Empecé a dar largos paseos por la finca a primera hora de la tarde. Mi rutina cotidiana consistía ahora en las clases por la mañana, seguidas de un almuerzo frugal poco después de mediodía, cuando Isabella y Eustace charlaban sobre lo que hubiera captado su atención ese día mientras yo escuchaba en silencio, tensa, convencida de que cualquier sonido o movimiento en la casa conduciría a algo traumático e inesperado para mí. No dormía bien; el agotamiento se reflejaba en mi rostro, que estaba pálido y demacrado, con profundas y oscuras ojeras. Para cuando caía la tarde ya me costaba mantener los ojos abiertos. Sin embargo, al llegar la noche, por exhausta que estuviera, sólo conseguía dormir unas horas de sueño intranquilo, pues estaba segura de que la presencia volvería para hacerme daño. Después del almuerzo, les daba a los niños un tiempo de recreo y retomábamos las clases a media tarde. En esas horas libres, me ponía el abrigo y el chal y me internaba en los bosques de la finca, donde el aire fresco me ayudaba a recobrar el ánimo y la fronda de los árboles me brindaba cierta seguridad.
Me sentaba bien vagar libremente de aquella manera, que la casa desapareciera entre el follaje. Y cuando llegaba a los espacios abiertos más allá del bosque y al lago que había casi en la linde de la propiedad, me imaginaba de vuelta en Londres, paseando por las orillas del Serpentine en Hyde Park, sin otra preocupación que pensar qué le prepararía para cenar a mi padre aquella noche o qué ejercicios pondría a mis pequeñas alumnas al día siguiente.
Lo cierto era que, por mucho cariño que hubiese llegado a tener a Isabella y Eustace, añoraba a cuantos había dejado atrás. Mis niñitas habían constituido una parte importante de mi vida. Me encantaba ver sus caritas por las mañanas, incluso las de aquellas más problemáticas. Me sentía orgullosa de mis clases y me importaba mucho que cada pequeña sintiera que tenía su sitio en el aula y que las demás no la incordiaran. Y tenía la sensación de que ellas también me apreciaban.
Durante aquellos paseos por Gaudlin Hall una niña en particular acudía cada vez más a mis pensamientos. Se llamaba Clara Sharpe y sólo tenía cinco años cuando vino a mi clase; era muy despierta y traviesa, pero sin malicia, y derrochaba energía por las mañanas aunque por las tardes pasaba largos ratos malhumorada. (Yo lo achacaba al desayuno que tomaba antes de salir de casa y el almuerzo de antes de las clases vespertinas; sospechaba que tenían efectos negativos en su ánimo.)
Pese a ello, Clara me gustaba mucho y me tomaba especial interés en sus progresos, sobre todo cuando advertí su talento para las matemáticas. A diferencia de casi todas las demás niñas, para quienes los números parecían representar poco más que series interminables de jeroglíficos, el cerebro de Clara era capaz de organizar y racionalizar sin dificultades; pese a ser tan pequeña, yo pensaba que quizá con el tiempo siguiera mis pasos en la profesión pedagógica. Hasta llegué a hablar de ella en varias ocasiones con la señora Farnsworth, y sugerí que, con sus aptitudes matemáticas, Clara podría tener un futuro como secretaria del director de un banco. Lo recuerdo porque comenté bromeando que quizá también pudiera ser ella misma directora de un banco algún día. Entonces la señora Farnsworth se quitó las gafas, me miró horrorizada y me acusó de ser una revolucionaria, lo que me apresuré a negar.
—No será una de esas mujeres modernas, ¿verdad, Eliza? —gruñó, irguiéndose cuan alta era e infundiéndome el mismo temor que cuando yo era una niña y ella mi maestra—. Porque no toleraré a mujeres así en St. Elizabeth, y la junta directiva tampoco.
—No, por supuesto que no —repuse, ruborizada—. Ha sido una broma, nada más.
—Mmm… —murmuró, no muy convencida—. Eso espero. ¡Clara Sharpe, directora de un banco! ¡Menuda ocurrencia!
Sin embargo, aunque no me consideraba una moderna, que se ofendiera tanto me pareció a su vez ofensivo. ¿Por qué no podía la niña aspirar a objetivos más elevados? ¿Por qué no podíamos todas las mujeres?
Tan decidida a regañarme estaba la señora Farnsworth que llegué a sospechar que tenía ganas de llamar a mi padre y discutir la cuestión con él, algo que quizá habría hecho de no haber comprendido por fin que una cosa eran las niñas y otra bien distinta las maestras, y que podía recurrir a la autoridad paterna para disciplinar a las primeras, pero controlar a las segundas era responsabilidad suya y de nadie más.
Pensaba en Clara ahora porque había acabado en una situación de lo más angustiosa. Su padre era un borracho y su madre hacía cuanto podía por sacar adelante a la familia pese a la miseria que el marido llevaba a casa para la manutención de esposa e hija. Probablemente el hombre gastaba lo poco que ganaba en cerveza negra y no en comida o ropa. A veces Clara llegaba al colegio con moretones en la cara y yo ansiaba vivir en una sociedad civilizada donde pudiera preguntar quién le había pegado y por qué. Aunque no albergaba dudas sobre la respuesta. Esos días, temía imaginar el aspecto de la madre de Clara, pues sospechaba que el padre infligía los mismos malos tratos a su esposa. Pensé en acudir a la policía, pero por supuesto se habrían reído de mí y declarado que lo que un inglés hiciera en su propia casa era asunto suyo.
Sin embargo, el hombre debió de pasarse de la raya una noche y despertar la ira de la señora Sharpe, que cogió una fuente de horno y se la estrelló en la cabeza, con tanta fuerza que el marido se desplomó muerto. La pobre mujer, víctima tanto tiempo de una violencia de la que no podía defenderse, fue arrestada, pues atacar al marido era un crimen, mientras que hacer lo propio con la esposa se consideraba dentro del privilegio conyugal. A diferencia de Santina Westerley, quien estaba claramente desequilibrada, la señora Sharpe no fue condenada a muerte. El juez, un hombre de ideas modernas —que no habría gozado de la aprobación de la señora Farnsworth—, la creyó merecedora de cierta clemencia y la condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Una sentencia que a mí, en su lugar, me habría parecido infinitamente peor que una semana de inquieta expectativa y unos segundos de dolor inaudito seguidos por una eternidad de paz, la recompensa que ofrecía la horca. Al no tener familia que la acogiera, Clara acabó en el asilo de pobres y perdí el contacto con ella. Pero volvió a mis pensamientos una de esas mañanas, cuando pensaba en el asesinato de la señorita Tomlin a manos de Santina Westerley y en el violento ataque propinado a su marido y que lo había dejado en tan espantoso estado. ¿Qué pasaría por las mentes de las mujeres que cometían actos como aquéllos? La señora Sharpe, después de todo, había sido víctima de abusos y palizas; Santina Westerley había recibido cariño y tenido a su disposición la seguridad de un hogar, riquezas, posición social y una familia. Comparándolas, la motivación se me antojaba algo muy extraño.
Mientras reflexionaba sobre ello, rodeé una esquina de la casa y me encontré junto a la casita de Heckling, y a su rudo ocupante ante ella, partiendo con un hacha los troncos que tenía amontonados al lado. Al verme, dejó el hacha, se enjugó la frente con el pañuelo y me dirigió una inclinación de cabeza; Pepper vino disparado y se puso a corretear en torno a mis pies.
—Institutriz —saludó Heckling, y se pasó la lengua por los labios de un modo repugnante.
—Señor Heckling. No hay descanso para los impíos, ¿no es eso?
—Ya, pero si no lo hago yo, no lo hará nadie —murmuró. El hombre no era lo que se dice la alegría personificada.
Miré alrededor y reparé en la puerta lateral de la casa, casi invisible, por donde pasaba todos los días la señora Livermore cuando subía o bajaba de las habitaciones de Westerley. Había necesitado que ella me la señalara para descubrirla. ¿Por qué los constructores de la casa habrían querido que quedara oculta?
—¿Ha trabajado siempre solo, señor Heckling? —pregunté volviéndome de nuevo hacia él.
—¿Cómo dice? —repuso extrañado.
—Me preguntaba si siempre ha estado usted solo en la finca. Para arreglar cosas, cortar troncos, conducir el carruaje y esas tareas. Imagino que en otros tiempos había mucho más que hacer.
—Pues sí —se limitó a decir, no muy dispuesto a hablar del pasado—. Antes había otros, por debajo de mí, claro, pero cuando ya no hicieron falta se marcharon. Yo me quedé porque la finca necesita al menos un guarda. Y nací aquí, claro.
—¿Nació aquí?
—En la casita —repuso, señalando su vivienda—. Mi padre fue el guarda antes que yo, ¿sabe? Y su padre antes que él. Aunque yo soy el último. —Suspiró y miró a lo lejos, y por primera vez advertí que a pesar de sus bravatas era un hombre solitario.
—¿No tiene hijos, entonces?
Masticó algo que tenía en un carrillo.
—Vivos no, ya no.
—Lo siento.
—Ya.
Se inclinó para asir el hacha con ambas manos y apoyarla contra el tajo; luego hurgó en el bolsillo y sacó un pitillo ya liado.
—Supongo que usted lo vigila todo, señor Heckling, ¿no?
—¿Cómo dice?
—Que mantiene los ojos bien abiertos.
—Excepto cuando duermo.
—¿Ha visto a algún intruso?
Entornó los ojos y le dio una buena calada al cigarrillo sin dejar de observarme.
—¿Intruso? Qué cosas más raras pregunta, institutriz. ¿Ha visto a alguien por aquí?
Negué con la cabeza.
—Eustace aseguró haber visto a un caballero anciano en la finca y que mantuvieron una conversación.
—Aquí no hay ningún anciano —repuso él—. Yo lo habría visto, o Pepper, y en ese caso habría salido peor parado.
—Quizá el niño se confundió.
—Pues podría ser. Y los críos inventan cosas, usted debería saberlo mejor que nadie.
—Eustace no dice mentiras —repliqué, demasiado a la defensiva.
—Pues será el primer crío de su edad que no lo haga. De niño, yo mentía a mansalva. Mi padre solía pegarme por embustero.
—Lo lamento.
—¿Por qué? —preguntó, confuso.
—Bueno… tuvo que ser desagradable para usted.
—Pues yo diría que me lo merecía —declaró encogiéndose de hombros—. Ese niño igual necesita unos azotes si es que anda mintiendo sobre lo que ha visto y lo que no.
—Me niego a pegarle a Eustace —declaré con firmeza.
—Bueno, supongo que es tarea de un padre —dijo suspirando, y desvió la vista—. Y el señor Westerley no está lo que se dice en condiciones de hacer nada con ese crío, ¿no?
No supe si pretendía ofender a propósito o si se limitaba a exponer los hechos como eran; en cualquier caso, tenía razón. Era tarea de un padre imponer disciplina a su hijo, y el de Eustace nunca más podría hacerlo, desde luego. Negué con la cabeza; todo aquello no venía a cuento en realidad, pues no creía que Eustace mintiera.
—Pues si ve a un caballero así —dije por fin—, un caballero anciano, o a cualquier extraño que merodee, le agradecería que hiciera el favor de decírmelo.
—O podría pegarle un tiro, simplemente —soltó Heckling—. Por haber entrado en una propiedad privada, ya sabe.
—Sí, ya; supongo que ésa sería otra opción —contesté, y me volví dispuesta a marcharme.
Un ruido me hizo girar sobre mis talones y, para mi asombro, vi nada menos que al señor Raisin, el abogado, salir de detrás de la casita de Heckling. Esbozó una sonrisa encantadora; acto seguido, carraspeó, se recompuso un poco y me dirigió una educada inclinación de cabeza.
—Señorita Caine, me alegro de verla.
—Lo mismo digo, señor Raisin —contesté, ruborizándome sin motivo—. Qué sorpresa.
—Sí, ya… Verá, resulta que he venido a tratar un asunto con el señor Heckling aquí presente, pero he tenido que excusarme un momento… discúlpeme. —Y dirigiéndose a Heckling, añadió—: Me parece que por hoy ya lo hemos resuelto todo, ¿no?
—Ajá —contestó el criado. Volvió a coger el hacha y dio un paso atrás, a la espera de que nos fuéramos para seguir partiendo leña.
Captando la indirecta, el abogado y yo nos dirigimos juntos hacia la casa, donde divisé entonces su carruaje.
—Tenía que hablar con él sobre unas facturas —me explicó mientras caminábamos—. Heckling es un hombre formal y honesto como el que más, pero cuando necesita algo no tiene reparos en encargarlo simplemente en una de las tiendas del pueblo y pedir que me manden la factura. No me molesta, por supuesto, pues sé que sería incapaz de beneficiarse personalmente, pero sí me gusta revisar con él las facturas de cuando en cuando para que ambos tengamos bien claros los gastos.
—Imagino que ha de ser una cuestión complicada.
—Sí, puede llegar a serlo —admitió—. Pero no crea, Gaudlin Hall no es el cliente más complejo que tengo. Hay otras personas con menos propiedades y menos dinero que arman los líos más intrincados que quepa imaginar. Deshacer esos nudos requiere la destreza de un marinero experimentado. Sea como fuere, el señor Cratchett se ocupa por mí de casi todos los asuntos cotidianos. Yo sólo echo una mano cuando surge algo difícil. Y no es nada comparado con los viejos tiempos, por supuesto. Desde luego, cuando mi padre era el letrado del padre de James…
—Caramba —lo interrumpí—. ¿Es que en este condado todo el mundo tiene la misma profesión que su padre? Heckling acaba de decirme eso mismo sobre su familia.
—Es el orden natural de las cosas, señorita Caine —repuso un poco molesto, lo que me hizo lamentar el tono empleado—. Y el de las leyes es un oficio muy respetable, ¿sabe? Al igual que el de guarda de una finca, si uno ha nacido en el seno de esa clase social. Como también lo es, por cierto, el de institutriz.
—Desde luego, señor Raisin. No pretendía dar a entender otra cosa —aseguré a modo de disculpa.
—¿Me permite preguntarle a qué se dedicaba su padre?
—Trabajaba en el Departamento de Entomología del Museo Británico.
—¿Y ésa fue su carrera siempre?
—Pues la verdad es que no. Cuando tenía mi edad, fue maestro por un tiempo. En un colegio para niños pequeños.
—¿Y usted? ¿Qué hacía antes de venir a Norfolk? ¿Me lo recuerda?
Sonreí. Por primera vez en mucho tiempo, hasta tenía ganas de reír.
—Era maestra.
—En un colegio para párvulas, sin duda.
—Pues sí.
Se detuvo ante el carruaje, se irguió en toda su estatura y, con el pecho henchido y una expresión de pura satisfacción, comentó:
—Pues ahí lo tiene, señorita Caine. Por lo visto, lo que funciona para nosotros aquí en el campo también les funciona bien a quienes viven en la bendita capital.
Miré fijamente aquellos ojos azules suyos tan brillantes, y nos sonreímos. Ninguno desvió la vista. De repente, pareció confuso. Separó los labios y me miró como si quisiera decirme algo y no encontrara las palabras.
—Sí, sí —concluí, deseosa de concederle aquella pequeña victoria—. Me considero justamente regañada. Pero dígame, señor Raisin, no irá usted a marcharse tan pronto, ¿no?
—¿Preferiría que me quedara?
No supe qué contestar. Él suspiró y dio unas palmaditas a su caballo.
—Me he concedido media jornada libre, señorita. Había pensado resolver la cuestión de las facturas con Heckling y luego refugiarme en mi casa con una copa de burdeos y Oliver Twist, que estoy leyendo por primera vez desde su publicación original. Es una historia maravillosa. Puedo pasarle los números atrasados, si le apetece echarles un vistazo.
—Muy amable por su parte.
—No se trata de amabilidad. Tengo entendido que aquí en Gaudlin Hall las cosas a veces resultan… ¿cómo expresarlo?… un poco aburridas, digamos, dada la ausencia de compañía adulta. Imagino que la lectura podría constituir una buena vía de escape.
Sonreí mientras me recordaba que había otros tres adultos presentes de forma casi permanente en la casa: Heckling, la señora Livermore y el señor Westerley. A uno de ellos no le gustaba hablar conmigo, otro no quería hablar conmigo y el último sencillamente no podía hablar conmigo. Y aun así, «aburrida» sería la última palabra con que hubiera descrito la vida allí.
—Es posible —dije—. Pero, señor Raisin, antes de que se vaya, ¿podría robarle unos minutos?
Pareció un tanto afligido y supuse que sospechaba de qué quería hablarle y que no le apetecía demasiado.
—Me encantaría, señorita Caine. De verdad que nada me gustaría más, pero el deber me llama.
—Ha dicho que se había tomado media jornada libre.
—Ah, sí —repuso, frunciendo el ceño—. Me refería a que… Lo que quería decir…
—Señor Raisin, no le entretendré mucho, se lo prometo. Apenas unos minutos. Quisiera preguntarle un par de cosas.
Suspirando, asintió con la cabeza, consciente quizá de que no tenía opción. Me indicó un banco en la entrada de los jardines, donde fuimos a sentarnos. Dejó una prudente distancia entre ambos, de tal manera que Isabella y Eustace habrían podido tomar asiento entre los dos y aun así ninguno se habría tocado. Le miré la mano izquierda, que apoyaba en el regazo, la alianza de oro en su anular. Siguió mi mirada, pero no se movió.
—No irá a preguntarme más cosas sobre los Westerley, ¿verdad? Creo haberle contado cuanto sé de ellos, desde su primer encuentro hasta el último.
—No, no se trata de eso —repuse negando con la cabeza—. Y si me lo permite, señor Raisin, le diré que fue muy generoso con su tiempo aquel día. Ya me di cuenta de que era un tema muy doloroso para usted. Cuando acabó nuestra conversación, se me hizo evidente lo mucho que le habían afectado los sucesos que tuvieron lugar aquí.
Asintió y miró hacia el jardín.
—Ninguno de quienes tuvimos algo que ver podrá olvidar jamás aquellos días —admitió—. Pero antes de que prosiga, señorita Caine, ¿puedo formularle yo una pregunta? —Asentí, sorprendida—. ¿Habló con la señora Livermore después de nuestra conversación? ¿Ha visto por fin a su patrón?
—Lo he visto, sí.
Miró hacia otro lado, con una mezcla de resignación y pesar.
—Mi consejo habría sido que no lo hiciera. No es una visión para sensibilidades delicadas.
—Por suerte, señor Raisin, soy una mujer bastante fuerte.
—Sí, ya me había dado cuenta. Lo supe el primer día que la vi. Admiro ese aspecto de su carácter, señorita Caine. Aun así, confío en que la experiencia no le afectase demasiado.
—¿Me censurará si le digo que ese pobre hombre agradecería que se pusiera fin a su sufrimiento? Es la sensación que experimenté al verlo.
El abogado se estremeció ligeramente, como si yo hubiera blasfemado.
—Lo comprendo, por supuesto. Pero no debemos hablar así. No corresponde al hombre decidir cuándo debe abandonar la vida otro ser humano, por mucho que sufra. Sólo Dios puede juzgarlo. Después de todo, fue precisamente quebrantar esa ley natural lo que condujo a Santina Westerley a la horca y a James Westerley a su muerte en vida.
—El otro día estuvimos en Great Yarmouth —comenté, cambiando de táctica.
—¿Estuvieron? ¿Quiénes?
—Los niños y yo.
Asintió con la cabeza, aparentemente complacido.
—Una idea fantástica. Imagino que a los niños les beneficia un poco de aire fresco, lejos de este lugar. Siempre que veo al chico, a Eustace, pienso que está demasiado pálido. Isabella es más morena, por supuesto; supongo que heredó la piel de la familia materna. Pero Eustace es un Westerley puro.
—Creo que lo pasaron bien. Desde luego fue un día interesante…
—Resulta que mi madre procedía de Great Yarmouth —contó el señor Raisin, entusiasmado con el tema—. De niño, pasábamos un fin de semana allí de vez en cuando. El de mis abuelos era un hogar muy feliz. —Sonrió y soltó una risita, recordando algún episodio de su infancia—. Mis hermanos y yo vivimos momentos maravillosos allí. —Se dio una palmada en la rodilla y movió la cabeza. Con tono de resignación, añadió—: Entonces todo era más sencillo. Tengo la sensación de que la vida moderna nos exige demasiado, ¿usted no, señorita Caine? Hay días en los que casi detesto vivir en 1867. Todo va demasiado deprisa. Todo cambia a un ritmo vertiginoso. Me gustaba más treinta años atrás, cuando era niño.
—Visitamos una iglesia —lo interrumpí, pues no deseaba que nos centráramos en lo decepcionante que le resultaba el mundo moderno—. Isabella parecía especialmente entusiasmada con la idea. Deseaba visitar una tumba.
—¿Isabella? ¿Y qué tumba quería visitar en Great Yarmouth? Si no tiene familia allí…
—La de Ann Williams.
—Ah —repuso demudado, asintiendo. Lo captó enseguida—. Claro, la señorita Williams. Había olvidado que ella también era de Great Yarmouth.
—Nacida en 1846, fallecida en 1867 —recité, recordando la inscripción en la lápida—. Murió a la misma edad que tengo yo ahora. A los veintiuno.
Se volvió para mirarme con cierta sorpresa. Por un momento pensé que iba a ser tan poco galante como para sugerir que me creía mayor. Sin embargo, permaneció callado.
—Tengo entendido que la señorita Williams —continué— fue la tercera institutriz aquí, en Gaudlin Hall, ¿no?
Reflexionó unos instantes y luego asintió.
—Exacto. No estuvo aquí mucho, por supuesto. Seis o siete semanas, que yo recuerde. Tendría que comprobarlo en mi oficina, pero no pudo haber sido mucho más.
—Y la señorita Tomlin, la desafortunada víctima de la señora Westerley, fue la primera institutriz.
—Sí, así es.
—La señorita Tomlin, la primera. La señorita Williams, la tercera. La señorita Bennet, la que puso el anuncio para que se la relevara de su cargo, la quinta, mi inmediata predecesora. Y creo que aquel día en su oficina mencionó usted a una señorita Golding y una señorita Harkness.
—Sí, la segunda y la cuarta institutrices, respectivamente —contestó; luego tragó saliva y se miró los zapatos—. Damas estupendas, ambas. La señorita Harkness era la única hija de un viejo amigo mío y colega de los tribunales de Liverpool. Su muerte fue un durísimo golpe para él, pobre hombre.
—Las señoritas Tomlin, Golding, Williams, Harkness y Bennet, y luego vengo yo, la señorita Caine. ¿Es ése el orden correcto?
—Pues sí.
—Seis institutrices en un año. ¿No le parece un número inaudito?
Me miró a los ojos.
—Sólo a un idiota no se lo parecería, señorita Caine. Pero, como ya le expliqué, tuvieron lugar esos desgraciados accidentes…
—¡Accidentes! —exclamé, echándome a reír y mirando hacia otro lado.
Observé los árboles, con las hojas caídas alrededor y las oscuras ramas desnudas nada acogedoras. Sobresaltada, entre los troncos me pareció ver la figura de un hombre y vislumbrar una barba blanca. Me incliné para ver mejor, pero el paisaje recobró su pasividad anterior.
—Pues es usted de los que creen en las coincidencias, señor —concluí con amargura.
—Soy de los que creen en la mala suerte, señorita. Creo en que la vida de un hombre puede quedar segada cuando ha cumplido los cien y la de un crío antes de que haya llegado a su primer año. Creo que el mundo es un lugar misterioso y que no podemos pretender comprenderlo.
—De las seis institutrices —insistí, decidida a no dejar que su verborrea me arredrara, pues no estábamos ante un tribunal—, sólo dos siguen con vida, usted mismo me lo dijo. La señorita Bennet y yo. ¿Y le parece que no hay fuerzas extrañas en juego?
—¿Fuerzas extrañas? ¿A qué se refiere?
—A una presencia malévola. Un fantasma.
El señor Raisin se puso en pie de golpe, enrojeciendo.
—¿Qué pretende? ¿Qué quiere que conteste a tal disparate?
—¡Cuénteme qué les pasó!
—¿A las institutrices? ¡No! Es demasiado espantoso. Fui yo quien pasó por todas esas muertes, no usted. No puede pedirme que reviva esas experiencias.
—Pero ¡yo soy su sucesora! —exclamé mirándolo a los ojos, negándome a mostrarme débil. Si pretendía sobrevivir en aquel lugar, era imprescindible que hiciera gala de fuerza—. Merezco saberlo.
—No creo que vaya a hacerle ningún bien —protestó—. Sólo le provocará angustia, y en vano.
—Tengo derecho a conocer lo que pasó, en eso estará de acuerdo…
—No estoy seguro. Ni siquiera conocía a esas mujeres. Para usted son unas extrañas.
—Pero ocupo el mismo puesto que ellas. A diferencia de usted, a diferencia del señor Heckling, a diferencia de la propia reina, no he heredado este cargo de un pariente fallecido. Soy simplemente la última solicitante de un empleo que resultó fatal para muchas que lo ejercieron.
Suspiró de agotamiento y volvió a sentarse. Sostuvo la cabeza gacha entre las manos. Siguió un largo silencio.
—Muy bien —dijo al fin—. Pero le aseguro, señorita Caine, que no servirá de nada. Son historias trágicas, horribles coincidencias, nada más.
—Eso lo decidiré por mí misma, señor Raisin.
—No lo dudo —repuso enarcando una ceja, quizá debatiéndose entre la admiración que sentía por mí y el deseo de no haber acudido a Gaudlin Hall aquella mañana—. Bueno, ya sabe lo de la señorita Tomlin, por supuesto. Hemos descrito sobradamente el destino de la desgraciada dama. La señorita Golding fue la siguiente. Cuando arrestaron a Santina, a la señora Westerley, quiero decir, y se llevaron al señor Westerley al hospital, no me quedó más opción que poner un anuncio y contratar a otra institutriz para los niños. La señorita Golding era una muchacha de la zona; no del pueblo sino de King’s Lynn, que, como sin duda sabrá, no queda muy lejos. De buena familia. Yo mismo la entrevisté. Me preocupaba que la mala fama de la casa en aquel momento atrajera a una persona poco apropiada. Y no iba desencaminado, pues así fue: varios personajes dudosos aparecieron ante mi puerta. Fue muy desagradable. Pero cuando conocí a la señorita Golding, supe que era la adecuada. Era una muchacha con los pies en el suelo, ¿sabe? De las que no tienen pájaros en la cabeza. Me gustan las mujeres así. El lujo y la afectación no me interesan, nunca me gustaron. Póngame delante a una mujer sencilla, que vaya al grano y con los pies en la tierra, y seré un hombre complacido. Y me gustó que la señorita Golding se mostrara comprensiva ante los hechos recientes, pero no fascinada como les pasaba a otras. Además, su principal preocupación, como dejó bien claro en la entrevista, era el bienestar de los niños. Aprecié sobremanera que así fuera porque, como podrá imaginar, Isabella y Eustace estaban traumatizados por los terribles sucesos, desde los cuales apenas había transcurrido un mes.
—Sí, por supuesto —repuse, comprendiendo con cierta culpabilidad que no había pensando mucho en la reacción de los niños después del asesinato de su institutriz, el ataque de que había sido objeto su padre y el arresto de su madre—. Debieron de quedar muy impresionados.
—Isabella estaba razonablemente tranquila —explicó el abogado mesándose la barba al recordar aquellos días tan difíciles—. Claro que la mayor parte del tiempo se comporta con gran tranquilidad. Incluso demasiada. La verdad es que estaba más unida a su padre que a su madre. La oía llorar de noche, de modo que sabía cuán afectada estaba, pero lo disimulaba bien. Esa niña sabe enmascarar sus verdaderos sentimientos, aunque no estoy seguro de que eso sea del todo sano.
—¿Que la oía llorar? —pregunté, sorprendida.
—Perdóneme, debería habérselo mencionado. Mi esposa y yo acogimos a los niños la noche de los ataques, pues no había nadie más que pudiera ocuparse. Los tuvimos con nosotros unas semanas. Hasta que se contrató a la señorita Golding, momento en el cual Isabella insistió en volver a su casa, a Gaudlin Hall, y no vi motivo para negarme, sobre todo cuando había presente una persona adulta y responsable.
—¿Y Eustace? ¿Cómo lo encajó?
—En silencio —contestó con una sonrisa triste—. El pobre no pronunció una sola palabra desde que me lo llevé en el carruaje aquella noche hasta días después de su regreso a Gaudlin. Cuando la señorita Golding lo tomó a su cargo, poco a poco empezó a hablar otra vez. Pero es un niñito muy apesadumbrado, señorita Caine. Se ha dado cuenta, ¿verdad? A veces pienso que quedó muy perturbado por aquellos hechos y los que vinieron después. Me preocupa, de veras que sí. Me preocupa su futuro. Los traumas de la infancia pueden afectarnos terriblemente de mayores.
Aparté la mirada con el corazón encogido. Todo lo que decía era cierto. Sentí una enorme lástima por aquel niño, al que tanto cariño había cogido. También tenía la sensación de que no podía ayudarlo, de que no estaba en mi mano devolverle la felicidad. Le habían arrebatado la inocencia para siempre.
—De modo que la señorita Golding ocupó el puesto de institutriz —dije, animándolo a seguir.
—Sí. Y todo fue bien por un tiempo. Resultó tan eficiente como yo había esperado. Entretanto, el juicio de Santina siguió adelante. Dictaminaron su culpabilidad, como era de esperar. Culpable del asesinato de la señorita Tomlin y de intento de asesinato de su propio marido. La sentencia se retrasó un poco porque el juez cayó enfermo. Y luego pasó una semana más hasta que se ejecutó y la señora Westerley fue… bueno, hasta que la ahorcaron. Durante el proceso tuve la impresión de que la señorita Golding hacía su trabajo de manera excepcional. Los niños parecían todo lo bien que podían estar dadas las circunstancias y ella misma era una presencia alegre y eficaz en el pueblo. Pensé que había elegido bien.
—¿Y qué le ocurrió? ¿Cómo murió?
—Los sucesos estuvieron estrechamente relacionados. Fue una mala suerte increíble. A Santina la colgaron un martes, justo cuando daban las doce del mediodía. Yo estuve presente, por supuesto. Lo creí mi deber. Recuerdo muy bien aquella mañana. Cuando se dirigía hacia el patíbulo, miró hacia donde me encontraba. Por un instante reconocí a la joven hermosa y sin preocupaciones que había sido, la joven que se había sentado cientos de veces a nuestra mesa, que me había ganado al whist y al quintillo en tantas ocasiones. Me miró y esbozó una leve sonrisa, una sonrisa pesarosa. Faltando a mi juramento, le grité que los niños estaban bien, que me había asegurado de que cuidaran de ellos. Que siempre velaría por ellos como si fuesen mis propios hijos. Supuse que le proporcionaría algún consuelo, pero surtió el efecto contrario, pues se enfureció e hizo ademán de abalanzarse hacia mí; creo que me habría sacado los ojos de no haberla retenido sus carceleros. Había perdido el juicio, la pobrecilla. Es la única explicación. Por el miedo, el terror que se siente ante la soga del verdugo.
—¿Y era usted el único presente? Me refiero a la gente del pueblo.
—Sí, el único. No… espere, no es cierto. La señora Toxley también estaba. Conoce a Madge Toxley, ¿verdad?
—Sí.
—No estuvo cuando la ahorcaron, claro, pero sí en la celda. Cuando llegué, la vi marcharse. En aquel momento me pareció raro, pero no había vuelto a pensarlo hasta ahora. Aunque habían sido amigas, se me antojó extraño que la visitara. Aun así me lo quité de la cabeza, pues yo estaba allí para presenciar una ejecución en la horca, no para especular sobre la amistad. En mi vida había visto ya morir a dos personas en la horca, señorita, y no es una experiencia agradable. Si he de serle franco, estaba asustado.
Me estremecí. No podía imaginar siquiera cómo sería ver morir a alguien de esa manera.
—Aquella noche me alojé en una posada en Norwich —prosiguió—. Dormí muy mal. Y cuando regresé a Gaudlin a la mañana siguiente, el señor Cratchett me dio la terrible noticia de que la señorita Golding había muerto la tarde anterior.
—¿Cómo, señor Raisin? —pregunté inclinándome hacia él—. ¿Cómo murió?
—Fue un terrible accidente, pero su simetría lo volvió macabro. La señorita Golding era una mujer con imaginación y muy diestra en las tareas manuales. Estaba tratando de construir una especie de columpio para los niños entre dos árboles, utilizando unas cuerdas que le habría pedido a Heckling o encontrado en uno de los cobertizos. En cualquier caso, se hallaba encaramada a un árbol, atando la segunda cuerda, cuando debió de perder el equilibrio y, de algún modo, se enredó al caer. La cuerda le rodeó el cuello y la ahogó.
—Ahorcada —murmuré, cerrando los ojos y respirando hondo—. Igual que la madre de los niños.
—Sí, en efecto.
—¿Y la señora Westerley ya había muerto cuando ocurrió?
—Sí, yo diría que llevaba muerta cuatro o cinco horas.
Reflexioné. No me sorprendía. Si me hubiera dicho que la señorita Golding había muerto por la mañana, no lo habría creído. Tenía la certeza de que sólo podía haber ocurrido después de que Santina Westerley hubiese recibido su castigo.
—¿Y qué me dice de la señorita Williams —continué—, la tercera institutriz, cuya tumba vi en Great Yarmouth? ¿Qué le ocurrió?
—Pobre muchacha —dijo el abogado, negando con la cabeza—. Se ahogó en la bañera. Era una joven encantadora, pero siempre estaba cansada. Creo que se quedaba despierta hasta muy tarde la mayoría de las noches, leyendo. ¿Les conviene leer a las mujeres, señorita Caine? Buena pregunta, ¿no cree? ¿Acaso no las altera demasiado? La señorita Williams siempre llevaba consigo un libro. Asaltaba la biblioteca de James como si fuera oxígeno para ella. Una vez me contó que era una persona con problemas para dormir, pero que desde su llegada a Gaudlin Hall se habían agravado. Claro que, por otra parte, era una muchacha con tendencia a sufrir accidentes. Había tenido varios desde su llegada, aunque leves. Yo a veces le decía que fuera con más cuidado, y en una de esas ocasiones se mostró bastante histérica y replicó que no era culpa suya, que los accidentes los provocaban fuerzas invisibles. Creo que aquella noche estaba dándose un baño, se quedó dormida, se deslizó bajo el agua y, tristemente, la perdimos.
—¿Y la señorita Harkness? ¿La cuarta institutriz?
—Ya sé que todo parece un poco raro, y comprendo que estos sucesos le resulten sorprendentes y perturbadores. Pero la señorita Harkness era una mujer muy torpe. Un par de veces hasta estuvo a punto de cruzar delante de mi carruaje en la calle y casi acabó bajo los cascos de mis caballos. Ella aseguraba que era a causa del viento, pero la verdad es que no miraba por dónde iba. Gracias a mis buenos reflejos fui capaz de esquivarla. Pero hubo otra ocasión, esta vez con el pobre señor Forster de Croakley, en que la muchacha no tuvo tanta suerte y fue arrollada y pisoteada en plena calle. Fue una muerte espantosa. Demasiado horrible para describirla. Poco después contraté a la señorita Bennet, la quinta institutriz. Pero si está pensando que hay aquí algo siniestro, señorita, debo recordarle que la señorita Bennet goza de buena salud. Tengo entendido que volvió a Londres, a su trabajo anterior.
—¿Cuál era?
—Maestra, igual que usted. Debí mandarle la paga de la última semana a la cuenta de su padre en Clapham, pues, aunque no se lo crea, se negó a quedarse el tiempo justo para que el banco abriera y pudiera sacar el dinero.
—¿Y la señorita Bennet estuvo a salvo el tiempo que pasó aquí?
—Sí, claro que sí —respondió, y soltó una risita—. Aunque era un tanto histérica. La verdad es que no me resultaba muy simpática. Irrumpía en mi despacho soltando tonterías sobre lo que supuestamente ocurría en Gaudlin Hall. El señor Cratchett sugirió que estaba loca de atar, y quizá tuviera razón. Se comportaba como un personaje de una historia de fantasmas.
—Pero ¿se halló siempre a salvo, no le pasó nada? —insistí—. Por favor, señor Raisin, necesito saberlo.
—Sí, claro que estuvo a salvo —afirmó, y añadió—: Bueno, en cierta ocasión se cortó con un cuchillo de cocina; fue un corte bastante profundo y, de no haber estado cerca la señora Livermore para a ayudarla, se habría desangrado. Me mencionó un par de incidentes triviales más, pero…
Me levanté y me alejé de él, sin saber si seguir pensando lo que estaba pensando. Contemplé los jardines de Gaudlin sintiendo el impulso de echar a correr y no detenerme.
—Señorita Caine, ¿se encuentra bien? —preguntó él acercándose.
Sentí su presencia detrás de mí, la calidez de su cuerpo, tan distinta de la malévola presencia que me acechaba desde mi llegada. No deseaba más que retroceder y refugiarme en sus brazos. Pero no lo hice, por supuesto, sino que permanecí inmóvil.
—Estoy bien, gracias. —Me aparté un poco y sonreí—. Pero se hace tarde, y ya le he robado mucho tiempo. Si no se anda con cuidado, se quedará sin su media jornada libre y la señora Raisin me hará culpable.
—Le aseguro, señorita Caine —repuso, dando un paso hacia mí—, que sólo me culpará a mí. Digamos que hay muchos precedentes en ese sentido.
Sonreí, y hasta me concedí una risita.
—Lo acompañaré a su carruaje.
Mientras veía alejarse al abogado por la avenida, sentí un enorme cansancio, como si los acontecimientos de aquel último mes de golpe hicieran mella en mi ánimo. Tuve deseos de dejarme caer allí mismo, en la gravilla, llevarme las manos a la cara y gritar pidiendo que me alejaran de aquel lugar terrible y espectral. Qué sencilla había sido mi vida de antes, con la rutina cotidiana del colegio y mi padre, nuestras conversaciones junto a la chimenea, sus libros, mis tareas domésticas, y hasta las incesantes quejas de Jessie por su artritis… Una vida que ahora sólo consistía en muertes misteriosas e inexplicables y una suerte de brutalidad que me hacía cuestionarme la naturaleza misma de la existencia. Por unos instantes casi fui presa de la histeria, pero me sorprendió oír unas risas a lo lejos y al alzar los ojos vislumbré a Isabella y Eustace pasándose una pelota cerca de los árboles. Los observé un momento, considerando unirme a ellos, pero al final resolví volver a la casa. Cerré la puerta y me quedé en el centro del vestíbulo, mirando alrededor y tratando de no hacer ruido.
—¿Dónde estás? —musité.
La cortina de la ventana del salón que estaba más cerca de mí empezó a ondear levemente. Paralizada, la miré. No hacía viento. Reinaba la calma más absoluta.
—¿Dónde estás? —repetí.
Fue entonces cuando oí las voces. Porque eran dos. Una conversación en voz baja, una discusión. Procedían del fondo de la casa. Sabía que no podía tratarse de los niños, pues estaban fuera. Y tampoco la señora Livermore y el señor Westerley porque la habitación del enfermo quedaba demasiado lejos para que me llegase el eco de sus voces, incluso en el caso de que el pobre hombre pudiera hacerse oír más allá de su propio lecho. Agucé el oído y concluí que venían de arriba, no del primer piso, sino del segundo. Presa de una inesperada sensación de calma y sin el menor temor, subí la escalera, mientras las voces se hacían cada vez más audibles, aunque todavía indescifrables. ¿Serían voces siquiera? No resultaba fácil saberlo. Quizá sólo fuera el viento que se colaba por los resquicios.
Seguí los sonidos hasta una puerta al fondo del pasillo; al acercar la oreja, el corazón me dio un vuelco, pues supe que no me equivocaba. Sin duda eran dos voces, enzarzadas en una amarga disputa. Un hombre y una mujer. No distinguía una palabra de lo que decían, porque hablaban en murmullos, pero sí captaba la diferencia de género y el tono de la conversación, cada vez más exaltado.
No estaba dispuesta a dejarme intimidar. Alargué la mano hacia el pomo y lo giré; abrí de par en par y entré con decisión.
La habitación estaba desierta. Había unos juguetes viejos desparramados en un rincón, un polvoriento caballito balancín y una cuna. Pero nada más. O más bien, nadie en absoluto.
—¡¿Dónde estáis?! —exclamé casi a voz en grito, tales eran mi desazón y mi temor, casi pánico.
Mis palabras reverberaron tanto que hasta el desdichado señor Westerley, medio muerto en su lecho cerca de la azotea, debió de agitarse un poco y preguntarse qué pasaba.
«¿Dónde estáis?»