Cuando me bajé del tren en la estación de Paddington, sentí como si hubiera vuelto al pasado. La gente que vivía en las afueras iba y venía presurosa y nadie reparaba en aquella joven plantada en el centro del andén, mirando alrededor y respirando el aire familiar y viciado de Londres después de tanto tiempo. De haberse detenido cualquiera de ellos para mirarme, habrían reparado en mi expresión de alivio y a la vez de ansiedad. Estaba de vuelta en mi ciudad, pero aquél ya no era mi hogar.
Gracias a Dios no llovía. Salí a Praed Street y eché una ojeada a las floristerías y los puestos de los tenderos, tan familiares, antes de dirigirme a Gloucester Square, donde se hallaba la casita donde me crie. Mientras me acercaba sentía una extraña aprensión; había temido emocionarme, quedar abrumada por los recuerdos felices que me traería, pero para mi gran alivio no afloraron lágrimas a mis ojos. Por el ventanal de la fachada vi a un hombre de mediana edad tender un libro a un niño pequeño, y luego cómo lo miraban juntos mientras una mujer, sin duda esposa del hombre y madre del niño, entraba en la habitación con un jarrón con flores, hacía un comentario a la familia y reía ante la contestación del pequeño. Entonces se abrió la puerta principal y apareció una niñita de seis o siete años con una comba; cuando advirtió mi presencia, se detuvo.
—Hola —saludé.
—Hola. ¿Busca a mi mamá?
Sonreí y negué con la cabeza.
—Sólo estoy de paso —expliqué—. Antes vivía en esta casa. Pasé toda mi vida aquí.
—Me llamo Mary —se presentó la pequeña—. Me sé todo el abecedario y puedo recitar los libros del Nuevo Testamento en orden.
Mary. El nombre de mi malograda hermanita. Así pues, al final viviría una Mary en aquella casa.
—¿Y los del Viejo? —quise saber, sonriendo de nuevo.
La niña frunció el ceño.
—Ésos no se me dan tan bien. Papá dice que tengo que estudiar más. ¿Cuándo vivió aquí?
—Hasta hace poco, un par de meses.
—Hemos alquilado esta casa hasta que la nuestra esté lista. La nuestra será mucho más grande.
—Pero ¿será igual de acogedora? —pregunté con una especie de lealtad hacia mi casa familiar; no me gustaba que la menospreciaran.
—Supongo.
—¡Mary!
Una voz a espaldas de la niña la hizo volverse, y la madre, una dama de aspecto agradable y expresión franca, apareció en el umbral. Tras vacilar un instante, me sonrió y saludó. Le contesté educadamente, pero no quería quedarme allí charlando, de modo que me despedí de la pequeña y seguí mi camino. Me alegré de que una familia volviera a ocupar la casa. Antaño había sido un hogar feliz y podía volver a serlo.
Madge Toxley había accedido a hacerse cargo de Isabella y Eustace aquel día, aunque según decía no haría falta vigilarlos mucho porque siempre se portaban muy bien. Isabella se mostró un poco inquieta ante la idea de pasar una jornada entera lejos de Gaudlin Hall, insistiendo una vez más en que supuestamente no debían salir de allí. Pero al recordarle que no había puesto tantas objeciones cuando se había tratado de jugar en la playa de Great Yarmouth, se calló.
Madge se había sorprendido al verme aparecer ante su puerta aquella mañana temprano, con los soñolientos niños a la zaga, cuando le había explicado que tenía un asunto urgente que atender en Londres y que me haría un enorme favor si los cuidaba hasta última hora de la tarde.
—Sí, claro, cómo no —repuso, y abrió la puerta de par en par para que los niños pasaran.
Entonces vi a su marido, Alex, en un salón más allá, aunque enseguida desapareció de la vista.
—Espero que no pase nada malo —añadió Madge.
—No; sólo necesito hacer una gestión. Tengo que hablar con una persona.
Asintió no muy convencida, y al instante lo comprendí.
—Te doy mi palabra de que volveré —aseguré—. Nunca abandonaría a los niños, te lo prometo.
—Por supuesto, Eliza —repuso, ruborizándose un poco—. No he pensado ni por un momento…
—Y si lo hubieras hecho, habría sido perfectamente comprensible —la interrumpí, tocándole el brazo en gesto de confianza y amistad—. Volveré esta tarde sin falta, no importa cómo transcurra la jornada.
La presencia, fuera lo que fuese, no parecía querer hacer daño a los niños. Su malevolencia se centraba únicamente en mí, pero aun así yo no deseaba correr ningún riesgo. Me tranquilizaba saber que Isabella y Eustace no se quedarían solos.
En Paddington, la parada del ómnibus que debía tomar quedaba a sólo cinco minutos andando de mi antigua casa. Cuando llegué, dejé mi bolso en el suelo y me senté junto a una dama anciana, que se volvió y me miró de arriba abajo con expresión desdeñosa. ¿Por qué lo hacía? Me había esforzado en vestirme bien para la ocasión, pero por lo visto no era de su agrado. Creí reconocerla: me pareció que se trataba de la señora Huntington, que me había cuidado alguna vez de niña. Pero entonces recordé que aquella buena mujer había perdido el juicio cuando su marido y su hijo murieron en un accidente, años atrás, y la habían internado en un asilo para gente perturbada en Ealing, de modo que no podía ser ella. Aunque era tal su parecido que hubiera podido pasar por su gemela. Recé por que llegara el ómnibus, pues aquella mirada me agitaba y exasperaba. Cuando por fin apareció, subí, anuncié mi destino, pagué el medio penique al conductor y tomé asiento.
En el pasado nunca había prestado mucha atención a las calles londinenses, como supongo que sucede cuando se vive en la ciudad. Sin embargo, en aquel momento, al transitar por ellas, me sorprendió verlas tan sucias, que la niebla nunca se disipara del todo y pendiera como un miasma en que hubiera que abrirse paso. ¿Cómo es que nuestra capital habría acabado tan contaminada que apenas se veía la acera de enfrente? En ese aspecto, Norfolk era mejor que Londres; al menos estaba limpia. Allí se podía respirar. Podía aguantar a un fantasma a cambio de un poco de aire fresco.
Había previsto llegar a la escuela poco antes del almuerzo. Tuve el tráfico de mi parte, pues cuando vi aparecer el edificio consulté el reloj y comprobé que aún faltaban diez minutos para el recreo del mediodía. Bajé del ómnibus y esperé ante la verja, observando. No hacía falta que me apresurara; el momento no tardaría en llegar.
Allí de pie, no pude evitar recordar mi primera mañana en St. Elizabeth, en el paso de colegiala a maestra, y en el terror que sentí cuando mis párvulas aparecieron ante mí, unas nerviosas, otras al borde de las lágrimas. Me miraban tratando de descubrir qué clase de profesora tendrían los siguientes doce meses. Como es natural, era la maestra más joven de la escuela y muchas de las que enseñaban en las aulas adyacentes me habían dado clases años antes, de modo que sabía muy bien cuán crueles podían mostrarse. Esas mismas mujeres que me habían dado la bienvenida aquella mañana como si fuera una vieja amiga me habían pegado en no pocas ocasiones. Aquella hipocresía de que hacían gala no me pasó por alto. Aún me intimidaba estrecharles la mano o entrar en la salita de té privada de los maestros, una zona que siempre me había sido vedada como alumna y que no contenía más que la promesa de un rato aterrador.
Aquel día tomé la decisión de no asustar nunca a mis pequeñas, ni intimidarlas ni pegarles; no era necesario que me quisieran —de hecho, era preferible para ellas que no lo hicieran—, sólo me importaba ganarme su respeto. Y en los tres años que estuve empleada en St. Elizabeth fui cobrando confianza, a tal punto de llegar a disfrutar al máximo de mi trabajo y creer que tenía ciertas dotes para llevarlo a cabo. Segura de que mi futuro no me brindaba la posibilidad de un marido o una familia propia, imaginaba una vida entre las cuatro paredes de mi aula; las décadas pasarían y me haría mayor y peinaría canas aunque los retratos de la reina y el príncipe Alberto nunca envejecieran. Pero las párvulas, mis niñitas, jamás cambiarían, tendrían siempre la misma edad pues año tras año serían reemplazadas por una nueva remesa, y muchas serían sus hermanas pequeñas. Una parte de mí deseaba que llegara el día en que apareciera una pequeña en su primer día de colegio cuya madre ya hubiese sido alumna mía. Entonces sabría que había tenido éxito en mi profesión.
La campanilla de la escuela me sacó de mis ensoñaciones. Cuando se abrieron las puertas, crucé la verja mientras los niños salían en tropel hacia el patio de recreo o se instalaban bajo los plátanos para abrir las fiambreras de hojalata con sus frugales almuerzos. Algunos ya corrían persiguiéndose, dando rienda suelta a las energías acumuladas después de tres horas sentados aplicadamente a sus pupitres. Dos de ellos se enzarzaron en alguna disputa que no tardó en pasar a las manos. Por un instante sopesé si debía intervenir, pero cuando por una puerta lateral apareció un maestro, un hombre de aspecto rudo, los niños se asustaron y pusieron pies en polvorosa. Me dirigí a la entrada principal y crucé el umbral; miré alrededor, elegí un pasillo al azar y eché a andar por él.
Seguían saliendo niños, quizá rezagados o traviesos a quienes habían retenido unos minutos para castigarlos por alguna falta. Fui asomándome a cada aula en mi camino, segura de que reconocería a mi objetivo en cuanto lo viera. La mayoría de los maestros eran hombres, lo que supuse que sería habitual en un colegio de varones; de hecho, me había sorprendido que la mujer a la que buscaba estuviera empleada allí. Debía de tratarse de una institución progresista. Al fin y al cabo, en St. Elizabeth el cuerpo docente siempre había estado formado por mujeres, con una sola excepción ciertamente fallida: Arthur Covan. Así que no creía que fueran a apresurarse por encontrarle un sucesor. Imaginé que habría sido muy agradable que el número de hombres y mujeres hubiese estado más compensado: no habría estado nada mal comentar las clases con un grupo de hombres jóvenes y simpáticos.
Había llegado al final del pasillo y estaba a punto de volver sobre mis pasos cuando la vi, sola en un aula, de espaldas a mí, borrando las lecciones matinales de la pizarra. La observé, aliviada por haber dado con ella y a la vez resentida por verla allí con la mayor tranquilidad mientras mi vida se hallaba rodeada de sucesos traumáticos y peligros constantes. Entré y miré alrededor; no había ningún niño, lo cual me alegró. Cerré la puerta detrás de mí.
La mujer dio un respingo y se volvió en redondo, llevándose una mano al pecho, tan alterada que me pregunté si siempre se asustaría con tanta facilidad. Sin embargo, al verme soltó una risita.
—Perdone —se excusó—. Estaba en mi mundo. Menudo susto. Aunque últimamente me asusto por nada, no siempre ha sido así.
—No pretendía asustarla —repuse, aunque la verdad es que ése había sido mi propósito. Después de todo, no le había escrito ni avisado de mi viaje a Londres, para evitar que me diera excusas o se negara a verme.
—No pasa nada —aseguró y, entornando los ojos, añadió—: La conozco, ¿verdad? Es la señora Jakes, ¿no? ¿La madre de Cornelius?
Negué con la cabeza.
—No.
—Oh, disculpe. ¿Quería hablar conmigo o busca a otro profesor?
—A usted. Le agradecería mucho que pudiera dedicarme unos minutos.
—Por supuesto. —Se sentó a su escritorio y me indicó la silla frente a ella—. Perdone, no he oído bien su nombre.
Sonreí. ¿Fingía o hablaba en serio? ¿Me tomaba por idiota? (O más bien, ¿seguía tomándome por idiota?)
—¿No me reconoce? —pregunté incrédula.
Me miró fijamente y pareció un tanto incómoda.
—Si pudiera decirme qué niño es su hijo… —dijo, revolviéndose en el asiento.
—No soy la madre de nadie, señorita Bennet. Y si me reconoce es porque nos vimos una vez, hace algo más de un mes. Pasó usted junto a mí en la estación de Thorpe, en Norwich. Nuestras maletas toparon y se nos cayeron al suelo. Aquel día me miró a la cara y estoy segura de que supo exactamente quién era. De manera que me extraña que ahora finja no reconocerme.
Palideció y tragó saliva, sosteniendo mi mirada hasta que no pudo más.
—Por supuesto —dijo—. Es la señorita Caine, ¿verdad?
—Pues sí.
—Esto es… inesperado.
—Me lo imagino —repliqué con una frialdad que me sorprendió.
No había advertido cuánta rabia sentía hacia esa mujer hasta que me vi sentada ante ella. Y ahora me hervía la sangre. Mi sufrimiento era culpa suya, y mis noches de insomnio, su responsabilidad. Incapaz de mirarme a los ojos, los fijó en mis manos, que yo mantenía sobre el escritorio, separadas, con las cicatrices de las quemaduras bien visibles. Esbozó una mueca y desvió la vista.
—Como ve, llevo las cicatrices de Gaudlin Hall. Pero mis manos quemadas son la última de mis preocupaciones.
—Entonces, ¿no ha sido… no ha sido feliz allí? —inquirió con esfuerzo.
Solté una carcajada. Se me antojaba inaudito que se hiciera tanto la inocente.
—Señorita Bennet. Quizá deberíamos dejarnos de farsas, ¿no cree? Necesito hablar con usted sobre ese lugar. He venido a Londres sólo para verla y para que hablemos, y no dispongo de mucho tiempo. He de coger un tren de vuelta esta tarde y usted tendrá un montón de niños que volverán corriendo a clase tras el almuerzo.
—Me parece que decir «corriendo» es exagerar un poco —comentó sonriendo.
Sonreí a mi vez. Al menos la tensión se aflojó un poco.
—Bueno, sí. Como quiera.
—Supongo que le debo una disculpa por haberla engañado.
—Habría sido más considerada mostrándose franca desde el principio. Podría haberme recibido en la casa, por ejemplo. Y no permitir que llegase sin tener ni idea de lo que ocurría. La confusión de aquella tarde no hizo sino aumentar mis problemas.
—No podía —repuso negando con la cabeza—. ¿No lo entiende, señorita Caine? ¡No podía soportarlo ni un día más! ¡Ni una hora! Pero sí puedo decirle, con la mano en el corazón, que me alegra mucho comprobar que está bien.
Volví a soltar una carcajada, aunque ahora un tanto amarga.
—¿Bien? Estoy viva, si se refiere a eso. Pero no han dejado de hacerme daño, una y otra vez. Estuvo a punto de atacarme un perro. Me empujaron por una ventana. Mis manos, como verá, están tan quemadas que casi ni las reconozco. Y hubo más cosas. Lo que quiero saber, señorita Bennet, es bien simple: ¿qué le pasó a usted mientras estaba allí? Y cómo logró sobrevivir.
Se levantó y se acercó a la ventana, donde se puso a contemplar a unos niños que jugaban a la pelota en el patio.
—Ya sé que no es esto lo que desea oír, señorita Caine —dijo al cabo—, pero de verdad que no quiero hablar del tema. Lo siento. Le agradezco que haya venido hasta aquí, pero no soy capaz de hablar de ese lugar. Sigo sin poder dormir, ¿lo entiende? Tengo los nervios a flor de piel, como ha podido comprobar cuando ha llegado.
—Pero usted consiguió escapar —repliqué, levantando la voz—. No puede decirse lo mismo de la señorita Tomlin. O de las señoritas Golding, Williams y Harkness. Usted salió con vida de Gaudlin Hall, pero ninguna de sus predecesoras tuvo esa suerte. Y es posible que su sucesora tampoco la tenga. De modo que se lo preguntaré una vez más: ¿qué le pasó? Creo que me debe una respuesta. Una respuesta sincera. Usted puede ayudarme, ¿es que no lo comprende?
Se volvió en redondo y vi su rostro atormentado.
—Si piensa que sobreviví, señorita Caine, es que no entiende en absoluto el estado en que me hallo. Estoy viva, eso es verdad. Respiro, vengo a trabajar, como, vuelvo a casa. Pero estoy sumida en un estado constante de ansiedad y angustia. Me preocupa todo el rato que… que…
—¿Qué, señorita Bennet?
—Que ella me encuentre.
Miré hacia otro lado. Aquella frase confirmaba que también había captado aquella presencia y que la había atormentado.
—Ella —repetí rompiendo un silencio prolongado—. Ha utilizado el pronombre femenino.
—¿No cree que sea una mujer?
—Sí, sí —admití—. Por supuesto. Creo que se trata de la difunta señora Westerley.
Asintió y se sentó al pupitre de un niño, donde cogió la pizarra con gesto distraído y tamborileó en ella, para luego volver a dejarla donde estaba.
—Oiga, no soy una mujer que se deje intimidar fácilmente. De jovencita, mi madre me decía que era más fuerte y valiente que cualquiera de mis hermanos mayores. Cuando llegué al pueblo de Gaudlin y me enteré de las historias de los Westerley y las institutrices anteriores, pensé que eran poco más que horribles coincidencias. Una desafortunada serie de sucesos que habían llevado a pensar a unos cuantos cotillas provincianos y supersticiosos que la casa estaba embrujada y que nadie que la habitara saldría bien parado.
—El señor Heckling está bien —le señalé entonces—. La señora Livermore también. Ninguno de los dos ha sufrido ningún daño.
—Pero ni el señor Heckling ni la señora Livermore se responsabilizan en absoluto de los niños —repuso en voz baja—. Y tampoco dan muestras de tener mucho interés en ellos.
Reflexioné.
—En eso tiene razón —admití—. Pero dígame, ¿cuánto tiempo llevaba allí cuando empezó a notar cosas raras?
Negó con la cabeza y se pasó el dorso de la mano por los ojos.
—Por favor, señorita Bennet —insistí—. Por favor, cuéntemelo.
—Un día —respondió encogiéndose de hombros—. Algo menos de un día, en realidad. Llegué por la mañana, usted lo hizo por la noche, claro. Y noté que pasaba algo antes de que esa primera jornada llegara a su fin, que por cierto había transcurrido sin incidentes. Me fui a la cama cansadísima. Recuerdo haberme metido entre las sábanas convencida de que dormiría profundamente tras el largo viaje. Cerré los ojos. No recuerdo qué soñaba, pues nunca recuerdo mis sueños, pero sí haber tenido de repente la horrible sensación de que me estrangulaban. En mi sueño veía a una mujer, una mujer de piel morena, cuyas manos me aferraban el cuello, ahogándome. Y me acuerdo de que… Señorita Caine, ¿se ha encontrado alguna vez con que, en medio de un sueño, algo le dice que debe despertarse, que necesita huir de él?
—He tenido esa sensación, sí.
—Bueno, pues eso mismo sentí. Me obligué a despertarme, pensando que me libraría de aquella mujer si salía del sueño. Pero, para mi espanto, cuando abrí los ojos la sensación seguía. Notaba unas manos reales en el cuello, me estaban estrangulando de verdad. Por supuesto, alcé mis propias manos y traté de apartar las de aquella extraña. Entonces noté las finas muñecas y la fuerza de aquellos dedos. Pero cuando mis manos se cerraban para agarrarlas, se desvanecieron como por arte de magia. Dejé de asfixiarme y la presencia se esfumó. Salté de la cama y me acurruqué en un rincón de la habitación, tosiendo y escupiendo. No sabía qué había pasado, si tal vez una terrible pesadilla se manifestaba como un delirio, pero si algo estaba claro era que no me había limitado a imaginar el ataque, porque me dolía terriblemente la garganta. De hecho, lo primero que me dijo Isabella a la mañana siguiente fue que tenía una magulladura en el cuello.
—Yo también sentí esas manos —revelé mirándola a los ojos—. La primera noche que pasé en esa cama.
—¿Y trató de estrangularla?
—No; me aferraba los tobillos. Sentí que tiraban de mí hacia abajo. No sé muy bien con qué intención, pero sin duda con malevolencia.
—¿Y no pensó que se había vuelto loca?
—No, no lo pensé porque sabía muy bien qué había sentido. Aún noto esas manos.
—A mí me pasa lo mismo —confesó la señorita Bennet—. Y todavía no puedo dormir por las noches cuando me acuerdo de ello.
—¿Y qué más? —pregunté inclinándome hacia ella—. ¿Qué más le ocurrió? Vamos, señorita Bennet, si ya me ha contado eso, puede contarme el resto.
—¿Ha visto en qué condiciones está el tejado?
—Nunca he subido a la azotea —respondí, negando con la cabeza.
—Pues vale más que no lo haga. La casa parece sólida, pero se cae a pedazos. La mampostería no está en buen estado. Le aseguro, señorita Caine, que si no se repara como se requiere, dentro de pocos años una ráfaga de viento echará la casa abajo. Incluso antes.
—¿Y qué hacía usted en la azotea? —quise saber.
—Me gusta pintar —explicó—. No se me da muy bien, por supuesto, pero disfruto mucho. Desde allí arriba hay unas vistas magníficas de los estuarios de Norfolk. Aquel día hacía sol, y subí el caballete y las pinturas. Pasaron dos cosas. Pese al buen tiempo, de pronto se levantó un viento fortísimo que me arrancó de la silla y me habría arrojado al vacío de no haber logrado agarrarme a un pretil de piedra junto a la chimenea, donde me quedé hasta que se calmó. Luego corrí escaleras abajo y salí al jardín. Estaba de pie junto al sendero, recobrándome, cuando empezaron a llover piedras del tejado. Una de ellas me cayó a dos palmos. De haberme dado, me habría matado al instante. Corrí para alejarme de la casa y sólo cuando estuve a una distancia prudencial cesó la lluvia de piedras.
Negué con la cabeza. Aún no me había encontrado con nada por el estilo, ¿sería una pesadilla que me aguardaba a mi regreso? ¿Necesitaría una armadura para evitar morir aplastada?
—Y luego estuvo el incidente con el cuchillo —añadió.
—¿Qué cuchillo?
—Estaba preparando la comida, cortando verduras, y el cuchillo que sujetaba… ya sé que suena ridículo, pero pareció adquirir vida propia. Se volvió contra mí. Aunque eran mis manos las que lo aferraban, me obligó a retroceder hasta la pared. Y allí me quedé, con la espalda contra la piedra, mientras mis propias manos se acercaban cada vez más al cuello y la punta del cuchillo parecía a punto de degollarme.
—¿Y cómo lo detuvo?
—No fui yo. Isabella entró en la cocina y pronunció una sola palabra: «No». Entonces recuperé el control de mis propias manos. Solté el cuchillo, me deslicé hasta el suelo y, cuando alcé la vista, la niña estaba de pie junto a mí. «Debería tener más cuidado con los cuchillos», me dijo. «Mi madre no nos deja jugar con ellos».
—¿No nos deja? ¿En presente?
—Sí, también reparé en ello.
—¿Y no se asustó la niña ante la escena que acababa de presenciar?
Ahora fue la señorita Bennet quien se echó a reír.
—¿Que si se asustó? ¿Isabella Westerley? Ya la conoce, señorita Caine. Ha pasado este último mes con ella. ¿La cree capaz de esas emociones? ¿Cree acaso que esa niña es capaz de sentir alguna emoción?
—Ha sufrido mucho —dije, saliendo en su defensa—. Piense en cuanto ha tenido que pasar: la muerte de su madre, que le arruinaran la vida a su padre. Por no mencionar el fallecimiento de todas las institutrices. Para mí es un misterio que haya conservado la cordura.
—Suponiendo que lo haya hecho —repuso la señorita Bennet, escéptica—. En cualquier caso, no me fío de esa niña. Nunca lo hice. La pillaba espiándome, observando cada uno de mis movimientos. Se me acercaba con sigilo y me daba un susto siempre que podía, ésa es la verdad. Es apenas una niña de doce años, pero me daba un miedo tremendo.
—¿Y Eustace? —pregunté, confiando en que no hiciera reparos a su personalidad, pues era mi favorito, mi niñito.
—Bueno, el pequeño Eustace, claro… —Sonrió al acordarse de él—. Es un niño encantador. Pero, por utilizar sus propias palabras, ha sufrido mucho. Temo por su futuro, la verdad.
—¿Y qué la hizo marcharse al final? ¿Hubo algún incidente más? ¿Algo que la llevara hasta el límite?
—Diría que con cuanto he descrito bastaría. Pero sí, hubo algo más. El caballo de Heckling; supongo que habrá visto a ese animal, ¿no?
—Sí. Una yegua de lo más plácida. Creo que ya está para que la retiren.
—Yo era de la misma opinión. Pero un día se volvió contra mí, cuando Heckling no estaba cerca. Yo había salido a dar un paseo y llevaba una bolsita de azúcar para dársela, como hacía muchas mañanas. Creía que el animal me tenía cariño por eso. Pero aquel día en particular, cuando iba a sacar la bolsita, se encabritó y alzó las patas en el aire. De no haberme apartado de un salto me hubiera caído encima y aplastado. Perpleja, miré al caballo, deseando que se controlara, pero su mirada era asesina, y además babeaba. Así que eché a correr. Corrí tan deprisa como pude, señorita Caine, pero la vieja yegua me pisaba los talones con muy malas intenciones. Relinchaba y resoplaba como una endemoniada. De no haber conseguido llegar y meterme en la casa antes de que me alcanzara, me habría matado.
—No puede ser —respondí, pensando en aquel animal tan plácido y venerable—. Pero a mí me ocurrió algo parecido. Con un perro. Estoy segura de que tenía las peores intenciones. De no haber sido por Isabella, creo que me habría saltado al cuello.
—De manera que su espíritu se ve atraído por los animales —dijo la señorita Bennet, estremeciéndose ligeramente—. ¿Por qué? Sea como fuere, aquélla fue la gota que colmó el vaso. Redacté el anuncio, esperé junto a la ventana hasta comprobar que Heckling controlaba a la yegua, que para entonces parecía tan tranquila como siempre, y me fui al pueblo a mandar un telegrama al editor del Morning Star para anunciar el puesto de institutriz. Supongo que es donde usted lo vio.
—Sí, así fue. —Y señalé—: Pero pese a lo ocurrido, no se marchó de Gaudlin Hall. Esperó a que hubiera una sustituta.
—Señorita Caine —repuso sonriendo—, le garantizo que no salgo impune de toda esta aventura, sino con una mancha en mi reputación. No obré bien al poner aquel anuncio fingiendo ser quien no era. Sé que parecía el dueño y señor de Gaudlin Hall y no una simple institutriz. Y comprendo que, de haber sido más valiente, habría esperado su llegada y la habría advertido de lo que sucedía. Pero no podía correr ese riesgo, ¿sabe? No podía arriesgarme a que usted se diera la vuelta y subiera al tren de regreso a Londres. Fue una cobardía por mi parte, claro que sí. Bien que lo sé. Pero, aunque tenía que salir de allí, si hay algo a lo que no estaba dispuesta, si hay un acto que no podía cometer, era marcharme dejando a esos niños en manos del espíritu. Dejarlos sin nadie que los protegiera. Hasta saber que usted había llegado, no podía irme. —Titubeó y negó con la cabeza—. No, eso no es del todo cierto: en realidad, al que no podía dejar sin nadie que lo protegiera era a Eustace. No creo que Isabella necesite que cuiden de ella. Sabe cuidar de sí misma.
Me levanté y paseé lentamente por el aula. Me fijé en un mural en la pared con los reyes y reinas de Inglaterra, desde la batalla de Hastings hasta Victoria, lo que me distrajo un instante y me hizo evocar tiempos más felices. Cómo echaba de menos esperar a mis pequeñas cuando volvían del patio tras la hora de comer, cansadas y bostezando, para recibir las clases de la tarde.
—¿Y usted, señorita Caine? —preguntó tras un largo silencio—. ¿Ha vivido malas experiencias?
Asentí y le conté brevemente los distintos incidentes sufridos desde mi llegada a la casa.
—Al menos ha sobrevivido —comentó.
—Por el momento.
—Pero está aquí —repuso sonriendo, se acercó y me cogió de las manos—. Está aquí, después de todo. Ha conseguido huir, como yo. Quizá el espíritu está perdiendo su poder.
Negué con la cabeza y retiré las manos.
—Creo que me ha malinterpretado. Quizá haya sobrevivido por ahora, pero no he huido, como usted dice. Sólo pasaré unas horas en Londres. Ya he dicho antes que regresaré a Norfolk en el tren de la tarde.
—¿Piensa volver a Gaudlin Hall?
—Por supuesto. ¿Adónde si no? No tengo otro hogar.
—¡Pues a cualquier parte! —exclamó, haciendo aspavientos—. A cualquier sitio que se le ocurra. Vuelva a la escuela donde daba clases. Váyase a Cornualles, Edimburgo, Cardiff o Londres. Márchese a Francia o Italia. Viaje hasta el corazón de Rusia, si hace falta, o viva con esas desdichadas mujeres en las calles de la capital. Pero no vuelva a ese lugar tan terrorífico. Si está usted en su sano juicio, señorita Caine, manténgase lo más lejos que pueda de Gaudlin Hall.
La miré de hito en hito, asombrada por su egoísmo. Y luego, tratando de que mi voz no trasluciera mi enfado creciente, pregunté:
—¿Y quién cuidará entonces de los niños?
—Ella.
—No pienso dejárselos —repuse.
La señorita Bennet se encogió de hombros.
—Entonces irá por usted, como hizo con las demás. —Miró hacia otro lado y, en un tono que sugería lo obvio e inevitable, añadió—: Irá por usted y la matará.
Sus palabras me hirieron como un cuchillo.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué quiere hacernos daño? Sólo pretendo ayudar a esos niños, cuidar de ellos. ¿Y qué me dice de esa otra presencia, la del viejo? No lo ha mencionado. ¿Qué papel desempeña él?
La señorita Bennet se volvió y me miró desconcertada, como si no me hubiese oído bien.
—¿Perdone?
—El otro espíritu. Porque hay dos, ¿no? El otro impidió que me arrojaran por la ventana una vez, noté sus manos. Eustace lo vio, habló con él. Le dijo que estaba allí para velar por mí.
La señorita Bennet se rodeó el cuerpo con los brazos, aún más asustada.
—Lo siento, señorita Caine, no sé de qué me habla.
—¿Nunca sintió esa presencia?
—No, sólo la del espíritu destructivo. Sólo a ella.
—Quizá estuviera allí pero usted nunca lo notara. Quizá fue el que impidió que le cayeran encima las piedras, por ejemplo.
Lo consideró unos instantes, pero acabó negando con la cabeza.
—Lo habría sabido. Estoy segura de que lo habría advertido si hubiese habido alguien más. Pero le juro que no noté nada.
Asentí. No me quedaba más opción que creerla; no tenía motivo para mentir. Sonó el timbre y observé que los niños daban por finalizados los juegos en el patio, recogían sus fiambreras y se dirigían hacia las puertas.
—Tengo que irme. Supongo que debo agradecerle su franqueza, señorita Bennet. Me ha confirmado algunas cosas. Y, por extraño que suene, en cierto modo me alivia saber que otra persona pasó por lo que estoy pasando yo. Me impide creer que estoy volviéndome loca.
—Pero sí está enloqueciendo —soltó la señorita Bennet—. De no ser así, no habría decidido volver allí. Sólo una loca regresaría a un lugar como ése.
—Entonces estoy loca. Tal vez. Pero estoy convencida de que los niños no se irán mientras su padre siga en la casa. Nunca hablan de él, ni reconocen su presencia, pero los consuela saber que está allí. Y jamás los dejaré solos con ese espíritu malévolo.
Cuando tendía la mano hacia el pomo de la puerta, la oí decir a mi espalda, en tono de remordimiento y pesar:
—Debe de pensar que soy una mujer horrorosa por haberlos abandonado como lo hice.
Me volví y negué con la cabeza.
—Usted hizo lo que le dictaba su instinto —contesté sonriendo—. Y yo debo hacer lo que me dicte el mío. Adiós, señorita Bennet.
—Adiós, señorita Caine, y buena suerte.
Ya era tarde cuando llegué a Gaudlin Hall. El tren, que ya había salido con retraso de Londres, sufrió un segundo retraso a las afueras de Manningtree. Había sido un viaje incómodo. Un hombre de mediana edad, sentado frente a mí en el vagón, había empezado a galantearme, experiencia insólita para mí y de la que quizá habría disfrutado en otra situación, pero que en ese momento no me hizo ninguna gracia. Al verme obligada a cambiar de asiento, tuve la mala suerte de sentarme junto a una anciana que sólo deseaba contarme historias sobre la crueldad de su hija y su yerno, que le impedían ver a sus nietos; no eran buenas personas y, por tanto, no tendrían cabida en su testamento.
Madge Toxley, que había llevado a los niños de vuelta a la casa para acostarlos en sus camas, pareció aliviada al verme; le hizo señas a su carruaje y se alejó por la avenida a toda velocidad.
Ascendí la escalera de Gaudlin Hall rogando poder dormir toda la noche y recuperar energías para el día siguiente, a fin de estar lista ante los terribles sucesos que pudieran acaecerme. En el rellano, antes de continuar hacia mi habitación, me detuve sorprendida al oír voces procedentes de la de Eustace. Eché un vistazo al reloj de pared; ya era más de medianoche, muy tarde para que los niños estuviesen despiertos. Avancé por el pasillo hasta su dormitorio y apoyé la oreja contra la puerta. Me costó entender qué se decía, pero agucé el oído y por fin distinguí a Eustace hablar en voz baja.
—Pero ¿y si ella no vuelve?
—Volverá —contestó una voz que no era la de Isabella, como yo esperaba, sino masculina y de adulto.
—No quiero que nos deje como las demás —dijo Eustace.
—No lo hará.
En ese preciso instante, abrí y entré. La única luz en la habitación procedía de una vela sobre la mesita junto a la cama del niño que apenas lo iluminaba a él. Su piel se veía blanca como la nieve. Miré alrededor. Estaba solo.
—¿Con quién hablabas? —pregunté mientras me acercaba a la cama para asirlo de los hombros—: ¿Con quién hablabas, Eustace? —repetí, alzando la voz.
Profirió un gritito de miedo, pero yo estaba perdiendo la paciencia y me negué a soltarlo.
—¿Con quién hablabas? —chillé.
—Con el viejo —contestó al fin, cediendo.
—No hay ningún viejo —protesté, con ganas de llorar de pura desazón. Lo solté y di una vuelta completa. Luego lo miré—. Aquí no hay nadie más.
—Está detrás de usted.
Me volví con el corazón desbocado, pero no vi a nadie.
—¿Por qué no lo veo? —exclamé—. ¿Por qué no puedo verlo yo también?
—Ahora se ha ido —explicó el niño en voz baja, acurrucándose bajo las sábanas—. Pero sigue en la casa. Dice que no piensa irse, no importa cuánto lo desee ella. Mientras usted esté aquí, él no se irá a donde se supone que debe marcharse.