santo varón. ¿Y ese putón de monja que te apañaste?
—Un respeto para sor Inés, una mujer transida de santa pasión, la única que no me ha fallado nunca. Está pasando unos días en Burgos con su familia, ya le transmitiré tus muestras de simpatía. ¿Cómo hubiera podido consolarme de tu ausencia sin ella, yo que vivo para cantar nuestro imposible amor, el de un pobre y atormentable cronista con la orgullosa castellana de Belmonte, con sangre real en sus venas?
—Yo, en cambio, tengo dos amores imposibles: el de Erasmo de Rotterdam y el tuyo, el de un ilustre cura y el de un solterón incurable.
—¿Por ese orden, Cata?
—El orden depende de las circunstancias, pero ya tendremos tiempo para charlar, Jaime.
—El alcaide nos ha ofrecido pasar el día en el alcázar pero yo creo que podemos aceptar un desayuno ligero y partir de inmediato para Belmonte. No es mala idea la de tu padre, no es mala idea. Está ahora amaneciendo, así que podemos llegar durante el día al castillo, tú verás lo que conviene y lo que te obligan tus compromisos con el alcaide.
—Estoy deseando salir de esta prisión, pero no me importaría desayunar como Dios manda.
Fue entonces cuando Cata me entregó una carta por la que su padre me invitaba formalmente al castillo de Belmonte, en Tierra de Campos. Don Juan Manuel no hubiera necesitado firmarla, el mensaje era claro, preciso, indiscutible e inaplazable. Se valía de las fórmulas de cortesía que siempre observó para rogarme que aceptara pasar unos días en su compañía, invitación que hacía extensiva a mi colega Alonso de Torrelaguna, si a mí me parecía conveniente. Era un ruego que, si uno leía entre líneas y sobrevolando las fórmulas de cortesía, había que entender como un mandato. Genio y figura hasta la sepultura.
Por supuesto que acudiría a la cita aunque tuviera alternativa, que no la tenía, pues de ello se ocuparía el alcaide. Me decía a mí mismo que no podría dejar de hacerlo por imperativo profesional puesto que de aquella estancia en Belmonte podría salir un libro apasionante, pero, en realidad, me movía una curiosidad más desinteresada y sobre todo la compañía de Cata.
Don Juan Manuel me requería para recrear la historia que habíamos compartido desde campos opuestos: el señor de Belmonte al servicio de Felipe 1 de Castilla, el Hermoso, de quien recibiera inmenso poder y el más señalado honor de ingresar en el capítulo del Toisón de Oro y yo, quien modestamente serví la causa de Fernando el Católico, aunque debo confesarte, comprensivo lector, que lo hice porque no me fue posible la neutralidad. Fui arrastrado a los cuarteles del aragonés, donde puse todo mi aparato de propaganda a su servicio; Cata había apoyado a su padre en aquella empresa, como es natural, aunque criticaba a don Felipe por el mal trato que daba a doña Juana.
Los otros invitados eran más o menos fernandistas; Alonso de Torrelaguna, mi colega, había sido un fiel servidor del cardenal Cisneros y conocía bien las vacilaciones del arzobispo de Toledo, su posición ambigua, o quizás mejor decir itinerante, en acercamientos sucesivos a Felipe y a Fernando. También asistirían a la cita gente muy principal como el hoy obispo de Cuenca y entonces de Málaga, don Diego Ramírez de Villaescusa, que aunque jugó con dos barajas sufrió persecución por parte de don Juan Manuel por haber sido leal a doña Juana. El otro invitado, don Gutierre Gómez de Fuensalida, embajador de Fernando II de Aragón y V de Castilla, el Rey Católico, en la corte flamenca, fue siempre fiel a este y acérrimo adversario de don Juan Manuel.
Braulio, el cochero de Cata, nos esperaba a la puerta del alcázar. Antes de ponernos en camino pasé por mi casa y eché en un baúl, con la experta ayuda de Cata, ropa para veinte días, que también eso estaba precisado en la carta de su padre, así como algunos apuntes que habían pasado desapercibidos a los alabarderos del alcázar. Todos ellos se referían a los extraordinarios acontecimientos vividos entre enero de 1505, cuando fui recibido por el rey don Fernando, y septiembre de 1506, fecha de la muerte de Felipe el Hermoso. Metí también en mi leve equipaje los pliegos sueltos y las relaciones de sucesos que había publicado sobre aquellos acontecimientos, una copia de los que habían sido requisados por el alcaide.
No necesitaba despedirme más que de mi socio, que había sido liberado en cuanto fue interrogado, pero Antonio Zapata me empujó materialmente al interior del coche, excitado ante la perspectiva de la gran historia que saldría de su imprenta, y la hermana Inés, mi «apaño», como solía designarla Cata, que me habría retenido más, estaba, como he dicho, en Burgos, así que partí de inmediato. A las ocho de la mañana dejamos a nuestras espaldas el acueducto camino de Belmonte pero pasando por Valladolid, donde había encontrado acomodo mi colega Alonso de Torrelaguna cuando murió, hacía ya seis años, el cardenal Cisneros, jefe, paisano, amigo y protector. Aldonza, mi vieja y leal criada se había empeñado en prepararnos provisiones de boca, aunque insistimos en que no era necesario porque nuestra intención era comer a mitad de la ruta, quizás en Cuéllar, un buen lechazo o un lechoncillo en una posada recomendada por don Juan Manuel a Cata, pero no pudimos quitarnos de encima a la buena de Aldonza hasta que aceptamos una selección generosa de chorizo de Cantimpalos, queso, vino de la tierra y dos grandes racimos de uvas «por si las moscas».
Braulio, el cochero, se mostró muy seguro de que podríamos llegar a Cuéllar, distante en doce leguas, al mediodía y nos garantizó la calidad de los lechones, carneros y otras sabrosas labores del muy afamado mesón de San Francisco. Los días, largos a finales de mayo, nos permitirían llegar a Valladolid a una hora razonable para encontrar a mi amigo y salir a galope tendido hasta Belmonte distante solo diez leguas, por lo que llegaríamos al castillo antes del anochecer.
Ni que decir tiene que amenizamos el camino charlando de lo divino y lo humano, menos de lo que en realidad me importaba. Hablamos del tiempo, que venía con demasiado calor, del mal estado de los caminos, del ajusticiamiento de los comuneros Bravo, Padilla y Maldonado, de la huida a Portugal de María Pacheco, la viuda de Juan de Padilla, a quien Carlos V había excluido de la amnistía decretada después de segar las cabezas principales; y nos congratulamos de que Adriano de Utrecht, al que habíamos conocido en Flandes como preceptor del príncipe Carlos, fuera ahora papa cuando su pupilo era emperador.
¡Cómo han cambiado las cosas desde que murió el rey don Fernando, y solo han pasado siete años! Los flamencos y alemanes se han quedado con todo lo que rinde algo en Castilla con más descaro que cuando Felipe el Hermoso desembarcó en La Coruña con sus dos mil lansquenetes, y nuestros soldados se dejan la vida por media Europa en asuntos que solo incumben a los intereses de los alemanes.
—Y a los de la cristiandad, Jaime —añadió Cata con ironía—. Si la reina Isabel levantara la cabeza y viera como su marido, que le había jurado que no se volvería a casar, maridaba con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, esa niña gorda y viciosa, además de cojitranca… Por cierto he oído que tú tuviste acceso a sus favores.
—Le gustaba jugar…
—Luego es cierto.
—De esas cosas prefiero no hablar; a la reina Germana le interesaba el arte de la propaganda y tuvimos largas charlas para compenetrarnos…
—Debisteis de compenetraros muy bien. Dejémoslo estar, que agua pasada no mueve molino, pero no puedo imaginar al Rey Católico, a su venerable edad, tomando brebajes que le levantaran el ánimo para concebir un hijo que tiraría por tierra la unión de los reinos de Castilla y Aragón, el gran proyecto de los Reyes Católicos.
—En efecto, su hijo habría sido el rey de Aragón pero no de Castilla, cuyo reino correspondía a Juana. Afortunadamente, la criatura que llegó a los cuatro años de intentarlo, cuando el Católico se acercaba a la sesentena, solo sobrevivió unos días. Parece que Dios castigó al rey, que nunca levantó cabeza desde que tomó la pócima que le administró Germana.
—Torna nota, mi querido amigo, ¿qué tenía aquel brebaje?
—Hasta ahora no lo he necesitado, gracias a Dios, aunque reconozco que me interesé por la fórmula.
—Por si acaso.
—No, por curiosidad de cronista. Don Fernando tomó «cantaridina», un afrodisíaco de fama mundial compuesto a base de escara bajos triturados y de testículos de toro. Creo que se consigue una erección de horas, la felicidad completa, pero perjudica al riñón. Al rey le dio hidropesía, diarreas, vómitos, desmayos y mal del corazón; quizás le mereciera la pena al gran fornicador.
—Si tú lo dices. Ay, si la reina Isabel levantara la cabeza.
—La reina le conocía bien y acogió a los bastardos de su esposo como hijos.
—Más le hubiera pesado la situación de su querida hija Juana encerrada primero por su esposo, luego por orden de su padre y finalmente por decisión de su propio hijo don Carlos.
—Sé que la quieres mucho. Recuerdo que en Bruselas solo gustaba de tu compañía, a pesar de que don Juan Manuel, tu padre, era su carcelero.
Gracias a ello, sus oficiales me dejaban entrar en los aposentos de la reina; te aseguro que Juana no está loca aunque han hecho tanto por enloquecerla que ninguno lo hubiéramos resistido. Si la reina Isabel levantara la cabeza, se moriría de pena por las desgracias de Catalina, su hija pequeña, a quien su esposo, Enrique VIII de Inglaterra, humilla de la forma más cruel. Ahora presiona al papa para que le permita divorciarse mientras lleva a su cama a todo lo que se mueve en la corte.
—Y si Fernando levantara la cabeza y viera que aún no había pasado un año desde su muerte cuando su viuda y su nieto, el emperador, mantienen relaciones incestuosas.
—¿De dónde has sacado esa historia?
—De mis buenas fuentes, fue durante la primera visita de don Carlos a España cuando este tenía diecisiete años, pero no hay que echarle la culpa al príncipe, pues a esa edad a uno le domina el cuerpo, la culpa es de su abuelastra Germana, que ya tenía veintinueve años y que es insaciable en el placer y en la crueldad.
—¿Cómo has sabido esa historia, Jaime? —Cata repitió la pregunta con voz severa—. Ten cuidado, amigo.
—No importa quién me la ha contado, es una historia muy sabrosa. Don Carlos estaba tan encelado que ordenó construir un puente de madera que iba desde su palacio en Valladolid a la casona en que vivía doña Germana.
—¿Y cuánto duró esa relación?
—Unos dos años. De aquel amor incestuoso nació una hija, Isabel, a quien metieron en un convento.
—Pues no me digas más… te lo ha dicho la monja Inés.
—Me lo contó su superiora, la madre Teresa, no hay nada en Castilla que se le escape.
—Pues insisto en que vayas con tiento, Jaime, que esta vez has salido bien librado, pero no abuses de la suerte.
—En efecto, Cata, han cambiado muchas cosas desde la muerte de Isabel y de Fernando pero algunas han sido para bien.
—¿Como por ejemplo?
—La unidad de España y el acrecentamiento del reino.
El matrimonio de Isabel y de Fernando no impidió que ella fuera la reina de Castilla y Fernando el rey de Aragón sin que ambos reinos se unieran, sino todo lo contrario. En Castilla se veía con malos ojos a los aragoneses y viceversa, pero el nieto había logrado unir ambos estados aunque cada uno tenga sus leyes y sus fueros, así que podemos decir que España, la vieja Hispania romana y visigótica, ya no es una expresión geográfica sino una realidad.
—Los impuestos nos doblan, Jaime, pero sobre el imperio no se pone el sol.
—Comparto tu ironía, Cata, pero hay que reconocer que España domina medio mundo, el rey francés está en retirada, al turco se le han bajado los humos y el papa obedece las órdenes del emperador; el español y no el latín es la lengua del imperio; el mundo se ha ampliado, Hernán Cortés ha conquistado Méjico para Castilla, y Elcano ha dado la vuelta al mundo…
—Para, Jaime, que me va a dar el ardor guerrero; oye, ¿y qué me dices de Lutero? El mundo ya no será el mismo desde que el 31 de octubre de 1517 este fraile tozudo clavara noventa y cinco tesis revolucionarias en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg. En este asunto el emperador ha actuado con más finura que el papa. Nuestro muy católico Carlos intentó que aquel y Lutero dirimieran sus diferencias pacíficamente en un concilio, pero el papa se negó en redondo.
Cata estaba en lo cierto. El emperador organizó un conciliábulo en Worms en el que comparecieron Lutero, los legados pontificios y los príncipes alemanes. No hubo acuerdo, pero Carlos rechazó las pretensiones del papa de que Lutero fuera prendido y le dio un salvoconducto para salir de la ciudad,
—¿Acierto al pensar que tienes cierta simpatía por ese fraile fanático? —pregunté.
—Sí y no. Me horroriza el fanatismo, y tú lo sabes, Jaime, pero este fanático puede ser un buen revulsivo para cambiar muchas cosas que hay que cambiar. Simpatizo con su coraje… Pero ahora representa el mayor peligro para la unidad del imperio. El fanatismo genera fanatismos de signo contrario y ya ves, la Inquisición, que había perdido poder, ha recobrado sus antiguas ínfulas y yo prefiero un poco de corrupción a arrobas de fanatismo.
—En eso estamos de acuerdo, Cata. Sin embargo, aplaudo los consejos que nos da Lutero para disfrutar de todos los placeres, asegurando que fornicar no es pecado.
—Tú siempre vas a lo tuyo. Yo no he oído que el buen fraile afirmara semejante cosa.
—Pues créeme, Cata, que es la pura verdad.
—Bueno, bueno, volvamos a nuestra erudita plática sobre la unidad del reino. Estoy convencida de que ahora los judíos ya no son un problema, o se han convertido de verdad o todos hemos decidido creerlo. El caso es que están más o menos integrados; ahora la dificultad reside en asimilar a los moros de Granada que, aunque se bautizan, nunca abjuran de Mahoma en el corazón. Así que Carlos tiene que luchar contra el luteranismo de fuera y el islamismo, dentro y fuera de España; en casa contra los moros disfrazados de moriscos y fuera contra el turco.
—Hemos dado muy mal ejemplo en casa incumpliendo las capitulaciones de Granada que permitían a los moros conservar su religión y su costumbre —señalé—. Se les ha forzado a convertirse o a exiliarse.
—O a sufrir la hoguera, a la que los moros no están muy predispuestos; hay que reconocerlo: en el reino moro de Granada no había Inquisición.
—Tengo la sensación, querida Cata, de que la religión no es más que un pretexto para el gobierno absoluto del césar.
—Lo mismo pasaba con los Reyes Católicos.
—Ahora es peor, las Cortes ya ni se reúnen, los pueblos nunca han contado gran cosa pero ahora no cuentan en absoluto.
Tuve que esperar hasta que llegamos a Cuéllar y nos acomodamos ante un mantel limpio y una jarra de vino en la posada de San Francisco para sonsacar a Catalina detalles de su vida, mientras Braulio comía en la cocina con el servicio, pero Catalina mostró más interés en hablarme de las cosas de don Juan Manuel que de sí misma.
Su padre —me explicó— acababa de volver de Roma donde cumplió tres años de embajador ante el papa Adriano VI, amigo y compañero suyo cuando Adriano, natural de Utrecht, ejercía de preceptor del joven Carlos en la corte flamenca de Felipe y Juana. Era, pues, súbdito del césar. Don Juan Manuel había sido relevado como embajador por Sessa, de la generación del emperador, con quien este se encontraba más cómodo.
—Mi padre ya no es lo que era —se lamentó Cata—. Ha sufrido lo indecible el pobre y ya acusa los achaques de la vejez, aunque sigue teniendo la cabeza muy bien puesta y una energía de hierro.
—Sé que es duro decirlo, Cata, pero con todos los respetos para don Juan Manuel y para ti debes reconocer que tu señor padre ha sufrido menos de lo que ha hecho sufrir.
—Yo no soy quién para juzgarle… ni tú tampoco. Él tenía sus razones, además de una esposa y nueve hijos que alimentar. No es un noble de horca y cuchillo, y no podía permitirse andarse con remilgos; se sentía en la obligación de hacerse con una fortuna que cuadrara con su estirpe, y tuvo que valerse de ingenio y de energía sin permitirse el lujo de que le temblase el pulso en una tarea que para él era más importante que su vida, se lo debía a sus antecesores y a sus sucesores.
—Tu padre, Cata, ha sido el hombre más poderoso de Flandes y de Castilla. Pero ha tenido la desgracia de servir a un señor que se le murió pronto, y que solo pudo reinar unos meses. En realidad viajó más tiempo por España muerto, arrastrado por su viuda por los caminos, que vivo, recorriendo sus posesiones en Castilla y León.
—¡Qué te voy a contar a ti! —exclamó Cata—. La política es dura, y muerto don Felipe, tu protector, el rey Fernando, persiguió a mi padre con saña mientras vivió.
—El Católico no perdonaba la traición.
—Mi padre no es un traidor —interrumpió indignada.
—Lo sé, Cata, pero cambió de bando en medio de la batalla.
Se hizo un silencio oprobioso. Afortunadamente, se había acercado a la mesa Florencio, el dueño del mesón, que se deshizo en reverencias hacia la hija del poderoso señor y de mi humilde persona.
—¿En qué puedo serviros?
—Mi padre me ha hablado de unos lechoncillos crujientes.
—Son la especialidad de la casa, salen riquísimos si se hacen con mimo, con el horno a punto y sin más condimentos que la grasa que suelta el propio animal, pero mientras lo preparamos os serviré un poco de jamón y una jarra de vino.
—No os excedáis, Florencio, que tenemos un largo camino por delante antes de que anochezca.
—No hay prisas que justifiquen el desprecio al buen yantar, doña Catalina, que como dice el refrán: «barriga llena, corazón contento»; no os podéis ir sin probar por lo menos unas criadillas de cochinillo y unas morcillitas.
Cuando nos dejó solos traté de reconducir la conversación con más cautela pero sin desdecirme de lo dicho, aunque también era verdad lo que ella decía, que a la muerte del Hermoso en septiembre de 1506, en la flor de una vida de veintiocho años, Fernando el Católico le había perseguido por tierra y por mar. Don Juan Manuel escapó de Castilla, pero la saña del Católico le persiguió allende las fronteras. Fue detenido en Malinas y sufrió destierro en Viena por las presiones de Fernando sobre Margarita de Austria, hermana del Hermoso y tía del príncipe Carlos, pero fiel aliada de su exsuegro, el padre de su malogrado esposo Juan. Pero Carlos 1 le rehabilitó en 1515 a petición del abuelo paterno, Maximiliano, quien le otorgó puestos de responsabilidad.
—Perdona, Cata. Comprendo que la sangre no mira razones. Perdóname si te incomoda lo que digo; me he limitado a repetirte lo que pensaba don Fernando de tu señor padre. El rey le reprochaba que habiéndole enviado de embajador a Bruselas para vigilar al Hermoso se había entregado a este, convirtiéndose en su más enconado enemigo. Yo no considero a tu padre un traidor ni al Católico un santo; en realidad, un traidor es el que elige el bando equivocado y comprendo que tu señor padre eligiera el futuro con preferencia al pasado, al joven con ventaja sobre el viejo, pero las cosas no transcurrieron como era lógico pensar que transcurrirían.
—En eso tengo que darte la razón, Jaime. En que mi padre no tuvo en cuenta que es Dios quien dispone y que la muerte no tiene miramientos ni con jóvenes ni con viejos, ni con pobres ni con ricos, ni con frailes ni con papas.
—Así es la danza de la muerte, Cata, tal como la vemos representar cada año, Felipe murió en la flor de la vida unos meses después de llegar a Castilla, que a quién se le ocurre tomarse una copa de agua fría sudando como estaba tras una partida de pelota.
—Ya, ya, de una copa de agua fría… ¡De frío veneno!
—Tú también crees que fue envenenado como se rumoreó?
—Ya, ya, de una copa de agua fría, un pletórico joven de veintiocho años que rebosaba salud. En aquellos tiempos el veneno corrió ligero por Castilla y ya sabes que el Católico no se paraba en barras.
—¿Te ha dicho eso tu señor padre?
—Nada de eso. —Cata parecía arrepentida de su comentario—. Mi padre no me habla de estas cosas, pero todo el mundo lo sabe. Cuando don Fernando perdió la partida en Villafáfila, decidió cambiar de táctica y quizás encontrara una solución definitiva.
—Piensa mal y te quedarás corta, como decimos en nuestro oficio, pero no creo que el rey llegara hasta ese extremo, aunque reconozco que no era muy escrupuloso, hay demasiadas versiones sobre la muerte del joven rey; se habló también de la peste.
Cata murmuró algo ininteligible sobre la peste y el rey Fernando. Me quedaba poco tiempo para preguntarle sobre lo que más me interesaba: su propia vida.
—Me llegaron noticias de que te habías casado.
—Mi vocación no es la de monja, Jaime; ya lo sabes.
—Otro gallo nos hubiera cantado.
—No hubiera sido una monja fácil, como tu Inés.
—Alguna esperanza tendría, no es lo mismo casarse con Dios que con un barón flamenco.
—Es un santo varón, Jaime. Felipe se lo debía a mi padre, y me propició una buena boda.
—Sin amor.
—El amor tiene poco que ver en el matrimonio de una gran dama, pero mi marido es un hombre considerado y culto, un humanista y un buen padre. ¿Qué más se puede pedir?
—Yo me atreví a pensar que tú serías diferente. Te confieso que soñé con ello.
—Siempre fuiste un soñador, pero con los sueños no se vive. Ni siquiera intentaste raptarme.
—¿Te habrías subido a mi caballo?
—Ya es tarde para saberlo, y puedes dar gracias a Dios, pues por mucho menos ha enviado mi padre a gente a la horca.
—¿Y si te lo hubiera pedido el sabio de Rotterdam?
—¿Erasmo?
—El mismo.
Cata respondió con una carcajada. Habíamos coincidido en Bruselas con el gran humanista. Ambos, Cata y Erasmo, me salvaron de la persecución de don Juan Manuel, y el último tuvo la generosidad de hospedarme en su casa.
—Pasamos una larga noche en vela Erasmo y yo, cenamos bien y apuramos cuatro botellas de Saint Emilion. Después nos repantingamos con un viejo licor, vigilándonos mutuamente, rastreando atisbos tuyos, y yo llegué a la conclusión de que el gran hombre se perdería con solo una insinuación por tu parte.
—No digas tonterías, Jaime. Erasmo sabe dónde se encuentra; se siente razonablemente bien y no se pierde por nada ni por nadie; dispone de permiso del papa para no tonsurarse ni vestir sotana, lo que facilita la relación con las mujeres con las que tuvo contactos ocasionales. Y no se planteaba objeciones morales que, recuerda, cuando nos conocimos no preocupaban en exceso a los eclesiásticos, del papa hasta el último fraile.
—Eran los tiempos de Julio II, que engendró tres hijas, y acababa de morir Alejandro VI, nuestro papa Borja, el valenciano, que no solo tuvo hijos sino que estaba amancebado con uno de ellos, la bella y puta Lucrecia.
—Y de ahí para abajo, como he dicho, hasta el último fraile: recuerda al cardenal Mendoza y a otros príncipes de la Iglesia, que en Roma vivían sin recato alguno con sus familias numerosas. No había obispo que se preciara sin concubina. Erasmo mismo es hijo de cura, y si renunció a las mujeres no fue por virtud, sino por comodidad, para no complicarse la vida ordenada que siempre ha llevado. Cortó con las mujeres y con todo lo que pudiera turbar su sosiego. Por mí, querido Jaime, no iba a cambiar su destino de gran hombre, el faro del humanismo cristiano —continuó Cata—. Es un mago del escapismo. Inspiró a Lutero con sus escritos denunciando la degeneración de la Iglesia, pero se negó a secundar o dirigir el nuevo movimiento cuando este se lo pidió. Él no cambia, por nada del mundo, ser el gran sabio a quien cortejan desde el papa hasta el emperador, pero no se compromete con nada ni con nadie.
—¿O sea que nunca hubo nada entre vosotros?
—Menos que entre tú y yo.
—Pues ya es poco.
—Bien visto, tampoco es tan poco.
—Jamás olvidaré aquella noche.
—Pues la verdad es que preferiría que la olvidaras como he hecho yo.
—Es que solo han pasado dieciocho años.
—Y cuatro días.
—Pues para haberlo olvidado… Entonces, ¿eres feliz con el barón?
—Como se puede ser feliz en este valle de lágrimas. Después de mi hija Juana, la más pequeña, no me ha impuesto el débito matrimonial y se ha acostumbrado a mis vicios.
—¿…?
—Mis lecturas, las traducciones de los clásicos, los escarceos con la filosofía, que no en vano tuve por maestra a Beatriz Galindo, que lo fue de las dos reinas, Isabel y Juana.
—Beatriz Galindo, la Latina, una dama extraordinaria. Tus vicios no tienen perdón de Dios, querida amiga.
—Él me los perdona y me libera de acompañarle a los suyos: los toros, los torneos, los juegos de cañas y sobre todo la pelota que le vuelve loco, y por mi parte jamás objeto sus viajes; hago la vista gorda a sus amiguitas, a sus juegos…
—Un matrimonio perfecto.
—No tanto como tu soltería con apaño monjil y eventuales auxilios profesionales.
—¡Qué bien nos habría ido juntos, Cata! Todavía podemos dar tú y yo un escándalo sonado.
—Ya no estás en edad, Jaime. Recuerda lo que le pasó al rey Fernando.
—Tú eres el mejor afrodisíaco.
—No seas cochino.
—Orgullosa tenías que estar.
—Lo estoy, Jaime, lo estoy pero todavía no he perdido la cabeza. Hay que ver como sois los hombres, no tenéis medida.
—Mira, Cata, yo me creía liberado de la esclavitud del sexo hasta que me he topado contigo.
—Pues aprende lo que le pasó al viejo de Cota, seducido y burlado por el amor. Yo ya no soy la jovencita que tuviste la desvergüenza de seducir en Bruselas.
—Pues no recuerdo que resistieras mucho, más bien creo recordar que la jovencita indefensa me empujó hasta el tálamo.
—Yo tenía entonces diecisiete años, en medio del camino de la vida y, en definitiva, Jaime, fuiste tú quien debió portarse como un caballero.
—Yo no soy un caballero, Cata, soy un cronista.
—No dejaste de utilizar una sola de las artes de la seducción.
—¡Cómo resistirse a una virgen! Desde entonces han pasado otros diecisiete años.
—¿Qué es lo que entonces veías en mí, una chica flacucha y pecosa de pechos como pequeñas manzanas flamencas?
—Tus manzanas tuvieron la culpa, tus escotes estaban sabiamente concebidos no tanto para mostrar como para mantener el misterio. Unas veces creía percibir unos pechos, quizás algo pequeños, pero incitantes, y otras veces parecían desvanecerse, obligándome a torturar la imaginación. Llevabas cuando te conocí un vestido cuyo sabio escote me recordaba el de doña Juana en el retrato de Juan de Flandes, y me asaltaba una curiosidad irresistible por saber cómo estabas de pechos y de todo lo demás.
—O sea que me llevaste a la cama por curiosidad intelectual. ¿Y cómo me encontraste?
—Bien, especialmente de «todo lo demás».
—Eres un cerdo.
—¿Percibió algo tu barón del natural estropicio?
—Si lo percibió no dijo una palabra, que como te puedes imaginar recurrí a todo el catálogo celestinesco de restauración del himen.
—¿Cómo olvidar La Celestina de Fernando de Rojas?: «Tenía en un tabladillo, en una cazuela pintada, unas agujas delgadas de pellejeros e hilos de seda encerados y colgadas allí raíces de hojaplasma y fuste sanguino, cebolla albarrana e cepacaballo. Hacía con esto maravillas: que, cuando vino por aquí el embajador francés, tres veces vendió por virgen una criada que tenía».
—Eres un cínico.
—Pero debes saber una cosa, me enamoré de ti como un cabestro, y en eso sigo.
—A pesar de que no me encontrabas suficientemente fea; recuerda que fue lo que me dijiste en nuestro primer encuentro a solas en el despacho de mi padre, cuando te narraba la ceremonia de proclamación en Santa Gúdula de Bruselas de los archiduques como reyes de Castilla.
—Nunca lo olvidaré. Te dije que las feas son letales, que entran poco a poco, pero se instalan en lo más hondo, son como un súcubo del que no hay forma de desprenderse.
—O como una garrapata, como tu monja Inés.
—Me temo que te llevaré dentro hasta la muerte, y no mientes a Inés, que es una buena amiga y solo una buena amiga, aunque ya es bastante.
—A la que fornicas regularmente.
—En eso sí soy un caballero.
—En algo llevas razón, a las poco agraciadas nunca se nos estropea la gracia que no tuvimos y envejecemos mejor, pues resistimos con mas dignidad comparaciones con hermosuras pasadas. Hablando en serio, Juan, lo nuestro no era posible y tú lo sabes. Mi padre quería para mí un noble o alguien de gran predicamento y buena familia, y don Felipe accedió a elegirme marido entre sus cortesanos.
Y tanto que lo sabía yo que ni soy noble, ni disfrutaba de una posición en la corte y para colmo soy hijo de judíos conversos. Si el rey Fernando hubiera premiado mis buenos servicios como lo merecían, tal como hizo con su secretario para todo Conchillos, quizás hubiera tenido alguna oportunidad, pero el Rey Católico era en extremo cicatero con las recompensas, y en el fondo, aunque necesitaba de mis servicios de propaganda, los despreciaba. Ni siquiera me dio el titulo de cronista oficial con sueldo que me había prometido Lope de Conchillos, así que tenía que valerme de mis argucias de cronista independiente sobornando criados, seduciendo criadas y detectando afanes de venganza para obtener información. No podía parangonarme con gente como Fernando del Pulgar, Pedro Mártir de Anglería, Lucio Marineo Sículo o Gonzalo Fernández de Oviedo, que en su condición de cronistas oficiales tenían sueldo fijo y podían andar en palacio como Pedro por su casa. Por no hablar de Gonzalo de Ayora que, además de cronista, era un gran estratega militar en las campañas de Italia, donde luchó junto al Gran Capitán.
Sin embargo, fue en mí y en mi buen aparato de propagación de las especies en quien confió el rey la mayor responsabilidad en la guerra de la pluma contra el Hermoso y contra don Juan Manuel. Aunque Fernando se hubiera portado como un señor con su fiel vasallo, mis posibilidades con Cata seguirían siendo escasas al luchar en bandos distintos. Si su padre conseguía el triunfo de Felipe, este humilde escribidor no sería nadie, si es que no acababa sus días en la cárcel. El triunfo de don Juan Manuel fue efímero, pues se le murió su señor, y cuando volvió Fernando, llamado a la gobernación del reino por el cardenal Cisneros, tuvo que exiliarse, pero siguió siendo señor de Belmonte y de Cevico de la Torre. Pero no me quejo de mi oficio, que peor es trabajar.
—Quizás algún día el mérito sea el verdadero título de nobleza pero ya será tarde para nosotros —concluyó piadosamente Cata, a quien no se le escapaba lo que mi caletre rumiaba.
Había sido un día trepidante, la comida fuerte y abundante; el vino de Alaejos, nacido en Valladolid y bautizado en la posada de San Francisco, pero que aún cristianado en Cuéllar, se hacía notar. Me había debatido en el almuerzo entre el deseo y el sueño, pero ahora no tenía más sueño que el del deseo.
—Cata, tenemos ahora una posibilidad que quizás no se repita, déjame que soborne a Braulio y nos quedamos en esta posada un rato. Estoy seguro de que Floren dará posada a los peregrinos como buen cristiano que es.
—¿Te olvidas de mi padre?
—Una de las cosas que han cambiado en este reino es que tu señor padre ya no tiene licencia para ahorcar.
—Pero sí para cortarte los cojones, a ti, a Florencio y a Braulio. Sácatelo de la cabeza.
—Pues ahora que veo que las uvas están verdes te voy a hacer una confesión: en realidad a mí me gusta más hablar que fornicar.
—Si es así, no veo ningún escollo para una larga amistad —admitió Cata—. Te haré otra confesión: a mi marido le pasa algo parecido, solo que él prefiere jugar con la pelota. Sostiene que por la boca muere el pez, y lo de fornicar le parece un esfuerzo innecesario e insano. Dice que ya es bastante duro el matrimonio como para encima tener que hacer uso de él.
Habíamos concluido la comida, y cuando me disponía a pedir la cuenta, apareció Florencio seguido por una camarera que colocó en una mesa con lentitud solemne una sinfonía de postres que no habíamos pedido. Desplegó ante nosotros con supremo arte frutas confitadas, turrones, mazapán de almendras y almendras granadinas tostadas y cubiertas de miel, así como todo tipo de frutas. Nos entró la risa. Cata hizo un gesto de impotencia, pero no podíamos salir de allí sin apreciar unos manjares que eran el orgullo de la casa. Florencio nos prohibió levantarnos de la mesa sin que probáramos un poco de todo, regado con un generoso vino de Málaga. Cumplida nuestra obligación Cata se puso en pie, yo me enderecé con dificultad, y de mala gana, siguiéndola hasta el coche donde Braulio esperaba con semblante satisfecho y ya instalados, Cata me dijo al oído:
—Tengo tu diario. El alcaide me lo confió para que se lo entregara a mi padre y tendré que hacerlo, pero antes podrías expurgarlo un poco, así que en cuanto lleguemos a Valladolid me las arreglaré para meterlo en tu equipaje. Mejor es que mi padre no sepa nada.
—Te mordería ahora mismo…
—Mejor te muerdes la lengua y disimulas, que a Braulio no se le escapa un detalle. Es muy fuerte la tentación que me asaltaba de leer lo que has escrito sobre nosotros, pero soy una santa.
—No lo olvidaré mientras viva, santa Catalina de Belmonte.
Aún no había anochecido cuando llegamos al colegio dominico de San Gregorio en Valladolid, donde mi amigo se alojaba. A ambos nos encantaba este edificio de estilo isabelino donde había dejado su huella Juan Guas, el genial escultor de los Reyes Católicos. La luz del atardecer iluminaba el retablo de la fachada como si así lo hubiera concebido Guas; era una composición en la que mandaba el simbolismo, o sea, la propaganda: en el centro, el árbol de la teología en forma de un granado, el árbol de los Reyes Católicos, cargado de frutos surgiendo de una fuente donde se bañaban unos niños en el que concurren soldados, indios, ángeles y adornos vegetales rodeando a dos leones rampantes que sostienen el escudo de Castilla y León. El por tero se acercaba ya a nosotros y, cuando le expliqué el motivo de la visita, dio instrucciones para que atendieran a los caballos y aposentaran a Braulio junto al personal de servicio, rogándonos a Cata y a mí que le siguiéramos al interior, y que nos sentáramos, mientras informaba al superior, quien ordenaría lo que había que hacer.
Rodeamos el claustro tan recargado en su decoración como la portada y fuimos llevados a presencia del superior, fray Anselmo, quien se interesó por las vicisitudes del viaje y ordenó que avisaran a mi colega. Cuando este llegó, el rector insistió en que tomáramos algo juntos y permaneciéramos allí aquella noche, que Cata podía dormir con el matrimonio que se ocupaba de la huerta en una casita anexa al colegio, pero convenientemente separada. No debíamos preocuparnos, pues los cursos habían concluido y los alumnos habían salido disparados a sus hogares respectivos. Agradecimos al padre Anselmo su hospitalidad, pero le explicamos que debíamos llegar a Belmonte aquel mismo día y Alonso y yo salimos escopetados a preparar su equipaje, que afortunadamente era muy leve. En cuanto estuvimos solos le solté el notición.
—El gran Juan Manuel requiere nuestra presencia.
—El gran cabrón…
No había dudado yo ni por un momento de su disposición a emprender un viaje, que animaría su insaciable curiosidad y su no menos insaciable deseo de buena vida. En realidad me había quedado corto. Alonso dio tres formidables saltos de alegría, se colgó a mi cuello y se puso a danzar como un poseso, invitándome a compartir la danza.
—Vamos ya, Jaime, sin perder un minuto.
Así que reemprendimos el camino a Belmonte, donde llegamos sin incidentes cuando el sol empezaba a declinar entre destellos rojizos. Don Juan Manuel y su esposa doña Catalina de Rojas, francamente contentos con la llegada de su hija y de sus invitados, nos recibieron con muchos miramientos y unos refrescos que tomamos en el claustro. Doña Catalina nos explicó cómo había organizado nuestro acomodo y se despidió pronto, pues —nos dijo— quería ocuparse personalmente del traslado de nuestros enseres, de comprobar que las alcobas estaban en perfectas condiciones y de inspeccionar los preparativos para el almuerzo del día siguiente. Era doña Catalina una real hembra que llevaba su edad con gallardía y su linaje con un orgullo muy natural. Era más hermosa que Cata, pero le faltaba, sin embargo, el genio vivo y la inquietante penetración de su hija.
—Espero que os encontréis cómodos —nos dijo el señor de Belmonte, como veis, el castillo está como nuevo, que mis buenos maravedíes me ha costado. Encontrarás, Jaime, algunos detalles que te recordarán el palacio de Bruselas. Ahora es el momento de descansar, que mañana será otro día.
No sabía bien don Juan Manuel hasta dónde llegaba mi necesidad de descanso. Había sido el día más largo de mi vida. Se me había amenazado, vejado, humillado, robado; había sentido la euforia de la libertad, recuperado mi pasión por Cata y recorrido media Castilla a galope tendido por polvorientos caminos, y no sabía lo que me depararía en Belmonte a pesar de la prometedora invitación de don Juan Manuel. En efecto, mañana sería otro día.