En toda novela histórica hay algo de novela y algo de historia en porcentajes al gusto del autor. En la mía hay más de historia que de novela, aunque sospecho que al lector le resultará más verosímil lo novelesco que lo histórico. Hasta tal extremo llegaron los avatares de la lucha por el poder entre Fernando el Católico, el viejo zorro que sirvió de inspiración a Maquiavelo, y Felipe el Hermoso, el joven, guapo, saludable y prometedor que solo reinó efectivamente durante un verano y que murió de muerte discutiblemente natural.
No debe sorprender en exceso esta paradoja pues la experiencia nos enseña que la realidad suele superar a la ficción. ¿O es que, por poner un ejemplo actual, alguien podía haber imaginado el melodrama de los amores tardíos de la duquesa de Alba? Por otro lado, hay que reconocer que la historia, que siempre está abierta a revisión sin que nunca pueda decir por tanto la última palabra, tiene mucho de conjetura, de «parece ser» y de «pudiera haber sucedido».
Habría que aceptar igualmente que las obras de ficción, la literatura y el arte en todos sus géneros, pueden darnos una idea de una época con tanta precisión y a veces con más riqueza que la que nos transmiten algunas historias «serias», dicho con el mayor respeto al oficio de historiador que no me es del todo ajeno.
Confieso que para situarme en la época en que viven mis personajes me he inspirado tanto en los testimonios históricos como en el que me ofrecieron las obras literarias contemporáneas que contienen una gran riqueza de datos que hay que descifrar. En la novela que tiene usted en sus manos, amigo lector, aparecen formidables personajes «secundarios»: Fernando el Católico; Felipe el Hermoso; Juana 1 de Castilla, que ha pasado a la Historia con cierta injusticia como Juana la Loca; los cardenales Mendoza y Cisneros; don Juan Manuel de Villena, señor de Belmonte y valido del Hermoso; los influyentes obispos Diego Ramírez de Villaescusa y Juan Rodríguez de Fonseca; el embajador Gutierre Gómez de Fuensalida; Erasmo de Rotterdam, Nicolás Maquiavelo; Carlos I de España y V de Alemania; su hermano el infante don Fernando que sería emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y pudo haber sido rey de España; los papas Alejandro VI, Julio II y Adriano VI; el rey de Francia Luis XII; Germana de Foix, la segunda esposa de Fernando el Católico, entre otros. No puede sorprender que tan formidables «secundarios» marquen el paso a los protagonistas que cobran vida desde mi imaginación.
Los personajes reales actúan y hablan libremente en mi novela con la misma soltura y naturalidad que los de ficción, los cronistas Jaime de Garcillán y Alonso de Torrelaguna básicamente, pero los lectores pueden tener la seguridad de que las acciones, opiniones y actitudes de aquellos responden básicamente a la realidad, según he podido contrastar en fuentes fiables. Naturalmente, los diálogos en los que ellos intervienen son imaginarios pero están inspirados en su pensamiento y actos tal colmo he podido rastrear en sus escritos, mayormente cartas, así colmo en las crónicas de sus contemporáneos.
Quizás sorprenda que haya elegido como protagonistas a dos profesionales de lo que ahora llamamos «periodismo», una figura que alguien puede tachar de anacrónica, fuera de tiempo. Obviamente no utilizo las palabras periodismo o periodista, pero este es uno de los oficios más antiguos, junto al de las putas, y lo digo con el mayor respeto a los periodistas, a cuyo gremio pertenezco y, naturalmente, a las putas.
Todo el mundo sabe que en esa y en anteriores épocas existía la profesión de cronista perfectamente regulada y, en algunos casos, la de los cronistas oficiales, pagados con un sueldo fijo a cargo de la corona. Sin embargo, no es tan conocida la existencia de cronistas independientes, como los que aparecen en mi historia, ni mucho menos de algo parecido a los periódicos de hoy, salvando las distancias, que se llamaban «pliegos sueltos» y «relaciones de avisos». De los primeros hay clara constancia al menos desde el siglo XV; tenían un carácter monográfico e inicialmente un contenido poético, pero a lo largo del XVI empiezan a referirse a acontecimientos de actualidad. Es en este siglo cuando aparecen las «relaciones de avisos» que se desarrollan a medida que avanza la centuria, que encontrarán su esplendor en el siglo XVII, y que ofrecen contenidos más variados, casi como los periódicos de hoy, con la notable diferencia de que no tenían una periodicidad fija, no eran «periódicos».
Hasta ahora los historiadores no se habían ocupado de estas fuentes, centrándose como es natural en los documentos oficiales guardados en los archivos históricos, especialmente en el de Simancas que aún hoy sigue ofreciendo al historiador formidables sorpresas. Últimamente los «pliegos» y las «relaciones» y quienes los redactaban están siendo objeto de atención por los profesionales de la historia que entienden que las narraciones no oficiales pueden ser también fuentes de su trabajo como muestras vivas de una época.
El problema con que se enfrentan los historiadores es que son muy pocos los pliegos que hoy se conservan, pues tenían un carácter perecedero, como los periódicos de hoy, y no se guardaban y clasificaban como los documentos oficiales por las burocracias reales. No obstante, la tarea merece el esfuerzo pues aquellas hojas tenían una difusión enorme al ser leídas en las plazas de los pueblos ante un público ansioso de novedades. Su estudio es especialmente interesante para la historia de las mentalidades y como muestra de las distintas formas que ha adquirido la propaganda que, por cierto, goza de amplia consideración en Sobra un rey.
Lo más difícil en una novela histórica es, en mi opinión, recrear la época en la que se producen los acontecimientos, en este caso conseguir que los lectores transiten cómodamente por el primer tercio del siglo XVI, desde la muerte de Isabel la Católica, el 26 de noviembre de 1504, hasta 1523, cuando tras la rebelión política de las comunidades y la revuelta social de las germanías, el rey don Carlos empieza a ser más primero de España que quinto de Alemania. Sois vosotros, queridos lectores, quienes apreciaréis en qué medida he conseguido acercaros a esa época y haceros sentir partícipes en la aventura.
La responsabilidad es obviamente mía, pero son muchas las deudas que he adquirido en el camino. Quiero expresar en primer lugar mi más sincero agradecimiento al gran historiador don Manuel Fernández Álvarez, máxima autoridad del siglo XVI al que ha dedicado cincuenta años de investigación, con quien he mantenido gratísimas y muy instructivas conversaciones en su domicilio salmantino. Don Manuel Fernández Álvarez es miembro de la Real Academia de la Historia, Premio Nacional de Historia de España, académico de mérito de la Academia Portuguesa de Historia, profesor emérito de la Universidad de Salamanca y autor de numerosos libros entre los que destaco Carlos V, el césar y el hombre. Todos los historiadores de dicha época han bebido de su Corpus documental de Carlos V, y para mí ha sido una fuente muy valiosa.
Estoy también en deuda con don José Jiménez Lozano, Premio Castilla y León, Premio Nacional de las Letras Españolas y Premio Cervantes, a quien se le ha concedido el honor de que la Biblioteca del Instituto Cervantes en Utrecht lleve su nombre y con quien he tenido el privilegio de charlar amplia y amenamente en Alcazarén, el pueblo vallisoletano donde actualmente reside.
Igualmente fue grata mi visita a Villafáfila, donde se celebró la concordia que lleva su nombre entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso y donde me atendió divinamente el párroco don Agapito Gómez, quien me proporcionó una monografía difícil de encontrar escrita por Elías Rodríguez Rodríguez sobre La Concordia de Villafáfila.
Mi deuda no es menor con otros historiadores vivos y muertos que han estudiado tan apasionante periodo histórico a lo largo de los últimos quinientos años. He devorado las crónicas de los contemporáneos de aquel periodo y de quienes escribieron poco después del mismo, empezando por Jerónimo Zurita, una fuente imprescindible de la que han bebido todos los historiadores posteriores. Similar juicio me merecen las historias de Fernando de Pulgar; del padre Juan de Mariana; de Gonzalo Fernández de Oviedo; de Andrés Bernáldez, el cura de Los Palacios; de Gonzalo de Ayora; de Alonso de Santa Cruz; de Antonio de Nebrija; de fray Antonio de Guevara, así como las crónicas y correspondencias de Pedro Mártir de Anglería; Lucio Marineo Sículo; Gutierre Gómez de Fuensalida; y Lorenzo Galíndez de Carvajal, entre otros, que me han ilustrado y me han regalado muy buenos ratos.
Hay una inmensa obra escrita sobre los Reyes Católicos y Carlos I de España y V de Alemania desde el siglo XVI hasta nuestros días. La historia no es una ciencia exacta y, a diferencia de otras disciplinas, es imposible evitar que el científico contamine el experimento con su presencia; la ideología del historiador condiciona la narración por muy alto que sea su respeto a los hechos y ni los Reyes Católicos, o mejor dicho ni Isabel 1 de Castilla ni Fernando II de Aragón y V de Castilla, ni el nieto de ambos, Carlos V, son personajes «pacíficos» al provocar pasiones contradictorias.
Los historiadores del siglo XIX han escrito mucho sobre esta época, la mayoría en vena de romántica exaltación, pero también se produjeron «revisiones» o desmitificaciones de los tópicos que venían arrastrándose. Me he zambullido en las obras de los más ilustres historiadores decimonónicos de distinto signo entre los que destaco a Modesto de la Fuente, a Juan Antonio Llorente, a Antonio Rodríguez Villa, a Diego Clemencín, a William H. Prescott, a Eduardo Zamora, a Antonio Ferrer del Río, a José Amador de los Ríos y tantos otros cuyas obras son en su mayoría accesibles gracias a las Memorias de la Academia de la Historia.
Me ha resultado también muy provechosa la maravillosa Colección de Documentos inéditos para la Historia de España, una verdadera joya historiográfica, así como la Colección Clásicos Tavera de documentos digitalizados, que se mantienen vivos gracias a la Fundación Mapfre, a quien expreso mi profunda admiración y mi más sincero agradecimiento.
Entre los historiadores actuales debo mucho a Joseph Pérez, cuya extraordinaria lucidez me ha alumbrado el camino. Otras aportaciones valiosas de las que me he nutrido son las de Luis Suárez, Ernest Berenguer, Jaime Vicens Vives, J. H. Elliott, Henry Kamen, Bethany Aram, José Antonio Maravall, José María Jover, Ludwig Pfandl, Michael Prawdin, José M. Doussinague, Rogelio Pérez-Bustamante y José Manuel Calderón, entre otros.
La religión era entonces un factor importantísimo, e importante ha sido para mi comprensión de la espiritualidad de la época el formidable libro de Marcel Bataillon: Erasmo y España. He consultado también numerosas obras sobre la Inquisición y diversas biografías y monografías sobre los papas, obispos y cardenales entre las que destaco la biografía que sobre Diego Ramírez de Villaescusa, personaje importante de mi novela, escribiera el jesuita Félix G. Olmedo. Como es natural, he consultado varios trabajos sobre el cardenal Cisneros, entre los que destaco el de José García Oro, y no han estado alejados de mi curiosidad los que se escribieron sobre la vida monacal, sin olvidarme de las herejías más populares.
Me he beneficiado también de meritorias investigaciones modernas sobre aspectos muy concretos, algunos muy curiosos como los robos de joyas y otros objetos valiosos perpetrados por Carlos V a su madre, doña Juana, recluida en Tordesillas, que han estudiado con rigor Miguel Ángel Zalama y Annemarie Jordan; o como el monopolio de las casas de prostitución confiado por los Reyes Católicos a Alonso Yáñez Fajardo, conocido en la época como Fajardo Putero, estudiado por Ladero Quesada y María Teresa López Beltrán.
Son muchas más las obras que he consultado en mi insaciable curiosidad, pero su relación resultaría en exceso farragosa. Con todos sus autores he contraído deudas impagables pero es obvio reconocer que los posibles errores en que haya podido incurrir son de mi absoluta responsabilidad.
A Julio Fermoso, presidente de Caja Duero, que me ha servido de ilustre cicerone en el mundo cultural de Salamanca, cuya universidad de la que él fue rector magnífico fue la más importante referencia cultural de «mi época».
Solo me queda agradecer la inestimable colaboración de mi esposa, Carmen Arredondo; de mi amigo William Sherzer, profesor de Nineteenth and Twentieth-Century Spanish Literature en el Brooklyn College de la City University of New York, un formidable experto en la cultura española y apasionado hispanista que me ha aportado observaciones muy pertinentes; de mis compañeros en las tareas periodísticas que me han ayudado y cubierto mis ausencias durante el largo periodo en que he vivido en otra época, y de forma especial a Rosa del Río, directora de El Nuevo Lunes, que se ha tragado cientos de folios conforme los iba pariendo, corrigiéndolos y haciéndome oportunas observaciones; a Inmaculada Sánchez, subdirectora de la revista El Siglo; así como a Tina Para, mi eficacísima secretaria.
Ni que decir tiene que esta obra no hubiera visto la luz sin las sagaces sugerencias y la bendita presión ejercida por Ymelda Navajo, directora de La Esfera de los Libros, de la esmerada vigilancia de Berenice Galaz, responsable de la colección de novela histórica de esta editorial, y de los que en esta casa se han ocupado de distintos quehaceres imprescindibles para el alumbramiento y desarrollo de mi criatura. Reciban todos mi más sentido agradecimiento.