21

Así pues, estaba condenada. Si no quería abandonar a los niños, y menos a Eustace, aquel crío tan desazonado y vulnerable, tendría que quedarme en Gaudlin Hall mientras el señor Westerley siguiera vivo. Y estaba convencida de que yo tenía más probabilidades de fallecer que él.

Aquella misma tarde, sentada en el saloncito de la casa, trataba de leer un ejemplar de Silas Marner que había encontrado en la biblioteca del señor Westerley, presa de una sensación de calma, de resignación por estar condenada a quedarme allí hasta morir, por pronto que fuera. Unas pisadas en la avenida me advirtieron que se acercaba alguien. Cuando me incliné en el sofá para mirar por la ventana vi a Madge Toxley, que conversaba con Eustace e Isabella. Los observé, pues formaban un grupito poco corriente; Eustace estaba muy locuaz y hacía reír a Madge. Su risa se apagó al cabo de un instante, cuando Isabella también se puso a hablar. Madge parecía un poco alterada por lo que la niña decía y se le ensombreció el rostro cuando miró hacia la casa. En un momento dado la observé alzar la vista hacia una de las ventanas superiores, desviarla y, enseguida, volver a mirar, como si hubiera visto algo inesperado. Sólo cuando Eustace le tironeó de la manga dejó de mirar a lo alto, aunque dio la impresión de que se quedaba muy turbada. Pensé en salir, pero no me apetecía participar en su conversación. Supuse que antes o después Madge me buscaría.

Y así fue, por supuesto: un instante después llamó a la puerta. Cuando abrí, dirigió una mirada aprensiva más allá de mí.

—Querida —saludó, entrando—. Se te ve cansada. ¿No duermes bien?

—No mucho —admití—. Me alegro de verte.

—Bueno, he venido a verte un momento, porque la otra noche salí corriendo cuando llegaste de Londres. Quizá me mostré un poco grosera. Y la señora Richards… ¿Conoces a la señora Richards? Su marido lleva la funeraria del pueblo… Bueno, pues me ha comentado que te vio salir de la iglesia esta mañana sumamente enfadada, y que te dirigiste entonces a la oficina del señor Raisin.

—No hay de qué alarmarse —repuse negando con la cabeza—. Te aseguro que no he hecho daño a nadie. Tanto el señor Raisin como el señor Cratchett se encuentran bien.

—Me alegra saberlo. ¿Tomamos un té?

Asentí y la conduje a la cocina, donde llené la tetera y la puse a calentar en el fogón. Aún sentía cierta angustia cada vez que abría los grifos. Aunque sólo había salido agua fría desde la tarde en que me quemé las manos, quizá la presencia volvería a interferir para causarme más daño.

—¿Y tu visita a Londres? —preguntó Madge tras un incómodo silencio—. ¿Fue todo bien?

—Bueno, supongo que depende de lo que uno entienda por «bien».

—Imagino que fuiste para resolver alguna cuestión relacionada con tu padre, ¿no?

—¿Eso crees? —pregunté enarcando una ceja.

Madge negó con la cabeza y tuvo la cortesía de parecer un poco avergonzada.

—No, claro, imagino que no tuvo nada que ver. Supongo que ibas en busca de Harriet Bennet.

H. Bennet. En todo ese tiempo no me había planteado qué significaba la hache. Y ahora lo sabía.

La tetera rompió a hervir con un silbido desgarrador. Preparé el té y la llevé, con las tazas, a la mesa. Permanecimos en silencio.

—Estabas hablando con los niños, ahí fuera —dije por fin.

—Sí. Este Eustace es muy divertido, ¿verdad? Es una monada, aunque un poco raro también.

—Es un niño encantador.

—No quería que Isabella me hablara de tu viaje a Londres. Según él era mentira: tú odias Londres y nunca habrías vuelto. Creo que está un poco alterado porque cree que vas a abandonarlo.

Sentí una punzada de culpa y ganas de llorar.

—Ay, no. Entonces, tendré que quitarle esa idea de la cabeza. En ese sentido no tiene de qué preocuparse. ¿Piensa lo mismo Isabella?

Madge negó con la cabeza.

—No lo creo. No te lo tomes a mal, pero no estoy segura de que le importe que te quedes o te vayas.

Me reí. ¿Cómo debía tomarme semejante comentario?

—La verdad —continuó Madge— es que ha dicho algo extraordinario. Que tú podías irte si querías, que probablemente sería lo mejor para ti, pero que a ellos no les estaba permitido marcharse, que «ella» no les dejaría. Cuando le he preguntado a quién se refería, no ha querido decírmelo. Se ha limitado a esbozar una sonrisita inquietante, como si guardara un gran secreto cuya revelación pudiera destruirnos a todos. ¿Lo sirvo yo?

Por un instante la miré extrañada, pero al entender que se refería al té, asentí. Madge sirvió dos tazas y me pasó la leche.

—Eliza, ¿para qué fuiste a ver a Harriet Bennet?

—Para que me hablara de sus vivencias aquí, en Gaudlin Hall.

—¿Y quedaste satisfecha con lo que te contó?

Reflexioné, sin saber qué contestar. Ignoraba qué había esperado de la señorita Bennet o cómo me sentía a raíz de lo que me había confiado.

—Madge —dije, cambiando de tema—, la última vez que hablamos me contaste lo sucedido aquella noche terrible, cuando la señora Westerley, Santina, mató a la señorita Tomlin y causó tan graves daños a su marido.

—No, por favor —repuso estremecida—. Mi intención es tratar de olvidarlo. Aunque dudo que lo consiga, claro; siempre lo recordaré.

—Pero también dijiste que volviste a ver a Santina.

—Sí, es cierto. Pero te lo conté en la más estricta reserva, Eliza. No se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad? Alex se enfadaría mucho si se enterara. Me prohibió expresamente que fuera a verla.

—No; te seguro que ni lo he hecho ni lo haré. Te doy mi palabra.

—Gracias. No me malinterpretes, mi marido es la bondad y la consideración personificadas, pero sobre este asunto de Santina Westerley no toleraría desobediencia alguna por mi parte.

—Madge, tu secreto está a salvo conmigo —insistí, suspirando.

¿Por qué demonios una mujer inteligente como ella se preocupaba por obedecer o desobedecer? ¿Qué era, una cría o una adulta hecha y derecha? Me pasó por la cabeza una imagen del señor Raisin, una imagen absurda de nosotros dos en conyugal armonía, sin preocuparnos lo más mínimo por esa clase de cuestiones; pero la descarté al instante. No era momento para fantasías.

—Sin embargo, es muy importante que me cuentes cómo fue el último encuentro con esa desdichada mujer —continué—. ¿Dijiste que fuiste a visitarla a la prisión?

Madge apretó los labios.

—Preferiría no hablar de ello, Eliza —repuso al cabo—. Fue una experiencia sumamente desagradable. Para una persona refinada, verse en un ambiente así es espantoso. Si he de serte franca, siempre me he considerado una mujer fuerte, capaz de enfrentarme a cualquier situación horrible si hay que hacerlo. Pero la prisión… Supongo que nunca habrás estado en una, ¿no?

—No, nunca.

—No entiendo cómo el señor Smith-Stanley no hace algo con respecto al estado de las prisiones. Jamás había visto tanta miseria. Las desafortunadas criaturas que dan con sus huesos en esos lugares han acabado en ellos por los crímenes más abyectos, claro, pero ¿hay algún motivo para condenarlas a vivir en tan repugnantes condiciones? ¿No es la pérdida de la libertad castigo suficiente para el vicio y el crimen? Y ten en cuenta, Eliza, que se trataba de una cárcel para mujeres, donde cabe pensar que las condiciones serán un poco mejores. Me estremezco sólo de pensar cómo serán las cárceles masculinas.

Dio un sorbito de té y pareció reflexionar; luego levantó la vista, me miró y sonrió levemente.

—Ya veo que no he conseguido disuadirte. Estás decidida a saber qué pasó, ¿no?

—Sí, Madge, por favor —repuse en voz baja—. No tengo un interés morboso ni me fascina la depravación, si eso te preocupa; tampoco estoy obsesionada con el caso de la señora Westerley. Sólo necesito saber qué te dijo aquel día, cuando estaba al borde de la muerte.

—Hacía un día horrible y frío —contó Madge desviando la vista hacia las llamas de la chimenea—. Lo recuerdo muy bien. Cuando llegué a la prisión, dudaba si sería capaz de seguir adelante. Le había mentido a Alex, cosa que nunca hago, y sentía culpabilidad y miedo a la vez. Allí de pie, ante los muros de la cárcel, pensé que aún estaba a tiempo de cambiar de opinión, darme la vuelta, parar un cabriolé y pasarme el día de compras en Londres o visitar a mi tía, que vive en Piccadilly. Pero no lo hice. Había periodistas fuera, claro, porque era el día de la ejecución de Santina Westerley y la prensa se había hecho eco del caso. Se abalanzaron sobre mí y me preguntaron quién era, pero me negué a darles mi nombre. Aporreé la puerta de madera, hasta que por fin me abrió un guardia, quien me pidió el nombre y me hizo pasar a una sala de espera. Me senté, temblando, casi sintiéndome una presa más.

»Sólo habían pasado unos minutos cuando apareció un celador a preguntar qué se me ofrecía, pero a mí se me antojó una eternidad. Le expliqué que había sido vecina de la señora Westerley y quizá su más íntima amiga. El funcionario me informó de que iban a ahorcarla en menos de dos horas.

»“Por eso estoy aquí”, le dije. “Pensé que le haría bien ver una cara amiga en su último día. Sus crímenes fueron horribles, pero somos cristianos, y creo que una conversación con alguien que fue amiga suya podría proporcionarle un poco de sosiego y llevarla a la soga con la mente más despejada, ¿no cree?”

»Al tipo no parecieron interesarle mis razones, pero declaró que la presa tenía derecho a un visitante y, dado que no había ninguno más, le preguntaría si quería verme.

»“Dependerá de ella”, advirtió. “No podemos obligarla a ver a alguien si no quiere. Y yo que usted no insistiría, un día como hoy”. Y como si aquello pudiera aliviar su conciencia, añadió: “Intentamos que se sientan cómodas en sus últimas horas. No tardará en pagar por sus crímenes”.

»Acto seguido, me condujo a través del mugriento patio de la cárcel (Eliza, no imaginas cuánta mugre) y entramos por otra puerta que daba a las celdas de las pobres presas, donde tuve que recorrer el pasillo central mientras ellas se arrojaban contra los barrotes. ¿Quiénes eran? Pues carteristas, ladronas, timadoras o prostitutas, en su mayoría. A saber qué sufrimientos habrían padecido en la infancia para verse abocadas a un destino tan ignominioso. Casi todas me gritaban, sacando las manos entre las rejas. Supongo que para ellas era una novedad ver a una dama bien vestida, qué sé yo. Algunas me rogaban que las ayudara, proclamando su inocencia. Unas proferían obscenidades que habrían sonrojado a cualquiera. Otras se limitaban a mirarme con expresiones turbadoras. Traté de no mirarlas, pero daban mucho miedo, Eliza. Te lo aseguro.

—No lo pongo en duda.

—¡Y el olor! Dios mío, qué atroz. Creía que me desmayaría. Por fin llegamos a una celda sin ventanas, sólo cuatro muros macizos. El celador me pidió que aguardase fuera mientras él hablaba con Santina. Por lo visto, allí pasaban las condenadas a muerte sus últimas veinticuatro horas. Me inquietó que me dejara sola, claro, pero las mujeres estaban encerradas, de modo que no podían hacerme daño.

»Aun así, me sentí aliviada cuando el celador reapareció y me comunicó que Santina había accedido a verme. Dentro reinaba el silencio, Eliza. Fue lo primero que advertí. Las paredes eran suficientemente gruesas para aislar la celda de cualquier ruido de la prisión. Santina estaba sentada a una mesa y se la veía muy dueña de sí tratándose de una mujer cuya soga estarían poniendo a punto. Me senté frente a ella y el celador nos dejó solas.

»“Qué amable por tu parte venir a verme”, comentó.

»Traté de sonreír. Estaba tan hermosa como siempre, pese a hallarse entre rejas. No me importa confesar, Eliza, que me exasperaba la forma en que llamaba la atención de los hombres, mi marido incluido. Pero no coqueteaba con ellos, eso no. No los provocaba ni flirteaba con ellos como harían otras mujeres; ella simplemente se limitaba a existir; y era guapísima.

»“He estado dándole muchas vueltas”, le dije. “Pero he pensado que debía verte en este día tan aciago”.

»“Siempre has sido muy amable conmigo”, repuso con su habitual acento español.

»Había aprendido el inglés a la perfección, por supuesto; era lista y aplicada. Pero nunca había perdido el acento. Recuerdo haberla mirado largo rato, sin saber qué decir, hasta que al final me vine abajo y le pregunté por qué lo había hecho, qué la había llevado a cometer unos actos tan horribles, ¿acaso aquella noche la había poseído el demonio?

»“Iban a robarme a mis hijos», explicó; su expresión se volvió grave y el labio se le curvó en una mueca de ira. «Y no permitiré que nadie toque a mis hijos. Lo juré en cuanto supe que estaba embarazada de Isabella”.

»“La señorita Tomlin no era más que una institutriz”, protesté. “Y una chica joven. Estaba allí para ayudarte, para librarte un poco de tu carga. Para instruir a los niños en historia, aritmética y lectura. No suponía ninguna amenaza para ti”.

»Cuando oyó la palabra “amenaza”, apretó los puños.

»“No sabes lo que puede ocurrir cuando una madre pierde de vista a sus hijos”, repuso sin mirarme siquiera. “No sabes qué pueden hacerles otras personas”.

»“Pero nadie quería hacerles daño. Ay, Santina, nadie les habría hecho nada malo, por nada del mundo. Y James te lo dijo”.

»“Él quería que otra mujer se ocupara de ellos”.

»“Eso no es verdad”.

»Se puso en pie bruscamente y exclamó, tan fuerte que pensé que el celador acudiría: “Ninguna mujer que no sea yo cuidará nunca de mis hijos. Ninguna. No pienso permitirlo, ¿me oyes? Y cuando me haya ido, Madge Toxley, si tratas de quedártelos, lo lamentarás toda tu vida”.

»Recuerdo haber sentido mucho miedo. Por supuesto, desde la tumba no podría hacer nada y alguien tendría que ocuparse de Isabella y Eustace, pues aún eran pequeños. Pero supe que hablaba muy en serio. ¿Tiene sentido, Eliza? En aquel momento, me dije que no me ofrecería a quedarme a los niños en casa, como Alex y yo habíamos pensado ya. De hecho, me sentí aliviada al enterarme de que estaban con los Raisin, a pesar de que… Bueno, no sé si conoces ya a la señora Raisin, pero sería justo decir que su marido es un santo. No obstante, al margen de eso, no me cabía dudad de que estarían bien cuidados. Por supuesto, no podía saber que James saldría del hospital y lo mandarían de vuelta a Gaudlin Hall. Como todo el mundo, yo también creía que su muerte era inminente. Y claro, cuando él regresó a esta casa, los niños no tardaron más que unas horas en estar aquí otra vez.

—¿Crees que sufría alguna clase de trastorno psicótico? Esa necesidad desesperada de ser la única persona con control sobre sus hijos…

Madge lo consideró, pero negó con la cabeza.

—Es difícil decirlo. Ninguno de nosotros sabía gran cosa de su infancia. Es posible que ella le hiciera confidencias a James; pero en cualquier caso, él nunca le confió nada al respecto a Alex, y después de los ataques, James ya no fue capaz de hablar y contarnos más cosas. Jamás conocimos a la familia de Santina. Sus padres habían muerto y no tenía hermanos. Cuando James la trajo como su esposa no vino acompañada de ninguna amiga o confidente de España. Fue como si no tuviera pasado; pero sí lo tenía, claro, un pasado doloroso del que ya hablamos. Creo que la trastornó de una manera que sólo se manifestó una vez que nacieron sus hijos. Lo que creo, o más bien lo que sé a ciencia cierta, es que sufrió muchísimo de niña. Y llegó a estar convencida de que, si no se ocupaba personalmente de los niños, de forma absoluta y obsesiva, serían víctimas de un sufrimiento similar e indescriptible. En el mundo hay mucha crueldad, Eliza, sabes que es así, ¿no? Nos rodea por doquier. Nos acecha. Nos pasamos la vida tratando de huir de ella.

—¿De verdad lo crees? —pregunté, sorprendida ante una visión tan amarga de la existencia.

—Pues sí. Sé de qué hablo. Cuando conocí a Alex… digamos, querida, que tuve mucha suerte al conocerlo. No importa por qué. Pero conozco bien la crueldad, Eliza. Dios mío, vaya si la conozco.

Su semblante traslucía frialdad. Por un rato, guardé silencio; sabía que era mejor no interrogarla sobre sus propias experiencias. Siempre me había creído muy desafortunada por haber perdido a mi madre y a una hermanita a la que ni llegaría a conocer. Pero mi infancia había sido feliz y mi padre me había querido con cada fibra de su ser y había jurado protegerme siempre. Con tanto amor al que recurrir, ¿qué podía entender yo del pasado de Santina Westerley, o ya puesta, del de Madge Toxley?

—Lo último que vi —continuó Madge— fue a Santina dando vueltas como una loca en la celda, repitiendo sin parar que, si alguna mujer trataba de cuidar de sus hijos, lo lamentaría. Que la destruiría. Para entonces, el celador había vuelto con otro funcionario y entre ambos la sujetaron. No fue fácil. Me marché sin despedirme. Salí a la carrera de la prisión, llorando. Fue terrible. Y una hora después, por supuesto, Santina Westerley estaba muerta. La ahorcaron.

—Pero no murió —murmuré.

Madge me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Perdona?

—Bueno, sí murió, claro —me corregí—. El verdugo cumplió con su cometido. Su cuello se truncó, la sangre dejó de fluir y ella de respirar. Pero lo que le ocurrió después fue algo bien distinto. Ella sigue aquí, Madge. Aquí, en Gaudlin Hall. El fantasma de Santina se halla en esta casa.

Me miró como si hubiera perdido el juicio, más o menos igual que el reverendo Deacons horas antes.

—¡Querida, no puedes hablar en serio!

—¿Tú crees?

—La idea misma es absurda. Los fantasmas no existen.

—Cuando Santina Westerley vivía, mató a la señorita Tomlin y trató de asesinar a su propio marido. De muerta, ahorcó de un árbol a la señorita Golding, ahogó a Ann Williams en la bañera, empujó a la señorita Harkness bajo un coche de caballos para que muriera aplastada. Hizo cuanto pudo por acabar con la vida de Harriet Bennet, pero ella consiguió escapar. Y ahora pretende asesinarme a mí. No piensa permitir que críe a sus hijos, estoy segura. Ha intentado ya quitarme la vida o hacerme daño de muchas formas. Y creo que no cejará en su intento hasta conseguirlo. Su espíritu permanece aprisionado entre estos muros, donde están confinados sus hijos, y mientras esta casa continúe en pie y sigan entrando en ella una institutriz tras otra, no dejará de causar estragos. —Hice una pausa, y continué con tono resignado—: Pero no puedo marcharme. No puedo seguir los pasos de mi predecesora. De modo que estoy condenada a morir. Vendrá a por mí, tan seguro como que la noche sigue al día.

Madge me miró, sin dar crédito. Sacó un pañuelo del bolso y se enjugó los ojos.

—Querida, estoy preocupada por ti —murmuró por fin—. Creo que has perdido la razón. ¿No ves qué absurdo es todo esto? ¿No te oyes a ti misma?

—Deberías irte, Madge —concluí, levantándome y alisándome la falda—. Y por favor, no hables más con los niños si los ves. No puede hacerte ningún bien y sí mucho daño.

Se puso en pie también y cogió su abrigo.

—Hablaré con Alex. Te traeremos un médico, o quizá algún sedante. Aún estás en proceso de duelo, ¿no, Eliza? Por la muerte de tu padre… El dolor te ha afectado, es la única explicación, y te has dejado llevar por la fantasía. —Y repitió—: Hablaré con Alex. Él sabrá qué hacer.

Le sonreí y asentí; no tenía sentido discutir con ella, creería lo que quisiera creer y negaría lo que no pudiese aceptar. A menos que ocupara el cargo de institutriz de los niños Westerley, no había posibilidad de que llegase a comprender lo que ocurría en Gaudlin Hall. Y yo no desearía esa situación a nadie. Que pensara que estaba loca, que creyera que un reconstituyente, un frasco de medicinas o una larga recuperación podrían curarme. No importaba. Yo era la institutriz. Y al igual que mi padre, que se había negado a ceder la custodia de su hija a mis tías Hermione y Rachel a la muerte de mi madre, y que había ejercido su derecho sobre mí y se había comprometido a cuidarme y protegerme, había asumido la responsabilidad de Isabella y Eustace. No los dejaría en la estacada, fueran cuales fuesen las consecuencias. Santina Westerley había declarado abiertamente sus intenciones antes de morir y parecía una mujer que cumplía su palabra. No tardaría en volver por mí. Y esta vez era muy probable que tuviera éxito.

Me despedí de Madge en la puerta de entrada y la observé alejarse avenida abajo un instante, antes de cerrar. Apoyé la frente contra la madera, preguntándome qué iba a hacer, y cuando me disponía a darme la vuelta, una mano me agarró del cuello y me arrojó al suelo de un empujón. Al dar contra la pared del vestíbulo grité, y entonces percibí un cuerpo, invisible, que se abalanzaba contra mí. Sin embargo, antes de que me alcanzara, otra presencia surgió de mi izquierda. Hubo un sonido atronador pues ambos espíritus chocaron, rugieron y acabaron desvaneciéndose por completo, dejando atrás una sola cosa, algo que me resultaba familiar.

Cierto olor a canela.