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Pasaron varios meses. Eustace y yo nos habíamos instalado en una casita en Camberwell Gardens, con un jardín trasero para que el perrito pudiera corretear a sus anchas. Nuestros días observaban una rutina bastante regular. Desayunábamos juntos y luego caminábamos diez minutos hasta nuestras respectivas escuelas; yo esperaba ante la verja a que el niño hubiese entrado en la suya para cruzar entonces la calle y empezar mi propia jornada. Después volvíamos a encontrarnos y regresábamos juntos a casa, cenábamos y nos sentábamos a leer o a jugar hasta la hora de acostarnos. Estábamos satisfechos con nuestra suerte.

A Eustace le iba muy bien en su nueva escuela. Parecía haber superado los sucesos de los últimos meses, y con el tiempo llegué a entender que no quisiera hablar de ellos. En alguna ocasión yo había intentado sacar el tema de sus padres y su hermana, en vano. Negaba con la cabeza, cambiaba de tema, cerraba los ojos o se alejaba. Lo que fuera con tal de no hablar de ello. Y aprendí a respetarlo. Me decía que con el tiempo, quizá cuando fuera mayor, querría hablarlo. Y cuando él estuviese listo, yo lo estaría también.

Hizo amigos, dos niños en particular, Stephen y Thomas, que vivían en nuestra calle y asistían a la misma escuela que él. Me gustaba que vinieran a casa, pues, aunque fueran traviesos, no tenían mala intención, eran críos de buen corazón, y la verdad es que yo lo pasaba bien con sus travesuras. Por supuesto, yo sólo tenía veintidós años; era joven y disfrutaba de la compañía de los niños, y el hecho de que Eustace se divirtiera tanto con ellos era una fuente de satisfacción para mí. Nunca había tenido amigos hasta entonces; sólo a Isabella.

En resumen, éramos felices. Y confiaba en que nada viniera a empañar la felicidad de nuestras vidas. En que nos dejaran en paz.