Para cuando cayó la noche, estaba convencida de que el espíritu de Santina Westerley no me dejaría en paz mientras se le permitiera errar por aquel mundo suyo entre la vida y la muerte. Yo podía sobrevivir a una serie de ataques, como ya había sucedido, pero sólo era cuestión de tiempo que me pillara desprevenida y cumpliera su propósito. ¿La vería cuando partiera de este mundo hacia el más allá? ¿Se cruzarían nuestros caminos aunque fuera un instante, como se habían cruzado el de Harriet Bennet y el mío en la estación de Thorpe seis semanas atrás? ¿O simplemente me desvanecería en la nada mientras ella quedaba a la espera de su siguiente víctima?
Me pregunté si mis predecesoras habrían luchado tanto, habrían sucumbido rápidamente al miedo o se habrían alzado contra su torturadora. ¿Se habrían defendido? ¿Habrían sabido siquiera contra quién luchaban? No me parecía muy probable. Pero yo aún tenía esperanzas, pues estaba segura de poseer algo que ellas no poseían: un espíritu que velaba por mí.
Tras el ataque en el vestíbulo, me había quedado allí en el suelo, temblando largo rato, ni siquiera sé cuánto. Estaba asustada, por supuesto, pero poder identificar a la presencia y por qué me tenía tanta inquina había menguado un poco mi terror. Por fin comprendía muchas cosas. Ahora era mera cuestión de supervivencia. Pero aquel olor a canela que aún flotaba en la entrada me había atemorizado y alterado emocionalmente. Pensé en Eustace, en sus encuentros con el viejo y por fin comprendí quién era mi benefactor.
Me eché a llorar allí mismo, sintiendo una angustia distinta a la que había hecho mella en mí desde mi llegada a Gaudlin Hall. ¿Sería posible que mi padre, al igual que Santina Westerley, no hubiese partido aún de este mundo? ¿Estaba de verdad velando por mí en aquel terrible lugar? No se me ocurría otra explicación, pero me dolía el alma al imaginar su dolor y su soledad, su incapacidad de comunicarse conmigo. ¿Qué me había dicho de niña, a mi regreso de Cornualles, cuando él había asumido por fin la muerte de mi madre? «Siempre cuidaré de ti, Eliza. Y estarás a salvo». De algún modo se las había apañado para contactar con Eustace, pero no conmigo. ¿Por qué? ¿Acaso a las almas de los muertos les era más fácil comunicarse con los niños? Ya no soportaba tantos enigmas. Si pretendía salir victoriosa, no me quedaba más opción que provocar al fantasma para que entrara en acción. Debía acabar con aquello.
Cuando logré recobrarme, me dirigí al escritorio del que antaño fuera el estudio del señor Westerley. Abrí varios cajones, hasta dar con un bloc de papel de cartas y sobres con el membrete de Gaudlin Hall. Cogí una pluma del escritorio y empecé a escribir. Cuando hube acabado, me planté en el centro de la habitación con intención de declamar, con toda la oratoria de que fuera capaz y tratando de emular la confianza de Charles Dickens cuando se había dirigido a su público en aquella sala en Knightsbridge, no hacía tanto. Leí la carta que había escrito en voz alta y clara, pronunciando bien cada palabra para que no hubiese duda de mis intenciones.
Querido señor Raisin:
Lamento mucho presentar mi dimisión como institutriz en Gaudlin Hall. Preferiría no entrar en detalles sobre los motivos que me llevan a abandonar esta casa. Baste con decir que las circunstancias se han vuelto insostenibles. No creo que éste sea un lugar apropiado para criar a unos niños y, teniendo presente esto, he decidido llevarme conmigo a Isabella y Eustace a mi próximo destino. De dónde se trata, no puedo decírselo. Por razones que le explicaré en otra ocasión, no deseo poner por escrito el nombre de ese lugar. Sin embargo, cuando estemos instalados, volveré a escribirle.
Le aseguro que ambos estarán bien cuidados. Seré la única responsable de su bienestar.
Le pido disculpas por avisarle con tan poco tiempo pero, para cuando reciba esta nota, ya estaré preparando las maletas de los niños, pues partiremos por la mañana. Quisiera agradecerle la consideración que me ha mostrado durante el tiempo que he pasado aquí, y confío en que siempre me tendrá por una amiga.
Eliza Caine
Cuando acabé, aguardé un instante. Esperaba un acceso de furia; hubo un leve ondear en las cortinas, pero nada que indicara que la presencia había entrado en la habitación y se disponía a atacar. Tal vez sólo hubiera sido la brisa. Aun así, estaba convencida de que fuera lo que fuese, y estuviera donde estuviese, me habría oído y estaría considerando cómo proceder.
Metí la carta en un sobre y salí al patio, con un chal sobre los hombros pues empezaba a levantarse viento. Ya estaba muy oscuro, pero la luna llena iluminó mis pasos hasta la casita donde vivía Heckling. Su caballo asomaba en uno de los establos; me miró a los ojos al pasar, lo que me hizo vacilar un instante, recordando que un demonio había poseído al animal cuando había salido en persecución de la señorita Bennet. Temí que se liberara ahora de la cuerda que lo sujetaba y me diera caza; en tal caso, mis expectativas de supervivencia no serían muchas. Pero esa noche parecía tranquilo y se limitó a emitir un relincho y luego volvió a concentrarse en su heno.
Cuando llamé a la puerta, lamenté no haberme puesto el abrigo, pues de repente hacía mucho frío. Aguardé temblando a que me abriera. Cuando por fin se abrió la puerta, apareció Heckling en mangas de camisa, iluminado a la espalda por un par de velas altas, un efecto que lo hizo parecer un espectro.
—Institutriz —dijo, y se quitó una brizna de tabaco de entre los dientes.
—Buenas noches, Heckling. Disculpe, ya sé que es muy tarde, pero necesito que haga entrega de una carta.
Se la tendí. Él la cogió y entornó los ojos para leer el nombre del destinatario a la luz de la luna.
—Para el señor Raisin —murmuró—. Me ocuparé de que la reciba a primera hora de la mañana.
Hizo ademán de volver a entrar, pero lo retuve tocándole el codo. Se dio la vuelta, sorprendido por mi gesto. Por un instante creí que iba a pegarme y retrocedí asustada.
—Perdone, señor Heckling, pero se trata de una misiva muy importante. Tiene que recibirla esta noche.
Me miró fijamente.
—Es tarde, institutriz. Estaba a punto de irme a la cama.
—Ya le he dicho que lo siento, pero me temo que no puede esperar. Le ruego que se la lleve de inmediato.
Respiró hondo, desde lo más profundo del pecho. Sólo deseaba que lo dejaran en paz delante de su chimenea a solas con sus pensamientos, fumándose una pipa y quizá tomando una jarra de cerveza, mientras el mundo seguía su curso.
—Bueno. Si es tan importante, la llevaré. ¿Tengo que esperar respuesta?
—Sólo asegúrese de que la lea en cuanto la reciba. Creo que su respuesta será inmediata. Gracias, Heckling.
—Ya —gruñó, y volvió a entrar para recoger sus botas.
Regresé a la casa y me disponía a abrir la puerta cuando sentí que una fuerza mayor que la mía empujaba desde el otro lado. Me negaban el acceso. En lo alto se oyó un ruido cuando del tejado se desprendió una gárgola, que cayó describiendo giros en el aire mientras yo me apartaba de un salto y fue a estrellarse contra el suelo. Su enorme volumen de piedra quedó desintegrado en añicos. Un fragmento despedido me alcanzó en la mejilla. Grité, llevándome una mano a la cara. No sangraba. De haberme caído encima, me habría matado al instante. Pero no estaba muerta. Aún no. Con la espalda apoyada contra la pared, aguardé a que cesara aquella lluvia de piedras. Harriet Bennet estaba en lo cierto: el estado del tejado era deplorable. Cuando dejaron de caer, volví ante la puerta, pensando que aquella fuerza del interior volvería a dejarme fuera. Sin embargo, esta vez se abrió sin problemas y entré a toda prisa, jadeante, cerré tras de mí y traté de recuperar el aliento. ¿Había perdido el juicio? ¿Era todo mi esfuerzo una simple locura? Dudando de si volvería a ver la luz del día, perseveré. En Gaudlin Hall podía vivir ella o yo, pero no ambas.
Subí la escalera y entré en el vestidor de los niños, donde, en la pared de la izquierda, había un armario y una cómoda con la ropa y los zapatos de Isabella, y en la de la derecha, idénticos muebles contenían la de Eustace. En el rincón había varias maletas, así que elegí dos al azar, una para cada niño, y empecé a llenarlas de ropa.
—¿Qué hace? —preguntó una voz detrás de mí.
Asustada, me volví. Isabella y Eustace estaban allí de pie, en camisón y sosteniendo una vela entre los dos.
—Va a abandonarnos —dijo Eustace con voz lastimera, arrebujándose contra su hermana en busca de consuelo—. Ya te lo dije.
—Qué pena —repuso la niña—. Pero ha estado bien que haya aguantado tanto tiempo, ¿no crees?
—No pienso abandonarte, cariño —aseguré yendo hasta el niño, cogiéndole la carita con ambas manos y dándole un ligero beso—. Nunca os dejaré, a ninguno de los dos, ¿lo entendéis?
—¿Y por qué está haciendo las maletas?
—No está metiendo su ropa en esas maletas, Eustace —terció su hermana, entrando en el vestidor para ver su contenido—. ¿No lo ves? Está metiendo la nuestra. —Frunció el ceño y me miró—. No tiene sentido. ¿Va a mandarnos a algún sitio? Ya sabe que no podemos irnos de Gaudlin Hall. No nos está permitido. Ella no nos dejará.
—¿Y quién se supone que es «ella»? —pregunté desafiante.
—Pues mamá, por supuesto —respondió Isabella encogiéndose de hombros como si fuera lo más natural del mundo—. Ella sólo puede cuidar de nosotros aquí.
—Vuestra mamá está muerta —repuse, agarrándola de los hombros y zarandeándola, hasta tal punto estaba exasperada. Vi un amago de sonrisa en su cara—. Lo entiendes, ¿verdad, Isabella? Ella no puede cuidaros ahora. Pero yo sí. Yo estoy viva.
—No va a gustarle nada —declaró Isabella, liberándose y retrocediendo hasta el umbral, seguida por su hermanito—. No pienso ir con usted, Eliza Caine, no me importa lo que diga. Y él tampoco, ¿verdad que no, Eustace?
El niño nos miró, sin saber muy bien a quién ser leal. Pero yo no tenía tiempo para eso; después de todo, no era mi intención llevarme a los niños de Gaudlin Hall. Sólo necesitaba que lo pareciera. Que ella pensara que ése era mi plan.
—Volved a la cama, los dos —les ordené con un ademán—. Dentro de un rato iré a hablar con vosotros.
—Muy bien —repuso Isabella, sonriendo—. Pero no servirá de nada. No nos iremos.
Volvieron cada uno a su habitación y cerraron la puerta. Permanecí en el pasillo en penumbra, concentrada en mi respiración y tratando de relajarme.
Entonces, unas manos frías me aferraron del cuello; muerta de miedo, abrí los ojos desorbitadamente. Las manos me hicieron caer al suelo y sentí un cuerpo encima de mí; pesaba mucho, pero no había presencia física alguna en el pasillo. Aunque estaba casi a oscuras, pues sólo había una vela en la pared a medio camino, supe que podría haber estado a plena luz de un día de verano y aun así no habría visto a nadie; sólo estaría yo, allí tendida en el suelo, con el rostro contraído y las manos arañando el aire en mis intentos de liberarme de aquel monstruo.
Traté de gritar pidiendo ayuda, pero no conseguía articular sonido alguno. Las piernas del cuerpo que tenía encima me inmovilizaban; una rodilla se me clavaba en el abdomen, provocándome terribles punzadas de dolor. Si se clavaba más, seguro que me partiría en dos. Me pregunté si me habría llegado la hora pues esas manos cada vez ceñían más mi garganta, cortándome la respiración, volviendo el mundo más y más oscuro.
Entonces se oyó un ruido tremendo encima de mí, como un rugido de desaprobación, y sentí que me arrancaban a la presencia. Oí un grito, un grito de mujer, y el segundo espíritu la empujó contra la pared; luego oí un gran estruendo, claramente el de un cuerpo al caer escaleras abajo, y por fin se hizo el silencio, un silencio absoluto.
Y con él llegó aquel olor a canela, que flotó en el aire. Ya no pude resistirme más.
—¿Padre? —llamé—. Padre, ¿estás ahí? Padre, ¿eres tú?
Pero ahora sólo reinaba el silencio, como si no hubiera ningún espíritu presente. Tosí repetidas veces, tratando de aclararme la garganta, que me dolía al igual que el pecho. Me pregunté si se me habría desgarrado algo dentro, si la sangre estaría manando de alguna vena en lo más profundo de mi ser y una hemorragia segaría mi vida. Pero no podía hacer nada. Dejé las maletas de los niños en el rellano y subí a mi habitación.
Al avanzar por el pasillo, los cuadros de las paredes se soltaron uno por uno de sus clavos y cayeron con estrépito al suelo, lo que me hizo gritar y apretar el paso. Uno voló directamente hacia mí, pero lo evité por centímetros. Corrí hasta mi habitación, entré y cerré la puerta, tratando de no pensar que aquello nada evitaba; después de todo, las puertas no eran impedimento alguno para la presencia. Podía estar allí dentro ya. Esperándome.
Pero en el interior reinaba la calma. Fui presa de otro ataque de tos y, cuando remitió, me senté en la cama a reflexionar, sin saber muy bien qué hacer. Confiaba en una cosa: en que aquella presencia me atacara con tal violencia que el segundo espíritu, el de mi padre, pusiera fin a sus malévolas andanzas. Ni siquiera sabía si eso era posible. Ya la habían matado una vez, y ahí seguía; quizá no podía morir de nuevo. Tal vez se había vuelto inmortal. ¿Cómo podía saber siquiera si mi padre era más fuerte que ella?
Con un terrible rugido, la ventana se vio arrancada de cuajo de la pared y arrojada al vacío desde el segundo piso. El estruendo del cristal al hacerse añicos pugnó con el bramido del viento y el grito que brotó de mis labios. Mi habitación quedaba expuesta ahora a los elementos. Corrí hacia la puerta, pero una fuerza me empujó hacia dentro, de tal modo que me vi atrapada entre las dos presencias, la de Santina ante mí y la de mi padre detrás. Chillé y forcejeé para liberarme, pero eran mucho más fuertes que yo, se trataba de fuerzas sobrehumanas. Sin embargo, a pesar de ser la más débil, conseguí escurrirme hasta el suelo entre las dos y escapar. Corrí hasta la puerta, salí y cerré. El pasillo se hallaba sumido en el caos. Los cuadros estaban desparramados por el suelo, destrozados; la alfombra, arrancada, retorcida y hecha jirones. El papel pintado se caía a pedazos, y a través de la piedra que dejaba a la vista se filtraba una especie de cieno primigenio que impregnaba las paredes. Comprendí que mi negativa a morir la había enfurecido y estaba dispuesta a destruirlo todo. Si mi plan había sido provocar su ira, había tenido éxito, desde luego. Corrí hacía la puerta del final del pasillo y la abrí, sin saber muy bien adónde ir.
Me encontré ante las dos escaleras.
Una llevaba a la azotea, un sitio nada seguro donde aventurarme; la otra, a la habitación del señor Westerley. Grité desazonada. No debería haber avanzado por el pasillo, sino retrocedido para bajar la escalera principal y salir al patio. Dentro de la casa la presencia se volvía más potente y virulenta. Cuanto más lejos me hallase de ella, más a salvo estaría. Miré atrás, hacia la puerta de mi dormitorio, desde donde me llegaba un tremendo clamor de pelea; pero intuí que, si volvía a pasar por allí, ella lo sabría y me vería en el centro de una lucha de titanes de la que podría no salir con vida. De modo que, volviéndome, tomé una súbita decisión y subí a lo alto de la escalera, abrí la puerta y luego la cerré con firmeza detrás de mí.