20

—¿Un fantasma? —preguntó el reverendo Deacons, sonriendo.

Por su expresión, me pareció que pensaba que le tomaba el pelo.

—Ya sé que suena ridículo, pero estoy convencida.

Negó con la cabeza e indicó el banco de la familia Westerley, en el ala izquierda de la iglesia, donde me sentaba con los niños los domingos. Tenía una placa de latón en la esquina con el nombre grabado de un antepasado de los Westerley y las fechas de su nacimiento y muerte. Eran del siglo XVII. De manera que la familia se remontaba al menos hasta entonces.

—Mi querida muchacha —dijo el párroco, sentándose a cierta distancia de mí—. Es una idea descabellada.

—¿Por qué? ¿Cómo dice Shakespeare, reverendo? «Hay más cosas en el cielo y la tierra que todas las que pueda soñar tu filosofía».

—Shakespeare estaba en el negocio del espectáculo, se debía a un público —contestó el religioso—. No era más que un simple escritor. Sí, es posible que en una de sus obras aparezca un fantasma en las murallas para revelar el nombre de su asesino y reclamar venganza. O que asista a un banquete para rondar a la persona que lo asesinó. Pero esas cosas existen para incitar y hacer sentir escalofríos a un público que paga por verlas. En la vida real, señorita Caine, me temo que los fantasmas están sobrevalorados. Sólo son cuentos cuyo lugar está en las obras de ficción y en las mentes fantasiosas.

—No hace tanto que los hombres como usted creían en brujas y supersticiones —puntualicé.

—Eso era en tiempos medievales —repuso con ademán despectivo—. Estamos en 1867. La Iglesia ha recorrido un largo camino desde entonces.

—A las mujeres las metían bajo el agua cuando sospechaban que eran brujas —declaré en tono amargo—. Si se ahogaban, quedaba probada su inocencia, pero habían perdido la vida a raíz de una acusación falsa. Si sobrevivían, eran culpables y acababan ardiendo en la hoguera. O sea, que morían de todas formas. Y siempre mujeres, por supuesto. Nunca hombres. En aquellos tiempos, nadie cuestionaba esa clase de creencias. Y ahora me acusa de decir cosas descabelladas. ¿No advierte la ironía?

—Señorita Caine, no puede culparse a la Iglesia moderna de las supersticiones del pasado.

Suspiré. Probablemente no había sido buena idea acudir al reverendo Deacons, pero estaba desesperada y pensé que tal vez podría serme de ayuda hablar con él. La verdad es que nunca he sido una persona muy religiosa. Era practicante, claro, y asistía a la misa dominical. Pero, para mi oprobio, había sido siempre de esas almas perdidas cuyos pensamientos vagan durante la homilía y prestan muy poca atención a las lecturas. ¿Qué revelaba de mí que ahora, en un momento de crisis, recurriera a la Iglesia en busca de ayuda? ¿Y qué revelaba de la Iglesia que, cuando acudía a ella en busca de consuelo, no hiciera más que reírse en mi cara?

—Sabemos muy poco del mundo —proseguí, decidida a no dejarme tratar como una histérica—. Ignoramos cómo llegamos aquí y adónde iremos cuando nos vayamos. ¿Cómo podemos estar tan convencidos de que no existen almas perdidas, de gente ni viva ni muerta del todo? ¿Cómo puede estar tan seguro de que sean disparates?

—Lo que dice es producto de sus vivencias en Gaudlin Hall. Su mente ha quedado expuesta a esa clase de fantasías por la desdichada historia del lugar.

—¿Y qué sabe usted de Gaudlin Hall? ¿Cuándo pisó la casa por última vez?

—Su tono es muy agresivo, señorita Caine —me reprendió, y advertí que se esforzaba por controlar su ira—. Y no es necesario, si me permite que se lo diga. Es posible que no me halle al corriente, pero he visitado al señor Westerley. —Sorprendida, arqueé una ceja. Él asintió en respuesta a mi escepticismo—. Pues sí, le aseguro que es cierto. Fui a verlo poco después de que lo trajeran de vuelta a su hogar. Y desde entonces he acudido un par de veces más. El pobre hombre se halla en tal estado que sólo verlo ya resulta perturbador. Quizá lo ha visto usted, ¿no?

—Sí, lo he visto —admití.

—¿Y no es posible entonces, señorita Caine, que dada la impresión causada al ver a tan desdichado espécimen del género humano, y por estar al corriente de cómo acabó en semejante estado, su imaginación le haya jugado malas pasadas?

—No lo creo —repuse, pues no estaba dispuesta a permitir que se mostrase paternalista conmigo—. Al fin y al cabo, si usted lo ve con regularidad, como dice, y yo sólo lo he visto una vez, ¿por qué iba a ser yo víctima de esas desdichadas fantasías y usted no?

—Señorita Caine, ¿hace falta que le explique por qué?

—Pues sí.

Suspiró.

—Me temo que va a reprenderme, pero no me diga que no es verdad que su sensibilidad, como mujer…

—¡Basta, por favor! —espeté, levantando tanto la voz que reverberó en los pasillos. Cerré los ojos y me dije que debería controlar mi genio, no exasperarme así—. No diga que mi sexo me vuelve más susceptible.

—Entonces no lo diré —respondió el reverendo—, pero quizá hallaría más respuestas en esa sugerencia de las que le gustaría.

Tal vez debía ponerme en pie y salir de allí. ¿Para qué había ido? Todo aquello no eran más que tonterías. El edificio entero, el altar, aquel hombre ridículo con sus vestiduras y sus aires de santurrón. La vida regalada que le proporcionaba la parroquia mientras otros morían de hambre. Qué estúpida había sido al creer que podría ofrecerme algún consuelo. Estaba recobrando la compostura, dispuesta a irme con dignidad, cuando tuve una idea.

—Me gustaría formularle una pregunta. No guarda relación con los sucesos de Gaudlin Hall. Quizá podrá darme una respuesta.

—Lo intentaré.

—¿Cree usted en la otra vida, padre? ¿En la recompensa del cielo y la condena eterna del infierno?

—Claro que sí —contestó sin titubear, algo perplejo porque me atreviera a cuestionar sus creencias.

—¿Y cree en ello sin tener la más mínima prueba de su existencia?

—Mi querida muchacha, ahí interviene la fe.

—Sí, por supuesto. Pero si cree usted en esas dos formas del más allá, ¿por qué se opone a considerar que haya una tercera?

Frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué tercera forma exactamente?

—Un tercer lugar —expliqué—. Un sitio donde pueden permanecer las almas de los muertos antes de que las admitan en el cielo o las condenen al infierno.

—Se refiere al purgatorio, señorita Caine.

—Pues un cuarto lugar —insistí, casi con ganas de reír ante la absurda cantidad de sitios en que podía ubicarse un alma—. Cree en esos tres, pero no en un cuarto. Un lugar donde las almas siguen en este mundo, desde donde nos observan y a veces interactúan con nosotros. Para hacernos daño o protegernos. ¿Por qué debería parecerle ridículo ese plano de existencia y los otros, el cielo, el infierno y el purgatorio, no?

—Porque en la Biblia no se menciona ningún sitio con esas características —contestó en tono paciente, como si hablara con una niña.

—La Biblia la escribieron hombres —declaré, alzando las manos exasperada—. Ha sufrido tantísimos cambios, tantas traducciones a lo largo de los siglos, que se rehace para adaptarse a los tiempos del lector. Sólo un necio cree que las palabras de la Biblia son las que pronunció Jesucristo.

—Señorita Caine, lo que dice raya en la blasfemia —me advirtió irguiéndose en el banco y con expresión escandalizada. Advertí que la mano le había temblado ligeramente. Supuse que no estaba acostumbrado a que nadie lo provocara de esa manera, y aún menos una mujer. Como tantos de su clase, ocupaba una posición incontestable y que exigía un respeto no merecido—. Y si continúa hablando así, me negaré a escucharla.

—Discúlpeme —dije, pues no quería enfurecerlo ni provocar que el techo de la iglesia se desplomara sobre mi cabeza; ya era bastante probable que ocurriera algo similar en Gaudlin Hall—. No pretendía molestarlo, de verdad que no. Sin embargo, tiene usted que admitir que hay muchas cosas del universo que no sabemos y que son sumamente posibles; de hecho, es probable, y más que probable, que haya misterios cuya revelación nos dejaría sorprendidos. Perplejos, incluso. Que nos harían dudar de los cimientos mismos en los que se apoya nuestra fe en este mundo.

Consideró mis palabras, se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo; luego se las puso de nuevo.

—No soy un hombre muy culto, señorita Caine —dijo al cabo de una pausa—. Soy un simple párroco. No aspiro al obispado ni espero que se me ofrezca nunca formar parte de él. No busco en esta tierra más que ser pastor de mi rebaño. Leo, por supuesto. Tengo una mente curiosa. Y admito que, a lo largo de mi vida, ha habido ocasiones en que me he… cuestionado la naturaleza y el significado de la existencia. No sería humano si no lo hiciera. La naturaleza de las creencias espirituales es una de las eternas cuestiones sobre el universo. Pero rechazo sus hipótesis porque eliminan a Dios de la ecuación. Dios decide cuándo llegamos a este mundo y cuándo lo abandonamos. No toma decisiones a medias y deja a las almas suspensas en un sitio neutral. Dios es tajante. No se parece en nada a Hamlet, si desea expresarlo en términos shakesperianos. Esa clase de actos serían propios de un Dios cruel y despiadado, no del Dios del amor de la Biblia.

—¿No cree que Dios puede ser cruel y despiadado? —insistí, tratando de contener una sonrisa irónica para no enfadarlo más—. ¿Lleva a cabo una lectura de la Biblia tan superficial que no reconoce la barbarie en cada página?

—¡Señorita Caine!

—No crea que no estoy familiarizada con las Escrituras, reverendo. Y me parece que ese Dios que usted menciona tiene grandes dotes para la brutalidad y la malicia. Es como un especialista en esos temas.

—Está siendo usted irreverente, señorita. El Dios que yo conozco jamás trataría a uno de sus hijos de manera tan vengativa. Abandonar a un alma para que languidezca como sugiere usted… ¡jamás! ¡Por nada del mundo!

—Pero ¿y fuera de él?

—¡No!

—¿Lo sabe a ciencia cierta? ¿Se lo ha dicho?

—Señorita Caine, ya está bien. Recuerde dónde está.

—Estoy en un edificio construido a base de ladrillo y argamasa y erigido por el hombre.

—¡Se acabó! —exclamó, perdiendo los estribos por fin. (¿Aguardaba yo ese momento? ¿Quería provocar una respuesta humana, si no espiritual, en aquel hombre que se veía impotente?)—. Salga usted de aquí si no es capaz de hablar con el respeto que…

Me levanté del banco.

—¡Usted no está allí, padre! —exclamé exasperada—. Me despierto en Gaudlin Hall, paso en la casa la mayor parte del día, duermo allí por las noches. Y todo ese tiempo sólo hay una cosa que me da vueltas en la cabeza.

—¿Y cuál es?

—Que esa casa está embrujada.

Soltó un gruñido de protesta y miró hacia otro lado; su rostro era un compendio de dolor y rabia.

—Me niego a escuchar semejantes cosas.

—Pues claro que se niega —le espeté, alejándome de él—. Porque es usted un estrecho de miras, como todos los de su condición.

A zancadas, recorrí el pasillo de la iglesia; mis pasos repiqueteaban en las baldosas. Salí a la luz de una fría mañana invernal con unas ganas enormes de gritar. Vi a los habitantes del pueblo afanados en sus quehaceres como si en el mundo todo fuera bien. Ahí estaba Molly Sutcliffe, vaciando un cubo de agua jabonosa en la calle ante el salón de té. Y Alex Toxley, que se dirigía a su consulta. Más allá vislumbré la sombra del señor Cratchett, sentado ante la ventana en el despacho del abogado, con los grandes libros de contabilidad abiertos ante sí, los ojos fijos en las páginas mientras garabateaba con la pluma. Vi el carruaje del señor Raisin aparcado, lo que me indicó que estaba en el bufete, sentado a su escritorio. Tuve una idea. Una pregunta que precisaba respuesta.

—Ah, señorita Caine —dijo Cratchett con aire de resignación—. Ha venido a vernos otra vez. Qué alegría. ¿Qué le parece si ponemos un escritorio para usted, con su nombre grabado en él?

—Ya sé que es una molestia, señor Cratchett, y no quisiera robar su valioso tiempo al señor Raisin. Ya se mostró muy generoso conmigo. Pero me gustaría preguntarle una cosa, sólo una. ¿Me haría el favor de pedirle que me dedique un momento? Le prometo que no me quedaré más de un par de minutos.

Intuyendo que cumpliría mi palabra y que se libraría de mí más deprisa si accedía, el empleado suspiró, dejó la pluma y se dirigió al despacho del fondo, del que regresó unos instantes después asintiendo con gesto cansino.

—Dos minutos —anunció, señalándome.

Asentí con la cabeza y pasé ante él.

El abogado, que estaba sentado a su escritorio, hizo ademán de levantarse al verme entrar, pero le indiqué con un gesto que no se moviera.

—Me alegra verla. Desde que hablamos el otro día, he pensado mucho en usted y…

—No lo entretendré —lo interrumpí—. Sé que está ocupado. Sólo quisiera preguntarle una cosa. Si me fuera… es decir, si nos fuéramos, juntos, ¿habría algún inconveniente por parte de la finca?

Arqueó una ceja y me miró fijamente.

—¿Si nos fuéramos, señorita Caine? ¿Se refiere a usted y a mí…?

—No, no —contesté, a punto de reír por el malentendido—. Me refería a los niños y a mí. Si me los llevara a Londres, a vivir allí conmigo. O al extranjero; siempre me ha atraído la idea de vivir en otro país. ¿Lo aprobaría la propiedad? ¿Sufragaría nuestros gastos? ¿O los agentes de la ley nos traerían de vuelta a Gaudlin? ¿Me detendrían por secuestro?

Consideró mis palabras unos instantes, y luego negó con la cabeza.

—Imposible. Se ha estipulado claramente que, mientras el señor Westerley esté presente en Gaudlin Hall, los niños no podrán abandonar la finca durante períodos prolongados, ni siquiera bajo la supervisión de una tutora como usted.

Las ideas se agolpaban en mi cabeza; empecé a abrigar los pensamientos más absurdos.

—¿Y si se viniera él también? ¿Y si lo llevara conmigo?

—¿A James Westerley?

—Sí. ¿Qué pasaría si él, los niños y yo nos mudásemos a Londres? O a París, o a América si fuera necesario.

—Señorita Caine, ¿ha perdido el juicio? —preguntó poniéndose en pie e irguiéndose cuan alto era—. Ya ha visto en qué estado se halla el pobre. Necesita cuidados constantes.

—¿Y si se los proporcionara yo?

—¿Sin la formación adecuada? ¿Sin título médico alguno? ¿Le parece que eso sería justo con él, señorita Caine? No, imposible.

—¿Y si aprendiera? —insistí, consciente de que estaba haciendo demasiadas preguntas—. ¿Y si siguiera un curso de enfermería y le diera muestras de saber lo que me hago? ¿Me dejaría llevármelo entonces? ¿Y a los niños?

—Señorita Caine —dijo en un tono más dulce. Rodeó el escritorio e hizo que me sentara en una butaca, mientras él ocupaba la de delante—. Hablo con regularidad con el médico del señor Westerley. Nunca abandonará esa habitación. Jamás. Incluso tratar de moverlo le causaría la muerte. ¿No lo comprende? Debe continuar donde está y, mientras siga vivo, los niños han de estar allí también. No hay posibilidad de modificar eso, ninguna. Usted, por supuesto, tiene la libertad de irse cuando quiera, no podemos mantenerla cautiva aquí, pero, como me ha dejado bien claro en más de una ocasión, nunca abandonaría a los niños. ¿Sigue siendo ésa su postura?

—Sí, señor.

—Bien, pues entonces no se hable más.

Bajé la vista y contemplé el dibujo de la alfombra, como si ahí pudiera encontrar respuesta a mis problemas.

—Entonces no hay nadie que pueda ayudarme. —Y en mi fuero interno, me dije: «No me iré de aquí hasta que ella me mate».

—¿Ayudarla con qué?

Me emocionó su tono de preocupación. Negué con la cabeza y le sonreí, y por un momento nuestras miradas se encontraron. Advertí que la suya se posaba un instante en mis labios para luego volver a mis ojos. Le sostuve la mirada.

—Señorita Caine —repitió en voz baja, tragó saliva y se ruborizó ligeramente—. La ayudaría si pudiera. Pero no sé qué puedo hacer por usted. Si me dijera simplemente en qué…

—En nada —concluí resignada, poniéndome en pie para alisarme el vestido.

Tendí la mano y él la miró un instante antes de estrechármela. El contacto duró un poco más de lo necesario, ¿y acaso su índice no se movió contra el mío en una caricia infinitesimal? Noté una punzada en lo más hondo de mi ser, distinta a cualquier cosa sentida nunca. Tuve que hacer acopio de fuerzas para apartar la vista, pero sus ojos clavados en los míos me lo impidieron. Podría haber permanecido así largo rato, o cedido a la tentación, de no haber reparado en el marco de plata sobre su escritorio. La imagen que contenía me hizo apartar la mano bruscamente y desviar la vista.

—Confío en que la señora Raisin no protestara por su tardanza en llegar a casa después de nuestro último encuentro —dije, aunque pretendía dar a entender otra cosa.

—Algo comentó sobre el asunto, sí —repuso, volviéndose hacia el retrato. Era una mujer de aspecto duro y parecía mayor que él—. También es cierto que mi esposa nunca se ha mostrado tímida a la hora de expresar sus opiniones.

—¿Y por qué debería? —pregunté, consciente de mi tono levemente agresivo—. Claro que nunca he tenido la buena fortuna de conocerla.

—Quizá podría venir a cenar con nosotros —propuso él, siguiendo las formalidades.

Le sonreí y negué con la cabeza. Él asintió, por supuesto, pues no era necio y lo había entendido todo muy bien.

Me marché.