El funeral se celebró tres días después.
Durante ese tiempo, Eustace se refugió en el silencio; se pegaba a mí tanto como podía, pero sin pronunciar palabra. Si yo salía de una habitación, él iba a la puerta y esperaba allí mi regreso, como un perrito fiel. También insistía en dormir en mi cama. Al principio, el matrimonio Raisin se había ofrecido a acogerlo, mientras que los Toxley me propusieron su habitación de invitados, cosa que acepté agradecida. Pero Eustace dejó bien claro que él iría a donde fuese yo, de modo que ambos nos alojamos en casa de Madge Toxley, quien hizo cuanto pudo por que reinara un buen ambiente.
A diferencia de mi pupilo de ocho años, no me sentía muy traumatizada por los últimos acontecimientos. Para mí, todo se había disipado en aquellas últimas horas en Gaudlin Hall. Quizá la descarga de adrenalina por enfrentarme y derrotar al fantasma de Santina Westerley me había dado una valentía que no creía poseer. Sabía —lo había sabido desde la noche en que su marido se precipitó hacia su muerte y ella desapareció con él— que se había ido para siempre, que su espíritu, de algún modo, había estado unido al de James. Ésa era la razón para mantenerlo con vida, pues no ignoraba que la ley la condenaría a muerte por el asesinato de la señorita Tomlin. Y así, yo no temía su retorno y dormía profundamente de noche; sólo me despertaba la inquietud de Eustace a mi lado, cuyos sueños me temía que no eran tan apacibles como los míos.
Cuando trataba de hablar con él sobre Isabella, se limitaba a negar con la cabeza, así que creí que era mejor no presionarlo. Por mi parte, lloré por ella la noche en que murió y también en el funeral, cuando la bajaron en un ataúd blanco a la misma fosa de sus padres. Me consoló un poco pensar que volvían a estar juntos y que lo estarían por toda la eternidad. Siempre había parecido ejercer un control absoluto de sus sentimientos, era una niña muy introspectiva, pero yo pensaba que había sufrido un enorme trauma psicológico a causa de los violentos actos y la muerte de su madre, un trauma nunca superado. Ciertamente era una tragedia, pero ella se había ido y Eustace seguía ahí, y debía concentrarme en él.
—Hay una escuela muy buena —explicó el señor Raisin.
Había venido a visitarme el día siguiente al funeral y estábamos en el salón de Madge Toxley. Había traído consigo un perrito, un cachorro de King Charles de dos meses, así que habíamos convencido a Eustace para que saliera con él a lanzarle un palo. Yo lo vigilaba por la ventana; se le veía animado y parecía disfrutar de la compañía del perro; creí verlo sonreír y, por primera vez desde que lo conocía, hasta soltar alguna carcajada.
—Está cerca de Ipswich. Es un internado llamado St. Christopher. ¿Ha oído hablar de él, señorita Caine?
—Pues no.
¿Por qué me lo comentaba? ¿Se habría enterado de que había una vacante y había pensado que yo podría ocuparla?
—Creo que sería perfecto.
—¿Perfecto para quién?
—¿Cómo que para quién? Para Eustace, por supuesto —contestó, como si estuviera clarísimo—. Me he tomado la libertad de contactar con el director, que ha accedido a conceder una entrevista al chico. Si le causa buena impresión, y estoy seguro de que así será, lo admitirán para el nuevo curso.
—Yo tenía otros planes —repuse, pensando cómo expresarme debidamente, sobre todo porque no tenía derecho alguno sobre el niño.
—¿De veras? —repuso perplejo—. ¿Qué clase de planes?
—Tengo previsto regresar a Londres.
—¿A Londres?
¿Fueron imaginaciones mías o realmente se le ensombreció el rostro?
—Sí, dentro de unos días. Confío en que aún haya trabajo para mí en mi antigua escuela. Siempre mantuve buena relación con la directora, de modo que, con un poco de suerte, me volverá a admitir. Me gustaría llevarme a Eustace.
Me miró sorprendido.
—Pero ¿no enseñaba usted en una escuela para niñas?
—Sí, sí. Pero justo enfrente hay una sólo para varones. Eustace podría educarse allí. Y vivir conmigo. Puedo cuidar de él, como he venido haciendo estas últimas semanas.
Raisin reflexionó unos instantes, rascándose el mentón.
—Es una gran responsabilidad —concluyó—. ¿Está segura de que desea asumirla?
—Completamente. La verdad, señor Raisin, es que no puedo imaginar dejarlo aquí. Tengo la sensación de que hemos pasado por una tremenda experiencia juntos. Entiendo a ese niño tan bien como pueda entendérsele. Creo que le espera una temporada muy dolorosa y me gustaría ayudarlo a superar esa etapa difícil. Podría ser como una madre para él si la propiedad… si usted me lo permite.
Asintió con la cabeza y me satisfizo ver que no se oponía del todo a mi idea.
—Habría que considerar la cuestión económica —dijo al cabo de un momento, entornando los ojos—. Es cierto que la casa ya no existe, pero las tierras valen mucho. El propio señor Westerley tenía numerosas inversiones. El dinero va asociado a la finca y será de Eustace algún día.
—Yo no necesito dinero —me apresuré a decir para tranquilizarlo—. Y Eustace tampoco. Ocúpese de su herencia hasta que tenga dieciocho años, o veintiuno, o veinticinco, lo que sea que estipule el testamento de su padre, y adminístrela con su esmero y rigor habituales. Entretanto, podrá vivir de mi salario. Soy una mujer frugal, señor Raisin. No requiero de lujos.
—Bueno, aún tenemos que considerar su salario. Podríamos continuar…
—No —lo interrumpí—. Es muy generoso por su parte, pero si aceptara un salario volvería a encontrarme en la situación de ser la institutriz de Eustace, una empleada pagada. Lo que me gustaría ser es su tutora. Quizá, para que se quede más tranquilo, usted y yo podríamos ser tutores del niño. Estaría encantada de consultarle cuestiones importantes relativas a su crianza. De hecho, me sería de mucha ayuda contar con su consejo en tales asuntos. Pero no deseo pago alguno. Si considera adecuado prestar alguna ayuda en la compra de los libros de texto de Eustace y esa clase de cosas, estoy segura de que llegaremos a un acuerdo. Pero, aparte de eso, no creo que haga falta preocuparnos por la cuestión económica.
Asintió con aire satisfecho y me tendió la mano. Nos levantamos y sonreímos.
—Bueno, pues muy bien. Creo que nos entendemos a la perfección. Y, si me permite decirlo, señorita Caine, creo que va a ser un chico con suerte. Con mucha suerte. Es usted una mujer estupenda.
Me ruboricé, pues no estaba acostumbrada a recibir semejantes cumplidos.
—Gracias.
Lo acompañé hasta la puerta. Una vez fuera, llamó al perrito, que miró con cara de pena a Eustace mientras su dueño lo requería.
—Parece que le has caído bien, Eustace —comentó el abogado y, volviéndose hacia mí, añadió—: Bueno, supongo que esto es una despedida. Echaré de menos sus espontáneas visitas a mi oficina, señorita Caine.
—Estoy segura de que el señor Cratchett estará contento de librarse de mí —repuse, riendo.
Esbozó una leve sonrisa. Nuestras miradas se encontraron y por un instante ninguno de los dos apartó la vista. Teníamos más que decirnos, era evidente, pero se trataba de cosas que no podían decirse. Fuera lo que fuese, debía quedar allí, en Gaudlin.
—Hablaremos pronto, sin duda —concluyó él, y suspirando empezó a alejarse, agitando el bastón a modo de despedida—. Envíeme su dirección en Londres. Estaremos en estrecho contacto en los años venideros. ¡Adiós, Eustace! ¡Buena suerte, muchacho!
Lo observé alejarse sendero abajo. El perro lo siguió un trecho, pero entonces se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Eustace. Se sentó sobre los cuartos traseros, miró a su dueño y luego de nuevo al niño. Entonces, el señor Raisin se volvió y comprendió qué pasaba.
—Bueno, así son las cosas —concluyó sonriente.
El lunes siguiente, regresé a la escuela de St. Elizabeth y llamé a la puerta de la señora Farnsworth.
—Eliza Caine.
Me inquietó un poco que me llamara por el nombre y el apellido; me recordó esa tendencia de Isabella.
—Qué sorpresa.
—Siento molestarla. Me preguntaba si podría robarle un poco de su tiempo.
Asintió y me indicó que tomara asiento. Luego le expliqué que mi empleo en Norfolk no había sido como esperaba y había decidido volver a Londres.
—Creo recordar haberle dicho que se precipitaba al tomar esa decisión —repuso con petulancia, encantada de que el tiempo le diera la razón—. Las jóvenes de hoy en día tienden a atolondrarse, me parece. Deberían confiar más en los consejos de sus mayores.
—Y estaba en pleno duelo —señalé, deseando hallarme en cualquier otro sitio—. Estoy segura de que lo recuerda también. Mi padre acababa de morir.
—Sí, por supuesto —repuso, un poco avergonzada—. Como es natural, no estaba en disposición de tomar la decisión adecuada. Lo que sí le dije entonces fue que lamentaba perderla, y lo dije en serio. Era usted una maestra excelente. Pero, por supuesto, tuve que cubrir su puesto. No podía dejar a las niñas sin profesora.
—Por supuesto. Aunque me preguntaba si no habría una vacante dentro de poco. Recuerdo haber oído decir a la señorita Parkin que se jubilaría a finales de este trimestre. Pero quizá haya encontrado ya una sustituta.
Asintió.
—Sí, se jubila. Y no, todavía no he puesto un anuncio para el puesto. Pero tiene que entender en qué posición me hallo ahora —añadió sonriendo—. Me demostró que no podía fiarme de usted. Si la empleo de nuevo, ¿quién dice que no volverá a dejarnos casi sin previo aviso como hizo en el pasado? Esto que dirijo es una escuela, señorita Caine, no un… —Vaciló pensando en cómo acabar la frase, y concluyó por fin—: No es un hotel.
—Mis circunstancias han cambiado. Le aseguro que cuando vuelva a echar raíces en Londres ya no me marcharé de aquí. Por nada del mundo.
—Eso dice ahora.
—Ahora tengo otra responsabilidad —revelé—. Una responsabilidad que antes no tenía.
Arqueó una ceja, intrigada.
—No me diga. ¿Y de qué se trata, si me permite la pregunta?
Suspiré. Había confiado en no tener que embarcarme en esa conversación, pero si iba a ser el quid de la cuestión, lo que decidiría si me readmitía o no, no me quedaba elección.
—Tengo un niño pequeño del que cuidar. Eustace Westerley.
—¿Un niño? —Se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa, escandalizada—. Señorita Caine, ¿me está diciendo que ha dado a luz a un niño? ¿Que es madre soltera?
Seis semanas antes, mi tendencia natural habría sido enrojecer intensamente, pero después de todo lo ocurrido, sólo pude reír.
—¡Por favor, señora Farnsworth! Ya sé que no enseñamos ciencias en St. Elizabeth, pero difícilmente podría haberme ido, quedarme embarazada, dar a luz y regresar en tan corto tiempo.
—No, claro, claro —tartamudeó, ahora ruborizándose ella—. Pero entonces no la entiendo.
—Es una larga historia. Es el hijo de la familia para la que trabajaba. Por desgracia, sus padres han muerto en circunstancias trágicas. No tiene a nadie en el mundo. Sólo a mí. He asumido la responsabilidad de criarlo, en el papel de tutora.
—Comprendo —repuso con aire reflexivo—. Es muy considerado por su parte. ¿Y no le parece que eso interferirá en su trabajo aquí?
—Si tiene la amabilidad de volver a contratarme, confío en inscribir a Eustace en St. Matthew, aquí enfrente. No creo que haya problemas al respecto.
—Pues muy bien, señorita Caine —concluyó la directora poniéndose en pie y estrechándome la mano—. Ocupará el puesto de la señorita Parkin cuando nos deje dentro de unas semanas. Pero le tomo la palabra cuando dice que puedo confiar en usted y que no me dejará en la estacada.
Se lo corroboré y me marché, aliviada. Por lo visto iba a recuperar mi antigua vida, aunque sin la presencia de mi padre, pero con la de Eustace.