En la habitación reinaba un silencio sólo interrumpido por el sonido de la respiración entrecortada del señor Westerley. Apoyé la oreja contra la puerta un instante, esforzándome en contener las lágrimas y esperando a que mi propia respiración se sosegara, y entonces, haciendo acopio de valor, me volví y miré el cuerpo que yacía en el lecho.
Daba lástima. Era una masa humana informe. Los brazos reposaban sobre el embozo de las sábanas, pero las manos eran dos apéndices carnosos; le faltaban varios dedos y otros eran poco más que muñones. El rostro era un verdadero amasijo. Calva en su mayor parte, la cabeza estaba deformada y un bulto magullado que nunca sanaría le daba una curiosa forma a la parte izquierda, tan desagradable que no me atrevía a posar en ella la mirada. En ese lado le faltaba el ojo; en su lugar se abría una cuenca vacía y teñida de rojo oscuro y negro. En el lado derecho de la cara, el ojo estaba milagrosamente intacto y el iris azul intenso me miraba, muy alerta; las pestañas y los párpados eran la única parte del rostro que seguía pareciendo humana. La nariz estaba rota por varios sitios. Ya no le quedaban dientes. Labios y barbilla se unían en una masa informe; era imposible saber dónde acababa el rojo natural de los primeros y dónde empezaba el insólito tono escarlata de la segunda. Le faltaba una parte de la mandíbula, por donde asomaban cartílago y hueso. Y pese a tanto horror, yo sólo sentí compasión. Me parecía que el acto más cruel de su mujer había sido permitirle seguir con vida.
Un quejido espantoso brotó de su boca, provocando que, ante aquella terrible expresión de dolor, me llevara la mano a la mía. Volvió a gemir, casi como un animal herido y moribundo, cosa que interpreté como si tratara de decirme algo. Manaban palabras, pero sus cuerdas vocales habían sufrido tanto daño que no las descifraba.
—Lo siento —dije. Me acerqué y le cogí la mano, sin importarme qué aspecto tuviera o qué sintiera al tocarla; aquel hombre necesitaba el contacto de otra persona—. Lo siento mucho, James.
Lo llamé por su nombre de pila pese a la diferencia de rango; en aquella habitación tenía la sensación de que éramos iguales.
Los gemidos se volvieron más definidos, y advertí que luchaba con cada fibra de su ser por hacerse entender. Levantó un poco la cabeza de la almohada y volvió a proferir esos sonidos. Me agaché más hacia él, tratando de oírlo.
—Mátame —dijo entonces con un tremendo esfuerzo, mientras se le formaban burbujas en los labios con cada agónica bocanada de aire.
Retrocedí, negando con la cabeza.
—No puedo —respondí horrorizada—. No puedo hacerlo.
De la comisura de su boca brotó un hilillo de sangre que le recorrió la mejilla. Lo observé aterrorizada, sin saber qué hacer. Después alzó una mano y, con grandes dificultades, me indicó que me acercara.
—Es la única manera —jadeó—. Rompe el vínculo.
Y entonces lo comprendí. Él la había traído a Gaudlin Hall. Se había casado con ella, le había dado hijos allí. Y ella intentó matarlo, pero él había logrado sobrevivir. Era prácticamente un cadáver, pero seguía respirando. Y ella continuaba existiendo porque existía su aliento. Sólo podían vivir ambos, o morir ambos.
Solté un grito y alcé las manos al cielo, desesperada. ¿Por qué me confiaban a mí semejante tarea? ¿Qué había hecho para merecerlo? Sin embargo, pese a mis recelos, eché un vistazo a la habitación buscando algo a fin de acabar con el padecimiento de aquel hombre. Si tenía que convertirme en asesina, mejor cuando antes. No le des más vueltas, me dije. Era un acto monstruoso, un crimen contra Dios y la naturaleza misma, pero si pensaba, no iba a ser capaz de llevarlo a cabo. Tenía que actuar.
En una silla de un rincón, donde imaginé que se sentaba la señora Livermore cuando lo cuidaba, había un cojín. Un cojín mullido que la enfermera usaría en la espalda para descansar de vez en cuando. Le daría consuelo; pues dejaríamos que le diera consuelo también a James Westerley. Lo cogí y me volví de nuevo hacia él, sujetándolo firmemente con ambas manos.
Su único ojo se cerró y fui capaz de advertir el alivio que lo embargó. Se acercaba el deseado fin. Iba a liberarse de aquella muerte en vida. Yo sería su asesina y su salvadora a la vez.
De pie a su lado, alcé el cojín, dispuesta a taparle la cara, pero en el instante en que empezaba a bajar los brazos, la puerta se abrió y cayó, arrancada de sus goznes, y una fuerza pavorosa entró en la habitación.
Fue como encontrarse en pleno huracán. Cada mota de polvo, cada objeto que no estuviera sujeto al suelo se elevó en el aire y se puso a describir círculos a mi alrededor. Incluso la cama del señor Westerley se alzó y se meció, mientras un aullido como el lamento de mil almas en pena colmaba la habitación. Retrocedí dando traspiés, y en ese momento la pared que había a mi espalda cedió: las piedras que la formaban salieron despedidas hacia la noche, y en cuestión de segundos, aquella habitación en lo alto quedó expuesta a los elementos. Me encontré contemplando el patio allá abajo, con los pies al borde del abismo, y entonces una mano —ay, la mano que tan bien conocía, la misma que había agarrado la mía en toda mi infancia, la que me había llevado miles de veces en el trayecto de ida y vuelta al colegio— tiró de mí hacia dentro, arrastrándome hasta el otro extremo del dormitorio, donde se hallaba la segunda puerta, la que empleaba la señora Livermore. La abrí de par en par y eché a correr escaleras abajo.
Los peldaños parecían no tener fin. Me parecía increíble que hubiese tantos, pero de algún modo conseguí bajar tramos y más tramos, hasta salir a la noche al otro lado de la casa. Estaba fuera una vez más y no podía creerme que siguiera con vida. Corrí hacia las caballerizas del señor Heckling, pero el cochero no estaba; a aquellas alturas habría llegado ya a casa del señor Raisin, hecho entrega de mi carta y emprendido el camino de vuelta, al trote, refunfuñando irritado por aquellos mensajes nocturnos. Abrí la puerta, pero enseguida cambié de opinión. ¿Qué sentido tenía entrar? ¿Pretendía esconderme? No serviría de nada, dentro no estaría a salvo.
Me volví y corrí hacia el patio, donde mis pies perdieron contacto con la tierra y me encontré suspendida en el aire, antes de verme arrojada otra vez contra el suelo desde una altura de unos tres metros. Grité de dolor, pero cuando aún no había acabado de incorporarme, la presencia me agarró, me levantó y volvió a lanzarme por los aires. Esta vez mi cabeza topó con una piedra. Noté algo húmedo en los ojos, me llevé una mano a la frente y la vi roja a la luz de la luna. Si seguía así, no sobreviviría mucho más. Alcé la mirada, atónita al ver cómo empezaban a desmoronarse las paredes del tercer piso de la casa. Parte del techo se había venido abajo, y a izquierda y derecha de la habitación donde había estado un poco antes llovían piedras. Vi mi propia cama por la cuenca vacía de la ventana. Encima, distinguí el lecho del señor Westerley cerca del precipicio, mientras cada vez más piedras se descolocaban y caían, una desplazando a otra, en un efecto dominó que acabaría por derrumbar el edificio entero.
Los niños, me dije.
Volvió a izarme en el aire y me preparé para el inevitable topetazo contra las piedras, pero esta vez, antes de alcanzar mucha altura, me vi libre de las garras que me sujetaban y caí sin sufrir demasiado daño. Oí chillar a Santina y bramar a mi padre. Su enfrentamiento los alejó de mí, de vuelta a la casa. Cuando por fin me ponía en pie, vacilante, oí unos cascos y un carruaje que se aproximaban. Al volverme, vi a Heckling azuzando el caballo por la avenida, con el carruaje ocupado no por una persona, como yo esperaba, sino por cuatro. Pues detrás del cochero iban sentados el señor Raisin, pero también Madge y Alex Toxley.
—¡Socorro! —grité corriendo hacia ellos, haciendo caso omiso del dolor que me atenazaba—. ¡Ayúdenme, por favor!
—¡Querida! —exclamó, Madge, la primera en apearse.
Se precipitó hacia mí. Por su expresión, deduje hasta qué punto tenía la cara magullada y ensangrentada. Si antes no había sido atractiva, seguro que mi aspecto no habría sido tan terrible comparado con el de ahora.
—¡Eliza! Ay, Dios mío, pero ¿qué te ha pasado?
Trastabillé hacia ella, pero caí en los brazos del señor Raisin, quien había bajado también del carruaje y corrido hacia mí.
—Eliza —susurró, aferrando mi cabeza contra el pecho, y pese al dolor y el tormento sentí un regocijo vertiginoso—. Mi pobre muchacha. —Y añadió de pronto—: Otra vez no, otra vez no.
Comprendí que la escena le recordaba aquella espantosa noche en que había llegado a Gaudlin Hall y se había encontrado con el cadáver de la señorita Tomlin y el cuerpo mutilado de su amigo James Westerley.
—¡Mirad! —exclamó Madge señalando hacia la casa.
Al volvernos, vimos caer más piedras y que todo un lado de la estructura empezaba a ceder, al tiempo que las ventanas de la planta baja se hacían añicos por el peso de dos espíritus que se abalanzaban contra ellas en su lucha por la supremacía.
—¡La casa! —añadió Madge—. ¡Va a derrumbarse!
Un grito desgarrador brotó de mis labios al percatarme de que Isabella y Eustace seguían dentro. Me liberé del abrazo del señor Raisin y me precipité hacia la puerta principal, seguida por él, que me chillaba que volviera.
Me dolía el cuerpo entero y temía pensar en el daño sufrido, pero haciendo acopio de toda mi voluntad subí hasta la primera planta y corrí a las habitaciones de los niños.
Llegué primero a la de Isabella, pero no había rastro de la niña, de modo que seguí hacia la de Eustace, confiando en encontrarlos a los dos. Pero el niño estaba solo, sentado en la cama con expresión aterrada y llorando.
—¿Qué pasa? —me preguntó—. ¿Por qué ella no quiere irse?
Sin saber qué responderle, lo cogí en brazos apretándolo contra mi pecho y volví sobre mis pasos escaleras abajo hasta salir al jardín. Alex Toxley tomó a Eustace de mis brazos y lo tendió sobre la hierba para examinarlo, mientras su mujer, Heckling y el señor Raisin contemplaban la batalla que tenía lugar más allá, entre dos cuerpos invisibles que arremetían uno contra el otro entre las paredes de Gaudlin Hall, destrozando ventanas y arrancando piedras de los cimientos en su lucha por imponerse a su enemigo.
—¿Qué es eso? —exclamó el abogado—. ¿Qué está pasando?
—Tengo que volver —le dije a Madge—. Isabella está ahí dentro, en algún sitio.
—Está allí arriba —terció Heckling, señalando con el dedo.
Todos miramos hacia lo alto de la casa, justo debajo del tejado, donde el dormitorio del señor Westerley quedaba ahora visible. Solté un grito ahogado. Las piedras caían más deprisa; la habitación entera empezaba a ladearse y no tardaría en derrumbarse. Isabella estaba allí, de pie junto al lecho de su padre; se volvió un momento para mirar hacia abajo, hacia nosotros, y luego se subió a la cama y se abrazó a él. Instantes después, las paredes y los suelos cedieron por completo y el ala izquierda de la casa se desplomó. Cuanto acabábamos de ver, el dormitorio del señor Westerley, mi propia habitación debajo, Isabella y su padre, se vino abajo en un aluvión de piedras, muebles y polvo, para estrellarse contra el suelo con tal violencia que no dudé de que al pobre hombre se le había concedido la muerte por fin, y que Isabella, que había sido mi responsabilidad y cuya tutela se me había encomendado, había muerto con él.
Sin embargo, sólo dispuse de un instante para pensarlo, pues casi en el preciso momento en que la mitad de la casa se venía abajo, una luz resplandeciente, la más blanca que había visto nunca, emanó de las paredes ante nosotros y por una fracción de segundo, menos de lo que se tarda en parpadear, vi a mi padre y a Santina Westerley enzarzados en un combate mortal. Entonces, con idéntica rapidez, el cuerpo de ella se desintegró, explotó en una ristra de fragmentos luminosos que nos cegaron y nos obligaron a apartar la vista, conteniendo el aliento. Cuando volvimos a mirar, reinaba el silencio. La mitad de la casa se había convertido en escombros y las Furias de la planta baja habían desaparecido.
No me cupo duda de que Santina Westerley se había ido para siempre. El miedo se había desvanecido. Su marido se había librado al fin de su sufrimiento, y a ella se la habían llevado también. ¿Adónde había ido? Ésa era una cuestión a la que nadie sabía responder.
Miré hacia Heckling, el señor Raisin, los Toxley y mi querido Eustace, los cuales me miraron a su vez, mudos, sin palabras que explicaran lo ocurrido. Y sentí aflorar por fin el dolor de mi cuerpo, que las heridas y la sangre se tornaban reales. Me alejé un poco de vuelta al jardín, donde me dejé caer sobre la hierba y me tendí, sin palabras ni lágrimas, satisfecha con entregar mi vida al más allá.
Pero cuando yacía allí, mientras las voces de mis amigos se apagaban en mis oídos y mis ojos empezaban a cerrarse, sentí un cuerpo que me ceñía, unos brazos fuertes que conocía desde siempre y cuya ausencia llevaba llorando aquel último mes. Lo sentí abrazarme por la espalda y me dejé envolver en su aroma a canela. Mi padre apoyó la cabeza contra la mía y sus labios encontraron mi mejilla, donde permanecieron largo rato; y esos labios y esos brazos me decían que me quería, que yo era fuerte y sobreviviría a eso y mucho más. Entonces mi cuerpo se relajó en aquel abrazo, el más tierno de todos, sabiendo que nunca más volvería a sentirlo. Lentamente, el abrazo fue perdiendo fuerza, los brazos empezaron a aflojarse, los labios se apartaron de mi rostro y la calidez de su cuerpo dio paso al frío nocturno cuando me dejó para siempre y partió por fin hacia el consuelo de ese lugar del que nadie regresa.